sábado, 26 de marzo de 2011

El "sinfonier"

Por Federico Bello Landrove
A mi prima Rosa, que avivó los recuerdos

     A mitad de camino de los relatos inspirados por la música y de los que son fruto de una impudorosa confesión, este cuento breve formula casi explícitamente una pregunta: ¿es inexorable que los jóvenes no valoren las cosas ni a las personas, hasta que estén llenos de años y de recuerdos?

     Aunque no era yo mal conocedor del francés, aún me faltaban unos años para poseer y usar el galicismo chiffonnier, para referirme a un mueble tipo cómoda, caracterizado por la abundancia de apartados, generalmente en forma de cajones para guardar prendas pequeñas de ropa. Para mí y en aquel entonces, el mueble que presidía el cuarto de estar era un sinfonier, así como suena. Y eso que presidir, lo que se dice presidir, es una exageración. Pero en lo que a mí respecta, se trataba de la pieza más importante de la casa, salvando la cama y, tal vez, mi mesa de trabajo. Y es que, en su interior, aislado del mundo por un cierre tipo persiana, guardaba todos los discos que, en vacaciones y fines de semana (pues en aquella casa se trabajaba en silencio el resto del tiempo), satisfacían mi entusiasmo por la música clásica y hasta los ejercicios casi gimnásticos de director de orquesta, ante el espejo del armario ropero.
     Y el caso es que, aparte de la persiana, asegurada con llave y que se cerraba curiosamente hacia arriba, el susodicho sinfonier (ya se imaginan por dónde van los tiros del vocablo) era de lo más anodino. Madera tímidamente trabajada con molduras y medias cañas; alzada acomodada a su manipulación en pie; formato de archivador, con dos baldas en altura y tabicado vertical ad libitum; y, eso sí, el inevitable tapetito de ganchillo, que otrora había acogido protector el soberbio receptor Telefunken, hasta que al jovencito de la casa se le ocurrió que nadie mejor para pastorear los microsurcos que el electrófono que se le había regalado para reproducirlos.
     No era cualquier cosa aquel tocadiscos: marca Philips (¿seguirá fabricándolos la histórica firma holandesa?), modelo Malmaison, 1963. No, no les abrumaré también con la descripción del aparato, ya que lo tienen dibujado en el cartel publicitario de la época, que preside en color este relato, el cual he de agradecer a un ilustre compañero de cuadernos de bitácora, apodado Ernestoide. Los pick-ups debieron pedirse a los Reyes Magos con profusión en aquel dulce año. Para los que hubiesen sido malos, ciertos comercios de Madrid anunciaban en el ABC: ¡Una garantía definitiva! Tocadiscos Philips Malmaison por 2.992,65 pesetas. Eso sí, pagaderos a plazos, hasta en veinticinco mensualidades. No me he preocupado en indagar la cuantía del desembolso inicial, ni los intereses. El anuncio que he manejado se inserta en el número del diario correspondiente al 5 de enero de 1963. De ahí, lo de los Reyes y la última oportunidad para quienes fuesen republicanos o merecieran carbón.

     Detrás de esta publicidad periodística, adivino a mis padres. No sólo porque incluye una afeitadora (695 pesetas) de la misma marca que usaba mi progenitor, sino porque convierto en gramos de cariño hacia mí su dispendioso rasgo navideño, dado que mis padres, de Reyes, nada (para Nochebuena, a fin de que los chicos puedan disfrutar en vacaciones), y de plazos, menos aún. Una persona prudente podía tener un activo patrimonial modesto, pero pasivo, jamás. Creo que lo último que compraron al fiado fue mi coche de bebé y tenían a la sazón veintiséis primaveras.
     Es que empiezo y no acabo. Estas digresiones… Bien, decía que he hecho un esfuerzo para convertir las tres mil pesetas que costaba el tocadiscos en gramos de cariño hacia su donatario. En aquellos días, el sueldo mensual de un maestro en la mitad de su camino profesional, era de unas 2.000 pesetas brutas (¡y tan brutas!) que, con la extra navideña se acercarían –digo yo- al doble. Así que mi padre (o mi madre, que tanto monta) invirtió todo lo honradamente percibido hacia el 20 de diciembre de 1962, en alimentar las aficiones musicales de su primogénito. ¡Dios los bendiga!
     He dicho bien, sueldo mensual y paga extraordinaria. Y no es que no sepa restar, sino que el tocadiscos venía acompañado de mis primeros microsurcos. Ahora los tengo a la vista, con la pionera anotación XII-62 en el reverso de la funda. La Quinta de Beethoven: ¡cómo no!, con su envuelta color naranja y la mano del destino llamando a la puerta. Y tres pequeños, de 45 r.p.m.: Chopin (por Horowitz); la rapsodia húngara nº 2 de Liszt; y Andrés Segovia (¿qué más daba lo que tocase, siendo él?). Así que sumen ustedes unos cientos de pesetas más y verán lo poco que quedó para turrón ese año en mi casa. ¡Menos mal que, como buen matrimonio de maestros, trabajaban los dos, para ganar poco más que una persona de otra profesión más afortunada!
     ¡Oh cielos, pero si hay otro disco pequeño de piezas variadas para piano, con la anotación XII-62! ¿Y eso? Hay algo más escrito: C. G. Quintana. Nada más justo: ella, que metió en mi alma el gusto por la música clásica, tenía que ser la autora del primer regalo para mi incipiente discoteca. ¿Le dije alguna vez lo que había significado para mí? Bah, es la historia de casi siempre: abrimos los labios y el corazón cuando nuestros seres queridos ya no pueden oírnos.
     No quiero que saquen la idea de que soy una hormiga que atesora todos sus recuerdos. Hace mucho tiempo que el sinfonier salió de mi casa y de mi vida; no tanto, que el Philips Malmaison, modelo 1963, exhaló su último suspiro. Solo los discos de vinilo, gozosamente, bien enfundados y custodiados en cuatro álbumes y un estuche portátil, esperan el zafiro de fuego que les arranque hasta la última nota del alma. ¿La escucharé yo? ¿La compartiré con los amigos de siempre, con mi prima Rosa, que aún recuerdan a Beethoven y Vivaldi, los Carmina Burana y la Gran Polonesa Brillante, la alcoba italiana y el sinfonier? No es probable pero, en cualquier caso, su tarea está cumplida, la siembra de entonces fructificó al ciento por uno. Todo lo llevo conmigo. No obstante, ya no quiero ni puedo hacer seguir a los microsurcos el agrio camino que antes recorrieron mueble y electrófono. Se quedarán conmigo hasta el fin y después… después de mí, el diluvio.

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