lunes, 28 de marzo de 2022

ENTRE BRIBONES ANDA EL JUEGO

 


Entre bribones anda el juego

Por Federico Bello Landrove

 

     Hacia 1995, en un país cualquiera, está a punto de destaparse un escándalo que puede afectar gravemente a un individuo muy poderoso. He aquí el relato de mucho de lo que se hizo por ocultar el embrollo, pese a la buena voluntad de un inspector de policía, bastante más imaginario que los bribones que dan título a la presente historia.

 



1.   Los reiterados asaltos de Villa Esmeralda

 

     El inspector de policía Arístides Salmerón se desayunó con una noticia de la primera página de El Globo. El titular rezaba así: Esmeralda Duque, indignada por la inoperancia policial. El texto del suelto decía como sigue:

     La famosa actriz y vedete Esmeralda Duque dio ayer una rueda de prensa en su chalé de Colmenilla del Molar, en el curso de la cual se mostró muy ofendida porque, tras haber presentado tres denuncias por allanamiento de su mansión, ni los autores de tales asaltos han sido identificados, ni la policía ha montado un servicio de vigilancia y protección de su domicilio, en el que vive en unión de sus dos hijos menores de edad, y de un matrimonio del servicio.

     Esmeralda Duque está convencida de que esa presunta ineficacia policial se debe a que quienes entran en su casa no son vulgares ladrones, sino personas que buscan objetos personales que podrían comprometer a personas importantes de este país.

     (Continúa en la página 5)

     Lejos de aceptar la sugerencia de empaparse con el relato de las cuitas de la Duque, Arístides dejó el diario a un lado de la mesa de la cocina y pasó a prestar toda su atención a los huevos con jamón que acababa de prepararse. Incluso, mostró su disgusto por la dedicación a tan nimia y dudosa noticia de un recuadro en la primera página del periódico. Hablando solo -costumbre muy necesaria para quien vivía así-, mostró su disconformidad en estos términos:

-          El Globo y sus campañas… Acabará por hacer competencia a las revistas del corazón.

     No seré yo quien desautorice al inspector Salmerón y niegue que El Globo, a diferencia de los demás medios capitalinos, prestaba demasiada atención a ciertos rumores poco edificantes, que salpicaban a personas importantes del país -como ambiguamente eran aludidas en el suelto antes transcrito-. Pero haría bien Salmerón en ponerse al día de lo que sus compañeros en la Comisaría estaban cansados de saber. ¿Es que nuestro inspector miraba para otro lado, o es que sus colegas lo trataban como a un apestado? ¡Nada más lejos de la verdad! Lo que sucedía era que, desde hacía año y medio, le habían endilgado la jefatura de la así llamada Unidad de Policía Judicial Adscrita a los Juzgados de Instrucción de la Capital. Y ello suponía, entre otras cosas, tener la oficina en el edificio de los Juzgados y ponerse a las órdenes inmediatas de los magistrados de guardia o que llevasen asuntos penales de particular importancia o dificultad. Total, estar en dos sillas y mal sentado; con más independencia y nivel científico, si se quiere; pero alejado del día a día de sus compañeros de las comisarías. Eso tenía su coste como, por ejemplo, estar casi in albis de lo que se cocía y hablaba en los mentideros policiales. Lo acabamos de ver con las cuitas de Esmeralda Duque. Claro que lo que le sucediera a la diva tampoco era cosa que interesase mucho a Arístides… ¿O sí? Pronto tendría la respuesta.

***

     Aquella misma mañana, nada más llegar a la oficina, Salmerón recibió el aviso, por conducto de un compañero:

-          Aris, hace veinte minutos que te ha llamado el juez del número 37: Que vayas a verlo inmediatamente.

-          ¿Hace veinte minutos, dices?, bromeó el avisado. Pues será que el magistrado ha tenido insomnio esta noche.

     Ricardo Bañuelos, el magistrado del juzgado de instrucción número 37, era uno de esos jueces que, aunque de carácter razonable, tenía unos prontos frecuentes y temibles. El inspector jefe, que lo conocía bastante bien, notó nada más entrar en el despacho la señal inequívoca que barruntaba tormenta: Don Ricardo iba bastante despeinado aquella mañana.

-          ¿Ha leído usted los periódicos?, inquirió el magistrado a Arístides, nada más entrar este.

-          Alguno he hojeado, sí, señor.

-          ¿No sería El Globo, por un casual?

-          En efecto. Hoy le tocaba ser el primero -no quería el inspector ser catalogado ideológicamente por su preferencia informativa-.

-          Entonces estará al corriente de la jugada de sus compañeros para con este juzgado…

     Comoquiera que Arístides callase mostrando un semblante de completa ignorancia, Don Ricardo le dio una pista:

-           Sí, hombre… Me refiero a lo de la vedete esa a la que han convertido su casa en la de tócame Roque.

-          ¡Ah, ya! Perdone, no había caído… Me da la impresión de que la señora tiene una notable inventiva o, cuando menos, exagera mucho.

-          Es posible, inspector -aceptó el juez, con sorna-, pero quien tiene que decidir sobre eso es este humilde magistrado, no el primer comisario al que se le ocurra convertirse en juez y tirar las denuncias a la papelera, por propia iniciativa, o por inducción de los de arriba.

     Íntimamente, dadas las circunstancias, el inspector Salmerón intuyó que Don Ricardo podía tener mucha razón, pero optó por echar un cable a la decencia de sus superiores:

-          Lo más probable es que las denuncias de la señora Duque hayan ido a parar a diversos juzgados distintos de este. ¿Quiere usted que me informe?

-          Lo estoy deseando, inspector -contestó el magistrado-, y no por simple curiosidad -no vaya usted a creer-, sino porque, conforme a las normas de reparto que la Policía conoce perfectamente, corresponde a este juzgado el conocer y decidir sobre tales denuncias. ¿No leyó en El Globo que el primer allanamiento de morada se produjo en la noche del 24 al 25 de mayo del corriente año?... Pues ese día yo estaba de guardia. Y, si me toca el primer hecho, lógico es que, por conexidad, me corresponda instruir también lo relativo a los otros dos, que -así, de memoria- creo recordar que fueron los días 1 y 13 de junio.

     Arístides tomó nota de las fechas y prometió al magistrado:

-          Comprobaré en los libros generales de entrada de denuncias del Decanato y, si no aparecen, preguntaré a los compañeros de Colmenilla del Molar… Pasaré a informarle tan pronto sepa algo.

-          Cuanto antes, inspector… Y, si se encuentra con alguna obstrucción, o le dan largas, diga a quien corresponda que estoy dispuesto a llevar esto hasta sus últimas consecuencias, aunque tenga que empurar al lucero del alba. ¿Entendido?

-          Descuide usted -concluyó el inspector, despidiéndose-. Soy el primer interesado en aclarar lo que puede que solo sea un malentendido.

     El magistrado, al oír esto, dudó entre echarse a reír o tirar a Arístides su pisapapeles de basalto. Lo dejó en un civilizado término medio:

-          Salmerón, ¿me está contando un chiste o es que es usted un completo memo?

***

     Las denuncias presentadas por Esmeralda Duque no tuvieron que ser sacadas de la papelera, pero sí de uno de los cajones del buró del comisario jefe de la policía judicial capitalina, Filemón Suárez. Con la cara de circunstancias propia de ser pillado en falta de manera flagrante, interpeló a su subordinado, Arístides Salmerón, con voz lastimera:

-          Pero, vamos a ver, Aris: ¿Cómo puede haber un magistrado tan crédulo y con tan poco trabajo, que se preocupe de las fantasías de una folklórica ligera de cascos?

     Salmerón, aunque compartía el fondo de la queja, optó por romper una lanza en favor de aquel juez al que, desde luego, si algo le faltaba, no era trabajo precisamente:

-          Yo creo que no se trata de que Su Señoría conceda mucha credibilidad a la Duque, sino que le ha sentado mal que las denuncias se hayan quedado en poder de la Policía, en vez de hacérselas llegar, como es de ley.

-          ¡De ley, de ley!, gruñó Filemón. Lo que le pasa a Tu Señoría es que le gusta meter el dedo en el ojo de los que mandan ahora, más que una chocolatina a un crío. Si lo sabré yo, que lo conozco desde hace años. ¿No te acuerdas de…?

     A Arístides no le gustaba nada eso de buscar malos motivos a las buenas acciones. Lo exigido por el juez era lo correcto y todo lo demás eran ganas de desprestigiar a su persona. Así que escuchó de mala gana aquella historia de tiempos pasados, y volvió al presente:

-          En resumidas cuentas, jefe, ¿me das las denuncias para que las lleve en mano, o las enviáis inmediatamente a los juzgados, con el pertinente oficio, diciendo que se han realizado laboriosas investigaciones que, hasta ahora, no han dado resultado positivo?

-          ¡Calma, calma, que no se le está quemando el chalé a la piculina esa! Espera a que antes informe de este pitote judicial a los interesados, para que tomen las resoluciones que estimen oportunas.

     Arístides empezaba a comprender:

-          Así que -dedujo- tiene razón la tal Esmeralda en lo de que hay personas importantes metidas en el ajo.

-          Cuanto menos sepas de estos enjuagues, mejor para ti, replicó Filemón. Te basta con conocer que no somos nosotros quienes estamos detrás de este embrollo, no te vayas a creer… De todas formas, tenme al corriente de las ocurrencias de ese sabueso con toga pues, por mucho que pertenezcas a una Unidad adscrita a los juzgados, sigues siendo antes que nada un policía y me debes obediencia y lealtad.

     ¡Ya había salido aquello que tanto molestaba a Salmerón y que el mismo Evangelio reputaba imposible: servir a dos señores! Pero, en fin, mientras solo le pidieran que informase, no que torciese la investigación… Aris, de todos modos, opinó que el comisario ponía le venda antes de la herida:

-          Tranquilo, Filemón, dijo. Por ahora sois vosotros los que investigáis -o no investigáis- lo denunciado. Yo solo he venido como intermediario.

     Es posible que nuestro inspector fuese bastante listo, pero, en ocasiones, mostraba una miopía mental de tomo y lomo. Tan pronto como, una semana después, Don Ricardo Bañuelos recibió, por fin, las denuncias, con la coletilla de que proseguimos la investigación, de cuyo resultado se informará a Su Señoría, el magistrado llamó a su despacho a Arístides para confiarle la dirección personal y exclusiva de la investigación. Previamente, se había dado el gustazo de comunicar por escrito al comisario Suárez que él no se chupaba el dedo y que era quien tenía la sartén por el mango. El oficio que le remitió decía así:

     … Dadas las circunstancias del caso, en el ejercicio de mis funciones como juez competente para su instrucción, he decidido encargar la investigación policial del mismo a la Unidad adscrita a los Juzgados de esta Capital, a mis órdenes directas. En consecuencia, se abstendrá usted de continuar con las investigaciones, salvo en el caso de recibir de mi parte expreso requerimiento en tal sentido.

 

 

2.   En las cloacas del poder


     La reunión en el despacho oficial del jefe de los espías -es decir, el Director del Centro de Inteligencia e Información- estaba resultando más tensa de lo esperado. El citado Director, Emilio Vizmanos, había optado por dejar hablar y desahogarse a sus interlocutores durante diez minutos de reloj, cuyo paso lento comprobaba a cada poco en el Omega de su muñeca. Entre tanto, había estallado la tormenta y el cruce de reproches era cada vez más vivo, entre el Jefe de Operaciones Especiales -para los íntimos, el Joé- y su díscolo segundo de a bordo, que compensaba su inferioridad administrativa con la portavocía de los agentes que estaban metidos en el ajo: el ajo de Esmeralda Duque, naturalmente.

     Don Emilio, sin dejar de mirar las agujas de su cronómetro, se maldecía internamente por haber causado todo aquel guirigay; pero es que la llamada del comisario Suárez le había provocado una molesta e imprevista desazón, que cometió el error de transmitir a sus subordinados:

-          Así que seguimos sin encontrar nada -resumió, quejoso-. Pues ya podéis ir consiguiendo resultados porque acaba de llamarme Filemón Suárez, el comisario de la Policía Judicial de la Capital, para decirme que un magistrado peligroso está dispuesto a tomarse en serio las denuncias de la Duque.

-          ¡Lo que nos faltaba!, exclamó el Joé. Por si fuera poco lista esa tía, que ahora vengan los de la toga a echarle una manita.

-          ¡Ah, eso sí que no!, zanjó el díscolo. Si mis hombres no van a poder trabajar con seguridad, nos abrimos y que la mierda del Poderoso la recoja Rita la churrera.

     Joé, aunque en el fondo estaba de acuerdo con su segundo, se ofendió con la iniciativa y decisión que este mostraba. Dejó caer lo que más podía molestarlo:

-          Ya habéis estado dentro tres veces y no habéis pillado ni una maldita cinta, de las cinco que se supone que guarda la Duque. ¿No será que estáis pasando por alto algunos escondrijos?


     Allí fue Troya. Pese al respeto debido al más alto despacho de la Casa -como, en el argot, llamaban al Centro-, Joé y su segundo se enredaron en una cadena de reproches y expresiones groseras, entre las que se deslizaron algunas alusiones dignas de interés, que Vizmanos trataba de entresacar y retener, en medio de tanta escatología. Por ejemplo, cuando el díscolo aludió a una complicación añadida, la última antes de la que acababa de transmitirles el Director:

-          ¡Y, por si fuéramos pocos, ahora van y abren en plena calle de Henares La boutique del espía, que ríete tú de las maravillas que tienen en materia de alarmas y cámaras de vídeo! ¡Mejores que lo que usamos nosotros! Le ha faltado tiempo a la Duque para convertirse en la mejor de sus clientas.

     ¡Tiempo!, exclamó Vizmanos, provocando el sorprendido silencio de sus visitantes. Y, antes de que reaccionasen, agregó: Ahora voy a hablar yo y me vais a escuchar muy atentamente. Ajustó el puente de sus gafas a su generoso apéndice nasal, echó el tronco hacia adelante y carraspeó, antes de empezar a hablar. Todo el personal de la Casa sabía que eso era preámbulo de un “ordeno y mando” tajante e inapelable:

-          Vamos a ver si nos aclaramos -recalcó-. Haremos una última visita a Villa Esmeralda, lo antes posible y a fondo. Quiero decir, con todo el personal y contando con unas cuantas horas. Tendrá que ser en la primera ocasión en que Esmeralda y sus hijos salgan de la Capital, lo que sabemos que es muy frecuente. En cuanto al matrimonio del servicio, en cuanto aprovechen la ausencia de su patrona para irse de juerga, que los sigan y, si hace falta, se les retenga finamente hasta que se dé el quedo a los de dentro, y puedan acabar y dejar el chalé con seguridad. Y, por si acaso falla algo, o ese juez entrometido nos busca las vueltas, que vaya con vosotros El Panoli, como teníamos previsto.

     Sus interlocutores intercambiaron una mirada e hicieron un gesto de asentimiento. El Director recalcó:

-          Será nuestra última oportunidad; así que echad el resto.

     Joé y su adjunto se levantaron. El primero se atrevió a preguntar:

-          Un suponer, jefe. Si no damos con las cintas, ¿hay pensado algo?

     Vizmanos contestó con ambigüedad calculada:

-          Si fallamos -lo que espero no suceda-, que llamen a la Marina.

     El que hemos calificado de díscolo no entendió la indirecta y la tomó por una facecia:

-          O al Séptimo de Caballería, replicó, riendo la supuesta gracieta.

***

     Las cosas no pintaban mal en la cuarta -y última- entrada de los agentes secretos. Tras revolver Roma con Santiago, habían hallado en la depuradora de la piscina una de las cintas que buscaban y, al parecer, otra estaba a punto de caer en sus manos, camuflada entre las Obras Completas del Destape. Por su parte, conforme al objetivo de su misión, El Panoli estampó sus huellas digitales por media docena de lugares estratégicos de la casa y echó a su bolsa de deporte un reloj de oro de señora, media docena de cachivaches de plata y una estola de zorro blanco siberiano, para así encubrir la verdadera finalidad del allanamiento. Y, en esas estaban, cuando llegó a la zona un coche de Policía camuflado, pero haciendo sonar la sirena a todo trapo. Advertidos del interés que tenía en ellos el magistrado Bañuelos, los asaltantes recogieron a toda prisa los bártulos y tuvieron el tiempo justo de montarse en el par de vehículos que habían estacionado unos chalés más arriba. No tuvieron problemas para sortear a sus colegas de la Nacional, pese a que se aproximaban por la misma calle por la que ellos escapaban. Nada hicieron por cortarles el paso.

     Si retrocedemos un poco en el tiempo, comprenderemos mejor lo sucedido. A raíz de las indicaciones del juez, el inspector jefe Salmerón había montado una discreta vigilancia en la zona de Villa Esmeralda, que se estrechaba cuando se ausentaban del chalé todos sus moradores. Fueron los compañeros de guardia los que avisaron esa noche a Arístides:

-          Aris, que acaban de entrar los del Centro.

-          Les concederemos un buen rato, para que no digan. No os mováis hasta que llegue yo, salvo que prendan fuego a la casa.

     Un par de horas más tarde, el comprensivo y precavido inspector, junto a otros dos colegas de la Unidad adscrita, cogió el coche rumbo al chalé de la Duque y… ya conocemos las primeras consecuencias.

     Una hora más tarde, cuando llegó el matrimonio del servicio, la casa parecía un hervidero de policías. Media Unidad, a las órdenes de Arístides, recogía evidencias, tomaba huellas, levantaba croquis… El inspector jefe mandó recibir declaración allí mismo a la citada pareja, a fin de precisar en lo posible la desaparición o desperfectos en el ajuar y el mobiliario. Estuvo tentado de telefonear a Don Ricardo, pese a lo avanzado de la madrugada[1], pero optó por llevarle un adelanto del atestado a primera hora al juzgado. Antes de autorizar que se arreglara en lo posible el desorden en que los ladrones habían dejado la casa, le dio por imaginar al inspector Salmerón que sus predecesores en el lugar hubiesen estado a punto de encontrar alguna de las cintas deseadas. Echó un vistazo al género y ordenó a los compañeros:

-          Recoged todas esas cintas que están sobre el sofá y por el suelo, a ver si encontramos algo.

     Los colegas se desternillaban de risa, al ver las imágenes y títulos de las carátulas. Uno de ellos se atrevió a gastarle una broma:

-          ¡Menudo fin de semana te vas a pasar con todas estas chorbas en pelota brava!

     A Salmerón no le gustaba el cachondeo cuando se estaba trabajando:

-          Mira tú por dónde, estaba pensando que era demasiado trabajo para mí; de modo que repartiremos el ganado. A ti te tocará visionar las cintas pares…, y de cabo a rabo -con perdón-.

     No es que Aris fuera un sádico, sino que las partes más interesantes y escabrosas del material podían estar disimuladas entre fragmentos del cumpleaños del niño o de la celebración del Día de la Madre. De hecho, cuando por fin dio con lo que estaba buscando, la orgía del Poderoso con Esmeralda Duque empezaba con diez minutos de imágenes de la ofrenda floral a la Virgen durante las Fallas de Valencia. Claro que, como dice el otro, el que avisa no es traidor: la funda de la susodicha cinta de video doméstico correspondía a la famosa película La escopeta nacional[2], que algo tenía que ver con la corrupción de los políticos y el juego que puede dar el sexo como ascensor para la escala social.

     La verdad es que la parte caliente de la citada cinta era un dechado de estupidez por parte de quien, como una máxima autoridad de la nación, se prestaba -o, al menos, daba la oportunidad- a que le grabaran haciendo el salto del tigre, o contando interioridades de un golpe de estado, o de su última pelotera con un capitoste del Gobierno. Arístides se hacía cruces, no por lo subido de tono de la película, sino por la perfección técnica de un material de aficionados. Se decía:

-          Las tomas son tan precisas y enfocadas, que me resulta duro de creer que se trate de una cámara fija escondida en la tele o en un osito de peluche… Para mí que hay alguien oculto manejándola; pero ¿quién? ¿Quizá el tipo dominicano ese, que hace labores de jardinero y de limpieza?... Tendría que preguntar a algún técnico, pero, en estas circunstancias, ya no me fío ni de mi sombra.

     Entre unas cosas y otras, el inspector invirtió diez días en localizar lo que los asaltantes habían estado buscando. Una decena apenas es nada en la marcha parsimoniosa e inexorable de la justicia. Que en aquella ocasión fuese un tiempo demasiado prolongado nos indica que aquel asunto tenía muy poco que ver con aquella virtud cardinal, como tendremos ocasión de comprobar en el capítulo tercero de esta ejemplar historia.

***

     Y, mientras tanto, en el Centro que se decía de inteligencia, las cosas estaban candentes. La advertencia de que el magistrado Bañuelos se había puesto en plan sabueso y la aparición en plena faena de los policías de la Unidad, habían hecho saltar las alarmas entre los hombres de operaciones especiales. La vulgaridad y la desvergüenza que rezumaba la cinta intervenida por ellos acabaron por ponerlos de uñas: ¡Pasar tantos trabajos y riesgos por semejante truhan! De entrada, estaban dispuestos a retener la cinta descubierta, hasta tanto les aseguraban, documentos a la vista, que las denuncias de la Duque eran sobreseídas de inmediato. El más listillo -que recordaba algo de Derecho procesal de cuando lo estudió- matizó la exigencia:

-          Y nada de un archivo provisional por falta de responsables conocidos, que puede rectificarse en cualquier momento: ¡Sobreseimiento libre por no haber indicios de haberse cometido los hechos denunciados! Eso sí que va a Misa y no lo mueve ni…

-          Pero, hombre -advirtió el Joé-, con todo el pandemonio que habría en el chalé cuando llegaron los policías, ¿qué juez se va a tragar lo de que no ha habido indicios?... Sed sensatos, chicos: Dadme esa cinta y, para el caso de que vengan mal dadas, el Panoli se comerá el marrón. A estas horas, seguro que los de la Nacional ya han descubierto sus huellas.

-          ¿Y si las archivan como anónimas? -objetó uno-. El chico no ha estado fichado en su vida.

-          Ya le dejaré yo caer al comisario Suárez que puede tratarse de alguien sin antecedentes, y que coteje con los ficheros de huellas para el DNI[3].

-          ¿Y si el Panoli se acoquina o se viene abajo, y enciende el ventilador sobre toda esta mierda?, replicó el Jefe adjunto. Yo estoy con los muchachos: Nos quedamos con la cinta, como si no hubiésemos encontrado nada, y, si intentan jodernos, tiramos de la manta.

     Bien, no sigamos escuchando, sino atengámonos a los hechos. Tras arduas discusiones, se logró una cuadratura del círculo, bastante sencilla por otra parte. El honor de los eficaces agentes de operaciones especiales quedó a salvo con la entrega al Director Vizmanos de la única cinta descubierta, tras cuatro laboriosos intentos. Y la impunidad de aquellos esforzados exploradores quedaría garantizada mediante la conservación clandestina en sus manos de una copia de la grabación comprometedora. Claro que el agente encargado de hacer la copia prefirió quedarse él con el original. El tal debía de ser persona creyente, pues alguien le oyó decir: A quien de otro se fía, válganle Dios y Santa María.

 

 

3.   La vara de la justicia


     Aunque muy pocos lo supieran, la enérgica acción judicial empezó a torcerse al día siguiente de la última entrada de los agentes no tan secretos en Villa Esmeralda. En vista de las desfavorables circunstancias, el Director Vizmanos se puso en contacto con la Marina, como estaba previsto en caso de apuro. Al otro lado del teléfono estaba Manolo Almirante -de apellido-, el chico para todo del Poderoso:

-          Almirante, lo de ayer fue como en Santiago de Cuba.

-          ¿No se logró hundir ningún barco?

-          Apenas un destructor, y eso a riesgo de sufrir un naufragio.

-          ¿No es posible intentar nuevamente salir del puerto?

-          Imposible. La escuadra americana mantiene un férreo bloqueo.

-          ¿Entonces?

-          Allá usted, Almirante, pero mi consejo es que firmen el Tratado de París.

-          Gracias por su cooperación. Informaré a Sagasta.

     Aunque ustedes no sepan mucho de la Guerra de Cuba, ni del descifrado de mensajes en clave, seguro que han captado el sentido de ese galimatías: Ante el fracaso de los agentes del Centro, se imponía pasar al Plan B, si se quería neutralizar las amenazas de Esmeralda. Manolo Almirante -que la conocía bien, por similares gestiones hechas con anterioridad- decidió que lo mejor era no andarse con engaños ni medias tintas. Tras previa llamada telefónica, la diva recibió a Manolo en su chalé, con la pertinente reserva. Naturalmente, yo no estuve presente en la conversación, ni estaba conectado a ningún micrófono, pero doy por seguro que la charla se desarrollaría en los siguientes términos:

-          Esmeralda, esto no nos beneficia, ni a ti, ni a nosotros. Así que Don Alfonso Víctor -nombres del Poderoso- me ha mandado a hacer las paces. Desde ahora, nada de agentes secretos, micrófonos en los cortinajes ni alarmas desactivadas. Pero tienes que venirte a razones: Has de entregarnos todas las cintas comprometedoras que tengas y darnos seguridades de que no seguirás insinuando por ahí que tienes al Poderoso cogido… por donde tú sabes.

-          Manolo, ya hemos hablado sobre esto varias veces y siempre me he colocado en mi puesto. Soy una mujer de palabra; aprecio a Fonsi y no tengo ninguna gana de perjudicarlo. Pero estoy arruinada y él tiene más millones que el Banco Nacional; de modo que es justo que me eche una mano, por los muchos años de compañía que le dediqué…, y que, por cierto, fue él quien cortó, sin despedirse siquiera; total, porque habrá encontrado alguna pelandusca por ahí más joven que yo y que, de seguro, no me llegará ni a la suela de los zapatos.

-          Ya sabes que Don Alfonso Carlos es generoso y también te aprecia, pero, mujer, tienes que comprender que tiene muchos gastos y que necesita ahorrar por si, en el futuro, le vienen mal dadas. Y, la verdad, lo que pides es un disparate.

-          No me vengas con esas, que hasta os he dado la posibilidad de pagar parte de la cantidad total en plazos mensuales, que soy un poco manirrota y me ciego en cuanto veo un buen fajo de billetes. Y estoy dispuesta a ser comprensiva, si se me da lo que me quitasteis cuando Fonsi se cansó de mí el año pasado: un programa de fin de semana en la primera cadena de la televisión pública. Esta vez, me limitaré a presentar, que ya me van pesando las carnes y he perdido bastante voz.

-          Entonces, ¿no rebajas nada?

-          Lo dicho: 50 millones en mano, para empezar, y luego un millón al mes durante cinco años, que fue el tiempo que yo le dediqué a Fonsi, estando a su disposición siempre que quiso.

     Viendo que no hay nada que rascar en lo económico, Almirante insiste en lo de las grabaciones secretas:

-          Supongo que, a cambio, me entregarás todas las cintas que tengas con el Poderoso.

     Esmeralda se echa a reír, con cierta amargura en el gesto:

-          Parecéis idiotas. ¿No veis que puedo haber sacado cuantas copias me haya dado la gana? De hecho, tengo más de un ejemplar de cada una, y en distintas manos de mi confianza, para que las lancen a los medios en cuanto se nos amenace o nos pase algo, a mí o a los niños… Que Fonsi y sus esbirros pierdan cuidado: Yo no le haré daño, mientras hagáis lo que os he dicho. Podré ser una cualquiera, pero tengo palabra y sé bien dónde me aprieta el zapato, que por ahora es en la cuenta del banco.

-          Si no gastases tanto y dejaras de ir por los casinos…

-          Cada cual vive la vida como quiere…, o como puede. ¡Anda que estáis vosotros como para dar lecciones! Vamos, vamos, mamporrero, empieza ya a buscar la guita, que os doy de plazo hasta el lunes. ¡Ni un día más!

Así podría haber sido Villa Esmeralda

***

     Las gestiones debieron de llegar a buen puerto y dentro del brevísimo plazo concedido. Digo esto porque, cuando Don Ricardo tomó declaración en el sumario a Esmeralda -¡perdón!, a Margarita López- se llevó una sorpresa mayúscula. Lejos de mantener las sospechas e insinuaciones que había aireado días atrás ante la prensa, la vedete no se avenía ahora a afirmar otra cosa que haber sido víctima de varios intentos de robo en su chalé de Colmenilla del Molar. Lo único sospechoso que reconocía era el que los asaltos habían sido varios y bastante seguidos, pero para ello tenía una explicación:

-          Las primeras veces, los ladrones debían de ser unos principiantes, o temieron ser sorprendidos por mis sirvientes, porque huyeron sin llevarse nada, que yo me percatara. Ha sido el otro día cuando, por fin, me robaron algo que mereciese la pena…

-          ¿Lo qué, lo qué?, inquirió el magistrado. ¿Eso tan misterioso de lo que usted ha hablado a la prensa?

-          Para facilitarle el trabajo a Su Señoría -prosiguió Margarita, impertérrita-, aquí traigo una lista de lo que he echado en falta. Le leo: Un reloj Bulgari de oro; dos piezas de un juego de café en plata; una pareja de pavos reales, también de plata, que había en un velador del vestíbulo; una estola blanca de zorro siberiano; un…

-          ¡No siga!, gruñó el magistrado. Deme esa lista para incorporarla a su declaración… Pero, a lo que íbamos: De que se siente usted amenazada, o de que estén detrás de las entradas en su casa sujetos mandados por alguien muy importante, ¿hay algo o no?

-          ¡Huy, señor juez! -arguyó la testigo con su mejor sonrisa-, no sabe usted las tretas de que una tiene que valerse para que le hagan un hueco en primera página y la tome en serio la Policía. Pero, ahora, en el juzgado y por lo criminal, están de más las simples sospechas y las ligerezas: la pura verdad y nada más.

     El magistrado Bañuelos no parecía dispuesto aún a tirar la toalla, pero el fiscal que asistía a la declaración terció, con una respetuosidad claramente impostada:

-          Señoría, quizá sea mejor no insistir más a la testigo en este punto, no sea que la lleve a un terreno perjudicial para ella. Observe que viene sin abogado…

     El juez instructor vaciló unos momentos y decidió tomarse un punto de choteo, mientras repasaba la lista de objetos sustraídos:

-          Ese reloj de oro que dice usted que le ha desaparecido, ¿está segura de que es de oro macizo? ¿No será simplemente chapado, como los de los chinos?

     Margarita creyó que el juez preguntaba en serio y estuvo a punto de liarla:

-          ¡No señor!; como que fue un regalo de Fonsi…, un primo mío que vive en Italia, ¿sabe usted?  

     Todavía le duraba a Su Señoría el enfado por su fiasco con Margarita, cuando llamó a Arístides, para tratar de salvar algo de aquel fallido escándalo del Poderoso, que él estaba deseando destapar.

-          ¿Querrá creer, Salmerón, que la tal Esmeralda ahora presenta el asunto como un robo común y corriente? ¡Con el escándalo que había formado!

     Un sexto sentido advirtió al inspector de que, por ahora, no era momento de sacar a colación lo de la cinta que había logrado descubrir. En consecuencia, divagó:

-          Ya sabe cómo son esas señoras.

-          Pues no, no lo sé -gruñó el magistrado-. Seguro que usted conoce mejor el paño; así que voy a pedirle un favor, que supongo no le desagradará: Hable con la tal Margarita y procure animarla a que nos cuente toda la verdad, asegurándole toda la protección y ayuda que necesite. Y, aunque no se le abra, procure sonsacarle los motivos por los que, donde dijo digo, ahora dice Diego.

-          Haré lo que pueda, respondió de no muy buena gana Arístides.

***

-          Estoy más solicitado que la Esmeralda Duque, pensó el inspector cuando, al volver a su despacho de la entrevista con Don Ricardo, le espetó un colega de la Unidad:

-          Que, en cuanto puedas, pases a ver al fiscal Bocanegra.

     Aunque Arístides no había estado presente en la declaración de Margarita López, no hacía falta ser muy listo para adivinar lo que pretendía Amador Bocanegra, el fiscal del juzgado número 37: justo lo contrario de lo que le acababa de encargarle el juez.

-          ¿Qué tal va la investigación del caso de Esmeralda Duque?, le preguntó el fiscal, nada más verlo entrar en su despacho.

-          Vamos avanzando -respondió ambiguamente Salmerón-. De hecho, si no fuera por…

     Arístides se mordió la lengua, pero es que venía muy quemado de la pesadez y los prejuicios de Don Ricardo.

-          Comprendo lo que quiere decir -aseveró Bocanegra-. Hay jueces que no dejan trabajar tranquila a la Policía; y lo malo es que algunos ven gigantes donde solo hay molinos.

     Arístides se puso a la defensiva, pues no quería hablar mal de un buen magistrado y, menos aún, con alguien que luego pudiese soplárselo:

-          Yo creo que la culpa es de esa señora, que ha salido en la prensa propalando toda clase de bulos.

-          … Y también de los que le dan pábulo y se empeñan en hurgar en la basura, incluso cuando la propia difamadora ha rectificado.

     El inspector optó por callarse y poner cara de póquer. Bocanegra insistió en sus infundios, haciendo honor a su apellido:

-          Yo que usted, no le haría el juego al Señor Bañuelos. Es un buen juez pero, en ocasiones, le pierden sus antecedentes.

-          ¿Penales?, completó Arístides, por la fuerza de la costumbre. El fiscal se echó a reír:

-          ¡No, hombre, tanto como eso no! Me refiero a que su familia era muy de la situación política anterior y, en el fondo, tampoco él le perdona al Poderoso que cambiase de chaqueta y permitiera que nuestro país pegase un cambio que, como dicen los castizos, no lo conoce ni la madre que lo parió.

     Arístides tomó buena nota, pero siguió mudo. A fin de cuentas, el Fiscal podía estar exagerando en su crítica. Este decidió asestar el golpe de gracia:

-          Por cierto, se comenta que a Bañuelos le queda muy poco de estar en el número 37. ¿No ha oído usted la noticia en el juzgado?... Pues resulta que tenía pedida desde hacía tiempo una plaza en el Tribunal Superior y parece que, por fin, le ha tocado que lo nombren.

     El inspector estuvo a punto de hacer algún comentario sobre la oportunidad de que quitasen de en medio a Bañuelos en este preciso momento, pero permaneció silente. Así que el Fiscal concluyó cuanto tenía que decirle:

-          Como ve, Salmerón, es una razón más para atenerse a los hechos y a las pautas ordinarias de investigación… Claro que estoy seguro de que es lo que pensaba usted hacer, sin necesidad de que, ni unos ni otros, interfiramos en su actuación.

***

     El fiscal Bocanegra podría ser malicioso en extremo, pero estaba bien informado. Tres días después, aparecía en el Diario Oficial el nombramiento de Don Ricardo Bañuelos para presidir una las secciones del Tribunal Superior de la Capital. ¡Qué prisa se han dado!, se dijo Arístides, sin duda contagiado por la miasma de la suspicacia.

     Como jefe de la Unidad adscrita, acudió a la comida de despedida que ofreció al magistrado el personal de su juzgado. Es posible que en ella se comiera y bebiera en exceso, algo que suele favorecer las confidencias. Por primera vez en la vida, Don Ricardo tuteó al inspector cuando este, al final del ágape, se acercó a lamentar su partida y a desearle suerte en su nuevo destino. El juez Bañuelos, con los ojos brillantes y la vocalización bastante más confusa que de costumbre, lo abrazó y le dijo al oído:

-          Arístides, hombre justo, no te dejes dominar por la rutina y dales caña. Lo que siento es no poder seguir ayudándote, que lo vas a necesitar.

     Salmerón recibió con sorpresa y gratitud el epíteto que Bañuelos acababa de atribuirle. Si hubiese estado familiarizado con la historia de Grecia, lo habría comprendido mejor[4].

 

 

4.   La situación da un vuelco


El garaje de Deep Throat (asunto Watergate)


     Para reemplazar temporalmente al magistrado Bañuelos, nombraron a su colega del juzgado 26, que tenía un apellido bastante significativo de su actitud ante la superioridad. Se llamaba Valentín Servidor. Cuando, por cortesía, Arístides fue a darle cuenta de los asuntos del número 37 que la Unidad llevaba directamente, Don Valentín echó balones fuera:

-          Con el trabajo que ya tengo y lo poco que durará esta prórroga de jurisdicción, no merece la pena que despache conmigo sobre los temas problemáticos. Entiéndase con el fiscal Bocanegra, hasta que se incorpore el magistrado al que nombren para cubrir en propiedad la plaza que fue de Bañuelos.

     Con eso, estaba dicho todo. No obstante, decidió hacer un último intento en la línea de la investigación comprometida. El fiscal se mostró contrario:

-          ¿No dice que había por la casa un montón de huellas de la misma persona y que esta nada tiene que ver con los que viven en ella?

-          Bueno -matizó el inspector-, sabemos que no son de los moradores, pero todavía ignoramos la identidad. Lo mismo pueden ser de uno de los ladrones, como de un amigo, o de alguien que entrase a hacer alguna reparación o servicio. Como usted se figurará, en ese chalé había muchos y muy variados visitantes.

-          Pues, entonces, inspector, la pauta está muy clara: identificar las huellas; localizar y detener al que las puso; ocuparle todo lo que sustrajo, y obtener su confesión. No le demos más vueltas a la noria, ni hagamos el caldo gordo a los calumniadores ni a los creadores de escándalos.

     Salmerón evitó discutir las indicaciones de Bocanegra. En el fondo, eran coincidentes con el protocolo policial a seguir… y con el sano propósito de no buscarse complicaciones. Solo que, para ese viaje, sobraban las alforjas de la cinta comprometedora y del tercer grado a Esmeralda Duque. Así que volvió a la oficina y telefoneó desde allí a su jefe inmediato, el comisario Filemón Suárez, al que ya hemos citado antes:

-          ¿Qué tal, comisario? ¿Se sabe ya algo de las huellas en el chalé de la Duque? El fiscal está muy interesado en acabar la investigación cuanto antes.

-          Lo veo muy natural, y tengo buenas noticias para ti. Conforme a los archivos de huellas del DNI, las del chalé pertenecen a un tal Vicente Recuenco Tardón, cuyo último domicilio conocido es aquí, en la Capital, en el barrio de Fuente Amarga… No, no tiene antecedentes, ni lo hemos fichado por ninguna infracción… ¿Quieres que lo detengamos nosotros?... Bueno, hombre, solo te lo sugería por ayudar… Y ya sabes, si hay novedades, me las comunicas inmediatamente.

     Apenas cuarenta y ocho horas más tarde, Vicente Recuenco había sido detenido, se habían encontrado en su domicilio todos los objetos sustraídos en Villa Esmeralda y había reconocido ser el autor -el único autor, matizó- del robo. Cuando le preguntaron por detalles básicos -entre otros, la forma en que había entrado al domicilio y burlado las alarmas-, se encerró en el mutismo, tras afirmar:

-          Solo responderé a eso en el juzgado, una vez esté asistido y asesorado por un abogado de mi elección, que designaré al efecto.

***

     Es probable que el inspector Salmerón no hubiese prestado atención a la personalidad de Vicente Recuenco -el Panoli, para los agentes del Centro de Inteligencia-, de no haber sido por la respuesta de uno de sus hombres que fue a detenerlo:

-          ¿Lo pillasteis en su casa?, inquirió Arístides.

-          No. Fue en la calle Valmojado, cuando salía de la Academia Juspol -le contestó-.

     Se quedó de piedra: Era una academia de formación para aspirantes a policía, en la que él había estudiado un montón de años atrás. Según eso, o el tal Recuenco estaba de visita, o es que era alumno de dicho centro. Siguió dándole vueltas al asunto y acabó por sacar del baúl de su memoria un vago recuerdo de la época en que, cada lunes y cada martes, los terroristas se cargaban a alguien uniformado. Fue hasta la estantería y sacó un libro que enumeraba a las víctimas, con toda clase de detalles. Allí encontró a un Basilio Recuenco, policía de 32 años, casado y con dos hijos, asesinado con una bomba-lapa, hacía ya diecisiete años. ¿Podría ser el padre de aquel individuo tan torpe, como para guardar todo el botín de un robo en el armario de su habitación, en una casa de huéspedes?

     La forma más directa de saberlo era preguntárselo al detenido quien, por cierto, había pasado de los calabozos de la comisaría a la cárcel, en situación de prisión preventiva, pese a que el delito no era especialmente grave y el inculpado había confesado lisa y llanamente su fechoría. No tuvo, pues, más remedio Arístides que tomar el camino de la trena y solicitar entrevista con el preso, aduciendo que tenía que aclarar algunas cuestiones para completar la instrucción del caso.

     Vicente Recuenco resultó ser tan echao p’alante como hacían presagiar su joven edad y su musculosa complexión. Parecía que no le hubiese afectado en nada el ominoso lugar en que se encontraba desde hacía ya diez días. Con cierta chulería para estarse dirigiendo a un inspector jefe ya cuarentón, dejó caer el motivo de su impasibilidad:

-          Mi defensor me ha dicho que, por lo pronto, han tenido que tratarme con dureza para acallar el escándalo de la prensa con este caso, pero que, en una semana, estaré fuera.

-          Dios te oiga, chaval, repuso Arístides. De todas formas, la investigación está prácticamente acabada y el juicio, siendo de conformidad, saldrá enseguida. La cuestión es lo que venga después.

-          ¡Bah! -alardeó Recuenco-, me echarán un año, como mucho, y a la calle, con la suspensión de condena.

     Arístides estaba empezando a creer que aquel joven, no solo estaba protagonizando una simulación para encubrir a los agentes del Centro, sino que lo hacía engañado, fiando en las buenas palabras que a saber quién podría haberle susurrado al oído. Pero, si se lo preguntaba por derecho, le iba a salir por peteneras. Así pues, le espetó:

-          Tu eres hijo del agente Recuenco, al que mataron por el Norte, ¿no?

     Instantáneamente, el interpelado perdió buena parte de su aplomo y se puso a la defensiva:

-          Sí que lo soy. ¿Y qué? ¿Conoció a mi padre?

-          Podría ser, aunque no lo recuerdo. Yo también andaba por allí arriba en aquellas fechas.

     Una posibilidad le cruzó la mente a Arístides, como un relámpago:

-          Aspirante a policía e hijo de uno del Cuerpo, muerto en acto de servicio: ¿No te habrán cogido por eso para encubrir la operación cintas guarras? Serías un tipo de fiar y ya se sabe que donde hay confianza, da gusto…, o asco, según quién se la juegue a quién.

     Recuenco se levantó de un bote y exclamó:

-          ¡Váyase a tomar por el saco, inspector! ¡¿Es que quiere dejarnos con el culo al aire?!

     Más claro, agua. La intervención de Recuenco había sido un montaje, preparado para el caso de que -como sucedió, en efecto- los agentes secretos y su operación estuvieran en peligro. Un tonto útil y unas vagas promesas sin mucha intención de cumplirlas, completaban el cuadro. Fue algo que Arístides intuyó y que acabó por confirmarle Facundo Villacieros, su compañero de promoción y ahora director de la Academia Juspol:

-          ¡Pobre chaval! -lamentó, aludiendo a Vicente Recuenco-. Se lo ganaron pretextando que se trataba de combatir una operación de descrédito del Poderoso, preparada por los mismos terroristas que habían acabado con su padre. Pero, como sabes, ha acabado inmolándose por librar a un sinvergüenza de un escándalo de bragueta y lengua suelta. En principio, le habían prometido plaza segura en las oposiciones a subinspector, pero lo que es ahora… A lo más que puede aspirar es a que el fiscal no sea duro con él y a que los beneficiados por su sacrificio le busquen algún trabajo de los que ellos controlan.

     Salmerón no era un blando, pero tenía buen corazón. Se le ocurrió que, tal vez, podría hacer algo por Recuenco: al menos, desengañarlo y darle algún buen consejo. Eso, si el joven se dejaba ayudar, porque no parecía que la ductilidad fuese la mayor de sus cualidades…

***

     Una vez retirado de la escena el magistrado Bañuelos, no tenía ningún sentido que Arístides cumpliera con su deber de sonsacar a Esmeralda, a ver si revelaba los verdaderos motivos por los que habían asaltado repetidas veces su chalé. Con todo, el inspector estaba moralmente comprometido con que resplandeciera la justicia, aunque solo fuese para aliviar la carga penal del joven Recuenco. Aprovechó para ello la circunstancia de ir a devolver a la vedete sus recuperados efectos personales, reclamándole así mismo las facturas u otros documentos de adquisición de los mismos. Esmeralda se partía de risa:

-          Así que justificantes de compra, ¿eh? Pero, hombre, cómo cree que he adquirido todo eso y lo demás que tengo en el chalé. ¡Como no le muestre el Kama-sutra ilustrado…!

     Salmerón se sintió obligado a explicarle los motivos de su peregrina solicitud:

-          Verá, Margarita, es que, según cuál sea el valor de los objetos robados, así será la gravedad de la pena. En este caso, es importante conocer si supera o no los treinta mil machacantes.

-          Ni lo dude, inspector. Ahora que, si quiere que se los tase en menos… No me sabe bien que ese muchacho vaya a la cárcel en el lugar de los auténticos culpables.

-          Yo participo de ese mismo resquemor, pero, si hay que practicar una tasación, tendrá que hacerla un perito objetivo.

     Arístides dejó pasar unos momentos en silencio, antes de sugerir:

-          Ahora que, si quiere echar una buena mano al chico, podría usted admitir nuevamente lo de las cintas con el Poderoso. Yo apoyaría su versión con cosas y datos que he ido recogiendo durante la investigación…

     Esmeralda se cerró en banda:

-          Me cae usted bien y le agradezco que tomase en serio mis denuncias y me librase del calvario por el que estaba pasando, pero una es como es y tiene que vivir de lo que Dios le ha dado.

-          No meta a Dios en este quilombo -gruñó Arístides-. Supongo que sus donantes serán el Poderoso y otros tales, tan salidos como él.

     Esmeralda replicó al exabrupto con una confidencia:

-          ¡Qué ingenuo! ¿Acaso cree que la pastizara que va a mantener mi boca cerrada sale de las cuentas de Fonsi? Sí, sí, bueno es él para estas cosas… Y no será porque no le sobre el parné, que parece una máquina de hacer dinero.

     El inspector se hizo el tonto:

-          Entonces, ¿quién va a financiar sus caprichos, a cambio de su discreción?

     Esmeralda se encogió de hombros y contestó dubitativamente:

-          ¡Qué sé yo! Saldrá de los fondos reservados, o de los de reptiles, o de ciertos amigos que le bailan el agua… Yo me libro muy mucho de preguntar, pero como él es tan bocazas…

***

     Pocos días más tarde, Arístides se enteró de que el fiscal Bocanegra había formulado el escrito de acusación contra Recuenco, pidiéndole cuatro años de prisión. Era una pena lo bastante grave como para no admitir la condena condicional; es decir, que el joven tendría que pasar una buena temporada en la cárcel. Evitando volver a entrevistarse con él en la penitenciaría, el inspector se hizo el encontradizo con el abogado defensor. Este comprendió al momento lo que Arístides pretendía saber, por lo que le dijo:

-          Es inútil. Ese chaval es un cabezota y aceptará sin rechistar la pena que le pongan. En fin, después de todo, quizá le vaya mejor conformándose que armando un escándalo…

-          ¿A qué escándalo se refiere?, preguntó el inspector, haciéndose de nuevas.

-          Lo sabe usted tan bien como yo -replicó el abogado, con una sonrisa cómplice-. De hecho, mi cliente me contó lo de su visita a la cárcel y la sugerencia que le hizo de que faltase a su palabra.

     Arístides se sulfuró al verse poco menos que tildado de inductor de una inmoralidad. Levantó la voz y le vomitó:

-          ¡Lástima que cifre su honor en servir a tan mala causa!

 

 

5.   Una grabación viajera


Gentileza de www.tebeosfera.com (autor: Manuel Vázquez, año 1964)

     Me lo comentaba mi amigo, Arístides Salmerón, lo menos veinte años después de sucedido y, por supuesto, estando ya jubilado de policía:

-          Mira, Fede, si no hubiera sido por lo que me contó Esmeralda Duque, lo más probable es que hubiese guardado la cinta escabrosa en el fondo de un armario y, con el tiempo, se la hubiera regalado a algún historiador conocido, o la hubiese subastado por Internet, solo por darme el gustazo de saber en cuanto valoraban nuestros conciudadanos las partes y las palabrotas del Poderoso. Pero aquello de que tuviéramos que pagar aquellos excesos entre todos -yo incluido-, me cabreó de tal manera, que me llevó a poner en circulación la cinta, con el sorprendente resultado que ya conoces.

     ¡Y tanto que había sido sorprendente, y hasta rocambolesco! Yo diría que es una brillante manera de concluir esta historia, que en cierto modo es la de la frustración de un policía que quiso comportarse como tal. Bien, fuera preámbulos y sigamos la ruta de aquella grabación con apariencia de La escopeta nacional.

     Si recuerdan lo que les indiqué al comienzo, dentro de la pudibundez y la cobardía generales de nuestra prensa respetable, el diario El Globo se atrevía a bastante más que sus colegas, y hasta mantenía una moderada atención sobre aquel tema escandaloso, hasta el punto de que sus lectores se figuraban que acabaría por tirar de la manta, abandonando circunloquios y medias tintas. Uno de esos lectores era Arístides, como sabemos, y ello le inspiró la idea genial.

     Basándose, al parecer, en el Garganta Profunda del caso Watergate[5], Arístides se puso en contacto telefónico con el periodista de El Globo, que conocidamente estaba al frente de la labor de investigación sobre los excesos lascivos del Poderoso. Como en su modelo norteamericano, policía y redactor quedaron citados de noche, en un enorme garaje-aparcamiento de las afueras de la Capital. Evitando mostrarse a la luz, y con ciertos artificios para disimular su fisonomía, Arístides ofreció la entrega de un video muy comprometedor, que permitiría poner en la picota a aquel rijoso prócer. Solo ponía una condición: el compromiso del periódico de hacer uso de la cinta para probar ante todo el país lo que a sus ciudadanos se les estaba ocultando por parte de gobiernos y medios informativos. El periodista le aseguró inmediatamente que destaparía el escándalo, pero nuestro inspector le exigió que consultase la decisión con la dirección del diario. La forma de conocer su aquiescencia sería la publicación de un determinado anuncio por palabras, en un número de las siguientes dos semanas.

     En efecto, el pactado aviso apareció, al cabo de cuatro días, lo que impresionó a Salmerón como una muestra de interés e inexistencia de obstáculos. Así pues, nuevo telefonazo, indicando el lugar en que el periodista podría recoger la cinta de video: remetida entre la pared y la tubería de aireación, a la altura de una determinada plaza del garaje de la entrevista. Como precauciones obvias, Arístides telefoneó esta vez desde la recepción de un gran hotel, pero solo después de haber depositado previamente el tesoro en el escondite convenido.

     Mi amigo me contaba lo que pasó después como si hubiese sido lo más natural del mundo; como algo que él debería haber imaginado, teniendo en cuenta el pelaje de los sujetos implicados, de una forma u otra, en aquella basura -como él la llamaba-.

-          Quiero creer en la bondad relativa de la gente, aunque me cueste -me decía-. Es muy probable que en el periódico se volvieran atrás, al visionar la cinta, o porque recibiesen algún toque de las alturas. Según eso, mi Bob Woodward[6], tendría entre manos una cinta que era dinamita y con la que no sabría qué hacer, ni a quién devolverla, supuesto que esa fuese su intención… Pero también cabe que, antes de llevarla al periódico, se le ocurriese no meterse en líos y, de paso, ganar un buen dinero pasándosela a alguien muy rico, que pudiera estar interesado en ella.

-          Bueno, Arístides, todo eso son imaginaciones tuyas -le chinché-. Lo único cierto es que El Globo no llegó nunca a hacer uso del caramelo que le habías puesto en la boca.

-          Tú sí que habrías hecho un buen policía -ironizó-: Exiges probar y demostrar todo al ciento por ciento. Pero ya me dirás cómo explicar que una cinta escabrosa de las de Esmeralda apareciese poco después en poder de aquel banquero metido a político, a quien el Poderoso y el Gobierno habían dejado tirado, en manos de la justicia, por mezclar las estafas a gran escala -que casi todos los de su ralea cometen-, con la alta política -que es algo en que los banqueros no deben zambullirse, sino limitarse a mover los hilos de los títeres-.

-          Me parece que te he pillado en un sofisma, amigo Aris -alegué complacido-. De muy poco le valieron a aquel ambicioso sus malas artes, puesto que acabó en la cárcel y, aparentemente, fuera de juego y muy malparado económicamente.

-          No andas muy bien de memoria, Fede. Si hicieras por recordar, observarías que a aquel ambicioso le cayeron veinte años de reclusión, de los que cumplió solo cuatro.

     Vació el vaso de vermú y puso fin a nuestra charla, rememorando algo que aún le reconcomía, pese al tiempo transcurrido:

-          ¡Cuatro años!... Lo mismo que a Vicente Recuenco. ¿Qué te parece?  

Zorro siberiano (antes de convertirse en estola)



[1] Nótese que los hechos narrados están ambientados alrededor del año 1995, cuando casi todas las actuales maravillas de la telefonía móvil estaban por inventar.

[2] Película del año 1978, dirigida por Luis García Berlanga.

[3] Es decir, el Documento Nacional de Identidad de todos los ciudadanos, para cuya expedición han de tomarse las impresiones digitales de los solicitantes.

[4] Alusión al famoso Aristides, hijo de Lisímaco (530-468), notable estadista de Atenas, a quien sus conciudadanos apodaron El Justo por sus virtudes cívicas. El relato da a entender que Bañuelos tildó de justo a Salmerón, por el mero hecho de coincidir su nombre con el del político ateniense.

[5] No pretendo explicar lo complejo y sobradamente conocido. Simplemente, por curiosidad, indicaré que Deep Throat (o Garganta Profunda) fue el seudónimo de William Mark Felt (1913-2008), subdirector asociado del FBI, quien no reveló su relación con el periodista Bob Woodward para desentrañar el asunto Watergate (1972-1974) hasta el año 2005, en que lo confesó a la revista Vanity Fair.

[6] Véase la nota 5.