lunes, 28 de enero de 2019

HISTORIAS DE TRAICIÓN (I). MEMORIAS DE UN TRAIDOR A NAPOLEÓN



Historias de traición (I)

Memorias de un traidor a Napoleón

Por Federico Bello Landrove

     Traidor es quien atenta contra la seguridad exterior de su patria, o quien quebranta la fidelidad o lealtad debidas; pero no es lo mismo en muchos casos lo primero que lo segundo. En este relato se ejemplifica esa diferencia con el caso de un magistrado francés de los tiempos de Napoleón I. El personaje es imaginario pero su entorno es perfectamente histórico.


1.      De cómo y con quién fui formando mi personalidad

     Nací en la ciudad de Chartres, un día de otoño del año 1776, en el seno de una familia de rancia nobleza, aunque de patrimonio modesto. Mi padre, François, barón de la Tolmaye, había casado con la hija de un hacendado de la comarca de Melun, y la pingüe dote que la esposa había aportado al matrimonio fue invertida en su mayor parte para restaurar nuestra mansión en la rue des Bouchers y reparar el molino y las acequias que aprovechaban en nuestras tierras las aguas del Eure. Tampoco fue ajena a la rápida mengua económica de la familia la ambición de mi padre de alcanzar el título y funciones de preboste de mi ciudad natal, lo que le supuso un poco fructífero asedio del Duque de Orléans[1], pese a los dispendios causados por dicho seguimiento y por los obsequios consiguientes. A causa de ello, y no por su connatural dureza -como chismorreaban nuestros siervos y renteros-, mi progenitor se vio obligado a reclamar hasta el último escudo a quienquiera que se lo debiese. Esa fama lo acompañó, para nuestra desgracia, en los tremendos tiempos de la Revolución. Temiendo lo peor, a comienzos de 1790, mi padre vendió sus bienes inmuebles y depositó los mobiliarios en manos de sus suegros. Seguidamente, toda la familia partió camino de Estrasburgo, con el temor de ser detenidos en el camino, o de que algunos asaltantes nos vaciaran la lencería y bolsas de viaje de los muchos luises de oro que llevábamos. No fue así, a Dios gracias, y todos llegamos felizmente a las orillas del Rhin: mis padres; mi hermana mayor, Dorothée; mi abuela paterna, y yo mismo, de nombre Adrien, a la sazón de trece años de edad. 
     No quiso mi padre permanecer en la revuelta metrópoli alsaciana -donde pugnaban duramente partidarios y detractores de los excesos revolucionarios-, lo que tal vez nos impidió tomar conocimiento por aquel entonces del futuro gran hombre, Klemens von Metternich[2], quien se hallaba entonces estudiando en la Universidad estrasburguesa. Tampoco -a diferencia de otros emigrados de más alcurnia- optó mi progenitor por establecerse en Coblenza. Decía él que malamente podría un Príncipe de pocos medios resistir los embates de nuestros revolucionarios, si un día les daba por traspasar la frontera. Así pues, tomamos la ruta del sur, hacia los territorios del Imperio Austriaco. Como supongo que el lugar concreto no le preocupaba mucho, con tal de no estar lejos de Francia, optó por la pequeña y pintoresca ciudad de Friburgo de Brisgovia que, además de estar próxima a Suiza, tenía una Universidad donde yo, conociendo el latín y algo de alemán -además del francés-, podría cursar estudios de Derecho.
     Nuestro destierro duró tanto como los luises que trajimos de Francia. Durante él, además de suspirar, leer los diarios y esquilmar los ahorros, yo cumplí los veinte años y me licencié en los estudios de Leyes, hazaña que aún ignoraba para qué me iba a servir, al tratarse de una Universidad extranjera, no muy conocida y que impartía -como es lógico- conocimientos de una legislación ajena a nuestras tradiciones. Pero en esto tuve la suerte de que el anterior Emperador, José II, había sido un excelente impulsor de reformas legislativas, en la línea de unificar las normas de sus numerosos territorios y de sujetar a la poderosa Iglesia del Imperio a su férula de Déspota ilustrado y justo. Ya se verá más adelante lo mucho que me adelantó en la Patria el haber tenido tan notable y avanzada formación.


***

     Mis padres consideraron que, para el año 1797, la situación política en Francia estaba lo suficientemente pacificada, como para que pudiera regresar una familia de emigrados que no tenía relevancia ninguna. En consecuencia, previo aviso a mis abuelos de Melun, emprendimos viaje de retorno a través de Suiza, por el temor de complicaciones graves, al estar el Directorio y el Imperio en guerra. Fue justo a tiempo pues, como es sabido, al año siguiente mis compatriotas, celosos de los riesgos y obstáculos que la neutralidad helvética suponía para la guerra con Austria, invadieron el país y lo convirtieron en una República al servicio de Francia.
     La patria que encontramos se caracterizaba por las violentas fluctuaciones políticas y una grave situación económica de paro y carestía. Los emigrados trataban en vano de recuperar sus bienes y el pueblo los miraba con desconfianza y desprecio. Mi padre nada tenía que reclamar puesto que todo lo había vendido, mejor o peor, antes de partir pero, para evitar el resquemor de viejas rencillas, desechó la idea de regresar a Chartres. Buscamos acomodo en Melun, con el apoyo de la familia de mi abuelo materno, quien había sabido conservar la mayor parte de sus tierras, que incrementó comprando en subasta parte de las de un monasterio colindante. Entre él y su esposa, convencieron a los demás hermanos de mi madre de pagarle generosamente los muebles y objetos de valor depositados al partir, así como adelantarle su parte de la herencia, aunque con una considerable merma. Con ese capitalito, abrió una tienda de comestibles en el barrio de Saint Aspais, junto al muelle del Sena, en la que también se empleó mi hermana Dorothée, quien no tardaría en matrimoniar. Mi padre, desgraciadamente, cayó en una progresiva debilidad, que yo juzgo fruto de la melancolía más que de la edad, y falleció al año siguiente, sin haber llegado a conocer el cambio político del 19 de Brumario[3]. 
     No fue ese discutido golpe de Estado la primera ocasión en que escuchamos el apellido Bonaparte[4]. El General ya se había hecho admirar por sus victorias en Italia y su mucho menos admirable campaña de Egipto, de la que volvió solo, dejando a sus soldados en la estacada. Para un joven como yo, y en edad militar, la gloria guerrera era una excelente carta de presentación, y más si se administraba para expulsar a los restos del jacobinismo y apaciguar el País. Con todo, no era yo hombre que llevara esos sentimientos hasta el punto de alistarme para combatir a las órdenes del gran General. De hecho, mi condición sospechosa de emigrado me había librado de una primera conscripción, aunque también creo que ayudó a ello algún soborno de mi abuelo al encargado del reclutamiento. Pero no era cosa de volver a ponerse en riesgo; de modo que sentimos llegado el momento de que me sumergiera en la masiva barahúnda de París, donde nadie conoce a nadie, y me buscara la vida con la ayuda de mis conocimientos y de una modesta pensión, que mi madre me pasaría en tanto yo la necesitara y la tienda de ultramarinos rindiera como lo venía haciendo.
     La verdad es que nada me orientó mejor, ni me ayudó más, que el apoyo del Vizconde de Montgeron, un aristócrata que había conseguido capear el temporal revolucionario, gracias a la protección del horrible Métier, factótum y verdugo de Melun hasta los sucesos de Termidor[5]. Dicho señor Montgeron mantenía con mi abuelo una buena relación, pese a ser propietarios de varios fundos colindantes, y hasta había contado con su ayuda para administrar algunas de sus posesiones. Como es natural, al abrir mi madre tienda en la localidad, se convirtió en proveedora de la casa del Vizconde, lo que fue ocasión para que yo llevase allá algunos pedidos y me atreviera a presentar mis respetos al prócer, aduciendo mi recién estrenada condición de Barón de la Tolmaye. Accedió de buen grado a ello el señor Honoré de Montgeron, encontrándose con la sorpresa adicional de que el joven que guiaba el carro de las provisiones, no solo tenía título nobiliario, sino académico, algo inusual en los franceses de mi generación, como consecuencia del cierre de la mayoría de las Universidades de nuestro país. A mayores, supo de mi conocimiento del idioma alemán, lo que le animó a hacerme una provechosa oferta para nuestras respectivas mentes: Yo le daría clases de idioma tedesco, en tanto él pondría a mi disposición su amplia biblioteca jurídica dedicada, como es natural, al Derecho francés. De esta forma, en los apenas seis meses que duró nuestro acuerdo, me puse al corriente de las leyes aprobadas desde el comienzo de la Revolución, así como de aquellos usos y costumbres anteriores que mi mentor me encareció como los más útiles en el territorio de la Isla de Francia.
     Al adquirir una mayor confianza mutua, el Vizconde me fue presentando a los miembros de su familia que con él convivían. De entre ellos, llamó poderosamente mi atención su hija Louise, entonces poco más que una niña, pero dotada de una belleza y una cultura poco comunes. Por hacerle una gracia, cada vez que coincidía con ella le dirigía unas frases en alemán, traduciéndoselas acto seguido. Acabó incorporándose, con mi aquiescencia, a las clases que daba a su padre y así nació entre nosotros una amistad que perduraría en el tiempo. Por esas insondables casualidades de la vida, las clases de alemán habrían de servirla, más adelante, para alcanzar un destacado lugar en la Corte, como más adelante diré.
     Llegado el momento de partir hacia París por las razones antes señaladas, el Vizconde me dio elogiosa carta de presentación para un ilustre conocido suyo, muy bien instalado en la Capital. Con todo ese capital y con la juventud de mis veintitrés años, un día de principios de mayo (Floréal, si ustedes quieren), tomé la diligencia de Paris. El temor y la ilusión se repartían mi ánimo.

***

     Ya en París, tuve acierto al dirigirme en seguida a visitar al señor Cambacérés[6]; y digo esto porque, si ya en junio -cuando me recibió- era un personaje muy notable y atareado, ¡qué decir del mes siguiente, cuando fue nombrado Ministro de Justicia, o de comienzos del año siguiente, al sustituir como Cónsul al señor Sieyès! El hecho es que, después de hacerse de rogar, me recibió al fin en la tercera cita, si bien con tal atención y cortesía, que compensó con creces la dilación precedente.
     Tengo una tendencia innata y, por lo general, certera para exponer mis intenciones de forma precisa y apoyada en el conocimiento que procuro adquirir de los gustos e intereses de mis interlocutores. En el caso de Cambacérés me constaba su origen occitano y sus denodados esfuerzos anteriores por elaborar un proyecto de Código Civil que alcanzara el favor de los legisladores, algo en lo que había fracasado por tres veces. Exagerando un tanto mis méritos, me presenté, pues, como un buen conocedor del Derecho austriaco que -como ya he expuesto anteriormente- había sido objeto de una amplia labor de armonización y codificación en los tiempos del Emperador José II. Me ofrecí, para prestarle cualquier ayuda que pudiese precisar, a fin de conseguir para Francia lo que ahora enorgullecía a Austria. Con evidente interés, me formuló varias preguntas, a las que contesté con claridad y suficiencia, aludiendo también a mi conocimiento del Derecho consuetudinario de París, que inevitablemente tendría que servir de base a cualquier labor legislativa para toda la Nación. Cambacérés, aunque sinceramente complacido, lamentó no poder usar de mis servicios por el momento, dado que los constantes cambios políticos y sus anteriores fiascos lo habían llevado a desistir, por el momento, de sus labores codificadoras. Prometió tenerme en cuenta tan pronto se reanudasen las labores unificadoras del Derecho Civil francés. Presto a concluir la audiencia, me preguntó por el estado del señor Vizconde de Montgeron y su distinguida familia. Al enterarse de que yo había frecuentado su casa como profesor de alemán, me indicó la conveniencia de dirigirme al Ministerio de Asuntos Extranjeros, cuyo titular, siendo yo barón, estaría bien dispuesto a tomarme como traductor oficial, máxime con la carta de recomendación que él extendería en mi favor, la cual podía pasar a recoger el lunes de la siguiente semana. Me atreví -conociendo su impuntualidad- a encarecerle que cumpliese con el término, dado que mi situación pecuniaria no era muy boyante. Él aseguró su formalidad al respecto y ciertamente hizo honor a su palabra.


     El diablo debía de divertirse jugando conmigo a los cambios ministeriales. Si pude conocer a Cambacérés antes de ser promovido a Ministro de Justicia, en cambio, cuando comparecí ante el titular de los Asuntos Extranjeros, este estaba a punto de dimitir por desavenencias con el Señor de Francia en aquel momento, el Director Barras[7]. Claro está que el gran personaje ante el que comparecí, que ya lo había sido casi todo en la política de la última década, no me informó de su marcha del Ministerio, sino que se limitó a disculparse por no atender los deseos de mi buen e ilustre amigo Cambacérés, por razones que habrá de conocer en unos pocos días, y aludió a que, por el momento, sería mejor para mí no deber un cargo a su persona. Ya entonces mi interlocutor, el Señor de Talleyrand, me pareció tan extraño en lo físico, como taimado y exquisito en lo espiritual[8]. No dejó de interesarse brevemente por mis cortas experiencias vitales, que apostilló con un comentario que aún recuerdo a la letra: Cuídese, joven, que no somos muchos los aristócratas de valía que hemos quedado con la cabeza sobre los hombros.

***

     Los meses siguientes, hasta el de noviembre (Brumario) fueron de tanta tensión en las altas esferas de la política, que no es extraño que se olvidasen de mí quienes me habían recibido con tanta amabilidad. El Directorio parecía completamente desprestigiado y los preparativos de un golpe de Estado se entrecruzaban, pasando por el punto común de un espadón popular. Finalmente, ese General fue Bonaparte y el más eficaz y exitoso de los muñidores, el famosísimo abate Sieyès[9], aunque pronto arrinconado, tanto en el poder, como en los objetivos. Con muy buenas razones, el Abate había pretendido la pacificación de la vida francesa, tanto en el interior, como con los países extranjeros. Sin embargo, el golpe de Estado que provocó acabó logrando lo primero, pero no lo segundo. Bonaparte, pronto dominador de la situación, tenía excelentes cualidades, pero ninguna mayor que su genio militar. Lógico era, pues, que se apoyara en este para triunfar, aunque ello supusiera seguir sacrificando en el altar de Marte a las jóvenes generaciones de Francia, de las que yo, con solo veintitrés años, era uno de sus integrantes.
     El golpe de Estado de Brumario devolvió al Ministerio al Señor de Talleyrand y confirmó en el suyo a Cambacérés, con lo que, en pura teoría, se abrían ante mí dos opciones de empleo, si era capaz de hacerme recordar y valer. Pareciéndome que podía tener más futuro en el Ministerio de Justicia, volví a la carga y me dispuse a hacer interminable antesala hasta conseguir audiencia. Entre tanto, para no perder el tiempo, a más de los ahorros, frecuentaba la Biblioteca Nacional para preparar un estudio comparativo de los dos primeros proyectos de Código Civil del gran jurista monpelerino[10] y una probable refundición del proyecto demasiado largo y del en exceso breve[11]. Cuando lo tuve concluido, lo acompañé de una breve nota y opté por llevarlo al domicilio del Ministro, en lugar de a su inaccesible despacho oficial. Mas, comoquiera que al cabo de dos semanas no hubiese recibido ningún tipo de contestación, decidí dirigir mis pasos al Ministerio de Asuntos Extranjeros, donde a la sazón se desarrollaba una actividad febril para poner al Consulado en el puesto que habría de corresponderle en el escenario europeo. No sé cuánto habría tardado en conseguir resultados, a no ser por la favorable veleidad de la fortuna, que hizo que me hallara en el patio del Ministerio cuando el Señor de Talleyrand llegaba en su carroza y bajaba trabajosamente de la misma, debido a la cojera y otros achaques que lo aquejaban de manera crónica. Me adelanté para ayudarlo, con la decisión que me daba el serle conocido, y ello hizo que se fijara en mí, identificándome al punto con su prodigiosa memoria. Detuvo con un gesto a los adláteres que trataban de apartarme, se apoyó en mi brazo y, dándome en todo momento el tratamiento de barón, subimos juntos la escalinata del Ministerio y tuve que sufrir la filípica del gran hombre por no haberme dignado volver, ni tan siquiera para desearle éxito en su función. Yo, en tono igualmente irónico, le repliqué que, dado lo complicado de la situación, más podría necesitar de ayuda que de buenos augurios, siendo lógico que, una vez le había ofrecido mis servicios, debiera ser él quien me llamase y no yo quien lo importunase e insistiera como un pedigüeño. No le desagradó mi respuesta: Antes bien, haciendo un alto en el vestíbulo, se dirigió a uno de los oficiales que lo seguían y le ordenó que me acompañase al negociado de relaciones con el Imperio, a fin de que me diesen acomodo inmediato como intérprete. Así empecé a trabajar en la Administración, con un sueldo modesto, en parte dependiente de las concretas traducciones que se me encargaban.

***

      Pasaron unos meses del año de 1800, en que las relaciones con Austria, más que de intérpretes, precisaron de coraceros, pero pronto las victorias de Marengo y Hohenlinden abrieron paso a las negociaciones de paz en Lunéville, que agobiaron de trabajo por un tiempo a la gente del Ministerio, por más que se rumoreara que, para estas cuestiones de los tratados de paz, Bonaparte -cada vez más conocido por su nombre, Napoleón- actuaba de forma directa y omnímoda o, como mucho, apoyado en la colaboración y la presencia de su hermano José. Para mantenerse mejor informado desde París, el Ministro movió los hilos y, junto a otras personas de confianza, me designó para el puesto de intérprete en las negociaciones in situ. No fue escasa mi labor allí pues el conocimiento que tenía de las zonas fronterizas entre Francia y los Estados del Rhin me permitió asesorar a la delegación francesa en algunos puntos geográficos de importancia. De hecho, el propio José Bonaparte me elogió en más de una ocasión. Sin embargo, fue para Monsieur Talleyrand para quien realicé la tarea más complicada, de tenerle informado de manera puntual y detallada sobre las negociaciones, sin perjuicio de rendir un informe final, que mereció su beneplácito. Era de esperar que todo ello abocara a un ascenso en mi posición, pero aquellos días de Lunéville hicieron nacer en mí una cierta repugnancia hacia las falacias y cabildeos de la diplomacia, para los que me consideraba poco dotado. Y así, cuando por fin recibí buenas noticias del Ministerio de Justicia, solicité una licencia temporal del de Negocios Extranjeros, que expliqué personalmente al Señor de Talleyrand, quien comprendió mis razones y con el que quedé en buenos términos.
     La llamada de Cambacérés era consecuencia de que, finalmente, la confección de un Código Civil para todos los franceses iba por buen camino, bajo los auspicios del propio Napoleón. El Ministro, por fin, agradeció mis trabajos previos y, en vista de mi superior conocimiento del Derecho consuetudinario de París, decidió asignarme como colaborador al miembro de la Comisión redactora, Bigot de Préameneu[12], veterano e ilustre magistrado, uno de los cuatro redactores de la misma, que presidiría el propio Cambacérés. La oferta ministerial, no solo comprendía una retribución satisfactoria, en tanto durasen los trabajos, sino la promesa de nombrarme magistrado o, al menos, Accusateur public[13], siempre que mi labor prelegislativa resultase valiosa, en opinión del Señor Bigot o del propio Ministro. Eso sí que me llenaba mucho más que la oferta de Monsieur de Talleyrand que, sin embargo, mantuve solo en suspenso, hasta que las promesas condicionadas se hicieran una tangible realidad.
     No es mi propósito plasmar aquí en detalle los grandes trabajos llevados a cabo por los cuatro redactores, ni mi modesta contribución, sobre todo, en materia de relaciones de trabajo, tan mediatizada por la previa ley Le Chapelier[14], y de laicidad del Estado, en que pude aportar mi conocimiento de la interesante formulación josefina austriaca. Solo quiero reflejar la amistad que nuestro trabajo común me aportó con el Señor Bigot, que luego me sería muy útil. También quiero aludir a un extremo que ha sido debatido posteriormente, a saber, la participación personal del Primer Cónsul en los trabajos de la Comisión, que considero más importante para animar y dar confianza a los redactores, que no para fijar criterios, como no fuese en temas de general conocimiento o de inquietud personal, como los relativos a la libertad de creencias, el divorcio o la adopción. En cualquier caso, yo no tenía autorización para participar en las sesiones a las que asistía Napoleón; por tanto, la referencia que tengo de las mismas es a través de Cambacérés y Bigot. Según ellos, la lucidez y los conocimientos del Cónsul eran sobresalientes, sobre todo, en quien carecía de estudios jurídicos.
     A finales de 1803, cuando el proyecto de Código ya había pasado por el trámite de información de los Tribunales de Apelación y Casación, así como por la previa aprobación del Tribunado y del Cuerpo Legislativo, quedando pendiente tan solo de la decisión promulgadora de Napoleón, Cambacérés me convocó a su despacho y, en vista de mi buen desempeño en opinión de Bigot, me ofreció una plaza, bien de Acusador público, bien de juez en algún Tribunal de primera instancia no lejos de París. Yo opté por un puesto en el Tribunal de Reims y allí comencé mi carrera judicial, con apenas veinticinco años de edad, lo que constituía, no solo una garantía de estabilidad profesional, sino la seguridad de no ser llamado a filas en alguna de las constantes conscripciones que exigían las guerras de aquellos tiempos que, al decir del Ministro Talleyrand cuando fui a despedirme de él camino de mi primer tribunal, enlazan la cosecha de la paz con la siembra de la guerra siguiente. Su evidente enfado coincidía plenamente con mi opinión del Primer Cónsul, al que consideraba tan lleno de genio como vacío de moderación.




2.      De París a Viena, llevado de un sorprendente destino


    Los años pasaban, aunque Napoleón permanecía inconmovible y con él, las guerras y las paces; las Coaliciones de Europa en su contra y las victorias terrestres de Francia; la gloria y la muerte; el brillo en la Corte y el agotamiento en el pueblo. Muy pocos, aparte de Napoleón y algunos de sus familiares y mariscales, se sentían felices con aquella política de permanente confrontación, llevada en nombre de la libertad y del bien de Francia, pero llamada a causar la servidumbre de Europa y el enriquecimiento de especuladores y proveedores del Ejército. Nada parecía haber aprendido del pasado quien, buen conocedor de la Historia, había llegado a afirmar que las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse encima de ellas[15].
     Esta era mi convicción personal en aquellos años, pero en el fondo era un sentimiento común. El Señor de Talleyrand, Gran Chambelán del Imperio y consejero siempre apreciado por Napoleón, había llevado a tales extremos la oposición a su política que, aunque ya exonerado del Ministerio de Asuntos Extranjeros, se las arregló para estar presente en la Congreso de Erfurt[16] -preparado para repartirse el bocado europeo entre los Emperadores de Francia y Rusia- y aconsejar a este último de forma tan convincente lo contrario, que ningún resultado tangible resultó del encuentro. Y, apenas dos meses después, aprovechando la ausencia dilatada de Napoleón en España, el Gran Chambelán conspiró con el Ministro de la Policía, Señor Fouché[17], tradicional enemigo o, cuando menos, rival suyo, en orden a establecer una Regencia, tal vez preliminar a despojar de su poder al ausente Emperador. Este regresó a toda prisa de España, destituyó al Ministro de la Policía y afrentó violentamente en público a Monsieur de Talleyrand, despojándolo asimismo de su puesto oficial en la Corte, aunque no del acceso a la misma, ni de sus funciones oficiosas de consejero.
     Aunque de manera más prudente, el Señor Cambacérés también había tenido ocasión de mostrar su discrepancia con la intervención en España, así como con la boda del Emperador con una Archiduquesa austriaca[18], lo que él vaticinaba sería el primer paso para una guerra con Rusia. Había dejado de ser Ministro de Justicia pero ostentaba el cargo de Archicanciller del Imperio, que lo convertía en una especie de Regente durante las frecuentes ausencias de Napoleón. Siempre más administrador que político, mi antiguo protector ejercía con asiduidad las funciones presidenciales del Senado y del Consejo de Estado que le atribuía la Constitución, por no referirme a las más secretas, pero no menos influyentes, de Maestro del Gran Oriente de la Masonería de Francia, de reciente creación.
     El tercero de mis mentores, el magistrado Bigot, tras ejercer brillantemente las funciones de Comisario del Gobierno ante la Corte de Casación, había aceptado en 1808 el cargo de Ministro de Cultos, que pronto llevaría consigo el regalo envenenado de la orden imperial de hacer prisionero al Papa, enojoso asunto que acabaría rozándome en futuras y relevantes comisiones.
     Pero, ¿qué era de mí entre tanto? Bien considerado en el Ministerio de Justicia y creo que con un buen bagaje de trabajo y competencia, en 1808 había pasado a ocupar el cargo de magistrado del Tribunal de Apelación de Orléans; pero, comoquiera que dentro de su demarcación quedaba inscrito el departamento de Eure-et-Loire, cuya capital es Chartres, solicité el traslado en comisión o en propiedad a otra plaza de similar categoría, a fin de evitar la colisión de mis deberes judiciales con las relaciones familiares o de amistad. El Ministerio acordó trasladarme a París con carácter provisional. Y allí me encontraba cuando se iniciaron los llamativos sucesos de que fui protagonista y víctima, cuya narración es el objeto principal de estas memorias.

***

     Todo comenzó en la primavera del citado año de 1808, en los días que fui nombrado magistrado de Orléans. Al comunicárselo a mi madre, esta me contestó en una carta en la que, entre otras cosas, me notificaba el reciente fallecimiento del Vizconde de Montgeron. La noticia me conmovió y, ya que tenía que pasar por París camino de mi nuevo destino, resolví presentar personalmente mis condolencias a su hija Louise, de quien tenía noticia de su matrimonio y traslado a la Capital, a una dirección que desconocía. Por entonces, mi protector, el Archicanciller Cambacérés, había sido distinguido con el título de Duque de Parma, razón o pretexto suficiente para visitarlo en su lujoso palacio y darle mis parabienes. Dio la casualidad de que coincidí en intención y en acto con el todavía Ministro de la Policía, Fouché, también distinguido en aquel tiempo con el ennoblecimiento, como Conde del Imperio. El ya Duque de Parma tuvo la gentileza de invitarme a comer en su mesa, lo que me dio ocasión para conocer al temible jefe de la Policía, procurando no darle la impresión de que me sentía ante él bastante intimidado. Para ganármelo, comencé por felicitarlo, también a él, por su condado, nacido, no de la sangre, sino de los servicios a la Nación. Fouché se mostró complacido, tanto más, cuanto que nuestro anfitrión le hizo saber que yo era barón por derecho de sangre, aunque no había tenido ocasión hasta entonces de revalidar mi título ante el Régimen Imperial. El Ministro policiaco me preguntó si no pensaba hacerlo, pues entendía que tenía posibilidades de conseguirlo, a lo que yo repliqué que no lo hacía por no haber alcanzado hasta el momento la renta de 15.000 francos anuales, que como mínimo se exigía. Cambacérés elogió tal moderación de emolumentos, llevando ya cinco años en la judicatura, pues indicaba que estaba lejos de la venalidad y la granjería. En fin, de lo uno en lo otro, me sentí con el derecho de solicitar del Ministro su gestión para localizar a mi amiga Louise de Montgeron, lo que me prometió lograr en dos días, si es que moraba en París. Como es natural, ese plazo fue más que suficiente y, al tercer día, a punto ya de marchar para Orléans, me presenté sin avisar en la dirección indicada, contando con la amistad y la nostalgia como sustitutivos del preceptivo recado de atención.
     Resultó que Louise vivía en un hôtel del Marais[19], de noble apariencia, antecedido de un pequeño jardín de aspecto bastante descuidado, como lo presentaba la propia construcción, de la época de Luis XIV. En suma, la impresión que obtuve era la de la mansión de una familia venida a menos, o que no había sido capaz de restaurar lo que el tiempo había ajado en otras manos anteriores.
     Las palabras de Louise corroboraron mi suposición. La joven se había casado cinco años atrás con un prometedor oficial de infantería, lejano pariente del Duque de Brissac, que falleció en la batalla de Friedland, combatiendo con ardor a las órdenes de Ney. Eso había sucedido casi un año antes de mi visita, por lo que mi amiga vestía de riguroso luto, como también su único hijo, Gaston, un niño de tres años. La pensión de un coronel y los intereses de su cuota hereditaria -cuyo capital estaba retenido para trámites judiciales y por decisión testamentaria de su padre, en tanto viviese su viuda- eran suficientes para subsistir con parquedad, pero no para mantener los gastos de aquel palacete y de los dos sirvientes que conservaba. Le sugerí que se trasladase a un departamento más modesto, manteniendo solo la ayuda de una niñera y, como muestra de mi gratitud hacia su padre -origen de mi buena estrella en Paris- y del afecto que a ella le profesaba, acordé hacerle un préstamo de cinco mil francos, sin interés ni plazo fijo de devolución. He de confesar que, además de esos sentimientos de amistad y agradecimiento, la contemplación de la dulce Louise, tan hermosa y desvalida, despertó en mi poco apasionado corazón sentimientos que otrora hube de domeñar, ante las diferencias de clase y de edad. La joven tenía a la sazón veinticinco años, ahora poco desfasados de mis treinta y uno. Quedé en escribirle con frecuencia y en regalarle mis libros de literatura e historia en alemán, que de poco podrían servirme en la carrera judicial en Francia. Íntimamente, me prometí visitarla con toda la asiduidad que pudiese y fuera correcta, contando con su luto y mi lejanía de París.

***

     No fueron precisas cartas para comunicarme con Louise, ni la distancia me impidió frecuentarla personalmente, dado que -como queda dicho- mi destino de Orléans fue inmediatamente conmutado por otro provisional en París. Habiendo ella tomado departamento en la calle de La Victoria, yo resolví alquilar otro apenas tres portales más allá, en dirección a la Banca Hottinguer[20]. Poco después Louise dio por concluido el periodo de luto y, habiendo apartado también el duelo de su corazón, nos convertimos en amantes, declinando mi amiga, por el momento, mi oferta de matrimonio, para no perder los derechos económicos que, como viuda, le correspondían.
     Apenas un año después, en abril de 1810, el Emperador cambió de esposa, pasando a serlo una jovencísima Archiduquesa de Austria, de quien se rumoreaba venía a Francia y a su himeneo de muy mala gana, entre otras cosas, por la gran diferencia de edad con su marido -unos treinta años-, por la mala fama de este como hombre rudo y advenedizo, y por romper un idilio de adolescencia con un primo suyo. Con todo, la joven María Luisa hubo de conformarse con la voluntad paterna y cumplir su destino como princesa, siendo opinión general que pronto ambos esposos superaron sus malos prejuicios mutuos, a lo que ayudó el temprano nacimiento de un hijo que consolidara su unión[21].
     Por más que la Archiduquesa viniera bien acompañada y que, por descontado, conociese nuestra lengua, hube de enterarme por Monsieur de Talleyrand de que Napoleón andaba buscando damas francesas de alcurnia, que entendiesen el alemán, para así integrar mejor a su esposa en la cultura y la sociedad galas, sin apartarla por ello de sus raíces. Yo, que visitaba con alguna frecuencia al ex Ministro como muestra de aprecio en su parcial caída en desgracia, le pregunté maliciosamente si no se trataría, más bien, de instalar ojos y oídos franceses en un lugar propicio al espionaje. El Príncipe de Benevento sonrió, sin más comentario. Me vino entonces a la mente la persona de Louise, que cumplía con todos los requisitos y así se lo hice saber a Talleyrand, por si tenía la oportunidad de sugerir su nombre, aunque ya no fuese Gran Chambelán. Él tomo buena nota, indicándome que su sucesor en el cargo, el Conde Montesquiou[22], era persona sabia y equilibrada, con la que se hallaba en buena relación. Bien impresionado, volví a Louise y le narré lo conversado. Su sangre noble debió hacerle pensar que nada de particular tenía que llegase a ocupar un lugar en la Corte; de hecho, lo único que me pidió con preocupación es que conversáramos todos los días una hora en alemán, así como que le adelantara tres mil francos para poner a tono su vestuario. Felizmente, el dispendio tuvo efectiva aplicación y Louise de Montgeron pasó a emplearse en las Tullerías. Mi contribución a ese brillante ascenso fue, a partir de entonces, la de ocuparme del pequeño Gaston, como si fuese su padre.  

***

     El conocimiento de la lengua alemana, pero también su sinceridad y la seriedad que le imprimía su condición de viuda y joven madre, hicieron la relativa fortuna de Louise junto a la Emperatriz; de modo que, de dama de compañía de bajo rango, pasó pronto a ocupar un lugar destacado en el aprecio y las labores de la Archiduquesa, a quien también agradaba la coincidencia de sus nombres. Un papel crucial jugó así mismo el que la primera dama de compañía, la Duquesa de Montebello, fuese viuda reciente de un héroe de guerra, el mariscal Lannes, caído en la contradictoria batalla de Essling; lo cual suponía una evidente coincidencia de destino con lo sucedido a Louise un par de años antes.
     Dicen que, si algo caracterizaba a la Emperatriz, era su timidez y poca aceptación de las frecuentes solicitudes de la Corte de Viena para que influyese en su favor ante Napoleón. Seguramente, esto llegó a los oídos de nuestro Emperador, que hablaba de política con cierta franqueza en la intimidad con su esposa; tanto más, a partir del nacimiento del Rey de Roma, en junio de 1811, que implicaba el entronque definitivo de María Luisa, madre, con los intereses personales de su marido. En consecuencia, juzgo que lo que voy a exponer acto seguido no sea fruto de un deliberado deseo de favorecer a Austria, sino de un inocente desliz de la Archiduquesa, que habría de tener un aprovechamiento inesperado, gracias a mi creciente indignación por la política nepotista y belicosa del Emperador.
    Un día de septiembre del mismo año once, mientras conversaba con Louise en casa de esta, me comentó que Napoleón estaba muy molesto con los incumplimientos del Zar a la pactada política de bloqueo continental, hasta el punto de haber tomado la resolución de hacerle la guerra tan pronto estuviera concentrado el Ejército en el Ducado de Varsovia, la próxima primavera. Lo que más llamó mi atención fue la frase que Louise puso en labios de la Emperatriz, del siguiente tenor: Así pues, los pobres soldados que en Amsterdam esperan cruzar a Inglaterra pronto cambiarán las ondas del Mar del Norte por las estepas de Rusia. La expresión me pareció equivocada pues yo estaba en la idea de que nuestro hipotético ejército de invasión esperaba en Boulogne, junto al Canal. Apreciando lo importante de la información, decidí correr el riesgo de quedar en ridículo con el Príncipe de Talleyrand, a quien puse al corriente de aquella. Para mi sorpresa, el prócer me aseguró que casi todos en Europa daban por hecha la ruptura de hostilidades entre Napoleón y Alejandro[23], si bien mi información podría ser valiosa, en cuanto ofrecía algunos detalles sobre el momento y el lugar por el que se intentaría invadir Rusia, si es que esta no lo hacía antes con el Ducado varsoviano. Recuerdo que, como corroboración de tales planes, Talleyrand se refirió a la retirada de tropas francesas de la Península Ibérica, pese al peligro inglés y a las consiguientes protestas de José Bonaparte, rey de España. Como final de nuestra conversación, el Príncipe de Benevento me preguntó si estaría dispuesto a correr ciertos riesgos, ajenos a mi función, pero connaturales a mis valores. Le respondí que los asumiría, siempre que fuese él, con su sabiduría, experiencia y medios, quien fijara el formato y los detalles de mi quehacer. En ello convino mi interlocutor, convocándome de antemano para el jueves siguiente, con el encarecimiento de no tratar del tema con mi ravissante minouche,[24] ya que lo mejor para ella sería que olvidase incluso que me había hecho tan peligrosa confidencia.


***

     Los días transcurridos entre una visita y otra a Monsieur de Talleyrand me hicieron reflexionar con preocupación sobre la responsabilidad que estaba próximo a asumir, tanto por sus riesgos, como por el perjuicio que podría causar a mi País. Estuve a punto de claudicar antes de empezar, cuando comprendí que muchos soldados podían perderse por culpa mía, si Rusia se preparaba mejor y más tempranamente contra la invasión de nuestro Ejército. Finalmente, deseché mis objeciones de conciencia con la visión, cierta y terrible, de los reemplazos de jóvenes que, año tras año, Napoleón había llevado al matadero sin otro objeto que el ilimitado y caprichoso de aumentar su gloria y, así, mantenerse en el poder. De otra parte, no ocultaré que se me habría hecho muy duro pasar por la vergüenza de retroceder ante el peligro. Acudí, pues, a la entrevista con el ánimo firme, aunque no me habría decepcionado en absoluto que Talleyrand desistiese de nuestra maquinación, o encargase la tarea a otro mejor preparado que yo.
     Nada de eso sucedió. El Príncipe dijo que, en la medida de lo posible, había confirmado la veracidad o, cuando menos, la verosimilitud de mi relato. De hecho, había preparado de su puño y letra un breve informe sobre las pruebas e indicios que abonaban la inconsciente confesión de la Emperatriz. Y, pasando al método, aquel insuperable diplomático había ideado el de hacer llegar su misiva, no a las lejanas y poco fiables Autoridades rusas, sino al todopoderoso Ministro de Estado de Austria, Klemens von Metternich, con quien le unían sólidos lazos de conocimiento y espíritu de concordia. Por otra parte, cambiando en parte la fuente de nuestra información -cosa que dejaba felizmente a Louise fuera de toda complicación- Talleyrand se refería a sí mismo como quien había recibido la confidencia de la Archiduquesa, a no dudar, con el designio de hacérsela llegar a su padre, por un medio seguro pero menos comprometido que la comunicación directa. De Metternich, la información llegaría al Zar, de la forma y en el momento que este Ministro juzgase más oportuno y útil. No excluyo que ese zorro -aventuró Talleyrand- no advierta con tiempo a los rusos de la que se les viene encima, pero Metternich es muy inteligente y, en la medida justa, hombre de buena fe. Estoy seguro de que logrará con su diplomacia más que el iluminado del Zar con sus bayonetas y sus cosacos.
     No necesitaba saber nada más sobre el fondo de la cuestión, pero sí nos quedaba por resolver un tema peliagudo: Con qué pretexto podría yo viajar a Viena sin levantar sospechas y habiendo obtenido la oportuna licencia y pasaporte. El propio Talleyrand parecía perplejo y creo que empezaba a arrepentirse de haber pensado en un agente tan poco apropiado. Fue en esto donde mis desvelos de días anteriores consiguieron un resultado capaz de sorprender a aquel hombre de tantos recursos. Le sugerí un sistema completamente plausible en aquellos días, aunque precisaba de la ayuda de una persona de quien ambos teníamos un gran concepto: el ya Conde, Bigot de Préameneu, mi favorecedor. Eso sí, como plenamente fiel al Emperador, no tendríamos más remedio que ocultarle nuestro designio último; algo que, con gracejo, Monsieur de Talleyrand aseguró que resultaría imposible, de ser él quien tratase de hacerle tragar el anzuelo. Así que tuve que ser yo el engañador, y actuando deprisa, pues el tiempo apremiaba.

***

     El Monitor[25] traía, desde dos meses atrás, continuas referencias al Concilio de París[26], auténtico conciliábulo montado por el Emperador para destituir al Papa prisionero de él en Italia o, cuando menos, para suplantar su voluntad. No hacía falta ser muy listo para leer entre líneas y comprender que los cardenales y obispos concurrentes no estaban secundando los designios napoleónicos. La contienda entre el Papado y el Imperio francés estaba en un momento álgido y, como es natural, ello habría de ocupar y preocupar, y mucho, al magistrado Bigot, Ministro de Cultos desde tres años antes, en sustitución de su colega Portalis, con el que había compartido tareas de codificación civil. Al socaire de toda aquella tensión con la Iglesia, monté la añagaza que me permitiría viajar sin dificultades hasta Viena, con la poderosa autorización del Ministro.
     Pese a lo ocupado que estaba, nuestra amistad debió de moverlo a concederme una audiencia, a los dos días de solicitarla. Es muy probable que contribuyese a ello la osada frase que escribí en mi tarjeta de visita: Probablemente pueda serle útil en la incómoda situación en que se encuentra Su Excelencia con el Concilio.
     Entrando enseguida en materia, expuse al Conde Bigot mi escepticismo acerca de que tuviese éxito la política oficial, en vista de la firmeza del Pontífice en toda circunstancia y de la sumisión de la Iglesia Católica a los dictados papales. Textualmente, le dije que lo que la Revolución con toda su violencia no había logrado con la Iglesia de Francia malamente lo iba a lograr el Imperio, con fórmulas bastante menos severas, en relación con la Iglesia universal. Bigot convino en ello pero me dijo que no veía ninguna salida franca, en vista de la irreductibilidad de las posturas y de la decisión imperial de no liberar a Pío VII[27], si no firmaba previamente su aquiescencia con las principales demandas de Napoleón. Fue entonces cuando le puse el ejemplo de sutileza y eficacia del josefinismo austriaco -tan parecido, por muchos conceptos, a nuestro histórico galicanismo-, que yo había conocido y estudiado durante mi estancia en Friburgo, el cual había conseguido las principales exigencias de nuestras Autoridades, sin necesidad de privar de libertad al Papa ni de forzar de malas maneras la voluntad de los obispos austriacos. Añadí que tenía entendido que el sucesor del emperador José II, el difunto Leopoldo II, había logrado conservar el estatus eclesiástico de su hermano, de modo que el actual Emperador[28] se había encontrado ya con una situación consolidada; y todo ello, sin necesidad de discutir y firmar un Concordato, como el bonapartista de 1801[29], que ahora constituía un pie forzado para futuras negociaciones.
     Como yo esperaba, el Ministro mostró vivo interés hacia mi explicación, por más que hiciera traslucir cierto escepticismo, basado en las diferencias de tiempo y nación existentes entre uno y otro caso. Aproveché para sacar del bolsillo un breve memorial que resumía mi tesis y podría ayudarle a plantear sugerencias al Emperador. Insistí en que el documento carecía de la elaboración y puesta al día que podía exigir una exposición en forma, para lo cual consideraba necesario que algún experto de su Ministerio viajase hasta Viena y acopiase con toda diligencia la información necesaria. El Ministro, sonriendo, dijo considerar que nadie había más capacitado que yo para tal trabajo, que no solo exigía laboriosidad y conocimientos previos del tema y del idioma alemán, sino una absoluta discreción sobre el objeto del viaje, algo que no era compatible con el hecho de que el viajero fuese un alto funcionario del Ministerio de Cultos. Usted, Adrien, es la persona indicada. Vaya, pues, comisionado secretamente por mí, y realice la labor que pueda sacarme de este infernal atolladero. El requerimiento de que mi marcha fuese inmediata y el compromiso de conseguirme personalmente licencias y bolsa para el viaje, completaron el acuerdo. Ni que decir tiene que me faltó tiempo para relatar todo lo acontecido al Príncipe de Benevento, quien rio de buena gana la ocurrencia y me felicitó por ella, con su consabida alusión a que, gracias a Dios, habían quedado algunos aristócratas de espíritu con la cabeza sobre los hombros.
     En fin, en una semana tuve todas las cartas, permisos y gajes necesarios. Louise, sorprendida, tanto de mi partida, como de la premura de la misma, contrató los servicios de otra niñera de toda confianza que se ocupase de Gastón durante todo el día, contando con el asesoramiento de la mismísima gobernanta del Rey de Roma, Madame de Montesquiou, y corriendo el elevado salario de cuenta de mis ahorros. Finalmente, a bordo de una cómoda y rápida berlina, alquilada por cuenta del Ministro Bigot, emprendí el largo trayecto que me llevaría hasta Viena, a través de la República Helvética, que era el itinerario de mi predilección. Ya era tiempo, pues declinaba septiembre y el llamado Concilio de París no tardaría en tener el final tormentoso que nuestro Emperador solía imprimir a las reuniones en que fracasaban sus propósitos.




3.      De mis éxitos diplomáticos y de cómo el honor se cruzó con ellos


     Aún caído en desgracia, como hasta cierto punto estaba, el nombre de Talleyrand seguía siendo un talismán ante los Gobiernos de toda Europa, como tuve ocasión de constatar tan pronto llegué a Viena y deposité en la residencia privada del Ministro de Estado la carta que el Príncipe de Benevento me había entregado para que me sirviese de presentación. A la mañana siguiente, un edecán de Metternich compareció a primera hora en la pensión que había elegido para hospedarme, en la Herrengasse, dispuesto a acompañarme hasta el despacho oficial del Ministro. Me acicalé y cogí a toda prisa el cartapacio que me había entregado Talleyrand, cerrado y lacrado con su sello y, en pocos minutos, sin necesidad de tomar coche alguno, me hallé solo en la antesala del gran hombre, habiendo accedido al edificio por una puerta escusada, supongo que para mayor reserva de nuestra entrevista. Diez minutos más y la puerta del despacho se abrió, invitándome un ujier a franquearla.
     El Conde de Metternich -título que creo ostentaba ya en aquel tiempo- era un hombre en la flor de la edad, con la apostura y la talla prócer de su colega Talleyrand, pero libre aún de la pesadez de la vejez incipiente y las trabas de la enfermedad que aquejaban a este. Se sorprendió de la corrección de mi saludo y primeras palabras en alemán, lo que fue un tanto a mi favor, como mi formación en una Universidad del Imperio, dato que sin duda constaría en la presentación de mi persona, escrita por mi mandante. Aún más le congració que le manifestase nuestra indudable coincidencia en Estrasburgo y los comunes incordios sufridos durante los excesos del primer año de la Revolución: él, en calidad de pacífico estudiante, y yo, como emigrado in itínere[30].
     Tras este preámbulo, le entregué el pliego sellado por Talleyrand, sin hacer observación ninguna, tanto para evidenciar mi desconocimiento del mismo, como por respeto a su criterio cuando lo leyese. Sin embargo, el Ministro me hizo algunas preguntas y consideraciones a propósito de mi viaje y de las razones para haberme prestado a servir de emisario. Como en mí era costumbre, me expresé con total claridad, significando que lo hacía, no solo como hombre de buena fe, sino como magistrado y de estirpe noble. Ello acabó por completar el agrado de Metternich hacia mi persona, que evidenció al ofrecerme acomodo en una casa de campo suya en las inmediaciones de Viena. Agradecí la gentileza pero decliné el ofrecimiento, haciéndole ver que dificultaría el deber oficial que me traía a Austria, más allá del pretexto: cumplimentar el informe sobre el Derecho eclesiástico imperial, encargado por el Ministro Bigot. Mi anfitrión puso inmediatamente a mi disposición los fondos de la Biblioteca Imperial, con orden a sus encargados de que se estuvieran a mi disposición para facilitarme la consulta de los volúmenes y documentos más pertinentes. Así mismo, ofreció su mediación para que pudiese entrevistarme con el arzobispo de Viena, Conde de Hohenwarth[31], de quien me dijo era un hombre de Iglesia prudente y moderado, y -cosa ambivalente para mi gestión- muy beligerante hacia Napoleón y cuanto representaba. Yo le rogué que, pese a contar con escaso tiempo, me permitiera el acceso al Abad de Melk, seguramente el más famoso y opulento de los pocos cenobios benedictinos que había perdonado la reforma josefina, así como a quien pasaba en Europa por ser el mayor defensor de las libertades eclesiásticas frente al intervencionismo imperial, el redentorista ciego, Padre Hofbauer[32]. Metternich pareció sorprendido de mi conocimiento a priori de la Iglesia de Austria y me dio licencia para acceder a dichos personajes, si bien dejó la decisión última en manos del Arzobispo vienés. Nos despedimos con el compromiso de reencontrarnos, si ello resultaba preciso, y, en todo caso, antes de mi partida. Le respondí que tenía el compromiso de trabajar con la mayor diligencia, teniendo intención de concluir mis indagaciones en el plazo de un mes. Igualmente, le rogué que no informase de mi presencia en la Ciudad a personas ajenas a nuestro afán ni, por supuesto, a la Embajada francesa.

***

      Gracias a la ayuda de mis cooperadores -inestimable para la traducción los textos latinos, que me era dificultosa- y a mi propia diligencia, el trabajo que me había sido encargado progresó al ritmo previsto, o incluso mayor. Cuando el Arzobispo se percató de que mi interés por la Iglesia de Austria tenía como objetivo último intentar suavizar las asperezas del Imperio napoleónico hacia la de Francia y, en último extremo, respecto del Papa, se empeñó en explicarme su punto de vista, con tal lujo de detalles y de espiritualidad, que no dudé en transcribir sus palabras como las del oráculo por el que hablaba toda la Iglesia imperial. En consecuencia, eludí la prevista visita al Padre Hofbauer, persona cuyo compromiso con el Vaticano y la represión consiguiente, habían convertido en un propagandista de ideas demasiado contrarias a las nuestras. La buena marcha de mis tareas en Viena me animó a realizar el viaje a Melk[33], más por curiosidad personal, que por utilidad práctica, dado que en Francia hacía ya muchos años que la Revolución había disuelto las congregaciones religiosas, e incautado y vendido los inmuebles eclesiásticos.
     Apenas llevaba una semana de trabajo, cuando el Ministro de Estado me mandó llamar nuevamente a su despacho en la Ballhausplatz[34]. Tras informarle de la marcha de mi tarea y de que, a tenor de ella, era muy probable que pudiese concluirla en el plazo previsto, o incluso unos días antes, Metternich inquirió si estaría dispuesto a llevar de vuelta su respuesta a Talleyrand, puesto que no imaginaba otro portador más fiel y celoso. Respondí, por supuesto, que podía contar conmigo a tal fin. Seguidamente, agregó otra petición: Si no tendría inconveniente en que al documento lo acompañara una dama, amiga de infancia de la Emperatriz María Luisa, que había sido solicitada por esta para que permaneciera a su lado durante una temporada, a fin de paliar su nostalgia. Con sinceridad, la solicitud me pareció embarazosa y propicia a crear complicaciones, pese a que el Ministro me aseguró que la Corte de París había dado su plácet a la visita, sin límite de tiempo. Como disculpa, aporté la de que mi rápida y confortable berlina era solo de dos plazas y, por tanto, inevitablemente incómoda para un par de viajeros, y de distinto sexo. Metternich se echó a reír y me dijo: Y más incómoda aún para tres personas, pues la Baronesa irá acompañada de una doncella, como en Austria suelen hacer las damas. Un tanto corrido, bajé la cabeza y escuché la fórmula ideada por mi interlocutor: Puede usted viajar en su pequeña berlina, si le place. Otra de cuatro plazas la seguirá, así como una escolta armada, hasta que abandone el territorio imperial. Luego, de forma menos irónica, me aseguró que no se trataba de un capricho oportunista. Cuando le he dicho que la dama acompañaría mi carta a Monsieur de Talleyrand, no era una mera forma de hablar, sino una afirmación en sentido real, que usted sabrá entender, con su natural perspicacia.
     Si no entender, al menos intuí lo que quería decir el Ministro de Estado. Pronto llegaría al fondo del asunto, gracias a que, creyendo oportuno que nos conociésemos antes de emprender viaje, Metternich me hizo saber que convenía visitara cuanto antes a la joven, llamada Victoria, en su domicilio familiar de Viena, junto a la iglesia de Mariahilfer. Continuando con las palabras sibilinas, me despidió amablemente diciendo: Ya verá como el conocimiento de la baronesa von Ruder tiene bastante que ver con sus pesquisas eclesiales.

***

     Para empezar con las dificultades, resultó que no existía en toda Viena ningún palacio o casona von Ruder, sino de Gross-Essling. La explicación estribaba en que, el padre de Victoria, coronel de la Caballería imperial, había tenido un desempeño tan heroico en la batalla de Aspern[35], que el Emperador lo había ennoblecido con el título de Conde de la localidad en que se había dado la batalla. Victoria, huérfana de madre desde los diez años, había heredado de esta su título de baronesa. En el momento de mi visita, su progenitor se encontraba revisando las posesiones en el Burgenland[36], dado que se encontraban en plena vendimia, habiendo llevado consigo a su único hijo varón, Mathias. Victoria se hallaba en su hermosa mansión en compañía de una hermana de su padre, llamada Gertrud, a más de la servidumbre. Gracias a la intercesión de fraulein[37] Gertrud, accedió Victoria a recibirme pues, pese al previo aviso del gran Metternich y a la urgencia del caso, yo no había cumplido con la regla de cortesía de anunciarme con, al menos, veinticuatro horas de antelación, lo que la joven consideraba inexcusable.
     Puesto a encontrar un primer motivo de conversación, recordé la frase del Ministro, sobre la relación de la baronesa von Ruder con mis estudios eclesiásticos; de modo que le comenté que, con haberme causado el gran Ministro una impresión excelente, quien más me había impresionado había sido el arzobispo Hohenwarth, que parecía un santo varón. Victoria coincidió en mi valoración, aunque confesó que solo lo conocía por sus homilías en San Esteban y en los Agustinos, así como por algunos escritos. Al añadir yo que -en aquel momento- pretendía visitar también al padre Hofbauer y al abad de Melk, no pudo ocultar más su curiosidad y me preguntó directamente por la razón de mi acceso a aquellos religiosos. Con cierto detalle di satisfacción a su interés, lo que motivó que ella, a su vez, me justificase el suyo. Durante tres años había sido novicia en un convento benedictino de la ciudad de Graz en donde, estando ya próxima a profesar, había recibido la orden de abandonar el cenobio y viajar hasta París, a fin de acompañar y dar ánimos a su antigua compañera de estudios y amiga, la Archiduquesa María Luisa. A mis preguntas, relató que su padre había formado parte de la Guardia Imperial, lo que había sido el motivo de conocer a la hija del Emperador, con la que congenió de manera tan profunda, que Palacio decidió acogerla en la intimidad de la princesa niña, pese a no ser ella de alta alcurnia. Aquella antigua amistad había tenido que continuar por correspondencia, cuando Victoria siguió su vocación religiosa, siempre en comunicación espiritual y entrañable, que la priora del convento decidió autorizar. La marcha de María Luisa a Francia, su matrimonio y el nacimiento del Rey de Roma no habían interrumpido apenas la relación epistolar, que pronto se convertiría en presencial, ante los ruegos de la Emperatriz y la tristeza que la embargaba al no poder tener apenas contacto con su pequeño hijo, por razones de protocolo pero, sobre todo, de desconfianza hacia sus cualidades como madre.
     Era Victoria una joven de veinticinco años de edad, menuda y morena, de agradable presencia y con maneras y expresión que en nada recordaban la excesiva modosidad de un convento, sino la seriedad y mesura de la buena educación adquirida en Palacio y en su propia casa. Por su conversación, la atención que prestaba a la mía y la duración de nuestra entrevista, colegí que mi presencia le era grata y mis revelaciones habían ganado su confianza, más allá del hecho de serle impuesto por el hombre más poderoso de Austria, tras el Emperador. De hecho, al despedirnos, tratando de encontrar un pretexto para volver a verla antes del viaje, le expuse que era buen amigo de una dama de compañía de la Emperatriz, gracias a lo cual conocía bastante bien, por referencias fiables, muchas interioridades de aquel mundo complejo de las Tullerías, en que, en complicado gineceo, repartían su poder y sus divergencias la viuda del mariscal Lannes, la esposa del Gran Chambelán Montesquiou y la numerosa y entremetida estirpe de las Bonaparte. Victoria reconoció la probable utilidad de mis consejos, pero objetó que partiría dentro de dos días hacia el Burgenland, para pasar unos días con su padre antes de viajar a París. A mi pregunta de si sus posesiones se encontraban lejos de Viena, ella me miró fijamente y dijo que apenas a dos horas de viaje, que indudablemente merecían la pena, pues el lugar era bellísimo y muy alegre y activo en época de la vendimia. Seguro que mi padre se muestra encantado de recibirle en nuestra mansión de Rust[38] -dijo-. De hecho -repuse yo- estaba a punto de sugerírselo, ya que el padre de una doncella ha de tener vivo interés en conocer al caballero que va a acompañarla en un largo viaje. Ella se ruborizó y se limitó a encarecer las virtudes paternas y a escribir en una esquela la dirección de su propiedad y trazar un sencillo croquis. Quedamos en que yo los visitaría al jueves siguiente, a hora temprana, para que la jornada diese lo suficiente de sí para enseñarme lo mucho que había que ver.

***

     Rudolf, conde de Gross-Essling, no me resultó simpático, ni siquiera fácil de tratar. Por encima de su ennoblecimiento en el campo de batalla, dominaba su profesión militar y la consideración de hallarse ante un francés, es decir, un enemigo tradicional de su Patria, a la que muy recientemente había sometido a derrotas y humillaciones sin cuento, entre ellas, la pérdida de buena parte de su Imperio y la prohibición casi absoluta de formar un auténtico Ejército. Mientras hubo de hacer de anfitrión en presencia de su hija, mantuvo la amabilidad y las buenas formas. Mas, haciendo un hueco para hablarme a solas antes del almuerzo, me dio a entender de forma desabrida que aquel viaje de Victoria a París era del todo contrario a su voluntad, como también el que fuese confiada durante tan largo viaje a un caballero desconocido -todo lo respetable que se quisiera-, en vez de permitir que fuera acompañada por su tía Gertrud, o por él mismo. En cuanto a esto último, sin darme por ofendido, le hice ver mis credenciales de noble, magistrado y estudioso del Derecho eclesiástico, amén de prometido con una dama de la Emperatriz, tergiversación piadosa para insinuar mi indisponibilidad sentimental. Y, en lo tocante a la mudanza de un convento de Graz por el Palacio Imperial de París, le indiqué que no dejaba de ser un temporal rasgo de amistad hacia una Archiduquesa, a la que Victoria tenía en gran estima. Fue entonces cuando, levantando la voz y con ademanes encrespados, el Conde me hizo saber que todo aquello no era sino una vergonzosa tapadera para encubrir una maniobra del Ministro de Estado a fin de acabar de convencer a María Luisa para secundar su política, influyendo cuanto pudiera en el Emperador; sirviéndose de Victoria como enlace, cuando no espía, entre la Emperatriz, Metternich y la Embajada Imperial en París. Y todo ello, impuesto como un servicio a la Patria, sin contar con el parecer del Conde, ni respetar la vocación religiosa de su hija.
     Aunque el enfado hiciera exageradas las expresiones del Conde, hube de convenir íntimamente en que Metternich había llevado en este caso su talante conspiratorio más allá de lo debido, implicando a personas que estaban en desacuerdo con él, pero que, al parecer, no habían podido negársele. Solo se me ocurrió minimizar los efectos de aquella imposición, aludiendo a que, en todo caso, la situación sería pasajera y pronto podría volver la novicia al convento y tomar los votos. Su padre replicó que eso era lo que menos le importaba, pues siempre había preferido que Victoria le diera nietos a que se sepultara en vida en un convento de clausura. En tal sentido, no dejaba de alegrarse de la postura de la Abadesa que, sin dejar de doblegarse ante las órdenes recibidas, había manifestado que difícilmente podría recibir de nuevo en el convento y dejar que profesara a una novicia que se hubiera mezclado con las torpezas de la razón de Estado y pasado una temporada entre el lujo y la relajación de una Corte tan corrompida, como la francesa.
     Al concluir la comida, Victoria y Mathias se ofrecieron para acompañarme a un recorrido en carruaje por algunas partes más pintorescas de la finca. En un aparte momentáneo, susurré a la joven que precisaba hablarle a solas sobre ciertas graves observaciones que su padre acababa de hacerme. Me aconsejó que renunciara a la excursión, simulando alguna indisposición momentánea, lo que le daría ocasión de quedarse conmigo para cuidarme. Nos acomodamos, pues, en una hermosa veranda a poniente, bajo un entoldado que tamizaba los rayos del sol, todavía fuertes, y así pude recoger de sus labios la versión ampliada de cuanto su padre me había informado. La expondré aquí solo en lo que pueda interesar para lo que más tarde habría de suceder.

***

      Conforme me abría su corazón, un halo de luz nimbaba el rostro de Victoria, no sé si fruto del sol de la tarde o de la elevación de cuanto me decía. Admitía la verdad de todo lo que me había revelado su padre acerca de la imposición de Metternich, pero lo ponía en tiempo pasado; de modo que ahora reinaba el sosiego en lo que antes había sido confusión. La idea de traicionar la confianza de su imperial amiga y la imposición para abandonar el convento habían turbado su alma, colocándola en el dilema de pecar contra la amistad y la vocación, o bien desobedecer a quienes sobre ella ejercían la máxima autoridad en este mundo. En particular, se sentía abandonada por la Priora de su convento, tan rigurosa, no solo para imponerle la obediencia a los hombres, sino también para exigir de ella la renuncia a convertirse en esposa del Señor. Mucho había llorado por no tener ya junto a ella a la madre María, la maestra de novicias, su alma gemela, trasladada poco tiempo antes como abadesa al cenobio de la Orden en Laybach[39]. Yo la interrumpí para preguntarle cómo era posible tal cambio, siendo actualmente esa ciudad de dominio francés, a lo que la joven solo pudo conjeturar que la vida de la Iglesia seguía latiendo al margen de las fronteras de los reyes. El caso es-prosiguió- que la noche antes de tener que abandonar el convento, había tenido un vívido sueño, que tomaba por manifestación de la mano de Dios: Un caballero armado de punta en blanco, se presentaba cabalgando desde lo alto, en la iglesia donde ella rezaba a la Virgen, pidiendo la especial ayuda divina y, tomándola suavemente en sus brazos, emprendía una cabalgada aérea, que la conducía en un suspiro hasta otra ciudad y otro templo, en el que la esperaba su amada madre María, quien la acogía protectora, ocultándola de los soldados que cercaban aquel lugar, mantenidos también a raya por el caballero sin rostro, nombre que Victoria le daba, ya que en ningún momento había alzado la visera de su yelmo. Recordaba también que en su sueño la Virgen estaba bañada de una luz azul y que, al remontar el vuelo, se había percatado de que la iglesia que abandonaban tenía dos torres de diferente altura, que de lejos parecían gemelas, pero en realidad eran como la doble imagen de su visión, a la vez, sólida y ligera. En definitiva, por extraño que pareciera, la joven esperaba que su sueño se hiciera realidad y en ello creía ciegamente, como los antiguos patriarcas bíblicos.


     Con todo, Victoria admitía de buen grado que mi diferente forma de ver las cosas redujera para mí su sueño a una esperanzadora quimera. Si me lo había referido, era tan solo para explicar su confianza en que la Virgen Santísima proveería a su flaqueza. Tan solo le quedaba rezar para apresurar la llegada del caballero y reconocerlo en su humana forma, pues no era probable que la veracidad de su sueño llegara hasta una exactitud tan sobrenatural. Yo también esperaba -o, mejor, deseaba- que al menos ciertos detalles del sueño resultaran imprecisos o fútiles, pues en algunos de ellos creía encontrar una similitud evidente con mi natal ciudad de Chartres.
     La tarde declinaba y el Conde apareció por la veranda para inquirir si me había recobrado o, en otro caso, preferiría pasar la noche en su residencia. Le dije que ya me encontraba perfectamente y que, al punto, tomaría mi coche para regresar a Viena. Al despedirnos al pie de la berlina, Victoria me indicó que también ella regresaría a la Capital a tiempo de acudir a la misa de las nueve en los Franciscanos, lo que me dio pie para entender que deseaba volver a verme: Ponerme en sus manos ha sido lo único bueno que he recibido del señor de Metternich, agregó, rozando mi antebrazo con sus dedos.

***

     Pasé los tres días que faltaban para la misa de nueve en los Franciscanos dando vueltas al sueño de Victoria y a cómo podría hacerlo realidad, sin detrimento de mis compromisos políticos ni de mi propia integridad personal. Para empezar, una cosa estaba clara: tenía que compatibilizar la liberación de la joven con la prosecución de mi futuro viaje de regreso a Francia. Tal cosa era perfectamente factible siempre que ella y yo lográramos salir de territorio austriaco; pero tal cosa era mucho más fácil de decir que de hacer, pues Viena estaba lejos de las fronteras y Metternich -por no hablar del padre de las muchacha- nos impediría la fuga con total seguridad. Siendo así, si el caballero de Chartres quería volar con la dama lejos del diabólico Ministro de Estado, tendría que abrir las alas a corta distancia de las posesiones de Napoleón. Pero, ¿dónde y cómo? Debía madurar mucho más a fondo un plan e implicar en el mismo a mi soñadora novicia.
     Para mayor complicación, Metternich me convocó a su despacho a última hora del día siguiente, viernes. Se le notaba inusitadamente preocupado. Ante todo, me entregó en sobre sellado lo que denominó mi respuesta a Monsieur de Talleyrand, indicándome que dos miembros de la Policía me escoltarían hasta dejarlo a buen recaudo en mis habitaciones. Seguidamente, me pidió que agilizase al máximo los estudios de Derecho eclesiástico pues tenía informes confidenciales de que la Embajada francesa -vale decir, sus espías- habían reparado en mi presencia en Viena -lo que era perfectamente justificable- y en mis visitas a la Ballhausplatz, -cosa bastante menos explicable-. Convenía, pues, que no demorara mi partida más allá de una semana y, por supuesto, que no volviera a verlo. El resto de las prevenciones queda de su perspicaz consideración, añadió con alguna sorna, que acreció al concluir: Y, por favor, informe de la rapidez que le indico a la baronesa von Ruder, a quien conoce ya sobradamente. Cuando ya me ponía de pie para despedirme, el Ministro tomó de su mesa dos documentos, que me entregó. Eran los salvoconductos para Victoria y para mí, autorizándonos para viajar por el Imperio, hasta cruzar la frontera con territorio bajo soberanía francesa, o en dirección a él. No se hacía precisión ninguna acerca del paso que habría de ser utilizado, seguramente porque la escolta armada que se nos aparejaría debía recibir las precisiones oportunas; pero tampoco se indicaba nada en los pasaportes de que hubiésemos de viajar escoltados.


     Hacía mucho tiempo que no oía misa y, desde luego, la de nueve en los Franciscanos no me sirvió para recordar su liturgia, pues estuve toda la hora que duró medio oculto tras un pilar, dando los últimos toques a mi calenturiento plan de vuelo caballeresco, en espera de la conformidad y apoyo que Victoria tendría que concederme. En último extremo, si no lo apoyaba, mi honor quedaría a salvo, sin necesidad de correr riesgos.
     Al salir de la iglesia, saludé a Victoria y a su tía Gertrud quienes me invitaron a subir en el amplio coche de la familia, con las armas del Conde, por lo que yo despedí el mío. Llegados a su mansión, la tía desapareció conforme a lo previsto, y me quedé a solas con su sobrina, quien, de buenas a primeras, aunque con la mirada baja y el rostro arrebolado, me confesó que había tenido la noche pasada el mismo sueño de la última pasada en el convento, pero esta vez se había atrevido a levantar la visera de la celada y el rostro del caballero era el mío. Aunque no tenía motivo para dudar de su sinceridad, tampoco quise pasar por un juguete en manos de oníricos delirios y, de manera algo fría y solemne, le dije que para procurar ayudarla me bastaban el honor de caballero, sin armadura ni espada, y el afecto sincero que la profesaba; que dejara el mensaje de su sueño reducido a la exigencia personal que parecía imponerle, a saber, la de obedecer en todo mis indicaciones, si de cierto quería que la ayudase. Intimidada por mi forma de hablar, balbuceó al expresarme su completa sumisión, como enviado de Nuestra Señora para que su alma no cayera en la tentación; que ella no dejaría de seguirme a cualquier lugar o peligro, hasta encontrarse a salvo entre los brazos de su amada madre María en Laybach.
     En vista de tal sumisión, no me cupo otra opción que la de exponerle mi proyecto, que no era otro que el de viajar abiertamente hasta la ciudad de Graz, con el pretexto, para su tía, de impetrar la bendición de su antigua Abadesa, o de recoger alguna pertenencia importante que allí hubiese olvidado, o con el álibi que ella mejor urdiese. Desde allí, apenas dos horas de viaje -preferiblemente, a ocultas- nos llevarían hasta la frontera con las Provincias Ilirias, Estado títere de Napoleón, donde los salvoconductos del Conde de Metternich nos facilitarían abandonar Austria sin objeciones y mis documentos personales, el entrar en Iliria sin obstáculos. Una vez allí, el camino estaría franco hasta Laybach, en cuyo convento de benedictinas podría Victoria recibir asilo, sin que la alcanzara la larga mano de Metternich, máxime contando con la posibilidad de invocar ante las Autoridades francesas su antigua amistad con la Emperatriz.
     La joven recibió con alborozo la sucinta exposición de mi plan; tanto, que me pareció oportuno rebajar su júbilo, indicándole que el viaje habría de prepararse de manera inmediata, ya que Metternich nos quería fuera de Viena en una semana. Victoria respondió muy sonriente que no habría ningún problema por eso, ya que reducido era el equipaje que una novicia podía llevar a un cenobio benedictino. Por lo demás, su padre y su hermano continuaban en las labores de la vendimia, por lo que su posible oposición sería inexistente. En cuanto a su tía, confiaba en que se conformara con acompañarla hasta Graz, explicándole bien el objetivo del viaje. Yo me opuse a que fraulein Gertrud fuese informada de la fuga de su sobrina, ni autorizada a acompañarnos: lo encontraba arriesgado y nos impediría utilizar mi berlina de dos plazas, tirada por cuatro caballos, en cuya velocidad fiaba sobremanera, así como en la pericia de su cochero, Bernard, que me acompañaba desde que salí de París, semanas antes. Por favor -le dije-, haz todo lo posible para evitar que tu tía nos acompañe y que haya que informarle de nuestro propósito último. Si quieres, yo puedo apoyarte, indicando que, a partir de este momento, estoy comisionado por el Ministro de Estado para responder de tu presencia y seguridad.
     De acuerdo en todo, quedamos en iniciar nuestro viaje a las ocho de la mañana del siguiente martes, si bien yo pasaría por casa de Victoria a mediodía del lunes para confirmar que no había motivo de retrasar el viaje. Para robustecer su confianza, le revelé las sorprendentes coincidencias de su sueño con mi ciudad natal, tales como la apariencia de sus torres catedralicias y la hermosa vidriera azul de Nuestra Señora. Ella se emocionó grandemente, viendo corroborada su certeza y confianza. Se levantó y avanzó hacia mí en ademán de tomar mis manos para besarlas. En ese preciso momento entró en el salón fraulein Gertrud para anunciarnos que el desayuno estaba preparado y podíamos pasar al comedor. Su sobrina cambió el besamanos por un emocionado abrazo a su querida tía, a quien pronto tendría que abandonar, quién sabe si para siempre. En nuestra conversación durante el desayuno, quedó descartado el inicial propósito de la señora de acompañar a su sobrina a Graz, lo que yo creo consintió, más que por respeto hacia Metternich, por no dejar la casa sola con los sirvientes.


***

     Nuestro viaje se desarrolló en territorio imperial conforme a lo previsto. Con solo una breve parada en Krumbach, seguimos viaje hasta Graz, donde los caballos fueron atendidos, mientras el cochero comía en una mesa exterior a la vista de la berlina, en tanto Victoria y yo lo hacíamos en otra al fondo del local, procurando pasar desapercibidos. Mi amiga, que había estado todo el camino rezando mentalmente, se mostró al fin efusiva, aunque nerviosa. El principal motivo de ello -según me confesó- era el de haber dejado sendas cartas para su padre, su hermano y tía Gertrud en el cajón de una cómoda de su dormitorio. El lugar era indicado para que el hallazgo de las misivas no fuese inmediato, pero ahora estaba inquieta, no fuera que su tía hubiese leído ya la que le estaba destinada y, presa del miedo o del enfado, pusiera en marcha a la Policía. Procuré tranquilizarla, ante lo poco probable de tal evento pero, no obstante, aceleré cuanto pude la reanudación del viaje. Y así, hacia las cinco y media de la tarde, con el sol ya muy bajo, llegábamos a la frontera con las Provincias Ilirias. En el lado austriaco, exhibí los salvoconductos ministeriales y apenas tuve unas palabras con un teniente, a propósito de la omisión en ellos de Bernard, finalmente solucionada gracias al pasaporte que le había sido expedido para entrar en el Imperio y a su indudable nacionalidad francesa. En tono jocoso, entreverado de mucho Herr Leutnant y otro tanto von delante de su apellido[40], me valí del poderoso argumento de que allí donde van un caballero y una dama en un coche, allí mismo han de ir el cochero y los caballos. Añadí, de modo muy efectivo: Creo que el Excelentísimo Señor Ministro de Estado, Conde de Metternich, mi respetado amigo, no tomaría a bien que se pusiera en un brete a las personas amparadas por un pasaporte firmado de su puño y letra, alegando que había tenido el olvido imperdonable de omitir al cochero.
     En la parte iliria de la frontera, guardada por fuerzas francesas, las objeciones pasaron a centrarse en Victoria, cuya autorización para trasladarse a París para servir a la Emperatriz probablemente estaría en manos de Monsieur Otto[41], el Embajador de Napoleón en Viena, al que no nos habíamos dirigido en ningún momento, por razones obvias. De todas formas, mi aval y nuestro propósito de viajar hasta la capital iliria fueron suficientes garantías para los aduaneros, bastante impresionados, además, por la alusión a que Victoria era buena amiga de la Emperatriz. El capitán de húsares que mandaba la fuerza fronteriza resolvió que la cuestión fuese decidida en Laybach, no sin acordar que un cabo y tres soldados nos escoltasen hasta allí. Hemos hecho un largo trayecto, capitán, -advertí- y ya anochece. Ordene, le ruego, a nuestra guardia que nos permita pasar la noche en Marbourg[42]. El oficial accedió, aunque nos advirtió que no sería fácil que encontrásemos alojamiento a la medida de nuestra alcurnia. Felizmente, su vaticinio no fue acertado.
     A la mañana siguiente, bien temprano, reanudamos nuestro trayecto, alcanzando finalmente la ciudad de Laybach a eso del mediodía. De manera en exceso imperiosa para mi poca autoridad, indiqué al cabo de nuestra escolta que Mademoiselle la Baronnaise[43] se encontraba indispuesta y habría de acogerse inmediatamente a la hospitalidad de las madres benedictinas, en cuyo convento permanecería hospedada hasta que, una vez repuesta, se presentara a las Autoridades, si para ello fuere requerida. Yo seguiría con ellos hasta el palacio o castillo en que residiera el Gobernador General, para saludarle y exponerle los motivos de mi viaje. No debía de tener el pobre Caporal órdenes muy estrictas, ni mollera para replicar a mi aluvión de palabras altisonantes, pues en efecto, previas las indicaciones oportunas de algunos transeúntes, llegamos efectivamente al Convento, donde me apresuré a depositar a Victoria y su reducido equipaje, prometiéndole una visita tan pronto cumpliera mis obligaciones administrativas. Las puertas del cenobio se le franquearon al conjuro de las palabras Madre María, Abadesa, y se cerraron tras ella, para mi alivio y mi tristeza. El caballero de Chartres había terminado su espiritual cometido.





4.      De como el Papa y el Emperador acogieron mis servicios


     En el un poco siniestro Castillo de Laybach me presenté al siguiente día al Gobernador General, Henri-Gatien Bertrand[44]. Era este un joven general de división, moreno, fornido y apuesto de quien -se decía- era tan buen militar como matemático práctico, y muy apreciado por el Emperador. Pronto me percaté de que su amabilidad no corría pareja con la resolución, pues parecía perdido ante la lectura de mis credenciales y la situación de Victoria. He de decir ante todo que, decidido a borrar todas las huellas escritas de mis contactos con Metternich, la noche anterior arrojé al fuego de la chimenea de mi dormitorio los salvoconductos del Ministro, así como la carta que tenía como destinatario a Monsieur de Talleyrand. En este último caso, es evidente que procedí a violar los sellos y a leerla, a fin de convertir en su día el contenido escrito en un mensaje oral. No me fue difícil memorizar el texto, ya que era poco más que una retórica manifestación de gratitud y aprecio, a la que se añadía la alusión a una embajada secreta del Zar, que confirmaba su designio de plantar cara a Napoleón, para lo que solicitaba la ayuda de Austria, así como una ambigua referencia a que Metternich haría de los informes y advertencias del Príncipe de Benevento el uso más sensato y confidencial. En suma, todo cuanto el general Bertrand tenía ante sus ojos era el pasaporte del Ministro de Cultos, Conde Bigot, autorizándome para viajar a Austria con una misión ordenada por el Gobierno francés, y regresar una vez cumplida la misma.
     Después de un buen rato de vacilación, el Gobernador General -además de invitarme a su mesa aquel mismo mediodía- me remitió a un tal Conde Dandolo[45] quien, según él, era la persona indicada pare resolver las cuestiones civiles en las Provincias Ilirias. Ello me llevó a otro edificio muy diferente: un hermoso palacio clásico en el centro de la Ciudad, conocido por el apelativo del Caballero de la Rosa. Allí fui recibido en audiencia por el prócer que compartía con el dubitativo Bertrand el poder sobre Iliria, por voluntad y reconocimiento de Bonaparte, que merecidamente lo tenía en gran estima por sus numerosos trabajos científicos, así como por el excelente desempeño que había tenido en su anterior cargo de Gobernador de Dalmacia. Maduro y sosegado, formaba una contrastada pareja con el General y era un interlocutor mucho más afín a mis principios. En seguida se percató de la muy probable fuga de la Novicia y de lo extraño de mi retorno a Francia por la ruta del sur. A lo primero, le repliqué que la piccola suora[46] era una íntima amiga de la Emperatriz María Luisa que, apremiada por Metternich para sonsacar o influir en su augusta conocida, había optado por salir del Imperio y refugiarse en tierra iliria. Y, en cuanto a mi extraño periplo, lo justifiqué de una forma que había maquinado en el insomnio de la noche anterior: Visitar al Papa en su dorada prisión de Montenotte, para completar el estudio confiado por el Ministro de Cultos. El Conde pareció aceptar mis explicaciones, lo que aproveché para pedirle escolta durante mi trayecto por las Provincias a su mando y una carta de presentación para Eugenio de Beauharnais[47], actual y bonapartista Virrey de Italia, por si hubiera de llegar ante él. Se mostró conforme y me rogó compartiera su mesa, lo que rechacé por la previa invitación del Gobernador General, pero aceptándolo encantado, si la oferta se mantenía para alguno de los días siguientes, pues pensaba permanecer en Laybach unas jornadas, para poner en orden mis anotaciones y descansar. Esto le pareció de perlas al Conde, deseoso de charlar -me dijo- con un chevalier d’esprit[48], pese a que yo apenas conocía unas palabras de italiano y él tenía ciertas dificultades con el francés.

***

     En realidad, no tenía otro motivo de demorarme en Laybach que el de despedirme en forma de Victoria, una vez comprobado que su recepción en el convento no ofrecería dificultades ulteriores. Por eso, acabada el grato almuerzo con el general Bertrand y sus comensales, me presenté en las Benedictinas y solicité entrevistarme con mi protegida. Quien finalmente me atendió fue la famosa madre María, deseosa -según me dijo- de que no se turbase la incipiente paz de su acogida, ni siquiera por el caballero que tan noblemente había cumplido la voluntad de Nuestra Señora. Aunque dijo esto último sin asomo de ironía, no dejó de molestarme su objeción a que nos comunicásemos, que puse en contraste con mis credenciales, por ella reconocidas, de caballero sin tacha. María se mantuvo terne y yo hube de amenazarla con la intervención de las Autoridades francesas, que podrían llegar hasta sacar del convento a Victoria, para llevarla hasta la Emperatriz, como estaba previsto. Ello palió entonces su resistencia, aceptando que pudiese hablar con la Novicia a través de la reja y velo de la clausura, lo que acepté, siempre que me jurara ante Dios que nuestra conversación no sería escuchada por nadie y que no pondría nuevas dificultades a que nos comunicásemos por el mismo lugar, ni a que me entregase alguna carta que resultase precisa para resolver definitivamente su complicada situación. María exigió para ello leer previamente la misiva, cosa que no me pareció mal ya que, de una manera u otra, habría de llegar a su conocimiento por boca de Victoria. Finalmente, recibí de la Abadesa la seguridad de que no sería exclaustrada a petición del Gobierno imperial o de su padre, para lo cual fortalecería su posición, haciendo que Victoria tomase los votos a la mayor brevedad.
     Al día siguiente, pude conversar con Victoria, con las limitaciones que dejo dichas, hallándola feliz y confiada, así como agradecida a mi interés por su futuro. Le indiqué que, para consolidar su estancia en el convento y apartar de mí sospechas de entorpecer la voluntad de la Emperatriz, consideraba oportuno que, a la mayor brevedad, redactase una carta a aquella, explicándole las razones humanas y políticas por las que juzgaba inapropiado para ambas el viajar a París para entrar a su servicio. También habría de mantenerme al margen de tal resolución, que dejaría claro ser fruto de su personal y exclusiva decisión. Quedé en regresar por la carta al día siguiente, a la misma hora, de lo que tendría que avisar a la Abadesa, como también de que la misiva no sería cerrada con el sello del convento hasta que yo la hubiese leído. Por último, nos despedimos cordialmente, en la sospecha de que podría haber sido nuestra última conversación en este mundo. Me pareció que, al retirarse, sollozaba.
     He de reconocer que la madre María se comportó honestamente. La carta era amplia y sincera, aunque eludiendo aquellos puntos que más podían molestar al Ministro de Estado y, por extensión, a la Emperatriz y a mí mismo. Selló ante mí la epístola y, como despedida, me preguntó si no sentía preocupación al participar de las intrigas en un mundo tan revuelto. Le devolví su alusión del día anterior, aunque con algún sarcasmo: Madre, ¿qué inquietud puede afectar a un caballero que porta la oriflama de la Virgen de Chartres?
     Cumplida esta diligencia, nada me retenía ya en Laybach; de modo que, aduciendo la urgencia de mi misión, me despedí afectuosamente del conde Dandolo y ceremoniosamente, del general Bertrand, y partí hacia poniente, con descansos o paradas -si no recuerdo mal- en Gorizia, Treviso, Vicenza, Verona, Brescia, Cremona, Tortona y Arenzano, hasta llegar a Savona, tras unas 170 leguas de las de París y una semana de viaje. Era tiempo suficiente, desde luego, como para preparar el siguiente paso de mi complicada tarea, según lo había ideado yo mismo: Entrevistarme con el Romano Pontífice, Pío VII, prisionero de Napoleón desde casi dos años y medio antes[49].


***

     El hombre fuerte -vale decir, el factótum- en la vieja república de Liguria era el aristócrata, marqués Antonio de Brignola[50], persona muy joven, inteligente y liberal que, por sus servicios a Francia en la diplomacia y el Consejo de Estado, había sido también ennoblecido por Napoleón con el título de Conde del Imperio y nombrado Prefecto de los tres departamentos en que había dividido la región, incluido el de Montenotte, con capital en Savona. No creía tener ninguna dificultad en tratar con quien se hacía llamar a la francesa, Antoine de Brignole-Sale. Si bien no estaba seguro de conocerlo de vista, me serviría como buen aval mi relación con Cambacérés y la circunstancia de que la Marquesa madre de Brignola era dama de honor de la Emperatriz y, por tanto, conocida de Louise de Montgeron. Con eso y el encargo del Ministro Bigot, no habría dificultad para acceder al Papa y exponerle mi punto de vista sobre su relación con Napoleón, otrora su admirador, hasta el punto de calificarlo elogiosamente de Pontífice jacobino[51].
     Resultó que, tanto el Marqués de Brignola, como el propio Pío VII, se encontraban fuera de Savona, en una elegante villa entre esta ciudad y Génova, propiedad de la familia de aquel, sita en el lugar de Voltri. Cuidada y recoleta, rodeada de jardines y con vista insuperable al mar Tirreno, era lo que habitualmente se denomina una jaula de oro. El aledaño convento de San Francisco y el santuario de San Nicolás, en lo alto de una colina, completaban un decorado ideal para que pasara una temporada un príncipe de la Iglesia. Otra cosa, naturalmente, es que se tratara del Papa y estuviera allí en contra de su voluntad, como lo evidenciaba la presencia de una numerosa guardia en torno a la reja monumental que cerraba la villa.
     Antoine de Brignole, poco más que un muchacho, diez años más joven que yo, me recibió como a un amigo, decidiendo de inmediato que residiese en su casa. Mi exposición del objeto de la visita lo llenó de alegría, por una doble razón: distraer al Sumo Pontífice de sus hastíos y preocupaciones, así como poder suponer el inicio de una armonía entre el Papa y el Emperador, tan conveniente -según él- para la conciencia de la mayoría católica del pueblo francés. Quiere decirse que, tan pronto Pío VII accedió a recibirlo -cosa que, por respeto filial, Antoine siempre rogaba- se presentó conmigo en las estancias reservadas al Pontífice y, lleno de alegría, le expresó en italiano las razones que allí me habían llevado. Yo procuré recordar el latín de la Universidad para dirigirle unas palabras pero estaba claro que necesitaríamos de intérprete para entendernos bien. Brignole se ofreció al punto para ello, en la medida en que lo permitieran sus ocupaciones; en otro caso, sería un franciscano de Grenoble, perteneciente al convento próximo, quien lo hiciera, pues el Papa había ido siendo privado de toda compañía eclesiástica y noble, por orden expresa de Napoleón. Y, para empezar, el Marqués se dignó verter al italiano mi extensa exposición acerca de toda la labor realizada desde que presentara en París el memorando a Bigot, sin omitir ningún detalle importante, ni ocultar intenciones ni fracasos. Aprovechando los momentos en que Antoine traducía, me fijaba en aquel Pontífice menudo, muy moreno, de rostro huesudo y extremadamente delgado, verdadera víctima de un Emperador despótico, al que no se le ponía por delante nada, por indigno o excesivo que fuese, con tal de lograr sus objetivos. Al concluir mi relato, el Papa, sonriente pero fatigado, prometió reflexionar sobre lo escuchado y darme, en su momento, su opinión. No tuve más remedio que hacerle ver la necesidad de una contestación urgente a los temas más conflictivos pues, de otro modo, se corría el riesgo de que Napoleón tomara decisiones más drásticas. El Romano Pontífice, suspirando un sempre in fretta[52], accedió a recibirme dos días después, rogándome le presentase antes por escrito la lista de temas más conflictivos, para rezar y reflexionar sobre ellos de un modo preferente. Al retirarnos, Antoine me felicitó por la sinceridad y claridad expositiva. Después de tomar un parco refrigerio, me acogí a la soledad de mi alcoba y allí redacté la lista de materias interesada por el Pontífice, no sin numerosas correcciones. A eso de las nueve de la noche, una suave llamada a la puerta me anunció la presencia de Brignole, que venía a traducir el documento, si es que ya lo tenía preparado. Allí mismo, sentados a una mesa de tamaño mediano con tapete rojo, yo dicté y él vertió al italiano la enumeración solicitada, cuyo contenido no expondré por el momento, ya que quedará explicado cuando trate de mi siguiente encuentro con el Papa.

***

     Al cabo de los dos días establecidos, el Papa nos recibió, a Brignole y a mí, con muy otro talante que la vez anterior. Sin apenas dejarnos sentar, me dirigió una perorata que, en el fondo, no era sino preguntarme qué hacía yo compareciendo ante él, cuando no tenía autorización ni poderes del Estado francés para negociar. Confieso que, aunque la cuestión era de esperar, me ofendió la forma y la brusquedad con que se planteaba. Respondí que, en mi opinión, aquello no era una negociación pues, estando Su Santidad prisionero, como lo estaba, cualquier acuerdo a que pudiere llegarse no tendría fuerza de obligar y seguramente que lo denunciaría, tan pronto recuperase la libertad. Terció entonces el Marqués, en lo que me pareció entender era un ruego al Pontífice de que escuchara con benevolencia mis palabras. La gran influencia que Brignole tenía sobre el Papa surtió efecto y este se arrellanó en su sillón, entornó los ojos, con ambos índices en el centro de su frente, y me dio licencia para exponer lo que tuviera que decirle.


     Comencé haciendo un breve exordio, en tres partes: la tolerancia que sus predecesores, y él mismo, habían tenido con las Potencias del pasado para concordar de forma equilibrada y armoniosa, de lo que buen ejemplo daba la Iglesia del Imperio habsburgués; el buen resultado de su primera postura hacia el Estado del porvenir, Francia, cuando se abrió a ciertas ideas revolucionarias, firmó el Concordato de 1801 y recibió el apoyo de Bonaparte para recuperar los Estados Pontificios; y la actual situación de ruptura entre Napoleón y él, enconada, no por motivos doctrinales, sino por excesos y cuestiones personales de ambas partes, como el saqueo de ciertos bienes del Patrimonio de San Pedro, o la negativa pontifical a reconocer la nulidad del matrimonio del Emperador con Josefina de Beauharnais y la validez de las ulteriores nupcias de aquel con la Archiduquesa María Luisa[53]. Concluido el exordio -que el Papa acogió sin una palabra ni un gesto-, pasé a tratar de los puntos que el Ministro de Cultos consideraba satisfarían las ambiciones de Napoleón y podrían abrir al Papa las puertas de su prisión: negociación rápida de un nuevo Concordato, a imagen y semejanza del modus vivendi de la Iglesia con Austria; el derecho de veto del Emperador al nombramiento de obispos desafectos para Francia; el levantamiento de la excomunión de la bula Quam memorándum[54], a cambio de una indemnización de dos millones de francos, y la inmediata anulación del primer matrimonio de Napoleón, en bien, no solo de él, sino del honor y la conciencia de su segunda esposa y de los derechos indudables de su hijo. Concluí, con cierta sorna, que, aunque yo no fuese nadie para negociar, unas palabras suyas favorables a esas condiciones seguramente serían bien acogidas por el Ministro Bigot y aliviarían su situación y la de los cardenales presos[55], en tanto el Emperador las estudiaba y proponía en debida forma un texto con estructura jurídica.
     Al cabo de medio minuto de silencio, el Pontífice preguntó si había terminado y, al responderle que así era, abrió los ojos y dijo: ¿De cuánto tiempo dispongo para darle contestación? No más, Santidad -repliqué-, del que me concedisteis para formular las preguntas. No necesitaré yo tanto -concluyó-: Mañana a estas horas podéis pasar a recogerla. Brignole y yo nos retiramos decepcionados, pues ambos comprendíamos que la posición del Papa sería nada contemporizadora, no aceptando ningún diálogo ulterior para rectificarla. Y, en efecto, cuando al día siguiente me encaminaba por los pasillos a la sala de audiencias papal, un criado del Pontífice dejó en mis manos un folio plegado y sellado, disculpando esa forma de entrega, porque Su Santidad se hallaba indispuesto. Ante Brignole, para que me sirviese de testigo, rompí el cierre y leí el escueto texto, que era una simple negativa a tratar nada con el Emperador y su Gobierno, en tanto él y sus fieles permanecieran privados de libertad, así como un rechazo de todo intento de comprar su voluntad mediante compensaciones dinerarias. Antoine torció el gesto y comentó que semejante escrito no haría sino forzar al Emperador a endurecer las condiciones del encarcelamiento. Le repliqué que no se preocupase, que yo no habría de hacer nada que animase a Napoleón a tomar más severas medidas. En efecto, ya en la soledad de mi habitación, quemé el documento, no sin reflejar su contenido al final del informe para Bigot, pero como si fuese fruto de una conversación, no un texto meditado, aunque informal.

***

     Apenas hacía mes y medio que había dejado París, pero mi retorno a la Capital me pareció un regreso largo tiempo añorado; hasta tal punto los viajes y las gestiones habían alterado mi percepción. Otro tanto me dijo Louise que le había pasado a ella, cosa que no pudo menos de emocionarme. Y lo mismo exclamó el Ministro de Cultos cuando aparecí por su despacho, lo que me ilusionó bastante menos, pues hube de justificar ante él lo que le parecía demasiado tiempo para tener empantanado al Emperador. Un poco hosco, le entregué mi informe, indicándole que, si mi trabajo no justificaba el buen empleo de cuarenta y tres días, es que no merecía la consideración de empleado trabajador y eficaz, que hasta el momento tenía bien ganada. Y mientras el Señor Bigot comprobaba mis merecimientos, visité al Duque de Benevento en su palacio, exponiéndole a grandes rasgos mis indagaciones eclesiásticas y, por menudo, el resultado de mi mandato ante Metternich. No le agradó que hubiera quemado la respuesta del Ministro de Estado, aunque dijo comprender mis razones. De todos modos, por conducto de la Legación austriaca en París, ya había recibido noticias acerca de la postura rusa, ahora inflexible en contra de nuestro Emperador, como le había expresado al Ministro de Estado imperial el emisario del Zar, conde Shuvalov[56]. Monsieur de Talleyrand bromeó sobre un joven débil, cortejado por dos novias ávidas por recibir sus favores, a ninguna de las cuales acepta el galán, no tanto por no saber con quién quedarse, cuanto por no estar seguro de tener fuerzas para satisfacerlas. A la postre -concluyó- Metternich escogerá a la muchacha venida del Este, aunque no deje de hacer arrumacos a la favorita de nuestro Emperador. Lo que sí agradó a mi comitente es que hubiese librado a la Emperatriz de una embelecadora y soplona del Hombre de Viena. No dejé de sonreír al ver calificada a la sincera y espiritual Victoria von Ruder con semejantes epítetos. En fin, el que había sido, y luego volvería a ser, el Hombre de París se despidió de mí con claras muestras de gratitud y de elogio, de lo que, andando el tiempo, tendría manifestaciones más tangibles.


     A mi amada Louise le encargué me preparase en las Tullerías una entrevista con la marquesa de Brignola, aludiendo a mi reciente encuentro con su hijo Antonio. La Señora me recibió con gran amabilidad y tuvimos ocasión de comentar el excelente papel que su hijo estaba desempeñando para dulcificar en lo posible la triste situación del Papa, tanto más dolorosa, cuanto que los Brignola eran católicos fieles, hasta el punto de que otro hijo de la Marquesa era un sacerdote famoso por sus virtudes[57]. Habiendo comprobado que le era grato, le rogué que expresara a la Emperatriz mi deseo de entregarle reservadamente una carta de una amiga suya de la infancia, llamada Victoria. Eso me dio oportunidad de conocer a la actual esposa del Emperador, así como de explicarle el contexto en que tal misiva había sido redactada. María Luisa se retiró unos momentos a otra cámara para leer el documento en privado. Luego, regresó y, como yo deseaba, me dijo que cancelaría su petición de que Victoria la acompañase en París, pues respetaba la voluntad de su amiga de no apartarse del claustro, así como la de evitar las insinuaciones de Metternich, que también ella consideraba de un oportunismo lamentable. Acabó asegurando que escribiría a su amiga al convento de Laybach, para confirmarle su indestructible afecto y dejarle claro que apoyaba su decisión de acogerse a sagrado, donde se respetara su justa libertad.
     El desenlace de la misión que he procurado reflejar veraz y plenamente en estas memorias se produjo en aquellos mismos días, cuando el Ministro Bigot me convocó para elogiar mi desempeño, aunque era de lamentar la postura inmovilista del Pontífice, que sin duda irritaría al Emperador, llevándolo a endurecer el encarcelamiento de aquel, como, en efecto, sucedió. Agradecí sus cumplidos y le pedí que viera de que se aprobara cuanto antes mi rendición de cuentas del viaje y la autorización para volver a mis funciones en el Tribunal. Así se hizo, aunque poco después tuve una nueva demostración de afecto por parte de las Autoridades. El día 8 de febrero de 1812, el mismo Emperador me entregó el título e insignias de Barón del Imperio y de Comendador de la Legión de Honor. ¿Qué opináis de Metternich?, me preguntó de sopetón aquel Rayo de la Guerra. Estuve a punto de decirle que el Ministro de Estado era un verdadero Genio de la Paz, pero decidí ser menos elogioso y maticé la frase, respondiendo: Me parece un excelente Ministro para la situación actual de Austria. El Emperador insistió: ¿Y qué me decís del Romano Pontífice? Hice un juego de palabras, que no quedó mal del todo: Me parece un excelente Papa, si su situación actual fuera otra. Napoleón convino en ello y apostilló: En efecto. Habrá que ver de acomodar sus cualidades a su situación.
     Tiempo después tendría ocasión de valorar en sus justos términos lo que el Emperador entendía por acomodo papal. También sabría que ese mismo 8 de febrero Napoleón ordenó la partida de la Grande Armée hacia la frontera rusa, adonde, para su mal, tardó demasiado en llegar[58].






[1] La concesión del título de preboste de Chartres estaba en aquella época en manos de los Duques de Orléans.
[2] Gran hombre de Estado del Imperio austriaco (1773-1859), que, entre otros cargos, ostentó sucesivamente los de Ministro de Estado y Primer Ministro de dicho Imperio entre 1809 y 1848.
[3] Las jornadas del 18 y el 19 Brumario de 1799 en París supusieron el triunfo del golpe de Estado que acabó con el Directorio y dio paso al Consulado, encabezado por Napoleón Bonaparte.
[4] Napoleón Bonaparte (1769-1821) tuvo fama militar a partir de 1795. Sería dominador de Francia desde 1799, como Primer Cónsul, y sucesivamente, entre 1804 y 1814/1815 como Emperador.
[5] Sucesos que, en 1794, acabaron con el Régimen del Terror de la Convención y dieron paso al Directorio.
[6]  La acentuación en francés actual sería Cambacérès, pero el interesado firmaba con dos acentos agudos, como se recoge en el texto del relato. Yo prefiero respetar la ortografía del personaje.
[7] Paul Barras (1755-1829), máxima figura política del Directorio (1794-1799).
[8] Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838), entre 1797 y 1815 fue la figura clave de Francia en materia de Asuntos Extranjeros, llegando incluso a Primer Ministro en unos meses de 1815.
[9]  Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836), uno de los ideólogos y políticos más influyentes de Francia entre 1789 y 1799.
[10]  Gentilicio de Montpellier, ciudad natal de Cambacérés. Prefiero la grafía con una sola ele para el español, aunque en francés la letra sea doble, porque en el idioma galo no cambia la pronunciación, a diferencia de lo que acontece en español.
[11]  Los dos proyectos más granados de Código Civil de Cambacérés fueron rechazados por la Convención, sucesivamente, por ser demasiado largo y demasiado corto.
[12] Félix Julien Jean Bigot de Préameneu (1747-1825), insigne jurista, fue uno de los cuatro redactores del Código de Napoléon (1804) y ocupó el cargo de Ministro de Cultos entre 1808 y 1815.
[13] Nombre con el que la Constitución francesa del Año VIII designaba a los, en español, Fiscales.
[14] Ley aprobada por la Asamblea Nacional francesa en 1791, que prohibía en lo sucesivo los gremios y, de modo general, la intervención concertada de las sociedades populares en la vida política. 
[15] El narrador parece atribuir la frase a Napoleón, quien tal vez fuese su creador, pero el que la hizo famosa fue Talleyrand.
[16] Reunión entre Napoleón I y el zar Alejandro I, concertada en 1808 en esa ciudad alemana, para tratar de renovar y afianzar el Tratado de Tilsit del año anterior. El Congreso acabó sin resultados positivos, en buena parte por la intervención secreta de Talleyrand cerca del Zar, en contra de Napoleón.
[17] Joseph Fouché (1759-1820), severo político durante la Revolución, Ministro de la Policía o del Interior de Napoleón I (1804-1810) y Gobernador General de las Provincias Ilirias en 1813. En 1815 facilitó la transición del Régimen de los Cien Días al retorno de la Monarquía Borbónica.
[18]  La Archiduquesa María Luisa (1791-1847) era la hija mayor del Emperador austriaco Francisco I. Contrajo matrimonio con Napoleón I en 1810, del que hubo un hijo en 1811, conocido inicialmente por el título de Rey de Roma, aunque no llegaría a reinar por el destronamiento de la dinastía Bonaparte en 1814/1815, momento hasta el cual María Luisa fue Emperatriz de los Franceses.
[19] Barrio de París en la margen derecha del Sena, comprendido en los Distritos III y IV.
[20] Importante banca privada, fundada en París en 1786, hoy (2019) todavía activa.
[21] El nacimiento se produjo el día 20 de marzo de 1811.
[22] Pierre de Montesquiou (1764-1834), Conde de Montesquiou-Fezensac.
[23] Alejandro alude al Zar de Rusia, Alejandro I (1777-1825), emperador entre 1801 y 1825.
[24] Encantadora gatita, en traducción literal.
[25] Le Moniteur Universel, gaceta cuasi oficial del Gobierno francés entre 1789 y 1901.
[26] Conciliábulo convocado en París por Napoleón, con el fallido propósito de domeñar la voluntad del Papa Pío VII. Asistieron unos 95 cardenales y prelados y sus sesiones duraron unos tres meses, siendo finalmente disuelto por el Emperador francés, el 6 de octubre de 1811.
[27] Barnaba Chiaramonti (1742-1823), Romano Pontífice entre 1800 y 1823.
[28] Francisco I (en Austria) y II (en el Imperio Romano-Germánico) (1768-1835), en el poder entre 1804 y 1835.
[29] Concordato entre la Santa Sede y el Estado francés (Consulado), firmado el 15 de julio de 1801.
[30] Conocida expresión latina que significa en viaje o durante un viaje.
[31] Sigmund Anton von Hohenwarth (1730-1820), Arzobispo de Viena entre 1803 y 1820.
[32] Klemens Maria Hofbauer (1751-1820), canonizado en 1909.
[33] Una de las abadías más antiguas (1089), artísticas y ricas de Austria, sita en la villa de dicho nombre.
[34] Ballhausplatz (número 2), sede de la Cancillería de Austria desde mediados del siglo XVIII hasta la actualidad (2019).
[35] Con los nombres de Aspern y de Essling se conoce una batalla de resultado incierto (ganada por los austriacos, pero con escaso beneficio) trabada en las inmediaciones de Viena los días 21 y 22 de mayo de 1809, entre tropas del Imperio austriaco y del francés.
[36] A la letra, Tierra de Castillos, región de Austria fronteriza actualmente con Hungría.
[37] Señorita, pues la tía Gertrud se había mantenido soltera hasta entonces.
[38] Pequeña ciudad austriaca en el Burgenland, junto a la actual frontera húngara.
[39] Nombre en alemán de la actual ciudad de Ljubljana, capital de Eslovenia.
[40] Herr Leutnant equivale a Señor Teniente. Von, equivalente a De, delante del apellido, es indicio de nobleza.
[41]  Louis-Guillaume Otto, Conde de Mosloy (1754-1817), embajador francés ante la Corte de Viena (1810-1814).
[42] Grafía francesa para la ciudad de Marburg an der Drau, actualmente Maribor (Eslovenia).
[43] La señorita Baronesa.
[44] Henry-Gatien Bertrand (1773-1844), en la época del relato Gobernador General de las Provincias Ilirias.
[45] Vincenzo Dandolo (1758-1819), sucesivamente Gobernador de Dalmacia y Gobernador Civil de las Provincias Ilirias entre 1805 y 1813.
[46] Hermanita, monjita, novicia.
[47] Hijo adoptivo de Napoleón I, virrey del Reino de Italia (1805-1814).
[48] Caballero ingenioso o de carácter.
[49] Pío VII fue hecho prisionero por fuerzas francesas, por orden de Napoleón, en Roma, en la noche del 5 al 6 de julio de 1809.
[50] Antoine (Antonio) de Brignole-Sale (1786-1863), marqués de Groppoli y Conde del Imperio.
[51] Así lo calificó Napoleón, al conocer su Mensaje de Navidad de 1797, dirigido desde Imola.
[52] Siempre de prisa.
[53] Napoleón pretendía anular su matrimonio con Josefina por impotencia para engendrar, pero tal cosa era muy difícil de aceptar, habida cuenta de que ambos cónyuges tenían descendencia, que en el caso del Emperador no fue legítima hasta marzo de 1811.
[54] Bula promulgada por Pío VII el 10 de junio de 1809, por la que se excomulgaba a los ladrones y saqueadores del Patrimonio de San Pedro, entre los cuales podían contarse Napoleón y muchos de sus subordinados, cosa que al Emperador indignó, aunque no fuese citado expresamente.
[55] Los principales de ellos eran los Cardenales Ercole Consalvi y Bartolomeo Pacca.
[56] Pavel Andreyevich Shuvalov (c. 1775-1823), conde y general ruso, desde 1807 Ayudante General del Zar, Alejandro I.
[57]  Ridolfo Brignole-Sale (1784-1832), obispo titular de Assuras a partir de 1818.
[58] El Gran Ejército de Napoleón, levantado para guerrear contra Rusia en 1812, no inició la invasión del territorio ruso hasta el 23 de junio de 1812.