sábado, 4 de marzo de 2023

EL PORQUÉ DE LAS COSAS (EN TORNO A LA CANCIÓN "PORQUE TE VAS")

 


El porqué de las cosas (En torno a la canción Porque te vas)

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Carlos Saura Atarés (1932-2023)

 

     Un generalizado error a la hora de definir y entender el título de una canción da pie para desarrollar dos relatos divergentes, según que el protagonista masculino quiera saber, ante todo, por qué está muriendo su primer amor, o indague el valor y la trascendencia del mismo, para intentar recuperarlo. El cuento va dedicado al director de cine, Carlos Saura, fallecido el mes pasado[1], cuyas películas forman parte de mi historia.

 



1.      Una charla de café

 

     El fallecimiento del cineasta, Carlos Saura[2], había vuelto a poner de actualidad una vieja canción de José Luis Perales[3], que, en la versión de la cantante Jeanette[4], había constituido una de las claves de la banda sonora de la película Cría cuervos…[5]. La charla de los tertulianos, ajustándose a las coordenadas de lugar y tiempo, estaba siendo superficial e inconexa, hasta que acabó deteniéndose en la famosa canción, que había formado parte de nuestras vidas y que aún nos atrevíamos a tararear con cierta afinación, aunque titubeando en el texto de algunos de sus versos[6]. Finalmente, Zacarías, el contertulio que suele sacar punta a los pequeños errores de los demás -quizá por aquello de ver la paja en el ojo ajeno…- se detuvo en un punto que a todos nos había pasado desapercibido:

-          No sé si os percatáis de que formulamos mal el título de la canción, que no es -como suele creerse- ¿Por qué te vas?, sino Porque te vas.

-          ¿Qué dices?, replicó Celso, el disidente. ¿Pues no ves cómo la cantan todos cuando llegan a esas palabras, acentuando el qué?

     Zacarías se limitó a sacar el teléfono móvil y buscar la imagen de la portada del disco de marras, en la que figuraba, en efecto, el título en forma afirmativa y con tres palabras. Celso, gruñendo, hubo de aceptar su derrota, aunque batiéndose en una honrosa retirada:

-          ¡Bah, qué más da! De un modo u otro, lo que se quiere decir es que el chico se va a quedar triste e inconsolable por la marcha de su pareja, a la que sigue queriendo apasionadamente. Incluso diría -apuntó, creciéndose- que se trata de un adolescente más, que va a presenciar el sepelio de su primer amor.

     Arcadio, nuestro filósofo particular, paró en seco a Celso, con una reflexión de las suyas:

-          Eso que afirmas sería tanto como sostener que es lo mismo preguntarse por las causas de un hecho, que por sus efectos. Una y otra reflexiones pueden estar concatenadas, pero ¡menuda diferencia de carácter y de actitud tiene ante la realidad quien indaga acerca de las causas de un fenómeno, frente a quien solo se preocupa de las consecuencias del mismo! Podría decirse que el primero tiene mentalidad de filósofo, en tanto que el segundo actúa como un práctico.

     Zacarías volvió a la carga con sus puntillosas objeciones:

-          Lo que dices es relativo. A fin de cuentas, salvo que pudiésemos remontarnos a la causa primera, hay una cadena de relaciones causa-efecto, según la cual, el efecto de un hecho es, a su vez, la causa de otro efecto ulterior.

     Aunque la cabeza empezaba a darme vueltas, no tuve más remedio que echar mi cuarto a espadas jurídicas. No en vano -y aunque resulte poco creíble en España-, yo era el único licenciado en Derecho de aquella mesa de cafeteros:

-          Para lo que sostiene Zacarías, los abogados tenemos un aforismo bendecido por el sacrosanto latín: Quod est causa causae est causa causati[7]Quiero decir que, salvo el primer eslabón y el último de la cadena, todos los demás son, a la vez, causas y efectos. 

     La cosa estaba llegando a tal grado de confusión argumental, que Don Fernando -el único Don que nadie apeaba en la tertulia, tal vez, por la diferencia de edad- decidió zanjar el estancamiento mediante una de sus salidas literarias:

-          Veamos, amigos, quién pueda estar más en lo cierto, mediante un sencillo experimento. Escribid los que queráis sendos relatos acerca de cómo afrontaría el chico de la canción su encrucijada sentimental, según se trate de alguien que pregunta por qué se va su amada, o que se cuestione por las consecuencias que tendrá dicha ruptura. Las historias tendrán que acabar de manera coherente con la diversa personalidad de cada uno de sus protagonistas. Así podremos comprobar empíricamente si la indagación de las causas y la de los efectos tienen, en el fondo, las mismas consecuencias vitales.

     Celso salió respondón, como siempre:

-           Don Fernando ha dicho escribid. Me huele que, como el Capitán Araña, nos quiere embarcar a todos, quedándose él en tierra.

     Don Fernando sonrió con benevolencia:

-          Por razones obvias -dijo- me reservo el papel de juez del certamen, y ya se sabe que nadie puede ser juez y parte en un mismo asunto.

-          Imparcialidad ante todo -apostillé-. ¿De cuánto tiempo disponemos?, inquirí, dando por cierto que la proposición sería admitida.

-          Contáis con una semana, concedió Don Fernando. El tema ya está planteado y su desarrollo no tiene por qué ser extenso.

-          Extenso, no, pero sí bien clarito -puntualizó Celso-, que bien conozco yo a algunos -dijo mirando de soslayo a Zacarías- que critican mucho a los demás, pero, cuando se les aprieta, no sabe uno a qué carta se quedan.

-          Entendido, admitió Don Fernando. Quedarán descalificados quienes utilicen la técnica literaria de los finales demasiado abiertos.

-          ¡Qué pena!, bromeé. El verbo parecer y los desenlaces a aportar por el lector son mis mejores especialidades.

     Zacarías aprovechó la ocasión para zaherirme con ironía:

-          No es bueno confiar en que el lector ponga la conclusión al relato, cuando no estamos seguros de que nos vaya a leer alguien.

***

      Para entender lo que sigue, se hace imprescindible conocer la letra de la canción aludida, aun con toda la mediocridad de que suelen adolecer los textos de las canciones, cuando se los separa de la melodía musical que los arropa. En este caso me parece que sucede también ese desmerecimiento, que yo no puedo evitar sino aconsejándoles que escuchen la canción -letra y música- en cualquiera de las muchas versiones respetables, empezando por la del propio autor y la más conocida de Jeanette.

     El texto de Porque te vas, despojado de sus numerosas repeticiones, es el siguiente:

Hoy en mi ventana brilla el sol

Y el corazón

Se pone triste contemplando la ciudad,

Porque te vas.

Como cada noche desperté

Pensando en ti

Y en mi reloj todas las horas vi pasar,

Porque te vas.

Todas las promesas de mi amor se irán contigo:

Me olvidarás.

Junto a la estación yo lloraré igual que un niño,

Porque te vas.

Bajo la penumbra de un farol

Se dormirán

Todas las cosas que quedaron por decir;

Se dormirán.

Junto a las manillas del reloj

Esperarán

Todas las horas que quedaron por vivir;

Esperarán.

Todas las promesas de mi amor se irán contigo, etc.

     Esa letra era el pie forzado y, a un tiempo, el hilo conductor de la fantasía que habría de desembocar en el relato dúplice, que marcase las diferencias entre dejarse llevar por el gusanillo de indagar sobre las causas y el de preocuparse mayormente por los efectos.

     Estuve dudando seriamente sobre participar en aquel certamen de cuentos por encargo, cuyo objetivo no era el de entretener o fabular, sino apoyar o desaprobar una tesis filosófica. Al final, vencieron el amor propio de quien era, de aquella tertulia, el único que tenía la consideración de escritor -aficionado-, y el respeto hacia una iniciativa de Don Fernando. De modo que me puse manos a la obra y el resultado lo tienen ustedes al alcance en los capítulos siguientes.

 


 

2.      Gerardo y Cecilia, una pareja feliz

 

     Es posible que no debiera haberse hecho ilusiones, pero ¿quién puede pedir mesura y realismo a un muchacho que vive su primer enamoramiento? A fin de cuentas, más sorprendente había sido el que Antonio hubiese hecho de él su compañero favorito y el mejor amigo, con gran satisfacción de los padres, que veían en Gerardo una excelente influencia para su hijo, buen muchacho, sin duda, pero tan caprichoso y alocado como la mayoría de los preadolescentes de posibles. Además, ese benéfico influjo instilaba de modo espontáneo y por mero afecto mutuo, sin que nadie lo suscitara. Claro que apoyarlo con tino y finura era importante, y en ello se distinguía la madre de Antonio, que no perdía la ocasión de invitar a Gerardo a compartir y disfrutar de los mil y un atractivos que aquella familia podía ofrecer a un muchacho de clase media, tirando a baja, que había accedido a un colegio bien, gracias a una beca conseguida con su brillantez académica y -¿por qué no confesarlo?- a una actitud sincera y moderadamente devota, que no había pasado desapercibida a los religiosos que regentaban aquella institución educativa de campanillas.

     Como es natural, de la que llegó a ser su segunda familia -que Gerardo valoraba a veces tanto como a la primera- no formaban parte solo Antonio y Doña Carmen, su madre, sino, además, el cabeza de la misma, notario de la primera categoría, que solo se dejaba ver por casa a las horas de comer -y no siempre-; Quique, un simpático revoltoso de cinco años, con la impertinencia propia de la edad, y Cecilia, dos años menor que su hermano Antonio, a quien este embromaba y zahería con tanta frecuencia, que, cuando estaban juntos, la forzaba al silencio y la retirada estratégica. Es probable que la reacción defensiva y silenciosa de la niña fuese distinta cuando la trifulca quedara en familia, pero en presencia de Gerardo, la chiquilla, avergonzada, apenas reaccionaba, entre la turbación y el resentimiento.

     Gerardo, que no estaba acostumbrado a presenciar impasible la injusticia, tenía algo de caballero andante. Era motivo suficiente para que, cansado de aquella permanente actitud de prepotencia y avasallamiento, tan pronto adquirió cierta influencia sobre Antonio, intentase mejorar las relaciones entre los hermanos. El amigo, de entrada, no recibió bien la indicación y reaccionó con acritud:

-          ¡Si es que es tonta de remate! ¡Qué pintará ella quedándose entre nosotros y hasta metiendo baza en nuestras conversaciones!... ¡Anda, tú que la defiendes, dime una sola cualidad en que destaque!  

     Gerardo quedó cortado, pero supo reaccionar de una manera tan lógica, como impensada:

-          Para responderte a eso, tendría que conocerla mucho mejor que ahora…

     Entre la condescendencia y el desdén, Antonio le ofreció la oportunidad de hacerlo:

-          Ahí la tienes -replicó-. Bastará con que le hagas algo de caso. Seguro que a ella no le importa…, ni a mí tampoco.

     Sir Galahad[8] titubeó, sospechando que, por la corta edad de Cecilia, sus padres no verían con buenos ojos aquel interés hacia su hija:

-          Tal vez, sería mejor que la uniéramos en algunas de nuestras salidas: Al cine, por ejemplo.

-          ¡Y un cuerno!, rehusó Antonio. Como mucho, en ciertas ocasiones especiales, como cumpleaños y así.

     Dicho y hecho. Muy complacida con la atención de Gerardo y, sobre todo, con la tolerancia de su hermano, Cecilia pasó a ser el elemento dos y medio de aquel trío, en expresión de Doña Carmen, cuando se lo explicaba complacida a su hermana:

-          No dudo de que la niña llegue a alcanzar su propia personalidad, pero, hasta ese momento, está medio absorbida por la de Gerardo.

-          Quiera Dios -opinó la tía- que no se ilusione demasiado y demasiado pronto. Ese chico la tiene medio embobada. Hay veces que me apetece llamarla Gerardita.

     Pienso que la situación no era tan asimétrica como la veían Doña Carmen y su hermana. También Gerardo, tras llegar a la conclusión analítica de que Cecilia tenía muchas buenas cualidades -y no todas puramente espirituales- se sentía atraído por ella, aunque por timidez y respeto de las buenas formas eludía manifestarlo de manera más explícita, que haciéndose el encontradizo en la calle, o regalándole algún libro de segunda mano de buena literatura. Esos encuentros, seguidos del oportuno coloquio peripatético, concluían de costumbre en la farola ornamental que presidía la glorieta aledaña a la casa de Cecilia. A su luz, se remansaban emociones y pensamientos durante los minutos que la muchacha juzgaba suficientes, como para no dar qué decir por el retraso. Con el tiempo, Gerardo -de manera un tanto turbia-, enlazaría la imagen de aquella farola isabelina con la del farol callejero de la canción Lili Marleen, que una hermosa película acababa de poner de actualidad[9] , hasta el punto de emprender el retorno hacia su casa silbando la pegadiza melodía.

***

     ¿Hubo entre ellos una expresa declaración de amor? Aquella era una época de situaciones más precisas y formales que la de ahora: de amigos, de acompañante o pretendiente, de novio, de prometidos y, por supuesto, de matrimonio; cada una, nacida de un evento y evidenciada por unas actitudes externas. Sin embargo, yo diría que Gerardo, prevalido de su rango inicial de amigo de la familia y frecuentador de la casa, se mostraba tan ambiguo coram pópulo, como su estatus le permitía y la poquedad de Cecilia toleraba. Pero las cosas cambiaban de manera insensible, al ritmo de los años y de la formación de los caracteres. De una parte, Antonio resultó -como lo definía su lapidaria tía- un corazón de mal asiento, muy dado a acompañar a las jovencitas, sin parar mucho con ninguna. Así, Gerardo pasó a ser un camarada solo para los cortos periodos que pasaba su amigo entre chica y chica, fuera de los cuales ya no tenía un buen pretexto para visitar a los Ayala, ni salir con Cecilia, como antes, sin compromiso ni especial dedicación. De otra parte, la niña, ya una jovencita bachillera, había aprovechado bien las lecciones morales de Gerardo, y las de vida de sociedad adquiridas en familia, para dejar de ser una Gerardita, afirmando una personalidad muy versátil y una firmeza que, en opinión de su madre, rayaba en la terquedad. Solo una cosa parecía no cambiar: Aunque incorporado al mundo coeducativo de la universidad, Gerardo no se permitía la menor veleidad que pudiese contrariar su fidelidad para con Cecilia, cosa que no tenía nada de malo o ilógico, pero sí puede que contribuyese a algo que, en ocasiones, sus condiscípulos le afearon: Bien estaba estudiar mucho y pasear las calles, del colegio de la chica, al farol; pero la universidad y su época habían de tener un horizonte mucho más dilatado, so pena de perder la ocasión irrepetible de formarse un mundo personal abierto y heteróclito. Pero las cosas no iban a ir por el camino de una mayor expansión,  pues el padre de Cecilia lo animó a no perder el tiempo del todo en aquella universidad provinciana y rutinaria, y le ofreció:

-          Estás acabando ya el segundo curso y lo que aprendes en la facultad te queda muy pequeño. ¿Por qué no vas metiéndote en un bufete y adquiriendo una formación práctica? Mi primo Melquiades podría hacerte un hueco de meritorio en su despacho y, a poco que te apliques, no solo aprenderás una barbaridad, sino que conseguirás una gratificación. Basta que seas como de la familia…

     La oferta era tentadora y, a mayores, procedía del papá notario y no era cosa de desairarlo. Así fue como Gerardo quedó comprometido para empezar sus prácticas en el verano siguiente, tan pronto como terminara el curso. Y así fue, también, como podría llegar a confirmar la verdad del conocido refrán, no por mucho madrugar amanece más temprano.

     ¿Hubo algún conciliábulo familiar para así ganar definitivamente a Gerardo para el clan de los Ayala? ¿Habría consultado su padre con Cecilia la idea de liar a su acompañante con nuevas exigencias laborales? O, aceptando estas, ¿pretendía Gerardo complacer al oferente como generoso mentor de su futuro, o como padre de la muchacha a la que, con más o menos sutileza, pretendía?

     Nunca me he preciado de ser un narrador omnisciente; menos aún, en la tesitura en que me encontraba: la de presentar a unos contertulios de café un relato de tesis, un poco al modo de los enxiemplos medievales[10]. Por tanto, dejemos sin respuesta esos interrogantes y pasemos a la ocasión y el momento en que Gerardo y Cecilia dejaron de ser la pareja feliz de nuestro relato, tal y como exige la canción que me servía de pauta.

 


 

3.      La encrucijada

 

     En años precedentes, el cumpleaños de Cecilia puede ser que tuviese varias celebraciones, pero aquella en que Gerardo participaba desde que ambos se conocieron consistía en una salida con Antonio para ver la película de moda, seguida de una opípara merendola en casa de los Ayala, con participación de los padres y de la casi ubicua tía, que cuidaba con especial esmero de que las crecientes velitas formasen sobre la tarta una figura que cambiaba a cada año. El anterior, las dieciséis llamas formaban un corazón.

     El siguiente 16 de junio no tenía por qué haber supuesto, per se, un cambio radical; pero el caso es que Antonio estaba muy interesado por una jovencita, y no le apetecía nada hacer de carabina de Cecilia. Por otra parte, la cumpleañera estaba a punto de dar el salto a la universidad y ello supondría inevitablemente su alejamiento de muchas de las condiscípulas de su colegio de toda la vida. Mamá Carmen tuvo una idea, que la familia recibió con aquiescencia general:

-          Este año hace mucho calor. ¿Por qué no celebramos el cumpleaños en la quinta del Pinar?

     El más entusiasta fue Antonio, quien vio la ocasión pintiparada de organizar un festejo a modo, haciendo olvidar por un momento a sus padres el fiasco del curso selectivo[11], sufrido en el mes anterior. Inmediatamente, se ofreció:

-          ¡Excelente idea, mamá!, pero deja que te ayudemos, que es mucho trabajo. Entre Cecilia y yo nos encargamos de todo.

     Claro está -para quien lo conociera en aquellos años- que el todo de Antonio se resumía en selección de invitados, música y bebidas. Por ello, soy de la opinión de que Cecilia pintó muy poco en el hecho de que Gerardo pasase a engrosar la amplia lista de sus amigos y conocidos, invitados para poder formar parejas con las compañeras de su hermana. El hecho es que, cuando aquel lo telefoneó para invitarlo, Gerardo no creyó que hubiese más modificación respecto de años anteriores, que el lugar del festivo evento. No le pareció mal, nada mal: Aquel chalé entre los pinos podía ser un sitio más tierno y desembarazado para tener un aparte con Cecilia y declarársele. Diecinueve años ya eran una respetable edad para formalizar ciertas cosas, máxime estando a punto de entrar a trabajar en un bufete, por modesto que fuera en principio el empleo. En fin, esa era la idea que le rondaba en la cabeza. Luego, la ocasión oportuna y la receptividad de Cecilia dirían la última palabra. Por de pronto, su regalo para este año serían las Rimas y Leyendas de Bécquer, en edición de lujo. Aunque un tanto manido, no se le ocurrió nada más romántico.

***

     Las cosas salieron atravesadas desde un principio. Las únicas palabras que Gerardo pudo cruzar con Cecilia en ausencia de testigos fueron para desearle un feliz cumpleaños y entregarle el regalo, que la homenajeada no abrió, por ese pudor propio de las convenciones sociales[12]. Gerardo apenas tuvo tiempo de aclararle que se trataba de un libro y que, más tarde, le gustaría mucho que le concediera unos momentos, pues tenía que decirle algo importante. La muchacha asintió, haciendo no obstante un expresivo gesto, señalando el aluvión de jovenzuelos de ambos sexos que empezaba a hacer pequeño el espléndido recibidor de la quinta. En consecuencia, el galán se hizo prudentemente a un lado y, tras constatar que apenas conocía a ninguno de los presentes, acudió a cumplimentar a la tía, cuyo rostro, arrebolado por el tráfago y el bochorno, le hizo una señal de saludo desde la puerta de la cocina.

-          Este sobrino mío es un demonio -exageró la buena señora-. Fíjate la que nos ha armado, aprovechando el cumpleaños de su hermana… A ver si meriendan y se salen al pinar, para que podamos revolvernos y no hablar a gritos.

     Así pues, Gerardo ya tuvo claro quién era el responsable de la conversión de los cumpleaños en la intimidad, en un guateque multitudinario. Hosco y mohíno, se limitó a vagar por la casa, amparado en su conocimiento previo de esta y de sus dueños, hasta que llegó la hora de la merienda, a la que hizo los honores picando, como un insecto, de mesa en mesa, con un vaso de refresco en la mano. En un momento dado, se cruzó con Antonio, quien no dejó de notar la cara de fastidio de su amigo. Como para animarlo, le prometió:

-          Esto está un poco aburrido, pero espera a que pongamos música y empiece el baile…

     Gerardo, en un acceso de soberbia, dio en pensar si todo aquello no se habría montado en su honor, para fastidiarle el día, pues, aunque muy aficionado a la música, como bailarín era un desastre y, por tanto, incapaz de pedirle a una moza desconocida que le concediera un baile o, por mejor decir, un pisotón. Reflexionó sobre la táctica a seguir y decidió hacer un último intento cuando, provistos de tocadiscos, vinilos y bebidas, los invitados salían en barahúnda del jardín de la casa, camino de un cercano claro entre los pinos. Como buenamente pudo, se acercó a Cecilia, que estaba rodeada de moscones, y le recordó:

-          Cecilia, ¿no podríamos hablar un momento ahora? Ya te dije que…

     La joven hizo un ademán alusivo a la imposibilidad material de atender su ruego. Luego, tras meditarlo un momento, contestó:

-          Podemos bailar luego una pieza juntos, y me cuentas…

     El grupo siguió adelante, pero Gerardo se quedó clavado, perfecta imagen de la desilusión y del sonrojo. Esperó a estar solo y luego, mientras le llegaban a lo lejos los primeros acordes de Cállate, niña,[13] tomó la senda que llevaba a la parada del autobús, el que tomó sin despedirse.

***

     Dos días después, Gerardo recibió la llamada telefónica de Cecilia. La llamada tenía el razonable pretexto de manifestarle cuánto le había gustado el regalo. Gerardo, aunque sorprendido y todavía enfadado, decidió ofrecerle un señuelo:

-          También a mí me encanta Bécquer. ¡Es tan sentimental!

     Pero la joven iba a lo suyo:

-          Así mismo, te llamo para despedirme, pues marchamos de vacaciones, como todos los años… Estoy liadísima con los preparativos; de modo que lo que tengas que decirme, puedes hacerlo ahora por teléfono o, si no, a mi regreso.

     Gerardo se lo tomó por la tremenda y respondió con aspereza:

-          No es cosa para decir a distancia… En fin, si no tienes ni cinco minutos para que charlemos…

-          No será tan urgente, cuando te marchaste de mi cumpleaños sin despedirte siquiera…, replicó la joven, sin levantar la voz.

-          ¡Ni me hables de ese festejo! -exclamó el chico, airadamente-. Parecía una verbena de barrio. La verdad -matizó- es que Antonio se lució con la organización.

-          Es posible -concedió Cecilia-, pero también cambian los momentos y las edades. Ya no somos niños, Gerardo, y la sesión de cine y la merienda con la familia, aunque bonitas, puede que tengan que ir quedando atrás. 

     El muchacho no respondió, cuando tan fácil le habría sido reconocer la razón que tenía Cecilia y el deseo que a él le embargaba de dar uno, o varios, pasos más en la relación que mantenían. Ante el silencio, fue la joven quien cerró la comunicación:

-          Lo dicho. Lamento que te hayas sentido molesto… Que pases buen verano y, a la vuelta… En fin, adiós.

     No es fácil deducir si, de la precedente conversación, la pareja sacó algo en limpio sobre sus recíprocos sentimientos. En mi opinión, y por lo que sucedió después, colijo que, cuando menos, Cecilia se equivocó de medio a medio; pero solo es mi personal impresión.

***

     Equivocados o no, es lo cierto que, ni Gerardo, ni Cecilia, hicieron por comunicarse al concluir el periodo habitual de las vacaciones veraniegas. El joven daba largas con la disculpa de que empezaba en serio por aquellos días su trabajo con el abogado, Melquiades Lobatón, y ello le ayudaba a pasar las horas sin acordarse en todo momento de la prima segunda de su nuevo jefe. Es más: así se le brindaba la oportunidad de reencontrarse con la damisela de sus entretelas, sin dar a torcer el brazo de su orgullo, herido desde aquel malhadado cumpleaños pinariego. Bastaría con rendir visita al papá notario para informarle de cómo le iba en el trabajo que a él debía. De paso, siempre que la muchacha se encontrara en casa, tendría la oportunidad de charlar con ella, y en un ambiente doméstico que le era claramente favorable. Había, pues, que preparar la logística encaminada a asegurar en lo posible la presencia de Cecilia en la mansión de los Ayala, cuando él acudiese a cumplimentar a su padre. A tal fin, decidió echar mano de Antonio, en recuerdo de los viejos tiempos. Lo telefoneó y se llevó una sorpresa de aúpa:

-          ¿Cecilia? Lo veo difícil. Ahora mismo tiene las maletas en el vestíbulo, pues mañana tiene que coger el tren para Zaragoza… ¿No te había dicho nada?... La verdad es que lo ha decidido deprisa y corriendo, cambiando la matrícula para la facultad, de Castellar, a Zaragoza… Sí, sí, a Zaragoza. Le ha dado por estudiar una especialidad de Letras que no hay aquí, y menos mal que mamá tiene una hermana a orillas del Ebro, que, de no ser por eso, estaba dispuesta a largarse a Barcelona; vamos, a Santa María la Más Lejos.

     Gerardo estaba deseando pedirle más aclaraciones, pero apenas le salían las palabras del cuerpo. Por otra parte, se notaba que Antonio quería y no quería sincerarse, todo a la vez. Finalmente, este dio con una frase que le pareció suficientemente expresiva para un escuchante inteligente:

-          Ya conoces a mi hermana y sus excesos sentimentales. Claro que tú… ¡Mira que andar regalándole a estas alturas las Rimas de Bécquer, como un colegial…!

     Gerardo acogió la desaprobación de su amigo como quien oye llover. Se limitó a insistir:

-          Y dices que se va mañana…

-          Sí, hombre, sí; a las ocho de la madrugada, para ser exacto.

     Antes de colgar, por prudencia o por pundonor, el alevín de letrado rogó a su interlocutor:

-          Por favor, no le digas que he llamado.

-          Tranquilo, chaval -condescendió Antonio-. Ella sabrá dónde le aprieta el zapato.

 



4.      El camino bifurcado: El sendero del porqué


     La llamada de Gerardo a Antonio fue sobre las cinco de la tarde. Aquel quedó tan chafado, que el disgusto le impedía continuar con el estudio de una calificación de estafa, que le había encargado Don Melquiades. Con una disculpa cualquiera, se ausentó de su casa y se dirigió a la Plaza Mayor por las calles más concurridas, imaginando la posibilidad de toparse con Cecilia, en caso de que esta hubiese salido también, para hacer las últimas compras. Al mismo tiempo que volvía la mirada a ambos lados, tratando de encontrar el rostro anhelado, iba murmurando de forma inaudible, tratando de poner orden en sus pensamientos.

     Cansado de callejear por entre la gente, tomó finalmente el camino de la alameda, junto al río, y allí no se privó de elevar el tono del soliloquio, al tiempo que acortaba la longitud y frecuencia de sus pasos. Todo se le volvía devanarse los sesos para desentrañar el sentido de la noticia que acababa de recibir. Punto por punto, precisaba los datos y sus pormenores, aunque bien pocos fuesen unos y otros. Más intríngulis le parecía tener el hecho de que Cecilia hubiese cambiado tan bruscamente de inclinación académica -por cierto, ¡si sería él poco detallista, que no había preguntado cuál era la especialidad de la carrera que, en el último momento, había escogido la joven!-. Tampoco estaba claro aquello de la opción inicial por Barcelona, valorada por Antonio como un deseo de alejarse lo más posible de Castellar. Pero, sobre todo, lo encocoraba el reproche de infantilismo, al haber regalado un ejemplar de las Rimas becquerianas -por cierto, magníficamente encuadernado, que sus buenas pesetas le había costado-. ¡Qué sabría Antonio, ni quién le daba a él vela en este entierro! Aunque quizá era Cecilia la que había hablado por su boca, y el hermano se limitaba a trasladarle la opinión de la donataria…

     Hacía calor, incluso en aquel soto, y Gerardo optó por regresar a casa y darse una buena ducha. Soñando aún con la posibilidad de tropezarse con la viajera, decidió el retorno por vías concurridas. Nuevamente en los soportales de la Plaza, pensó que era el mejor sitio para un encuentro casual, y decidió sentarse un rato en una terraza y tomarse la cerveza que en aquel momento le estaba apeteciendo. Se acomodó con vista hacia la amplia acera, disimulando con las gafas de sol la fijeza de su mirada. ¿Era que los cristales oscuros quitaban agudeza a su visión, o un caso de visión desiderativa? Lo cierto es que, a cada momento, le parecía reconocer de lejos el rostro de Cecilia, o su figura, o aquella falda suya, plisada, blanca, de lunares azules. ¡Era un tormento gratuito! Bebió de un trago el resto de la caña e, irritado por haber cedido a lo que ahora constataba como ilusoria pretensión, tomó por el camino más corto, a zancadas, con los ojos fijos en el suelo, jadeando.

     A los diez minutos, el agua tibia corría a raudales por su piel, y en media hora, aunque gruñendo y desmadejado, se sentaba al buró, preparaba la máquina portátil de escribir y reemprendía su labor jurídica. El tecleo pareció aplacar sus nervios de punta, y los recovecos de una presunta estafa por el timo del nazareno[14] le abstrajeron de sus problemas personales. A eso de las nueve, como era su costumbre, dejó de mano la tarea para ver el telediario y cenar en familia. Cuando salió del despacho, tenía una sonrisa de oreja a oreja: El susodicho timo le había hecho recordar una expresión coloquial de su abuela, que Gerardo osó aplicar a sus afanes y sofocos por Cecilia:

-          Volveré a preocuparme por esa niña caprichosa cuando vengan los nazarenos[15].

***

     Muy pronto comprendió el iluso Gerardo que los nazarenos iban a venir tan pronto se metiera en la cama y tratase de conciliar el sueño. De hecho, trató de dilatar el momento, quedándose a presenciar un plúmbeo telefilme y luego, en el sillón del dormitorio, leyó un par de capítulos de Cinco horas con Mario[16]. Tal vez no era la mejor elección para aquel momento. El caso es que cerró el libro, apagó la luz y abrió el balcón al incipiente frescor de la brisa nocturna. Acodado en la barandilla, fijó su mirada en el juego de luces y sombras que, a modo de encaje luminoso, generaban las lámparas y las hojas de los árboles, apenas enervadas por la entrada del otoño. Soñador, se preguntaba si aquellas luminarias guardarían, como su farol monumental, promesas de amor apenas sugeridas, como tantas otras cosas que quedaban por decir, entre el pudor y las prisas, en la confianza de que al día siguiente se reanudaría el coloquio. El día siguiente… Y ahora, ¿qué? Sin un mañana, ¿se dormiría el mundo, como en el cuento de los hermanos Grimm[17]? ¿Acaso pararía el tiempo para que lo alcanzase la vida no vivida?

     Aquellas eran preguntas sin sentido, con una evidente respuesta negativa. Gerardo optó por cerrar el balcón y volver a encender la luz de la mesita. Consultó la hora en el despertador: demasiado avanzada, para tener que levantarse temprano y bien despejado, para exponer a Don Melquiades sus notas al proceso del nazareno. Por cierto, ¿influiría en el letrado, o en su primo, el notario, la marcha de Cecilia? Porque ¡bien sabía él que debía su puestecito, y el futuro que de él se derivase, a la amistad con los Ayala, no a sus buenas notas, ni a su carácter laborioso y servicial! La sola representación de aquel albur le agobió, hasta ponerle un nudo en la garganta. Hizo tiempo para relajarse desnudándose de la ropa de calle y vistiendo el pijama. Salió al cuarto de baño para refrescarse la cara, y pasó seguidamente a la cocina para prepararse el vaso de leche templada, que su madre valoraba como mano de santo para coger el sueño en caso de previo desvelo. Las imágenes de los Ayala, ceñudos y alejándose de su vista, seguía abrumándole, como un trasunto cruel de su feliz adolescencia, perdida para siempre.

     Se recostó en el lecho, realzado con doble almohada, sin taparse apenas con la sábana. Así, y entre susurros, era como mejor meditaba en sus frecuentes insomnios, hasta que con el cansancio quedaba dormido… ¡Pues bien, qué demonios: Cojamos el toro por los cuernos! ¿Qué ha pasado, en definitiva, para que ella se aparte de mí, hasta el punto de alejarse de cuanto hasta ahora ha sido suyo? Reflexiona y rectifica: ¿De verdad se marcha Cecilia de Castellar por despecho, o por no sufrir el tormento de tenerle cerca? La chica es romántica y un tanto excesiva, pero ¡hasta tal punto!... ¿Qué motivos tiene para ligar su repentina decisión con las interrumpidas relaciones entre ellos? Tan solo, la indirecta de Antonio, lo brusco del cambio de Cecilia… En el fondo, poco más que la secuencia cronológica del enfado del cumpleaños, seguido de la marcha a Zaragoza. Gerardo se dice:

-          Por ahí asoma la falacia de confundir un simple antecedente con la causa de un hecho[18]. ¡Vete a saber por qué le ha dado a la niña por estudiar otra especialidad, o por alejarse de Castellar! No digo que lo nuestro no le haya tocado el corazón, pero lo mismo es que está harta de sus papás y de su tita del alma, o que hay algún baturro que le hace tilín… No, eso no, porque Antonio me dijo que, en un principio, pensaba irse a Barcelona…

     Elucubrando, elucubrando, las manillas luminiscentes del reloj se juntan en las dos y diez de la madrugada. ¡Hay que abreviar, para descabezar un sueño medianamente reparador! La mano se le va al cajón de mesilla, donde, desde hace más de un año, yace olvidada la caja del somnífero que le recetaron cuando, en primer curso de la facultad, llevó el estrés por excesivas horas de estudio a términos de grave alteración del sueño. Pero se contiene: Un ratito más de reflexión -masculla-. Probablemente, así no necesitaré la cápsula.

-          No se me oculta -dice para sí- la gravedad del asunto. Son muchos años y nos compenetrábamos tan bien, que había llegado a pensar que era la mujer de mi vida o, como un día escuché a la tía decir a su madre, que estábamos hechos el uno para el otro. Pero se ve que la niña no piensa lo mismo y, a las primeras de cambio, ha decidido que soy uno de esos chicos fáciles de olvidar[19]… Porque no tengo duda de que ella es la culpable… Bueno, es verdad que, a veces, me enojo un tanto excesivamente y no sé cómo hacer volver las aguas a su cauce, ¡pero es que lo del día de su cumpleaños! ¡Vamos, que no tener tiempo para que yo le diga lo que sin duda ella suponía, e irse a bailar y juguetear con aquellos niñatos! ¡Que se lo dijese bailando! ¡El colmo; ni que fuera una película en tecnicolor! Eso sí que no. Respeto y fidelidad: he ahí las claves del amor, de una relación tranquila y estable. Aviados estamos si, cuando yo haya que decirle una cosa importante, tenga que ponerme a la cola de sus prioridades. O si, cada dos por tres, me veo obligado a competir con esos niños bonitos, que solo lucen sus habilidades en la piscina y la pista de baile… Mira tú si no será que ha cambiado, impulsada por el dinero de su padre y el mal ejemplo de su hermano. ¡Vamos que ha cambiado, y a peor! Antes era un encanto, dulce, atenta, tímida… hasta demasiado. Pues ¡anda que ahora!: en la universidad y campando por sus respetos, por más que esa tía casi desconocida trate de controlarla. Y yo, aquí, ignorante e intranquilo, viviendo de cartas y llamadas telefónicas. ¡Eso sí que no! Ni que fuera la única chica en el mundo; y, en cuanto a mí, no es que se me rifen las chicas, pero, como diría Manolo Alexandre, también tengo mi público[20]. 

     En el fondo de su alma, Gerardo comprende que se está excediendo en su juicio de la situación y de la culpa de Cecilia en ella. En lontananza columbra el ceño del papá notario y el bigotito de Don Melquiades. El desvelado joven capta que todas las líneas posibles de conducta convergen en un punto: el de dejar estar las cosas, manteniéndose a la expectativa. No hay que tomarlas por la tremenda, ni quemar las naves, cuando quizá sea posible continuar el viaje de la vida en compañía de Cecilia y de los demás Ayala. Rectificar es de sabios -recuerda-…, siempre que lo hagan ambos y que merezca la pena.

     Merecer la pena… Pues, ¿no habíamos quedado en que Cecilia era -o había sido- su primero y único amor? ¿No estaba dispuesto, apenas tres meses antes, a declarársele y pedirle formalmente relaciones de noviazgo? ¿No se emocionaba sinceramente con las canciones románticas de pérdida o despedida, como El Reloj[21] o There goes…[22]?

     Gerardo entiende llegado el momento de recurrir al hipnótico. En el reloj -que sigue marcando las horas- las manecillas han vuelto a coincidir: las tres y cuarto. Una cápsula, un buche de agua y unos minutos de relajación, boca arriba, mecido mentalmente por las tiernas melodías antes evocadas. Luego, el sueño, ¡al fin!, pesado, revuelto, pleno de imágenes de él, solo, desamparado, triste, corriendo camino de una estación inalcanzable, con el sol en el horizonte y el silbido de una locomotora perforándole los tímpanos…

***

     Cuando logra desprenderse de los obstinados brazos de Morfeo, la luz del día ya se filtra por los intersticios de las contraventanas. Se incorpora y mira la hora en el reloj. Nuevamente las manillas se superponen; esta vez, en las ocho menos veinte. El vago recuerdo de un tren que sale a las ocho le hace levantar y, torpemente, descalzo aún, se llega hasta el balcón y lo abre, haciendo que los rayos del sol naciente inunden de claridad la habitación. Como la pasada noche, torna a acodarse en la balaustrada y allí permanece, pese al grisecillo que le encrespa el cabello y le hace estremecer. Como dice la canción[23], el corazón se pone triste contemplando la ciudad, porque te vas.

     Da igual. Su magra anatomía, vestida con un pijama que le excede en anchura lo que le falta en largor, permanece inmóvil, durante los veinte minutos precisos, para que arranque el tren de Zaragoza, con su preciada carga de ilusiones y recuerdos. Luego, lentamente, cierra la ventana y se dispone a pasar como pueda el día, entre el nazareno de la estafa y esa cruel y agobiante pregunta, que es incapaz de contestar, por mucho que se empeñe:

-          ¿A qué correr tras el amor cuando, en el fondo, es tristeza?

 


 

5.      El camino bifurcado. El sendero del porque


     Gerardo colgó el teléfono, tras recibir de Antonio la sorprendente y abrumadora noticia de que, a la mañana siguiente Cecilia tomaría un tren a Zaragoza, para iniciar así lo que podrían ser cinco cursos de alejamiento de Castellar y de él mismo. La cosa pintaba desoladora. Y no era solo porque un lustro de separación es más de lo que un amor incipiente -y unos amantes muy jóvenes- pueden soportar, sino porque estaba por ver que Cecilia no hubiese perdido el interés por él e, incluso, que no se marchara de improviso de su mundo castellano, sencillamente, para no tenerlo cerca.

     Estaba tan agitado, que comprendió de inmediato la imposibilidad de seguir, no ya trabajando en temas jurídicos, sino pensando con claridad en la repentina descomposición de su mundo; un desmoronamiento que no era de ayer, sino que se había iniciado cuando, en el nefasto cumpleaños de Cecilia, ni ella había sabido ser sensible hacia sus sentimientos, ni él había reaccionado con la mesura y la disculpa que debían exigirse a un joven amoroso  a quien, a mayores, se juzgaba inteligente y muy adicto a la familia Ayala. En un pronto, antes de echarse a la calle en plan de filósofo peripatético, saqueó la cajita de caudales de su armario, donde guardaba el pequeño tesoro de sus ahorrillos de la beca y los primeros honorarios -honorarios viene de honor, no lo olvides nunca, le había pontificado el generoso Don Melquiades-. Algo más aliviado, por esa falaz tranquilidad que el dinero proporciona, improvisó un pretexto y se despidió de su madre hasta la hora de cenar. En las escaleras, consultó la hora: frisaba en las cinco y media.

     En su sentida necesidad de pensar, se encaminó al cercano y vasto parque, recorriendo los senderos cada vez más recónditos, hasta encontrar un banco sombreado, sin otros testigos visibles que las palomas, que zureaban a la vera del camino. ¡Eso era lo que le había faltado a él!, pensaba: un poco menos de timidez y de pudor, y un mucho de claridad y de insistencia. Una vez más, el libro de la naturaleza tenía las respuestas[24].

     De todas formas, las cosas humanas pueden ser un poco más complicadas que las de las palomas… Para empezar, antes de intentar reanudar los arrullos, tenía que plantearse qué significaba Cecilia para él, aún con todos los incordios de los últimos tiempos, y qué estaba a punto de perder, si se dejaba llevar de las dificultades y consentía en despedirse de su primer amor. Y, contemplado así el panorama, no ofrecía punto alguno de discusión: Cecilia era, con diferencia, la muchacha más buena y atractiva que había conocido. Por encima de eso, era la joven con la que había vivido los momentos más dulces y las sensaciones más placenteras de los últimos seis años. Y, no creía ser petulante si también él se creía el chico por quien Cecilia había suspirado todos aquellos años, en los que, para bien o menos bien -en todo caso, inevitablemente-, se había convertido en toda una mujer. ¡Y ahora, por un quítame allá esas pajas, lo vivido emprendía el camino del olvido y el imaginado futuro, aunque sólidamente cimentado, ya no pasaría de ser un espectro en el mundo de los ensueños! Gerardo, en esto, creía ser un pesimista bien informado[25] y no se hacía ilusiones acerca del porvenir que se reservaba a quienes se sentaban a esperar la resurrección del amor, en lugar de luchar por él,

Porque el amor es un niño que hay que enseñar a andar.

El amor es como tierra que hay que arar y sembrar[26]

     Desdichadamente, lo que no le susurraban las palomas era la forma de recuperar a Cecilia. Pero Gerardo que -como vamos viendo- era un consumidor de la filosofía barata de las canciones de su tiempo, pensó que tal vez sería oportuno apelar a un clásico entre los clásicos. Así, aunque su amada en tránsito no se llamara Sandra, sino Cecilia, bueno sería empezar empleando el lenguaje de la naturaleza, y mandarle rosas[27]. Ni corto, ni perezoso, hizo un esfuerzo por recordar donde rayos estaba la floristería más cercana y, tras laboriosas indagaciones, acabó en una del Paseo, donde fue atendido por una amabilísima señora que le dio amplio palique:

-          Una docena de rosas rojas, frescas y recién abiertas: Una gran elección, joven… Sí, en efecto, podemos poner a su disposición tarjetas de envío, con o sin datos personales… ¡Cuánto lo siento, nos es imposible! A estas horas de la tarde no podemos garantizarle que la persona destinataria las reciba hoy… Lo comprendo, pero tenga en cuenta que ya son las seis y media largas… En fin, si quiere usted arriesgarse, yo le acepto el encargo, pero no le doy certeza de que el envío se realice hoy… En efecto, ni aún para esa dirección céntrica que me indica… Perdóneme la sugerencia: Tal vez podría usted llevarlas personalmente hasta el portal y rogar al portero que las suba hasta el piso correspondiente…

     ¿Fue esa dificultad sobrevenida, o acaso una nueva idea, más directa y potencialmente más fecunda? El hecho es que Gerardo cambió el encargo por otro más modesto, que explicó como pudo:

-          Estoy pensando en que voy a llevarlo yo mismo, pero me resulta un poco excesivo andar por las calles con un ramo ostentoso… Envuélvame en celofán, con un lacito poco llamativo, un capullo de rosa roja a punto de abrirse… Eso es. A fin de cuentas, lo que vale de verdad es el sentimiento.

-          ¡Qué razón tiene el caballero!... Descuide, que se lo voy a preparar de fábula… Escoja usted mismo el capullo que le parezca más hermoso.

     Así lo hizo Gerardo, tirando inmediatamente de billetera para pagar lo encargado y dejó a la dependienta preparándolo. Se justificó:

-          Voy aquí cerca a hacer otro encargo y no quiero que se me aje la flor, con el bochorno que hace esta tarde.

-          Tiene usted razón. ¡Cualquiera diría que estamos a primeros de octubre!... Pero no se retrase, que cerramos a las ocho en punto.

     Gerardo salió escopetado a las taquillas urbanas del ferrocarril, en el atrio de San Jacobo. ¿Tendrían abierto por la tarde, o se vería obligado a coger un taxi hasta la estación? La fortuna ayuda, a veces, a los valientes. ¡Estaba abierto! El joven pidió un billete en segunda clase para el expreso de Zaragoza de la mañana siguiente. El expendedor le advirtió:

-          Fíjese usted bien en el número del vagón, pues la composición de Barcelona va en cabeza y la de Zaragoza, en cola… Se lo digo, no siendo que usted se tome con calma el bajar del tren al llegar a la capital aragonesa y el convoy se ponga en marcha, camino de la Ciudad Condal.

-          Lo tendré en cuenta -repuso Gerardo, con una sonrisa-. Con que me dejen llegar hasta Zaragoza, no pido ir más allá.

-          Habiendo pagado el billete -replicó el empleado, sorprendido-, no encuentro motivo para que el revisor le haga bajar antes de que vea las torres del Pilar.

     Gerardo tuvo un desusado rasgo de buen humor:

-          El revisor, no -aclaró-, pero puede que haya una viajera que, cuando me vea, me tire por la ventanilla.

     La tarde, opinaba el joven, no había estado del todo mal. Cuando menos, el horizonte era menos oscuro que un par de horas antes. Regresó a la tienda de flores, recogió su simbólico encargo y tomó, ya mucho más despacio, el camino de casa. No dejaba de ser un menor de edad[28] que iba a intentar lo que sus padres habrían calificado de un disparate. Había que inventar una explicación medianamente plausible y, desde luego, esconder a la vista el capullo de rosa, ya tan innecesario, pero tan significativo, como el plumaje rojo sobre el morrión de un caballero de punta en blanco. Al final de la cena, dejó caer la noticia de aquella manera:

-          ¡Menuda lata! Acabo de estar en casa de los Ayala, a despedirme de Cecilia, que va a estudiar a Zaragoza, y me han encargado un buen embolado. ¡Nada menos que acompañarla en el tren hasta dejarla allí en manos de su tía, que es donde va a parar! He tratado de disculparme, pero hasta me tenían comprado el billete, y claro… Desde luego, volveré inmediatamente. Ya os telefonearé.

     El padre se encogió de hombros e hizo un gesto como de ¡estos ricos, son unos caprichosos! La madre y la hermana, por el contrario, le pidieron explicaciones sobre otro aspecto de la cuestión:

-          ¡¿Que se va Cecilia?! ¡Cáscaras, que callado lo tenías!

-          Va a estudiar una carrera nueva, que no hay aquí, explicó. Ya veis, una gracia…

-          No te preocupes demasiado -razonó su madre-. Si la chica es como es debido, sabrá guardar la ausencia; y, si no lo es, mejor descubrirlo cuanto antes.

     La hermana, más inclinada a Cecilia que su madre, matizó con cierto desdén:

-          ¡Anda que con la cantidad de vacaciones que tenéis los universitarios, no creo que la cosa sea como para echarse a llorar!

     Nada más cenar, recordó que había dejado pendiente un trabajo para Don Melquiades. Puso su voz más ronca y lastimera para mover a una piedad, que no merecía:

-          Don Melquiades -telefoneó-, tengo un trancazo fenomenal y siento escalofríos. Me voy a la cama y no sé si mañana…

-          ¡Ni se te ocurra venir por el despacho! Cuídate y no te muevas de casa… No me extraña, con el tiempo tan bochornoso que tenemos.

-          Entonces, las notas sobre el caso del timo del nazareno…

-          Espero que, entre todas las demás mentes preclaras del bufete, podamos hacer una acusación potable, sin tu concurso -bromeó el abogado-.




***

     Se recogió enseguida en su dormitorio, puso el despertador a las seis y media y, abriendo la maleta pequeña, colocó en ella el equipaje necesario para un par de días de probable estancia en Zaragoza. Sobre el maletín colocó el capullo de rosa, que aún no había empezado a abrir los pétalos. Luego, tras desvestirse, se deslizó entre las sábanas, con una reconfortante sensación de placidez. A quien hace cuanto puede no se le debe pedir más, dicen los moralistas; y Gerardo tenía la certeza de haber puesto en marcha los resortes para no perder a Cecilia. ¿Cómo reaccionaría ella? Aún siendo realista, llegaba a la conclusión de que, si lo quería, la muchacha se sentiría inclinada a perdonar sus errores y displicencias. Y, si no lo amaba, tendría la confirmación de ello y no valdría la pena darse de coscorrones contra un muro. En fin, mañana se vería, y convenía llegar allí bien descansado. Con esos pensamientos, fue perdiendo la consciencia y cayó en un profundo sueño.

     Despertó con la falsa seguridad de que la noche iría ya avanzada, pero el reloj lo desengañó. Era poco más de la una y, como si hubiese estado violentamente retenido por el sueño, el consciente se le disparó en un sinfín de preguntas y de posibilidades. Toda su construcción se basaba en lo que Antonio le había dicho, o él había creído entender. Pero lo cierto es que nadie le había asegurado que Cecilia viajaría sola. De hecho, a su corta edad y con lo protectora que era su madre, lo más probable es que la acompañara hasta Zaragoza y aprovechara para visitar a su hermana, o a su cuñada, que el parentesco no estaba claro. Aunque así fuese -se tranquilizó Gerardo-, su presencia en el tren no sería en vano: Claro que no podría ser tan sentimental y directo, pero, a cambio, Doña Carmen lo acogería con afecto y comprensión, pudiendo ser una buena mediadora para aplacar los probables humos de Cecilia. Otro tanto sucedería, de ser su tía del alma la acompañante. Del notario -crucemos los dedos-, no era esperable que dejase la oficina para realizar una tarea más propia de su mujer…, salvo que la hospedadora zaragozana fuese, precisamente, hermana suya. ¿Y si…? ¿Y si…?

     Gerardo optó por levantarse, descalzo y todo, e ir a sentarse en la oscuridad de la sala, solo iluminada por la tenue luz de las farolas cercanas. Cerró la puerta de la habitación y comenzó a reflexionar en voz baja sobre sus próximas aventuras:

-          ¡Bah!, dejemos de lado las cuestiones en que yo no puedo influir. Lo cierto y verdad es que Cecilia cogerá mañana el tren y que, en el peor de los casos, lo hará acompañada de personas a las que conozco y que me tienen estima. ¡Hasta estoy por jurar que les encantaría que volviésemos a las andadas y nos hiciésemos novios! Claro que, al verme, se van a llevar una sorpresa de campeonato, empezando por la propia Cecilia, pero eso es parte del encanto de la situación: Un caballero bien trajeado, llevando una rosa roja como ofrenda, que se acerca a su dama y le pide perdone todas sus culpas -estuvo a punto de echarse a reír imaginando la escena-. En resumen, lo más que pueden reprocharme es haber esperado tanto para sincerarme, hasta el punto de haber tomado Cecilia el portante para Zaragoza…, si es que soy yo el involuntario responsable de tan repentina resolución, desconocida por mí hasta ayer por la tarde.

     ¡Ahí estaba el detalle!: Cecilia había iniciado una vía académica que, en el mejor de los casos, tendría que durar un curso, y maravilla sería que solo fuera eso, y no se dilatara por los cinco años que duraba la carrera. La angustia le embargaba, por más que recordase la ironía de su hermana para con las ausencias de los estudiantes: ¡cinco meses completos de vacaciones[29], sin contar festividades y puentes! Mala era la ausencia, aunque se supiera guardar, pero peor era la ruptura, y sin ningún motivo importante. ¡Hasta contaba con la ayuda económica de Don Melquiades para pagarse alguna estancia junto al Ebro! La conciencia le remordía: Tenemos todo para ser felices y todavía nos sentimos desgraciados. ¡Será porque queremos!

     Gerardo fue tranquilizándose. En el fondo, lo principal sería convencer a Cecilia de su cariño y de la importancia de no romper el lazo que, hasta entonces, había unido sus vidas. ¿Cómo lo lograría? ¿Cuáles serían las palabras mágicas para conmover su corazón? La verdad es que nunca le había faltado labia y sentimiento para llegar hasta ella, siempre que la timidez o el genio no se habían interpuesto. Esta vez, la predisposición y el momento evitarían que esos dos enemigos que vivían en él quedasen fuera de su control. Y, a fin de cuentas, Cecilia era muy dada a recordar la muletilla de su monja favorita del colegio, obras son amores. ¿Harían falta palabras a aquel pasajero del tren expreso, que, a modo de metáfora, llevaba en sus manos un capullo en forma de corazón?

     Se levantó del sillón y, con todo sigilo, regresó a la habitación. ¡Las tres de la mañana! Tiempo justo para descabezar un sueño que le permitiera aguantar el día. Con todo, aún repasó el equipaje y comprobó la exactitud de la alarma horaria. Seguidamente, volvió a la cama y lo venció el sueño mientras estaba pensando en cuántos días pasaría en Zaragoza, para el caso de que todo saliera bien con Cecilia.    

***

     Un muchacho con maletín se desliza furtivamente por las calles, de madrugada, evitando las principales avenidas que conducen a la estación del ferrocarril pues, obviamente, el peligro viajará en taxi o -lo más probable- en el Dodge Dart[30] de su padre. Al llegar al noble edificio de estilo ecléctico a la francesa, se aposta en una esquina apartada, desde la que se vislumbra la fachada en toda su amplitud, así como el aparcamiento ante ella. Espera un buen rato, hasta que colocan en andenes la composición de Zaragoza y Barcelona, montando en el vagón de segunda clase que le corresponde, apenas recibe autorización para ello. Busca su compartimento, tan vacío como el resto del coche. Deja el maletín en la red de equipajes y posa, bien doblada, la gabardina con que piensa defenderse del cierzo zaragozano, para el caso de que sople, y ojalá que lo haga a su favor. Recupera la valija, a fin de comprobar que el capullo de rosa goce aparentemente de buena apariencia, aunque sea post mortem, haciéndole un hueco algo más amplio entre la ropa de muda y el neceser de aseo. Vuelve a alzar el bulto hasta su acomodo. Comprueba en el espejo sobre el asiento que el nudo windsor de su corbata a rayas permanece firme y centrado. Mira su reloj: las ocho menos veinte, una manilla sobre otra. Ya no puede tardar. Sale al pasillo y otea el andén por la ventanilla. No queda satisfecho: hay una amplia zona oculta a su vista. Por incordiante que sea, no hay más remedio que salir a la plataforma y mirar a uno y otro lado a través de la portezuela abierta.

     Según avanzan las manecillas, insensible pero inexorablemente, Gerardo siente desbocársele el corazón y hacerse un nudo, también, en la garganta. Siente ganas de tirarse al andén y desaparecer a la carrera, al mismo tiempo que una indecible ternura lo aferra y subyuga. ¿Contradicción, embeleso, locura? Una voz venida del remoto pasado[31] le responde:

Esto es amor, quien lo probó lo sabe



 

 

6.      Epílogo

 

     Es posible que, si han llegado hasta aquí, quieran ustedes saber quién ganó el certamen literario de Don Fernando, o qué opinaron mis contertulios del relato que yo presenté para tan literaria contienda. Les diré que los resultados no fueron como para engreírme. Nadie, sino yo, presentó un original, por lo que tenía que quedar primero, de no ser tan tonto como Abundio[32]. Y, en cuanto a la opinión de mis severos críticos de café, el texto era insufriblemente largo y, total, para no saber cómo terminaban las aventuras de Cecilia y Gerardo. Vamos, ¡un fracaso!

     Tal vez sea eso, o tal vez un cariñoso recuerdo a quienes criaron cuervos y les pusieron música, lo que me ha llevado a publicar este cuento en las recoletas páginas de mi blog. Si les agrada, me congratularé. Y, si no fuese así, no pierdan cuidado, que no por ello imitaré al muchacho que cantaba aquello de

Junto a la estación, yo lloraré igual que un niño

     Cosa que, por cierto, nunca obligaré a hacer a los Gerardos de mi invención.

    


    



[1] Concluyo este relato el 3 de marzo de 2023. Saura falleció el 10 de febrero de este mismo año.

[2] Carlos Saura Atarés (1932-2023), cineasta, fotógrafo y escritor español.

[3] José Luis Perales Morillas (1946), compositor y cantante español.

[4] Jeanette Anne Dimech (1951), cantante anglo-española.

[5] Película española estrenada en 1976, dirigida por el susodicho Carlos Saura.

[6] Porque te vas (para muchos, ¿Por qué te vas?), canción compuesta por el citado, José Luis Perales, en 1974 y cantada inicialmente por la indicada Jeanette. Repetidamente traducida y versionada, se calcula que haya vendido seis millones de copias; éxito que suele considerarse ligado a su relevante inclusión en la banda sonora de la película, Cría cuervos…

[7] Traducible por la causa de la causa es (también) causa de lo causado. El aforismo, atribuido a Santo Tomás de Aquino (Quaestiones disputatae), se invoca, o invocaba, preferentemente en Derecho Penal.

[8] Referencia irónica y exagerada al caballero de la Mesa Redonda del ciclo artúrico, famoso por su gallardía y pureza.

[9] Vor der Kaserne/ Vor dem großen Tor/ Stand eine Laterne/ Und steht sie noch davor… La susodicha canción data de hacia 1937, año en que se publicó el poema de Hans Leip que constituye su letra y Norbert Schulze compuso la música. Se editó el disco en 1939, con el título inicial de Das Mädchen unter der Lanterne (La muchacha bajo el farol). La película aludida por el narrador es, con toda probabilidad, Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg, dirigida por Stanley Kramer en 1961), estrenada en España en 1962, y repuesta “con caracteres de estreno” en 1980.

[10] De los que, como es notorio, el modelo más conocido en castellano es el Libro de los Enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio (c. 1330), del Infante Don Juan Manuel, nieto de Fernando III el Santo.

[11] En los planes de estudios de la época del relato, dábase ese nombre al primer curso de aquellas licenciaturas (en especial, de ciencias) en que tenían que aprobarse todas las materias para poder pasar al curso siguiente.

[12]  Dícese que, en España, no era de buen tono abrir los regalos en público, limitándose, por el momento, a recibirlos y agradecerlos. Tal costumbre no es compartida por otras sociedades, ni me consta que permanezca inmutable, a día de hoy, en nuestro país.

[13] Canción publicada en 1967, que alcanzó gran éxito al año siguiente. La composición corrió a cargo de Jeanette Dimech, que la cantó junto al grupo Pic-Nic. Seguramente, la alusión es un guiño del narrador, dado que la misma cantante fue quien inicialmente hizo famosa Porque te vas, varios años después. Véase nota 5.

[14] Alude a quien se gana la confianza de un proveedor pagándole con exactitud los primeros, y pequeños, pedidos, para estafarle con el impago de otros de gran cuantía, que no se pagan en efectivo al recibirlos. Es habitual que se firmen pagarés o letras de cambio para aparentar capacidad y/o intención de abonarlos a su vencimiento.

[15] Aunque es expresión recogida en el Diccionario de la RAE, su obsolescencia me lleva a recoger aquí su significado: Expresión coloquial para dar a entender la imposibilidad de que suceda algo.

[16] Conocida novela (1966) de Miguel Delibes (1920-2010) que, por su técnica de soliloquio y reflexión un tanto filosófica sobre la vida pasada en común por una pareja, podría recrudecer las tensas sensaciones que estaba entonces experimentando Gerardo.

[17] Evidente alusión al cuento Dornröschen (La Bella Durmiente).

[18] Suele expresarse con la locución latina, post hoc, erga propter hoc, traducible por: Si A sucede antes de B, es porque A es la causa de que B se produzca. Otra falacia, similar y complementaria de esta es, cum hoc, erga propter hoc, traducible por: Cuando varios hechos se producen simultánea o conjuntamente, es porque tienen una causa común. Estas falacias integran la llamada correlación coincidente.

[19] Obvia alusión a la balada Am I that easy to forget (Carl Belew y W.S. Stevenson, 1959), que alcanzó fama en España a comienzos de 1968, en la voz de Engelbert Humperdinck.

[20] Alusión al actor Manuel Alejandre Abarca (Manuel, o Manolo, Alexandre) (1917-2010), por una escena de la película Atraco a las tres (José María Forqué, 1962).

[21] Bolero por Roberto Cantoral (1956), que alcanzó su mayor notoriedad en la voz de Lucho Gatica (1959).

[22]  There goes my everything (1965), balada de estilo country, por Dallas Frazier, popularizada en España (1967) por el citado -nota 17-, Engelbert Humperdinck.

[23] Véase la nota cinco y el texto de la canción recogido al final del capítulo 1 del presente relato.

[24] Clara alusión al siguiente pensamiento de Antonio Gaudí (1852-1926): El gran libro, siempre abierto y que tenemos que hacer un esfuerzo para leer, es el de la Naturaleza. Los otros libros se toman a partir de él, y en ellos se encuentran los errores y malas interpretaciones de los hombres.

[25] Definición del realista, a cargo del escritor uruguayo, Mario Benedetti (1920-2009).

[26] Versos de la canción Amores (1970), compuesta y cantada por Mari Trini (1947-2009), seudónimo de María Trinidad Pérez de Miravete Mille.

[27] Manda rosas a Sandra, / que se va de la ciudad; / manda rosas a Sandra / y tal vez se quedará. Así se escuchaba en la canción Rosas a Sandra (1970), compuesta por el cantautor argentino Sabú, de nombre oficial, Héctor Jorge Ruiz (1951-2005), y divulgada inicialmente en España por el cantante belga, Jimmy Frey, seudónimo de Iván O. A. Moerman (nacido en 1939).

[28]  Desde el año 1943 hasta 1978, la mayoría de edad en España estuvo fijada en los 21 años, que Gerardo no había alcanzado aún en el momento a que se refiere el relato.

[29] En los años del relato, ese era el mínimo vacacional: de junio a setiembre -inclusive- y un mes más, entre Navidad y Semana Santa. Eso, por supuesto, si el estudiante no dejaba, o suspendía, asignaturas para septiembre.

[30] El automóvil más potente y elegante fabricado en la España de su tiempo (1965-1971), con licencia Chrysler. Lo montaba la empresa Barreiros en su factoría de Villaverde (Madrid).

[31] La de Lope de Vega (1562-1635), en el soneto Esto es amor (Rimas, 1602).

[32] Dice la conocida expresión: Eres más tonto que Abundio, que fue a correr solo y quedó segundo.