viernes, 11 de marzo de 2011

Las estaciones del amor

Por Federico Bello Landrove

Seasons will never change the way that I love you

   
      Este cuento hunde sus raíces en limpios hontanares que conocerá quien capte guiños, como los versos que lo encabezan, o algunos nombres que desfilan por su texto. Por lo demás, original o inspirado, esto es lo que quiere suscitar y/o transmitir: para muchos amar es llorar y hacer llorar, mientras el espacio y el tiempo discurren, cómplices o indiferentes, estación tras estación.



  1. El forastero


     Por estas fechas se cumplen dos años de la desaparición  de mi amigo Marcos. Pero no se inquieten ustedes: sus circunstancias no son de aquellas que podrían justificar una declaración de ausencia ni, menos aún, de fallecimiento. Podría decirse que se trató de una fuga por vergüenza, o de una de tantas huidas del amor. Pero centrémonos en el caso, que estoy dando por sentado que todos sabemos lo que yo soy uno de los pocos en conocer.

     Convengamos –pues eso sí es de dominio público- que los hechos sucedieron en Riopiedras, la pequeña ciudad al norte de la Meseta, otrora famosa y ahora famélica, donde muchos de nosotros hemos nacido y a la que Marcos había llegado, procedente de alguna parte, tres años antes de dejarnos con destino desconocido. Tres años no son nada pero, para él y para mí, fueron bastantes a crear una corriente de simpatía y una razonable amistad; lo que, tratándose de Marcos, comprenderán que muy pocos lograron, si es que hubo algún otro. Algún otro del sexo masculino, se entiende, porque, en cuestión de faldas, pienso que era un sentimental. Pero no adelantemos acontecimientos, que esta historia, sencilla y verídica, perdería todo su interés, si la despojásemos de su misterio antes de tiempo.

     Es probable que la razón de hacernos amigos fuese la de no caer en que habíamos llegado a serlo. Después de todo, la amistad  no es un título académico, ni un estado religioso. Nos prestábamos libros; charlábamos de política sin ambages; tomábamos café después de comer, bien que acompañados de otros tres o cuatro riopedrenses de pura cepa; alargábamos nuestros encuentros callejeros con preguntas y comentarios tópicos o de actualidad. Y, desde luego, compartíamos intereses y aficiones; como la docencia, sin ir más lejos.

     Hoy la docencia solo puede ser un interés, profesional por supuesto. En aquel entonces, hace muchos años, todavía podía ser una afición o, por decirlo con palabra comprometida, una vocación. La diferencia de nivel entre Marcos y yo demostraba lo sincero de nuestra amistad. Él era todo un catedrático de Instituto, solicitado por el Ateneo para dar conferencias. Yo, en cambio, había heredado de mi padre la academia Arquímedes y me pasaba media vida dando clases particulares de Matemáticas y Física. La otra media la dedicaba a cuadrar el balance de ingresos y gastos, cumplimentar el papeleo administrativo del negocio y volcar los magros beneficios sobre Elena, mi santa esposa, y nuestros cuatro hijos, entonces en edad escolar. No sé si les he dicho la asignatura que impartía Marcos en el liceo, pero mejor si no lo he hecho todavía.

     Nos habíamos conocido en el parque del Casal, cambiando sellos. Él solo compraba, pues hacía una exclusiva y personal colección de sellos de escritores de todos los tiempos y países. Yo acompañaba al mercadillo casi todas las mañanas de los domingos a mi colega de academia, Leandro, el profesor de Química y Dibujo Técnico, que completaba, como entrañable y casi secular asalariado, el elenco de docentes de la Arquímedes. Entre tanto, mis hijos jugueteaban por el parque, armando todo el ruido posible, hasta que, a la una menos cuarto en punto, nos despedíamos del filatélico y enfilábamos la Alameda hasta San Elías, la iglesia de los padres trinitarios, en que coincidíamos con mi esposa y procurábamos seguir con devoción la misa semi-cantada, en que aquella hacía coro con su hermosa voz de mezzo-soprano.

     En mi deseo de presentarles a mi esposa y a nuestros vigorosos retoños, he perdido el hilo de mi primer encuentro con el catedrático. Estaba él mercando a Leandro un pequeño sello helvético conmemorativo del cuarto de siglo del fallecimiento, en Zúrich, de James Joyce. Ya tenía preparado el billete de cien pesetas, cuando mi vista de lince percibió la falta parcial de uno de los dientes del timbre. Para no descubrir, o abochornar, a mi amigo vendedor, utilicé un circunloquio:

-          ¿Has traído la lupa, Leandro?
-          Por supuesto, pero, aquí, el señor no ha querido usarla.
-          Deje, deje –añadió el comprador, con una sonrisa-. No soy un coleccionista en toda regla: me basta con que el sello sea auténtico y tenga un buen estado. Pero, de todos modos, gracias.

     Nos presentamos y le invité a visitar mi academia. Días más tarde, apareció por allí, con un álbum de sellos bajo el brazo. Nos mostramos recíprocamente nuestros tesoros y, notando yo que congeniábamos y que Marcos estaba en Riopiedras muy desambientado, lo invité a la tertulia del Cantábrico. Él titubeó:

-          No sé. Soy poco hablador y me desempeño fatal en cualquier juego de mesa.
-          ¡Qué más da! Se trata de pasar un buen rato. Total, si no le resulta, pues no vuelve y en paz.

     Fue y volvió. ¡Vaya si volvió! Caía bien, con sus palabras justas y sus excelentes dotes de escuchador. Incluso le dimos bula para retirarse a las cuatro, cuando se montaba la timba. De hecho, yo tomé la costumbre de abandonar la tertulia, con el pretexto real de acompañar a Marcos hasta casa. Así no tenía que salir corriendo para abrir, a las cinco, la academia. Elena estaba encantada:

-          Menos mal que viene gente de fuera a enseñarnos buenas costumbres. Peseta a peseta, la partidita del Cantábrico nos salía por un pico. Como perdías siempre...

***

     Por poco locuaz que Marcos fuese, la gente de Riopiedras fue sabiendo –o diciendo saber- su vida y milagros. Que si era de Castellar, en donde había estudiado la carrera de Filosofía y Letras; que si había hecho en Andalucía sus primeras armas como docente; que pronto había regresado a Castilla, a un instituto de su provincia natal, viviendo en la capital con su madre viuda; que esta había muerto hacía unos años, desesperando ya de ver a su hijo en los brazos de otra mujer –como decían del soldadito en la zarzuela-; en fin, que el ya solterón había tenido algún problema con la Inspección de Enseñanza Media castellarense y había tomado las de Villadiego, vale decir, de tierras leonesas.

     Como profesor avezado en el razonamiento científico, yo habría sido partidario de poseer más datos pero tanto el biografiado como yo compartíamos ese cóctel de timidez y buena educación, que predispone a no hacer interrogatorios y a colocarse a la defensiva frente a los audaces. De hecho, en más de una ocasión saqué a Marcos de una situación comprometida para su intimidad, ante los embates de contertulios ansiosos de confidencias. Ya lo decía Jero, el vendedor de periódicos, con su habitual gracejo, aunque referido a los matrimonios que acababan rompiendo:

-          Don Miguel, es que, donde hay confianza, da asco.

     Claro, en el caso de nuestra tertulia, la cosa no llegaba a tanto, pero los confianzudos hacían que en ocasiones nos sintiésemos incómodos.

     Y la cosa es que mi amigo no daba motivo ninguno de sospecha o de escándalo, cuando menos, en los asuntos que entonces gozaban de más admiración y ludibrio, a saber, la disidencia política y los líos de faldas (o de pantalones). Cuarentón, distante y con escasas prendas físicas, Marcos no tenía dificultad alguna para mantener alejadas a las mariposas de Riopiedras, por no hablar de sus alumnas creciditas, pues –fuerza es reconocerlo- aquel profesor retraído y frío ejercía sus funciones en el Instituto femenino. Elena me comentaba:

-          Se me hace extraño que un soltero, todavía en edad de merecer, se arriesgue a ejercer en un instituto de señoritas, con lo lanzadas que vienen algunas.
-          Mujer, Marcos tiene ya edad como para ser un experto en estas cosas y no despertar emociones adolescentes.
-          Con todo y con eso, yo que él estaría más tranquila en el masculino.

     No andaba muy descaminada mi mujer. Un instituto femenino había jugado una mala pasada a Marcos, pero no había sido el de Riopiedras, ni por causa de una alumna. Abro nuevo capítulo y les cuento.



  1. Verano


     Todo empezó cuando, conforme al ritual de fin de curso, hube de llevar a la delegación del Ministerio en la capital de la provincia la documentación anual de mi academia. La costumbre se completaba, invitando a tomar el vermú al chupatintas de servicio, veterano de la época en que mi padre (que en paz descanse) cumplía con el mismo trámite administrativo. El oficinista, entre gamba y gamba, hablaba de todo lo divino y lo humano con un desparpajo reñido con la más básica confidencialidad. Me preguntó:

-          No conocerás a un catedrático de Filosofía que os ha ido a Riopiedras. Un tal Marcos de la Cuesta.
-          Hum, creo que sí, pero solo de vista.
-          ¿Y qué tal se porta con las mamás?
-          ¿Con las mamás?
-          Sí, hombre. Le tocó salir por pies de Castellar por un lío con la madre de un alumno…

     Y dedicó el último cuarto de hora del aperitivo a relatar con desenfado la historia de un triángulo tan antiguo como la docencia: el del profesor, el alumno y la madre, pongan ustedes a cada uno el género que quieran. El problema, en este caso, fue el de la cuadratura del triángulo, es decir, la intervención airada del marido de la mamá, tan posesivo él, en cuanto se enteró de los devaneos de su esposa, hasta entonces separada de hecho. Mi informador concluía:

-          En un principio, la cosa no fue a mayores, quiero decir, que no hubo sexo, ni escándalo en regla. La inspección convino con el profesor su traslado inmediato a un Instituto no muy lejano y la cosa hubiera quedado ahí, pero…
-          ¿Pero qué? ¿Hubo denuncia por parte del padre?
-          No, hombre. Fue por cómo lo tomó la señora… Pero te estoy entreteniendo demasiado y yo tengo que seguir con el trabajo. Otro día te cuento.

     Cuando cogí el coche de línea de regreso, dominaba en mí la indignación por la inicua verborrea del hombre de la ventanilla. Pero al bajarme en Riopiedras, solo una hora más tarde, la curiosidad se había adueñado de mi mente. No podía poner en duda lo fundamental que me había contado pero, sin los detalles, me resultaba imposible compaginar el suceso con la forma de ser de Marcos…, salvo que este nos hubiera tenido engañados a todos los riopedrenses, a mí el primero.

     No era cuestión, desde luego, de preguntar directamente al implicado. De hecho, procuré no traslucir ante él mi perplejidad y tratarlo como siempre. Por otra parte, creo haberles indicado que uno tiene temperamento científico y la verdad de las cosas nos ha de venir dada por fuentes objetivas. Pero, ¿dónde encontrar la objetividad? No en mi ciudad, que nada sabía, como no fuese de forma muy indirecta. Tampoco me parecía digno repetir la visita a la Delegación ministerial, para sonsacar al administrativo indiscreto. Así que decidí guardar la información en la memoria, hasta mejor ocasión. Aún así, no me privé de compartirla con mi mujer, de cuya reserva no me cabía dudar. Mostró un interés relativo por la cuestión y me dijo:

-          No le veo mayor trascendencia al asunto. Ahora bien, si tú quieres, podría contactar con Pedro…
    
     Pedro es mi concuñado y trabajaba entonces en El Noticiero de Castellar. Le repuse:

-          Me parece bien, pero que haga las averiguaciones de la forma más discreta posible.

***

     Aquel año veraneamos juntos en Luarca y, gracias al affaire Marcos, tuvimos los dos matrimonios conversación, no siempre irrelevante ni pacífica, para toda la quincena.

     Resultó que, como yo había supuesto, todo el asunto –visto desde fuera y con objetividad, al modo científico- era de lo más normal. Un alumno díscolo y cuyo rendimiento escolar era muy inferior a sus potencialidades; un profesor que decide exponer la cuestión y convocar en su apoyo a los padres del adolescente; una familia que ahora llamaríamos desestructurada, como consecuencia de vivir el padre su vida de espaldas al resto de sus componentes; una madre, aún joven y atractiva, que acude a la llamada del profesor y que, más que ayudar a este con su hijo, acaba pidiéndole ayuda para sí misma; un filósofo solitario que decide matar dos pájaros de un tiro, quiero decir, motivar al muchacho y levantar el ánimo de la madre…

-          Bueno, más que dos pájaros, fueron tres, pues también el profesor acabó por ilusionarse, y mucho, con doña Leonor. Me decía el inspector…
-          ¿Pero te has entrevistado con el inspector de Educación, Pedro?
-          ¡Quiá, hombre! Me refería al inspector de policía, amigo mío, que llevó el caso.
-          Chico, no entiendo nada. ¿Qué pinta la policía?
-          Déjame seguir. Así lo entenderás todo.

     Y es que, según mi concuñado, lo normal y corriente fue volviéndose insólito. El profesor y la señora casada empezaron a frecuentarse más de lo entonces considerado correcto: cine, conferencias, cafeterías, ¡la propia casa de doña Leonor! A veces, se hacían acompañar por el alumno intercadente, o por su mucho más grata hermana. En general, sin embargo, eran ellos dos quienes disfrutaban en exclusiva de su mutua compañía, con un éxito emocional, que reflejaban sus rostros y su cada vez más constante coincidencia.

-          Pero todo esto, Pedro, ¿en buen plan o con infidelidad de por medio?
-          ¿Quién sabe, mi morboso cuñado? Oportunidades tuvieron, pero nadie pudo certificar una cosa ni la contraria. En algo sí coincidieron casi todos los testigos: si es que no pasó nada, habría que apuntárselo al haber –o al debe- del caballero, que la dama parecía estar dispuesta a ponerse el mundo por montera.
-          ¿Y el marido? Mucha tolerancia parece por su parte.
-          El tipo, ya sabes, como el perro del hortelano. Aquella temporada andaba por Madrid, con no sé qué cabildeos políticos o económicos. Pero cuando se enteró, volvió hecho una furia.
-          ¿Cabildeos? ¿Era un tipo importante?
-          Bah, de medio pelo. ¿Crees que, de haber sido un capitoste, tu profesor habría salido tan bien librado?

     Bien, ahí enlazaba la historia con lo que me habían contado en León, o sea, lo del mini-escándalo, la intervención de la Inspección y el destierro del profesor rijoso. Pero faltaba el desenlace fuera de lo común, dada la intervención policiaca. Pedro sabía ser histriónico. Me tendió la copia de un recorte periodístico, que me autorizó a conservar. Dice así:

Sucesos: intoxicación por medicamentos
     Ayer por la tarde fue atendida en el servicio de urgencias del Hospital Provincial L.V.P., de 42 años de edad, por ingestión, al parecer accidental, de numerosas pastillas de un somnífero de dispensación usual. Tras el oportuno lavado de estómago, la paciente quedó ingresada en estado grave, aunque no se teme por su vida.

-          ¡Qué te parece la tal Leonor, valiente, eh?, inquirió Pedro.
-          Hombre, para empezar, haría falta saber si se trataba de ella…
-          L.V.P.: Leonor Vicente Prieto. Dalo por hecho, sin ninguna duda.
-          … Y si logró salvar la vida…
-          Respuesta afirmativa. A los tres días fue dada de alta, tan sana como una manzana.
-          … Y si el profesor supo de esta trágica consecuencia de los amores contrariados…
-          ¿Por qué no se lo preguntas tú? Lo único que puedo decirte es que el intento de suicidio fue varios meses después de marchar él de aquí. Más no puedo decirte.
-          Y la tal Leonor, ¿cómo está ahora?
-          No lo sé de fijo. El marido trasladó a toda la familia a Madrid, sin duda, tratando de que se olvidase el incidente. Aunque dicen que la cabra tira al monte.
-          ¿Qué quieres decir, Pedro?
-          Pues que sé de buena tinta que el tipo se separó de su mujer, esta vez, de derecho y quedándose con los hijos, aunque solo fuese por fastidiarla.
-          ¿Y ella?
-          Me lo ha contado una vecina, conocida suya. Leonor se ha refugiado en Segovia, en casa de sus padres. Dicen que no está bien de la cabeza: como que le da por leer libros de Filosofía, aunque no entienda una papa de ellos. ¡Qué manía tan rara!, ¿verdad?
***

     ¿Qué hubiesen hecho ustedes con pareja revelación? Yo solo tenía una cosa clara: no podía dejar de compartirla con mi amigo Marcos aunque, por aquel entonces, nuestra relación era todavía muy superficial. Mi mujer, Elena, me obligó a reflexionar:

-          ¿Y si Leonor está como una cabra, o no quiere saber nada de Marcos? Es más, ¿qué pasaría si te metes en camisas de once varas y resulta que Pedro está mal informado o te ha tomado el pelo? Si no quieres dejar las cosas como están, ve con pies de plomo. ¿Por qué no escribes a los padres de Leonor una carta sugerente, pero poco comprometedora?

     Dicho y hecho. Gracias a los apellidos de la señora, accedí fácilmente a las señas de su casa familiar y envié la siguiente misiva a don S. Vicente del Arco, que es como figuraba su padre en la guía telefónica:

     Muy señor mío: Soy un amigo del profesor de Filosofía, don Marcos de la Cuesta. Me he enterado por personas conocidas de Castellar de la difícil situación en que se encuentra su hija, Leonor, de cuya relación con el citado profesor le supongo enterado. Perdone mi atrevimiento pero, en beneficio de su hija, me permito ofrecerle mis buenos oficios, por si considerase conveniente para su salud y bienestar que el señor de la Cuesta supiese de ella (cosa que creo ahora no sucede) y, en su caso, la visitara. Seguramente convendría que usted no tomase por sí mismo la decisión, sin consultar a los médicos que lleven el caso. Quedo a la espera de su respuesta y reitero mis disculpas, enviándole un atento saludo.

     Una semana después, recibí contestación del señor Vicente que me permito transcribir literal, dado que poco tiene de confidencial y el remitente falleció hace ya bastantes años. Decía así:

     Muy señor mío, etc., etc. En efecto, he tenido conocimiento de que las dolencias de mi hija no han sido ajenas a las bellas expectativas que en su corazón supo despertar el señor de la Cuesta. Me gustaría creer, con usted, que el referido señor ignora cuanto ha acaecido después de su marcha de Castellar, sin despedirse siquiera de Leonor, ni darle explicación o noticia alguna de sus razones y paradero. En cualquier caso, huelga ya toda acritud por mi parte y cualquier gestión por la suya, ya que mi hija se arrojó al vacío desde las inmediaciones del Alcázar, hoy hace quince días, falleciendo inmediatamente. Dejó escrita una carta A mi amado, que tal vez tuviera como destinatario a su amigo, pero en la duda, y por otras razones que usted sin duda comprenderá sin hacerlas explícitas, mi esposa y yo decidimos destruirla por el fuego. Así que, si de verdad estaba usted dispuesto a hacer alguna cosa a favor de Leonor, rece una oración por su alma.



3. Otoño

     Aunque a duras penas, mantuve incólume mi relación con Marcos, a pesar de cuanto había llegado a saber de él. Es más, nunca saqué a colación el tema, ni realicé nuevas indagaciones, ni le sonsaqué a tal respecto. No obstante, me costaba trabajo no ver en él a un individuo incapaz de luchar contra las adversidades para defender su amor. ¿De qué servía ser profesor de la Ciencia del Saber, si no sabía armonizar las inevitables represiones propias del entorno, con las mil y una maneras de llevar a buen puerto el cariño o, al menos, la piedad? Pero, por otra parte, tal vez tuviese razón mi esposa, cuando argumentaba:

-          Ese amigo tuyo no me resulta grato, desde que sabemos lo que sabemos.
-           Pero, Elena, ¿quién nos dice a nosotros que realmente estuviese enamorado de la madre de su alumno? ¿Y si ella se hizo ilusiones injustificadas y trató de llegar mucho más allá de lo que él había pretendido?
-          En cualquier caso, Miguel, tanta indiferencia, tanto desinterés, me escama. Huele a cobardía, a miedo, a egoísmo sentimental.
-          Es muy fácil criticar su actitud, a partir de los resultados de la misma que nosotros conocemos. Puede que él no tenga ni idea de lo que provocó.

     Ya les puedo adelantar que nunca llegamos a saber las respuestas a todos estos interrogantes, pero sí tuve la oportunidad de ver a Marcos en acción en el mismísimo Riopiedras. Fue apenas un año después de conocer yo el trágico destino de Leonor. Puede que el nuevo episodio amoroso tuviera poco que ver con el precedente; es más, que fuese antitético. Para mí, explica muchas cosas y, en cualquier caso, no puedo silenciarlo en un relato nacido para ilustrar el amor por medio de Marcos, o a Marcos a través del amor. De todos modos, yo no soy quien para erigirme en juez de mis análisis sentimentales; juzguen, pues, ustedes mismos.

***

     Se llamaba Celia y era riopedrense de nacimiento y familia. Había estudiado con mi hermana menor en las monjas del Santo Ángel y luego marchó a Compostela para hacer Farmacia. Por esos extraños caminos que a veces tiene la vida, abandonó la citada carrera cuando no estaba lejos de concluirla y entró en un grupo organizado de espiritualidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, cambiando Santiago, sucesivamente, por la Pontificia de Salamanca y la Gregoriana de Roma. Convertida en una teóloga diplomada, reanudó y acabó los estudios para boticaria y reapareció en Riopiedras –me acuerdo perfectamente- el año cincuenta y nueve, cuando el famoso Plan de Estabilización de nuestra economía nacional que, visto a posteriori, tanta relevancia tuvo. Sé todo esto por Herminia, la benjamina antes aludida, que siempre iba a comprar las medicinas a la farmacia que Celia adquirió en la calle de las Tiendas; según decían, con dinero procedente de los mentores de su alma. La verdad es que ni su familia, ni ella, parecían en condiciones de hacer tan cuantioso –y rentable- dispendio.

     Por aquel entonces vino a regir la diócesis legionense un obispo progresista, que destacaría como tal en el Concilio. Ya fuese por hacer un guiño al elemento femenino, ya porque Celia le cayese bien y estuviera muy bien formada (en lo espiritual, quiero decir, que de lo otro tampoco estaba mal), Monseñor tomó una decisión sin precedentes en nuestra pequeña ciudad, que fue muy comentada: nombrar a doña Celia Cifuentes profesora de religión del Instituto femenino, donde también impartían la misma materia dos sacerdotes. Tal vez hiciera su debut el mismo curso en que se estrenó Marcos; como mucho, habría un año de desfase. Lo que les puedo asegurar es que tan marcada coincidencia no me la he inventado yo para dar más interés o extensión a este relato.

     Creo que la mayor parte del primer curso que coincidieron Marcos y Celia (que fue el segundo año de estancia de aquel en Riopiedras), no me percaté de cambio alguno en la vida o carácter de mi amigo. Tan solo recuerdo un ciclo de tres conferencias dadas por él en el Ateneo sobre el existencialismo, que tuvieron cierta notoriedad. Dado mi agobiante horario en la academia, no pude asistir más que uno de los días y, la verdad, entendí bastante poco de lo que allí se dijo, aunque tengo que reconocer las buenas dotes oratorias del profesor. Y estoy casi seguro de haber visto, en una de las primeras filas, a la farmacéutica, junto a un numeroso elenco de compañeros docentes.

     Fue a comienzos del curso siguiente, cuando con mucho sigilo Marcos me preguntó, mientras íbamos de regreso del café de sobremesa:

-          Miguel, tengo que hacerte una pregunta un poco comprometida.
-          Tú dirás.
-          ¿Conoces a la farmacéutica de la calle de las Tiendas, esquina a los Cuatro Caminos?
-          Yo no, pero una de mis hermanas fue condiscípula suya en el bachillerato. Si quieres, podría preguntarle...
-          Bah, quizá no merezca la pena, pero en fin, querría saber algo de su vida pasada, su vinculación con el movimiento N. y cosas así. Pero que pareciera cosa tuya...
-          Hombre, Marcos, no parecen cosas muy propias de mi interés. Lo que sí puedo es sacar la conversación como por casualidad.
-          Vale, y agradecido. Celia me está animando a tomar ciertas iniciativas y querría saber bien si es de fiar.

     No sé ustedes, pero yo pensé inmediatamente en el episodio de Leonor. No me cuadraba que un profesor de Filosofía que –por lo que yo sabía- no sentía ningún interés por la religión, se dejase llevar al huerto espiritual por quien no apreciase de forma especial. Para mí que Marcos lo que quería era algo así como obtener referencias de Celia, antes de lanzarse –o dejarse guiar- a la senda del amor.

     En cualquier caso, no me parecía prudente ni correcto llevar la gestión encomendada más allá de lo interesado. Cogí por banda a Herminia y, con un pretexto cualquiera, logré de ella la impresión más precisa posible sobre su antigua compañera. Como era de esperar, las alusiones más numerosas y personales se referían a casi treinta años atrás y poco habían de aprovechar para satisfacer la curiosidad de mi amigo. Celia había sido una estudiante de notable, moderadamente seria y complaciente: vamos, lo que se dice una buena compañera. Había tenido un acompañante a partir de sexto, que no había llevado su interés por ella más allá de su marcha a Compostela. Luego, un vacío de un montón de años, hasta reaparecer por nuestra ciudad, cargada de lauros (es un decir) y ponerse al frente de la farmacia. Herminia insistía en lo por mí ya sabido:

-          Corre el rumor de que, con sospechosa mezcla de espíritu y materia, Celia se ha valido del dinero de la Organización N. para coger el millonario traspaso de la botica. Claro que, a cambio, es lógico que ella sea en el fondo una mera empleada, o bien, que tenga de devolverles el favor con elevados intereses. No le será muy difícil, pues es seguramente la farmacia que más vende en Riopiedras.
-          Y de amores y amoríos, ¿qué puedes contarme?
-          ¡Huy, huy, huy!, qué difícil me lo pones. ¿A qué ton...?
-          No puedo darte detalles, Herminia, pero tampoco te pido que hagas las veces de un detective privado: solo quiero generalidades.
-          Bien, si es así, te diré que, siendo lucida, culta y con dinero, supongo que la carencia de pretendientes conocidos se deberá a algún voto de castidad, o algo así.
-          Y, en conjunto, ¿la crees de fiar, como mujer y como persona?
-          Como farmacéutica, desde luego. Del resto, te digo lo que nuestro hermano abogado: le concedo el favor de la duda.

***

     Esto es cuanto pude transmitirle a Marcos y a fe que debió asumirlo como propio pues, a partir de ese momento, comenzó a hacer novillos en la tertulia del Cantábrico y a ser visto –aunque no muy a menudo- con Celia. Yo no las tenía todas conmigo, a partir de la alusión al celibato hecha por mi hermana y, quebrantando por una vez la santa regla de la prudencia, lo dejé caer, cuando lo vi:

-          Ya sé que no es cosa mía pero te recuerdo la alusión de mi hermana al voto de castidad.
-          La recuerdo perfectamente. No se lo he preguntado de manera directa, pues no vamos aún de pareja, pero puedo asegurarte que su compromiso con la Organización N. no llega a tanto. Ya sabes, cuotas, actos de espiritualidad, una cierta fidelidad a las directrices morales y poco más.
-          Que no vais de pareja…, pues yo creía al veros juntos que... Como ni ella ni tú sois de acompañar a menudo al sexo opuesto...

     Marcos suspiró como lamentando tener que explicarse, pero el caso es que lo hizo y más de lo que era oportuno en una esquina en pleno mes de enero. Ya sea por el frío, ya por flaqueza de memoria, no recuerdo bien los detalles, pero sí el grueso de los datos y la preocupación que me generaron.

     Me vino a contar que la aparición, siquiera modesta, de Celia en el Instituto le había producido cierta conmoción, en términos que consideraba ya definitivamente superados. La encontraba –como otros muchos- hermosa, con esa belleza consolidada y madura que supera en ocasiones las burbujeantes gracias de la juventud. Por más que su condición de profesora de Catolicismo –así me dijo, sin duda ninguna- no fuese para él una buena carta de presentación, pudo constatar su sólida formación y posiciones equilibradas, en la línea del actual Concilio. Todo y eso habría sido insuficiente, si no fuese por la iniciativa de Celia, apoyada por el más joven de los sacerdotes colegas suyos, de montar un seminario interdisciplinar para los alumnos del Preu, sobre el tema La Ética, como punto de encuentro entre la Religión y la Filosofía.

-          Verás, prosiguió, que el tema era peliagudo, pero yo acepté implicarme, tras la vehemente petición del director del Instituto. Tuvimos diversas reuniones previas en varios lugares, incluida la rebotica de su establecimiento, y, bueno, poco a poco, Celia ha ido formando parte cada vez más importante de mi vida diaria.

     Sus confidencias no llegaron a más, pero Riopiedras es un pañuelo, como si dijéramos, y más para quien está acostumbrado a llevarlo en el bolsillo. Me refiero a Herminia y a Elena, que decidieron investigar coordinadamente las peculiares relaciones entre la polifacética boticaria y ese desaprensivo, como mi mujer llamaba frecuentemente a Marcos, desde que supo del desdichado final de Leonor. No había día que no me trajesen noticias, que yo era incapaz de asimilar ni, aún menos, de hilar.

-          Hoy han estado merendando en Cascajares.
-          Los he visto sacando entradas para West Side Story.
-          Estaban a la cola en el banco cuando entré yo a sacar dinero.
-          Las chicas del Instituto ya hablan de ellos en términos de noviazgo.

     Mis contertulios del Cantábrico, que habían sido los suyos, despellejaban a Marcos, más por despecho que por otra cosa. No en vano se trataba de un forastero que los había dado de lado, pese a la buena acogida dispensada. Paco Revuelta, uno de ellos, que tenía fama de saberlo todo de la ciudad, incluso antes de que sucediese, comentó una tarde en voz muy baja, que nos obligó a acercar las cabezas, estilo jugadores de baloncesto con su entrenador:

-          Me han asegurado algo, de muy buena tinta, que no me atrevo a relataros, porque afecta a la reputación de una persona de Iglesia; pero, como la cosa vaya adelante, alguno va a quedar como un panoli, aunque sea muy listo.

***

     Aquel año la Semana Santa cayó muy tarde. Lo recojo porque el Viernes Santo, cuando salimos Elena y yo a recorrer las iglesias, nos dimos de manos a boca con el bueno de Marcos en la plaza del Rosarillo. Encantado de librarme de una estación, dejé que Elena entrase en la capilla y entablé conversación con el profesor. Lo encontré desmejorado y como huidizo. Tal vez fuese la asociación de ideas entre Marcos y la iglesia, pero me vino a la cabeza la advertencia de Revuelta, semanas atrás:

-          ¿Y qué, Marcos, cómo va la vida? Desde luego, muy bien acompañado, por lo general.
-          Disculpa, tengo muchísima prisa. Voy a coger el tren para Castellar, para pasar allí lo que queda de las vacaciones.

     ¡Me dejó con la palabra en la boca! Yo me sentí un poco avergonzado por mi irrespetuosa alusión a la buena compañía pero, total, si entre amigos no se va a poder gastar alguna broma...

     Todavía hubo cosa de un mes de aparente tranquilidad y, de pronto, estalló la bomba: Celia y el sacerdote más joven de sus dos colegas, profesor del Seminario y capellán de las monjas del Cuerpo Santo, habían desaparecido de Riopiedras en amor y compañía. Bueno, esto último no tenía hasta entonces evidencias tangibles pero sí muy vehementes indicios de criminalidad, en opinión del inspector de policía Sanzol, vecino y buen amigo de mi hermano, el abogado.

     Lo de los indicios racionales de criminalidad no era dicho a humo de pajas. Celia había timado al Instituto de espiritualidad al que pertenecía, y que le había sufragado el traspaso e instalación de la farmacia, pues había cedido los derechos de uno y otra a una boticaria de Carrión de los Condes, deseosa de progresar en el aspecto económico de su profesión. Claro que tal progreso le había supuesto un desembolso inicial de... Y aquí pongan ustedes todos los millones que quieran, pues yo no llegué a saber a ciencia cierta el montante, ni tenía por qué saberlo. Desde luego, una cantidad muy jugosa, suficiente para vivir de ella durante una larga temporada, aunque fuesen dos personas las beneficiarias del capital.

     Y lo mejor del caso es que el Instituto de espiritualidad, al que he venido citando con la pudibunda inicial N., no se atrevió a presentar denuncia ni mover escándalo. De una parte, la farmacia estaba a nombre de Celia y su compradora no tenía por qué sospechar nada en contrario. Y, por otro lado, el benemérito Instituto no desembolsaba un céntimo por impuestos sobre la propiedad o las rentas de la botica, ni le interesaba aparecer como titular bajo cuerda de activos patrimoniales tan jugosos, siendo así que sableaba a propios y extraños con la disculpa de su altruismo y pobreza. Para mí, este fue el único aspecto divertido y plausible del, por lo demás, triste y vulgar episodio en una modesta ciudad de provincias.

     En cambio, mi esposa tenía otro motivo mayor de regocijo. Al fin ese desaprensivo había llevado su merecido, y demasiado poco, según ella. Conversamos:

-          En mi opinión, Elena, Marcos ha vivido dos episodios sentimentales tan contradictorios, que dudo mucho sea casualidad su antítesis. En el primero fue él quien mantuvo las distancias y dio pábulo a que Leonor se enamorase y pusiera en juego su reputación, con el desdichado fin que tú y yo sabemos. Ahora, con Celia, se entregó más allá de lo razonable, como un caballero andante que trata de conseguir a su dama ofreciéndole su esfuerzo y purificando sus sentimientos; y fue Celia la que lo entretuvo y Dios sabe qué ventajas obtuvo de él, para dejarlo finalmente compuesto y sin novia. ¿Crees tú que Marcos habría sido tan cándido en Riopiedras, si no hubiese sido tan seco y egoísta en Castellar?
-          Me parece, querido, que tienes demasiada imaginación para construir causas y relaciones. Para mí, Marcos ha sido y es un inmaduro que ni sabe amar, ni tiene el menor tacto con las mujeres. Busca tú argumentos en su infancia o predice su porvenir incierto. Yo me contento con disfrutar de su ridículo y su fracaso, demasiado poco para lo que tiene merecido.

     En efecto, el ridículo, por lo menos, fue espectacular. Él lo percibió inmediatamente e hizo lo que mejor sabía. Pidió una comisión de servicio fundada en razones fácilmente inducibles y, aprovechando las vacaciones de verano, desapareció de Riopiedras, sin despedirse de nadie, camino de otra estación. No hemos vuelto a saber de él.



4. Epílogo, sin primavera ni invierno


     Aunque no sepamos Psicología, ustedes y yo podríamos convenir con Elena en que, antes de Leonor y de Celia, alguien debió de haber en la vida de Marcos para hacerle tal y como llegó a ser. La ciencia nos hace deterministas, al menos, hasta cierto punto. Pero de la primavera de mi desaparecido amigo nada puedo contarles. Como tampoco, obviamente, de su invierno sentimental, si es que, allá donde esté, ha sentido nuevamente el calor en su corazón. Invierno, ¡ay!, porque han pasado veinte años desde que escribí –no sé por qué, ni para quién- la historia de Marcos. Veinte años de silencio suyo y de otros muchos. De hecho, si ahora escribo este epílogo, es porque estaba ordenando los papeles míos que había mantenido bajo custodia mi difunta esposa, fallecida hace un par de meses.

     Es obvio que no quiero disgustarles. En consecuencia, la finalidad de estas últimas líneas no es la de ponerles al corriente de la muerte de Elena, sino la de contarles un hecho curioso que me sucedió la semana pasada, precisamente cuando caminaba por el cementerio de Riopiedras, para ver cómo habían quedado unos retoques encargados en nuestra sepultura familiar.

     Estaba llegando a ella, cuando me crucé con una señora y me dio un vuelco el corazón. Aunque hubiera transcurrido tanto tiempo sin verla, hubiese jurado que se trataba de Celia, desaparecida de nuestra ciudad desde el desfalco de la farmacia. Sorprendido, seguí ruta hasta el sepulcro de mi esposa, quedando sorprendido al ver sobre él un hermoso ramo de rosas muy frescas, cuyo lazo recogía la leyenda: A una amiga.

     El paso de los años me ha hecho bastante menos científico, en el sentido de admitir un ingrediente de imaginativo y misterioso en el humano devenir. En el paseo de regreso hasta casa fui construyendo una teoría plausible o, al menos, eso me pareció. Celia habría regresado brevemente y de incógnito a Riopiedras y, sabedora del fallecimiento de Elena, querría pagarle el favor de haber despotricado en su día de Marcos y su torpeza, en vez de tronar contra el descoco y defraudación de ella, como casi todos los demás riopedrenses. En suma, Celia no había sido sino el instrumento de una moderada venganza del destino, para hacer pagar al desaprensivo el abandono trágico de Leonor. Claro que todo eso estaba muy bien, pero tenía una pega no pequeña: ¿qué hacía Celia en aquella ciudad hostil y cómo podía haber sabido de los juicios y opiniones de mi esposa?

     Cenando un par de días más tarde en casa de Herminia, me atreví a referirle el encuentro del camposanto y mis calenturientas lucubraciones:

-          …Fíjate, concluí, incluso la dedicatoria no era –como parece lógico- de una amiga, cosa que Celia nunca fue de Elena, sino a una amiga, es decir, a una persona que la había comprendido y disculpado.
-          Solo hay una pequeña objeción que hacer a tu teoría, me replicó  Herminia con una sonrisa.
-          ¿Y cuál es, si puede saberse?
-          Pues que Celia falleció hace dos o tres años. Sus familiares trasladaron luego su cadáver a Riopiedras. Precisamente está enterrada en el mismo cuadro que Elena.

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