sábado, 5 de marzo de 2011

Una conversión literaria

Por Federico Bello Landrove

     Teniendo como protagonista a la bailarina y cortesana Lola Montes (1821-1861), es muy discutible que este sea un cuento literario, aunque aborde de alguna manera el valor de la literatura. Pero me he permitido la osadía de mezclar a Herman Melville (1819-1891) en todo este asunto. Así que, entre eso y el carácter rigurosamente histórico de mucho de lo narrado, lo ubico en este apartado del blog y lo dedico a la profesora de literatura Carmela Cazquin, que también existe, aunque no precisamente con ese nombre



1.      Introducción

     Llamadme Ismael.
     Hace unos años, recibí una petición de ayuda, para traducir un texto (dudoso, para unos; apócrifo, para los más) de Herman Melville. No soy muy bueno con el inglés y menos aún, si es literario; de modo que mi primera intención fue excusarme. Pero la solicitud provenía de una buena amiga, la profesora Carmela Cazquin; así que decidí llamarla por teléfono y preguntarle la razón y alcance de su necesidad de mis servicios.
-          Verás, Ismael, el año pasado me comprometí con la editorial N. a ofrecerles un libro con el sugestivo título de ¿Para qué los escritores? El otro día, cuando estaba terminando su redacción, ya urgida por mi editora, un colega me comentó que había leído un relato de Melville relacionado con mi trabajo, que le había parecido muy ilustrativo. ¡Y lo cierto es que ni siquiera había oído yo hablar de él!
-          No tiene nada de particular. Tampoco creo que pretendas agotar tan amplio tema.
-          Ciertamente, pero no puedo pasarlo por alto. Me he hecho con el texto en inglés y me ha parecido fascinante. Claro que es una de esas obras de Melville que se descubrió mucho después de su muerte. En concreto, ésta apareció mecanografiada, en 1920, en un viejo armario de las oficinas aduaneras de Nueva York, donde el escritor trabajó durante muchos años. La generalidad de los críticos la consideran de muy dudosa autoría, pero con todo… Te la voy a enviar por recadero. Se titula A point of contrition.
-          Bueno, bueno, pero no te prometo nada. Melville es muy esquinado. Todavía me acuerdo de mis esfuerzos por traducir con precisión Billy Budd.
-          ¡Oh, no compares! Éste es un relato breve y muy atractivo, ya verás. Anda, anímate y te nombraré en mi nota de agradecimientos.
     Me llevó casi dos meses la traducción solicitada… y a Carmela, una cita de tres renglones y una nota a pie de página en su libro. Sin embargo, no lo consideré tiempo perdido, por más que, cuanto más lo leo, más me convenzo de que, ni la calidad del original, ni su estilo se compadecen con los de los genuinos relatos de Melville. La verdad es que el tema es muy interesante desde el punto de vista histórico y moral. Así que, esperando no incumplir los derechos de propiedad intelectual, he decidido compartirlo con ustedes. ¿Qué por qué? Pues porque nunca se sabe… Porque… En fin, si siguen leyendo, tal vez encuentren la razón del interés en comunicarme con mis semejantes, por pocos y poco propicios que ellos parezcan ser. Vamos, pues, con mi traducción del cuento de Melville y, al final, recapitulamos.

2.      La primera entrevista
     Tengo el honor y la suerte de ser buen amigo de la familia Buchanan, el notable comerciante de la calle 17ª. En particular, su esposa, inglesa venida a Nueva York en su juventud, es una de mis más fieles lectoras. No había tenido, sin embargo, la oportunidad de visitar su morada, hasta una fría y neblinosa tarde de noviembre de 1860, a raíz de recibir en mi casa una tarjeta de la señora Buchanan, del siguiente tenor literal:
     Sr. Melville: La caridad y la historia confluyen en solicitar su presencia en mi casa, para tomar el té, en la tarde del próximo martes, a la hora que usted tenga por conveniente. Estoy segura de que, si acepta, no tendrá de qué arrepentirse.
     Ni que decir tiene que, por curiosidad y por cortesía, a las cinco en punto de la tarde acudí a mi cita con la caridad y la historia, si bien, en principio, no encontré más presencia visible que la de mi anfitriona. Ésta, mientras merendábamos en su amplio salón, me puso rápidamente en antecedentes:
-          Tengo viviendo en mi casa, desde hace unas fechas, a una antigua compañera de estudios de Inglaterra. El agotamiento y la pobreza han dado al traste, aún joven, con su salud y su ánimo. Aunque la piedad y la gratitud resplandecen en su alma y todavía animan de vez en cuando su rostro, lo cierto es que languidece y flaquea, sin que los médicos sean capaces de dar con el mal, ni con su remedio. Apenas se levanta de la cama y del sofá; habla con dificultad; casi no come. En suma, temo que todos nuestros esfuerzos para salvarla sean vanos, si no se anima y pone de su parte para curarse de lo que sea que la atenaza.
-          Pero, señora Buchanan, yo sólo soy un oficinista de aduanas y un modesto escritor, cada vez de menos éxito. No sé cómo…
-          Pues de eso se trata. ¿Le dicen algo los nombres de George Sand, Balzac, Flaubert, Dumas, Tennyson o Thackeray?
-          Por supuesto, pero ¿qué tienen que ver con su doliente amiga?
-          A todos ellos los conoció. A algunos, los frecuentó, tal vez, más allá de lo conveniente. Ella también ha escrito algunas obras y muchas otras la han tenido como objeto. Suba, por favor, a su alcoba. Mantenga con ella una breve conversación, si es posible. Como le decía, no tendrá de qué arrepentirse. Y, en último extremo, habrá hecho una obra de caridad y tendrá mi eterna gratitud.
-          ¿Puede decirme el nombre de su amiga?
-          Elisa, Elisa Gilbert.
-          Bien. Vamos allá.
***
        No sé quién de los dos salió más favorecido o interesado de la visita. La señora Buchanan nos dejó solos, apenas hechas las presentaciones, con el pretexto de vigilar los estudios de los niños. Yo, sin saber bien cómo empezar, le solté un extenso monólogo de mis aventuras como marinero en los mares del Sur y de mi dificultad para alcanzar verdadera notoriedad como escritor. Pude comprobar, de soslayo, cómo sus mejillas –aún firmes- se arrebolaban, brillaban sus ojos espléndidos y hacía lo posible por incorporarse y tomar aliento. Finalmente, logró reunir fuerzas para decirme:
-          He leído Taipi y Moby Dick. Es usted un gran narrador pero, más allá de sus experiencias, late la poesía de la naturaleza y una filosofía de la vida, sencilla y primitiva. No desespere, no pretenda el éxito a corto plazo…
     Como si hubiera hecho un esfuerzo descomunal, se retrepó y cerró los ojos, mientras jadeaba sonoramente. Con sus palabras aún calientes, decidí darle un respiro y le conté con brevedad mis cuitas literarias, a la hora de encontrar buena acogida entre críticos y editores. Volvió a resucitar:
-          ¿Y los lectores?
-          Siento que el público me comprende mal y me está abandonando.
-          ¡No he dicho público, sino lectores!
     No me explico de dónde sacó las fuerzas para impostar una exclamación, con voz tan sonora y cantarina. Yo no sabía que decirle:
-          Público, lectores, ¿qué más da? Éstos hacen aquél.
-          Está muy equivocado, señor Melville. Los lectores: eso es lo único importante. O, mejor aún, el lector. Hablar con él; respetarlo; quererlo; mimarlo, si es preciso; convencerlo del bien y mostrarle el camino.
-          Sí claro, todo eso es muy certero, pero, para vivir de la profesión de escritor…
Detuve mi perorata. Elisa había vuelto la cabeza hacia el respaldo del sofá y su brazo derecho pendía del apoyo, como sin vida. Afortunadamente, la señora Buchanan entró en aquel momento, extrañada y gozosa a la vez:
-          Señor Melville, lamento interrumpir tan animado diálogo, pero Elisa tiene que descansar. Llevan ustedes casi dos horas de charla.
     Hice un gesto con la cabeza y le señalé la postura desmayada de su amiga. No pareció darle mucha importancia. No obstante, acarició con la mano su cabello negro y musitó por dos veces Elisa, Elisa.
     Sin volver el rostro siquiera, la interpelada susurró:
-          Melville, vuelva usted pronto, muy pronto. Tengo poco tiempo, pero aún tenemos mucho de que hablar.

***
     Llegué a casa para cenar bastante más tarde que de costumbre. Mi esposa ya estaba un poco intranquila.

-          Querida –dije-, tienes que disculparme. La obra de caridad de que te hablé ha durado bastante más de lo que suponía.

     Le conté escuetamente lo que ustedes ya saben, notando cómo Elizabeth sonreía cada vez de forma más abierta.

-          No me digas, Herman, que no sabes quien es la tal Elisa Gilbert.
-          Chica, ni idea, fuera de lo que me ha contado su amiga.

     La sonrisa se convirtió en una risa franca y burlona.

-          Pues la señora Elisa Gilbert es, ni más ni menos, la archifamosa Lola Montes.

     No pude dar crédito a tal identificación, hasta que Elizabeth me hizo una precisa descripción de la famosa bailarina y cortesana, cuyos rasgos, aunque pálidos y avejentados ahora, coincidían con los de la enferma yacente, a la que acababa de dejar en su caritativo asilo del West Side. La velada debía ir de relatos y confidencias pues, a mi pregunta de cómo conocía tal lujo de detalles, mi esposa respondió:

-          Se trata de una divertida historia, aunque más corta que la que os habéis contado Lola y tú esta tarde. Sucedió en Boston, en los primeros meses de 1852. Lola había actuado en la ciudad, con considerable escándalo, y alguien le hablaría de Southworth y Hawes, los excelentes daguerrotipistas. El hecho es que se presentó, sin avisar, en su estudio, con la pretensión de ser inmortalizada aquel mismo día. Y, ¿a qué no sabes qué cliente tenía concertada cita y ya estaba en la sala de espera, cuando la bailarina hizo su alocada aparición?
-          Ni idea.
-          Pues mi señor padre, el famoso, severo e imponente presidente del Tribunal Supremo del estado de Massachusetts, el honorable Lemuel Shaw.
-          ¡Santo cielo! ¿Y cómo se desarrolló la tormenta?
-          Pues eso es lo curioso. No sólo no hubo tormenta, sino que casi, casi se hicieron amigos. Mi padre cedió gentilmente la vez a la bella señorita Montes y, mientras el atónito Southworth preparaba cuidadosamente los materiales y la pose, y Lolita sufría los agotadores minutos de la exposición, mi padre no cesó de bromear acerca de la durísima crítica del Boston Transcript de la actuación de la primera bailarina y su elenco, riendo constantemente, con esa su tremenda humanidad pulsante, como tú dices. Y lo curioso es que, mientras el daguerrotipo de mi padre (que hubo de quedar para mejor ocasión) da un poco de miedo a quienes visitan su despacho, el de la Montes es de lo mejor y más personal que ha salido del estudio. Southworth está muy orgulloso. Todavía años después, le dijo al senador Sumner, mientras le fotografiaba:  ¿Querrá usted creer que el juez Shaw la animó a seguir adelante con sus giras y espectáculos, sin hacer caso de habladurías ni –literalmente- alargar su falda ni media pulgada?
-          ¡Caramba, querida!, desconocía esta faceta humana de tu padre. La tendré en cuenta.
-          En efecto, tenla en cuenta; y no sólo para considerar más a tu suegro, sino para imitarle en su trato cortés y respetuoso hacia ella.
-          ¿Por qué me dices eso, Elizabeth? ¿Has pensado que yo...?
-          Por supuesto que no, Herman, pero me consta que ha sufrido mucho últimamente y, por lo que me dices, está muriéndose. No la trates como la simple protagonista de una historia publicable.

     Verdaderamente, mi esposa me conocía muy bien.

3. La segunda tarde

     Pasó una quincena. Noviembre ensombrecía mi ánimo con una persistente y gélida niebla, así como con palabras y gestos que ya anunciaban sin rebozo la inminente Guerra Civil. Ardía en deseos de volver a visitar a la señora pero, al mismo tiempo y desde que conocí su verdadera identidad, sentía una especie de pudor al imaginar presentarme en casa de los Buchanan sin ser invitado. Finalmente, llegó a la mía una nueva esquela de la amable anfitriona, aunque en muy diferentes términos de la anterior:

     Señor Melville, Elisa no deja de preguntar por usted y está cada vez peor. ¿No tendría para ella un ratito de su precioso tiempo?

     Al día siguiente, me encontraba, a la hora del té, ante la solemne fachada de la casa Buchanan, con un hermoso ramo de flores, gentileza de mi esposa, quien firmaba la tarjeta como Elizabeth Melville, de soltera, Shaw.

     La señora Buchanan me explicó:

-          Desde que le dije que venía usted, parece otra. Ha pedido ser acicalada y vestida con coquetería. Hasta he tenido que sentarla en la chaise longue, hace más de una hora. Pero no se fíe: está peor. Va perdiendo la movilidad y está casi paralizada del lado derecho. Procure que no hable mucho y no alargue su visita.

     Los últimos resplandores del crepúsculo incidían en sus ojos, arrancando fulgores azules, de que no me había percatado la vez anterior. La señora Buchanan hizo ademán de encender el alumbrado, pero Elisa lo rechazó, con sorna:

-          Espera un poco, que los colores del ramo que me ofrenda el señor Melville lucen más espléndidos bajo la luz del sol, aunque sea el neoyorkino.

     Nuestra anfitriona sonrió, retiró las flores ajadas de un búcaro de la alcoba y colocó las de Elizabeth en su lugar. Por iniciar la conversación, argüí:

-          Las flores son un obsequio de mi esposa, con sus saludos y deseos de una pronta recuperación. Ella no tiene el gusto de conocerla, pero sí su padre, el juez Shaw, de Boston, con quien usted coincidió en el estudio de Southworth.

     Elisa pareció hacer un esfuerzo para recordar. Finalmente, con una sonrisa pícara, contestó:

-          Desde luego. Debe de tratarse de aquel caballero tan corpulento y simpático, que tuvo la amabilidad de cederme su puesto. Agradezca a su esposa la gentileza. ¿Tienen ustedes hijos?

     Como la vez pasada, la señora Buchanan se retiró con cualquier disculpa, no sin rozarme el brazo al salir, en recordatorio de su expresada inquietud. Consentí y tomé asiento junto a Elisa, para evitarle el levantar la voz. Prosiguió:

-          La otra tarde le pedí que volviera porque teníamos mucho de que hablar. Me temo que haya tardado usted demasiado, o que el progreso de la enfermedad haya sido muy veloz, pues no me encuentro con fuerzas para mantener una extensa conversación, aunque procure poner buena cara y hacerme la valiente.
-          No es preciso que hable mucho. Procuraré llevar yo el timón de la charla y le bastará con responder o apostillar brevemente.
-          No, no. Soy yo quien ha de hacerle los honores, y hasta pagarle el inestimable regalo de su atención. Seré lo más escueta y precisa posible. ¿Sabe usted algo de mi vida en los últimos tiempos?
-          Tengo entendido que ha estado viviendo usted como la Magdalena penitente.

     Elisa se echó a reír, pero la tos cortó en seco su alegría. Bebió unos sorbos de un líquido rosado, en una copa de junto al sofá, reposó y reanudó su plática:

-          No le falta razón para llamarme así, puesto que mucho de mi tiempo y limosnas han ido a parar al Asilo de la Magdalena, cerca de la ciudad. Pero no es sólo eso: se trata de la conversión de mi vida, por obra de las voces de Dios que empecé a oír hace dos años, y que, alejándome del camino de ligereza y egoísmo por el que casi siempre transité, hicieron que me volcara en favor de los necesitados de fe y de calor humano. Esa ha sido mi respuesta y ahora, humilde pero tranquila, espero la llamada inminente del Señor.
-          Supongo que esas voces, que usted dice…
-          Por las que me llamaron sarcásticamente en Europa Juana de Arco…
-          … Esas voces, insisto, habrán tenido que ver con el ejemplo o la palabra de algunas almas de Dios. De otra forma –perdóneme-, se me hace muy duro imaginar que fuese usted llamada como Pablo en el camino de Damasco.
-          No le falta razón. Siempre tuve junto a mí algunas almas piadosas, preocupadas de mi salud espiritual; como también tuve muchas más, interesadas en todo lo contrario. Pero, antes y por encima de cualquiera de las buenas, he de poner la de un joven, apasionado y nada clerical, que me hizo el mayor don que haya recibido nunca: amarme, protegerme y mostrarme con la mayor delicadeza el camino de la salvación.
-          Y de eso, claro está, hará ya mucho tiempo.
-          Fue en 1848, durante las famosas revueltas de Múnich, en que el rey Luis I perdió la corona y yo casi dejo la vida.

     Aproveché los momentos que Elisa dedicó a poner en orden sus pensamientos, para prender al fin la luz artificial. Se secó el sudor que perlaba su frente y prosiguió.

***

-          Todo está en los libros, aunque ya se sabe que la historia es a veces maestra de la mentira, no de la vida. Es lo cierto que, aunque me amase sinceramente, el rey tuvo al fin que abandonarme a mi suerte y decretar mi expulsión de Baviera. Fue entonces cuando, fugitiva y en grave peligro, sólo unos pocos estudiantes, devotos de mi causa, formaron una guardia personal y me acompañaron hasta dejarme a salvo en la frontera suiza. Todos ellos formaban parte de la asociación patriótica Alemannia y, a su frente, se encontraba la persona a que antes me he referido, un joven de poco más de veinte años, Fritz Peissner. Nos despedimos en Constanza, a orillas del hermoso lago fronterizo, y comprendimos que sería para siempre. Yo les agradecí emocionada su entrega y valor. Con Fritz, hice un aparte algo más largo e íntimo y, aunque tal vez no lo sintiera así, le exhorté a olvidarse de mí porque valía mucho menos que él. Pareció sufrir una conmoción profundísima, se apartó bruscamente de mi lado y, sentado en un banco del patio del hotelito en que pasaba mis últimas horas bávaras, esperando el barco que me cruzara a Suiza, tomó recado de escribir y redactó apenas un par de hojas, de corrido y con escritura nerviosa y apresurada, apenas legible. Luego, se levantó, vino hacia mí, me entregó lo escrito y, con voz entrecortada, dijo: Tú eres y serás siempre para mí la mujer más valiosa. La cuestión es que tú misma te valores. El día que te decidas a hacerlo, lee estas líneas. Y quiera el cielo volver a unirnos. Seguidamente, me robó un beso y corrió a perderse entre los árboles de la orilla del lago. No lo he vuelto a ver.

     Como adelantándose a mi probable petición, Elisa levantó un echarpe, aparentemente descuidado sobre un velador junto al sofá, y cogió dos folios doblados y arrugados, que había escondido bajo la prenda. Pasó unos minutos leyéndolos y luego me los entregó. Con un hilo de voz, me dijo:

-          Este es el legado moral que me hizo Fritz. No quiero que lo lea aquí y ahora. Vaya a su casa y saboréelo lentamente y a solas. No es gran cosa como texto literario, pero ha marcado mi vida. Y espero que marque la suya. Ya ve, es un texto inédito, escrito para una sola persona, que ni tan siquiera quiso leerlo durante algún tiempo. Pudo perderse, extraviarse, ser despreciado o destruido. Nada de eso importó al autor, porque plasmó en él su amor y su esperanza. Le hizo grande, mientras lo imaginaba y lo escribía. Puso su semilla en el surco de los renglones. El fruto ya no era cosa suya. ¿Y acaso cree que, si hubiese caído en más campos, en otras tierras mayores, hubiera sido el autor más dichoso, o su obra más eficaz?

     Esta vez, fue la propia Elisa quien tocó una pequeña campanilla. La señora Buchanan apareció enseguida a la puerta, con su sempiterna sonrisa.

-          El señor Melville se va, dijo mi interlocutora con gesto de infinito cansancio.
-          En efecto. No obstante, volveré para devolverle eso, o se lo haré llegar por un propio.

     Me pareció que se sentía incomodada por mis alusiones, en presencia de su amiga. No obstante, agregó:

-          ¡Oh!, no se moleste. Sería demasiado tarde. Me basta con que lo piense dos veces, antes de pronunciar las palabras público y éxito.

     Cerró sus inmensos ojos azules y pareció invadirle un sueño pacificador.



4.      Escrito sobre el suelo
    
     Contuve mis deseos de leer el texto del estudiantillo bávaro -cuyo nombre había olvidado-, para no tener que compartirlo con mi mujer. Algo me decía que Elisa me hacía su depositario, no su divulgador. Así que, a la mañana siguiente, me dispuse a paladearlo durante el trabajo, en la oficina. Me llevé un chasco de todos los demonios. ¡Pues no estaba redactado en alemán! Así que yo, celoso de la intimidad frente a mi esposa, hube de compartirlo con un colega casi desconocido, que había tenido la feliz ocurrencia de nacer en Münster. Tres días le llevó, a ratos perdidos, descifrar la endiablada grafía del autor. Por fin, con ciertas dudas, fijó el texto en inglés de manera pedestre y literal, que yo me he permitido perfeccionar, de la forma siguiente:

     Ninguna mujer es puesta en el Evangelio como ejemplo de pecadora con más énfasis, que la adúltera. Aunque hoy nos mueva a risa su delito, en aquella sociedad judía era rea de muerte, por lapidación popular. Jesucristo no minimiza su falta, no reprende a sus verdugos. Sólo escribe, escribe en el suelo. No deja de escribir, salvo para pronunciar esa frase sabia, eterna, inolvidable: El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y sigue escribiendo, mientras acusadores, testigos y ejecutores van retirándose uno a uno, empezando por los más ancianos. Al final, Jesús y la mujer, solos, cara a cara. Él no condena ni absuelve; sólo constata que no queda nadie dispuesto a mantener el castigo y ejecutarlo. Entonces anima a la mujer a que siga su camino, el camino de la vida, sin volver a pecar más; no sólo de adulterio, sino de todo tipo de culpas.

     Eso es así, querida. Todos lo hemos leído alguna vez, seguramente, con emoción. Pero, ¿qué escribe Jesús? ¿Por qué escribe? ¿Para quién? ¿Y qué sentido tiene que lo haga en el suelo? Los autores que he consultado al respecto no se ponen de acuerdo, salvo en un punto: no es una acción baladí, no es una forma de distraer, o de ganar tiempo. San Juan insiste, lo destaca. Entonces, ¿qué decir?

     Hay una opinión dominante: Jesús escribe los pecados de los verdugos; escribe para delatarlos y desenmascararlos; lo hace para que no apliquen aquel bárbaro castigo. Yo discrepo, no lo entiendo así. Yo creo, o quiero creer, que Jesús está escribiendo para la mujer, está marcándole unas pautas de vida, o de muerte, si es que no logra salvarla. La mujer se salva y parte para una nueva vida, porque lee, porque comprende, porque sabe del amor de quien escribe para ella. ¿Qué más da que lo escrito en la arena de la plaza, en el polvo del camino, se lo lleve el viento? El mensaje ha quedado grabado a fuego en el corazón de la mujer, es sólo para ella, es una voz personal, un diálogo exclusivo, es de Jesús para ella, o para ti.

     Algunos entienden que lo escrito en la tierra es símbolo de perennidad, de llamada de la naturaleza, de mensaje imborrable. ¡Qué más da! La libertad del hombre está por encima de la tierra, dando o negando el sí, marcando el tiempo y la respuesta. ¿Quién sabe si la mujer adúltera volvió a delinquir? ¿Quién puede dudar de que pecaría más? Pero ya tiene consigo la pauta, inteligente y amorosa, de ese Maestro que no alardea de haberla salvado, sino, simplemente, soberanamente, dice yo tampoco te condeno, no vuelvas a pecar.

     Ese, Lola, será en lo futuro tu destino. Que mi amor, mi comprensión y mi renuncia puedan servir de oración por la felicidad tuya que será, también, mi justificación.

***

     Según me explicó la señora Buchanan, cuando acudí a su casa días después, con la finalidad evidente de ver a Elisa, y la oculta de devolverle el manuscrito, su amiga entró en una especie de inconsciencia al día siguiente de visitarla yo por segunda vez. Comprendiendo que pudiese sentirme culpable de algún modo, me aseguró:

-          Los médicos no han encontrado nada extraño en ese giro de su enfermedad. Es más, opinan –y yo con ellos- que es mejor para ella perder el sentido, para no sufrir.

     Sin embargo, por confidencias de una sirvienta, obtenidas el día del entierro, creo que mi amable anfitriona suavizó el cuadro de la agonía de Elisa quien, incapaz ya de hablar o de moverse, conservó la lucidez hasta el momento de su muerte. Eso sí, sin dar señales de agitación o de sufrimiento, sino de paz. Dicen que sus últimas palabras fueron: Estoy muy cansada.

     En el sepelio, celebrado en el cementerio de Green-Wood, el reverendo Hawks se hizo –nos hizo-  una terrible pregunta, que luego respondió de forma positiva:

-          ¿No ha sido este cuerpo marcado ya a fuego en la hoguera de la devoción y la penitencia?

     Ninguno de los presentes tomó el interrogante a broma, aunque el cadáver que rodeábamos fuera el de la bailarina y cortesana Lola Montes. Y yo, menos que nadie, aunque fuese quien menos la había conocido.



5.      Recapitulando

     El relato A point of contrition ha concluido. Pero les había prometido una recapitulación, en que les explicaría por qué, más allá de la escueta cita de Carmela Cazquin en su libro, yo había considerado digno de publicación el cuento, incluso no siendo de Melville. Aunque, la verdad, si después de su lectura no dan ustedes con mis razones, es que, dicho modestamente, no he sabido escoger bien el texto. A mí me parece un hermoso y sentido canto a la literatura como obra de amor y de comunicación, más allá del éxito crítico o de público, que el autor estuvo lejos de conseguir en vida. Y no digamos, si el creador hubiera sido un desconocido inédito, que se amparase en Melville para obtener cierta notoriedad, aunque sólo fuese cuando se encontrara su obra manuscrita en un armario de la Aduana.

     Claro que la Historia -con mayúsculas en este caso- nos reserva sorpresas y giros impresionantes. Parece ser que el autor de nuestro relato no fue más allá en la búsqueda de Fritz Peissner. Incluso decía haber olvidado su nombre. Pues bien, Fritz Elías Peissner, por gentileza financiera del exiliado Luis I de Baviera (de quien algunos lo reputaban hijo ilegítimo), viajó a los Estados Unidos hacia 1850; se afincó en Nueva York, profesando en el Unión College  las asignaturas de Lengua y Literatura Alemana y de Economía. Casó con una hija de su colega, el profesor Taylor Lewis; se nacionalizó estadounidense y, cuando estalló la Guerra de Secesión, tomó parte en la misma, con el grado de coronel, al mando del 119º Regimiento de Nueva York. Fue herido mortalmente en la batalla de Chancellorsville, en mayo de 1863, ocasión en la que también fue baja un hijo suyo, que ostentaba la graduación de teniente.
     Así que, ¿quién nos asegura que Fritz y Elisa no volvieran a verse después de su despedida en Constanza, o que él no estuviese junto a Melville en el entierro de la simpar Lola Montes? En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que el antiguo estudiante enamorado tuvo ocasiones sobradas de conocer los efectos, finalmente positivos, de su ardorosa y bíblica soflama, en el alma de su destinataria. Ello eleva nuestros corazones y me hace preguntar jubiloso: ¿Qué mayor gloria podría pretender un modesto escritor, que la de alcanzar para su amada una conversión literaria?  

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