sábado, 5 de marzo de 2011

El cazador de ratas

Por Federico Bello Landrove
     Con carácter previo a la conocida revuelta de la vacuna antivariólica (Rio de Janeiro, noviembre de 1904), se desarrollaron con éxito, bajo la dirección del gran médico investigador Oswaldo Cruz, las campañas contra la peste bubónica (los cazadores de ratas) y la fiebre amarilla (los mata-mosquitos). Este relato fantasea, a ras de tierra, con la primera de ellas y  procura un final abierto, para que también la imaginación del lector pueda poner su grano de arena.


1.      Un trabajo inesperado

     Todos los periódicos de Rio de Janeiro daban cuenta, en sus primeras planas y con llamativos titulares, de la sorprendente noticia. Tomemos uno cualquiera:
¡A cazar ratas!
     El profesor Oswaldo Cruz, recién nombrado Director de Salud Pública, ofrece trescientos reis por cada rata que se cace dentro de Rio y se presente a los empleados encargados de recogerlas. El objetivo perseguido es el de combatir la epidemia de peste bubónica que viene azotando nuestra capital desde hace unos meses.
     Lo que cambiaba bastante era el tono de los comentarios. Si O Paiz[1] presentaba respetuosamente la noticia como fundada en la positiva experiencia habida en el puerto de Santos, un diario antigubernamental, como el Correio da Manhã, aludía a la iniciativa como una forma ridícula de comprometer a la población en una tarea que, de ser necesaria, debería asignarse solo a personal profesional y pagado mediante un sueldo. Jornal do Commercio y Gazeta de Notícias, por su parte, eran más circunspectos y se limitaban a los detalles de hecho, como que las pocas decenas de contratados para desempeñar técnicamente la función tocarían una corneta para anunciarse, o la de que las cinco primeras ratas cazadas por cada ciudadano no serían remuneradas.
     Con todo, no fueron precisamente los periódicos el canal por el que la noticia llegó al grueso de los habitantes del barrio de Andaraí, en aquella mañana otoñal de 1903. Entre ellos, encontrábase Pixote, un chico mulato, esbelto y despierto, que aportaba diariamente unas pocas monedas a la economía familiar haciendo recados para los enfermos ingresados en el Hospital Militar, junto a la fábrica textil de San Pedro de Alcántara, en la que había trabajado su padre hasta fallecer. Su hermano mayor, continuaba la saga de dos generaciones de Sousas, laborando para los primeros telares industriales de tejidos de algodón que hubo en Rio de Janeiro. El trabajo fabril estaba muy difícil y Pixote, aunque miraba con cierta envidia a Cassiano, valoraba la independencia de su propio trabajo. Ahí es nada, no empezar hasta las nueve de la mañana, cuando los dolientes habían recibido su cura mañanera, seguida del magro desayuno. Entrar Pixote por las salas y organizarse un pequeño guirigay, todo era uno:
-          ¡Pixote, esta carta!
-          ¡Pixote, un racimo de plátanos!
-          ¡Tabaco de pipa!
-          ¿Me compraste la navaja de afeitar?
     Y el muchacho, sonriente y tieso como un huso, se sentía por un momento el rey del hospital y el ángel de aquella tropa enferma, aunque sin distraerse, pues no se permitía error alguno, ni en el encargo, ni en el dinero recibido; y todo, sin un papel. La enfermera-jefe, Liberata, no podía explicárselo:
-          ¡Qué demonio de chiquillo! ¿Cómo podrá retener todo en la memoria?
-          Será la adaptación al analfabetismo, le replicó un día el teniente médico Freitas, atusándose las guías de su poblado bigote.
-          De eso, nada –puntualizó Pixote, que también tenía buen oído-. Sé leer y escribir. ¡Bueno era mi padre, que en gloria esté!
     De donde se deduce que, si Pixote hubo de enterarse de lo de las ratas en el mercado de la Estrada, y no por los periódicos, no fue por desconocer las letras, sino por no pagar su precio.
***
     No eran solo las virtudes de exactitud y honradez las que le habían ganado a Pixote aquella sinecura, casi en exclusiva. Su madre, Margarida, era una de las lavanderas de la ropa del hospital y llevaba amistad con la familia de Leonardo Novoa, subteniente que mandaba la fuerza de guardia. Eso y algunos obsequios estratégicamente ofrecidos franquearon a Pixote las puertas del centro, cuando su padre llegó a faltar y él tuvo que ayudar en casa. El mandadero era listo y también sabía compartir sus pobres ganancias con el subtenente Novoa. Dos veces por semana, escenificaban la misma pantomima:
-          Señor, aquí tiene el cigarro que me encargó.
-          ¿Te sobró algo?
-          Sí. Estas son las vueltas.
     En alguna ocasión, Novoa pensó si estaría bien aceptar el regalo de un donatario tan flaco de fortuna, pero sus pensamientos se disipaban con el humo del veguero.
     Y, mientras tanto, los militares, heridos o enfermos, no dejaban de clamar:
-          ¡Pixote, unas naranjas!
-          ¡Chico, jabón de afeitar!
-          ¡Cerillas!
     Y Pixote, sintiéndose cansado pero importante, llegaba con su cargamento a la caída de la tarde, cuando se retiraban las visitas. ¡Qué esfuerzo hacían algunas, viniendo de muy lejos! Pero, qué solos estaban los más, anhelando una palabra, suspirando por un vaso de agua. Andaba rápido por las salas, de cama en cama, a tiro fijo –como decía Liberata, a quien se le pegaba el vocabulario militar-. Mandado y dinero de vuelta, casi sin mirar una cara, ni el número de la plaza, pero siempre con saludo y sonrisa:
-          Hasta mañana, pracinha.
-          Dios te oiga, rapaz.
     Hubo un tiempo, cuando la pubertad le hacía menos responsable, que Pixote había aprendido algunos nombres, escrito algunas cartas. Ahora se limitaba a cumplir como los buenos, pero sin entregarse. Total, iban y venían, sanaban o morían. Tampoco pasaba por el pabellón de incurables, ni por los de infecciosos. Bueno, eso es lo que le habían ordenado, pero él encontraba ocasión para colarse, o le hacían la vista gorda. A fin  de cuentas, contagiosos eran seguramente la mayor parte de los ingresados y los incurables también tenían derecho a fruta o a tabaco. Y, en cuanto a Pixote…, ¿a quién le interesaba Pixote? Esos chicos de la calle están hechos a todo. Si no, ¿cómo iban a sobrevivir?
     Luego, Pixote caminaba hasta su casa, o iba a buscar a su madre al río Joana, para ayudarla a traer la ropa lavada y seca. En casa contaba las monedas de las propinas, único estipendio de sus afanes. Era muy poco. Él justificaba:
-          No sabes cómo está la vida, madre. Y esos son los abandonados de sus familias.
-          Ya lo creo que lo sé, hijo. Pero, mucho o poco, tienen su paga. ¿No será que les fías?
-          ¿Yo, madre? Primero nosotros y, luego, los demás.
     En la cama caía como un leño, fruto de su azacaneo y buena conciencia; pero los sueños casi nunca eran hermosos, sino salpicados de combates, heridas y ayes. Una vez, se vio a sí mismo vestido de bata blanca, aplicando el fonendo a un enfermo de rabia, convulso y ligado a los barrotes de su cama. Se despertó sudoroso y sobresaltado. Pensó: ¡qué bueno sería descansar bien, por lo menos, cuando se duerme! Con tal que los sueños no se cumplan, como asegura la abuela… Eso que, después de todo, yo estaba haciendo de médico. Y casi se echó a reír de esa sola idea.


  1. De ratas y de hombres

     De los periódicos de Rio, en plena campaña antirroedores:
     Cálculos realizados sobre las primas abonadas, permiten concluir que se han matado unas 50.000 ratas desde que comenzó la campaña de Salud Pública, hace dos meses. Cada vez son más frecuentes las denuncias por fraude. Algunos ciudadanos han sido sancionados por criar ratas en sus casas, para luego matarlas y cobrar por ellas. En diversas poblaciones de fuera del Distrito Federal próximas a Rio se están cazando roedores, que luego traen a la capital para cobrar la prima. Las barcas de Niterói viajan por las mañanas atestadas de individuos con sacos que, tan pronto llegan a Rio, no buscan los puestos del mercado, sino a los hombres de la corneta. La policía ha empezado a registrar a estos desaprensivos en la terminal de barcas y a decomisarles su fúnebre carga. Algunos de ellos cantan:
O que agora mais me dói
É não poder impingir
Mais ratos de Niterói [2]
El bueno de Pixote también se había dado a la caza de ratas, aunque no puede decirse que fraudulenta, pues las suyas eran bien bravías y nacidas en tierra del Distrito Federal. Él era emprendedor, pero esta vez le tomó la delantera Cupim Vasconcelos, el jefe de lavandería del Hospital. Cupim era un veterano de la Guerra do Paraguai, en la que –según él- se había portado como un héroe y, desde luego, había ascendido a sargento. Pequeño y renegrido, su barba y su largo cabello eran tan blancos que, entre las lavanderas, circulaba una frase chistosa:
-          Niña, esta vez me han quedado las sábanas más blancas que la melena de Cupim.
     Aunque casado y ya viejo, no se privaba de requebrar y acosar a las lavadoras, en cuanto se imaginaba que alguna se dejaba querer o, como él decía, no tenía el hombre que se merecía. Entre ellas, se encontraba Margarida, desde que quedó viuda, aunque ella sabía cuidarse, sin ofender por ello al influyente Cupim, pues en ello le iba el pan.  Y buena muestra de esto es el interés que el sargento se tomó por Pixote, cuando la campaña de las ratas:
-          Chico, ¿qué te parecería dar una batida conmigo todas las noches? Iríamos a medias.
-          No sé, Cupim. Con lo que me muevo de día, lo menos que preciso es dormir un poco.
-          Con dos o tres horas bastará, replicó Vasconcelos, guiñándole el ojo.
     Y es que el veterano sargento se las sabía todas. No fue preciso salir a las calles en busca de los ratos. En todas las dependencias del Hospital abundaban y no digamos en las despensas y los sótanos. Así que, provistos de lámparas de aceite y sendos palos aguzados con refuerzo de hierro, maestro y aprendiz pasaban las primeras horas de la noche entre basuras y miasmas, alanceando ratas y metiéndolas en bolsas. Al final de la jornada, las contaban y echaban en sacos. No era raro llenar un par de ellos, aunque los bichos parecían estar más alerta a cada día que pasaba. Mientras Pixote se afanaba, Cupim, sentado en cualquier poyo, disertaba sobre la cinegética de las ratas:
     - Mucho cuidado con ellas, que una rata vale tanto como un hombre y en grupo, más. Déjalas que vengan a tu terreno, a campo abierto, pues en su territorio lucharán a muerte. Y, sobre todo, no se te ocurra poner la mano al alcance de sus dientes, ni muertas. Todo, con pinchos o a palos. Y echarlas al saco, cuando estén bien tiesas y por la nuca.
     Y, mientras pontificaba, su compañero iba despenando roedor tras roedor, multiplicando mentalmente por trescientos y dividiendo por dos. No quería que, a la mañana siguiente, el hombre de la corneta le engañara en la paga.
     - ¿Cuántas han caído esta noche Pixote?, preguntaba Cupim, aspirando el humo de su enésimo pitillo.
     -  Doscientas once.
     -  Menos es nada, sentenciaba el sargento.
     Y Pixote, muerto de sueño, marchaba para su casa, viendo pasar legiones de ratas a cada parpadeo. Con todo, no dejaba de detenerse un momento frente a la casa de Piroca. Entonces pensaba que la cacería había merecido la pena.
***
     Piroca era una de las hijas de Galvão, el dueño de la tienda-almacén en que Pixote se surtía para los recados de los hospitalizados. El principal no tenía buena fama. De hecho, cuando empezó la campaña de desratización, la tuvo fuerte con un cliente porque este sugirió que el tendero podría acabar en el saco de cualquiera que quisiese cobrar los reis estipulados. ¡Qué rata mayor podía encontrarse en todo Andaraí! Pero Pixote disponía de poco tiempo y prefería adquirir casi todo cerca y de una vez, aunque le sisaran en el peso y tuviese que recontar las vueltas. Además, nadie es del todo imperfecto. Y la muestra de ello era Piroca.
     Bueno, en realidad Piroca se llamaba Elvira, como él no era Pixote, sino Gabriel; pero la chica era tan rápida y movida, que su madre le reprochó sus muchas idas y venidas en busca de género con esta frase: Niña, das más vueltas que una perinola. Y con Piroca [1] se quedó.
     Piroca se pirraba por atender a Pixote. El chico la atraía pero, sobre todo, tenía algo de reto el encontrar en un santiamén las mil y una cosas distintas que iba pidiendo. Y luego estaba su aureola de proveedor de los enfermos. Tal vez, ignorara que el muchacho cobraba por la comisión. Ella lo veía como el ángel que llevaba a los dolientes la buena nueva de la fruta, el tabaco o el jabón. Si su padre sisaba, ella pesaba de más para los del hospital, o menguaba en unos reis el total de la factura. Pixote acabó por fijarse en ella, pese a la enorme diferencia de edad, de tres o cuatro años. Un día, le comentó:
-          En cuanto pueda, me colocaré en la fábrica de algodón, como mi hermano. ¿Y tú, qué piensas hacer?
-          ¿Yo? Ponerme a servir en Rio, cuando me salga una buena casa. Lo de la tienda es solo mientras espero.
-          Pues ójala tengas que esperar mucho. Me agrada verte cuando vengo a comprar.
-          Será por lo bien que te trato.
-          Será...
     Pixote sabía ser agradecido. De regreso de una de las entregas de raterío, había visto en una boutique de la rua Senhor dos Passos una espléndida boa de plumas blancas y negras, que asoció con el albo vestido de los domingos de Piroca y sus negrísimos ojos. Escondiendo los sacos vacíos cuanto pudo, entró y preguntó el precio. Creyó haber oído mal y repitió la pregunta. La dependienta se echó a reír, reiteró la respuesta y agregó:
-          Tenemos unos sobrepuestos de tul que dan con todo y están muy bien de precio.
     El cazador era de ideas fijas: boá ou morte, pensó. Morte de ratas, naturalmente. Los cálculos le llevaron casi todo el camino: había que descontar la mitad de Cupim, las atenciones de la familia, los billetes del tranvía... Según eso, cada rata rentaría unos cincuenta reis limpios. En llegando a casa, dio con el resultado. Una noche con otra, le llevaría tres meses de caza. Y aún así, Pixote lo daba por bien empleado.
***
-          Estás muy desmejorado, Pixote; no estarás enfermo..., susurró Piroca.
-          ¡Nada de eso! Es que últimamente no duermo muy bien.
-          ¿Y qué te lo impide? ¿Alguna mocita, tal vez?
     Pixote era naturalmente cauto, pero no quería que la niña sufriese de celos. Le aclaró ambiguamente:
-          Ando a las ratas, como todo el mundo.
-          ¡Qué asco! ¿Dónde vas a cazarlas?
-          Por ahí. Y no dan asco. Lo que dan, a veces, es un poco de miedo.
     Piroca se sentía atraída por aquel muchacho que, como San Miguel, alzaba su lanza contra los demonios. Unos demonios que acechaban detrás de cada saco de maíz, de cada arcón de harina, de cada tinaja de aguardiente. ¿Era razonable que él se enfrentase todas las noches al enemigo y ella no se atreviese a bajar al sótano? ¿Resultaba justo que Pixote saliese a acometer al mal por salir de la miseria, mientras ella la emprendía a gritos y escobazos en cuanto veía asomar un hocico bigotudo?
-          No bajes, papá, ya voy yo.
     Y la niña descendió hasta el almacén, a llenar una medida de cachaça[2]. Una hirsuta rata la miró con sus ojillos rojizos desde lo alto de la barrica. Un escalofrío recorrió la espalda de Piroca, quien alzó la medida y golpeó donde un momento antes estaba el animal, que dio un salto y cayó entre las piernas de su agresora. Esta dio un grito, de asco y de dolor. Subió despavorida las escaleras, sin atreverse a mirar la herida. Su padre la afeó:
     -     ¿Y para organizar toda esta zapatiesta te ofreces a bajar?
     Piroca, avergonzada, siguió a sus quehaceres y no hizo más comentarios. Por la noche, al irse a la cama, se miró por fin la pierna. Dos pequeñas postillas y un reguerillo de sangre seca marcaban el sitio de la mordedura. Se lavó con un poco de agua y durmióse pensando en lo valiente que era Pixote y en que ni por todo el oro del mundo volvería a enfrentarse, de hombre a hombre, con una rata.









[1]  Procuraré respetar en todo lo que sigue la ortografía correspondiente a los años en que sucede la historia, aunque no siempre coincide con las reglas académicas vigentes actualmente en Brasil.
[2]  Lo que ahora me duele más/es no poder endilgar/más ratas de Niterói.

[3]  Obviamente, piroca es la palabra en portugués por perinola. Úsase también carapeta.
[4]  Aguardiente, que en Brasil suele tener como materia base la caña de azúcar.

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