jueves, 22 de julio de 2021

UN ENCUENTRO SORPRENDENTE, O EL ESCAMOTEO DEL "PARNÉ"

 

 

Un encuentro sorprendente, o el escamoteo del parné

Por Federico Bello Landrove

 

     Nadie debería ignorar la vida y carácter de los padres de ciertos personajes históricos de gran relevancia, pues con frecuencia estos han construido su peripecia vital por acción o por reacción con la de sus progenitores. Este es el caso del protagonista histórico del presente relato, que enmascararé hasta su final, para provocar mayor interés en los lectores. Con independencia del influjo que pudiese tener en sus descendientes, se trata de un tipo casi casi fascinante, al que otrora se le llamó, desde Gallo de vuelo corto, a Chulo de la Bombi. Y hasta aquí puedo contar… por ahora.

 

Facsímil de un billete de mil pesetas (emisión de enero de 1940)

 

1.   Una obra de caridad


     Después de la guerra, mi vida iba normalizándose por sus pasos contados. Por méritos propios y por mi buena fortuna, había logrado sortear el triste destino que decían esperaba a los alféreces provisionales[1]. Más aún, tras ser condecorado por ciertos hechos en el frente de Teruel, inicié mi tercer año de contienda con una estrella más en el uniforme, habiendo seguido previamente el curso de promoción a tenientes provisionales, en la Escuela Militar de Toledo[2]. Así, al alcanzarse la paz, me hallé con media carrera de Derecho aprobada -y casi olvidada-, una familia maltratada y en la ruina, y muy oscuras perspectivas de colocación en la vida civil. ¡Qué duda cabe de que también me influía el deseo juvenil de presumir de oficial y gozar de una paga segura a fin de mes, aunque no fuese nada boyante! Conclusión: Decidí seguir el curso de transformación para pasar a teniente efectivo e incorporarme como tal a la vida militar. Podía no ser mi vocación, ni tampoco la profesión definitiva, pero ayudaría un poco a mi familia y a afrontar mi futuro con cierta seguridad. Luego… ya se vería.

     Aprobé sin dificultad el citado curso en Zaragoza y tuve la suerte de que me destinasen a un regimiento de guarnición en Granada, como es sabido, ilustre ciudad universitaria. Allí, en las convocatorias -un tanto aceleradas- de 1940 y 1941, finalicé la carrera de Derecho y -con fundamento en ello y en mi naciente inclinación de abandonar el cuartel por alguna otra dependencia de mayor tono- solicité una comisión de servicio como secretario de uno de los juzgados militares especiales de Madrid. Mi objetivo no era otro que el de preparar entre tanto los exámenes al Cuerpo jurídico militar. Aunque los vencedores en la contienda y su Caudillo empezaban a dar muestras de que la guerra podría durar todavía mucho tiempo, jamás habría imaginado que la Justicia militar hubiera de encargarse del trabajo sucio -y sangriento- durante más de veinte años[3]. Así fue, y sobre cómo reaccioné en consecuencia es cosa que no trataré aquí, por no ser del caso.

     No habiendo logrado una buena plaza en ninguna de las residencias para oficiales militares solteros, opté por alquilar habitación en una fonda con buena fama de la Glorieta de Bilbao. Desde allí, debidamente uniformado, me trasladaba por las mañanas en tranvía hasta los juzgados y, tres tardes por semana, ya de civil y a pie, hasta la Gran Vía, donde se hallaba la academia en que preparaba las oposiciones. Ello me daba ocasión de recorrer un buen tramo de la calle de Fuencarral e irme haciendo con el conocimiento de algún bar de pocas pretensiones en que tomar un buen bocadillo para merendar, una vez recitados los temas preparados para el examen. Y fue en una de esas tardes de otoño, ya oscurecido, cuando me lo encontré por primera vez.

     Estaba yo sentado al fondo, leyendo el periódico que acababa de comprar para amenizar la merienda en solitario. En el banco corrido tenía a mi lado los apuntes y el Código de Justicia Militar. Sobre un plato, el emparedado de salchichón a medio comer y una caña de cerveza apenas iniciada. Estaba sumergida mi atención en la crónica del partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona[4], cuando unas voces destempladas desde el mostrador me alarmaron. Levanté la vista y aprecié a tres mozallones apechugando a un señor muy mayor, pero corpulento y que no se achicaba ante la superioridad física del trío ofensivo, la cual intentaba compensar con gritos e improperios. El tabernero no daba muestras de intervenir para separar a los contendientes, de modo que, pertrechado con mi condición militar, me levanté y eché mano a uno de los jóvenes, en plan de pacificador:

-          Vamos, vamos, camaradas, que no es propio de falangistas tratar así a un anciano.

     (Y es que, al acercarme, me había percatado de que llevaban la típica camisa azul mahón)

-          ¡Usted no se meta, que la cosa es entre este viejo y nosotros!

     Me pareció una respuesta inadecuada y, alzando la voz, saqué la tarjeta militar y repuse:

-          ¡Claro que es cosa mía, y ya estáis haciendo caso de un oficial del Ejército!

     El carné y su exhibición templaron los ánimos. Se vinieron a razones, aunque uno del terceto trató de justificar aquel desacato a la vejez:

-          ¡Es que se ha metido con el Generalísimo, y ya no es la primera vez!

     De algo había de servirme el dominio de los argumentos lógicos:

-          No creo que a alguien que está tan alto le llegue a ofender un viejo y, además, bebido.

-          ¡No estoy borracho -bramó el anciano-; y, en todo caso, yo digo lo mismo cuando estoy sobrio!

-          ¿Lo ve usted?, replicó uno de los jóvenes, volviendo a encampanarse.

-          Vamos, vamos -insistí-. Vosotros ya habéis cumplido; ahora, yo me encargo.

     Debieron de entender que yo me comprometía a llevar al lenguaraz a la comisaría más próxima; se dieron por satisfechos y volvieron a su mesa. El encargado del bar, entendiéndolo también así, terció por primera vez en el incidente:

-          No se lo tome usted en serio, oficial -me susurró-, que es un viejo de más de ochenta años, que vive aquí cerca y anda muy delicado de salud.

-          Algo habrá que hacer para que no vuelvan a encenderse los ánimos, repuse.

-          Yo mismo lo llevaría a su casa -agregó, echando una mirada de piedad al sujeto, que había vuelto a sentarse frente a su frasca de vino y su vaso-, pero estoy solo y no puedo cerrar el bar. Si usted tuviera la bondad… Vive en esta misma calle, en el número 47.

     No me fue fácil convencer a aquel tipo tan bilioso de que abandonase su blanco de Valdeiglesias[5] y acompañara de buen grado a un joven desconocido con un carné de teniente. Opté por coger mi consumición, el diario y el material de trabajo y sentarme a su misma mesa, hasta que uno y otro quedamos servidos. Ni él ni yo abrimos la boca, como si rumiásemos lo recién acaecido. Luego, me levanté y dije con mi mejor voz de mando:

-          Vamos a dar una vuelta hasta su casa y en el camino me cuenta lo que tiene contra ese señor que vive en El Pardo[6].

     Lo ayudé a levantarse y noté un desgarro en el cuello de su desbocada chaqueta:

-          Parece que se le ha descosido un poco en el rifirrafe -comenté, al tiempo que procuraba recolocar el desperfecto-.

-          Ya estaba así de antes -replicó-. No todos tenemos salud ni dinero para ir como un figurín.

***

     La taberna estaba poco más arriba del Tribunal de Cuentas[7], de modo que era poco el trayecto a recorrer hasta casa del anciano quien, en su caminar y gesto, no aparentaba estar afectado por la bebida. Para iniciar la conversación, me decidí a preguntarle:

-          Ya me han dicho que vive en el 47. Supongo que recordará el piso y la puerta.

-          Estoy algo chocho, pero no hasta ese punto -repuso-. Si se le apetece, me deja en el portal, que yo subiré sin problemas hasta mi casa, ya que vivo en un primero.

-          Feliz usted, que vive en un principal en una buena calle de Madrid -ponderé-. Aquí, un servidor solo tiene una habitación de pensión, que el alojamiento está por las nubes.

-          … Un principal y en propiedad -aclaró, para agregar, con cierta sorna-, pero no se agobie, que le quedan muchos años, y muchos ascensos para llegar adonde lo hemos hecho otros.

-          Tiene usted razón -admití-. Lo importante es haber salvado la vida en la guerra. Lo demás -como dice el Evangelio- se nos dará por añadidura.

-          Déjese de monsergas de curas -reaccionó con crudeza-, que los hay que se están quedando ya desde ahora con el santo y la limosna… Así que combatió y con suerte…

-          Del primer día al último -exageré-, y no solo con suerte, también con maestría. No todos los alféreces provisionales ascendieron a tenientes, y con dos cruces de guerra, en Teruel y en el Ebro.

-          ¡Vaya, todo un héroe!, exclamó entre el cinismo y la sinceridad. ¿Y no ha tenido bastante mili después de tres años?

-          Estoy preparándome para los exámenes de jurídico militar, añadí-. Ya soy abogado.

-          Para lo que le va a servir el Derecho en los consejos de guerra al uso…, comentó despectivamente. Tanto da que les pegasen cuatro tiros en una cuneta, como en los buenos tiempos.

     Dijo esto último con sorna y yo no intenté siquiera matizar sus palabras. Ello debió de animarlo para hacerme una pregunta comprometida:

-          Dígame, ¿luchó con los nacionales por convicción o porque le pilló la guerra en su zona?

-          Si solo hubiesen contado las ideas políticas -osé responder-, me habría quedado en mi casa, estudiando la carrera. Y eso que, al principio, la guerra pudo parecer necesaria, inevitable casi; pero, a estas alturas, me confirmo en la opinión de que la decencia y el encanallamiento no son patrimonio de las derechas ni de las izquierdas, sino de las personas.

Fuencarral, 47 (Madrid) -edificio blanco- en la actualidad

     Poco a poco y con algunas paradas, habíamos llegado frente al número 47. Era una casa de tres pisos y buhardilla, enjalbegada, con un estrecho alero de madera y cuatro balcones a la calle, protegidos con persianas a la mallorquina. Llamativamente, uno de los balcones del primero estaba convertido en airoso mirador, tras cuyos cristales lucían guirnaldas y macetas, con un fondo de cortinajes. El caballero me lo señaló y dijo:

-          Esa es mi casa, el primero, izquierda… Insisto en que no hace falta que me acompañe. No haría más que preocupar a mi mujer.

     Comprendí su objeción y me despedí como debería haber comenzado, presentándome:

-          Sea como quiere. Rubén Garzón, en la pensión Bilbao de la glorieta del mismo nombre, para lo que guste… No sería extraño que volviésemos a encontrarnos, pues frecuento esta calle.

-          Rafael Salgado, retirado de casi todo. Aquí tiene usted su casa… Y, si hemos de coincidir alguna vez más, espero devolverle el favor y sacudir un bastonazo a quienquiera que lo importune.

     Me eché a reír y repliqué:

-          Aceptaré encantado su ayuda, pero, a ser posible, que los apaleados no sean de Falange.

 

 

2.   Una familia bastante peculiar


     Lo volví a encontrar al día siguiente de Difuntos[8] o, tal vez, fue que se hizo el encontradizo pues, tan pronto intercambiamos unas palabras, me dijo, muy imperioso:

-          Lo invito a merendar en Iruña[9] y, de paso, charlamos un poco.

     Tuve que desandar lo avanzado desde la Gran Vía, en compañía de don Rafael quien, aun hallándose sobrio, caminaba muy despacio y de modo vacilante, pese a la ayuda del bastón. Me dio por agarrarle del brazo, como el que no quiere la cosa, pero él se desasió con viveza. Deje, que todavía me apaño, explicó escuetamente. No le repliqué, pero la verdad es que aquella tarde parecía que le hubiesen echado de pronto todo su montón de años encima.

     Ya frente a nuestros chocolates con picatostes, el anciano sacó a relucir el tema familiar, de forma bastante incidental:

-          El otro día me dijiste que eras de Cáceres. No habrás conocido a un tal Juan Carlos Hervás, que también era de por allí y yerno mío…

-          Ahora no caigo. ¿A qué se dedica?

-          Está criando malvas desde febrero de este año -me aclaró con frialdad-. No era mal sujeto; solo tuvo dos defectos, pero gordos: hacerle a mi hija Concha diez hijos antes de morirse y ser un requeté de los de boina roja y detente bala[10]. Pase que un navarro sea carlista, por tradición, pero ¡anda que un cacereño, ya tiene delito!

-          El caso era tener un uniforme que ponerse y un motivo para matarse, repuse filosóficamente.

-          Así que también en tu familia…

-          De ningún modo. Podría decirse que éramos de izquierdas, pero sin militancia significativa ni, menos aún, prácticas violentas. Pero ¡velay! Mis padres, maestros los dos, depurados: Mi madre suspendida de empleo y sueldo por cinco años, que cumplirá el próximo, y mi padre expulsado del magisterio nacional. Aunque lo peor fue lo de mi hermano mayor: Era practicante de la Casa de Socorro, afiliado a la UGT, y lo ejecutaron en el otoño del 36, cuando yo ya, por si las moscas, me había alistado voluntario. Y aquí me tiene: bastante mal visto por casi todos los míos, pero sacándolos adelante con parte de mi paga. Ya lo dice mi hermana pequeña, Lucía: Rubén es un pagano incomprendido.

     Don Rafael se echó a reír, entre toses, y comentó:

-          Yo también he pasado lo mío pues perdí en la guerra a Blas, mi hijo menor, que era mi preferido, aunque he de reconocer que era un cabeza loca. Los otros la verdad es que, a costa del alzamiento, se han colocado muy bien, incluso muy por encima de sus cualidades. Ya sabes lo que son las guerras: Unos pierden contra toda justicia y otros ganan más allá de sus merecimientos.

     Durante unos minutos interrumpimos nuestra conversación, para dar buena cuenta del chocolate antes de que se enfriase. Pero, apenas cumplido el objetivo alimenticio, el viejo volvió con su parentela, como si tuviese prisa por ponerme en antecedentes:

-          A mi familia -prosiguió- no la rompió la guerra, que ya estaba escacharrada de antes. Te cuento.

     Apenas dedicó cinco minutos a la disección de aquella familia cadáver que, en el fondo, no era sino la consecuencia de la incompatibilidad de caracteres entre Don Rafael y su esposa, fallecida ya durante la República. La ruptura había llegado a términos de separación, al quedarse la madre con los hijos en Galicia y pasar el padre a vivir en Madrid, aprovechando que le habían ofrecido un buen destino en la Capital. La cosa, en sí misma, no había resultado en exceso traumática. Don Rafael no se había desentendido de su familia en el plano económico y sus hijos pronto lograron colocación para vivir independientes. Lo gordo -como él lo calificaba- es lo que había sobrevenido, a poco de establecerse el señor Salgado en su residencia madrileña:

-          Yo ya tenía una edad -me dijo-, pero no soy hombre para vivir solo, quiero decir, sin mujeres a mi lado. El caso es que conocí a una chica muy agradable y bastante culta, que arrastraba con ella el estigma de haber tenido una hija de soltera[11]. Yo me avine a traer también a la niña a vivir con nosotros; me encariñé con ella y la prohijé. Desde entonces, quien más, quien menos, mis deudos no han perdido la oportunidad de censurarme y, lo que es peor, de ofender a mi Josefina, de la que lo mejor que se les ha ocurrido es llamarla ama de llaves, para ocultar todo lo que ha sido para mí durante más de treinta años.

-          Así que sus hijos siguen enfadados con usted, incluso después de quedarse viudo…

-          Unos más que otros. Hay uno que no puede ni verme y, de hecho, aunque vive cerca de Madrid, no me visita, ni me escribe. El mayor, que ahora trabaja en el extranjero, me viene a ver todos los meses, ahora que estoy tan viejo y delicado de salud. Y la hija no quiere respirar el mismo aire que Josefina, pero sí deja que vengan por casa mis nietos, cosa que cada vez hacen menos, pues ya van para mayores. Así que hay de todo, pero una cosa tengo clara: Los tres, a una, en cuanto yo cierre el ojo, echarán a Josefina de mi casa y procurarán dejarla en la miseria.

-          Parece lo probable, por lo que usted cuenta -convine-, pero tampoco dé por sentado que no tengan en cuenta lo que ella ha hecho por usted todo este tiempo.

-          A las pruebas me remito -replicó el viejo-. Mi hijo Blas -el cabeza loca, que te decía- tuvo la ocurrencia de divorciarse de su mujer y casarse por lo civil con la joven con la que venía conviviendo. Ya sabes que eso podía hacerse durante la República. Pues bien, cuando Blas murió en el año 38, a su segunda esposa la abandonaron en todos los sentidos y, no conformes con ello, dejaron legalmente sin efecto todos los divorcios republicanos y los matrimonios civiles subsiguientes. ¿Qué te parece la cabronada?

-          Me parece mal -contesté-. Las leyes pueden y deben modificarse, pero respetando siempre los derechos adquiridos y la irretroactividad de las perjudiciales.

-          Es lo que yo digo -apoyó don Rafael-. A mí estuvieron en un tris de cogerme con esa estratagema legal, pues, al quedarme viudo, propuse matrimonio a Josefina, pero ella, que es muy mirada, se negó en redondo: Ya me juzgan mal ahora, figúrate lo que dirían si me haces tu esposa: que me quiero quedar con todo lo tuyo.

-          Una actitud muy digna -coincidí-, pero poco práctica, si ella no tiene profesión ni bienes propios. Casándose, habría tenido algunos derechos, sin por eso privar de los suyos a sus tres hijos vivos y a los nietos del ya fallecido.

     Se estaba haciendo tarde y, además, notaba que don Rafael empezaba a respirar fatigosamente. Menos mal que, ¡por fin!, habíamos llegado a donde él quería, desde que me invitó a merendar.

-          Seguro que, estudiando para Jurídico, sabrás mucho de todas estas cosas y podrás asesorarme sobre lo que puedo hacer en favor de Josefina y de su hija para el momento en que estire la pata que, por lo que dice el médico y yo barrunto, será cosa de muy poco tiempo.

-          La verdad es que el programa de mis oposiciones está dedicado casi en exclusiva a las leyes militares, pero aún recuerdo el Derecho civil estudiado en la Facultad. En consecuencia, si me plantea cuestiones no muy abstrusas, estaré en condiciones de responderle.

-          Eres un amigo… Pues bien, medita sobre todo lo que te he contado y búscame todas las vías posibles para que pueda dejar a Josefina y a Juanita lo mejor asistidas posible; pero que sea por derecho y sin darme falsas esperanzas. No sabes la inquina que las tienen mis hijos: Son capaces de pleitear hasta por la colección de yataganes que me traje de Filipinas.

 

 

3.   El banco de la maleta


El auténtico Don Rafael Salgado”

 

     Repasé el Código civil y el De Buen[12] y, como habíamos acordado, llamé por teléfono a don Rafael a su casa. Cogió el aparato Josefina, que estaba al tanto ya de mi identidad y papel de consejero:

-          ¡Cuánto lo siento! Hoy anda por aquí el hijo mayor de Rafael, que viene a verlo todos los meses y, como es natural, será mejor dejar la cosa para otro día.

-          Por supuesto. Llamaré de nuevo pasado mañana, y me alegro de que reciba visitas de la familia: Seguro que lo animan.

-          No crea usted. A veces sucede todo lo contrario. Ya sabe cómo se excita y se enfada cuando le llevan la contraria, o algo no le gusta.

-          Bueno, lo dicho, y hasta pronto.

-          Que así sea, y muchas gracias por su ayuda. Nos hace mucha falta.

     Habría preferido que quedásemos citados en algún café, pero don Rafael se había empeñado en que fuese en su casa:

-          No son cosas para tratar en público -me explicó-, y así conoces a Josefina.

     Aunque ya había rebasado aquello que se llama la mediana edad, Josefina Alhama era todavía una mujer atractiva, con sus ojos azules, cabello castaño sin apenas canas, figura menuda y proporcionada, y una simpatía reflejada en su permanente sonrisa y su charla breve y precisa. Le eché unos veinticinco años menos que a su pareja, lo que me hizo suponer que Juanita no tendría menos de treinta y tantos años. Lo que luego me explicó don Rafael me lo confirmó:

-          Ya no vive con nosotros. Se casó hace unos años, pero no hizo una buena boda, ni en lo económico, ni en lo sentimental. De hecho, sigue muy unida a nosotros y no pierde la ida por la venida, aunque vive en las afueras[13]. Así que, de alguna forma, me sigo sintiendo preocupado y responsable por ella.

-          Pues lamento decirle que su prohijamiento no tiene ninguna validez jurídica, en la medida en que no ha concluido en adopción.

-          Estoy al cabo de la calle sobre eso -respondió un tanto ásperamente-. Lo que quiero que me resumas son los derechos de Josefina a mi herencia.

-          Casi, casi, otro tanto que los de Juanita. En la medida en que nunca han sido ustedes marido y mujer, solo podrá transmitirle por testamento el tercio de libre disposición. El notario le informará con más detalle acerca de la forma de hacer y valorar las partijas, para que no se le echen encima los otros herederos. En mi opinión, si quiere evitar problemas, lo mejor sería dejarle dinero contante y sonante.

-          ¿Por qué no la casa en que vivimos? Ha sido su hogar durante más de treinta años.

-          Si tiene con qué compensar a sus hijos, no veo inconveniente. Usted sabrá a cuánto puede ascender la herencia.

-          Tengo una buena casa en El Ferrol y algunas otras cosillas. Sería cosa de tasarlo todo, pero temo que con ello levante la liebre.

-          Pues también tendrá que hacer testamento, si es que aún no lo tiene.

-          Pero eso se puede hacer privadamente, ¿no? Testamento ológrafo, creo que lo llaman.

-          La verdad, don Rafael, si las cosas están tan tensas, no se lo aconsejo, pues se presta a muchas impugnaciones a propósito de su autenticidad. Vaya a otorgar su última voluntad a cualquier sitio alejado de Madrid, donde no lo conozcan.

     El anciano titubeaba, no dando su brazo a torcer. Todavía se le ocurrió un subterfugio:

-          ¿No sería posible que Josefina usufructuara la casa hasta su muerte? A fin de cuentas, aquí hemos vivido como pareja.

     Me estaba sacando de mis casillas. Prueba de ello es que, por primera vez, le hablé con brusquedad:

-          Don Rafael, para esa gente, lo suyo con Josefina es un amancebamiento en toda regla, que solo se libra del Código penal porque usted se ha quedado viudo hace años. No le dé más vueltas y póngase en manos de profesionales… Ni que lo suyo fuera un caso policiaco.

-          No sabes de la misa la media, teniente -replicó irritado-, pero no puedo informarte de nada más. Bástete con saber que no soy un paranoico, sino que mis hijos, sobre todo Gerardo, tienen mucho poder y serán capaces de saltarse las leyes a la torera con tal de hacerle a Josefina el mismo daño que, según dicen, ella le hizo a su madre, mi difunta esposa.

     Se puso en pie con esfuerzo y arrastrando los pies inició la marcha camino del pasillo, al tiempo que me indicaba:

-          Hagamos un alto y que Josefina nos ponga algo para merendar. Pasemos al cuarto de estar.

     Mientras abandonábamos aquel suntuoso despacho, di en pensar que, ni en él, ni en ninguna otra pieza de la casa por la que había pasado, había visto una sola fotografía, ni otro título que el de maestra de Josefina. Para la gran panoplia de los yataganes, me había ofrecido una explicación poco detallada:

-          De cuando anduve de joven por Filipinas, años antes del 98.

     La verdad, soy poco curioso pero empezaba a sospechar que don Rafael no me había contado más que lo que podía serme útil para ayudarlo mejor. ¡A ver si, efectivamente, iba a estar en presencia de un caso policiaco!

***

     Si esperaba que Josefina se sincerase algo más que don Rafael, me quedé con las ganas. Como si así estuviese convenido, nos sirvió el café con una bandeja de pastas y dejó también una botella de coñac, por si queríamos tomar la citada infusión con unas gotas. Seguidamente, se ausentó pretextando una carga de plancha. Fue don Rafael quien, al verla partir, pareció emocionarse y me dio algunos detalles sobre ella, que yo no conocía:

-          Habrás visto su título de maestra en el despacho. La verdad es que nunca llegó a ejercer como tal, fuera de algunas clases particulares y permanencias. Es de buena familia. Su padre era secretario de Ayuntamiento en un pueblo importante de Segovia[14], pero ella vino a estudiar a Madrid, a casa de unos parientes. Nada más acabar la carrera, falleció muy joven una de sus hermanas, dejando una niña, Juanita, de apenas dos años, que aquella había tenido de soltera. Josefina se la trajo para la Capital dispuesta a hacer de madre. A poco la conocí yo, por razón de vecindad y creo que, más que por mis cualidades, me la gané por el cariño que tomé a la niña y no poner objeciones a que viviese con nosotros… El resto ya lo conoces… En fin, acabemos el tentempié, que tengo que enseñarte algo que te va a impresionar.

     En efecto. Terminada la merienda, me pidió:

-          ¿Te importaría ir a la cocina para que Josefina te dé la escalera? Pesa demasiado para mis actuales fuerzas.

     Cumplí el encargo. Lo aparente de su situación, me hizo suponer que la señora ya contaba con la petición de aquella pesada escalera de tijera, capaz para llegar sin esfuerzo a los altos techos de aquella casa, ya añosa.

-          Ven por aquí, me indicó don Rafael. Ten cuidado no tropieces.

     Pasamos a una habitación interior con una pequeña ventana al patio de luces, una de cuyas paredes ocupaba un armario empotrado. El amo de la casa procedió a cerrar las contraventanas y encender la luz.

-          Coloca la escalera junto al armario y súbete hasta alcanzar holgadamente las puertas del altillo… Ábrelas del todo y vete dejando caer las prendas de ropa que veas, hasta que aparezca una maleta… Eso es; ya falta poco… ¿La ves?... Justamente, esa es… No te pesará mucho… Sácala del todo, con cuidado de no vencerte… sujétala del asa y pósala en el escalón más bajo que puedas… ¡Ajá!, ya la tengo cogida… Puedes soltarla e ir bajando de la escalera.

     Una vez abajo, me hizo colocar el bulto encima de una mesa estrecha, adosada a la pared, que recordaba a una tabla de planchar. Don Rafael saco del bolsillo una llave, con la que abrió las dos cerraduras de la maleta y a duras penas echó para atrás la tapa sin que cayera la valija al suelo. Favorecí su equilibrio separando ligeramente la mesa de la pared y, solo entonces, me percaté del contenido: Entre capas de ropa de caballero, aparecía un saquete de lona gris, con la boca cerrada por un cordón corredero. El anciano me pidió que pusiera la maleta en el suelo para dejar expedita la mesa. Abrió la bolsona y fue sacando de su interior fajos de billetes del Banco de España, asegurados con bandas de papel o gomas elásticas. Los que yo pude ver eran de cien pesetas para arriba[15]. Mientras volvía a embolsar los fajos de la muestra, me preguntó:

-          ¿Cuánto dinero crees que puede haber aquí?

-          ¡Qué sé yo! Por dar una cifra, le diré que 50.000 pesetas.

-          No vas desencaminado -reconoció-, pero es posible que por la casa haya algún otro escondrijo más.

-          ¡Pero hombre de Dios!, exclamé, ¿cómo no tiene toda esta fortuna en el banco?

-          Anda, anda -replicó-; volvamos a dejarlo todo como estaba, y luego te contestaré…, brevemente, pues se está haciendo tarde y es mi hora del paseo. Ya sabes, la de pelear con los falangistas, como aquel día.

     Y no dejó de reírse hasta que estuvimos de nuevo sentados en el cuarto de estar y escanció dos generosas copas de Tres Cepas[16], para asentar el estómago después de tantas emociones.

***

-          Cuando estalló el Movimiento -empezó diciéndome-, me pilló veraneando en mi casa de El Ferrol, creo que por suerte, pues en Madrid las cosas se pusieron muy difíciles, como sabes, tanto por las ejecuciones, como por el asedio y los bombardeos; pero me pasó algo aleccionador y que no olvidaré mientras viva: Perdí todos los ahorros que tenía en los bancos de Madrid y, aunque salvé los de la Caja Postal, fue a costa de tener que tragar con que me dieran solo cien pesetas mensuales, como si fuese una limosna. Como también tardaron en normalizar el pago de las pensiones de jubilación, Josefina, Juanita y yo las pasamos de a quilo. Por supuesto, ni mis hijos, ni mi mujer y su familia, nos ayudaron en nada. Me prometí que, si salía de aquella, nunca más volvería a confiar en los bancos: ¡trece mil pesetas perdí de una tacada!

-          Pero, don Rafael, bien está su punto de vista cuando hay una guerra, ¡pero ahora!

-          Ahora tenemos la Mundial en la frontera y a unos gobernantes estúpidos que parecen los siervos de Hitler. ¡Menudo cabrón, el nazi ese! Si nos ayudó cuando la guerra civil fue por el interés, como Stalin en el otro bando. No se les ocurre cosa mejor que mandar la División Azul a combatir a Rusia[17]… ¡Como para estar confiado!

-          ¿Y el riesgo de que puedan robarle el dinero en casa?

-          No creas que estamos muy tranquilos, pero ahora tengo un motivo adicional y muy importante para no llevar el dinero a un banco: De esta forma, cuando yo muera, Josefina podrá quedarse con todo, como si me lo hubiese gastado en vida. Y mis hijos, que se fastidien, que ya tienen ellos bastante.

     Iba comprendiendo al anciano, pero todavía no tenía idea del puesto que me tenía reservado en todo aquel enjuague. Pronto lo sabría:

-          Claro que todo esto tiene un fallo. Habría que sacar cuanto antes el dinero de esta casa o, si no, en cuanto sepan que me muero, vendrán esos buitres aquí y no vacilarán en registrar todo, hasta encontrar el parné.

-         

-          Pero, claro, mi Josefina no tiene otra residencia donde esconderlo y del marido de Juanita me fío aún menos que de mis hijos.

-         

-          Vamos, que necesitaría a una persona de toda confianza para que me guardase el dinero hasta después de mi muerte y de que Josefina tuviese una nueva casa donde vivir.

-         

-          Y la cosa corre muchísima prisa, pues yo estoy para espicharla el día menos pensado.

-         

-          En fin, teniente Garzón, que Josefina y yo pensamos que nos has venido que ni llovido del cielo para hacernos esta obra de caridad… Por supuesto, que te compensaríamos de la gestión… digamos que con un diez por ciento.

-          ¡Eso ni se le ocurra!, exclamé ofendido. Si me vuelvo tan loco como para entrar en este juego sin conocerlos casi a ustedes, será -como usted dice- por caridad, o solidaridad con su situación, o como quiera usted llamarlo; pero, por interés, ¡nunca!

-          Está bien, hombre… Ya esperaba yo esta reacción… En fin, piénsalo unos días y, si -como espero- aceptas, prepararemos la logística y la táctica de la operación.

     Prometí darle la contestación en una semana, como máximo, y me despedí. A punto ya de abrir la puerta a la escalera, me atreví a preguntar, en voz muy baja:

-          ¿De cuánto dinero estamos hablando?

-          No andará muy lejos de las ochenta mil pesetas.

     Impresionado por la cifra, recuerdo que bajé rezongando:

-          ¿Quién demonios será este sujeto para haber hecho semejantes ahorros?

     Ahora lo que me pregunto, rezongando también, es esto:

-          De haberlo sabido entonces, ¿me habría comportado como lo hice?

 

 

4.   Una necrológica sonada


     Había quedado en darle mi respuesta por teléfono, ahorrando cualquier detalle que pudiese comprometernos. Don Rafael me citó para la tarde del día siguiente en el parque de la Fuente del Berro. Empezábamos a comportarnos como espías.

     Sentados en un banco y echando miguitas a las palomas, el anciano me resumió sus ocurrencias, previas a hacerme entrega de la cifra redonda de 50.000 pesetas que había en el banco de la maleta, aludido en el capítulo anterior.

-          Dejo fuera un buen pico-me explicó-. Una parte va a irse en pagar algunas deudas, legales o morales. El resto servirá para acallar las sospechas de mis hijos y satisfacer las ansias de Concha que, tocante a avaricia, es la peor de los tres.

Cascada del parque de la Fuente del Berro (Madrid)


     Pero, antes de entregarme el dinero, yo tenía que cumplir con urgencia un trámite inmobiliario:

-          La habitación de una pensión no es sitio para guardar ese dineral. Tienes que alquilar de inmediato un piso en un buen barrio. No importa cómo sea por dentro: La cosa es ponerle una buena cerradura.

     De improviso y a escondidas, deslizó dentro de mi chaqueta un sobre bastante abultado, acallando cualquier protesta por mi parte con el siguiente argumento:

-          Ahí tienes dinero para la fianza y el alquiler de unos cuantos meses, así como para que compres los muebles indispensables, si es que no encuentras un piso amueblado. Lo que te sobre, si no lo quieres, lo añades a las cincuenta mil y en paz.

     El siguiente paso resultaba bastante más sencillo, pero era el más comprometido:

-          Cuando tengas preparado todo, me llamas y vienes a casa, provisto de un bolso de viaje en que quepa el saquete que ya sabes. Vienes en taxi y te bajas unos portales antes del 47. Ya concretaremos el día y la hora. Tú me dejas por escrito las señas del piso alquilado y yo te entrego el dinero. Por su reintegro no te preocupes: Josefina se pondrá en contacto telefónico contigo cuando lo estime oportuno. Solo a ella harás la entrega, pues yo ya estaré en La Almudena[18] o dondequiera que mis hijos me entierren. Cuando ella reciba el dinero, te entregará de mi parte una carta, que te explicará por fin el intríngulis de todo este asunto.

-          Todo eso lo veo razonable -opiné-, pero ¿no sería bueno que las sucesivas entregas del dinero se hiciesen bajo recibo?

-          ¡De ningún modo! No puede haber prueba alguna de la operación. Por extraño que parezca, la mayor garantía de que todo salga bien es que no tengamos entre nosotros otro vínculo que la confianza mutua.

     Las migas de pan se le habían acabado y las palomas nos abandonaban, decepcionadas. Don Rafael hizo ademán de incorporarse, pero volvió a tomar asiento; me asió del antebrazo y, mirándome de hito en hito, se me confió con emoción:

-          Hay algo que quiero tengas por seguro y en cuya certeza empeño mi honor. Todo el dinero que tengo ahorrado proviene de mis pocas rentas y de mi buena pensión. Jamás me quedé con nada ajeno ni me dejé corromper en mi trabajo, y conste que muchas y buenas ocasiones tuve para ello… Es de lo poco que puedo blasonar en mi vida: de honradez y diligencia en mis tareas. Del resto…, del resto, amigo Garzón, que Dios se apiade de mi alma.

***

     En vísperas de Navidad, tenía ultimado el asunto del piso, por lo que acudí a casa de don Rafael conforme a sus instrucciones. El mes escaso que había pasado desde nuestra cita en la Fuente del Berro parecía haber sido para él un año, por lo menos. Respiraba trabajosamente; apenas se levantaba del sillón y su rostro estaba demacrado y amarillento, con los ojos hundidos y la voz temblorosa. Quiso que en nuestra entrevista estuviera presente Josefina en todo momento.

-          ¡Menos mal que ya está todo listo, porque estoy vivo con permiso del enterrador!, me confió. Ve con Fina a recoger la bolsa y cuenta el dinero, si quieres.

-          No, por cierto, repuse. Además, traigo aquí tres mil quinientas pesetas que me han sobrado, para incluirlas en el montante.

-          ¡Quédate con ellas!, ordenó tajante. Serán para el alquiler del piso hasta que Josefina pueda liberarte de nuestro enojoso encargo.

     Guardado el dinero en el bolso de viaje, volvimos junto a don Rafael. Este insistió:

-          Josefina, ¿has apuntado bien las señas del piso de Rubén?

-          Sí, Rafael.

-           Pues no se hable más y coge un taxi para ir hasta casa. No vayas a hacer lo que yo, cuando tomé un tranvía con diecisiete mil pesetas encima… ¿No te lo he contado nunca?

     Josefina pareció incomodarse y recordó a su hombre que debía marcharme cuanto antes, pero él no se privó de referirme la sorprendente anécdota:

-          Va para diez años. Acababa de cobrar en un banco de la calle de Alcalá mi pensión del último trimestre y los dividendos de unas acciones: en total, diecisiete mil pesetas. Según mi costumbre, mezcla de economía y de exceso de confianza, cogí el tranvía, que iba muy lleno y con todos los asientos ocupados. Debió de ser algún sujeto que me viera en el banco y mi siguió. El caso es que, cuando llegué a mi parada, me dio por echar mano al bolso interior del gabán y vi que el sobre con el dinero había volado. ¡Menudo disgusto, y menudo bochinche que armé! El caso es que no sirvió de nada y nunca más se supo del ladrón ni de mis diecisiete mil pesetas del alma… Pero no acabó aquí la cosa. Días más tarde, recibí un telefonazo de mi hijo Gerardo. Por un momento, sabiendo la posición que ocupa y el dinero que tiene, soñé que me fuera a reembolsar lo sustraído o, cuando menos, a preguntarme si me quedaba para llegar a fin de mes. ¡Quiá! ¿Sabes lo que me dijo el desnaturalizado de él?

-         

-          Pues que a ver si no iba por Madrid armando escándalos, que luego lo abochornaban, y que, en lo sucesivo, no se me ocurriera viajar en tranvía, siendo ya tan viejo, cuando menos, en las ocasiones en que llevase mucho dinero encima[19].

-          Sabios consejos, ironicé. ¿Y le hizo usted caso?

-          Lo mandé a freír espárragos y, por supuesto, he seguido utilizando el tranvía, salvo cuando llevo conmigo algo valioso, que entonces voy en taxi, como en este trance te lo he indicado. Este es un país de ladrones, empezando por los de guante blanco, y hay que andarse con tiento.

     Al despedirme de Josefina, ya en el vestíbulo, le rogué:

-          Me gustaría que me avisara cuando fallezca don Rafael; no para asistir a las honras fúnebres, dadas las circunstancias, pero sí para rezar por él e ir preparando la entrega del dinero.

-          Descuida, que lo haré. Por lo demás, en cuanto a lo de no asistir al entierro y el funeral, muy probablemente yo tenga que hacer lo mismo.

***

          El martes, 24 de febrero de 1942, fue noticia importante en los periódicos de todo el país: Había fallecido el padre del Jefe del Estado. Las referencias estaban cortadas por el mismo patrón. Por ejemplo, en uno de los diarios de mayor tirada de Madrid, los titulares eran literalmente los siguientes:

Fallece en Madrid el padre de S.E. el Jefe del Estado

Misa córpore insepulto en el Palacio de El Pardo

El entierro en Nuestra Señora de La Almudena

Nieto y bisnieto de marinos, el excelentísimo Sr. D. Rafael Salgado Ruiz de Lorenzana era Intendente General de la Armada en la reserva[20]

     ¡Para qué voy a encarecer a ustedes la sorpresa y la preocupación que aquella necrológica me produjo! Ahora quedaban explicadas todas las inquietudes y reticencias del finado don Rafael e identificadas las diversas personas cuya identidad me había ocultado, con el obvio propósito de que no me retrajera de ayudarlo, por interés o por cobardía. Pero, a esas alturas, qué podía hacer, sino cumplir su encargo y rezar, no solo por su alma, sino para que los Salgado no se enteraran del escamoteo de las cincuenta mil pesetas… y del teniente de Infantería que tan importante había sido para ello.

     En fin, para su tranquilidad, les informaré de que, en su momento, cumplí con el encargo recibido y de que, desde entonces hasta ahora, no he sufrido percance alguno por ser tan eficaz mandatario. No me cabe duda de que semejante placidez responde al hecho de que nuestra aventura ha permanecido ignorada por los herederos de don Rafael. Así que háganme el favor de no comentar con nadie lo que acaban de leer.

 

 

5.   Información final para los lectores


     Si este relato -historia novelada o ficción realista- podía resultar más atractivo era, en mi opinión, dejando para el final el conocimiento de la auténtica identidad de sus personajes, cosa imposible, de haberlos llamado por su nombre. Ese ha sido el motivo de emplear en todo momento unos seudónimos, que ahora voy a convertir en los nombres verdaderos. Helos aquí

-   Rafael Salgado Ruiz de Lorenzana alude a Nicolás Franco Salgado-Araujo

-    Josefina Alhama se refiere a Agustina Aldana

-    Juanita Alhama fue Ángeles Aldana

-    Gerardo Salgado quiere significar a Francisco Franco Bahamonde

-    Rafael Salgado (hijo) alude a Nicolás Franco Bahamonde

-    Blas Salgado se refiere a Ramón Franco Bahamonde

-    Concha Salgado fue Pilar Franco Bahamonde

-     Juan Carlos Hervás quiere significar a Alfonso Jaraiz Pérez-Fariña

     Por supuesto, el personaje del teniente, don Rubén Garzón, es imaginario, por lo que pueden seguir ustedes llamándolo así, si les place[21].

Emblema del Cuerpo de Intendencia de la Armada

 

 



[1] Grado militar en nuestra guerra civil (1936-1939), que se concedía, previo un curso de formación en academias especiales, a combatientes del bando nacional con edad superior a los 18 años y titulación académica mínima de bachiller. Se calcula en unos 30.000 el número de alféreces provisionales de tierra, marina y aviación. Por su bisoñez y puestos de vanguardia, se preveía que muchos de ellos fallecieran pronto en acción de guerra. Se decía: alférez provisional, cadáver efectivo. Y también, de la primera paga, a la mortaja.

[2]  Academia especial para promoción de los alféreces provisionales distinguidos, a tenientes del mismo tipo. Unos 8.000 alcanzaron dicho rango. Incluso, 500 llegaron a capitanes provisionales.

[3]  En concreto, casi sin matices ni excepciones, hasta 1963, cuando se creó la Jurisdicción civil de Orden Público.

[4]  Dicho encuentro tuvo lugar en el campo madrileño de Chamartín, en la tarde del domingo, 19 de octubre de 1941, concluyendo con la victoria del Real Madrid por 4-3. Esa fecha permite situar perfectamente la cronología del presente relato.

[5]  San Martín de Valdeiglesias es centro de una zona vitivinícola del sur de la provincia de Madrid.

[6]  El Jefe del Estado español, Francisco Franco Bahamonde, tenía como residencia el palacio de El Pardo, en las inmediaciones de Madrid.

[7]  Dicho Tribunal tiene su sede en el número 81 de la madrileña calle de Fuencarral.

[8] Es decir, el 3 de noviembre (en este caso, del año 1941).

[9]  Famoso café de la Gran Vía madrileña, activo entre 1932 y 1975.

[10] Especie de escapulario con una imagen religiosa, que llevaban algunos combatientes para que parase milagrosamente las balas que les fuesen dirigidas. Por su más acendrada religiosidad, parece que abundaban más en los combatientes carlistas (también llamados tradicionalistas y requetés) que en otros hombres de armas.

[11] Esta es mi convicción literaria. En la opinión de otros, se presenta a la niña como la hija huérfana de una hermana de su acogedora quien, según eso, sería su tía. En la de otros más, la niña sería hija de Don Rafael y de su manceba, pero ello se compagina mal con la circunstancia, generalmente aceptada, de que, cuando uno y otra iniciaron su convivencia, ya estaba la niña junto a ambos. En fin, esto no es un ensayo, sino una historia novelada; de modo que no tengo por qué ofrecer certeza objetiva, para el caso de que esta fuese posible.

[12] Demófilo de Buen Lozano (1890-1946), ilustre magistrado y profesor, autor, entre otras obras, de la que consultó Rubén Garzón: Derecho civil español común, 2 vol., edit. Reus, 1ª edición, Madrid, 1936.

[13]  Lo referente a Juanita Alhama es imaginario, quizá inspirado en lo que he leído en algunas de las pocas referencias a ella en Internet: Que, ya que no su madre ni don Rafael, finalmente ella sí pudo acogerse a la ley del divorcio, que se aprobó en España en 1981. Diré aquello de se non é vero, é ben trovato.

[14]  En realidad, se trataba de Aldea Real (Segovia), que tenía a la sazón unos mil habitantes.

[15] En aquel entonces, los de valor superior a cien pesetas eran de quinientas y de mil.

[16] Marca de brandy de las bodegas de Pedro Domecq, producida en la época del relato.

[17]  Dicha operación político-militar se inició en junio-julio de 1941 y, sorprendentemente, no provocó la declaración de guerra de los Aliados a España.

[18] En este caso, alude al cementerio madrileño del mismo nombre.

[19] En el caso real, que esta anécdota novela, el prócer acompañó sus sabios consejos con la orden de que pusieran a disposición de su padre un vehículo oficial. Al parecer, el anciano no se avino a utilizarlo.

[20] Con la salvedad del nombre ficticio empleado en el relato, coincide con lo publicado en el diario ABC de Madrid, correspondiente al 24 de febrero de 1942, p. 7. Intendente General de la Armada es el mayor rango que puede alcanzarse en el Cuerpo de Intendencia de la Armada, equivalente al de Vicealmirante, o al de General de División.

[21] No quiero cerrar este relato sin sugerir dos lecturas muy fiables y de libre acceso por Internet, acerca del personaje histórico de D. Nicolás Franco Salgado-Araujo (1855-1942) y de su posible influencia en la forma de ser y la peripecia vital de su ilustre hijo, Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), Jefe del Estado español entre 1936 (1939, para toda España) y 1975. Dichos textos de recomendable y fácil lectura son los siguientes: Enrique González Duro, Franco: Una biografía psicológica, edit. Raíces, Las Rozas de Madrid, 1992, pp. 19-38; Rafael Abella, Nicolás Franco, el gallo de vuelo corto, Tiempo de Historia, año VII (1981), núm. 74, pp. 54-57. El primero de ellos ha constituido la principal fuente informativa de mi relato.