lunes, 14 de noviembre de 2022

PREHISTORIA DEL FISCAL INSTRUCTOR EN ESPAÑA (1967-1988)

 

 

PREHISTORIA DEL FISCAL INSTRUCTOR EN ESPAÑA (1967-1988)

Por Federico Bello Landrove

 

     A estas alturas (finales de 2022), seguimos dando vueltas a implantar en España la instrucción penal a cargo de los fiscales, relevando en tal tarea a los jueces de instrucción. En este ensayo se recogen abundantes datos históricos sobre el tema, en una época (1967-1988) en que se fueron perfilando los argumentos teóricos y prácticos sobre esa posibilidad de cambio, tal vez ligada a otra labor, aún pendiente: La de promulgar una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal que reemplace la de 1882, o lo que queda de ella.

 



1.      El Paleolítico: Del tardofranquismo, a la transición a la democracia


     Debemos consignar que la Ley de Enjuiciamiento Criminal (en lo sucesivo, LECr) de 14 de septiembre de 1882, vigente sin significativas modificaciones orgánicas en todo el periodo a que se alude en este capítulo, había acogido un sistema competencial en materia de enjuiciamiento de los delitos[1], que sustancialmente suponía:

     1º. La tajante separación de las fases de instrucción sumarial y de enjuiciamiento: la primera, a cargo de los Jueces de Instrucción; la segunda (salvo casos excepcionales y los asignados al tribunal del jurado[2]), a un tribunal colegiado, constituido en Sala de lo Criminal[3].

     2º. El sistema de instancia única, sin recurso de apelación contra las sentencias por delito. Así, el único recurso que se admitía contra dichas sentencias era el extraordinario de casación (por infracción de ley o por quebrantamiento de forma), a resolver por la Sala 2ª, de lo Criminal, del Tribunal Supremo de Justicia.

     3º. La indiferenciación, a efectos procesales y de competencia, de todos los delitos; de suerte que, por leves que fueran las penas contempladas, el juicio y el fallo competían a las Salas de lo Criminal, con posibilidad siempre de acceso al Tribunal Supremo, en casación.

     No pasó desapercibido a los legisladores el grave problema práctico que se presentaba, al llevar toda la plétora de delitos cometidos en el país ante las Salas de lo Criminal y, en su caso, ante el Tribunal Supremo; como tampoco la sobrecarga de trabajo que implicaba el que todo delito supusiese la instrucción de un sumario por un juez de instrucción. Menor, o nula, inquietud supuso entonces el sistema de instancia única. Es muy probable que se considerase alternativa suficiente el que la sentencia fuese dictada por un órgano colegiado, formado por un mínimo de tres magistrados, cabiendo la casación, un recurso extraordinario, pero de considerable amplitud[4].

     Para soportar la carga de trabajo de los jueces de instrucción, la LECr contemplaba únicamente paliativos limitados y de dudosa eficacia práctica, como los siguientes: A) La reducción del sumario a las actuaciones indispensables para preparar el juicio oral y adoptar las oportunas medidas cautelares (véase artº 299). B) La fijación orientativa de plazos breves para concluir los sumarios, como el bimestral a contar desde el auto de procesamiento (artº 302), o el de un mes desde su incoación, para iniciarse la inspección de la labor instructora por el tribunal competente, debiendo enviarle partes semanales de avance (artº. 324). C) La actuación de los jueces municipales, bien a prevención (arts. 307 y 308), bien por delegación, siempre de forma moderada (arts. 306 y 310). D) La labor inspectora del Fiscal del Tribunal competente, desarrollada por sí o por medio de sus auxiliares (véase artº 306), así como los recursos contra las denegaciones de las diligencias que se hubiesen solicitado (véase artº 311).

     Nos interesa especialmente la alusión de la LECr a la inspección de los sumarios por el Ministerio Fiscal, aunque esté muy alejada, desde luego, de una cooperación y, todavía más, de imaginar que el fiscal se configurara en el Derecho español como instructor. Esto último era algo completamente alejado de la vena judicial de la que se alimentaba una ley tan garantista y liberal, como es la LECr española. Por otra parte, en el orden práctico, el legislador era consciente de la casi imposibilidad de cargar a los fiscales con funciones investigadoras, más allá de las básicas o preliminares para presentar, en su caso, una denuncia o una querella: Véanse, a este respecto, las alusiones legales a la inexistencia de fiscales en la sede de la mayoría de los partidos judiciales (arts. 306, pfº 2, y artº 311, pfº 3), malamente subsanable mediante la delegación en los fiscales municipales[5], una vez que legalmente se dejó sin efecto la figura intermedia de los promotores fiscales[6].

     Si estos eran, a grandes rasgos, los temperamentos de un probable agobio de los juzgados de instrucción, el pensado para la inevitable plétora de juicios penales y sentencias de las Salas de lo Criminal fue insuficiente y efímero, ya que solo se mantuvo regulado durante un decenio (1882-1892): Se trataba de agregar a las 49 Salas de lo Criminal de las Audiencias Territoriales y Provinciales[7], otras 46 Salas, con sede en las cabezas de los partidos judiciales más importantes, o más alejados de las respectivas capitales de provincia[8]. Esas 46 Salas adicionales, que elevaban a 95 las de lo Criminal de todo el país, fueron suprimidas, por tristes razones de penuria financiera (si es que no había otros motivos no confesados), por la Ley de Presupuestos de 30 de junio de 1892[9], dejando las Salas de lo Criminal reducidas a cuarenta y nueve, sin perjuicio de la división en secciones de la de Madrid y algunas otras.    

     Para resumir: Cuando la LECr de 1882 optó por separar las funciones jurisdiccionales de instruir y fallar, ni se le ocurrió implementarla mediante la asignación de aquellas al Ministerio Fiscal, por muchas que fuesen las dificultades -sobre todo, prácticas- que implicasen sus consecuencias: instancia única y agobio para las Salas de lo Criminal de las Audiencias y del Tribunal Supremo. Lógico es concluir, a su vez, que esto lo acabaría pagando la razonable rapidez y agilidad en administrar la justicia penal.

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     La situación procesal penal que hemos resumido en el apartado anterior no experimentó cambios importantes en las décadas siguientes, lo cual parece llamativo en lo teórico y casi imposible en lo práctico. Puesto a indagar los motivos, cuando menos, a partir del final de la guerra civil de 1936-1939, sugiero dos, entre otros: 1º. La muy escasa cifra de criminalidad delictiva sufrida por la sociedad española, susceptible de afrontarse con un aumento razonable del número de secciones de las Salas de lo Criminal más agobiadas. Fue el mismo método empleado para aliviar el trabajo de los juzgados de instrucción, cada vez más concentrados en las capitales provinciales y, en los casos de los partidos judiciales más populosos, separando las tareas de juez de instrucción y juez de primera instancia. 2º. La atribución a los tribunales militares de la competencia en materia de delincuencia político-social, tan abundante en el periodo de posguerra[10]. Obviamente, cualquier delito que se atribuía a la jurisdicción militar era uno menos que obligara a trabajar a los juzgados y tribunales ordinarios.

     Esta situación hace crisis hacia la década de 1960, al fallar, cuando menos, las dos razones que la habían mantenido hasta entonces: 1º. La muy moderada cifra de delitos experimenta fuertes incrementos -en paralelo a la evolución social-, en materias tales, como los llamados delitos de uso y circulación de vehículos de motor[11], los relacionados con el tráfico de drogas y la variopinta delincuencia ligada al auge del turismo, desde los delitos que directamente tienen como autores o víctimas a extranjeros, a la delincuencia económica y urbanística enquistada en las zonas más turísticas. 2º. El régimen franquista entiende, al fin, que la jurisdicción militar no es la forma de reprimir la delincuencia político-social de menor entidad, pasados casi veinticinco años del final de la guerra civil, por más que siga en pie el sistema autoritario derivado de aquella. Reflejos puntuales de estas dos consideraciones van a ser las importantes modificaciones legales siguientes:

·         La creación del Tribunal y de los Juzgados de Orden público, por Ley 154/1963, de 2 de diciembre, para asumir la mayor parte de las competencias en materia político-social, hasta entonces asignadas a la jurisdicción militar. Con todo, la reforma sigue el modelo general de la LECr, en lo referente a separación de las funciones de instruir y de enjuiciar, a la instancia única y a la posición del fiscal como mero garante e impulsor de la legalidad, ejerciendo las acciones penales y civiles pertinentes.

·         La creación, tanto en la jurisdicción ordinaria, como en la militar, de jueces unipersonales (conocidos generalmente como jueces del automóvil) para la instrucción y fallo en primera instancia de los delitos relacionados con el uso y circulación de vehículos de motor: Ley 122/1962, de 24 de diciembre[12]. Supuso una verdadera revolución respecto del status quo de la LECr, en la medida que: A) Se diferenció entre delitos de menor entidad (castigados con penas de hasta arresto mayor y/o con daños valorados en no más de 500.000 pesetas), los cuales eran competencia del juez unipersonal, y los restantes delitos, más graves, que seguían siendo competencia de las Salas de lo Criminal de las Audiencias; y ello, aunque no se reformase el Código Penal para incluir esa nueva clasificación de las infracciones delictivas. B) Los jueces unipersonales del automóvil instruían y enjuiciaban las causas para las que eran competentes, no considerando tal duplicidad como una indebida parcialidad objetiva, por los prejuicios formados durante la instrucción de las diligencias. C) Las sentencias de los jueces unipersonales eran susceptibles de apelación ante las Salas de lo Criminal, produciéndose así una doble instancia. D) Como contrapartida, las sentencias de segunda instancia no tenían acceso al recurso de casación ante el Tribunal Supremo.

Con todo, la posición procesal del fiscal en estos delitos del automóvil siguió siendo la misma que en los demás hechos delictivos, no planteándose, por el momento, que sustituyera al juez unipersonal en la instrucción de lo que, pudorosamente, no se denominaba ya sumario, sino diligencias preparatorias.

     Estas reformas y, muy particularmente, las de la Ley del Automóvil de 1962, sentarían las bases para la reforma de la LECr de abril de 1967, a la que paso a referirme con cierto detalle a continuación.

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     En los años previos a la reforma de la LECr de abril de 1967, surge en el ambiente hispano, así teórica como prácticamente, la posibilidad de que el fiscal instruya las causas criminales. En lo doctrinal, quizá pueda entenderse a los procesalistas Alcalá-Zamora Castillo y Fairén Guillén[13] como pioneros de tal opción para nuestro ámbito cultural. En lo práctico, algunas de las tensiones sociales surgidas en la sociedad española de aquel tiempo pretendieron ser combatidas, colocando a los fiscales a la cabeza de las fuerzas de orden público, aconsejándolas y dirigiéndolas en su faceta de actuación en materias judicializables[14]; algo muy razonable en un régimen autoritario -por no llamarlo dictatorial-, que podía manejar con mucha mayor eficacia y facilidad a los fiscales, que no a los jueces de instrucción. Pero lo cierto es que, cuando el Gobierno tuvo que implementar un mecanismo procesal que mitigara la plétora de asuntos penales que llegaban a las Audiencias y a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, se olvidó de la opción por el fiscal instructor, por más que alguna huella de tal veleidad quedase en el texto legislativo. Fue la Ley Penal del Automóvil de 1962 la que marcó la pauta, conforme a lo que acabo de exponer sobre esta y a continuación escribiré sobre la reforma de la LECr de 8 de abril de 1967.

     Me interesa comenzar la referencia de esta ley[15] aludiendo a su exposición de motivos, en concreto, a su apartado 5, en el que, con carácter general y con amplitud, se expone cómo queda el procedimiento de urgencia de la LECr, tras insertar en esta, mal que bien, el contenido reformador de la nueva Ley. Estructuraré dicho apartado 5 en los siguientes puntos:

     1º. Se generaliza para todos los delitos públicos de menor entidad un proceso de urgencia similar al regulado en la Ley del Automóvil de 1962, entendiendo como delitos menores los castigados con penas de arresto mayor, privación del permiso de conducir -cualquiera que fuere su duración- y multas de hasta 50.000 pesetas. Ello quiere decir que este procedimiento de urgencia para delitos menores será instruido y fallado en primera instancia por los jueces de instrucción, con posibilidad de apelar ante la Sala de lo Criminal de la Audiencia, pero no de formular recurso de casación ante el Tribunal Supremo.

     2º. El procedimiento de urgencia ante los jueces de instrucción se simplifica en todo lo posible, prescindiendo, entre otras cosas, del auto de procesamiento y de buena parte de los trámites de la llamada fase procesal intermedia[16]. Implícitamente, se reconoce que estas simplificaciones tratan de moderar las críticas tradicionales al hecho de que el mismo juez que instruya, falle. El legislador trata de minimizar la citada objeción, mediante un método muy común en España, incluso en aquellos tiempos de relativo aislacionismo: el de indicar que en otros sistemas desempeñan una función semejante los llamados jueces correccionales.

     3º. Se admite la posibilidad de que el Ministerio de Justicia asigne el conocimiento de los procedimientos de urgencia a determinados jueces de instrucción, cuando así lo aconseje el volumen de asuntos de un partido judicial; pero ello es una mera posibilidad, no una necesaria especialización, a diferencia de lo que venía sucediendo desde la ley de 1962 en materia de uso y circulación de vehículos de motor.

     4º. Se establece también una generalización del procedimiento de urgencia para los delitos competencia de las Salas de lo Criminal de las Audiencias, siempre que se trate de delitos públicos menos graves, es decir, los castigados con penas iguales o inferiores a presidio o prisión menor, o, incluso, a presidio o prisión mayor, siempre que pudiesen considerarse infracciones flagrantes. Este procedimiento simplificado no altera el régimen de recursos contra las sentencias, es decir, el acceso al de casación ante el Tribunal Supremo.

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     Decía antes que, aunque en ninguna de las reformas de la LECr hasta el presente (2022) se haya implantado la figura del fiscal instructor, suelen haber quedado en ellas algunas huellas de que eso fue lo que se pretendió, o a lo que se tendió en un primer momento. En lo que hace a la reforma de 1967, aparte algunas alusiones a las relaciones del fiscal con la policía judicial, que no modifican significativamente la situación anterior[17], creo muy significativo el artº 781.1, que quedó redactado de la siguiente forma: El Fiscal de la Audiencia se constituirá en las actuaciones por medio de sus Auxiliares o delegando sus funciones en el Fiscal Municipal o Comarcal respectivo. Podría parecer un remedo de lo preceptuado en el artº 306 de la redacción original de la LECr -que, por lo demás, seguía vigente para el procedimiento ordinario-, pero hay una diferencia esencial, según me parece: La de que lo que era inspección a cargo del fiscal de la instrucción sumarial del juez competente, se convierte ahora en una constitución del Fiscal de la Audiencia en las actuaciones. Y, por muy ambiguo que sea eso de constituirse en las actuaciones, todos entendemos que supone, cuando menos, que no basta con que el Fiscal inspeccione, por delegado o a distancia, la causa, sino que ha de estar presente formal y materialmente en el juzgado; y no cuando pueda o le parezca bien, sino en todo caso, si bien la representación del Ministerio Público puede asignarse, no solo al Fiscal de la Audiencia o a sus auxiliares (teniente fiscal y abogados fiscales, según la terminología de la época), sino al fiscal municipal o comarcal respectivo, por delegación.

     Podría llevarnos muy lejos -seguramente, demasiado- poner en relación este pfo. 1º del artº 781, con su pfo. 2º, cuando alude a los servicios de investigación que el Ministerio Fiscal encomiende a la Policía judicial, sin que la ley distinga entre que se haya iniciado o no el procedimiento (diligencias previas), ni ponga objeción a que el resultado de tales investigaciones se haga llegar a la causa, como una diligencia procesal más. De entenderlo así, nos hallaríamos en la práctica con una especie de instrucción a cuatro manos (las del juez y las del fiscal), ya que la Policía judicial se debe ex lege a ambas autoridades, sin discriminar los casos en que el juez haya abierto ya las actuaciones judiciales.

     En cualquier caso, remitámonos a la historia, que me parece concluyente para la España procesal penal de aquel tiempo: En la generalidad de los casos, los fiscales siguieron tan alejados de los juzgados de instrucción y de su tarea investigadora, como lo habían estado en los tiempos precedentes de una efectiva inspección de los sumarios. Si algo cambió -mejoró-, fue de la mano de los fiscales municipales y comarcales quienes, cada vez más numerosos y mejor preparados, pudieron desempeñar las tareas legales por delegación, pero siendo esta en la práctica, en contra del sentido de la ley, general salvo indicación en contrario; vamos, que existía una presunción iuris tantum de que el Fiscal cumpliría con lo preceptuado en el artº 781.1 LECr, siempre por delegación.

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     Aunque este capítulo esté resultando demasiado largo, no quiero pasar por alto, al concluirlo, la siguiente pregunta: ¿Qué hacía tan reacio al legislador de aquellos tiempos dictatoriales, a implantar la instrucción a cargo del Fiscal, cuando menos, en los casos en que los jueces instructores tuviesen que juzgar los delitos? La pregunta -quizá algo ociosa o anacrónica para aquellos años- tiene gran interés y actualidad, habida cuenta de que, si bien los tiempos han cambiado mucho, el Ministerio Fiscal español sigue hasta el momento (2022) sin instruir las causas criminales, como no sea -a partir del año 2000- en el caso tan especial de la justicia de menores.

     Si continuamos refiriéndonos a los años de 1967 y anteriores, la respuesta a la citada pregunta puede resultar relativamente fácil: El sistema de juez instructor era el tradicional de España y, en general, venía dando buenos resultados; por lo menos, no era de esperar que otro modo de instruir los diese mejores. Añádase a ello el que, en un régimen autoritario como el franquismo, plantearse -como lo había hecho Alonso Martínez- objeciones de parcialidad objetiva por prejuicios al fallar tras haber instruido, era una gollería, en el sentir de nuestros políticos de entonces. Finalmente, los modelos europeos en la materia eran diversos, sin predominio absoluto de ninguno, y tampoco era la España de la época un país abierto a los aires del extranjero, ni preocupada por homologarse a patrones europeos.

     Todo eso es cierto, pero ya periclitado en la actualidad. En cambio, hay razones que han persistido bastante más o, incluso, que continúan vigentes. Aludiré a ellas, considerando las que -en mi opinión de conocedor práctico de la materia[18]- afectaron, o afectan, a los fiscales, a los jueces y a los abogados.

·         Sobre los fiscales. Tradicionalmente, los efectivos de la carrera fiscal vinieron teniendo como sede las capitales de provincia, y considerándose funcionarios de alta cualificación teórica penal, pero de escasos conocimientos e interés por la criminalística y la instrucción criminal. Descansando en este planteamiento, los sucesivos gobiernos no pusieron especial interés en incrementar las plantillas, ni en establecer subsedes en todo el tejido espacial español. La presencia de los fiscales municipales -y luego, de los comarcales-, aunque pensada para los juicios de faltas, podía cubrir por delegación los casos más necesarios de presencia del fiscal en los juzgados de instrucción de los pueblos. Así, en el momento en que se aprobaba la esencial reforma de la LECr de 1967, el número de efectivos del Ministerio Fiscal en toda España era de alrededor de quinientos funcionarios, la mitad de los cuales, aproximadamente, eran fiscales municipales y comarcales. Indudablemente, muy pocos para la cantidad de juzgados de instrucción existentes[19]. Por tanto, desde el punto de vista del agobio práctico, sustituir a los jueces de instrucción por fiscales instructores no parecía una buena fórmula, sino una plasmación del tópico de desnudar a un santo para vestir a otro.

·         Sobre los jueces. Por razones de prestigio y de amor propio, los jueces han sido poco proclives a renunciar a su competencia instructora, para pasársela a los fiscales; y eso, aunque fuesen conscientes de que la carga de trabajo entre ambas carreras estaba muy desnivelada, en beneficio de los fiscales. En un país en que quizá el mayor respeto a los jueces no venía de la mano de la dignidad de su función, sino de que dirigían -o lo intentaban- a buena parte de los agentes del orden público, pasar el control y dirección de estos, exclusivamente, al Ministerio Público, se reputaba nefasto para la consideración social de la carrera judicial en España. Pueden parecer consideraciones ramplonas, y hasta baladíes. Para quienes así opinen, aportaré razones de mayor peso teórico para que los jueces recelasen de los fiscales como instructores: Así, la verdadera falta de independencia de los fiscales de las autoridades políticas, asegurada por una nefasta implementación de los nombramientos de los fiscales jefes, transmitida a los fiscales de base por los principios de unidad y dependencia. Así, también, el razonable temor a una instrucción penal sesgada, es decir, encaminada a aportar los elementos de cargo y dejar los de descargo para su llevanza al juicio por los abogados defensores. Y, por supuesto, la complejidad de la inevitable consecuencia de implantar el fiscal instructor: fijar los límites de las diligencias y medidas cautelares que los jueces habrían de autorizar, como jueces de garantías. Todo ello, en un país que aún arrastraba los estigmas de una guerra civil nunca del todo concluida por la paz, sino por la victoria de uno de los bandos; y que tenía por jefe del Estado y del Gobierno a un dictador militar, que nunca consintió límites significativos a su poder (por cierto, tampoco a cargo de los jueces: reconozcámoslo, por si a alguno de ellos se le ocurrió entonces engreírse y mirar despectivamente a los, también, sumisos fiscales).

·         Sobre los abogados. Desde su punto de vista de defensores -el más frecuente, con mucho, de los letrados criminalistas-, los abogados están muy interesados en mantener una igualdad de armas, que es como suele denominarse el equilibrio procesal entre acusadores -fiscales- y acusados -defensores-. Clave para conseguirlo es que la instrucción corra a cargo de un órgano imparcial por naturaleza -el juez-, que aporte al proceso, con independencia e imparcialidad, tanto lo que favorezca al acusado, como lo que le perjudique. Poniendo la instrucción -se piensa, razonablemente- en manos del fiscal, la situación cambiará radicalmente, en perjuicio de los acusados y, o no habrá fórmula idónea para subsanarlo[20], o los paliativos llegarán demasiado tarde y de forma mucho más costosa para conseguirlo[21]. Son motivos más que sobrados para que los abogados, individual y corporativamente -Colegios profesionales-, vean mal todo incremento de poderes y funciones del fiscal, llegando incluso a formar los oportunos grupos de presión -lobbies- para tratar de impedirlo.

El hecho de que los ministros de Justicia fueran durante largos años en el franquismo de extracción no judicial, sino ligada a la abogacía[22] -fuera esta ejerciente o no-, pudo contribuir a que prosperase esa suspicacia hacia el fiscal, neutralizando con éxito la natural tendencia de toda dictadura -y aún de todo gobierno- de apoyarse en el Ministerio Público para controlar en lo posible el Poder Judicial[23].

 

 

2.      El Mesolítico: 1978-1987

 

     El artículo 117 de la Constitución.

     Seguramente sin ánimo de dirimir la contienda entre partidarios de la instrucción penal a cargo de los jueces y los del fiscal instructor, el artº 117 de la Constitución Española de 27 de diciembre de 1978, tiene en sus números 3 y 4 el siguiente tenor literal:

     3. El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan.

     4. Los Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho.

     Sin necesidad de ser muy puntilloso, parecía claro que el juego de las dos expresiones que me he permitido subrayar en lo que antecede llevaba a que los jueces no pudieran instruir las causas criminales, dado que dicha función no estaba comprendida en el artº 117 de la Constitución Española (en lo sucesivo, CE), ni podía decirse con fundamento que les hubiese sido expresamente atribuida en garantía de cualquier derecho. Partidarios de interpretar este precepto de forma literal, sin entrar mucho en la mens legis ni, menos aún, en la mens legislatoris, clamaron desde entonces contra la instrucción por los jueces, considerándola inconstitucional, no ya porque hubiera procesos en que el mismo instructor fallase, sino porque la labor instructora no entraba dentro de las funciones de los jueces y tribunales.

     En todo caso, muchísimos años después de entrar en vigor la CE, la instrucción judicial sigue en pie, más o menos maltrecha, pues ha sido solo una parte de ella la que el Tribunal Constitucional vino a declarar inconstitucional[24]: la que implicaba necesariamente que el propio juez instructor de la causa fuese quien enjuiciase el caso. Era el punto final de aquella fórmula inicialmente ensayada en la Ley del Automóvil de 1962 y, consecutivamente, por las reformas de la LECr de 1967 y -a la que ahora aludiremos- de 1980. Muchos creyeron que, al propio tiempo, era el amanecer para la aparición en España del fiscal instructor, pero, si siguen leyendo, verán que, finalmente, se optó por otra fórmula, que es la que ha continuado hasta el presente (2022).

     La Ley Orgánica 10/1980, de 11 de noviembre[25].

     Es probable que, además de perseguir el objetivo de una mayor agilidad procesal y potenciación de la conformidad previa al juicio oral, el legislador persiguiese con esta ley orgánica la finalidad de salir al paso -absurdamente, hay que decir- de las críticas tradicionales contra el juez bifronte -instructor y enjuiciador-, que el reciente acceso de España a la democracia robustecía. De ser así, era un paso más en el terco nominalismo de creer que las cosas -en este caso, la investigación criminal procesal- pueden cambiar de sustancia, por el hecho de llamarlas de otra forma (sumario, diligencias previas, actos de investigación, o como se quiera). Obviamente, tampoco solucionaba la crítica al juez bifronte el hecho de que la instrucción se agilizara y redujese a un mínimo; en ocasiones, con detrimento de la reflexión, lo que suponía otro defecto más. Por lo demás, esta ley de 1980 implicaba meros retoques de la reforma de 1967 de la LECr, sin alterar para nada sus principios: delitos menos graves; juez que instruye y falla; doble instancia; no acceso a la casación.

     Desde el punto de vista de una mayor implicación práctica del fiscal en la instrucción, la Ley Orgánica 10/1980 es recordada, principalmente, por dos detalles poco significativos en sí, pero interesantes, en todo caso: 1º. El deber de la Policía judicial de entregar al fiscal una copia de todos los atestados que remitiese al juez de instrucción, al mismo tiempo que a este (artº 4). 2º. La necesidad de adscribir permanentemente a un fiscal a todos los juzgados de instrucción que conociesen, con carácter exclusivo, de los procedimientos dispuestos en esta Ley (Disposición final segunda).

     Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, de 30 de diciembre de 1981[26].

     Bien podría decirse que, en lo relativo a la cuestión candente del fiscal instructor, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (en lo sucesivo, EOMF) fue el parto de los montes; algo explicable, probablemente, por el hecho de que el legislador se sentía inclinado a acoger ese sistema, pero resultaba inidóneo -cuando no constitucionalmente dudoso- que se creara la figura del fiscal instructor cuando las normas orgánicas del Poder Judicial -a la sazón, todavía, encabezadas por la LOPJ de 1870-, y la propia LECr contemplaban la existencia de juzgados y de jueces de instrucción; y tanto más, cuanto que el EOMF -en una muestra de poco respeto hacia el Ministerio Público- no se tramitó como ley orgánica, sino ordinaria. Así, el fiscal del nuevo EOMF quedó en una especie de tierra de nadie, aunque con un claro avance hacia el sistema de instrucción a su cargo.

     Los artículos clave para entender lo que tratamos son el 3º, punto 5, el 4º, punto 4, y, muy principalmente, el artº 5º[27], posteriormente (años 2000, 2003 y 2007) modificado en algunos aspectos poco transcendentes en teoría. La redacción original de dichos preceptos rezaba así:

     Artº 3º.5.- … Corresponde al Ministerio Fiscal: … 5. Intervenir en el proceso penal, instando de las Autoridades Judiciales la adopción de las medidas cautelares que procedan y la práctica de las diligencias encaminadas al esclarecimiento de los hechos, pudiendo ordenar a la Policía Judicial aquellas otras que estime oportunas.

     Artº 4º.4.- El Ministerio Fiscal, para el ejercicio de sus funciones, podrá: … 4. Dar a cuantos funcionarios constituyen de Policía Judicial las órdenes e instrucciones procedentes en cada caso.

     Artº 5º.- El Fiscal podrá recibir denuncias, enviándolas a la autoridad judicial o decretando su archivo cuando no encuentre fundamento para ejercitar acción alguna, notificando en este último caso la decisión al denunciante.

     Igualmente y para el esclarecimiento de los hechos denunciados o que aparezcan de los atestados de los que conozca, puede llevar a cabo u ordenar aquellas diligencias para las que esté legitimado según la Ley de Enjuiciamiento Criminal, las cuales no podrán suponer la adopción de medidas cautelares o limitativas de derechos. No obstante, podrá ordenar el Fiscal la detención preventiva.

     Todas las diligencias que el Ministerio Fiscal practique o que se lleven a cabo bajo su dirección gozarán de la presunción de autenticidad.

     Por otra parte, si recordamos la frecuente alusión legal a los fiscales municipales y comarcales como delegados de los fiscales en la instrucción penal, comprenderemos la importancia de la decisión asumida en el EOMF de 1981, de integrar a aquellos fiscales dentro de la llamada, en sentido estricto, Carrera Fiscal. Conforme al artº 32 del citado EOMF, el Ministerio Público se constituye en cuerpo único; y el artº 34 reconoce dentro de él solo tres categorías: Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, Fiscales y Abogados-Fiscales. La definitiva fusión de las dos Carreras se reguló y llevó a cabo por el Real Decreto 545/1983, de 9 de febrero (BOE nº 66, de 18 de marzo), curiosamente, antes de que la LOPJ de 1985 diera fin a los juzgados municipales y comarcales, así como a los jueces de dicha especie, integrando la Justicia municipal en los Juzgados de primera instancia e instrucción.

     Real Decreto 769/1987[28], sobre regulación de la Policía Judicial.

     Siguiendo el planteamiento de la LECr y otras leyes procesales penales posteriores, este Real Decreto viene a consagrar un completo paralelismo y equiparación en las relaciones de la Policía judicial con jueces y fiscales, ya desde su Exposición de Motivos, y lo desarrolla a lo largo de su articulado[29]. Ello parece apuntar a una cobertura de la posibilidad de que el fiscal pudiera pasar, en un futuro más o menos próximo, a ser el instructor de las causas criminales. En cualquier caso, el Real decreto de 1987, todavía vigente, no tendría que ser modificado ante el evento antes indicado. Cosa distinta es que la Policía judicial que configura sigue siendo administrativamente una entelequia, alejada en la práctica de lo que supondría un segmento policial autónomo, verdaderamente controlado y dirigido por jueces y fiscales. Con todo, aunque la norma es muy conservadora en este sentido, presenta algunas peculiaridades -no siempre novedades absolutas-, entre las que encuentro las siguientes:

     1ª. La creación de unidades de Policía judicial adscritas, con carácter permanente y estable, a aquellos juzgados, tribunales y fiscalías que así se acuerde, por requerirlo su ritmo de actividades. En cualquier caso, tal creación es una facultad del Ministerio del Interior de carácter potestativo (véase artº 23 del Real Decreto).

     2ª. La creación de una Comisión Nacional y de Comisiones Provinciales de Coordinación de la Policía Judicial, cuyos objetivos explica la Exposición de Motivos del Real Decreto, y de las que forman parte los jefes de sus unidades orgánicas, junto con las máximas autoridades judiciales y fiscales (véase, para las Comisiones Provinciales, el artº 34 del Real Decreto).

     El precepto que parece tender más a potenciar una mayor implicación de los fiscales en la investigación criminal, aunque con relevancia procesal indeterminada, es el artº 20 del citado Real Decreto, cuyo contenido literal es como sigue: Cuando los funcionarios integrantes de las Unidades Orgánicas de la Policía Judicial realicen diligencias de investigación criminal formalmente concretadas a un supuesto presuntamente delictivo, pero con carácter previo a la apertura de la correspondiente actuación judicial, actuarán bajo la dependencia del Ministerio Fiscal. A tal efecto, darán cuenta de sus investigaciones a la Fiscalía correspondiente que, en cualquier momento, podrá hacerse cargo de la dirección de aquéllas, en cuyo caso los miembros de la Policía Judicial actuarán bajo su dependencia directa y practicarán sin demora las diligencias que el Fiscal les encomiende para la averiguación del delito y el descubrimiento y aseguramiento del delincuente.

 

 

3.      El Neolítico: La Ley Orgánica 7/1988, de 28 de diciembre[30]

 

     Unas consideraciones preliminares

     Enlacemos ahora con lo reflejado en el capítulo anterior[31], en el sentido de que, allá por los años de 1980, ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ni nuestro propio Tribunal Constitucional, consideraron legalmente permisible que un mismo órgano judicial instruyese y fallase las causas criminales, por afectar negativamente al derecho fundamental a un tribunal -objetivamente- imparcial. No era un juicio sorprendente ni novedoso, pero venía, por fin, a colocar a nuestro legislador ante el siguiente dilema: O dejaba sin efecto las facultades de enjuiciamiento del juez instructor, asignándoselas a otro juez o tribunal, o bien traspasaba la instrucción al Ministerio Fiscal, convirtiendo al juez instructor en un juez de garantías, para autorizar aquellas diligencias de investigación que afectasen a los derechos fundamentales.

     Digamos unas palabras, como inciso, acerca de la época en que el susodicho dilema se suscitó en España, no remontándonos más allá de unos pocos años. En 1982, se había hecho cargo del Ministerio de Justicia un ministro, Don Fernando Ledesma[32], no abogado, sino destacado miembro de la judicatura, en su modalidad de lo Contencioso-Administrativo; por tanto, persona sin prejuicios o ataduras interesadas con la abogacía ejerciente, que -como ya hemos indicado- siempre miró con gran preocupación el aumento de poderes del Fiscal en la Justicia penal. En 1986, las elecciones generales volvieron a suponer un triunfo para el PSOE, que obtuvo 184 escaños sobre los 350 con que cuenta el Congreso de los Diputados: Es decir, en principio, una mayoría absoluta, suficiente para aprobar, por sí solo, las leyes orgánicas[33]. Finalmente, recordemos que España había ingresado en la Comunidad Económica Europea el 12 de junio de 1985, con efectos de 1 de enero de 1986; siendo así que el sistema de fiscal instructor era el preponderante en los países que entonces conformaban dicha Comunidad.

     Sin ánimo de entrar en personalismos, ni de argumentar con motivos de cuya certeza carezco, he de completar lo señalado en el párrafo anterior, con un importante hecho histórico: El 12 de julio de 1988, en plena ebullición del tema del fiscal instructor, pasó a ser ministro de Justicia Don Enrique Múgica[34]. Me atrevo a pensar que, más permeable que su antecesor a argumentos contrarios a la instrucción por el fiscal español, sentía con mayor intensidad los peligros de aquel para la igualdad de armas en el proceso y para una imparcialidad que ponía constantemente en peligro el sistema de designación del Fiscal General del Estado y, por derivación, de los demás fiscales jefes. Es probable que de todo ello le imbuyera su amigo, paisano y coetáneo, Don Juan María Bandrés[35], diputado y presidente del pequeño partido Euskadiko Eskerra, que tan solo contaba con dos escaños en el Congreso de entonces. El Señor Bandrés era un notable abogado en ejercicio -famoso por su intervención como defensor en procesos políticos[36]- y un conspicuo integrante de comités y organismos internacionales en defensa de los derechos humanos[37], quien, en cualquier caso, batalló eficazmente y votó en el Congreso para evitar que se acogiera la fórmula del fiscal instructor, como respuesta a la inconstitucionalidad del juez bifronte, instructor y sentenciador.

      Esté yo en lo cierto, o no, en este planteamiento, la verdad inconcusa es esta[38]: en el otoño de 1988 estuvo más cerca que nunca la plasmación legal del fiscal instructor en el proceso penal español. Pero la reforma legal que entró en las Cortes con el marchamo de impulsar el modelo de fiscal instructor, salió de las mismas con la solución alternativa: un juez para instruir y otro distinto para fallar.

     La solución final, por ahora: La creación de los Juzgados de lo Penal.

     La reforma de la LECr de 28 de diciembre de 1988 perseguía un objetivo básico, reconocido así en su Preámbulo:

     La Constitución española y los Convenios internacionales en materia de derechos humanos suscritos por España reconocen, con el carácter de fundamental, el derecho a un juicio público con todas las garantías, entre las cuales figura el derecho a un juez imparcial.

     El Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han considerado que la imparcialidad del juzgador es incompatible o queda comprometida con su actuación como instructor de la causa penal.

     La presente Ley Orgánica pretende acomodar nuestra organización judicial en el orden penal a la exigencia mencionada, mediante la introducción de una nueva clase de órganos unipersonales: los Juzgados de lo Penal.

     Tales Juzgados tendrán ámbito provincial, si bien podrán tener una jurisdicción (sic) inferior cuando el volumen de asuntos así lo justifique. Al Juzgado de lo Penal se atribuye el conocimiento de las causas por delitos castigados con pena de hasta seis años de privación de libertad, manteniéndose la instrucción de las diligencias previas de dichas causas en los Juzgados de Instrucción.

     Las sentencias de los Juzgados de lo Penal quedan sujetas, como antes las de los jueces de instrucción, a un sistema de doble instancia, mediante recurso de apelación ante la Audiencia provincial correspondiente (artº 795.1 LECr, nueva redacción).

     No se crea que la concesión legal al sistema de juez instructor suponga el abandono del de fiscal instructor, como veremos en el apartado siguiente y en el capítulo 4 del presente ensayo. Desde la ampliación de las plantillas del Ministerio Fiscal, a los sucesivos retoques de las disposiciones legales ulteriores, todo parece corroborar que el Gobierno[39] esté empeñado -con toda la torpeza y timidez que se quiera- en implantar en España el modelo que se dice propio del Derecho procesal europeo, es decir, aquel en que los fiscales instruyan. Poco a poco, dicha opinión ha ido ganando a jueces y fiscales, y hasta los abogados parecen resignados a que los fiscales alcancen el notable poder de ser ellos quienes instruyan. ¿Qué impide, pues, que la reforma se consume? En puridad: la desconfianza hacia un Ministerio Público demasiado mediatizado por el Poder ejecutivo. Hoy por hoy, ese temor a fiscales politizados y con seguidismo del gobierno de turno, parece ser más fuerte que el que Moreno Catena reflejaba hacia los jueces, allá por el año 2007[40], cuando juzgaba valioso desapoderar a los jueces de instrucción de su papel hegemónico en la instrucción penal, donde hacían y deshacían de acuerdo solo con su criterio, y con una tímida y escasa intervención del Ministerio Fiscal para corregir alguna vez excesos judiciales.

     Lejos de esta opinión, yo sostengo la contraria: Si algo se han ganado los jueces de instrucción en España a través de los años ha sido el general respeto a su correcta actuación procesal, que muy dudosamente será alcanzado por los fiscales, si algún día llegan a instruir las causas criminales.

     Huellas de un intento mucho más ambicioso: Promoción de un fiscal más activo.

     Como ya sucedió con la reforma de la LECr de 8 de abril de 1967[41], la de 28 de diciembre de 1988 dejó en su articulado algunas huellas o vestigios de lo que pudo ser y no fue: la implantación del fiscal instructor. Casi toda la doctrina coincide en recordar, a estos efectos, lo preceptuado en el artº 785 bis LECr, es decir, la regulación más precisa de las diligencias informativas y de investigación llevadas a cabo por los fiscales para preparar, en su caso, la entrada del juez de instrucción en los casos aparentemente delictivos. Pero yo no olvidaría el tono imperativo y detallado que adoptó el artº 781 LECr, excitando u ordenando la constitución del fiscal en las actuaciones penales y la facultad de impulso procesal, con un doble objetivo: ayudar al instructor y agilizar y simplificar la instrucción. Recordemos, sin más, el contenido textual de dicho artº 781:

     El Fiscal se constituirá en las actuaciones para el ejercicio de las acciones penal y civil conforme a la Ley. Velará por el respeto de las garantías procesales del imputado y por la protección de los derechos de la víctima y de los perjudicados por el delito.

     En este procedimiento (es decir, el de urgencia) corresponde al Ministerio Fiscal, de manera especial, impulsar y simplificar su tramitación sin merma del derecho de defensa de las partes y del carácter contradictorio del mismo, dando a la Policía Judicial instrucciones generales o particulares para el más eficaz cumplimiento de sus funciones, interviniendo en las actuaciones, aportando los medios de prueba de que pueda disponer o solicitando del Juez de Instrucción la práctica de los mismos, así como instar de este la adopción de medidas cautelares o su levantamiento y la conclusión de la investigación tan pronto como estime que se han practicado las actuaciones necesarias para resolver sobre el ejercicio de la acción penal.

     En honor a la verdad, manifiesto mi opinión de que tan extenso recordatorio de lo que el fiscal ya debía hacer, por lo menos, desde 1882, no trajo consigo una modificación relevante en sus usos y costumbres, que siguieron siendo, en general, pausados, cuando no pasivos. Tengo la impresión de que, si en algún juzgado de instrucción el fiscal tuvo una actuación y una iniciativa más enérgicas, fue en los Juzgados Centrales de la Audiencia Nacional, donde es posible que la oración se volviese por pasiva, siendo los jueces quienes descansaban excesivamente sobre sus fiscales, cosa que tal vez tuviese explicación por el volumen y dificultad de las instrucciones criminales que debían abordar.

     Pero vamos ya con el artº 785 bis LECr, que sí vino a suponer un cambio muy significativo en las prácticas de las Fiscalías, propiciado por la iniciativa -no siempre deseable y de buena fe- de los políticos y letrados que suelen estar detrás de la voluntad de que las denuncias vayan a parar a las fiscalías, antes de reproducirlas, en su caso, en los juzgados. Este era el texto del precepto, tal y como quedó redactado en 1988:

1.      Cuando el Ministerio Fiscal tenga noticia de un hecho aparentemente delictivo, bien directamente o por serle presentada una denuncia o atestado, practicará él mismo u ordenará a la Policía Judicial que practique las diligencias que estime pertinentes para la comprobación del hecho o de la responsabilidad de los partícipes en el mismo. El Fiscal decretará el archivo de las actuaciones cuando el hecho no revista los caracteres de delito, comunicándolo con expresión de esta circunstancia a quien hubiere alegado ser perjudicado u ofendido, a fin de que pueda reiterar su denuncia ante el Juez de Instrucción. En otro caso instará del Juez de Instrucción la incoación de las correspondientes diligencias previas con remisión de lo actuado, poniendo a su disposición al detenido, si lo hubiere, y los efectos del delito.

2.      El Ministerio Fiscal podrá hacer comparecer ante sí a cualquier persona en los términos establecidos en esta Ley para la citación judicial, a fin de recibirle declaración, en la cual se observarán las mismas garantías señaladas en esta Ley para la prestada ante el Juez o Tribunal.

3.      Cesará el Fiscal en sus diligencias tan pronto como tenga conocimiento de la existencia de un procedimiento judicial sobre los mismos hechos.

     Entre las limitaciones a las expresadas diligencias de investigación, la LECr no contemplaba, ni contempla, la de que tuviesen un plazo máximo de duración. La fijación de este ha sido consecuencia de adiciones legales al artº 5º del EOMF, promulgadas sucesivamente en 2003 y 2007[42]. El plazo, salvo prórroga autorizada motivadamente por el Fiscal General del Estado, es de seis meses para los casos ordinarios, y de un año para la investigación de los delitos relativos a la corrupción y la criminalidad organizada.

     Sin el propósito de profundizar en la complicada interpretación del precepto relativo a las diligencias informativas y de investigación[43], puede empezarse con una perogrullada: Las diligencias que practica el fiscal, por sí y ante sí, no tienen valor procesal inmediato, si no media la intervención judicial y se ratifican de algún modo ante el juzgado competente. Ni siquiera se ha dignado el legislador incluir en la regulación de la LECr el modesto privilegio concedido por el EOMF (artº 5º), a saber:

        Todas las diligencias que el Ministerio Fiscal practique o que se lleven a cabo bajo su dirección gozarán de la presunción de autenticidad.

     Lo cual no quiere decir, en mi opinión, que dicha presunción haya quedado tácitamente derogada por las reformas posteriores de la LECr.

     Se ha resaltado, por lo que supone de relativa pérdida de tiempo y de esfuerzo, el hecho de que el decreto de archivo de las diligencias de investigación por el fiscal no impide a quien esté legitimado el reiterar su denuncia ante el juez de instrucción. Pero la verdad es que, por doloroso que sea para el fiscal a quien le lleven la contraria, no se me ocurre que su resolución deba cegar la intervención judicial, ni siquiera admitiendo la posibilidad -hoy, puramente facultativa- de que el perjudicado u ofendido pueda recurrir en queja a la Inspección Fiscal o al superior jerárquico del fiscal que hubiese decretado el archivo.

     Finalmente, los plazos límite para las diligencias de investigación nada tienen para llamar la atención, desde el momento en que la LECr también contempla expresamente plazos máximos y prórrogas para la instrucción a cargo de los jueces[44].   

     En todo caso, justo es insistir en que las diligencias de investigación llevadas a cabo por el fiscal de ningún modo pueden entenderse como un sucedáneo de la instrucción a su cargo, sino como la tímida alusión por la LECr a una investigación del Ministerio Fiscal, preliminar al inicio de las actuaciones judiciales, y que debe cesar tan pronto como estas den comienzo[45].

 

 

4.      Algunos hitos posteriores a 1988: ¿Estamos en la Protohistoria?[46]

 

     Partamos de una consideración evidente: Al momento de redactar estas líneas, está concluyendo el año 2022 y en España sigue sin existir el fiscal instructor en la LECr. ¿Es que se ha desistido de implantarlo? Obviamente, no, a juzgar por las declaraciones y proyectos que las personas e instituciones más cualificadas formulan a este respecto. ¿Se ha hecho algo para avanzar por este camino? ¿En qué sentido?

     Si cabe una única respuesta a estas dos últimas preguntas, sería la de que se han realizado considerables avances en dos líneas, que me parecen convergentes: simplificar la instrucción para los delitos de menor entidad y exigir la participación activa del fiscal desde los primeros momentos de la instrucción. Tal vez, el primer paso legal posterior a 1988, lo dio la Ley 10/1992, de 30 de abril, de medidas urgentes de reforma procesal, acelerando el procedimiento abreviado y otorgando un mayor protagonismo al Ministerio Fiscal en él: ha de reconocerse que con poco éxito, salvo en un punto que, con el tiempo, se ha vuelto crucial en el proceso penal español, a saber, el de alcanzar una conformidad de los acusados con las penas a imponer, sin necesidad de instruir la causa criminal o, cuando menos, de celebrar el juicio oral. En este aspecto, la postura y actuación del fiscal son de absoluta relevancia, como también la actitud y consejo de los abogados defensores. Con esta ley de 1992, se abría un camino que ha causado una impresionante agilización de la justicia penal en España, aunque sea a costa de convertir esta en muchas ocasiones en un mercado persa de cambalaches y regateos, para obtener un consenso muchas veces poco meditado, y hasta inmoral. En cualquier caso, la realidad es esta: No menos de un sesenta por ciento de los procesos por delitos de menor cuantía acaba en una sentencia de conformidad, sin más trámites.

     Lo iniciado por la reforma de la LECr de 1992 fue completado por la de 2002, llevada a cabo mediante la Ley 38/2002, de 24 de octubre, que implantó los llamados juicios rápidos, regulados en los artículos 795 y siguientes de la LECr. Soy de la opinión de que esta Ley convirtió en obligatorio y, por ende, en normal lo que los mejores fiscales venían haciendo un tanto espontáneamente desde muchos años atrás: Formar parte de un verdadero equipo con el resto del juzgado de instrucción en funciones de guardia, como si dijéramos, al pie del cañón. Sin duda constituye una buena preparación para asumir en un futuro próximo y probable la instrucción penal.

     Sin ánimo de entrar en profundidades, puede ser que una mayor ambición, aunque con menores resultados prácticos, tuviera la Ley del Jurado de 1995 (Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo), cuyas disposiciones finales 2ª y 4ª creo que merecen una cita literal en este ensayo.

     Disposición final 2ª, punto 3.- Se añade un tercer párrafo al artículo 306 (de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) con la siguiente redacción:

     «Tan pronto como se ordene la incoación del procedimiento para las causas ante el Tribunal del Jurado, se pondrán en conocimiento del Ministerio Fiscal quien comparecerá e intervendrá en cuantas actuaciones se lleven a cabo ante aquél.»

     Disposición final 4ª. Futuras reformas procesales.

En el plazo de un año, desde la aprobación de la presente Ley, el Gobierno enviará a las Cortes Generales, un proyecto de Ley de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, generalizando los criterios procesales instaurados en esta Ley y en el que se establezca un procedimiento fundado en los principios acusatorio y de contradicción entre las partes, previstos en la Constitución, simplificando asimismo el proceso de investigación para evitar su prolongación excesiva.

Asimismo, en dicho plazo, se adoptarán las reformas legales necesarias que adapten a tal procedimiento el Estatuto y funciones del Ministerio Fiscal, y se habilitarán por las Cortes Generales y el Gobierno los medios materiales, técnicos y humanos necesarios.

      Respecto de esta última disposición final, hemos de añadir que el Gobierno no ha cumplido con su obligación en lo tocante a respetar el plazo anual previsto. En cuanto al fondo, a trancas y barrancas lo ha ido implementando en lo recogido en el párrafo primero. Pero en lo relativo al Ministerio Fiscal, si lo que el legislador crípticamente quería decir era que tendría que asumir la instrucción penal, hemos de reconocer que el Gobierno -los sucesivos gobiernos de España- hasta ahora han hecho caso omiso de ese deber legal.

     He dejado para el final la referencia legal más importante en sede de instrucción a cargo de los fiscales españoles. Aludo, naturalmente, a la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. El artículo 6 de dicha Ley dice:

     De la intervención del Ministerio Fiscal.

     Corresponde al Ministerio Fiscal la defensa de los derechos que a los menores reconocen las leyes, así como la vigilancia de las actuaciones que deban efectuarse en su interés y la observancia de las garantías del procedimiento, para lo cual dirigirá personalmente la investigación de los hechos y ordenará que la policía judicial practique las actuaciones necesarias para la comprobación de aquéllos y de la participación del menor en los mismos, impulsando el procedimiento.

     Ello es tanto como reconocer que, los expedientes instruidos para exigir la responsabilidad de las personas mayores de catorce años y menores de dieciocho por la comisión de hechos tipificados como delitos o faltas en el Código Penal o las leyes penales especiales (artº 1 de la Ley), son de la competencia del Ministerio Fiscal, no de los Jueces de Menores, equivalente en esta jurisdicción de los jueces unipersonales (de Instrucción y de lo Penal) de la Justicia penal de mayores.

     La normalidad con que esta función del fiscal fue acogida y el buen resultado que viene dando en una práctica ya dilatada, permiten hacer buenos presagios acerca de una futura extensión de la instrucción por el fiscal a las causas criminales de la LECr, por más que el volumen e importancia social y política de la Justicia de mayores quizá no resistan comparaciones ni extrapolaciones con la de los menores de edad.

***

     Cerremos ya la exposición.

     En este 2022, la LECr ha cumplido ciento cuarenta años de vida. En este mismo año, la discusión directa y normativa sobre la implantación del sistema de fiscal instructor en España ha cumplido -por lo menos- cincuenta y cinco años. Y -lo que es bastante más ominoso- yo he cumplido en esta anualidad mis setenta y cinco años de vida. La pregunta que me hago, con el permiso de las creencias de ustedes, es la siguiente:

      ¿Veré el final de la película en esta vida, o en la otra?[47]


(Gentileza del diario “El Comercio” de Gijón)

    

 

 

    



[1] Las razones de ser de tal sistema fueron expuestas, de forma imperecedera, en la Exposición (de Motivos) que, para dicha ley, redactó y suscribió el Ministro de Gracia y Justicia, Don Manuel Alonso Martínez (1827-1891), que lo fue entre 1881 y 1883 y, luego, entre 1885 y 1888. Sobre él, véase la extensa nota biográfica de la Real Academia de la Historia, a cargo de Trinidad Ortúzar Castañer.

[2] Al no haberse implantado el jurado en esta época procesal hasta el año 1888, no está contemplado ni regulado en la LECr, sino en la ley especial dedicada a dicha institución: la Ley del Jurado de 20 de abril de 1888; mas, habiéndose incardinado el juicio por jurados en el ámbito de las Audiencias Provinciales, no supuso alteración significativa para lo que en el texto de este ensayo se expone.

[3] Su concreción, a la que poco después aludiremos, fue llevada a cabo en la Ley Adicional a la Orgánica del Poder Judicial, de 22 de junio de 1882.

[4]  Véanse los arts. 848, 911 y 912 de la redacción original de la LECr.

[5]  Como su propio nombre indica, los fiscales municipales estaban pensados para intervenir en los juzgados de dicha denominación, no en los de instrucción, por más que sus competencias fuesen amplias y variadas. Véase, Fermín Abella Blave, Manual teórico-práctico de los fiscales municipales, 2ª edición, por El Consultor de los Ayuntamientos y de los Juzgados Municipales, Madrid, 1883, espec. pp. 257-340, en las que trata de intervención de los fiscales municipales en el enjuiciamiento criminal.

[6] Así lo recoge expresamente Alonso Martínez en su Exposición a la LECr. Sobre los promotores fiscales, véase, Emilio de Cárdenas Piera, Promotores fiscales, Colaboraciones, nº 1 (1987), pp. 153-174.

[7]  Recuérdese que la quincuagésima provincia española no nació hasta 1927, con la división en dos de la de las Islas Canarias. Las Audiencias Territoriales fueron quince, número e identidad mantenidos hasta que desaparecieron, transformadas en Tribunales Superiores de Justicia, en 1985.

[8] Creadas por la ley de 1882, Adicional a la Orgánica del Poder Judicial, fueron entrando en efectivo funcionamiento tarde y mal. Su nombre, número y juzgados que comprendían están cómodamente recogidos en: Novísima ley de Enjuiciamiento Criminal de 14 de setiembre de 1882, El Consultor de los Ayuntamientos y de los Juzgados Municipales (comentarios a cargo de D. Fermín Abella Blave), Madrid, 1882, pp. 293-298. Su precedente más próximo fueron los Tribunales de Partido Judicial, previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, a cuyo fracaso y desaparición se aludía en la Exposición de Alonso Martínez, ya citada antes.

[9] El mejor trabajo que conozco sobre esta materia es la tesis doctoral de Juan Marcos Estarán Peix, La justicia a finales del siglo XIX. Un caso concreto: La Audiencia de lo Criminal de Manresa (1882-1892), Universidad Rovira y Virgili de Tarragona, 2007, espec. pp. 204-343 (accesible íntegramente por Internet).

[10] Lo más llamativo fue el que los consejos de guerra funcionaran masivamente más allá de la inmediata posguerra, como tendremos ocasión de precisar a continuación. En general, sobre el tema, acéptenme una auto cita: Federico Bello Landrove, El Derecho y la guerra de España (III): Consejos de guerra y tribunales especiales franquistas, ensayo publicado en este mismo blog (entrada de 20 de mayo de 2017).

[11] Ley de 9 de mayo de 1950 (BOE nº 130, de 10 de mayo), de uso y circulación de vehículos de motor. Su contenido era estrictamente sustantivo, tipificando los delitos correspondientes, sin tratar las cuestiones procesales.

[12] BOE nº 310/1962, de 27 de diciembre. Particularmente interesantes son sus artículos 16 y siguientes (instrucción de las diligencias preparatorias), 27 (competencia de los magistrados de lo penal o jueces unipersonales), 33 (recurso de apelación contra las sentencias de estos) y 34 (acceso a la casación solo de las sentencias dictadas en única instancia por el tribunal colegiado).

[13] Niceto Alcalá-Zamora Castillo (1906-1985), destacado procesalista español que, por razones políticas, ejerció su docencia principalmente en Méjico. Víctor Fairén Guillén (1921-2013), catedrático de Derecho Procesal en las universidades de Santiago de Compostela, Valencia y Autónoma de Madrid.

[14] Tengo referencias fidedignas de tal pretensión para la huelga de la minería de Asturias de 1962. Era a la sazón ministro de Justicia, Antonio Iturmendi Bañales, y fiscal del Tribunal Supremo, Ildefonso Alamillo Salgado. Sobre la así llamada la huelgona, véase, Rubén Vega (coord.), Las huelgas de 1962 en Asturias, edit. Trea, Gijón, 2002.

[15] Ley 3/1967, de 8 de abril (BOE nº 67/1967, de 11 de abril).

[16] Un esfuerzo nominalista por no emplear los términos tradicionales (instrucción, sumario, procesado, etc.) generó la aparición de otros sustitutivos, como los de diligencias previas, diligencias preparatorias, inculpados o encartados, etc.

[17] Véanse los arts. 283 y 781.2 de la LECr, redactados conforme a la reforma de 8 de abril de 1967. Este último precepto es quizá el más significativo, al decir: A cada uno de los juzgados designados para la instrucción por los delitos objeto de este título quedarán adscritos, donde fuera posible, determinados miembros de la Policía judicial para efectuar, bajo la dependencia directa de la Autoridad judicial y del Ministerio Fiscal, los servicios de investigación que tales Autoridades les encomienden. Los subrayados son de mi estricta responsabilidad y quieren apuntar las novedades o matices que me parecen más relevantes.

[18] Fui fiscal entre los años 1972 y 2016, en que me jubilé.

[19] Por más que, allá por 1966 (como consecuencia de un Decreto de 11 de noviembre de 1965), una nueva demarcación y planta judicial suprimió gran número de partidos judiciales rurales, de poco o muy poco trabajo, aumentando, en cambio, el número de jueces de primera instancia e instrucción en las ciudades de mayor crecimiento poblacional y volumen de asuntos.

[20] Algunos mecanismos propuestos, como la posibilidad de recabar la intervención judicial para conseguir restaurar la imparcialidad en la instrucción, o la posibilidad de pedir que el juez complete esta, o que se sancione la parcialidad probada del fiscal con la nulidad del juicio o con la absolución del acusado, son mecanismos imperfectos e insuficientes para subsanar el mal de origen: que el fiscal, parte en la causa, tenga el robustísimo poder de instruir el proceso. Una postura más optimista, mantiene el ex ministro de Justicia, Landelino Lavilla (que lo fue entre 1976 y 1979): véase, Landelino Lavilla Alsina, El Ministerio Fiscal en la instrucción penal, sesión de la Real Academia de Ciencias Morales y Jurídicas de 10 de enero de 2012, www.boe.es.anuarios derecho, pp. 325-346.

[21] Cuando se llega al juicio oral puede ser ya tarde para que el defensor logre proponer y aportar pruebas efímeras o extraviadas; ni contará con la fortaleza y gratuidad de la Policía -como el fiscal-, sino que tendrá que valerse esencialmente de sus propios medios, a costa del peculio de su defendido.

[22] Me refiero al extenso periodo de 1945 a 1973, en que ocuparon el cargo, Raimundo Fernández-Cuesta Merelo (1945-1951), Antonio Iturmendi Bañales (1951-1965) y Antonio María de Oriol y Urquijo (1965-1973).

[23] Procesalistas italianos, singularmente Carnelutti, acuñaron la famosa definición política del fiscal, como los ojos y los oídos del Gobierno en el Poder judicial.

[24] Sentencia del Tribunal Constitucional (Pleno) 145/1988, de 12 de julio (BOE nº 189, de 8 de agosto), (ponente, Ángel Latorre Segura). Su precedente más relevante, en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, fue la sentencia de 26 de octubre de 1984 (caso De Cubber).

[25] Ley Orgánica 10/1980, de 11 de noviembre, de enjuiciamiento oral de los delitos dolosos, menos graves y flagrantes (BOE nº 280, de 21 de noviembre).

[26] Ley 50/1981, de 28 de diciembre (BOE nº 11, de 13 de enero de 1982).

[27] Véase, Pedro Crespo Barquero, El Ministerio Fiscal a partir de la Constitución de 1978, en VV.AA., El Ministerio Fiscal español, Ministerio de Justicia, Madrid, 2007, pp. 137-154, espec. pp. 141-143.

[28] De fecha 19 de junio de 1987, publicado en el BOE nº 150/1987, de 24 de junio.

[29] Entre sus preceptos alusivos al Ministerio Fiscal, pueden resaltarse los arts. 1º, 2º, 3º, 4º, 5º, 6º, 17, 20, 21, 22, 23 y 34.

[30] Ley Orgánica 7/1988, de 28 de diciembre, de los Juzgados de lo Penal, y por la que se modifican diversos preceptos de las Leyes Orgánica del Poder Judicial y de Enjuiciamiento Criminal. Fue publicada en el BOE nº 313/1988, de 30 de diciembre.

[31] Supra, capítulo 2, epígrafe El artículo 117 de la Constitución, así como la jurisprudencia aludida en la nota 24.

[32] Fernando Ledesma Bartret (1939), que se mantuvo en el cargo entre el 1 de diciembre de 1982 y el 12 de julio de 1988.

[33]  Véase artº 81 CE: …mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto.

[34] Enrique Múgica Herzog (1932-2020), que se mantendría en el cargo hasta el 12 de marzo de 1991.

[35] Juan María Bandrés Molet (1932-2011), donostiarra, como Enrique Múgica.

[36] Curtido en los tiempos de la dictadura franquista, es aún más explicable por ello su recelo hacia un fiscal poderoso en exceso.

[37] Con carácter general, véase, Raimundo Castro, Juan María Bandrés. Memorias para la paz, Hijos de Muley-Rubio, Madrid, 1998.

[38] Véase, Víctor Moreno Catena, El Ministerio Fiscal, director de la investigación de los delitos, Teorder, nº 1 (2007), pp. 74-97, espec. pp. 89-90 (accesible en abierto por Internet).

[39] Quizá sería mejor decir los Gobiernos, pues hace ya muchos años que, aparentemente, no hay diferencia de criterio en esta materia entre unos partidos políticos y otros, cosa que no siempre fue así: Hubo un tiempo en que el PSOE se decantaba por el sistema de fiscal instructor y el PP, más bien, por mantener la instrucción a cargo de jueces.

[40] Véase antes, nota 38.

[41] Véase antes, capítulo 1.

[42] En concreto, por la Ley 14/2003, de 26 de mayo y por la Ley 24/2007, de 10 de julio.

[43] Hoy lleva el ordinal 773 del articulado de la LECr, habiendo sido su última reforma hasta el momento (2022) la llevada a cabo por Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre.

[44] Véase, especialmente, artº 324 LECr, interpretado y valorado por la Circular 1/2021, de 8 de abril, de la Fiscalía General del Estado (BOE nº 95, de 21 de abril).

[45] Opinión, casi literal, del profesor Moreno Catena, en su trabajo citado en la nota 38.

[46] Para la Escuela francesa, las sociedades protohistóricas europeas serían aquellas que se desarrollaron a la vez de las que ya utilizaban la escritura en Oriente Próximo. Se trataría así de una prehistoria reciente que abarcaría desde el Calcolítico o Eneolítico, a la Edad del Hierro. A este concepto jocosamente me atengo.

[47] Otras obras, no citadas hasta ahora, pero consultadas con provecho para realizar este ensayo: Enrique Ruiz Vadillo y Ramón Abella, El nuevo proceso penal: la reforma de la Ley del automóvil, del Código penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (Ley 3/1967, de 8 de abril), El Consultor de los Ayuntamientos y de los Juzgados, Madrid, 1967; Mariano Fernández Martín-Granizo, El Ministerio Fiscal en España, Ministerio de Justicia, Madrid, 1977, espec. pp. 109-180 y 237-245; Juan Luis Gómez Colomer, La instrucción del proceso penal por el Ministerio Fiscal: aspectos estructurales a la luz del Derecho comparado, Revista del Ministerio Fiscal, nº 4 (1997), pp. 83-113; Antonio del Moral García, Ministerio Fiscal y reforma de la justicia, Jueces para la Democracia, nº 43 (2002), pp. 19-27 (accesible por Internet); Olga Fuentes Serrano, El Ministerio Fiscal, Consideraciones para su reforma, Fundación Alternativas, Documento de Trabajo 16/2003, Madrid, 2003, 39 pp. (accesible por Internet); Daniel Ferrandis Cebrián, Aspectos fundamentales del delito de conducción bajo influencia de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, Tesis doctoral, Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, Valencia, 2006, pp. 30-64, espec. pp. 49-55 (accesible por Internet).