viernes, 23 de mayo de 2014

LA FLECHA DEL TIEMPO


 

La flecha del tiempo

Por Federico Bello Landrove

 

     Disparatadas analogías y diferencias entre Física y Psicología, tomadas aparentemente en serio, pretenden aportar un humorístico granito de arena a cuestiones tan vidriosas como la reversibilidad del tiempo, la posibilidad de detenerlo o la vuelta atrás sentimental. La profesora Alicia de las Heras tiene la palabra.

 


     Nada hay más divertido para un científico que asistir a un congreso de psicólogos. Y digo científico, en sentido kantiano, es decir, matemático o físico de la vieja escuela. Si el simposio se celebra en la pequeña ciudad provinciana de uno, la tentación de acudir es casi irresistible. Finalmente, si el objeto congresual versa sobre Amor y Tiempo, no cabe otra decisión que la de apuntarse, por el módico precio de cien euros, con descuento de la mitad para estudiantes y mayores de sesenta años, como es mi caso.

     No madrugué aquel sábado, la verdad. No me apetecía tener que saludar, y hasta explicarme, a un buen número de conocidos. Tampoco me hacía feliz guardar cola para recibir la credencial de colgar y los materiales enfundados en una modesta cartera de lona, con logotipo del Colegio profesional. Por tanto, al llegar al Palacio de Congresos, el vacío en los pasillos era ya prácticamente total. Pertrechado de trípticos y folletos, avancé por el enmoquetado corredor anular, tratando de coger al vuelo alguna frase de los conferenciantes que me impulsara a elegir a uno de ellos para escucharlo. Finalmente, opté por una gran aula de la que salía una voz femenina, alta y de grato timbre. Al entrar eché un vistazo al cartel anunciador. El título de la conferencia me estremeció: Factores y cuantificación de la entropía en la relación amorosa. Sonreí y murmuré: ¡Si Carnot[1] levantara la cabeza!

     No debía haberme perdido mucho de la exposición, pues la oradora estaba todavía quitando ilusiones al auditorio, a fin de centrar el alcance y sentido de su tesis. Más o menos, lo recuerdo así:

     … Un gran baladista de mis años mozos, cantaba alborozado: La vida vuelve a sonreír, que recordar es revivir[2]. Craso error, señores, en el que con frecuencia incurrimos los psicólogos, tratando de animar a nuestros clientes a que no den su existencia por perdida. El tiempo no puede detenerse, ni es racionalmente posible revivir el pasado tal y como lo disfrutamos o lo perdimos. Entre otras cosas, un retorno al pasado tal vez podría ser posible para un ser concreto, pero el mundo circundante ya no sería el mismo y de todos es sabido que, si se altera el medio ambiente, las personas no podrán comportarse como antaño.

     Lo que yo les propongo como factible es algo ya constatado por numerosos colegas nuestros: intentar conseguir con éxito en el presente lo que falló o fue frustrado en el pretérito. Así, podríamos aprender de los errores pasados y estar liberados de quienes pudieron contribuir a nuestro sufrimiento. En suma, estimados oyentes, lo que les propongo es vivir felizmente el presente con quien no pudimos lograrlo en el pasado. No revivimos el pasado: ¡lo revisitamos para tomar de él conocimiento y experiencia! Así superaremos la entropía psíquica.

     Al tiempo que pronunciaba estas últimas palabras, apuntó el cañón electrónico a la pantalla de su espalda y proyectó una llamativa imagen polícroma, que yo dejo a la imaginación de ustedes, pues no me siento con conocimientos informáticos para reproducirla aquí. Se trataba de una hermosa curva similar a una parábola, de gradiente muy pronunciado en su rama izquierda, en tanto la derecha remontaba, desde el punto de inflexión, con mucha mayor suavidad. Entre los ejes de coordenadas y la línea curva, amplias superficies con diversos colores pastel llevaban, a la izquierda, la referencia conocimiento y, a la derecha costumbre.

     Vean, amigos, la zona a la izquierda de la parábola[3]: Representa la energía decreciente que va necesitando el mantenimiento de la relación amorosa, hasta llegar al vértice, punto de requerimiento mínimo. Es una zona de entropía negativa, debido a que, al inicial impulso hormonal, se sobrepone el valor positivo del conocimiento que de sí va teniendo la pareja. Esta situación de energía decreciente, en que el mayor conocimiento compensa la probable menor atracción sexual, tiene muy corta duración, como lo evidencia la pronunciada pendiente de la curva: alrededor de año y medio, según sus estudiosos. A partir de ahí, una inflexión ascendente evidencia que la entropía pasa a ser positiva, es decir, se precisan cantidades crecientes de energía para mantener la vida en común… a no ser… a no ser ¡por esto!

     Su dedo índice hizo temblar la pantalla, al señalar en corto la zona verde pistacho que rezaba experiencia, situada bajo el rosa salmón de la representativa de la energía.

     He ahí, señoras y señores, el meollo de la cuestión. Si solo fuese cosa de energía, la curva remontaría hasta niveles tan elevados, que haría imposible la conservación de la relación, pongamos, más allá de unos siete años. Pero, merced a la experiencia, o a la costumbre, o la inercia, comoquiera que se la llame, la energía precisa crece moderadamente y hace posible las así llamadas relaciones duraderas, es decir –sonrió- las que alcanzan los diez o doce años.

     Hizo una pausa prolongada, durante la que pasó lentamente la mirada por todo el desperdigado público. Conforme a mi costumbre, desvié la vista para no ayudar al escrutinio de la oradora. Pasados unos instantes, realizó la pregunta retórica que yo ya me esperaba –y eso que soy poco perspicaz-.

      ¿Por qué limitar la duración media del amor a una década? ¿Por qué no hasta aquí –señaló un punto más alejado en la abscisa del tiempo-, o hasta aquí –casi se sale del gráfico-, o incluso hasta aquí?

     Trazó entonces con vehemencia una especie de tangente a la curva por su vértice, que se  perdía a la derecha del dibujo, sin llegar a encontrar la línea del tiempo.

     ¿Por qué rechazar la posibilidad de relaciones perpetuas, cuando tenemos energía, experiencia y… conocimiento? ¡Ah, sí, señores!, conocimiento, ese activo que atesoramos en los primeros tiempos de la relación y del que podemos hacer uso en cualquier momento, gracias al recuerdo, a la memoria. Esa es la clave: con energía, experiencia y conocimiento, podemos hacer que el amor dure toda la vida y, lo que aún es más significativo, que renazca en el presente, invirtiendo la flecha del tiempo.

     El énfasis de la conferenciante, debidamente apoyado en la exactitud apodíctica de las matemáticas, provocó en el auditorio un silencio admirativo y convencido. Tanto es así, que se sintió forzada a echar algo de agua en el vino, para concluir su pomposa perorata.

     Claro está, que las hormonas no están a los cincuenta –pongamos por caso- al nivel de los veinte. El conocimiento, hecho en el pasado de romanticismo y adrenalina[4], empalidece en la memoria, tanto más, cuanto mayor sea el periodo y menor la convicción poseída. Así pues, amigos, he aquí mi receta: una buena ración de sexo y cuarto y mitad de yes, we can[5].

***

     Aproveché los nutridos aplausos y un vomitorio alejado del escenario, para librarme del más que probable coloquio. Mas, apenas hube alcanzado el luminoso vestíbulo del Palacio, oí tras de mí la voz cantarina de la conferenciante, que gritaba mi nombre:

-          ¡Álvaro, Álvaro! Pero, hombre de Dios, ¿ya no te acuerdas de mí?

-         

-          Soy Alicia,… Alicia de las Heras, tu compañera del bachillerato. ¡Y yo que me había hecho la ilusión de que habías venido a saludarme y charlar de los viejos tiempos!

     ¿Qué quieren ustedes? El despiste y la miopía habían tenido la culpa. Bueno, y el profundo cambio experimentado por quien había sido la chica de mis sueños en nuestra lejanísima adolescencia. Pese a mi talante científico y a mi concepto termodinámico de la entropía, no pude menos de sentir un escalofrío cuando Alicia prosiguió:

-          ¿Qué? ¿Te ha gustado mi conferencia?

     Y es que –como bien saben ustedes- en eso de la flecha del tiempo y su irreversibilidad, hay mucha tela que cortar todavía.

 

 



[1]  Me refería al físico francés Nicolas Léonard Sadi Carnot (1796-1832), pionero en el estudio de la Termodinámica.
[2]  Segura alusión a Salvatore Adamo (1943) y a la versión española de su canción Que le temps s’arrête (1966). El texto original francés se aparta bastante del mensaje de la traducción ofrecida por la profesora.
[3]  La profesora demostraba aquí su desconocimiento matemático: aquella curva podía parecerse a una parábola, pero no era tal, debido a su evidente asimetría respecto de un eje.
[4]   Mi colega de Ciencias de la Naturaleza, profesor Gaite, me dice que él habría añadido la noradrenalina y la dopamina. ¡Qué complejo debe ser eso del amor físico!
[5]  Traducible por sí podemos (o sí, se puede), conocida consigna del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en su campaña electoral de 2008.

viernes, 2 de mayo de 2014

EL RELOJ DE FEDERICO


 

El reloj de Federico

Por Federico Bello Landrove

 

     El halcón de Federico es uno de los cuentos más morales y caballerescos del Decamerón, que inspiró a Lope de Vega una comedia homónima, bastante más compleja y escabrosa que su modelo. En ambas obras el halcón había de morir, para servir de alimento. Como mi símbolo es un reloj, su final tiene que ser muy otro y, por extensión, también el de los demás protagonistas de la historia.

 



1.      De cómo Federico y el reloj intimaron



     Todavía me parece estar viendo aquel espléndido reloj Longines de bolsillo, en oro macizo, con gruesa leontina del mismo metal, y tapa ornada de medallas de grandes premios, entre ellos, el de la Exposición de París de 1900, año que marcaba la más remota fecha posible de tan hermosa máquina o –como dicen los juristas- su dies a quo. Cuando me lo presentó, a finales de los años sesenta del pasado siglo, Federico solo lo portaba en las grandes ocasiones, cuando se enfundaba el ajado terno gris marengo con raya diplomática, cuyo chaleco permitía el digno alojamiento de su presea. Terminado el café tertuliano, consultaba ostensiblemente el reloj varias veces, antes de tomar la decisión de ausentarse a las cuatro y veinte en punto de la tarde, marcadas por las áureas agujas de su vetusto amor.

 

     Más de una vez me pregunté cómo habría llegado a manos de aquel tronado practicante un objeto tan valioso o, mejor dicho, por qué seguía en su poder, cuando todos sabíamos de las estrecheces por las que pasaba aquel enfermero represaliado, desde que sus colegas del Seguro le habían ido comiendo la tostada. Por ejemplo, su retirada estratégica a hora tan singular y exacta no tenía –como él aseveraba- el objeto de coger justo a tiempo el autobús del barrio de La Rubia, donde entonces moraba, sino hacer el paripé de echar mano al bolsillo para dejar sobre la mesa las monedas de su consumición. El ademán solía ser detenido en seco, en riguroso turno, por los demás tertulianos, a los que todavía quedaba un buen rato de julepe, garrafina o, simplemente, de despellejar a un concejal, o al delantero centro de moda. Federico agradecía la atención, se calaba el deslucido sombrero que otrora fue negro y ceremoniosamente se despedía:

 

-          Bueno, señores, a la paz de Dios y conservarse buenos.

 

     Yo, mucho más joven que él, lo seguía con la mirada hasta perderlo de vista, Plaza Mayor adelante, pausado, renqueante ya. Felipe me guiñaba el ojo o aplicaba suavemente el codo a mis costillas, con el así mismo inveterado comentario:

 

-          ¡Curiosos deseos para un ateo, que vive de inyectar a los enfermos!

-          Y a alguna viudita de buen ver, apostilló otro maliciosamente.

-          ¡Quita allá!, replicó un tercero, fingiendo escandalizarse. ¿Federico, mujeriego? Lo que es, desde que la mujer de su vida le salió rana, no se ha comido una rosca.

-          Desde luego –aventuré-, si alguna mujer lo quiere, será por sus buenas prendas, porque el hombre parece cada vez más apurado económicamente.

-          Cierto –concluyó Manolo-. Y, para una cosa de valor que tiene, la estima más que a su vida.

 

     Por aquel entonces, la cosa quedó así. El año de la muerte de Franco, allá por el mes de marzo, Federico dejó de acudir a nuestra tertulia del Café del Norte. Manolo, el más amigo suyo, nos trajo la noticia:

 

-          Le han diagnosticado un cáncer de páncreas. Le dan tres meses de vida, máximo.

-          ¡Qué lástima! ¿Tiene dolores?

-          Se los tratan lo mejor que pueden. Claro que su dinero le está costando al pobre: hasta ha tenido que empeñar el reloj.

-          Si lo llego a saber –lamenté-, yo mismo se lo habría comprado por un precio justo. Me había encaprichado de ese cronógrafo.

-          No creo que agote el préstamo –me tranquilizó Manolo-. Lo veo muy mal al pobre. ¡Quién lo iba a decir, que sería el primero en desfilar, con solo 57 años!

 

     Manolo acertó. Lo enterramos el día de San Isidro. Parece ser que no tenía más pariente próximo que una hermana, que vivía en Santander. Fuimos los amigos quienes nos ocupamos de todo con la parroquia y la funeraria, y hasta pusimos un pico para lo que no se hizo cargo el seguro de decesos. El entierro fue poco concurrido, la verdad, y  en el cementerio me martilleaba una frase de Federico la última vez que lo vi. ¡Cómo no!, hacía alusión a aquel reloj que había acabado por ser la metonimia de mi contertulio: El reloj es la cosa más parecida al corazón de una persona y, en particular, el tictac de este ha sido el latido de mi vida. ¡Pobre amigo, tan apegado a un objeto, por muy vivo que pareciese estar! ¡Y qué poco había llegado yo a conocer de él! Casi sabía más de su reloj: Longines. Répétition à minutes. Chronografe. Tenía que remediar el entuerto. Comprometí a Manolo:

 

-          El próximo sábado, nos quedamos después del café y me cuentas de Federico.

-          Está bien hombre, aunque me recuerda un poco aquello de  burro muerto, la cebada al rabo.

-          Mejor esta, más fina: más vale tarde que nunca.

-          De acuerdo, pero ya sabes que tendremos que terminar a tiempo para la misa de siete en los Agustinos. Mi señora no me perdona que falte.

 

***

 

-          Pues, verás, no es que yo sepa mucho sobre el difunto Federico. Ya sabes lo reservado que era, y no de ahora. Los dos nos criamos en el barrio de la Victoria y...

 

     Comprendí que, si no abreviaba los antecedentes históricos, llegaría la hora de su misa, sin entrar en materia. Así que...

 

-          Perdona, Manolo, pero dejemos la psicología y descendamos a los hechos. Ya sabes que, como abogado, valoro mucho estos y tengo en muy poco aquella.

-          Está bien: al hecho, como quien dice. La guerra le pilló al pobre en el peor momento. Gracias a una beca de la UGT, pudo estudiar el bachiller y, en el treinta y seis, aprobó holgadamente el primer curso de Medicina. Y, por si fuera poco, era medio novio de la chica más guapa de la Rondilla. Bueno, él se lamentaba de que le hacía poco caso pero, de haber seguido estudiando, seguro que se la habría camelado. ¡Vamos, un médico, y en aquella época!

-          Has dicho que era becario por la UGT...

-          Sí. Era el hijo mayor de un cargo del sindicato en los talleres del Norte. El padre había quedado inválido de un brazo en un accidente laboral y se las arreglaron para meterlo en oficinas y ayudar a su hijo, pues habrás de saber que Fede era entonces un chico muy brillante.

-          Me figuro que, con esa afiliación, le iría mal a la familia cuando el Alzamiento.

-          ¡Uf, ni te cuento! Se cargaron al padre; despidieron a la madre de Almacenes El Águila –donde ejercía de costurera- y, por si fuera poco, les saquearon la casa y pusieron una multa de tres mil pesetas por responsabilidades políticas. Vamos, la ruina.

-          Los hermanos debían ser demasiado pequeños para meterse con ellos pero, ¿cómo libró Federico?

-          Tuvo mucha suerte, dentro de lo que cabe. Pasaba las vacaciones de verano en Santander, con un tío que trabajaba en la marina mercante. No me preguntes si el chico llegó a alistarse con los republicanos: él nunca hablaba de eso. Lo que sí es seguro es que, al desmoronarse el frente un año más tarde, Federico logró pasar por mar a Francia, gracias a los buenos oficios de su pariente.

-          Y allí, seguramente, es donde conseguiría el reloj, del que estaba tan orgulloso...

 

     Manolo sonrió:

 

-          ¡Ya estamos con tu manía relojera! Pues no; te equivocas de medio a medio. El Longines fue un capricho de su abuelo materno. El tal señor –don Leopoldo se llamaba- tenía ingenios azucareros en Cuba, en el siglo pasado. Fue de los listos que, cuando vio a los Estados Unidos simpatizar con los insurrectos, comprendió que no había nada que hacer. Lo vendió todo, aunque a bajo precio, y se vino para España con un capitalito. Mudó de lugar, pero no de vida y costumbres, como El Buscón. Viajes, banquetes, caprichos caros...,  querida... Como es natural, lo fundió todo en unos años y luego, a pan y cebolla. Ya ves, a vivir en la Rondilla y su hija, modista y casada con un ferroviario.

-          O sea, que el reloj...

-          En efecto: un dispendio del abuelo, no sé si comprado en París o en la relojería  Potente. Cuando la boda de los padres de Fede, el abuelo –ya sin numerario- se lo regaló a la novia. Para la familia, se convirtió en el testigo de glorias pasadas y en garantía para cubrir alguna perentoria necesidad. Cuando el 18 de Julio, la madre lo escondió entre la antracita de la carbonera, envuelto en un paño negro. Me figuro que más de una vez le entrarían ganas de desenterrar el tesoro y convertirlo en comida, pero siempre desistió. Yo creo que tenía miedo de que se lo incautaran, o le pagasen una miseria por él, pero Federico tenía otra explicación, más sentimental: Mi pobre madre me lo tenía reservado y no quería disponer de él hasta que yo volviera.

-          ¿Y cuándo regresó del exilio?

-          Al acabar la Segunda Guerra Mundial. Dejó pasar unos meses y se presentó aquí, con la vitola de héroe de la Resistencia y teniente del ejército de De Gaulle. ¡Fíjate, Fede un héroe! Yo no acabo de creérmelo: allí está quien lo vio y aquí el que lo contó. En fin, ¡a buena parte venía! Lo enchironaron y pasó más de un año, preventivo en la cárcel de Ávila. Claro que no hay mal que por bien no venga.

-          Como no te expliques mejor...

-          Quiero decir que, entre sus conocimientos de anatomía y lo que hubiera practicado durante la guerra en Francia, le vieron dispuesto y lo enchufaron en la enfermería. Allí pudo estudiar a ratos perdidos y adquirir experiencia. Vamos, que cuando retornó a Castellar a finales del cuarenta y siete, traía en la cartera el título de practicante (A.T.S., como dicen ahora) y los buenos propósitos de estudiar Medicina por libre. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Por motivos políticos, le negaron la matrícula y cualquier posibilidad de ejercer la enfermería en el sistema nacional de sanidad. Así que, bicicleta y cartera que te crió, y a recorrer la ciudad haciendo curas caseras y poniendo inyecciones. Menos da una piedra: era una buena ayuda para él y para su madre. Estaban solos, pues su hermana había marchado a Santander, a la vera de sus familiares más pudientes, y el hermano pequeño murió de tuberculosis en el cuarenta y tres. Vamos, una desgracia.

-          Perdona, Manolo, pero van a dar las seis y todavía no hemos llegado a los años cincuenta.

-          Ni falta que hace. ¡Para hablar del reloj, que es lo que te interesa realmente! El caso es que le vino Dios a ver, en forma de un profesor auxiliar de sus tiempos de Universidad, ahora convertido en una eminencia de la tisis. Todavía vive, es el doctor Corajoso. Un día coincidieron en la calle Muro. El médico todavía se acordaba de él y daba la casualidad de que había atendido al hermano en su fatal enfermedad. Y hablando, hablando, acabó por hacerle un hueco en el Dispensario Antituberculoso, a condición de que se pusiera al día en la materia.

-          ¿No lo impidió su famosa desafección al Movimiento?

-          ¡Quia! El doctor Corajoso sabía hacer honor a su apellido. Lo malo, para Fede, es que la tisis fue a menos, desde lo de la estreptomicina. Redujeron personal y hasta acabaron por cerrar el Sanatorio de El Pinarón. Luego, su mentor se jubiló y –claro-, como había entrado a dedo, pues...

-          ... Lo reemplazaron por otros de dedo más fresco. No me digas más... Pero perdona que insista: ¿y el reloj?

-          Cuando se suavizó la represión y prescribió la deuda política, Fede empezó a lucirlo en las grandes ocasiones. Bueno, nada del otro mundo: bodas, ferias y así. Para él, era como un acto de afirmación y de volver a sus raíces, de reconocer que su familia había sido algo. Y, cuando no hace mucho murió la madre, le oí decir...

-          ... Sí; yo también lo escuché: Que, en su memoria, tendría que ponérselo más, ya que ella se había dado tantos aperreos para conservárselo.

-          Justamente. Bien, chico, me has sacado todo cuanto sabía. Así que... ¡cielos!, las seis y cuarto. Me voy escopetado, que he quedado en recoger a mi mujer dentro de un cuarto de hora. ¿No te importará pagar tú, verdad? Ya sabes lo lento que es Herminio para traer las vueltas.

    
 

 

2.      De por qué regaló Federico su reloj y lo recobró con buen motivo



     La sala de subastas de la Caja de Ahorros formaba un pequeño patio de butacas sin pasillo central, en ligero declive, que remataba el entarimado de la mesa presidencial e historiado atril con pie, para el subastador. En la época a que me refiero no se usaba de proyecciones, sino que los lotes a postura se iban exponiendo en una mesilla de proscenio. Para los escrupulosos y los cortos de vista estaba la posibilidad de verlos de cerca el día antes, a más de  fiarse de la descripción del objeto al iniciar las pujas. El lote veintitrés era el motivo de mi insólita presencia allí:

     Cronógrafo Longines de 55 milímetros de diámetro, con tres tapas en  oro macizo, repetición a cuartos y a minutos, en perfecto estado de  funcionamiento, con leontina de  oro de ley, de 84 gramos de peso. Iniciales grabadas en la tapa superior, correspondientes a su primer propietario; datación, circa 1900. Precio de salida, 100.000 pesetas.

     Como habrán imaginado ustedes, se trataba sin duda del reloj de Federico. Bien que lo conocía yo y, por si fuera poco, las letras ele y efe, enlazadas e historiadas a la art déco, eran las propias de su abuelo, Leopoldo Francés, el indiano dilapidador.

     Lo avanzado de la sesión y el alto precio hizo que apenas hubiese interesados. La puja subió hasta 150.000 pesetas y, por un momento, creí quedarme solo, a punto de conseguir la pieza por una cantidad módica, lejos aún de las doscientas mil que me había fijado como tope. No era moco de pavo, desde luego: por aquellas calendas, mi bufete no solía dejarme más allá de cincuenta mil pesetas mensuales limpias.

     De pronto, sobrevino la catástrofe. Una señora al fondo de la sala cantó alegre la bonita cifra de 175.000 pesetas, así de golpe, subiendo la puja hasta términos prohibitivos para los diletantes. Me dio un escalofrío, al comprender que había entrado en liza otra persona verdaderamente interesada. Un poco a la desesperada, jugué fuerte, buscando achicarla:

-          ¡Doscientas mil!

-          Doscientas veinte mil, replicó sin alzar la voz.

     Por un momento sopesé el riesgo del exceso, por no aludir al de una bronca de mi esposa. Me pudo el subidón de adrenalina del subastero apasionado:

-          ¡Doscientas treinta!

-          Doscientas cincuenta.

     Esta vez, la voz me temblaba. Casi rogaba a Dios para que la dama entrara al trapo y no me dejase rematar la faena. Le estaba haciendo el caldo gordo al Monte de Piedad:

-          Trescientas mil.

     Unos instantes eternos precedieron a la vocecita pausada de la señora, tal vez, aburrida de mi inútil porfía:

-          Trescientas cincuenta.

-          La señora quiere decir trescientas cincuenta mil pesetas, ¿verdad?, precisó el subastador.

-          Desde luego –le replicó-. No me permitiría bromear en estas circunstancias.

     No hubo para más: mazazo y adjudicación. La señora –apenas una silueta en la penumbra de la sala- se levantó al punto, sin duda para cumplimentar las diligencias del pago del remate. Yo, corrido y aliviado a la vez, seguí sentado todavía un rato y hasta me permití pujar con éxito por un camafeo modernista, para obsequiar a mi esposa en su próximo cumpleaños. A la salida, me llevé la sorpresa de que me estaba esperando la dama del fiasco.

-          ¡Vaya favor que les hemos hecho a los herederos de Federico!, me lanzó, con un mohín de simulado disgusto.

-          Me temo, señora, que la demasía acabe en las arcas de la Caja, cosa que no habría sucedido de no haber aparecido usted por la sala de subastas.

-          O usted, replicó echándose a reír.

     Nos quedamos mirándonos de hito en hito durante unos momentos, antes de presentarnos. Por su edad y bien conservada belleza, no me cupo duda de que esa Soledad Nanclares no podía ser otra que la chica más guapa de la Rondilla, en la que creí reconocer a una de las pocas asistentes al funeral por su amor primero. Con todo, decidí asegurarme:

-          Verá usted –dije-, mi interés por este reloj no es de coleccionista, sino porque conocí y aprecié en vida a su último propietario, Federico de la Huerta.

-          Pues, si su preocupación era que pasase a manos del todo extrañas, pierda cuidado. Yo también lo conocí, a él y a su familia, hace de eso ya una eternidad.

-          No tanto, no tanto. Cuando menos él la tenía presente en todo momento.

     Nuevo rubor, ahora bien ostensible. Había dado en el clavo y, como antes, Soledad quiso escabullirse:

-          ¡Bah!, tontunas de mayores, que sueñan con su pasada juventud. La guerra nos hizo polvo a muchos y no todos supieron sobreponerse. Pero no es esa nostalgia la que me ha llevado a venir desde Rioseco a pujar por este reloj, sino algo mucho más profundo.

     En un instante, capté toda la situación. Una Soledad que hacía honor a su nombre; unos recuerdos que pugnaban por ser compartidos; lo avanzado de la hora para viajar de vuelta. Le propuse:

-          Son ya las dos y media y, por lo menos a mí, me cantan las tripas. Comamos juntos y así me cuenta algo más del bueno de Federico, mi reservado amigo. Es lo menos que puede concederme, después de haberme birlado el reloj de mis afanes.

-          Sea, siempre que también usted me dé cuenta de los últimos tiempos de su amigo. Créame si le digo que apenas hablé con él en todos estos años: En puridad, desde lo del toma y daca del reloj.

***

     Convinimos tácitamente en dejar el tema federiciano para los postres. Dedicamos, pues, la charla del ágape a trivialidades y algunas informaciones de escasa intimidad. Tuve así conocimiento de que ella era una viuda de muy antigua data, pues su marido había fallecido en Rusia, con la División Azul, en enero de 1943, dejando huérfano a un niño de muy corta edad. Hube de suponer, a juzgar por las referencias y el hecho de que fuera una mera ama de casa, que el finado era de familia adinerada y adicta al Régimen político que, por las fechas de la comida, daba en España las boqueadas. Por mi parte, insistí en mi profesión de abogado, como punto de partida para algunas sabrosas anécdotas, así como para indagar sobre posibles conocidos o amigos comunes, lo que en una pequeña ciudad es frecuente coincidencia. En fin, pasamos un buen rato y procuré dejar las cosas a punto para que Soledad no eludiera su compromiso, ni lo solventara de manera lacónica.

     Llegado el momento del café, mi interlocutora abrió el bolso, sacó de él el Longines de la puja, lo colocó cuidadosamente en el centro de la mesa, como si buscara en él inspiración o memoria, y dio principio a su relato:

-          Veo que otros te han puesto al corriente del cariño que Federico y yo nos tuvimos, allá por los años de la República. Éramos casi unos niños y ya sabes lo mal visto que estaba entonces el que una chica mostrase a las claras su predilección, ni que las parejas ennoviaran a las primeras de cambio. Con todo, dábamos por cierto que ese camino lo recorreríamos en su momento y atesorábamos por ello las mejores esperanzas.

-          Luego fue la guerra lo único que se interpuso entre vosotros.

-          Así fue, en efecto. No supe de él en toda la contienda y, al concluir esta, su madre no me quiso dar razón de si vivía o no. Tal vez ni ella lo supiese o, quizás, no me lo reveló para mayor seguridad de su hijo. Lo cierto es que otro estudiante de Medicina, de muy distinta filiación política, congenió conmigo durante mis tareas de enfermera voluntaria en el Hospital Militar. Era algo mayor que Federico y libró de ir al frente, en parte por influencias de su familia y, en otra, por hacer de auxiliar de médico, aunque le faltasen los últimos cursos de la carrera. Yo acabé por olvidar a Federico y deslumbrarme con aquel joven bastante mayor que yo, atractivo, generoso y, sobre todo, que estaba a mi lado en todo momento. Además, mis padres…,bueno, quiero decir que no sobraba el dinero en casa, ni dejaba de ser útil el aval político y la ayuda que nos podía prestar su familia: Hasta colocaron a dos de mis hermanos en su empresa de fundición, entonces boyante.

-          Acabaría todo en boda, supongo…

-          Supones bien: en el verano del cuarenta y uno, cuando acabó Vicente la carrera. Vivimos juntos apenas un año. Le calentaron la cabeza con la necesidad de médicos para la División y con las excelencias políticas y militares de la campaña. Te parecerá mentira pero apenas consultó conmigo su decisión, sino que me dio los hechos consumados. Me pareció tan despreciativo, que ni siquiera le di una noticia que acaso le habría forzado a quedarse en España.

-          ¿Algún embarazo, tal vez?

-          Justo. Estaba en las primeras semanas del de mi único hijo, sin seguridad plena de mi estado. ¿Debí comunicárselo? Creo que pensé: ¿Y si, a pesar de todo, se marcha? Entonces sí que no podré perdonárselo.

-           ¿No quiso regresar al tener noticia de que esperabas un hijo? Porque supongo que entonces sí le informarías.

-          Claro, pero el retorno no era fácil, ni para su amor propio, ni en términos de trámites y papeleo. En las Navidades del 42 me escribió: Querida, las próximas Pascuas, tendremos dos niños Jesús en el salón de casa. Acertó, pero no llegó a verlo.

-          Y me figuro que al chiquitín le pondrías ese nombre.

-          Sin duda… Pero demos un corto salto en el tiempo. De otro modo, Federico no va a poder entrar en escena, como es de razón. Pongámonos en 1947. Jesús acababa de cumplir los cuatro años, cuando le empezaron unos síntomas preocupantes: tos, febrícula, sudores nocturnos, lasitud… Pasó, de ser un diablillo, a perder todo interés por la exploración y el juego. En resumen, lo llevamos al médico y, aunque las pruebas no fueron concluyentes, diagnosticó sin vacilación tuberculosis pulmonar.

-          ¡Uf!, y con lo que la tisis representaba en aquel entonces.

-          Y que lo digas: Si se cogía a tiempo, moría un niño de cada cuatro. Si la enfermedad iba avanzada, caían hasta dos de cada tres. Un espanto… En fin, dio la feliz casualidad de que el tratamiento en Castellar era de los más avanzados de España, gracias a algunos médicos muy preparados de la Facultad y algunos especialistas como…

-          … El doctor Corajoso. Precisamente fue él quien apoyó la entrada de Federico en el Dispensario de la calle Muro, donde todavía se ubica.

-          Veo que estás bien informado. En efecto, allí fue donde empezaron a atender a Jesusín, como buenamente podían y allí fue donde me reencontré con Federico, después de once años de ausencia.

-          ¡Menudo sorpresón!, aunque –claro- en esas tristes circunstancias…

-          Y tan tristes. Para completar el cuadro, me hicieron las pruebas preventivas y me descubrieron un infiltrado tuberculoso en el pulmón derecho. Ello significaba que lo aconsejable era reducir al máximo el contacto entre mi hijo y yo, en beneficio de ambos.

     Se le quebró la voz y su mirada, perdida por un momento hacia los ventanales, adquirió un brillo inusitado. Tácitamente, nos tomamos un respiro y pedí otro par de cafés al camarero. Seguramente será positivo que también nosotros nos demos una pausa, marcada por los habituales tres asteriscos.

***

-          Encontré a Federico muy cambiado físicamente: mucho más delgado; levemente encorvado; con incipientes canas y arrugas, impropias de un joven de veintitantos años. En cambio, en lo espiritual, el ímpetu y la espontaneidad algo torpe que yo le recordaba habían dejado paso a una madurez calmada, que al punto alivió mi tensión. Acababa de llegar a Castellar, como quien dice, pero se movía por el Dispensario con seguridad y solvencia. Con su bata blanca y sus pequeñas historias se ganó inmediatamente la confianza de mi hijo, que cogido de su mano no vacilaba en abandonarme en la sala de espera y perderse por los pasillos y las escaleras, tras aquel mentor que siempre tenía para él unos cacahuetes o un pequeño juguete de hojalata. Me fue de mucha ayuda cuando el Doctor me dio el consejo –orden, casi- de que debería dejar ingresado al pequeño en el Sanatorio de El Pinarón: ya sabes, el Antituberculoso que había entre los pinares del Cega y que cerraron hace ya muchos años, cuando la tisis dejó de ser felizmente un problema epidémico.

-          Eso era, precisamente, lo que iba a plantearte. En 1947 ya se había descubierto y se aplicaba la estreptomicina.

-          Sí y no. Aquí, en España, no se generalizó hasta mil novecientos cincuenta, ni se produjo y distribuyó libremente, hasta 1954. Fueron años de mezcla de tratamientos –recuerdo la famosa sulfoterapia, o los terribles neumotórax-, procurando siempre el aislamiento de los enfermos, para darles la llamada tríada germánica, es decir, aire puro, sobrealimentación y reposo absoluto.

-          Unos tratamientos verdaderamente tremendos para los niños pequeños y más, si se les separaba de sus padres y hermanos.

-          Claro, pero ahí es donde Federico estuvo superior. Todas las tardes que libraba en el Dispensario, cogía la bici y se hacía los veinticinco kilómetros que tenía la ida y vuelta al Sanatorio. Allí paseaba y jugaba con mi hijo, le contaba historias y le animaba a comerse cuanto le ponían. Luego, a eso de las nueve, indefectiblemente, me telefoneaba a casa –creo que desde el Dispensario- para darme la novedad, decía: siempre tranquilizador, pero sin ocultar nada relevante. Por mi parte, yo le decía cuanto quería transmitir a mi hijo, a fin de que él se lo comunicase al día siguiente. Como hombre de rutinas, antes de colgar, me preguntaba siempre: Y la señora de la casa, ¿cómo se encuentra hoy? Así, sin más, con una frialdad que yo trataba de entender como solo aparente.

-          ¿Y no hubo más? Porque supongo que la situación se prolongaría unos meses, cuando menos.

-          ¡Huy, meses! Año y medio, hasta que yo me curé y pude hacerme cargo nuevamente del cuidado de Jesús… Pero ya veo, lo que quieres saber es si entre Federico y yo…

-          ¡Líbreme Dios, Soledad! Solo quería saber del reloj –dije, señalando la joya que refulgía en el centro de la mesa, a los rayos del sol que iba declinando-.

-          Perdone, letrado, que me haya ido por las ramas. El reloj, en efecto: vamos con ello. Pues, en los momentos más duros de la enfermedad del niño, se llegó a temer por su vida. Él tenía cinco años y ya se enteraba de todo. El caso es que alguien cometió la imprudencia de comentar que angelitos al Cielo, o algo parecido. El chiquillo, con todo acierto, se aplicó el cuento y, entre atónito y preocupado, empezó a preguntar y preguntarse qué sería aquello y cómo podría producirse. Otros habrían toreado su curiosidad, o le habrían negado la verdad. Federico, no: la verdad os hará libres, frase que ya había oído yo alguna vez pero no sé dónde. Cogió a Jesús por banda una tarde, se sentaron apoyados en su pino favorito –uno que tenía un nido de urracas bien visible- y hubo entre ellos la siguiente, o parecida, conversación:

-          Ir al Cielo, ir al Cielo… Pues vaya cosa. Anda que no he subido yo allá veces. ¿O es que no has oído hablar de los aviones?

-          Pues claro. Tengo dos en mi habitación.

-          Cierto. Uno de tu madre, alemán, y otro, español, que te traje yo. Pero esos son unas birrias, al lado del que yo piloté cuando la guerra en Francia. ¿No te lo he contado nunca?

-          No.

-          Pues escucha atentamente, porque es un secreto que solo puedo revelártelo a ti, si me prometes no contárselo a nadie, ni siquiera a tu madre.

-          Te lo prometo.

-          Pues bien. Cualquier piloto, con un buen avión inglés o americano, puede subir hasta el Cielo, si tiene una máquina mágica, que le indique al momento la hora y la posición. ¿Entiendes?

-          Sí –seguramente, mentía-.

-          Pues yo tengo esa máquina maravillosa… A ver, a ver… Sí, aquí está.

-          Como comprenderás, se trataba de este maravilloso reloj Longines, que exhibió ante su pequeño oyente, con todo lujo de explicaciones arcanas y pases de prestidigitador. Jesús estaría boquiabierto.

-          ¿Y me lo regalarás, para que yo pueda ir también al Cielo, con los ángeles?

-          Por supuesto. ¿Sabes ya lo que tienes que pedirle a tu Ángel de la Guarda?

-          Que me ponga bueno. Y que mamá también se cure, para poder estar juntos.

-          Claro, chico, pero hay que pronunciar la palabra mágica, para que los ángeles te hagan caso.

-          ¿Cuál?

-          Fíjate bien, que eres un poco distraído: Estreptomicina. Estreptomicina del doctor Waksman. A ver, repite…

-          En fin –Soledad suspiró, emocionada-, ¿a qué seguir? El Longines de Federico –debidamente vigilado por una enfermera de su confianza- montó guardia diurna en el cajón de los juguetes del armario y, por la noche, bajo la almohada en que Jesusín reposaba su cabeza sudorosa. Nunca salió de su boca, mientras estuvo en el Sanatorio, una palabra de lo tratado en el pinar. Solo al final, en el Dispensario acabé sabiendo la verdad. El doctor Corajoso le dijo: Tu mamá está curada y tú lo vas a estar muy pronto. ¡Claro –respondió tan ufano-: con la estetomicina! Me la dieron los ángeles un día que subí al cielo con la máquina que me regaló Federico.

-          Bien está lo que bien acaba –comenté tópicamente-.

-          No lo creas. Nos curamos, sí, pero no estoy en absoluto segura de haber terminado como debía. Sabrás que le devolví el reloj.

-          Me lo figuro. De otro modo, no lo habría tenido él en su poder, ni tendríamos que haber pujado hoy por su dominio.

-          Ya, pero lo hice de una manera cobarde, que Federico en modo alguno merecía, aunque fuera tan reservado, tan escrupuloso, tan… tan suyo. Dirás que lo lógico, después de todo aquello, habría sido que rehiciéramos juntos nuestras vidas, con Jesús y los que hubieran venido. No entraré en detalles, que ni acierto ahora a valorar, ni tienes por qué aguantarme. Es ello que, Federico no se me declaró, ni la familia de mi difunto marido me facilitó las cosas. A prevención, les sugerí la posibilidad de volver a casarme con un enfermero, viejo conocido, que había hecho mucho por Jesús y a quien este quería con locura. ¡Buena la hice! Que si la memoria de su hijo; que si lo que tenía que hacer era dedicarme en cuerpo y alma al niño, después de todo lo que había sufrido; que si un practicante y, por más señas, un rojo -¿cómo rayos se enterarían de eso, si yo no les di detalles?-. Hasta llegaron a sugerir que podría haber habido antaño relaciones entre nosotros que, tras un interesado intervalo con mi marido, ahora rebrotaban. Eran tiempos difíciles y ellos, muy poderosos. Mi suegro amenazó con retirarme el usufructo vidual y hasta la custodia de mi hijo, si volvía a casarme, al menos, mientras Jesús no sea mayor.

-          No veo la cobardía por ninguna parte. Si acaso, fuiste víctima de la época y del amor de madre.

-          Espera a ver cómo acabó todo. Con su torpe letra de los siete años, Jesús escribió en una postal infantil lo que yo le dicté: Querido Federico: Ya subí al cielo y los ángeles me dieron la medicina con que curar a mamá y a mí mismo. Por tanto, te devuelvo el reloj maravilloso, con un beso muy fuerte y la promesa de que nunca te olvidaré. Una criada llevó el paquete al Dispensario y lo dejó a la atención del practicante, Sr. de la Huerta. Ese mismo día, partí con mi hijo hacía Rioseco, centro de las tierras de mi marido, y no volví por Castellar en diez años, salvo a toda prisa, para alguna diligencia insoslayable. Así que ya ves si me sentía culpable. Luego… Luego, la vida siguió y no digo que no viese a Federico. Pero, como decía el otro, no nos bañamos dos veces en el mismo río.

-          Vaya, vaya con el reloj. Lo que ha dado de sí.

-          Hay una cosa que nunca pregunté a Federico y que me asalta siempre que vuelvo la vista atrás. Tal vez, tú, que lo conociste y que tienes experiencia con la gente… ¿Por qué no me diría nada? No digo declararse pero, por lo menos, alguna insinuación de su interés o de que lo incorporase nuevamente a mi existencia; que esperásemos tiempos mejores…

-          Supongo que serán cosas de espíritus puros. Si un ángel te diera la vida, o te entregase lo mejor de sí, ¿te pediría algo a cambio? En ti estaba acercarte a él y cobijarte bajo sus alas.

     Me había salido de dentro pero, tal vez, me excedí. Soledad replicó secamente:

-          Pareces saber mucho de ángeles. Yo todavía estoy tratando de entender a los hombres.

 
     

     
     
3.  En el que termina esta minuciosa historia

     Lo que les he contado en el extenso capítulo anterior me lo reveló Soledad en 1976, cuando acaba de finar Franco. Lo que en este narro sucedió allá por mil novecientos noventa, cuando el boom de la heroína y de los puticlubs. Lo digo porque me buscó como defensor un tipo que, regentando uno de ellos, había propinado una mojada en el bazo a un cliente mal encarado, lo que estuvo a punto de costarle la vida. Yo no andaba entonces muy boyante, pues me había embarcado en la compra de un piso, grande y céntrico, para instalar el bufete compartido, del que era primer socio. El caso era bastante defendible, pero el inculpado no me ofrecía confianza ninguna sobre el pago de mis honorarios; de modo que le pedí provisión de fondos.

-          Hombre, abogado, no ha empezado a trabajar y ya me está pidiendo dinero. No es que el negocio vaya de primera, pero tengo tres chicas que están muy bien y me rentan lo suyo.

-          No lo dudo, pero cabe la razonable posibilidad de que, después de lo de la puñalada, te cierren el local y las chicas y tú os quedéis en el paro. Así que…

-          Está bien, está bien. No he traído dinero, pero creo que esto servirá como garantía.

     Echó mano a la americana y sacó un reloj de bolsillo, que dejó caer, entre complacido y displicente, sobre la carpeta de cuero del buró. Iba ya a rechazar la garantía, por indeseada y dudosa, cuando me detuve asombrado. Se trataba, con seguridad, del reloj de Federico.

-          Vaya peluco, ¿eh? Oro puro y del tiempo de Napoleón.

-          Algo menos –repuse, tras comprobar las iniciales-. Seguramente lo habrás robado, o comprado a algún perista.

-          Quiá. Un cliente que se encaprichó de una jaca de las mías y se lo dio por sus ocupaciones. No tenía forma de pagarla en billetes.

-          Ya, y la chica te lo regaló a ti. Mañana quiero verla a esta hora por mi despacho. Si me convence, aceptaré la garantía. Si no, te lo devuelvo y te buscas un abogado de oficio. Entre tanto, el reloj se queda aquí. Claro que, si no confías, lo coges y puerta.

-          ¡Cómo es usted de seco! Ande, quédeselo y mañana vendrá por aquí la Fini y le explicará.

     En efecto, la Fini se explicó de maravilla, aunque poca falta hizo, una vez que identificó al donante como don Jesús, el de Rioseco, y me aseguró que todo estaba legal con el proxeneta. Ella se había quedado con la cadena de oro –vale decir, la leontina- y él, con el reloj, que atrasaba bastante, aseguró. No era tonto el navajero, a pesar de la impuntualidad de la máquina.

     Estaba decidido: el reloj de Federico –bastante más feo que antaño, con rayaduras y hasta un pequeño bollo- no volvería a manos tan ignaras e impiadosas. Pero el veterano Longines pedía algo más, lo que me hacía saber en las noches de duermevela y, por el día, cuando lo acariciaba y ponía en hora. Necesitaba de un digno asilo en que reposar. Precisaba unas manos pulcras que lo mimasen. Y, sobre todo, exigía que con él se hiciese justicia: Nadie mejor que un letrado para entenderlo.

     La ingratitud del rijoso Jesús le excluía de las opciones. Soledad –de quien averigüé que aún vivía- había pagado por él, pero seguramente lo había comprado no para ella –tan fría e insensible con Federico-, sino como memorial para su hijo quien, como vemos, era indigno de tal gala. Quedaba un servidor de ustedes, juez y parte en el asunto, un advenedizo en la ajetreada existencia del reloj; contertulio superficial de Federico, aunque se hiciese pasar por su amigo; adquirente por título dudoso, de manos de un rufián de manos ensangrentadas.

     No lo dudé más. Una mañana gélida y neblinosa me presenté en el cementerio, nada más abrir. Llegué con alguna confusión a la tumba de Federico y, tras excavar un pequeño hoyo bajo el resalte marmóreo de la cabecera, enterré el famoso reloj, con mortaja de plástico negro. Luego, recé un breve responso y me alejé, ligero de espíritu, sin mirar atrás.

***

     No he vuelto por la sepultura de Federico, ni se me ocurriría comprobar si, cabe su féretro, sigue yaciendo también la presea. En lo que a mí respecta, uno y otra pueden descansar en paz.