miércoles, 23 de agosto de 2023

DON ISIDORO, PROFESOR ENTRE EL TEMOR Y EL AMOR

 

Don Isidoro, profesor entre el temor y el amor

Por Federico Bello Landrove

En memoria de los maestros que dejaron en nosotros -buena- huella

 

     La violencia de la guerra civil y la dureza de la posguerra que siguió convirtieron a muchos españoles en sombras empavorecidas de lo que antes fueron, en intelectuales esterilizados por el miedo y el desprecio. ¿Pudo haberlos confortado y redimido el amor, o también este fue víctima de las circunstancias? De ello trata la presente historia, en que la fantasía vuela apenas dos palmos por encima de los tejados de la realidad.




1.      Entre la niebla y la leyenda

 

     El calendario de pared, con anuncio en resalte de la Librería Santarén, recuerda que nos encontramos a marzo de 1946 y, suponiendo que el reloj de pared esté en hora, que son las diez menos cuarto -suponemos que de la mañana-. En la momentáneamente desierta sala de profesores, un caballero pulcramente vestido, con el abrigo echado sobre los hombros y sombrero y cartera en las manos, abre la puerta, entra en la pieza y se dirige a la mesa central, donde, junto al ABC y el Diario local, se ordena en un par de montoncitos la correspondencia recibida para los profesores. El solitario visitante repasa las direcciones y separa las tres cartas y el ejemplar de revista que le vienen dirigidos. Hojea luego los periódicos, que siguen echando bombas por la decisión de la recién nacida ONU, rechazando el ingreso de España en la Organización e invitando a los Estados miembros a romper relaciones con nuestro país[1]. Francia cierra sus fronteras con nuestra patria, reza explícitamente un titular[2], que apostilla poco más abajo: Más valdría que el Gobierno francés se ocupara en resolver sus problemas internos, pues la represalias contra los presuntos colaboracionistas de Vichy han puesto al país galo al borde de la guerra civil[3]. El solitario lector esboza una sonrisa y musita: Guerra civil, guerra civil… Como si un supiéramos los españoles lo que, de verdad, es una cosa así.

     El caballero, aprovechando que está solo, abre sus cartas y hace una rápida lectura de las mismas. Dan las diez, la hora del cambio de clases, aunque la oficial para él añade diez minutos de cortesía[4], a fin de que los alumnos puedan pasar del aula de Derecho Romano a la suya, la de Derecho Político y otras hierbas, como bromea su joven paisano y colega, el catedrático de Derecho Natural, que con él la comparte. Inicia el repaso del índice de la revista recién recibida, hasta que se abre la puerta de la sala para dejar paso a Basilio, el procesalista, con el que vivió días ya casi olvidados en el Tribunal de Garantías Constitucionales[5]. El recién llegado lo saluda amistoso, como siempre:

-          ¡Hombre, Isidoro, no has perdonado el viaje desde los Madriles, ni aunque ayer haya sido festivo[6]!

-          ¿Por qué habría de excusar la impartición de la clase de hoy?, responde Don Isidoro, con cara de sorpresa. No me liga ningún lazo patronímico con el santo patriarca de la estirpe de David.

     Su interlocutor prorrumpe en una carcajada:

-          ¡Eres imposible! ¡Cualquiera adivina que estás refiriéndote a San José!

-          Bueno -añade Don Isidoro con toda la seriedad del mundo-, si hubiere de ser paladino, podría referirme a tan ilustre miembro de la grey celestial como el padre putativo de Nuestro Señor Jesucristo y, a mayores, santo patrono del Sindicato Nacional de la Madera y Corcho.

     Después de tal precisión, tan fúlgida como necesaria, Don Isidoro se yergue, recoge correspondencia y sombrero y, sin esperar a que Basilio se reponga de su ataque de risa, comprueba la hora en el reloj y sale de la sala, encaminándose a su aula por la crujía más larga, de modo que, al llegar a la puerta de la clase, sean ya las diez y diez corridas.

     Cuando se dispone a franquear el umbral, entre la respetuosa expectación de los alumnos, se le acerca un bedel y le advierte:

-          Don Isidoro, de parte del Decano, que pase usted a verlo cuando acabe las clases.

***

     El aviso que tenía que darle la inmediata autoridad académica tenía mucho de honorífico embeleco, por el que casi todos los catedráticos han de pasar, afortunadamente, una o muy pocas veces en su vida académica-.

-          Don Isidoro -el joven Decano no apeaba el tratamiento, sin duda algo cohibido por la diferencia de edad con su colega-, acabo de recibir del rectorado la comunicación de que corresponde a un profesor de nuestra Facultad el impartir la lección inaugural del próximo curso; y, comprobados los antecedentes, le toca a usted asumir tal encargo.

     El comisionado quedó lívido y, por un momento, sufrió un conato de desvanecimiento, que le obligó a apoyarse en el respaldo de una silla próxima para evitar caerse. El decano, percatándose de la demudación, tomó a su interlocutor por un brazo y lo encaminó hasta el tresillo del despacho, invitándolo a tomar asiento.

-          ¿Se siente mal?, agregó. ¿Quiere un vaso de agua?

-          Gracias, pero ya se me va pasando. Debe de haber sido por el estupor ante tan comprometido encargo.

     El decano respiró aliviado al tener noticia de lo nimio de la causa del vahído. Reaccionó paternalmente:

-          Por Dios, Don Isidoro, no deja de ser un momento expuesto e importante en nuestro currículo docente, pero seguro que usted lo supera con la elegancia que acostumbra.

     Repuesto a medias, el profesor de Político se colocó a la defensiva, tratando de que pasase de él aquel cáliz:

-          ¿No se tratará de una equivocación? Hace apenas seis años que hube de asumir un encargo análogo de la Universidad de Vetusta, en la que profesaba antes de trasladarme a esta de Castellar…

-          No hay tal error. He examinado el registro y este año le toca a usted, siguiendo el orden de antigüedad en el escalafón, que es el que rige para estas cuestiones. En cuanto a su brillante discurso de octubre del 39, no cuenta a estos efectos, al haberse pronunciado en otra Universidad.

     El decano había enfatizado tan nítidamente el calificativo de la disertación, que Don Isidoro se ruborizó, bajó los ojos y decidió no seguir objetando con base en aquel ingrato retazo de su pasado. Se limitó a preguntar:

-          ¿Ha emitido el Rector alguna indicación o consigna sobre la temática de la lección de apertura, o acerca de la necesidad de presentarla con antelación para su censura por la autoridad?

-          Por supuesto que tiene usted completa libertad para elegir el tema del discurso, siempre dentro de las materias propias de su asignatura -aclaró el interpelado, con una amplia sonrisa-. Bastará con que presente el texto en el Servicio de Publicaciones de la Universidad con la suficiente antelación para imprimirlo y tener los ejemplares listos para su reparto en el día señalado, que será el próximo 14 de octubre. Así, si la censura tuviere alguna observación que hacerle, podrá usted rectificar lo pertinente.

     Don Isidoro pareció aliviado. Recuperó su natural prestancia, se puso en pie y concluyó:

-          Espero dejar en buen lugar a esta Facultad, que con tanto mimo me acoge desde el año 40.

-          Ni más ni menos que el que usted se merece, respondió el decano, con ampulosidad digna de mayor franqueza.

Universidad de Valladolid

***

     Aunque había excusado la ingestión de alimentos de digestión pesada, Don Isidoro, después del almuerzo, hubo de echarse al coleto un buen vaso de agua con un par de comprimidos de Alka-Seltzer[7]. Y es que, desde la alusión del decano a la brillantez de su discurso de apertura del curso 1939-1940 en la Universidad de Vetusta, no dejaba de darse al diablo. ¡Ahí es nada!: Encerrarse en el armario -o almario- del exilio interior[8], para que, pese a todo, la inevitable venta de su alma estuviese en boca de aquel discípulo espurio de Asúa[9], lo que era tanto como decir que él no estaba lejos de convertirse en el hazmerreír de todos los fascistones que pululaban en el claustro de Castellar y en el deshonor de los pocos profesores que, hasta ahora, lo consideraban -aunque con reservas- uno de los suyos.

     Sí, de acuerdo, pero, desarreglos gástricos aparte, ¿qué tósigo encierra aquel malhadado alegato, que ahora envenena los sueños y las vigilias de Don Isidoro? Un historiador lo explicaba así muchos años después, con la frialdad del paso del tiempo y la comprensión por la debilidad humana en tiempos recios:

     En aquel entonces, no bastaba para muchos con reprimir y sancionar: Había que someter a los vencidos a la humillación de negarse a sí mismos y abjurar públicamente de los valores por los que tantos amigos habían dado su vida. En ocasiones, confluía el deseo de hacer pagar al enemigo, o al tibio, el favor de seguir viviendo y trabajando, aun con todas las trabas imaginables. Debió de ser ese el caso para Don Isidoro, a la hora de confiarle la lección inaugural del curso 1939-40 en la Universidad de Vetusta, precisamente, sobre el tema de la nueva forma de organizar el Estado y la política en Alemania e Italia, con los evidentes y ditirámbicos excursos para con el régimen español y su invicto y glorioso Caudillo. En cualquier caso, consta que se corrió deliberadamente la vez para que disertara Don Isidoro, en lugar de un catedrático de Químicas, al que por turno correspondía…

     Y terminaba la alusión a tan forzada palinodia con la conclusión siguiente:

     No es, pues, extraño que, entre el ludibrio y la vergüenza, el profesor, represaliado summa cum ignominia[10], decidiera escapar de los fantasmas de Vetusta y firmase su traslado a cuantas cátedras salieran a concurso, de su asignatura o de otras materias afines. Sus peticiones encontraron eco y comprensión, de modo que el curso siguiente ya pudo comenzarlo en la Facultad de Castellar, y en la misma materia -el Derecho Político- que venía impartiendo anteriormente. Si los fantasmas lo acompañaron hasta su nuevo acomodo es cosa que, dadas las circunstancias, estoy por aseverar.

     Así que ya tienen ustedes la explicación de los desarreglos gástricos del profesor y de su necesidad de Alka-Seltzer: Aquella mañana, Mefistófeles había adoptado la figura del decano[11], que se había atrevido a calificar de brillante su pretérita bajada de toga, por no aludir con impudicia a otra prenda más íntima.

***

     Pertrechado con el modesto equipaje de un bolso de viaje a cuadros escoceses en rojo y negro -vetusto vestigio de su ya lejana estancia como becario en la Universidad de Londres-, Don Isidoro recorre el corto trayecto entre el modesto hotelito en que se aloja en Castellar y la estación de ferrocarril, presto a tomar el tranvía de la tarde con destino a Madrid. En la cabeza le hierven ideas y proyectos para salir dignamente del paso de la lección inaugural, procurando que estén tan lejos de la política hispana del momento, como de su manido tópico del mundo anglosajón, pues se ha enterado de que un malicioso colega madrileño anda comentando que la no escrita Constitución británica es la talanquera del timorato profesor de Castellar. ¡No sería una mala idea disertar sobre la obra de algún tratadista español del Siglo de Oro, aunque para la nueva España imperial soplen últimamente malos vientos del extranjero[12]! Y, ya de puestos, ¿por qué no tener un detalle con la Universidad castellarense, recordando a alguno de los maestros o alumnos famosos que pasaron por sus aulas?

     Pensando, pensando, el profesor se equivoca de vagón y sube a uno de primera clase, un exceso que no suele permitirse, no tanto por el dispendio, cuanto por su vehemente anhelo de confundirse con la medianía. Desanda el trayecto hasta su coche de segunda y, por el camino, le asalta la duda de si su acercamiento al mundo de hoy no resultará en exceso atrevido. Puesto a seguirle la corriente al chistoso compañero de Madrid, él se había atrevido hasta entonces a recibir a portagayola a Aristóteles; a torear al natural a Santo Tomás y, desde aquí, directo al burladero. Tal vez un morlaco de la acreditada ganadería de la España áurea resulte demasiado para un diestro resabiado y medroso… Habrá que considerarlo con calma y prudencia, que nada está más lejos de su intención que el meterse en líos.

     En fin, arranca el tren. Por delante, unas cinco horas de viaje y, por ahora, está solo en el compartimento. Es una buena oportunidad para reflexionar e imaginar pero, por de pronto, entre el sopor de la digestión y el monótono y lento traqueteo del tren, Don Isidoro se deja vencer del sueño. Cuando despierta, media hora después, le saluda la maciza mole del castillo de la Mota[13]. Puede ser que sus sillares seculares lo inspiren en la busca del tema de ese discurso magistral que, aún no ha engendrado, y ya le despierta dolor de cabeza.

Universidad de Oviedo

 

 

2.      La loca primavera del 46

 

     Aquel año la Semana Santa se hizo esperar[14], cosa que Don Isidoro agradeció, zambulléndose en los seminarios de la Facultad de Letras y en la espléndida biblioteca del Colegio Mayor Santa Cruz. Y es que ya había decidido el objeto de su discurso de apertura, que a su juicio satisfacía la pretensión de rendir tributo al Siglo de Oro hispano y, en particular, a uno de sus pensadores y literatos más preclaros, quien había sido en su día alumno de Teología en la Universidad de Castellar: Don Francisco de Quevedo y Villegas[15]. El título pensado para la futura disertación le pareció así mismo muy acertado: “La Política de Dios y Gobierno de Cristo de Francisco de Quevedo, como antítesis del pensamiento de Maquiavelo[16]. Se quedaba con ganas de añadir aquello de la Tiranía de Satanás[17], pero su prudente olfato le hizo suponer que una referencia tan conspicua a la tiranía y a Satán podía resultar sospechosa para los censores hispanos del momento.

     A eso de las ocho de la tarde del martes, día 9 de abril, abandonaba ya Don Isidoro la biblioteca del Santa Cruz cuando, al pasar por el jardín interior camino de la salida, creyó estar viendo visiones. De la reja de una de las ventanas del Colegio[18], colgaba una bandera a franjas, roja, amarilla ¡y morada! Aunque el sol ya se había puesto hacía un rato y el profesor aceleró el paso, poniendo un repentino e intenso interés en la gravilla del sendero, no tuvo ninguna duda acerca del sentido de la oriflama, siquiera le pusiera alguna objeción:

-          ¡Cáspita, una bandera republicana…, por más que la franja amarilla es de doble anchura que las otras dos!

     El alarmado profesor anduvo a toda prisa el trayecto hasta el Santuario del Sagrado Corazón, desde donde ya resultaba imposible divisar la plaza de Santa Cruz. Seguidamente, procurando calmarse y no llamar la atención, moderó su paso y, por calles poco concurridas, alcanzó el hotelito de su residencia, acogiéndose de inmediato a su habitación. Apenas cenó y su sueño fue corto y de lo más agitado. Al repiqueteo estridente del despertador, quedó cortada su visión onírica de una Mariana Pineda con el rostro de la agraciada alumna de segundo curso, que se sentaba indefectiblemente en tercera fila del aula. Se incomodó por la interrupción del sueño, pero hubo de reconocer lo propio del conato: Tampoco la liberal granadina había logrado acabar de bordar la enseña[19].

     A la mañana siguiente, se le pegaron las sábanas y, tras mucho correr, llegó a la Facultad a las diez y cuarto. A la entrada en el magno edificio, le sorprendió un concurrido revuelo de estudiantes, así como el asalto de un bedel, que lo conminó:

-          Don Isidoro, que se pase de inmediato por la sala de profesores.

***

     Pese a lo relativamente temprano de la hora, la citada sala bullía ya de docentes, incluidos algunos de las aledañas Facultades de Letras y de Química. Entre ellos, pasaban de mano en mano ciertas octavillas, breves y de mediocre impresión, cuyo escueto contenido parecía escandalizar a la mayoría de los lectores[20]. Muy pronto, uno de sus colegas notó que Don Isidoro -recién llegado- aún estaba in albis y le hizo obsequio de una de aquellas hojas volanderas, en la que se podía leer:

     Los estudiantes no queremos ser pistoleros de Franco y de Falange, ni vestir uniformes de opereta a la italiana.

     Nuestro atento lector, tras dedicar casi un minuto a empaparse del texto y digerirlo, seguía tan in albis como al principio, de modo que optó por acercarse a Basilio, el procesalista, que solía estar más al tanto de lo que se cocía entre la grey estudiantil.

-          ¿A qué se hace alusión con lo de pistoleros de Franco y los uniformes de opereta?, le susurró Don Isidoro.

-          Supongo que es una forma de referirse a las Milicias Universitarias[21] -repuso Basilio-. En lo que respecta a los uniformes a la italiana, no tengo ni idea de lo que se quiere decir pues creo que no he visto nunca a uno de nuestros alumnos vestido de caballero aspirante a pistolero -bromeó el interrogado[22]-.

     En ese momento, el joven decano levantó la voz pidiendo silencio. Hecho este, se dirigió a los concurrentes:

-          Señores, los bedeles me informan de que, aparte de las octavillas que han recogido, en varios puntos de los pasillos y escaleras del edificio han fijado con engrudo a las paredes bastantes pasquines con textos…, digamos, subversivos. Los subalternos me preguntan que si proceden a retirarlos.

-          Pues, ¿qué demonios quieren que se haga con ellos? -rugió el catedrático de Economía y Hacienda, que se había hecho famoso al calificar de establecimiento educativo el campo de concentración de Dachau-. ¡Da inmediatamente orden de que los retiren! ¡Yo mismo, si quieres…!

-          No lo veo yo tan claro -replicó el decano-. Los pasquines constituyen un cuerpo de delito y, como tal, debería permanecer incólume hasta la llegada de los agentes de la autoridad para recogerlo.

-          ¡Aquí tú eres la autoridad, y los bedeles tus agentes!, rugió el financiero. ¡No podemos consentir que tales ofensas al honor del Caudillo permanezcan ni un minuto más a la vista de nuestros jóvenes!

-          No es tan sencillo -refutó de nuevo el decano-. Hay carteles de esos en las tres Facultades de este edificio y se rumorea que también los han puesto en la de Medicina y en el Hospital. Como cuestión general, entiendo que debe decidir el Rector. Voy a telefonearlo ahora mismo y también al Gobernador Civil. Entre tanto, que los bedeles vigilen que nadie arranque esos carteles.

     Rojo de ira, iba a intervenir nuevamente el admirador de Dachau, cuando Basilio terció, con maliciosa ignorancia:

-          Pero ¿puede saberse qué hay escrito en esos pasquines que nuestro ilustre colega califica de ofensivos para el inmarcesible honor del Caudillo?

     El bedel que había levantado la liebre se atrevió a contestar, como el más informado entre los circunstantes de lo que se inquiría:

-          Los hay de dos clases. En unos pone Franco es la guerra civil; en otros, Franco a Nuremberg[23],  mientras que en otros se lee que los católicos no apoyamos los crímenes de Franco -dicho sea con perdón de los presentes-.

-          Siendo así, amigo decano -concluyó Basilio-, yo que tú ordenaría la inmediata retirada y custodia del cuerpo del delito, sin más trámites. El testimonio de los bedeles será prueba suficiente de la autenticidad de los pasquines y del lugar en que se hayan fijado.

-          ¡Y si hacen falta testigos de más altura, aquí estoy yo, que voy al punto para allá! -bramó el profesor de Hacienda- Lo que es, el consejo de guerra[24] no va a tener dificultades para condenar a esos rojos miserables, por falta de testigos.

     Los famosos pasquines fueron recogidos, no sin esfuerzo y algunas roturas, dado que el engrudo usado para encolarlos debía de ser de primera calidad. La presencia de los primeros policías armadas animó a algunos estudiantes a tomar el camino de las aulas, y el de los cafés y billares más cercanos a los más. Por su parte, los profesores también fueron disolviéndose, formando pequeños grupos en animada conversación. Don Isidoro, sin vacilar, se encaminó hacia el aula de sus clases, aunque apenas faltasen ya cinco minutos para que dieran las once. Posó el sombrero sobre la mesa y preguntó, con su voz suave y pausada, a los cinco o seis alumnos que se hallaban presentes:

-          ¿Acaso se ha producido algún evento excepcional que haya podido postergar la relevancia de cumplir con el deber de asistir a clase?

     Las cosas estaban demasiado calientes para uno de los jóvenes presentes, que había entrado en clase con el único objetivo de eludir a los secretas. Sin levantar mucho la voz, pero con evidente enojo, le dio una réplica que el profesor no pudo por menos de juzgar merecida:

-          El mismo evento, Don Isidoro, que le ha tenido a usted fuera del aula hasta cinco minutos antes de acabar la clase.

***

     La lección de las once contó ya con la concurrencia habitual. Don Isidoro disertó acerca de los Estados federales y no hubo más incidencia que la ausencia del bedel para anunciar la hora de finalización de la clase. Los movimientos y carraspeos de los alumnos hicieron que el catedrático se percatase de que ya habían pasado las doce. Comprendiendo que aquel día los subalternos tendrían deberes más perentorios que el de dar la hora, dio por finalizada su intervención, no sin aludir con evidente ironía a que alguna perturbación se habría producido para que tan celoso subalterno perdiese la noción del tiempo.

Jardines del Colegio Mayor Santa Cruz (Valladolid)

     En aquellos mismos momentos terminaba sus clases del día el colega Basilio. Contra su inveterada costumbre, Don Isidoro hizo por encontrarlo, hallándolo en el zaguán de la Facultad, inspeccionando los restos de la reciente pegada de carteles, alguno de los cuales se habían fijado a considerable altura. Al acercarse Don Isidoro, le guiñó el ojo y comentó a propósito de tal esfuerzo:

-          Habrán utilizado una escalera… ¡Fíjate que hasta pusieron un cartel sobre la cara de uno de los leones del atrio! Claro que, tratándose de católicos -según afirman ellos- no es de extrañar que estén acostumbrados a la elevación[25].

     Don Isidoro no estaba para bromas. Al punto preguntó a su colega:

-          ¿Podemos hablar unos minutos? … Si te parece, vayamos al seminario de Político, para que no nos moleste nadie.

     Basilio accedió y ambos recorrieron el corto trayecto existente, sin que Don Isidoro abriera la boca en todo el camino y seguramente sin atender a la charla de su compañero, que parecía muy animado por los sucesos de aquella mañana.

     Llegados a su destino, el catedrático de Político abrió el pequeño despacho que como director de seminario le correspondía, invitando a entrar y tomar asiento a su colega, tras lo que volvió a cerrar con llave la puerta. Iba Basilio a hacer alguna observación jocosa a propósito de tan férrea clausura, pero Don Isidoro no le dio tiempo:

-          Perdóname esta encerrona, pero estoy preocupadísimo desde ayer tarde por lo que está pasando, que me parece disparatado y muy peligroso. Querría recabar información al respecto y no creo que haya nadie más de fiar ni mejor situado que tú para satisfacer mi curiosidad.

     Basilio, aunque de sí sincero y espontáneo, salió por la tangente:

-           En este caso, amigo Isidoro, creo que estás más enterado tú que yo, pues ayer por la tarde no tenía ni idea de la que se iba a preparar en la mañana de hoy.

     Don Isidoro expuso brevemente lo de la bandera republicana en una ventana del Colegio Mayor Santa Cruz. Basilio, una vez más, pareció tomarse a la ligera las inquietudes de su amigo y bromeó:

-          ¡Caramba, eso sí que es gravísimo! Una cosa es que pongan a escurrir a Franco, pero respetándole la poltrona, y otra, mucho peor, que alguien quiera retornar a los tiempos de la República, venero de separatismo e irreligiosidad… Yo que tú, acudiría de inmediato a comisaría para denunciar los hechos.

-          No creerás que a estas horas va a seguir la bandera tricolor colgada… -gruñó Don Isidoro-. Y, en cualquier caso, no soy el más indicado, por mi fama y mis ideas, para entremeterme en una cuestión así: A saber si no acabarían por implicarme en los hechos que iba a denunciar.

-          Tienes razón -concedió Basilio-: Por unos motivos u otros, te has granjeado una leyenda roja bastante peligrosilla. ¡Quién se lo hubiera dicho a aquel vocal vasco del Tribunal de Garantías, que te martilleaba con la muletilla, Don Isidoro, ¡defínase usted!

-          Dejemos los recuerdos para otro momento -replicó, molesto, el presunto indefinido-. Lo que ahora nos ocupa supongo que será cosa de algunos alumnos demasiado… decididos. ¿Estoy en lo cierto, o no?

    Basilio se encogió de hombros antes de contestar:

-          ¿Qué sé yo? Se rumorea que son unos cincuenta, de las cuatro Facultades[26]. De todas formas, no pienses que son todos universitarios. Según me ha comentado Fito, han formado una llamada junta antifascista, con participación de algunos maestros y profesores, en su mayoría expulsados por motivos políticos[27]

-          ¡Estamos buenos!, se lamentó Don Isidoro. ¿Qué pretenden esos insensatos, que volvamos a las andadas?

-          Supongo -aventuró Basilio- que, con la victoria de los aliados y los acuerdos de la ONU, entenderán que es el momento oportuno para forzar la situación y animar a los americanos, franceses y demás para que echen al Caudillo y pueda restaurarse la República en España.

-          ¡Apañados están, confiando en el camisero de Kansas City[28]! Desengañémonos, Basilio: si las potencias democráticas no han hecho nada hasta ahora por echar a Franco, ya no lo harán jamás.

-          Pero -balbuceó Basilio-, con todo lo que están diciendo últimamente... Incluso el Gobierno republicano en el exilio se propone regresar a España, tan pronto haya quedado un rincón de nuestro país libre de la dictadura[29].

-          Mejor harían -concluyó Don Isidoro- en no despertar falsas esperanzas. Malo es que la juventud crezca sojuzgada, pero mucho peor es que vuelva a pasar por la guadaña, apenas diez años después que sus mayores.

***

     En pocas ocasiones agradeció tanto Don Isidoro perder de vista Castellar y acogerse al anonimato madrileño, como en aquella semana de abril que precedió a las vacaciones de Semana Santa; tanto más, cuanto que los desórdenes continuaron tras el reparto de octavillas y el fijado de pasquines. Los revoltosos no habían olvidado que un 14 de abril, quince años atrás, había sido proclamada la República y decidieron festejarlo con una peripatética manifestación por la calle más concurrida de Castellar. El día 12 de dicho mes, unos cincuenta estudiantes levantiscos, portando libros o carteras para disimular, desfilaron a cierta distancia unos de otros, sin llegar a formar grupos de más de dos o tres, y sin abrir la boca, por supuesto. No estaba el horno para bollos, dado que la policía había descubierto sus intenciones y los secretas avanzaban en paralelo con ellos, solo que por la acera contraria. Llegó a decirse que, ya en plan provocativo, ya para tener noticia de primera mano acerca de lo que ocurriese, el propio gobernador civil dirigió sobre el terreno el operativo[30] de vigilancia. Tan pintoresco desfile se disolvió en pocos minutos sin mayores incidentes, pero algunos de los manifestantes parece que no habían tenido bastante: Varios de ellos, provistos de barras de tiza o pedazos de carbón, salieron en parejas a escribir por las paredes con grandes trazos la breve y confusa leyenda, 14 de abril, o bien, 14-A. Casi todos libraron bien con bien el lance, a no ser una dupla de estudiantes de Facultades distintas, que fueron sorprendidos por la policía, con la tiza en las manos, en una calle de nombre gremial[31]. De lo que con ellos aconteció después tendremos referencias más adelante. Ahora solo precisaré que uno de los detenidos cursaba primero de Derecho y era, por tanto, alumno de Don Isidoro.

     Al reanudarse las clases tras las vacaciones de Semana Santa, todavía se mascaba la tensión entre la grey estudiantil. Basilio explicó los motivos a su colega, recién retornado de Madrid:

-          Han detenido preventivamente a unos cuantos alumnos de la Universidad, con preferencia de los hijos de republicanos conocidos en la ciudad, pero, al parecer, el Gobernador ha prometido al Rector que serán puestos en libertad a tiempo de examinarse y concluir el curso. Los que lo tienen peor son el par de chicos a los que cogieron haciendo pintadas en recuerdo del catorce de abril. Uno de ellos es un tal Fufo, estudiante de primero, que ya tiene en la cárcel a su hermano mayor, condenado por simpatizante comunista.

-          ¿Fufo dices? Pues no caigo en quién pueda ser, confesó Don Isidoro.

-          Supongo que se tratará de un apodo o de un nombre coloquial.

-          Pues no le arriendo la ganancia -opinó Don Isidoro-, aunque no se me alcanza qué delito pueda haber cometido por recordar, sin más, una fecha que trae malos recuerdos al Régimen vigente.

-          Eso tendrías que preguntárselo al decano -concluyó Basilio-, pero no dudes de que les va a caer una buena. A saber si no se han jugado el proseguir sus estudios.

     Aquella semana, muestro catedrático de Político dio sus clases con una apatía inusual. Hasta las florituras oratorias y las metáforas se le resistían, para satisfacción de sus pocos oyentes -tantos menos, cuanto más se aproximaban los exámenes-, que ahora entendían sus explicaciones como si les hablase en su misma lengua. Y es que, ante la imaginación de Don Isidoro, reaparecían las difuminadas caras de sus alumnos de los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, bragados fundadores de la FUE[32], que le habían amargado sus primeros cursos como profesor en Murcia, hasta el punto de forzarle a trasladarse de Universidad. Luego, con el advenimiento de la República, la radicalización de sus rivales de la AEC[33] y la aparición de los medio pistoleros del SEU[34], habían convertido las Facultades -en especial, de Derecho y de Letras- en un campo de Agramante, del que el pacífico profesor había salido escopetado, camino del Tribunal de Garantías. ¡Y todavía habían tenido el tupé los franquistas de expedientarlo y sancionarlo por ser poco aficionado a la docencia! ¿Cómo demonios iba a enseñar a sujetos como aquél falangista de Vetusta, que había practicado un hueco perfecto en un libro de texto para embutir y camuflar en él un revólver cargado?

     Felizmente para Don Isidoro estaban a punto de sucederle ciertos acontecimientos que alterarían su vida, en principio, para mejor. Es, pues, un buen momento para pasar de capítulo.

 

 

3.      Compañera te doy…

 

     Al concluir el curso 1945-46, le correspondía jubilarse al adjunto de Derecho Político, que había mantenido con Don Isidoro una relación distante, entre otras cosas, por lo que este calificaba de misoneísmo nacional, es decir, el rechazo, por parte del adjunto, de ponerse a estudiar las nuevas leyes políticas del franquismo en vísperas de su retiro. Consecuencia inevitable de ello era la de que, entre la pereza del adjunto y el canguelo del catedrático, las explicaciones de la asignatura no incluían el Derecho patrio vigente, provocando con ello las consiguientes bromas y suspicacias. En particular, el joven y recién llegado catedrático de Derecho Administrativo se lo había echado en cara a Don Isidoro, aunque sin acritud ni mala intención:

-          Don Isidoro -le había dicho en privado-, los alumnos me llegan a tercer curso con una preparación muy notable en Derecho anglosajón, pero sin haber oído hablar del Fuero de los Españoles[35], obligándome a ponerlos al día del Derecho Político patrio. Menos mal que tengo un ayudante que está muy al tanto de nuestras nuevas leyes políticas…

     Ni que decir tiene que el interpelado no tomó nada bien la fundada queja, pero no dejó de archivarla en la memoria, ante la poco probable expectativa de poder atenderla. Y esa oportunidad vino rodada, gracias al retiro del indolente adjunto. Así, antes de que concluyese el curso, Don Isidoro abordó a su colega administrativista en la sala de profesores y le preguntó:

-          Entrerríos, ¿me concedería licencia para intentar que ese ayudante suyo, experto en nuestras nuevas leyes políticas, pase a integrarse en mi cátedra con el cargo de profesor adjunto?

-          ¡Permiso concedido! -repuso jubiloso el consultado-. Con todo, me permito advertirle, por si lo ignora, que dicho profesor compatibiliza la docencia con su carrera de Jurídico Militar.

     Esta advertencia alarmó a Don Isidoro, que ya se imaginaba introduciendo un caballo de Troya dentro de las murallas de su alcázar anglosajón. Entrerríos, comprendiendo el cerote que había despertado en su timorato colega, decidió facilitarle la decisión:

-          Si quiere, Don Isidoro, yo mismo puedo hablarle a mi ayudante del interés que ha despertado en usted y de lo ventajoso de un contrato de adjunto sobre el que ahora tiene. Si se muestra receptivo, se lo comunicaré de inmediato. Por lo demás, esté tranquilo: Se trata de un auténtico profesional y de un jurista perfectamente equilibrado.

     Siendo así -pensó Don Isidoro-, la elección de un militar podría volverse a su favor, aunque no le guiara el propósito de proporcionarse un pararrayos, sino el de que las clases sobre Derecho político español tuviesen las máximas garantías de ortodoxia. ¡Lo que sí supondría un verdadero caballo de Troya sería nombrar inadvertidamente a uno de esos que animaban a los estudiantes a buscarle las cosquillas al gobernador y a su cuadrilla! Lo dicho: prudencia y a ver que tenía que decir aquel espigado teniente, que tenía el buen gusto de vestir siempre de civil en la Universidad.

     Finalmente, la fumata resultó blanca. El teniente, Ovidio Roca, estuvo encantado de alcanzar el puesto de adjunto con solo veintiocho años y, más aún, de enseñar Derecho Político que -según confesó- le era mucho más grato que el Administrativo. Los dos congeniaron, desde el común respeto y una perfecta división de la asignatura, satisfactoria para ambos: Don Isidoro seguiría con sus clases de principios de semana, abordando los conceptos e instituciones generales de la materia, en tanto Ovidio entraría en días sucesivos a explicar el Derecho español y las lecciones más conflictivas sobre organización política[36]. El catedrático respiró aliviado y no perdió la ocasión, al despedirse por vacaciones, de restregarle a Entrerríos:

-          Mi cáustico amigo: A partir del próximo curso, se explicarán en mi cátedra con igual afán el inveterado Derecho Político anglosajón y el balbuciente ordenamiento de nuestro Nuevo Régimen…

     A lo que, con sorna, replicó el administrativista:

-          Estoy por asegurar que usted se reservará la mejor parte.

Castillo de La Mota (Medina del Campo)

***

     Aunque pudiera parecer un crimen de lesa sensibilidad estética, Don Isidoro estaba terminando su sexto curso en la Universidad de Castellar sin haber visitado el famoso Museo de Escultura existente en la ciudad[37]. Los pocos días que estaba en esta, así como su deseo de pasar lo más desapercibido posible, podían explicar en parte su omisión, sin aludir a su escaso interés por la escultura de temática religiosa[38]. En fin, es el hecho que, cansado de la ardua tarea de corregir y calificar los exámenes finales, el martes, 7 de mayo, encaminó sus pasos después de comer hacia el edificio del Museo, tras haber sido debidamente aleccionado por Don Saturnino Rivera[39] sobre las salas y piezas más dignas de consideración.

     Llevaba ya casi media hora de visita, sin haber pasado de las primeras salas del piso bajo, dedicadas a Alonso Berruguete, cuando el recinto, hasta entonces desierto, se llenó del bullicio de un numeroso grupo de adolescentes, sin duda, bachilleres en ciernes en visita de estudios. Poco duró el guirigay: lo que tardó en aparecer la profesora, una señora bajita, pero bien proporcionada y de buen ver, a la que bastó un breve siseo para que los alumnos guardasen silencio, hecho el cual, comenzó la explicación. Y, bien porque los comentarios fueran ilustrados y escuetos, o bien porque le resultase grata la voz argentina de la maestra, el hecho es que Don Isidoro acomodó su avance por el museo al ritmo e itinerario de la pastora y su grey estudiantil, con cierto disimulo y lejanía, evitando con ello ser tildado de entremetido o enojoso. Pero las precauciones resultaron inútiles pues, cuando el grupo embocaba la subida al primer piso, la señora se dirigió francamente a Don Isidoro y le dijo:

-          Caballero, si le interesa mi explicación, no dude en incorporarse al grupo, manteniéndose cerca de mí para evitar que los muchachos lo distraigan con sus inevitables ruidos y bisbiseos.

     Don Isidoro balbuceó un agradecimiento y se mantuvo en un discreto segundo plano, no sin un cierto embarazo a cada vez que el grupo se cruzaba con algún otro visitante. Pese a todo, las explicaciones de la Señorita Plaza -como la había llamado uno de sus discípulos al hacerle una pregunta- embelesaron -intelectualmente, se entiende- a su veterano oyente, quien llegó a sentirse un alumno más entre aquella prometedora hornada, parte de la cual llegaría a ocupar sin duda los severos escaños de las aulas universitarias. Su identificación llegó hasta formular una pregunta cuando, al acabar la visita, la señorita preguntó si alguien tenía alguna duda sobre lo expuesto aquella tarde. Del mismo modo, cuando la profesora despidió a los muchachos en el jardín interior del museo, Don Isidoro musitó un buenas tardes y se retiró entre los grupos de jóvenes, que lo miraban con evidente curiosidad. Solo al salir al enlosado de la calle, comprendió que su respetuosa reserva podía ser tomada por grosera descortesía. Se apostó, pues, en la acera contraria, frente a la soberbia portada del edificio, y esperó la salida de su improvisada guía. Al salir esta a los pocos momentos, se le acercó para agradecerle efusivamente su deferencia. La profesora, muy sonriente, se justificó:

-          Me alegro de que no se haya aburrido usted, pero ha sido un atrevimiento por mi parte imaginar que una explicación para chicos de quinto de bachiller[40] podría satisfacer la curiosidad de una persona cultivada.

     Don Isidoro, insólitamente, optó por sincerarse, aunque solo a medias:

-          ¡Qué va! Para mí el nivel ha sido más que suficiente. Figúrese usted que es mi primera visita al Museo… Claro que no soy de Castellar y llevo aquí poco tiempo destinado.

-          ¡Ah! -exclamó la señorita-. En cambio, yo apenas he salido de la ciudad, no siendo en viaje de estudios. Incluso nací no lejos de aquí, en Peñafiel… No sé si la ha visitado usted…

-          Pues no, la verdad. De la provincia solo conozco Medina del Campo, y aún eso un tanto obligado, por un descarrilamiento sin víctimas que tuvo el tren en que viajaba, camino de Madrid.

     La profesora se echó a reír:

-          Entonces tendría ocasión de visitar el castillo de La Mota, si es que llegó a salir de la fonda de la estación.

     Don Isidoro recibió de buen grado tan poco velada crítica de su sedentarismo, al tiempo que se percató de que no podía demorar por más tiempo su presentación, por imprecisa que ella fuese.

-          Disculpe que la esté entreteniendo tanto, y sin haberme presentado: Isidoro Fernández García, funcionario.

     Escuchar su nombre y prorrumpir en una nueva exclamación, fue todo uno. La explicación también divirtió al catedrático:

-          ¡Pues sí que es casualidad! Yo me llamó también Isidora, Isidora de la Plaza y Fernández de Velasco: un nombre demasiado largo para una modesta profesora de Geografía e Historia de Instituto. Precisamente ejerzo en el que está aquí mismo, dando clase a los chicos, como ha tenido usted ocasión de comprobar.

     Lentamente, se dirigieron a la plaza de San Pablo. Resultó que llevaban el mismo camino durante un buen trecho, que recorrieron charlando de cosas superficiales. Al llegar a los soportales cercanos a la Plaza Mayor, Isidora hizo ademán de despedirse, camino de la casa en que -según le dijo- vivía con su madre y una hermana mayor que ella -¡mayor que yo, figúrese!; vamos, que somos un par de solteronas-. Don Isidoro que, a ojo de buen cubero, tendría sus buenos diez años más que ella, farfulló algo sobre lo exagerado de la apreciación de ineluctable soltería y le estrechó la mano. El apretón resultó demasiado largo, como si ninguno de los dos tuviese realmente ganas de despedirse. Don Isidoro, repentinamente, improvisó:

-          Me figuro que no habrá tomado nada desde la hora del almuerzo…

-          Y otro tanto le pasará a usted -replicó Isidora-, y toda la tarde de pinote escuchando la perorata de una profesora la mar de pesada.

-          Entonces -concluyó el profesor-, ¿le apetece que entremos a tomar un café?

-          Encantada. ¿Dónde le parece que lo hagamos?

-          Elija usted. La verdad es que yo no acostumbro…

-          Pues, en la duda -decidió Isidora-, optemos por el más próximo que, además, da la casualidad de que tiene una repostería riquísima.  

***

     Dicen quienes lo conocieron medianamente bien que Don Isidoro andaba entonces por los cuarenta y muchos años y que, aunque con los desperfectos propios de tal edad, tenía grata apariencia y una cuidada compostura, sin llegar al atildamiento. Con todo, aquellos eran unos tiempos en que cumplir la treintena hacía de la mujer célibe una solterona, y de un caballero de cuarenta con el mismo estado civil, un firme candidato a toda clase de suspicacias[41]. Pero eran otros los motivos que habían quebrado, muchos años atrás, la vida amorosa o, cuando menos, sentimental de nuestro profesor. ¡La guerra, siempre la guerra! ¿O, tal vez, el carácter tímido y una fisiología escasamente ardorosa? Lo cierto es que Don Isidoro se juzgaba a sí mismo como un hombre que, en estas lides, había andado siempre a destiempo: Cuando fue joven, estudios, itinerancia y guerra le imposibilitaron pensar en el connubio. Y ahora, aposentado, con una economía saneada y una profesión sólida -siempre que no se metiera en líos-, era ya demasiado mayor para andar en berenjenales con jovencitas, o para ilusionarse con empujar el cochecito de un bebé.

     Se decía que lo más cerca que había estado del matrimonio fue durante su breve estancia en Zamora, cuando, tras escapar del asedio de Vetusta, se había acogido al hogar de un hermano suyo, nada significado políticamente, y que, siendo juez municipal, se suponía que podría protegerlo, siendo ello necesario. En lo poco que alternó en la ciudad de Vellido Dolfos, tuvo ocasión de conocer a la joven viuda de un teniente fallecido en el Alto del León, nada más empezar la guerra. Su hermano lo animaba a que le hiciera la corte, considerando las prendas de la señora y la buena posición de su familia en todos los aspectos. Pero el hombre propone y el ministro de Educación dispone[42], viéndose obligado Don Isidoro a regresar a Vetusta, donde tenía su cátedra a la sazón, y someterse al calvario de un largo proceso de depuración política, con el resultado -dos años de suspensión de empleo y sueldo- que ya conocimos en el capítulo 1. Aquello cortó cualquier lazo entre el profesor y la viuda; tanto más, cuanto que la familia de esta no habría consentido en que un rojo sucediera en el tálamo a un héroe de la causa nacional.

     No sé si los párrafos precedentes podrán explicar la moderada conmoción anímica que experimentó Don Isidoro al conocer a Isidora -Dora o Dorita, para sus próximos-, y las ulteriores consecuencias de ella. A fin de cuentas, podría decirse aquello de que “no está el mañana en el ayer escrito”[43]. El caso es que, a punto de dar las vacaciones académicas[44], se le ocurrió a Don Isidoro la gentileza de despedirse de Dora, dejando así abierta la oportunidad de verse en el curso siguiente.

     La única posibilidad de localizar a la profesora era la de dejarse caer por el instituto en que daba clase donde, si es que no la localizaba, podría al menos dejarle un recado. No fue preciso esto último pues resultó que Dora también ejercía las funciones de jefa de estudios, debido a lo cual tenía inexorablemente varias horas de oficina. El bedel que lo condujo hasta el despacho requerido se lo hizo saber, con una locuacidad sorprendente, no conociendo de nada al visitante:

-          … Aunque ya han acabado las clases, Doña Isidora se pasa aquí un montón de horas, con el papeleo de fin de curso… Es muy trabajadora, ¿sabe usted? Y muy exigente, todo un carácter. Desde que está de jefa de estudios, no sabe lo que ha mejorado la disciplina…

     Buena muestra de cuanto decía el conserje, dio la jefa, despidiendo de inmediato a Isidoro, sin dejarle casi ni hablar:

-          Te agradezco mucho la visita, pero tenemos claustro dentro de media hora y aún tengo que poner las notas y firmar las actas de Geografía de primero. ¿Por qué no quedamos esta tarde, en el café del otro día?... Perfecto. ¿Qué te parece a las seis? Pues hasta la tarde… Y perdona que no te haga los honores, pero es que, como te he dicho, ando volada. Otro día te enseñaré el centro que, por otra parte, no tiene mucho que ver.

***

-          ¡Vaya, vaya, ilustrísimo señor, qué callado se lo tenía: nada menos que catedrático de la Universidad!

     La revelación por parte de Don Isidoro había sido inevitable, toda vez que Dora le había preguntado cómo tomaba vacaciones aún en plena primavera, algo que tan solo podían disfrutar los funcionarios relacionados con la enseñanza.

     Ante la censura por su secretismo, Su Ilustrísima se justificó como Dios le dio a entender:

-          He tenido tantos percances en mi vida académica, que procuro que mi condición pase lo más desapercibida posible.

-          Así que has tenido muchos percances, ¿eh? -recalcó Dorita, entre churro y churro-. Cuenta, cuenta, que, aunque curiosa, sé guardar los secretos.

     Don Isidoro, por no desairar a su grata acompañante, suspiró y dijo:

-          Está bien. Te haré una sinopsis, para no cansarte con mis penosas vicisitudes.

     Media hora después, cuando Isidora hubo sabido lo que a nosotros ya nos consta, formuló un juicio, que dejó a su interlocutor con la boca abierta:

-          ¿Es eso todo? ¡Pues cuántos se habrían dado con un canto en los dientes con una corta suspensión de empleo y sueldo, volviendo luego al punto de partida!

     La cara de Don Isidoro hizo comprender a su confidente que tal vez había sido demasiado ruda en el desprecio de sus cuitas. Suavizó el comentario y decidió pasar a otro tema completamente distinto:

-          En fin, mi atribulado amigo, la vida no deja de ser hermosa y todavía tienes mucha por delante. Y, a propósito, ¿qué vas a hacer durante las largas vacaciones que se nos avecinan?

-          Como de costumbre -contestó el profesor-, viajaré a Asturias para encontrarme con mis padres y la mayor parte de mis hermanos, que allí viven; pero, lo que son vacaciones, este año no las disfrutaré, pues tengo la necesidad de preparar en condiciones la lección inaugural del curso académico, que he de pronunciar el próximo octubre.

-          ¡Qué pena! -se insinuó Dora-. Si no estuvieras tan ocupado, podría hacerte una visita en aquellas tierras tan verdes y de clima tan suave. ¿Sabes? Cuando estuve destinada hace años una temporada en Medina de Rioseco, mis padres me compraron un Balilla[45] de segunda mano y no sabes el partido que le saco en vacaciones, siempre que disponga de suficientes vales de gasolina.

-          Pero ¿lo conduces tú?, inquirió sorprendido Don Isidoro.

-          Claro, afirmó la interpelada. ¿Qué te has creído, que solo hay mujeres liberadas en Inglaterra? -agregó con sorna-. Con mi carácter y un poco de ayuda económica de mi familia, hay pocas cosas que se me pongan por delante. Una de ellas, al parecer, un discurso de apertura de curso…

     Don Isidoro no dio su brazo a torcer, sino que insistió:

-          Me resultaría imposible atenderte como desearía y mostrarte las muchas bellezas de mi tierra. Otro año será.

-          Está bien, cedió Dora. Habrá que esperar a septiembre, como los malos alumnos. Al menos, podremos disfrutar de las ferias…

-          Ya no tengo edad para montarme en los caballitos, refunfuñó el catedrático. Examinar a los pocos estudiantes suspensos y volverme a Madrid para dar los últimos retoques al discurso en las bibliotecas de la capital: ese es mi plan para septiembre.

-          Pues vas a tener que añadir una cosa más -aseveró la profesora-. El 14 de dicho mes cumplo cuarenta añitos y, para celebrar tal desgracia, voy a tirar la casa por la ventana, en unión de mis amigos, entre los que te cuento. Así que deja libre tu agenda para esa fecha y no tengas prisa por volver a los Madriles inmediatamente después.

     Don Isidoro, aunque sin comprometerse, hizo implícita su aquiescencia con una frase que le salió del alma y que, a lo mejor, llevaba una carga sentimental añadida:

-          ¡Cuarenta años, bonita edad! ¿Quién lo diría viéndote tan resplandeciente?

-          Será cosa de estos fluorescentes modernos[46], bromeó la piropeada, con su mejor sonrisa.

Claustro del Museo Nacional de Escultura (Valladolid)

 

 

4.      Avances y retrocesos

 

     Don Isidoro había tenido muchas ocasiones de constatar lo pronto que se pasa el tiempo en ciertas épocas, y lo lentamente que lo hace en otras, pero en aquel verano del cuarenta y seis tenía la desagradable sensación de funcionar con dos relojes a la vez. Cuando se enfrascaba en Quevedo y su Política de Dios, el tiempo se le hacía cortísimo y tenía la desagradable premonición de que no acabaría su lección inaugural en la fecha indicada, pese a haberse puesto el tope inexcusable de cien páginas. Mas, cuando se tomaba un respiro para despejar la cabeza y entregarse a sus paseos higiénicos, la imaginación volaba hacía Castellar y se le hacían interminables los días que faltaban para reencontrarse con su nueva y absorbente amiga. Muchas veces había estado a punto de tomar la pluma y enviarle una carta, por breve y superficial que fuera, que significara la realidad de que pensaba en ella -¡y de qué manera!- y deseaba hacerle partícipe de sus trabajos y pequeñas distracciones. Si dejó pasar los días sin hacerlo, quería creer que había sido por desconocer el paradero de Dora en cada momento, pero, a juzgar por sus reflexiones de almohada, el motivo principal era el de no estar nada seguro sobre el camino a tomar cuando regresase a Castellar y se reencontrara con ella. Y así, entre afanes y titubeos, llegó septiembre y Don Isidoro, con sus folios pulcramente mecanografiados en triplicado ejemplar, nada más deshacer el equipaje en el hotel, tomó la vía del servicio de publicaciones de la Universidad. En el Campillo, el cartel de ferias de aquel año llamó su atención: Una oronda y bronceada señora lucía en primer plano las pantorrillas, a lomos de un cerdo de carrusel, que parecía querer comérsela. Don Isidoro, aunque atónito, no pudo por menos de sonreír: ¡A ver si, después de todo, las cosas empiezan a cambiar en este país, aunque sea comenzando por las piernas!, pensó.  

Carteles de Ferias de Valladolid de 1946 ("despendolado") y 1947 (pudoroso)

***

     Una vez depositado el texto definitivo de su discurso -siempre con permiso de la censura-, Don Isidoro encaminó sus pasos a la Facultad, que ya bullía con los exámenes de septiembre y las reuniones del profesorado previas al comienzo de curso. Para nuestro catedrático, tales tareas no eran especialmente onerosas, ya que apenas suspendía y a que, dados su antigüedad y domicilio madrileño, se le respetaban los días y horas de sus clases, némine discrepante. Y este año, para su mayor tranquilidad, había quedado ya perfectamente delimitada la parte de su asignatura de la que se encargaría el profesor adjunto, a plena satisfacción de ambos.

     Entre la abundante correspondencia que le esperaba en su despacho del seminario, se encontraba un sobre tamaño cuartilla, con remite de Isidora de la Plaza. Ni que decir tiene que dio prioridad absoluta a su apertura, hallando en su interior un tarjetón de cartulina impreso, invitándolo a ciertos actos -que no actos ciertos-, con esta literalidad, que recordaba lejanamente a las participaciones de boda:

     Isidora de la Plaza y Fernández de Velasco tiene el placer de invitar a usted a los festejos que se celebrarán en esta ciudad con motivo de su cuadragésimo cumpleaños, los cuales darán comienzo a las seis de la tarde del próximo día 14 de septiembre, en el merendero “La Goya”, y continuarán en días sucesivos con los actos que se irán avisando oportunamente.

     Junto a la tarjeta susodicha, una nota manuscrita explicaba:

     Espero y deseo que te llegue a tiempo esta carta. Si lamentablemente no fuere así, házmelo saber de algún modo: por ejemplo, telefoneándome al Instituto, al número 1589.

     La formalidad de la convocatoria, hizo suponer a Don Isidoro que serían bastantes los invitados, pero lo cierto es que la realidad superó con creces sus expectativas. No menos de cuarenta personas acabaron por sentarse a la larga mesa oblonga que ocupaba todo el centro del hermoso patio ajardinado de aquel coqueto y nada pretencioso restaurante, a la orilla del río[47]. Con arreglo a las presentaciones que se le hicieron, el catedrático comprendió que la familia más próxima de Dora no se encontraba presente, sino que aquel ágape y sus secuelas iban destinados a las amistades y compañeros de la convocante, entre los que la mayoría de féminas era abrumadora. Este hecho, unido al absoluto desconocimiento que de él tenían los demás invitados, lo convirtió, de alguna manera, en uno de los centros de atención del evento; tanto más, cuanto que, entre bromas y veras, la cumpleañera lo sentó a su derecha, con el catedrático de Historia de su Instituto[48] al otro lado. Junto a Don Isidoro, también, una esbelta y rubia colega de Dora, con unos magníficos ojos verdes, que se presentó como Isabel, la compañera más íntima de Dorita. Fueron de las pocas palabras que la tal Isabel le dirigió durante toda la comida, aparte los educados y triviales comentarios sobre los manjares, que suelen hacerse en tales ocasiones.  A la merienda siguió un animado baile, a los acordes de la orquestina Bolero, formada por siete músicos, uno de los cuales fungía de vocalista. Don Isidoro no tenía otra experiencia como danzarín que la adquirida en su año londinense, donde le había tocado aprender a moverse a los ritmos de los años veinte. El hombre hizo lo que pudo, habida cuenta de la desproporción de sexos en la reunión, y la verdad es que no lo hizo mal, ayudado por el moderado arcaísmo de aquel septeto, que se había hecho famoso en Castellar por sus interpretaciones ¡de los valses vieneses[49]! La propia Dora se lo ponderó mientras danzaban al son de Perfidia[50]. Don Isidoro, aunque ufano, cambió al punto de conversación:

-          ¿Cuándo te parece que te haga entrega del presente que he comprado en Madrid para perpetuo recuerdo de este día?

-          Pues en cuanto terminemos de bailar esta pieza. ¡Qué ilusión, un regalo tuyo!

-          No sé si habré acertado en la elección -opinó el donante, temiendo defraudar las expectativas-. Es una primera edición española de un libro famoso de Historia, obra de Montesquieu.

     Dora torció imperceptiblemente el gesto, pero bromeó con maliciosa hipérbole:

-          ¡Un libro de historia, y de Montesquieu, nada menos! No sé si podré resistir hasta que termine este bolero.

     Pero sí que pudo. Es más, la visión del ejemplar de La grandeza y decadencia de los romanos[51] hermosamente encuadernado en piel hizo que ponderase sinceramente el obsequio. Con todo, echando algo en falta, preguntó:

-           ¿Por qué no me lo dedicas?

-          No creas que no se me ha ocurrido -replicó Don Isidoro-, pero, tratándose de un libro tan antiguo y valioso, me pareció un sacrilegio quebrar su virginidad con mis torpes rasgos.

     La cumpleañera no insistió. De buena gana habría quebrado la virginidad del libro dando con él un buen coscorrón a su barroco amigo.

***

     El resto de las celebraciones del cuarenta cumpleaños fueron en grupo mucho más reducido o, incluso, exclusivas para Don Isidoro. Quienes tienen buena memoria aún recordaban hace tiempo algunas de ellas, en paralelo a las ferias de aquel año. He aquí un resumen del apretado programa preparado por Isidora y a sus expensas:

-          Corrida de toros, con participación de la rejoneadora, Conchita Cintrón, y los toreros a pie, Carlos Arruza, Domingo Ortega y Parrita.

-          Función teatral en la sala Lope de Vega, a cargo de la compañía del veteranísimo Enrique Borrás[52]. Se puso en escena La santa virreina, de José María Pemán. El autor no fue del agrado de Don Isidoro[53] y la obra provocó más de un bostezo en sus acompañantes.

-          Recorrido, con mentalidad infantil, por el Real de la Feria, instalado en el Paseo Central del Campo Grande. Pese a los denodados esfuerzos de Dora y de su amiga del alma, Isabel, no dieron con el feroz gorrino del cartel de ferias, teniendo que mostrar sus encantos subidas en un caballo y en un tigre, respectivamente. No consta que las audaces profesoras hicieran uso del novísimo tobogán, estrenado en aquella feria con el nombre del Tío Tragaldabas[54], ni si Don Isidoro montó en los caballitos o prefirió contemplar a las damas desde abajo.

-          Sesión de cine, en el Teatro Calderón, con la proyección de la atrevida e imperecedera película, Gilda[55]. La bofetada del galán a la protagonista motivó una gran indignación en Dora, quien manifestó su deseo de encontrarse algún día con el actor, Glenn Ford, para darle una adecuada réplica.

-          Excursión campestre al Pinar de Antequera, bastante concurrida y con asistencia de Pruden, hermana soltera y mayor de Isidora, que convivía con esta y con su madre viuda en Castellar. A la caída de la tarde, en medio de abundantes libaciones con sangría, alguien adelantó la noticia de que, unos días más tarde, el Caudillo andaría por la provincia para inaugurar -¡cómo no!- un pantano[56]. Hubo entonces una moción para ir a la ceremonia y tirar a Franco a las aguas del Duero, la cual no fue aprobada ante la objeción de que aquel año estaba siendo muy seco y el río bajaba con poca agua.

-          Cierre de celebraciones y fin de fiesta en la sala Niza, entonces conceptuada como el mejor bar-cafetería de la ciudad, en la que se hizo entrega a Isidora de un libro de firmas en marroquinería, así como de un bello ramo de rosas. Este último obsequio motivó algunos susurros y sonrisitas, al observar que, por el color blanco y rosa de las flores, tenía cierto parecido con un buqué nupcial. Don Isidoro fue entonces blanco de muchas miradas, cuyo sentido no resultaba difícil de desentrañar.

***

     Con tanta animación, le entró a Don Isidoro el gusanillo de conocer mejor Castellar y de hacerse un hueco en aquella población que, por más que tuviera fama de facha, acogía a un selecto grupo de profesores de la cáscara amarga, tanto en la Universidad y los dos Institutos, como en alguna academia o colegio privado, donde habían encontrado refugio y modus vivendi los expulsados de la administración educativa con carácter definitivo. El enlace de nuestro catedrático con aquel venero de supervivientes fue el jefe de Dorita, que le había cogido aprecio desde la citada tarde en La Goya. Don Isidoro se resistía a ciertas relaciones peligrosas, pero transigía hasta cierto punto por no desairar a su amiga, quien parecía hacer todo lo posible para hacerle salir de la cueva, en el decir de la misma. No tardaría mucho en saberse ¡después de seis años! dónde tomaba café: Sin duda, en la cafetería del Hostal Florido[57], en cuya parrilla cenaban los jueves Don Isidoro y Dora, amenizados por la música del “inimitable quinteto Astoria”. Y, para quien deseara desvelar otros secretos del profesor de Político, empezaba a ser llano que se afeitaba diariamente en la barbería Roncón; compraba exquisiteces porcinas en la salchichería de Pantaleón Muñoz; se deleitaba con los dulces de confitería Helios, y regalaba a cierta persona fragancias adquiridas en una perfumería que -por alguna ignota razón- tenía el exótico nombre de Kirunga[58]. Por lo que no pasó Don Isidoro fue por abandonar su modesto hotel cercano a la estación, por alguno de los más céntricos y lujosos del centro urbano. Es probable que, como los más prudentes tácticos, quisiera tener a la mano el camino de la retirada.

***

     Aquel mes de octubre trajo a Franco hasta Castronuño, sin otra incidencia notable que el accidente de circulación sufrido por la banda que iba a poner música al evento, teniendo que ser reemplazada in extremis por una charanga del pueblo, compuesta por cinco ejecutantes -nunca mejor dicho-, que deleitó a la concurrencia y a su Caudillo con La vaca lechera[59].

     Unos días después, el 14 de octubre, lunes, tuvo lugar la temida apertura de curso en la Universidad de Castellar. Como estaba previsto, la lección inaugural corrió a cargo de Don Isidoro. Entre la nutrida asistencia, se encontraban Dorita y su catedrático de Geografía e Historia, que aplaudieron con gran vigor al conferenciante al concluir su disertación. Igualmente expresivo, el Diario de Castellar del día siguiente se hacía eco de la conferencia en las siguientes líneas:

     La lección inaugural corrió a cargo del catedrático de Derecho Político de nuestra Universidad, Don Isidoro Fernández García quien, con verbo elegante y amplio conocimiento del tema, disertó sobre “La Política de Dios y Gobierno de Cristo de Francisco de Quevedo, como antítesis del pensamiento de Maquiavelo”. El profesor Fernández fue muy aplaudido al concluir su conferencia.

     Llegó luego noviembre y, con él, el cumpleaños de Don Isidoro. Lo celebró con Dora comiendo nuevamente en La Goya y viendo en el cine Roxy la película Objetivo, Birmania[60]. Tal vez bajo la presión emocional de cumplir un año más -el último antes de la cincuentena-, Don Isidoro hizo algunas confidencias a su acompañante, que esta debió de tomar por insinuaciones pues le contestó, de manera algo cortante:

-          Mira, Isidoro, la idea de cerrar tu casa de Madrid y buscar otra en Castellar, en lugar de vivir de hotel, me parece de perlas, siempre que la decisión sea solo tuya y en tu único interés y beneficio. Yo, ni entro, ni salgo, que te quede claro.

     Y, unos días después, Basilio, el procesalista, le hizo saber que el último día del mes se celebraría el consejo de guerra contra Fufo, el alumno de primero de lo del 14 de abril, y contra un estudiante de medicina quien, como alférez de las milicias universitarias, daba lugar a que interviniese la jurisdicción militar.

-          El juicio se va a celebrar en el cuartel de Artillería. Estaría bien que asistiera alguno de los profesores, como muestra del interés de la Facultad por uno de sus alumnos.

-          Lo siento -repuso Don Isidoro-, pero no cuentes conmigo. Por lo que me dices, el juicio se celebrará en sábado y ya sabes que son días en que viajo a Madrid.

-          Di más bien que viajabas, que últimamente se te ve mucho por Castellar, y muy bien acompañado…

     Don Isidoro se dio media vuelta y dejó a su colega con la palabra en la boca. Aunque indignado de la grosería, decidió no despreciarla en toda su extensión. Por tanto, ese fin de semana lo pasó ciertamente en Madrid y -la verdad sea dicha- nunca se había encontrado tan aburrido y tan solo.

     Afortunadamente, con espectadores de postín o sin ellos, el consejo de guerra fue de lo más benigno: Un año de prisión para el alférez y seis meses para Fufo, que este tenía ya cumplidos con el abono de la prisión preventiva. Claro que el Caudillo ya no ahogaba, pero seguía apretando lo suyo: Los antecedentes penales impedirían al condenado durante una larga temporada ejercer la abogacía, o presentarse a oposiciones para cualquier oficio público.

     En aquellos días, estalló la crisis diplomática inducida por la ONU, con la retirada de casi todas las representaciones diplomáticas de España. Por un breve tiempo, se temió -o se deseó- una intervención militar aliada, para acabar con el régimen de Franco e implantar seguidamente otro de talante democrático y seguramente republicano. Por lo que luego se vio, las intenciones de las grandes potencias occidentales no iban por ahí, pues solo se pretendía el aislamiento internacional del Movimiento y ciertas sanciones económicas, entre las que la más dura fue la exclusión de España del denominado Plan Marshall.

     Como ya hemos visto, no contaba Don Isidoro entre quienes creían en la unidad y la firmeza de sus queridas democracias anglosajonas y de sus aliados. Su preocupación era la de que se endureciera la situación política interna y ello pudiese afectarle negativamente. Y ya no se trataba de perderse en Madrid, o de recluirse en su casa o en la Facultad. Precisamente la Plaza de Oriente madrileña iba a ser el foro de una enorme manifestación a favor del Caudillo y de su forma de gobierno[61]. Al día siguiente, la marea se extendería por otras muchas ciudades, entre ellas, la de Castellar[62]. El rector cursó una invitación bastante perentoria a profesores y alumnos de la Universidad, a fin de que se sumaran al festejo, que se iniciaría en la Plaza de Zorrilla y culminaría en la Plaza de San Pablo, o de Capitanía General. Titubeaba nuestro timorato profesor acerca de participar de algún modo en la manifestación o bien, abstenerse de ello. Dora le tomaba el poco pelo que aún tenía:

-          Como mi Instituto da a la plaza de San Pablo, si quieres, te guardo un sitio en el balcón principal, junto a la bandera.

Instituto “Zorrilla” (Valladolid)

     Finalmente, Isidora se compadeció de él y le ofreció un plan táctico que le satisfizo: Como aquel día se había decretado fiesta académica, Don Isidoro aparecería por el Instituto, prácticamente vacío, tiempo antes de que la manifestación llegase ante el Gobierno Civil. Dora lo acogería en su despacho de la jefatura de estudios, hasta que el gentío empezara a ocupar la plaza. Entonces, ellos dos y los profesores que quisieran sumarse se apostarían a la puerta del centro, junto a la verja delimitadora del recinto. Allí permanecerían, calladitos y lo más desapercibidos posible, hasta que la concentración se diera por concluida, momento en que volverían al interior del Instituto hasta la disolución del gentío. Los profesores presentes en aquella asomada servirían recíprocamente como testigos, si se les abría algún expediente por no acudir a la patriótica manifestación.

     Y así se desarrolló el acontecimiento. Con todo, Don Isidoro se sentía fatal. Los malos recuerdos de aquella apertura de curso en Vetusta, en 1939, retornaban constantemente a su memoria. Aun sin querer, hacía partícipe a Dora de su desasosiego y pesadumbre. Ella acabó por hartarse, sospechando que su amigo pretendiera hacerle responsable de la cobardía. Con severidad, le amonestó:

-          Una de las pocas ventajas de la virginidad es que solo puede perderse una vez. Si tú ya la perdiste en Vetusta, lamentarse ahora de lo de Castellar está de más.

 

 

5.      El novio que lo fue y no lo fue

 

     Ciertas esperanzas e ilusiones de Don Teodoro empezaban a desmoronarse con las salidas de tono de Dora, en las pocas ocasiones en que el circunspecto profesor había tratado de sondearla a propósito de hacer progresar su amistad hacia un terreno más íntimo. Ya he aludido a la automarginación de Isidora en lo relativo a que su amigo abandonara su reducto madrileño para integrarse a todos los efectos en Castellar. Otra muestra -seguramente más clara- de su deseo de dejar las cosas como estaban la tuvo Don Isidoro, en vísperas de su partida a Vetusta para pasar las Navidades en familia. De manera tan taimada como evidente, manifestó a Dora el deseo de conocer a su madre y, de paso, felicitarle las Pascuas:

-          Debe de ser una persona magnífica tu madre -agregó Don Isidoro-. ¡Que suerte para tu hermana y para ti el tenerla con vosotras!

     Dora le dio una respuesta que evidenciaba a las claras que había calado la segunda intención de su amigo, al pretender visitar a su madre de manera oficial:

-          Seguro que tendrás ocasión de conocerla de cualquier otra forma, pero no así. Mi madre es un poco casamentera y está suspirando porque sus hijas no nos quedemos solteras. No sabes la lata que estuvo dando a mi hermana Pruden, a propósito de un vecino al que invitó a merendar en casa, para agradecerle unos trabajillos de albañilería que nos hizo. Así que figúrate la que me prepararía, si le llevo a todo un catedrático de Universidad y se lo presento como un buen amigo, que es lo que eres… Te agradezco la sugerencia, pero no puedo aceptarla.

     El buen amigo partió algo mustio para tierras asturianas y se pasó todas las vacaciones rumiando la manera de lograr progresos en su relación, sin poner en peligro lo mucho conseguido, por actuar torpemente o a destiempo. Pero, por más vueltas que daba a lo sucedido en los últimos meses, siempre tropezaba con la aparente contradicción en la conducta de Dora quien, por una parte, había alentado su amistad y no tenía rebozo en ir con él a todas partes, pero, en cambio, cortaba de raíz cualquier intento suyo de convertirse en algo más que un amigo. Tenía que desatar aquel nudo y saber, de una vez por todas, qué terreno pisaba. Y, cuanto antes, mejor.

***

-          Dora, ¿no has pensado nunca en casarte?

     La pregunta de Don Isidoro no era fácil de contestar, máxime hecha de sopetón y con la boca ocupada con un trozo de cruasán de El Suizo[63]. Pero no hay mal que por bien no venga: La interpelada tuvo así ocasión de pensar por unos momentos su respuesta. La verdad es que fue concluyente:

-          Ni lo he pensado hasta ahora, ni lo voy a hacer en el futuro. No estoy hecha para el matrimonio.

Café Suizo de Valladolid, en la actualidad (2023)

     Don Isidoro quedó cortado, sin saber qué decir. Claro está que podía preguntarle por los motivos de su rechazo de la institución conyugal, pero no era cosa de andarse por las ramas:

-          Perdona que insista, pero ¿no será que, percatándote de mi interés especial por ti y no compartiéndolo tú, no quieres desairarme y apelas a motivos o disculpas de carácter general?

     Dora replicó de forma tajante:

-          No me vengas con suspicacias ni complejos de inferioridad. ¿Acaso crees que, de no parecerme interesante y una excelente persona, te habría abierto las puertas de mi amistad?... Y voy a decirte más: Estoy convencida de que cualquier señora de cierta edad te consideraría el mejor partido que pudiera encontrar. Yo misma, si no…

     La profesora cortó bruscamente la frase, mordiéndose los labios. Y, como un jugador de ajedrez, previó el movimiento que haría su rival a continuación; de modo que prosiguió:

-          En fin, dejemos estar las cosas. Si te conformas con ser mi amigo, estaré encantada de que sigamos como hasta ahora; pero, si pretendes hacer de mí algo más y distinto, será preferible que dejemos de vernos: No tiene sentido que tú sufras por no alcanzar lo imposible, y yo me entristezca de verte sufrir a ti. En cualquier caso, no me preguntes por los motivos de mi rechazo del matrimonio: Sean los que sean, no podrás cambiarlos.

***

     Por el momento, Don Isidoro no se encontró con ánimos ni argumentos para hacer otra cosa que seguir frecuentando a Dora, aunque -¡para qué vamos a engañarnos!-, ni la asiduidad, ni la actitud podían ser las mismas. Y pese a todo, seguía esperanzado de que su persistencia acabase por vencer la oposición de su amiga: Quien la sigue la consigue, era el refrán favorito de su hermano Emilio, del que de chaval hacía su regla de conducta para con las jóvenes atractivas que inicialmente no le hacían mucho caso. Pero para hallar fuerzas y sentido en ese juego de los sexos, tan difícil y complejo, parecía indispensable conocer si Dora había sido totalmente sincera, o meramente lo había puesto a prueba; y, en el primero de los casos, qué razón tenía ella para abominar del matrimonio, a fin de saber si la misma era removible, o no. Sí, sí, todo eso estaba muy bien, pero ¿por qué medio informarse, supuesto que la interesada no soltaba prenda y cambiaba de conversación, tan pronto esta tomaba el derrotero de sonsacarla? Don Isidoro pensó enseguida en Isabel, la más íntima amiga de Dora, pero no se decidía a llamarla ni a provocar un encuentro ex profeso con tal fin: Le daba vergüenza incitarla a quebrantar la lealtad debida a su mejor amiga.

     Lo cierto es que Don Isidoro e Isabel apenas habían coincidido desde los ya lejanos tiempos de la celebración del cumpleaños de Dorita. Ya fuera por carácter, ya de altivez por la admiración que despertaban su elegancia y su belleza, no era mujer fácilmente accesible, ni que generase confianza o pronta simpatía. Por otra parte, el profesor tenía la impresión de que nunca le había caído bien, aunque no tenía argumentos en que apoyarse.

     Fue la casualidad la que provocó que el catedrático e Isabel coincidieran en las inmediaciones del Campo Grande un día de febrero de esos de chupa rescoldo, con niebla y cencellada incluidas. Tenía, pues, todas las de ganar Don Isidoro cuando invitó a Isabel a tomar un café en un establecimiento cercano. Más extraño resultó que, tras tomar asiento y hacer el pedido, la conversación se entablara en términos de total normalidad, pese a lo espinoso del tema:

-          No sabes, Isabel -comenzó el profesor, muy meloso-, lo que me alegro de que nos hayamos encontrado porque lo cierto es que, desde hace una temporada, estaba buscando la ocasión de que habláramos.

-          Pues nada, Isidoro, aquí estamos -repuso la también profesora, con una sonrisa-. Había salido a hacer unas compras, pero no tengo prisa, ni urgencia de hacerlas. Dime lo que quieras, mientras entramos en calor, que buena falta hace hoy.

     Animado por la afabilidad de Isabel, Don Isidoro fue directamente al grano. Además, le cabían pocas dudas de que Dora ya le habría comentado a su amiga lo del día de El Suizo. Las dudas y preguntas del caballero fueron seguidas por unos largos momentos de silencio por parte de la señora, fruto seguramente, más de la vacilación, que de la sorpresa. Finalmente, Isabel, de manera pausada, le contestó:

-          Comprenderás que lo que quieres de mí es muy comprometido pues, de revelarte lo que Dori quiere mantener en secreto, quebranto las normas de la amistad y me expongo a su justificado enojo. Con todo, hay algo que creo poder confirmarte, sin revelar nada indebido. Ella te ha dicho la verdad: no está hecha para el matrimonio, como aseguras que te dijo.

-          ¿Pero por qué, y hasta qué punto es ello irremediable?, insistió Don Isidoro.

-          No seré yo quien te revele sus motivos, pero sí haré uso de mi conocimiento de los mismos para interpretarte sus palabras, aunque no lo veo necesario. Quien no está hecho para la vida matrimonial ni puede, ni debe, casarse nunca. Y los demás harán bien en respetar la voluntad ajena y no buscarse el dolor o la desgracia, pretendiendo lo contrario.

     La charla parecía haber llegado a su fin, pero resultó que Isabel tenía, a su vez, preguntas y consideraciones que hacer:

-          Según lo que Dori te manifestó y yo ahora corroboro, ¿sigues empeñado en mantener una relación -que, en el fondo, no es de amistad, sino amorosa-, que no tiene ningún futuro y acabará por haceros daño?

-          No sé -reconoció Don Isidoro-. Tengo que reflexionar sobre lo que acabas de decir, aunque, en el fondo, me falte el dato definitivo para decidirme con conocimiento de causa.

-          Es lógico -reconoció Isabel-. No es fácil sufrir un desengaño amoroso, y más, a tu edad y en tus circunstancias. No obstante, tómalo por el lado bueno: los años nos traen frialdad y resistencia. Y, a fin de cuentas, el tiempo y la distancia todo lo curan… o, al menos, lo mitigan.

Paisaje invernal (gentileza de Susanne v. Schroeder)

***

     No había tenido todavía tiempo Don Isidoro de decidirse acerca del consejo o recomendación de Isabel, cuando Don Pedro, el catedrático del Instituto y jefe de Isabel y de Dora, hizo un aparte con él al terminar el café de la sobremesa en el Hostal Florido y le espetó:

-          No sabe lo satisfecho que estoy con la noticia que me han comunicado esta mañana y que, en gran parte, le cumple a usted el haberla propiciado.

     El propiciador se quedó de piedra pues no tenía ni idea de lo aludido por su interlocutor. Este, al comprender tal ignorancia, intentó aclarar:

-          Verá usted. Me refiero a que han archivado el expediente disciplinario abierto a las profesoras Isidora de la Plaza e Isabel Hidalgo, incoado por denuncia del capellán del Instituto. ¡Vaya meses de zozobra que hemos pasado!

     Don Isidoro, que seguía sin entender nada, lo conminó:

-          Mire, Don Pedro, no tengo ni idea de lo que me está hablando ni, menos aún, de mi supuesto papel en todo este asunto; así que, si tiene la bondad, explíquese con detenimiento.

     El historiador, algo corrido, se disculpó y refirió puntualmente a Don Isidoro todo lo sucedido. Me permitiré resumirlo del siguiente modo:

     Las profesoras Dora e Isabel, solteras, de edad muy similar y amigas desde la Universidad, habían provocado en ocasiones ciertas habladurías en el Instituto acerca de la intimidad de sus relaciones, sin pasar, por el momento, del cotilleo o la maledicencia. Pero en el curso 1945-1946 había llegado al centro un nuevo capellán, más exigente y meticón que los precedentes, dispuesto, entre otras cosas, a forzar la obligatoriedad de la misa en la capilla del Instituto, al menos, por turnos, para que cupieran todos los convocados. En el claustro en que se presentó tal moción, muchos profesores gruñían, pero ninguno alzó la voz hasta que Isidora -como sabemos, jefa de estudios-, se opuso a la obligatoriedad de la misa diaria, como ajena a las normas vigentes y -lo que ofendió al capellán- contraria al espíritu de libertad que debía inspirar todas las devociones que no constituyeran un mandamiento de Dios o de la Iglesia. La claridad y firmeza de Isidora contagiaron a la mayoría del profesorado, convirtiendo la moción del capellán en una mera exhortación a asistir, cuando buenamente se pudiera, a la misa de las ocho y media de la mañana. El capellán guardó el desaire en lo más hondo de su negra memoria y, tan pronto tuvo noticia de los susodichos chismes maliciosos, los tomó como noticia repulsiva y digna de ser conocida de la superioridad. Y así se produjo la denuncia a la Inspección de Enseñanza Media, de la que nació el expediente sancionador que ahora, un año después, acababa de concluir sin exigencia de responsabilidades.

     Don Isidoro recibió la información con una mezcla tal de sensaciones, que su cerebro parecía haberse convertido -como suele decirse- en un avispero. Todavía le quedó un mínimo de claridad de ideas, para insistir:

-          Y, según usted, ¿qué he pintado yo en este asunto, como para que me haya tildado de propiciador del feliz archivo de este expediente?

     Don Pedro, algo amoscado, se vio obligado a explicar lo que creía de toda evidencia:

-          ¡Hombre, Don Isidoro!, no iba a seguirse sospechando que las profesoras eran lesbianas, cuando una de ellas mantiene relaciones conocidas de noviazgo con usted, un caballero sin tacha.

-          Usted perdone, Don Pedro -replicó muy serio el presunto novio-. Jamás he sido novio de la señorita Plaza: Amigo, y nada más.

     El historiador hizo como si se creyera la objeción y decidió seguirle la corriente:

-          Pues tanto da, en la medida que usted, para fortuna de mis dos compañeras, ha optado por no llevar la contraria a quienes creían más profundas sus relaciones. A fin de cuentas, vivimos en un mundo en que lo que cuentan son las apariencias, aunque luego se martillee con que estas engañan.

     Y eso fue todo. Don Pedro fuese con su contento y Don Isidoro se quedó con el barrunto de haber sido -con mejor o peor intención- una marioneta en manos muy hábiles para mover los hilos.

 

 

6.      Breve epílogo


     Cuentan las crónicas que la última persona de Castellar en ver por la ciudad a Don Isidoro fue el taxista que lo transportó, con todo su equipaje, una bochornosa tarde de junio, desde el Hotel Dávila a la estación de ferrocarril. Lo cierto es que nadie fue a despedirlo, por la sencilla razón de que a nadie avisó de su partida. De que el curso siguiente ya lo iniciaría en la Facultad jurídica de Salamanca, solo tenían noticia en Castellar el decano de Derecho y el personal administrativo que cursó su petición de traslado al Ministerio, pero uno y otros cumplieron estrictamente con la reserva que el interesado les encareció.

     Así que, como yo no he tenido otras fuentes para este relato que las oriundas de Castellar, he de poner fin aquí a mi historia, por otra parte, ya demasiado extensa para contar anécdotas tan nimias. Con todo, para contento de aquellos lectores que gustan de los finales felices, no ocultaré que, entre los rumores que sobre Don Isidoro Fernández García aún circulan por la ciudad castellarense, está el de que, armándose de valor y de entusiasmo, viajó un día a Zamora y reanudó fructuosamente los lazos con aquella viuda de un heroico teniente, que quizá había pasado diez años de su vida esperándolo.

    


      



[1] Haciendo un brevísimo resumen sobre el tema, señalaré que el aislamiento de la España de Franco fue ya acordado por las Potencias vencedoras de la segunda guerra mundial en la conferencia de Postdam (julio-agosto de 1945). La ONU acordó la exclusión de España de la Organización en febrero de 1946, aconsejando a sus países miembros una próxima ruptura de las relaciones diplomáticas, que se concretaría en diciembre de 1946, con la casi general retirada de embajadores y encargados de negocios.

[2] En efecto, adelantándose a medidas punitivas de los demás países aliados, el gobierno francés ordenó el cierre de fronteras con España en marzo de 1946.

[3] El citado texto periodístico tenía mucho de exagerado, si bien la depuración de los franceses colaboracionistas con el Régimen de Vichy fue inicialmente (1944-1949) bastante intensa, dándose como aproximadas las siguientes cifras: trescientos mil denunciados o imputados, de los que solo a la mitad llegó a procesárselos o acusarlos; unos diez mil condenados a muerte o asesinados sin previo juicio; unos 50.000 ciudadanos privados de sus derechos cívicos y políticos. Sucesivas leyes de amnistía (1947, 1951, 1953) redujeron mucho la duración y efectos de las penas. 

[4] En realidad, la duración legal de las clases se establecía entre 45 minutos y una hora, con un máximo de cuatro clases teóricas por jornada. Véase el plan de estudios para Facultades de Derecho, aprobado por Decreto de 7 de julio de 1944 (BOE del 4 de agosto), que estuvo vigente hasta ser sustituido por el de 1953.

[5] Equivalente a nuestro actual Tribunal Constitucional, creado por la Constitución de la Segunda República española de 9 de diciembre de 1931 (artº 121) y desarrollado por Ley Orgánica de 14 de junio de 1933.

[6] El día de San José (19 de marzo) era festivo a la sazón en toda España. Se supone que Don Isidoro se trasladaba semanalmente de Madrid a Castellar para impartir un mínimo de dos días de clase a la semana, contando con las que impartiera su profesor adjunto. Conviene recordar que el Plan de Estudios de 1944 asignaba a la cátedra de Derecho Político la impartición de tres asignaturas cuatrimestrales: Teoría de la sociedad (tres clases semanales) en el primer curso, segundo cuatrimestre; Teoría de la organización política (cuatro clases semanales) en el segundo curso, tercer cuatrimestre, y Derecho político español y extranjero (cuatro horas semanales), en segundo curso, cuarto cuatrimestre. Habría que añadir las clases para los cursos de doctorado y las clases prácticas (una o dos a la semana), de las que el Derecho Político solía eximirse, por no tener habitualmente reconocido el carácter de asignatura práctica.

[7] Conocidísimo específico registrado en 1931, compuesto por aspirina, bicarbonato sódico y ácido cítrico, muy eficaz para el ardor y la hiperacidez estomacales.

[8] Expresión alusiva a quien se aísla en su propio país hasta desaparecer de su vida social, como si estuviese exiliado en el extranjero. Aunque no recogido hasta ahora por la Real Academia Española, es un giro hoy muy conocido que, en lo que respecta a españoles, parece haber sido acuñado por el escritor Miguel Salabert Criado (1931-2007), en un artículo en francés en el semanario L’Express, aparecido en 1958. El mismo autor publicó seguidamente una novela con el mismo título: L’éxile intérieur, edit. Julliard, Paris, 1961, que no se tradujo al castellano hasta 1988, por la editorial Anthropos.

[9] Alusión al gran penalista y político republicano español, Luis Jiménez de Asúa (1889-1970).

[10] Juego analógico con la calificación académica, summa cum laude.

[11] Habiendo hecho ya en el texto la alegoría de que Don Isidoro había vendido su alma al diablo, aparece ahora en escena Mefistófeles, famosa personificación del maligno tentador en el drama Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832).

[12] Obvia alusión al riesgo corrido por la España franquista en el nuevo mundo internacional nacido del triunfo de las democracias y de los comunistas soviéticos en la Segunda Guerra Mundial.

[13]  Magna obra de fortificación, construida en los siglos XIV y XV y ampliamente restaurada con posterioridad. Radica en Medina del Campo (Valladolid) y actualmente (2023) es propiedad de la Junta de Castilla y León.

[14] El Viernes Santo cayó aquel año en 19 de abril (los términos extremos de esa efeméride son el 20 de marzo y el 23 de abril).

[15] Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) cursó estudios teológicos, con vistas a una ordenación sacerdotal que, finalmente, nunca alcanzó: los de bachiller, en Alcalá de Henares; los de licenciatura, en la Universidad de Valladolid (Castellar en mi relato), entre 1600 y 1605.

[16] Sobre la contradicción a Maquiavelo por esta obra de Quevedo puede consultarse (con libre acceso por Internet): José Rafael Hernández Armas, Política de Dios y Gobierno de Cristo: Quevedo contra Maquiavelo, Asociación Internacional del Siglo de Oro, Actas de su Quinto Congreso, Münster, 1999, pp. 700-707.

[17] El título inicial de la obra fue Política de Dios. Gobierno de Christo, como se constata en la edición princeps de su Primera Parte (la segunda apareció póstumamente, en 1655) de Madrid, 1626, imprenta de la Viuda de Alonso Martín, pero otras ediciones del mismo año, como la de Zaragoza (tal vez, no autorizada) del impresor Pedro Vergés ya añaden al título, Tyranía de Satanás, como también se hace en la primera edición en el Reino de Navarra, la de Carlos de Labayen, Pamplona, 1631. De todo ello, puede tenerse constancia por Internet, gracias sobre todo al trabajo de la www.cervantesvirtual.com.

[18] Otra versión alude a que, en el patio ajardinado del citado Colegio Mayor, existía un mástil para izar la bandera española oficial de la época, y fue en él donde se enarboló la enseña republicana.

[19] Como es sabido, Mariana Pineda Muñoz (1804-1831) fue condenada a muerte y ejecutada por apoyar el movimiento liberal en Granada, entre otras cosas, bordando para él una bandera, trabajo que dejó inconcluso.

[20] Los episodios de esta revuelta estudiantil, habida en Castellar en abril de 1946, son sustancialmente ciertos. Véanse: Teodulfo Lagunero Muñoz, Memorias, edit. Umbriel, Barcelona, 2009, pp. 76-118; El mismo, Una semana de abril de 1946 en Valladolid, diario “El Norte de Castilla”, 25 de abril de 2007; Enrique Berzal de la Rosa, Muere el vallisoletano que “coló” a Carrillo y activó el antifranquismo en la Universidad, diario “El Norte de Castilla”, 23 de junio de 2022. Los citados textos periodísticos son de libre acceso por Internet.

[21] Sobre la institución de las Milicias Universitarias -pronto llamadas Instrucción Premilitar Superior-, véase el número monográfico extraordinario de la “Revista de Historia Militar”, titulado, Escalas de complemento. Origen y evolución, año LIV (2010), especialmente pp. 165-279 (accesible por Internet).

[22] Al autor de este relato le sucede lo mismo que al profesor Basilio: No ha hallado en la uniformidad de las Milicias Universitarias españolas de los años cuarenta ningún exceso, calificable de opereta, ni de Italia, ni de ningún otro país.

[23] Dando a entender que, como criminal de guerra, Franco debía ser juzgado en los famosos procesos que se seguían contra jerarcas nazis en dicha ciudad alemana.

[24] Delitos políticos como los de autos eran entonces competencia en España de la jurisdicción militar. Más adelante tendremos confirmación de ello en este relato.

[25] Alusión al significado de la palabra elevación como acción de alzar o elevar la hostia.

[26] A saber, Filosofía y Letras, Derecho, Medicina y Químicas.

[27]  Véase, Teodulfo Lagunero, Memorias, citado en la nota 19, pp.76-80. De ahí se deduce que Fito no era otro que el catedrático de Derecho Internacional, Adolfo Miaja de la Muela, que no sería readmitido como tal hasta el año 1952.

[28] Alusión al presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman (1884-1972), que ejerció el cargo entre 1945 y 1953. Entre sus diversos empleos y negocios, fue copropietario de una mercería en Kansas City, negocio que fracasó en 1921, y que probablemente esté relacionado con su presunta invención del hermoso y simétrico nudo de corbata, apodado Truman.

[29] Basilio se adelantaba al dar la noticia porque el citado acuerdo del Gobierno republicano en el exilio se hizo público en el verano del mismo año, 1946.

[30] De ser ello cierto, tuvo que tratarse de Tomás Romojaro Sánchez (1907-1980), puesto que fue gobernador civil de Valladolid entre 1942 y 1947.

[31] La céntrica calle de Panaderos.

[32] Siglas de Federación Universitaria Escolar, nacida en 1926 con el designio de enfrentarse a la Dictadura. Durante la República, su indudable preponderancia fue diluyéndose, al fragmentarse en diversas organizaciones estudiantiles de corte partidista.

[33] Siglas de la Asociación de Estudiantes Católicos, creada en 1920, en el ámbito de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas.

[34] Acrónimo de Sindicato Español Universitario, fundado en 1933, dentro de las organizaciones del partido político Falange Española.

[35] De lo que podría considerarse “la Constitución” del franquismo -luego calificada de “Leyes Fundamentales”-, habían aparecido hasta 1946, el Fuero del Trabajo (1938), la Ley constitutiva de las Cortes (1942), el Fuero de los Españoles (1945) y la Ley del Referéndum Nacional (1945). No tardaría en añadirse a ellas la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (1947), primera en ser aprobada previo referéndum, por un 89,86% de los sufragios emitidos que, a su vez, fueron el 89,29% del total del cuerpo electoral.   

[36] Recuérdese la referencia al plan de estudios entonces vigente, que pueden encontrar en la nota 6.

[37] Dicho museo alcanzó el rango de nacional en 1933, que actualmente conserva. La cifra récord anual de visitantes la alcanzó en el año 2016, con un total de 193.665, si bien las cifras de otros años próximos son llamativamente muy inferiores: por ejemplo, solo 94.510 en el último año completo (2022) hasta el presente.

[38] El predominio de la misma en el Museo Nacional de Castellar era abrumadora, lo que explica en parte que, en la década de los años cuarenta del pasado siglo XX, dicha institución mudara por poco tiempo su título por el de Museo Nacional de Escultura Religiosa (durante más años aún el calificativo que definió su patrimonio escultórico fue el de Policromada).

[39] Saturnino Rivera Manescau (1893-1957), Director del Museo Arqueológico de Valladolid entre 1930 y su fallecimiento. Véase: Antonio Bellido Blanco, Saturnino Rivera Manescáu y el Museo Arqueológico de Valladolid, Boletín del Seminario de Arte y Arqueología (Arqueología) de la Universidad de Valladolid, núm. LXXII-LXXIII (2006, 2007), pp. 279-293 (accesible por Internet en la web 1library.co).

[40] El plan de estudios de 1938, vigente en el año 46, dividía el bachillerato en siete cursos, a impartir a niños y adolescentes entre los 10 y los 17 años. Con probabilidad, la visita de estudios al Museo se encuadraría en la asignatura de Ampliación de Geografía e Historia de España. Las visitas de arte a Museos y las excursiones estaban especialmente recomendadas en el citado plan de estudios de 20 de septiembre de 1938 (BOE del 23).

[41] Bien a la sospecha de ser lo que entonces llamaban un sarasa, bien a la de llevar una vida alegre y hasta disoluta. No hay más que recordar el refrán, o frase jocosa: solterón y cuarentón, ¡qué suerte tienes, ladrón!

[42] En este caso, a juzgar por las fechas, se trataría de José María Pemán y Pemartín (1897-1981), que ejerció dicho cargo en la zona nacional entre octubre de 1936 y enero de 1938.

[43] La frase tiene un sentido autónomo, pero sería inexacto atribuírsela al poeta Antonio Machado, como se hace con frecuencia. La cita machadiana, procedente del poema El Dios ibero, es “…ni el pasado ha muerto, ni está el mañana -ni el ayer- escrito”.

[44] En aquella época, el feliz evento solía producirse a finales de mayo, tanto en los Institutos, como en las Universidades. En las escuelas tenían que esperar al 15 de julio.

[45] Apelativo por el que era conocido el Fiat-508, que se fabricó en Italia entre 1932 y 1939.

[46] En 1946, los fluorescentes modernos (de tubo recto y encendido por precalentamiento) eran cosa muy reciente en Castellar: Nótese que su estreno tuvo lugar en Nueva York, en 1939.

[47] El establecimiento existió realmente en Castellar durante bastante más de un siglo (1902-2021), siempre dirigido por miembros de la misma familia. Véanse el blog, Vallisoletum.blogspot.com, entrada de 13 de mayo de 2016, y el periódico El Norte de Castilla, artículo de Inés Caballero en el número de 7 de septiembre de 2021.

[48] Seguramente, se trataba del famoso profesor Pedro Aguado Bleye (1884-1953) quien, represaliado por razones políticas, hacia 1939 fue trasladado forzoso al Instituto “Zorrilla” de Valladolid, desde su anterior destino en el “Cervantes” de Madrid, permaneciendo en aquel hasta principios de los años cincuenta, en que pasó voluntariamente a Bilbao.

[49] Véase, en este mismo blog, el relato histórico, Atenea y Afrodita, capítulo 5 y fotografía que lo ilustra. La entrada lleva la fecha de 9 de diciembre de 2017.

[50]  Conocidísimo bolero compuesto en 1939 por el mejicano, Alberto Domínguez Borrás, incluido en la banda sonora de la película Casablanca (Michael Curtiz, 1942).

[51] Literalmente, Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos, traducción de Juan de Dios Gil de Lara, imprenta que fue de García, Madrid, 1821 (el original francés data de 1734). Por Internet, puede consultarse otra traducción española, por D.F.X.S., imprenta de Miguel Puigrubí, Tarragona, 1835, en la página web cristoraul.org.

[52] Para algunos, el mejor actor español de la primera mitad del siglo XX. Había nacido en 1863 y fallecería en 1957, tras casi setenta años de vida profesional (c. 1883-1952).

[53] Era el ministro de Educación Nacional cuando se abrió expediente de depuración a nuestro catedrático. La obra teatral citada se estrenó en 1939.

[54] Sobre él, véase el artículo anónimo publicado en el diario El Norte de Castilla de 2 de septiembre de 2022.

[55] Película de 1946, dirigida por Charles Vidor, con Rita Hayworth y Glenn Ford en los principales papeles.

[56] La inauguración tendría lugar el 2 de octubre de 1946 en el término municipal de Castronuño. Se trataba de una presa dedicada a la producción de energía hidroeléctrica. Actualmente, se dedica al riego agrícola y el consumo humano y del ganado.

[57] Establecimiento hotelero y de restauración fundado en 1944, que cerró lamentablemente sus puertas en 1973.

[58] En lo que yo he podido entender, kirunga es el plural del sustantivo suajili birunga o virunga, traducible por “montaña alta que alcanza las nubes”. Ignoro si era ese el origen y el sentido del citado rótulo comercial, completamente verídico.

[59] Tan hilarante como verídico suceso ha sido estudiado y narrado por María Torres y Alfio Seco: véase sanromandehornija-alfio.blogspot,com., entrada de 24 de enero de 2018.

[60] Dirigida en 1945 por Raoul Walsh, con Errol Flynn de protagonista.

[61] La manifestación tuvo lugar el lunes, 9 de diciembre de 1946. El número de intervinientes se calcula, prudentemente, en unas 700.000 personas. El Gobierno de entonces redondeó la cifra hasta el millón de personas.

[62] Véase El Norte de Castilla, número del 11 de diciembre de 1946. Contexto y buen resumen en el mismo diario, número del 19 de enero de 2021, por el historiador, Enrique Berzal de la Rosa.

[63] Café de Castellar, fundado en 1930 y que actualmente (2023) continúa en servicio, en el mismo lugar y en manos de la misma familia.