jueves, 12 de agosto de 2021

CUATRO CUENTOS MORALES

 


Cuatro cuentos morales

Por Federico Bello Landrove

 

     He aquí cuatro relatos con regusto a viejo tiempos, de los de animales, moralejas y fantasías milagreras -o casi-. Con todo, tienen bastante de cierto y hasta de conocido. ¿Morales? Me remito a la acepción que ofrece la Real Academia Española: conforme -o disconforme- con las normas que una persona tiene del bien y del mal.

 

Los milagros de la Virgen


     Ricardo no sabía casi nada de vírgenes, pero sí le constaba que, mes tras mes, aparecía en la alacena de su casa una lata terciada de sardinas, que, en la última semana de cada mensualidad, alegraba las cenas o las meriendas de aquella corta familia -mamá, Virtudes y el propio Ricardo-, que a duras penas iba saliendo adelante, desde que el padre, ferroviario, los había abandonado para formar nueva familia en Alsasua. Aunque pequeño e inocente, Ricardín, era un rayo: Apenas tenía seis años, cuando intuyó alguna relación entre la visita mensual de la Virgen limosnera[1] a su humilde vivienda y el grato suplemento alimenticio en forma de sardinas de lata, que aparecía en la mesa dos o tres días después. Su madre, al preguntarle él, se sinceró a medias:

-          Una bondad de la Virgen, hijo. Ya sabes que es la Milagrosa.

-          Entonces, ¿es que hace un milagro todos los meses?

-          Hasta ahora, siempre ha escuchado mi plegaria, pero, ahora que ya vais grandecitos tu hermana y tú, rezaremos juntos, y como la Virgen quiere: Que nadie más que nosotros y ella sepa de nuestra devoción.

     Y así fueron pasando las veladas de los días 21 de cada mes y las cenas de los días sucesivos. Ricardo y Virtudes, ya mozalbetes, mantenían aparentemente su creencia, aunque más en su madre de la tierra, que en la así llamada Madre del Cielo. Pero un buen día del año 1931, la visita de la Virgen no llegó. La madre se lo explicó en pocas palabras:

-          Las cosas se han puesto feas para la religión y el párroco ha decidido que la Virgen no vuelva a salir a las casas, que los acogedores se están dando de baja y la imagen corre peligro por las calles.

-          ¡Adiós milagros!, comentó Virtudes, con la malicia de quien había descubierto secretamente a su madre, ayudando al milagro con un cortaplumas.

-          En San Andrés la tienes de tamaño grande, replicó con severidad la madre.   

***

     Cinco años más tarde, allá por el verano, so pretexto de hacer la guerra, o la revolución, un tropel de milicianos y populares invadió la parroquia de San Andrés y, como primera providencia, se dedicaron a sacar bancos, imágenes y objetos de culto al atrio, haciendo montón con todo ello, para quemarlo seguidamente. Entre los asaltantes, un muchacho, con divisa de un sindicato cualquiera, participa de la algarada general de forma activa y despreocupada, hasta que se fija en una de las estatuas preparadas para la quema. Aprovechando el pandemonio, arrambla con la estatua y la traslada hasta un rincón apartado del atrio, mal cubriéndola con unas tablas. Pero alguien se ha percatado de su fechoría y se lo afea a gritos:

-          ¿Qué demonios estás haciendo? ¿También tú eres un meapilas, amigo de la clerigalla?

     Otros tales prestan atención a las voces, descubren el conato y rodean amenazadoramente al chico.

-          A ver, explícate, ordena un uniformado, con correaje y pistola al cinto. ¿Por qué coño pretendes librar del fuego a esa virgen?

-          Es que es la Milagrosa -no puede menos de explicar el interpelado-.

     El corro prorrumpe en una sonora carcajada. El jefecillo concluye:

-          Mucho sabes de vírgenes para ser un sindicalista auténtico. Lo que tú eres es un faccioso emboscado.

     La virgen vuelve a la montonera y Ricardo, detenido, toma el camino de la cárcel. Dos días más tarde, comparecerá ante un tribunal popular. El fiscal se guasea del acusado:

-          De modo que te comportaste así porque era la Milagrosa. ¿Se puede saber qué milagro le atribuyes a semejante fetiche?

-          El de la multiplicación de las sardinas, contestó desdeñosamente el reo.

     Fue condenado unos minutos más tarde y fusilado al amanecer.

 

 

2.   Los ojos de Argos[2]


     No creía que el haber dado tierra a su compadre Manuel pudiese haberle afectado tanto. Verdad es que el finado se había convertido en su inseparable desde que, tres años atrás, se había quedado viudo. Tampoco parecía cosa extraordinaria: tiraba de él por las mañanas, sacándolo de la cama para dar ese paseo de una hora que le había ordenado el cardiólogo; si se terciaba, comían juntos el magro menú del hogar para ancianos, paliando con su compañía el escaso atractivo del plato del día; y -tal vez, lo más importante-, quitaba dramatismo al desapegado silencio de sus hijos y se tomaba a chacota sus fatigas y aprensiones. Él le gruñía: Tienes la ligereza de un chiquillo. Y Manuel: Es que voy camino de la segunda infancia.

     Desvelado, no paraba de dar vueltas en la cama, cada vez más confuso y angustiado. No resistiendo más la pasividad del decúbito, se levantó, echóse al coleto un par de cápsulas del somnífero y se sentó en la penumbra del cuarto de estar, apenas iluminado por la luz que se filtraba de la calle. Mientras la benzodiacepina iba empezando a producirle efecto, trataba de vislumbrar las hileras de libros que, por su degeneración macular, ya no podía leer; las ristras de CD y de casetes, de los que la sordera progresiva y los acúfenos le impedían disfrutar; los bibelots y cachivaches traídos con tanta ilusión de viajes y lugares que ya no recordaba, o confundía; las fotos familiares enmarcadas, de personas fallecidas o lejanas. Finalmente le envolvió la modorra del medicamento; se volvió para la cama y fue transportado al mundo de los sueños.

     Allí lo esperaban los de siempre, aunque aquella noche parecía tratarse de una reunión general. Como en el velatorio de Manuel, iban desfilando ante sus hijos, enalteciendo sus méritos y congratulándose de que Dios se lo hubiese llevado cuando todavía la vida le era amena o, cuando menos, soportable. Es ley de vida. Solo que en su sueño él estaba vivo y los apesadumbrados llevaban años criando malvas. Desde el rincón en que presenciaba el ritual del pésame, hacía esfuerzos por aproximarse al panel encristalado para cerciorarse de quién yacía en el túmulo del otro lado, entre flores y bandas de condolencia. Era inútil: el personal le impedía el paso, indiferente a su propósito, sin mirarlo siquiera. Como en tantas ocasiones, el sueño entró en recurrencia: Una y otra vez, él empujaba intentando aproximarse y ver, pero, otras tantas, era rechazado o, por mejor decir, bloqueado con desdén. ¡Qué bueno sería darme por enterrado y salir de aquí!, pensó, buscando sin fruto la puerta de aquel recinto fúnebre en las afueras, cuyo calor húmedo y hedor a flores fúnebres lo sofocaban.

     El duermevela, por asociación con el sueño, le trajo el recuerdo de aquel don Emeterio, a cuyos herederos habían comprado la casa, a quien no habían conocido, pero que era de tradición oral el haberse precipitado a la calle desde la terraza corrida, quién sabe si por chochera. Tantos años atrás, su difunta esposa le había confesado que hubiese preferido no enterarse, que esas cosas acaban por obsesionar y quién sabe si provocan un morbo imitativo. ¡Mujer, esos disparates son propios de los viejos; ya se sabe que la vejez es muy triste y no todos la soportan!

     Venciendo el sopor residual del somnífero, se levanta camino del retrete, que, aunque el reloj asegure que apenas lleva dos horas y media durmiendo, la próstata impone sus exigencias. Entre tanteos y tumbos, avanza por el pasillo. Tiene seco el gaznate y decide hacer un alto para beber un par de buches de agua. Tropieza con un objeto blando y lo sorprende un gañido. Un par de ojos húmedos y escrutadores lo contemplan desde una manta vieja, echada en el suelo de la cocina. Esboza una disculpa, se agacha y acaricia al animal que, aunque tenso, se deja.

-          ¿Querrás creer, amigo Argos, que ya había olvidado que estabas aquí? -conversa con el perro-. Veo que tú tampoco duermes mucho.

     Comprueba que tenga agua en el bebedero y echa al comedero un poco más de pienso; lo arropa y prosigue su interrupto viaje al aseo. Mientras se alivia, maldice la ocurrencia de Manuel, al dejarle en herencia su perro y el dinero preciso para cubrir los gastos. Pero se ve que se está volviendo demasiado blando porque, de vuelta para el dormitorio, levanta manta y perro y los traslada junto a su cama. Entre tanto tinnitus como le aqueja de noche, le parece escuchar la socarrona voz de su amigo:

-          No olvides levantarte temprano, que Argos tiene costumbre de salir a las ocho para hacer sus necesidades.

 

 

3.   En silla de ruedas



     Ya fue mala suerte que, jugando al tenis en vísperas de salir de vacaciones, se torciese a lo bestia el tobillo izquierdo, provocando un esguince grado II del ligamento deltoideo superficial, con rotura parcial de este y fisura del astrágalo. El traumatólogo había sido concluyente:

-          Habrás de llevar una férula y guardar reposo absoluto durante tres semanas.

-          Pero doctor, rezongó la moza, ¿cómo voy a quedarme en casa todo ese tiempo, estando de vacaciones? Si todavía fuese en la ciudad, entre mis amigos… Pero en ese lugar de veraneo, al que vamos por primera vez y que tiene la playa como mayor encanto…

     Su madre terció, saliendo al quite de una posible tacha de egoísmo:

-          No hace falta decir que estoy dispuesta a quedarme aquí con ella, pero no quiere, ni a bien, ni a mal.

-          No digo que no resulte un incordio -reconoció el galeno-, pero pueden llevarse una silla de ruedas ligera y plegable. En el caso de una chica joven y acompañada, no resulta precisa una a motor, que es tan voluminosa.

     Y allá que marchó toda la familia para Ares, con la susodicha silla en la baca y la esperanza de que acompañase el tiempo. Rosana entretuvo el viaje y mitigó el dolor, imaginando una broma que le prometía diversión si, como era habitual, algún jovencito caía en las redes de su evidente encanto. Tanto sonreía con tales pensamientos, que su hermano, comprimido contra la portezuela para permitirle que llevase las piernas alzadas sobre el asiento, gruñó:

-          ¡Cómo se nota que vas como una reina!

-          Ya llegará tu hora en la playa, mientras yo hago crucigramas en el paseo marítimo -le replicó, ceñuda-. Por cierto, mamá -agregó-, me figuro que habrá paseo marítimo…

***

     En efecto, había paseo marítimo, y los indispensables socorristas de toda playa abierta al público. Y, como poco a poco fue cogiendo confianza y bajando con silla y todo hasta la arena, empezaron a parar mientes en ella. En especial, era sujeto de las atenciones de uno de aquellos chicos de la playa, respetuoso y un poco tímido, que acabó congeniando con su padre tanto o más que con ella. El motivo era que el muchacho, Andrés, estaba estudiando Derecho en Santiago, facultad donde el papá de Rosana había concluido su licenciatura, veinte años atrás, para aprobar en enésima convocatoria el par de asignaturas que se le habían atravesado en Salamanca. El abogado evocaba sus recuerdos y el alevín de jurista lo ponía al día de lo poco que seguía tal cual y lo mucho que había cambiado o desaparecido desde entonces.

     No tardó Rosana, interesada por Andrés, -tanto más, cuanto que este no le hacía mucho caso-, en tejer en su derredor la telaraña del enredo. Para evitar meteduras de pata de su familia, los incluyó también en la patraña:

-          Creo que el socorrista está empezando a hacerme la corte y quiero asegurarme de que no lo hace por mi cara bonita… ni por el dinero de papá.

-          Parece un buen muchacho -opinó el padre- y el hecho de que se emplee todo el verano no significa necesariamente que esté lampando.

-          Y tampoco creo que tengas que llegar a tanto para probarlo -agregó la madre-. A ver si va a castigarte Dios y se hace realidad lo que simulas…

-          Vosotros dejadme hacer a mí -concluyó Rosana-, que ya me encargaré de que no se comente el asunto delante vuestro.

     A la tarde siguiente, libraba Andrés e invitó a la joven impedida a dar un paseo hasta el pintoresco pueblo limítrofe de Redes. Rosana objetó:

-          Deben de ser por lo menos cuatro quilómetros. ¿No será demasiado empujar la silla?

-          Merece la pena el entorno, repuso Andrés. Además, con los entrenos del socorrismo, me encuentro en forma, bromeó.

-          Ya lo veo, ya -ponderó la chica-. Pareces uno de los vigilantes de la playa[3].

     Ya en Redes, a la orilla del mar, Rosana se sinceró:

-          Fue hace un par de años, yendo en coche con un chico demasiado amigo de la velocidad. Nos salimos de la carretera y dimos no sé cuántas vueltas de campana. Él falleció y yo quedé como puedes ver, inválida para toda la vida.

-          ¡Dios mío!, exclamó Andrés. ¡Y yo que creía que sería algún problema pasajero! Como se te ve tan… normal, y lo mismo a tu familia.

-          Hacemos de tripas corazón y procuramos que la vida siga, a pesar de todo. Una de las normas que nos hemos fijado es la de no hablar de mi percance, de no ser estrictamente necesario.

     Andrés reaccionó de una manera, que llegó a admirar, y preocupar, a Rosana. Se despidió del trabajo y no la dejaba a sol ni a sombra. La trataba con la mayor ternura y, de forma apenas velada, le hizo declaración de su cariño y promesa de reunirse con ella en Madrid, tan pronto pudiera hacer el cambio de matrícula y obtener algún empleo de circunstancias. Hay colegios mayores que te hospedan gratis, a cambio de ciertos servicios a los demás colegiales, afirmó con la seguridad de quien ya había sondeado esa posibilidad.

-          No te sientas obligado a seguirme porque me veas tan perjudicada -le advirtió Rosana-, que empezaba a darse cuenta de que, con tal caballero andante, la broma podría estar llegando demasiado lejos.

-          No te quiero por tu invalidez, sino precisamente por todo lo demás, contestó Andrés.

     Pero, en el fondo de su ser, y pese a las espléndidas cualidades positivas de la joven, estaba persuadido de lo contrario.


***

     Cumplidas las tres semanas preceptuadas por el traumatólogo, Rosana y su padre viajaron a La Coruña para retirar la poco evidente férula y comprobar radiológicamente el estado del tobillo. Todo iba perfectamente y el doctor solo aconsejó evitar excesos deambulatorios y ayudarse de una muleta ortopédica. A su regreso, telefoneó a su amigo y trató de prepararlo para la monumental sorpresa:

-          No quedemos esta tarde. Mañana nos veremos y voy a darte una alegría, que ni te imaginas.

     Al día siguiente, fue en vano que Rosana le diera toda clase de explicaciones y le asegurase que todo continuaría como él había previsto hasta entonces. Andrés era incapaz de reaccionar, ni de hablar, apenas. Las palabras de su amada le llegaban incomprensibles y distantes, inhábil para adaptarse a esa nueva realidad, tan diversa y llena de peligros. El hermano de Rosana acertó a pasar por la cafetería donde estaban; le dio a Andrés una palmada en el hombro y bromeó:

-          ¿Qué te parece mi hermanita? Hasta ahora, has tenido que empujarla; a partir de mañana, te tocará correr detrás de ella.

     En cierto modo, no hubo mañana. Cuando, preocupada por el retraso en acudir a la cita, llamó a la pensión donde paraba Andrés, Rosana constató que su insecto había roto la telilla:

-          No, no está… Marchó por la mañana temprano, con todo el equipaje… Lo siento, no ha dejado para usted ningún mensaje.

 

 

4.   La urraca ladrona[4]


     Como en los cuentos de Perrault o de las Mil y una noches, Carmina había recibido de su abuela en herencia un animal, solo que, en este caso, la posesión y -no digamos- la propiedad eran discutibles, pues se trataba de una urraca bastante esquiva y cuyo sexo era objeto de discusión[5]. Y aludo sarcásticamente a su género, dado que la primera palabra que el preciado animal había aprendido a graznar era, precisamente, marica; algo que la abuela Isabel se había encargado de explicarle, en cuanto tuvo los años precisos:

-          Es que a estos bichos se los llama así, entre otros muchos nombres.

     Por lo demás, la abuela se libraba muy mucho de tratar a la marica al ridículo modo de las pocas que actualmente fungen de mascotas. Nada de jaulas, ni de semillas comerciales ni, menos aún, de besitos en el pico. Alguna galleta revenida, pizcas de recortes inservibles de carne y, por supuesto, puesto en el alféizar y con la ventana bien abierta, sin asomo de trampa ni de servidumbre. En cierto modo, todos comprendían que el bicho era quien había adoptado a la abuela Isabel, no a la inversa.

-          ¿Para qué quiero yo la marica, abuela? Ya podías dejarme algo más a propósito, como ese costurero que sabes me gusta tanto.

     En el así llamado lecho de muerte, la abuela sonrió y le concedió el deseo:

-          Anda, ve a cogerlo y tráelo acá, que te vas a llevar una buena sorpresa.

     Mujeres y costurero reunidos, Carmina abrió este, hallándolo mucho más despejado de hilos, retales y cachivaches de coser, gracias a lo cual se percató de la presencia de ciertos objetos extraños: un trocito de espejo, un par de canicas de cristal, una contera metálica de lapicero… y un precioso dedal chapado en plata con cuatro turquesitas engastadas. La abuela se sinceró:

-          A los pocos meses de hacer amistades, la marica empezó a traer a casa los objetos más variados, siempre coloreados y brillantes, y a esconderlos en cualquier rincón de la habitación, con preferencia, en el costurero, entre carretes y alfileteros. La mayoría de los aportes carecían para nosotros de todo valor, por lo que opté por dejarlos donde el bicho los depositaba, o dentro del cesto de las madejas de lana. Pero un día apareció con una moneda de a duro en el pico, que, a los precios de entonces, me solucionó la compra del día siguiente. Otro, me vino con unas tijerillas de fantasía, que cambié a doña Benita, la vecina, por una pieza de tocino entreverado. Poco después, llegó una piedra de amatista, seguramente desprendida de alguna pulsera, que troqué por un pañuelo de seda, y este, por una muñeca de Reyes para ti, que seguramente recordarás. Ni que decir tiene que yo nada hacía por estimular la costumbre de la marica, más que tratarla como siempre y respetar sus tesoros, cuando lo que traía me era de ningún valor. Ahí tienes algunos ejemplos.

-          Pero, abuela, ¿y el dedal?

-          Ese me llegó el mes pasado, cuando ya no podía salir de casa. Haz tú lo que quieras con él, dentro de lo que yo le tengo prometido a San Antonio, patrono de las cosas perdidas.

-          ¿No sería mejor encomendarse a San Judas Tadeo[6]?, preguntó Carmina, sarcásticamente.

     Sin dignarse contestar, la abuela prosiguió:

-          San Antonio y yo hemos convenido en que cualquier objeto de valor que traiga a casa la marica será empleado para remediar una necesidad, o con otro buen fin. Y, si algún día salimos de la pobreza, habrá de aplicarse a satisfacer las penurias ajenas.

-          ¿Y está el bicho al tanto de ese voto? Lo digo -precisó Carmina- por si algún día se cansa de carretear oropeles y los hambrientos han de quedarse ayunas.

-          Hasta ahora, la bondad del santo no nos ha abandonado, y eso que la marica ya debe de haber cumplido los quince años, que se le suponen como duración de su vida.

***

     Murió la abuela y Carmina tomó a su cargo las atenciones de la urraca, confiando en que esta hiciese lo propio. Mas el ave era desconfiada -a más de segura conocedora de las humanas fisonomías- y no aportó por la abierta ventana de la casa durante más de un mes. Allí fueron perdiéndose las suculentas viandas que la chica depositaba sobre la solera, pese a que se esmeraba en su calidad. ¡Valiente joya me fue a legar la abuela!, rezongaba, desesperanzada.

     Al fin el ave volvió y, hablando de joyas, portando en el pico un precioso anillo de oro blanco, con un gran rubí orlado de diamantes. Carmina quedó deslumbrada, aunque no imaginase el valor real de la presea. ¡A buenas horas iba a comerciar con aquella maravilla, siendo así que no le acuciaba el hambre! ¡Y menudo riesgo podía correr si la sortija era buena y el perista o el de la casa de empeños le pedían justificante de propiedad! En fin, por unas u otras razones, el cumplimiento de la promesa a San Judas habría de esperar. Entre tanto, se probó la joya y ya lo dice el refrán: le venía como anillo al dedo.

     Cosa curiosa, Carmina comprobó que cada vez era más diestra en ponerse el anillo y menos hábil en quitárselo. Y así, fue pasando del ratito en casa, ante el espejo, a dormir con él y, finalmente, a ceder a la tentación de ir el domingo de paseo bien enjoyada. De casualidad era el 28 de octubre[7]. A los pocos minutos, una airada señorona, cuyo rostro le resultaba familiar, se plantó delante de ella, con un guardia, echándole en cara a gritos el ser una ladrona, por haberle robado ese anillo que llevas, recuerdo de mi familia. En vano intentó Carmina restituir el objeto de inmediato, ofreciendo toda clase de disculpas emplumadas. El anillo no salía ni a la de tres -prueba evidente de que le era ajeno-, y la responsabilidad del blanquinegro córvido creó el más divertido equívoco que darse pueda:

-          Así que te lo ha pasado un marica, ¿eh? -se guaseó el agente-. Por mí, como si te entiendes con Alí Babá en persona.

***

     Aunque resulte extraño, este cuento es relativamente famoso en los anales de jurisprudencia, en los que viene reflejado que una tal Carmen S.B. fue condenada a tres años de cárcel por hurto doméstico, utilizando como medio comisivo los servicios de una urraca, al modo que conocidos espías de antiguas guerras empleaban palomas mensajeras para enviar sus comprometedoras informaciones. Por el contrario, no he hallado en la sentencia alusión ninguna a lo que se hiciera de la marica, cuya existencia y malas mañas se dan por probadas, aunque sin haber logrado la policía su localización. ¡Claro que en el siglo pasado ya no se llevaba en los países cultos imponer penas a los animales!




[1]  Sobre la devoción de las Vírgenes limosneras -y a otros santos-, véase: María José Manzanares y Rosario Gallego, Religiosidad popular: capillas domiciliarias, Patronato Municipal de Cultura, Alcázar de San Juan, 2009. Es un artículo de 51 páginas, accesible libremente por Internet.

[2]  El personaje mitológico de ese nombre lo veía todo y siempre (panoptes), pues tenía cien ojos. Argos es también el nombre del perro de Ulises, según la Odisea.

[3] Serie de televisión norteamericana (Baywatch), emitida entre 1989 y 2001, cuyos protagonistas eran socorristas de ambos sexos, de apostura deslumbradora.

[4] Pese a la buscada coincidencia de título, este relato no alude a la famosa ópera La gazza ladra (1817), con libreto de Giovanni Gherardini y Louis-Charles Caigniez, y partitura de Gioacchino Rossini. Tampoco pretende abonar la creencia popular en la avidez de las urracas por los objetos coloreados y/o brillantes, que ha sido negada no hace mucho, aunque con escaso resultado práctico: véase, T.V. Shepard, S.E.G. Lea & N. Hempel de Ibarra, “The thieving magpie”. No evidence for attraction to shiny objects, Animal Cognition, 18 (2015), pp. 393-397. Por lo demás, el resto de las referencias de este relato al comportamiento y relativa domesticación de las urracas comunes (Pica pica) es cierto o, al menos, verosímil.

[5] Con todo, renuncio a referirme a un posible urraco, por más que este masculino sea aceptado vulgarmente para animales y objetos coloreados en blanco y negro, desde los toros de lidia, a ciertos selectos Lamborghini, producidos en los años 1972 a 1979.

[6] Considerado por muchos el patrón de las causas muy difíciles o perdidas y, por extensión, de los jóvenes en apuros y de los ladrones y otros malhechores, a fin de que vuelvan al buen camino. Prueba de ello es que en Méjico se le considera, a la vez, santo intercesor de los policías.

[7]  Día en que se celebra, precisamente, a San Judas Tadeo.