sábado, 26 de noviembre de 2011

UNA NUEVA VIDA


Una nueva vida

Por Federico Bello Landrove

     Una mirada, esperanzada y concreta, sobre esa terrible realidad que ahora llamamos la dependencia. El viaje a tierras lejanas se ofrece como opción casi inevitable para una pareja octogenaria, que habrá de dejar tras ellos casi todo. ¿Es esto bueno o malo para su corto futuro? El cuento dará una de tantas respuestas posibles.





    1.  La consulta

           ¿Era hoy cuando teníamos la revisión del traumatólogo? Tendré que mirar en el calendario, pues a buena parte voy si se lo pregunto a Rafael. ¡Ay, Señor, cada vez me cuesta más trabajo levantarme! Esto de la cadera es un suplicio. Y yo que me quejaba hace años de la espalda, o del reuma en la rodilla. Si el médico es hoy, tendré que lavarme a conciencia, con el trabajo que me cuesta agacharme. Pasan los meses y no acabamos de llamar para que nos cambien la bañera por una ducha sin escalón. Antes, con él, lo tenía solucionado: era una fuerza de la naturaleza y lo resolvía todo; pero ahora… Apenas levanta los pies del suelo y va perdiendo el equilibrio. Dice que fue porque estaba el paragüero fuera de su sitio, pero estoy convencida de que se cayó por un vértigo, o porque se enredó las piernas una con otra. ¿Y levantarlo? Sangraba como un novillo en el matadero. Con el portero, en tiempos, lo tenía solucionado. Ahora todo son ahorros: basta una limpiadora para la escalera y la recogida de basura. ¡Estamos buenos! Agárrate tú, que yo me caigo. No sé qué habría sido si la vecina no aparece y llama a la Cruz Roja.

           Sí, en efecto, es hoy, martes y trece. No si ya decía yo. A las diez y media. ¿Dónde habré dejado la agenda, con el nombre del médico y la dirección? Don Matías, creo que se llama. Como es un suplente, no me acuerdo de… ¡Rafael!, ¿has cogido tú mi agenda? Sí, hombre, sí, la de pastas verdes. Junto a la tele; ¿quién le mandará andar con ella y dejándola en cualquier parte? La tele, claro, ¿dónde, si no? Cuando no son los programas de tres al cuarto, son los deuvedés que regala el periódico. Total, cada vez los entiende peor y yo me canso ya, con estos ojos… Aquí, traumatólogo, doctor Hiniesta. Pero este es el titular. ¿Cómo demonios se llama el sustituto? Empezaba por B, algo así como bohemio, o Basurto. Se parecía a un animal, ba…, be… Y luego dicen que tengo una memoria excelente para mi edad. Claro, ¿qué se va a pedir?, según dicen. Y yo me fío y no lo escribo en el momento… ¡Barrueco! Eso, Barrueco; menos mal. De la calle… ¡Pero, será posible que tampoco me acuerde! Era junto a San Benito, una clínica, o un sanatorio. Seguro que el taxista, si le explico… Voy a ir preparando el desayuno, a ver si me viene también el nombre de la calle.

           Un taxista, un taxista. ¿A qué molestar a nadie? La familia, el hijo, los nietos. Pero ellos están en sus cosas y Ricardo bastante tiene con lo suyo. Leonor siempre se ofrece, por lo menos, a acompañarnos, pero no deja de ser una vecina. ¡Que se me queman las tostadas! Pues estaban puestas en el 4, como siempre. Esta ciudad ya no es la misma, ni parecida. Todos mueren a mi alrededor y el resto, egoístas o desconocidos. ¿Ni siquiera puedes ir por tu cuenta a hacerte un análisis?, me soltó mi nieta Alejandra, ante mi temor de marearme en ayunas. Mi nuera es más diplomática, pero total… ¿Y por qué no he llamado a las oficinas, para que nos mandasen una ambulancia? Siempre me acuerdo demasiado tarde. No, si no es por dinero. Mucho gastamos con los chicos y con la casa, pero, para nosotros, nos sobra. Menos mal, que no todos pueden decir lo mismo.

           Pero, Rafael, ¿vienes o no vienes? ¿Te has duchado ya? Mira que son más de las nueve y media. Vamos a llegar tarde. Jesús, qué hombre: siempre fue tranquilo y ahora, ¿qué vamos a decir? No puedes atarte los zapatos… Tú que no puedes, llévame a cuestas. Anda, siéntate a desayunar. Que no, que para lo de hoy no tenemos que ir con el estómago vacío. ¿Recuerdas…? ¡Eso es! Policlínicas Dioscórides. Al diablo se le ocurre un nombre tal. Menos mal que conservas la memoria para los nombres. Debe de ser por los crucigramas.

           Y luego está mi hija. Cuidado que es exagerada. Por ella, cogería el avión cada vez que tenemos un catarro o una consulta médica. Unos tanto y otros tan poco. Aunque, al paso que van las cosas… Paso de carga, auténtico galope. Todavía hace un par de años, Rafael estaba tan firme y yo me valía mucho mejor. Desde que cayeron sus ochenta y cinco y mis ochenta, se nos ha venido el mundo encima. Pili dice de jubilarse anticipadamente y venirse a cuidar de nosotros. ¿A qué ton? Mejor o peor, ella tiene allí su trabajo y su ambiente, por no hablar de la proximidad de sus hijos. Tengo que andar ocultándole los males y pintándole todo de color de rosa; total, para que no me crea. ¿No podríamos contratar alguien para que nos cuide, o irnos a una buena residencia? Claro que eso de las residencias hay que pensárselo bien, que se entra muy decidido, para estar bien cuidado y, luego, en cuatro días, con todo lo que se ve y te rodea, uno pierde la cabeza o las ganas de vivir, como le pasó a Lucía; o a mi hermana, aunque esa ya estaba de antes bastante trastornada.

           Las diez. ¿Chaquetón o abrigo? Mejor, una prenda corta, para no arrugarla en el taxi. ¿Pero no acabas ya de afeitarte? No, si tendré que dejarte en casa. ¡Que no, Rafael, que es una forma de hablar! Ponte la corbata de rayas blancas y verdes, que tiene el nudo hecho. Señor, señor, digan lo que quieran, ¡qué triste es ser viejo!



        La espera

                Pues, sí, Leonor, ya lo hemos decidido. Vamos, por mejor decir, las cosas son lo que son. De una parte, ya sabes como es y como está Rafael. Pili fue siempre su ojito derecho, y viceversa. Parece un niño, soñando con el sol de los trópicos y las puestas de sol en el Caribe. ¿Qué más le da a él Castellar que Fuentecilla? No, claro, él es de aquí de toda la vida, pero nunca hizo más que trabajar; trabajar e ir a pescar cuando podía. Y le gusta viajar y pega la hebra con cualquiera. Todavía se acuerda de las amistades que hizo cuando visitamos a Pili hace años. Que si aquel jardinero cubano, que si aquella magistrada tan simpática. Sí, hija, sí, arraiga en cualquier parte y sueña con pasar todo el día junto a su Pili del alma. ¡Como si ella no tuviese sus clases, sus conferencias, sus presentaciones…! Nos vamos a pasar el día solos y sin apenas salir de casa. Ya sabes que allí, o manejas –como ellos dicen-, o te conviertes en un inválido. Sí, tienes razón, la casa es grande y tiene algo de jardín, pero…

               ¿Cómo voy a negarme yo? Me voy convirtiendo en un cacharro inútil a pasos agigantados. Y no soy tonta. Todo lo que tenía que hacer en esta vida, mejor o peor, ya está hecho. Tengo a mis seres queridos en el cementerio o recluidos en casa, como yo, llenos de achaques y desmemorias. Ya lo sé, Leonor, y bien agradecida que estoy, pero lo único que podría haberme mantenido inamovible aquí es lo que tú ya sabes y, por ese lado, nada de nada. Sí, me ponen mala cara y me critican por la marcha pero, en el fondo, creo que es más por llevar la contraria a su hermana, que por deseos de estar juntos y ayudarnos. ¿Ya te conté lo de los nietos, las Navidades pasadas? Pues eso es lo que hay. Así que, ¿cómo no voy a aceptar lo que me pide mi hija? Ya sabes que ella es así, de entregarse toda y poner a la gente en el disparadero. O venís vosotros o voy yo, caiga quien caiga. Yo no puedo aceptar ese sacrificio: dejar allí a los hijos y al nieto, su trabajo, el prestigio… y el riesgo económico. Claro, tienes razón; yo también lo pienso, pero los hijos son los hijos y yo no tengo derecho a interponerme, ahora que están tan a buenas y su marido no la incordia.

               No, chica, no me decido. Cada vez estamos más tontos y más dependientes. Ya sabes lo que hay por ahí. Asistentas hay muchas y tenemos una estupenda, pero cuidadores, tutores como si dijésemos… Tengo a veces el sueño de que estamos de mierda –perdona la expresión- hasta el cuello y que nos desvalijan la casa hasta el último cuadro, hasta el último adorno de plata o de porcelana fina. Tú ya tienes bastante con lo tuyo y mi nuera con lo de ella. De ninguna manera, Leonor, tú, a tu hija y a tu madre. Ya sabes la confianza que te tengo y lo que he abusado de ella, pero todo tiene un límite y a él hemos llegado ya.

               ¿Quieres creer que, con tantas cosas como hay que preparar, estoy más preocupada del día a día que de lo que me espera? No creas tú que es fácil entrar allá. Que si revisiones médicas, que si controles políticos, que si visados… Dicen que los trámites llevan alrededor de un año. Sí, eso será, para que nos cansemos, o nos muramos. Y todo lo que sabes que tenemos que solucionar aquí. No va a ser fácil la venta de la casa, con la crisis económica que vivimos. Desde luego, Pili ha fijado un precio mínimo y, si no se alcanza, intentaremos alquilarla. Quizás tengas razón, así no quemaríamos las naves, pero todos preferimos liquidar y hacer caja. Bueno, eso es lo que ahora pensamos. Por nosotros tanto da, pues no creo que vivamos mucho más, pero Pili… No hace un par de años que soñaba con volver y no sé qué escribía del retorno de Ulises, el de la Odisea. Ahora ha cambiado la marina y, por la familia de allá o por las cosas de aquí, el hecho es que dice que no tiene pensado volver a Castellar como no sea de visita.

               En eso no estoy de acuerdo. ¡Si vieses con la ilusión que está preparando su casa para acogernos! No sé si la tuvo mayor de recién casada. Eso le hace la espera más soportable. La cosa es lenta, ya sabes cómo son los obreros de allí. Por dinero para las reformas, no hay problema; lo gordo es nuestra asistencia médica. Hay que contratar un seguro privado muy caro y nosotros necesitaremos atención sanitaria desde el primer momento. Así son las cosas: en España dilapidamos la sanidad pública y en América la regatean todo lo que pueden; no digamos con los extranjeros, y ancianos además.

               ¿Sentirme sola? Mujer, mientras me viva Rafael, malo ha de ser. No debiera confesarte esto: temo llegar a estar a solas con Pili. ¡Es tan autoritaria, tan absorbente! Yo, aunque no lo parezca, tengo también mi genio y mis tozudeces. Cada vez hemos ido congeniando mejor, pero en temporadas cortas de convivencia. ¿No se cansará de mí, según me vaya degradando en todos los órdenes? Sabes que, al final, ni yo misma aguantaba a mi hermana, ¡con lo que habíamos sido! Pili y ella salieron tarifando y ni la evidente alteración mental de su tía contó con su paciencia, ni su perdón. Yo, como madre, me puse de su parte, pero el tiempo pasa y, ¿querrás creerlo?, me da miedo repetir a mi modo la misma historia. En fin, ¡qué lata te estoy dando!

               Eso, hablemos de otra cosa. Nos vamos a llevar, por barco, todo lo que podamos: muebles, adornos, libros y los cuadros de mi esposo; por supuesto, las cosas de mi padre, las pocas que sobrevivieron a la quema temerosa por mi madre y a la mejor o peor conservación por mis hermanos mayores. Se me da un ardite de homenajes y recuerdos politizados, pero el reconocimiento de la figura y la obra de mi padre, en estos últimos años, me ha dado nuevos motivos de vivir. Demasiado tarde, tienes razón. ¡Cuánto habría dado yo porque mi madre lo hubiese conocido! Pero lo principal está ya dicho y hecho y tampoco eso me ata a Castellar. Mi hijo, espero, cuidará de la sepultura familiar y, donde no, dejaremos encargo a un marmolista, para que la limpie una vez al año y nos avise de cualquier deterioro. Ya lo sé, Leonor, gracias. Pili está al corriente. Si morimos allá –como es de razón-, que traiga nuestras cenizas para que reposen junto a mis padres. Será una tontería, pero ya lo tenemos hablado, aún antes de marchar.

               También tengo pensadas muchas otras cosas. Sin ir más lejos, quiero que conserves algún recuerdo mío. No sé, algún cenicerito de plata, tú que fumas, o el payaso de china que tanto le gustaba a tu hija cuando era pequeña. ¡Qué quieres, hija, no soy una sentimental, pero tengo muy flojo el grifo del llanto!



            3.  El viaje

                   Las despedidas en Castellar habían resultado de lo más emocionante. Personas venidas de los más diversos lugares habían concurrido, de modo inesperado, a los adioses, portando regalos y recordando anécdotas sin cuento. A bastantes de ellas apenas las conocía Aurora; otras habían superado de tal forma la marcha del tiempo, que se diría que no había pasado día por ellas. Parecía como si las viejas fotos hubiesen cobrado vida y las modas retrocedieran –como, por otra parte, suele suceder-. El viaje hasta Madrid, una vez pudieron coger el autobús por los pelos, casi a la carrera, había sido alucinante. ¿Autobús o tren? Los recuerdos se mezclaban en su memoria, pues vehículos y andenes difuminaban su contorno. Desde luego, no había duda ninguna de que era amada y que sus amigos y familiares habían querido apurar los últimos momentos de su estancia en España. Claro, no era nada probable que ella ni Rafael regresaran algún día, pero de eso a acompañarlos hasta el aeropuerto… Y no había sido fácil acomodarlos a todos, yendo los baúles y contenedores con ella en el habitáculo. ¿A quién se le habría ocurrido que viajasen juntos? El tren, o lo que fuera, se desplazaba a tal velocidad, que los bultos zabuqueaban y aquí y allá se entreabrían, mostrando ya un velador, ya su espléndido abrigo de garras de astracán.

                   Le habían hablado mucho y mal de la enrevesada terminal de los vuelos intercontinentales. Había resultado peor aún de lo esperado. La comitiva serpenteaba en un laberinto de pasillos y escaleras mecánicas. Por momentos Rafael parecía perderse y ella misma había tenido que soltar el bastón y correr, agarrada al vuelo de la falda de su hija Pili. Su interminable equipaje se retorcía en un gigantesco carrete de plástico transparente de embalar, que parecía no tener fin. Había tenido que insistir, una y otra vez, angustiada: ¿pero eso no tiene que ir en barco?; ¡vamos a perder el avión! De repente, se quedaron solos en la inmensidad del hall, pero su hija parecía no oírla y hacía aparte con su hermano, muy recuperado de sus dolencias, y con aquel amigo de toda la vida, que se había empeñado en despedirla desde la terraza de Barajas.

                   El avión, inmenso y con pasillos que recordaban los de casa, flotaba en un magma azul con la consistencia de mar espeso, en el que parecía avanzar penosamente. Pero no era tanto problema del fluido, como del exceso de equipaje, que atiborraba la panzuda bodega del aparato. ¿Qué sentido tenía que todas sus cosas, tan amorosamente catalogadas por Pili y por ella, se llevasen en avión, en vez de por barco, como estaba previsto? Pili, hija, ¿tendremos bastante dinero para pagar el exceso de equipaje? Anda, mamá, descansa, tómate esta pastilla.

                   Era inevitable. Rafael había tenido que hacer varios viajes a los compartimentos de carga a ver cómo iban los muebles, acompañado de la azafata que les servía bebidas, todas con sabor a vermú, y revistas que, por su ranciedad, parecían sacadas de la hemeroteca del Blanco y Negro. Todo fue en vano. Repentinamente, se abrieron las compuertas, y una cascada de maletas, bolsos y contenedores inició una caída sin fin al vacío, que se iba haciendo más y más oscuro según se confundía con la tierra. ¡Oh maravilla! Una espiral mágica los fue depositando sin daño en la bodega de un barco de bandera brasileña, cuyo capitán, tocado con una gorra a todas luces excesiva, le recordaba a su hermano Anselmo, quien, por cierto, no había ido a despedirla…, por la razón suficiente de que había fallecido algunos años antes. Aurora sonreía: ¡pues no le había parecido verlo en la estación de Castellar, con pantalones bombachos, agitando un pañuelo rojo y azul!

                   Estaba angustiada. Un barco brasileño… ¿A dónde irían a parar las cosas tan cuidadosamente empaquetadas con destino a la casa de Pilar en Fuentecilla? ¿Y si no se recuperaban nunca, si las precisaban y no aparecían? Trató de avisar al capitán del buque, de denunciar lo sucedido a la policía. Nadie la escuchaba e, incluso, algunos de los interpelados parecían hacer burlones visajes. Intentó llegar al ayuntamiento de Fuentecilla, que tenía un asombroso parecido con el de Castellar, pero hubo de esconderse en un portal: se había percatado de que iba vestida tan solo con un camisón de organdí azul celeste y pantuflas de pompón a juego. Era todo cuanto le había dejado la vida para emprender su última etapa en país extranjero. Y, con todo, se sentía joven y admirativamente espiada, como no lo había experimentado desde mucho tiempo atrás.

                   Miró por el óculo a su derecha y gritó de horror. Bueno estaba que el equipaje de su mundo se desvaneciera: ligera de equipaje, como los hijos de la mar. Pero aquella visión era superior a su desprendimiento. ¡Hojas y hojas manuscritas, recortes de diarios, fotografías de los seres queridos, joyas de valor sentimental, todo cuanto había decidido llevar a la mano en su neceser marrón, flotaba al otro lado del cristal, como invitándola a cogerlo o a despedirse de ello! Aunque sabía de lo inútil de su esfuerzo, trataba de abrir la ventanilla, gritaba a los pasajeros llamando su atención. Se aferraba al brazo de Pili con desesperación: hasta el bolso de mano había desaparecido de su regazo, con toda su documentación y el sancta sanctorum, el testamento espiritual y las últimas cartas de su padre.

                   Volvió a asirse con fuerza, esta vez del apoyabrazos de su asiento, intentando sacudir la lasitud de su cuerpo y encaminarse hacia la cabina de mando. Como de otro mundo, muy lejanas pero cada vez más precisas, le llegaron las palabras de su hija:

              -          Mamá, mamá. Despierta, que vamos a iniciar la maniobra de aproximación y aterrizaje.

                   A duras penas Aurora fijó la mirada, aún vidriosa, en las asas que sujetaban a su brazo el bolso que un momento antes creyó perdido. Farfulló:

              -          Menos mal que todavía lo tengo. El resto puede esperar.



                4.  La estancia

                     “Querida Leonor: Se cumplen hoy dos años de nuestra marcha a Fuentecilla y puede ser un buen momento para agradecer toda tu gentileza en este tiempo, tanto al mantener el contacto con nosotros por vía informática, como al habernos resuelto el papeleo y las gestiones que ha sido necesario hacer a nuestro favor en España durante estos años. Pero, como cuento hoy con la colaboración de mi hija para que se ponga al teclado y dictarle, voy a ser un poco más prolija y –como me vienes pidiendo desde hace tiempo- haré para ti una valoración de esta nueva, y final, etapa de mi vida, sin olvidar a Rafael, por supuesto.

                       “Mis esperanzas al dejar España y venir de este lado del océano junto a Pili se han confirmado plenamente. No podía dudar de que ella es una hija modelo de cariño y dedicación. Lo que se ha demostrado es que su trabajo lo ha podido simultanear con nuestro cuidado. Ahora, al borde de su jubilación, es posible que incluso le sirvamos más plenamente de compañía y –por así decir- de entretenimiento. La verdad es que cada vez estamos más escacharrados, pero seguimos teniendo la cabeza sobre los hombros y las sillas de ruedas tendrán que esperar, quiera Dios que por siempre.

                       “También es para nosotros una alegría la frecuente visita de los nietos de acá, y del bisnieto, aunque no puede decirse que sea suficiente para hacer olvidar la ausencia de mi familia de Castellar. Y, por otra parte, pese a todas las inclemencias del clima tropical, el tiempo nos permite aprovechar el jardín y la playa casi todo el año, notando una considerable mejoría en nuestras dolencias óseas, que el frío agravaba en esas tierras castellanas.

                       “Bendigo mil veces la idea de haberme familiarizado, ya casi octogenaria,  con el manejo del ordenador, hasta el punto de controlar el correo electrónico. Ello me ha permitido ser ciudadana de dos mundos, manteniendo el contacto con los amigos de España, por activa y por pasiva. Entre ellos, tú has sido la más benévola, al no faltarme nunca tu carta quincenal, sustituida por Charito, cuando tú estabas enferma o de vacaciones. No eres la única, felizmente, pues otras personas tampoco me han olvidado, en especial, Alberto Lafuente, a quien tú conoces, y que nos bombardea con historias y canciones, siempre gratas, por estar inspiradas en el afecto y la nostalgia.

                       “Aunque sea Pili hoy quien aporree el teclado a toda velocidad, no es cosa de cansarla a ella, ni a ti, con más consideraciones. Quiero, sin embargo, terminar con una, que encierra a Rafael y a mí en un círculo de esperanza, precisamente al borde de la sepultura, como si dijésemos. Un día tuve un sueño; el sueño de que me veía privada de todas las cosas, muebles y papeles que traíamos de España y que eran nuestras raíces tangibles con cuanto dejábamos atrás. Naturalmente, el sueño no se cumplió pero, cuando se lo conté a mi marido, me respondió con la candidez maravillosa de que es capaz su alma: ¿No crees, Aurora, que nosotros ya, más que raíces, necesitamos alas? Pues eso, querida Leonor, que si no nos vemos aquí más, véanos Dios en el cielo, como decía mi madre.

                       “Muchos besos para tu madre, para Charito y para ti, de vuestros Rafael y Aurora... y de Pilar, que hizo de mecanógrafa.”

                  -          Mamá, ¿no crees que te salen los mensajes muy edulcorados? Por lo menos, lo de papá deberías... En fin, no sé si, a fuerza de buenas noticias y mejores deseos, no van a desconfiar.

                  -          En eso he tenido buena maestra durante muchos años –replicó Aurora, mirando a su hija de hito en hito-. Después de todo, alguna ventaja ha de tener estar tan lejos.

                       Pili encajó la crítica sin pestañear. Se levantó y ausentóse al poco, camino de su despacho. El sol declinaba y era el momento más hermoso del día para la anciana, cuando su habitación se llenaba de reflejos, dorados primero, rosados más tarde, dejando finalmente paso a las sombras, con el mar al fondo. Accionó el montapersonas hasta la primera planta y se encaminó penosamente a la habitación matrimonial. Rafael la esperaba sentado en la silla:

                  -          Parece que tardabas. ¿Escribiendo, otra vez?

                  -          A Leonor. Ya le he mandado besos de tu parte.

                       Unas nubes grisáceas ocultaron por unos momentos el sol. Aurora aprovechó:

                  -          Voy a echarme un momento sobre la cama. Estoy muy cansada.

                       Apenas reclinó su cabeza en la almohada, se quedó dormida.





                      

                  viernes, 25 de noviembre de 2011

                  EL OFICIO DE ESCRIBIR


                  El oficio de escribir



                  Por Federico Bello Landrove

                                                                                                          

                       No es la primera vez que construyo un relato sobre la creación literaria y sus circunstancias. En este caso, me ayuda en el empeño algún episodio de la vida de Ernesto Sabato (1911-2011). Alguien podrá encontrar otros parecidos más cercanos a mí en los dos protagonistas del relato. Si lo toman a bien, lo agradezco. Y, si lo juzgan atrevido o pretencioso, les digo lo del famoso lema de un blasón inolvidable: Honi soit qui mal y pense.







                    1.  El encuentro





                           En Villafranca nos conocemos todos; por lo menos, a los que salen en los periódicos locales, tan pobres en noticias de enjundia, como abundosos en fotografías de notoriedades de todo tipo. Con tal motivo, por poco curioso o detallista que yo fuese, no había dejado de coincidir en la calle y de fijarme en aquella profesora universitaria que, al hilo de la manía presente, había publicado dos novelas históricas que se habían vendido bien. Luego, me fui enterando de que tenía obra literaria anterior bastante abundante y variada, mucho más interesante que la vida novelada de Torres Villarroel o las correrías de Aníbal por nuestras tierras. Tan fértil y de calidad como para que, unida a sus estudios didácticos, algunos académicos hubieran presentado su candidatura al sillón no sé qué minúscula de la Española. No faltó quien dijera que tenía buenas posibilidades por ser mujer y con una inmaculada biografía de izquierdas. Siempre hay envidiosos; en este caso, de notable miopía, pues su candidatura no obtuvo más que ocho votos. Y, dos días después de la susodicha votación, me la encontré en la cafetería donde, camino de mi trabajo, suelo desayunar.



                           La conocerán ustedes, si han estado en Villafranca. Es una de esquina, con grandes miradores de cristal esmerilado, amplio interior con grata abundancia de madera clara y un buen servicio; todo ello, presidido –como en algún otro relato he dejado dicho- por un rótulo con el sonoro seudónimo Fígaro y el conocido retrato de Larra. Era la hora temprana en que el local nos acoge con el aroma del café y el entrañable olor del pan recién hecho, que disfrutamos media docena de clientes habituales, antes de que lo invadan las mamás que dejan a sus niños en los colegios de la acera de enfrente, a eso de las nueve.



                           Había tan poquísima gente, que me sentí obligado a saludarla al pasar junto a su mesa, camino de la mía de siempre, cerca de la barra y de los periódicos de uso público. La ilustre escritora fijó en mí la mirada, como esperando hallar a alguien conocido. Aunque no fuese así, sonrió abiertamente y respondió a mis buenos días con un buenos nos los dé Dios, que no supe valorar, si como un arcaísmo, o una expresión de sorna o doble sentido.



                           Nunca había tenido ocasión de contemplarla tan a mis anchas, en escorzo oportuno para ver casi todo sin ser, a mi vez, visto. Cabello en melena corta, escrupulosamente peinado; ojos grandes y vivos, de un negro intenso; nariz levemente aquilina; boca grande, con leve toque de rojo; perfil lleno, sin opulencia; blusa camisera beis y falda color chocolate, que conjuntaba con chaqueta de paño colgada del respaldo de la silla; collar de cuentas ambarinas y minigafas de lectora impenitente; edad lo suficientemente avanzada para adquirir carácter, sin perder por ello atractivo ni lozanía...; por lo menos, a la distancia que yo la contemplaba.



                           Tal vez fuese el haberla escrutado de forma tan subrepticia o, tal vez, mi innato entremetimiento –ya censurado por mi  abuela-. El caso es que aceleré la ingestión de la tostada y logré levantarme cuando ella todavía estaba entregada a la lectura de unos folios. Dejé el importe sobre la mesa, sin esperar por las vueltas, e hice ademán de salir, con la secreta intención de detenerme, o no, en función de su gesto ante mi adiós. Comoquiera que aquel fuese amplio y expresivo, retrocedí un paso y le solté la frase preparada:



                      -          Perdone, doctora, pero no quiero marchar sin manifestarle mi admiración por su obra, en estos momentos no fáciles para usted.

                      -          ¿No fáciles? ¿Por qué?

                      -          Porque no es plato de gusto que le pongan a uno en el candelero para que, en opinión del vulgo, acabe fracasando estrepitosamente.

                      -          ¡Ah!, ya entiendo... Bueno, a decir verdad, le había comprendido desde un principio, pero le aseguro que este tema lo asumo como todo en la vida: aprender y pasar página.

                      -          Bien, era cuanto quería decirle. No quiero molestarla.

                      -          En absoluto. Le agradezco la interrupción, pues no es fácil leer de seguido una docena de comentarios de texto. ¿Ya se va usted o puedo invitarle a un segundo café?

                      -          Quizá sea demasiado para mantener los nervios templados. En nuestra profesión...

                      -          ¿También es usted profesor?

                      -          ¡Qué va! Soy inspector de Policía.

                      -          Bueno, algo tenemos en común. Hay ya algunos Institutos en que serían ustedes muy necesarios para mis colegas.



                           Se echó a reír, al tiempo que me hacía ademán de tomar asiento. Obedecí y, seguramente por deformación profesional, me la quedé mirando con cierta fijeza. Ella lo captó:



                      -          ¿Observa algo fuera de su lugar?, preguntó con sorna.

                      -          Que es usted más guapa de lo que la sacan en los periódicos.

                      -          Hombre, muchas gracias. A cierta edad, los piropos se convierten en un euforizante.



                           Estuvimos charlando durante media hora de los temas más diversos. Era una excelente conversadora, detallada sin prolijidad, y con tanta capacidad para escuchar como para erigirse en protagonista. El tiempo se deslizó veloz y ambos comprendimos que se nos estaba haciendo tarde. Consintió en que fuese yo quien pusiera en manos del camarero el monto de lo consumido por ambos, pero estableció una deliciosa condición:



                      -          Acepto por esta vez lo de yo invito y tú pagas, como si fuese un piropo más, pero la próxima será toda mía.

                      -          ¿También como requiebro?, pregunté atrevido.

                      -          Digamos que como tributo a un policía realmente simpático.



                           Nos despedimos a la puerta, con un firme apretón de manos. La vi alejarse, calle abajo, con la sensación de que la próxima tardaría en llegar. En seguida, cogí el móvil y llamé al comisario:



                      -          Son las nueve y diez. ¿Dónde demonios te metes?

                      -          Perdona, Vicente, pero me he encontrado casualmente con una amiga, profesora de la Universidad, y me ha estado contando sobre un robo.

                      -          ¿Un robo? ¿En la Facultad o en su casa?

                      -          En la Real Academia Española. Le robaron la medalla.



                      ***



                           Me equivoqué de medio a medio. El mismo día de la siguiente semana, Elvira entró por la cafetería, en ocasión de estar yo desayunando y leyendo el periódico. Por ello, me sobresaltó oír su voz:



                      -          Caballero, lo prometido es deuda.



                           Menos mal que, aunque un tanto pesimista, soy muy previsor. A la trágala, había leído en aquella semana el último libro de la escritora y repasado en Internet, hasta casi memorizar, la biografía y notas sobre su obra. Así que me encontraba en condiciones, no solo de aceptar la invitación, sino de mantener una conversación más personal que la vez pasada.



                           No debería habérselo dicho, dado que en España hay cosa de un millón de personas, que se creen literatos por hilvanar algunos cuentos. Con todo, si no satisfacemos nuestro ego, ¿qué ventaja obtendremos de ciertos pasatiempos? Elvira me miró con cara de falsa sorpresa y repuso:



                      -          ¿Que escribes? (a estas alturas, habíamos decidido tutearnos). Es increíble que no haya leído nada tuyo. No lo harás bajo seudónimo…

                      -          Quita allá. Me han publicado tres relatos en la revista de la Policía. El resto he decidido colgarlos en un blog, a la espera de que los lectores resuelvan colgar a su autor.

                      -          Es una idea estupenda, solo que de ese modo no te va a ser fácil vivir del cuento.

                      -          Me da igual, ya tengo un sueldo fijo y suficiente. Así, gratis et amore, me resulta menos violento ocupar el tiempo ocioso de las guardias escribiendo, o documentándome para los relatos.

                      -          ¿Son todos policiacos? Me encantan, siempre que tengan algo de psicológico y estén bien escritos, aunque pegados al lenguaje de la calle.

                      -          Hay de todo. Si te atreves, te daré el título de mi famoso cuaderno de bitácora.



                           Garrapateé en una hojilla de libreta el nombre de la página web y la deposité frente a ella. La leyó antes de cogerla y, al tiempo, me hizo una pregunta incisiva:



                      -          La profesionalidad no cuenta: yo misma dedico más tiempo a la enseñanza y estaría aviada como tuviese que comer de los derechos de autor; pero ¿serías capaz de irte un día a la cama sin escribir o pensar una sola línea y no tener por ello mala conciencia?

                      -          Apenas hace tres años que empecé, pero cada vez me absorbe más. Y tienes razón, siento necesidad de penitencia cada día que no hago gimnasia o dejo de ocuparme en alguna historia.

                      -          Pues entonces, amigo Fabio, vete comprando algún protector gástrico, porque los críticos, el público o tú mismo acabarán haciéndote una úlcera. Es entonces cuando sentirás en tus carnes que te has convertido, quieras que no, en escritor [1].



                           Concluimos el desayuno, justo a tiempo de eludir la invasión de las mamás. Esta vez, Elvira fijó el plazo:



                      -          Dame algo de tiempo para que explore tu blog. Si me gusta lo que leo, te esperaré aquí a la misma hora, justamente dentro de quince días.

                      -          ¿Y si no te agrada, como es lo más probable?

                      -          Entonces no volveré a dirigirte la palabra. Soy implacable con quienes me hacen perder el tiempo.







                        2.  Nacer y hacerse





                               No les cuento el interés con que acudí el día prefijado al encuentro. Tal vez para ponerme nervioso, ella se presentó diez minutos más tarde, aunque con disculpas:



                          -          Tienes que perdonarme. Ayer me acosté muy tarde por las dichosas correcciones de exámenes.

                          -          Estás disculpada. Ya sabes lo que se dice: diez son los minutos de cortesía.



                               Pedimos el desayuno. Ella no quería ser la primera en hablar y yo no me atrevía a inquirir. Al fin:



                          -          Y bien, Elvira, ¿encontraste sin dificultad la página?

                          -          Por supuesto.

                          -          No está presentada con mucho requilorio, como comprobarías.

                          -          Es innecesario. Lo importante es el contenido.

                          -          Ya, y el contenido…

                          -          Amplio y variado, como me anticipaste. Mucho, para ser obra de solo tres años. Escribes a velocidad de vértigo.

                          -          Un poco. Tal vez soy un crítico demasiado cariñoso con mi trabajo.

                          -          Claro. No dejan de ser tus criaturas y a los hijos se los quiere.

                          -          Pero no creas. Repaso, corrijo, rectifico errores. Y diccionario, mucho diccionario.

                          -          Se ve.

                          -          Tal vez, un poco deslavazados.

                          -          No va por ahí. Aunque sea de forma intuitiva, tienes técnica, sabes contar. Vamos, que tienes oficio.



                               A estas alturas, yo estaba ya tan harto como ustedes; así que salté:



                          -          Rapidez, técnica, oficio. Pero vamos a ver, ¿son buenos o no?

                          -          No me gusta hacer crítica de las obras de los amigos.

                          -          ¿Cómo?;  ¿qué? Pero me prometiste…

                          -          Y lo cumplo. He venido, ¿no?

                          -          Sí.

                          -          Y ¿ves que haya traído algún látigo para flagelarte por hacerme perder el tiempo?

                          -          No.

                          -          Pues basta con eso…, salvo que quieras que desnude mi alma ante tus ojos.



                               Aquello se ponía bien.



                          -          ¿Desnudarte?

                          -          El alma, tonto. Lo más íntimo de mi ser.

                          -          Adelante, pues. Los policías sabemos ser, a las veces, un poco psicólogos.



                              Terminó de deglutir la tostada, echó ligeramente para atrás la silla, bebió un sorbo del zumo de naranja y comenzó la anhelada valoración:



                          -          Cuando te conocí, hace un mes aproximadamente, me caíste bien y me di perfecta cuenta de que nuestra buena química no procedía de las similitudes, sino de las diferencias razonables. Pero lo que he descubierto a través de tus relatos es que, al menos en ese aspecto, somos totalmente distintos…, para tu buena suerte.

                          -          Mujer, bien está que quieras animarme, pero de eso a considerarme un escritor afortunado…

                          -          Pues eso es lo que eres, en efecto, aunque ello no signifique que seas grande, ni tan siquiera bueno. Solo que tienes, al menos, un don que pocos poseen y, desde luego, casi nadie consigue con el esfuerzo: una gran imaginación, o inventiva, o como quieras llamarlo. Ya me gustaría a mí tenerlo a tu nivel, ya.

                          -          Bah, seguro que eso que llamas imaginación no es sino culturilla, un poco de investigación y un chorro de experiencia.

                          -          Claro, y asociación de ideas y capacidad de observación y lectura de obras ajenas y… ¡Paparruchas! Tú, con todo eso, creas un mundo, unos personajes, ambientes de lo más variado, en tanto que la mayoría solo logran rutina y erudición. Y, además, no me vengas con experiencia, lecturas y todo eso. Me da a mí que, salvo casuística forense, tú, experiencia, poca, y de lecturas, pues digamos aquello de Vallejo, que no leía mucho a otros para ser él más original.

                          -          Bien, vale, tú eres la experta, aunque sesgada por la amistad. ¿En dónde está, según tu opinión, la radical diferencia entre nosotros?

                          -          Pues en que a mí me sucede todo lo contrario. Tengo formación literaria, abundantes lecturas -¡qué remedio!-, mayor experiencia que tú, como de aquí a Lima. Llevo veinticinco años escribiendo pausadamente, sometiendo mi trabajo al juicio y la crítica de los sabios, los editores y el público. Construyo mejor que tú, escribo mejor, profundizo en mi pequeño mundo con mayor calado y perspicacia. Pero, con todo, está muy claro: yo solo hago un buen trabajo; tú sirves con eficacia a una inspiración.

                          -          ¿Inspiración o transpiración, querida Elvira?

                          -          ¡Vaya pregunta! ¿Naces o te haces? Todo es preciso, pero tu dosis de literatura natural, o inspirada, o como prefieras, es enormemente superior a la media. Si tú quisieras estudiar y trabajar en serio tu musa, podrías ser una figura.

                          -          ¡Ah, no, profesora! Ya tengo mi trabajo. Esto, o es una tarea espontánea y gratificante, o no será.

                          -          ¿Lo ves? Y luego alardeas de transpiración…  Seguro que ni tienes la llamada gastritis literaria.

                          -          Al contrario. Es ponerme al teclado y se me olvidan todos los males.

                          -          Pues nada, hijo, tú a lo tuyo, pero sigue mis consejos, al menos, en algunos aspectos de la tarea.

                          -          Soy todo oídos.



                          ***



                               Hacía unos minutos que se había producido la invasión de las mamás, pero no era cuestión de levantar el campo. Pedí la venia a Elvira para llamar a la comisaría y disculpar mi retraso con cualquier pretexto verosímil. Ella sonrió y relajó la postura, al tiempo que soltaba un chascarrillo:



                          -          Diles que se te ha despegado el tacón del zapato.



                               Concluí en un momento y le sugerí una nueva ronda de cafés. Elvira asintió con el gesto y volvió al tema que nos ocupaba:



                          -          Vistos el volumen y calidad de tus relatos, ni pensar en que te limites a guardarlos en un blog, donde casi nadie los lee y su gratuidad se toma por señal de insignificancia. Elige unos cuantos, o déjame que los escoja, y vamos a iniciar la escabrosa pendiente de la publicación. Conozco a críticos y editores de confianza que pueden ayudarte en este sentido.

                          -          Verás, Elvira, a nadie le amarga un dulce y no soy desagradecido. Me parece muy bien lo que sugieres, si ha de ser en la línea de que no me produzca ninguna preocupación y pueda llegar a mucha más gente, ser conocido y todo eso. Pero, por lo demás, yo estoy a gusto así: las visitas al blog menudean, mis amigos y conocidos estiman en general mi trabajo y, por no tener enojosos efectos colaterales, ni siquiera suelo contestar a los mensajes que me dejan. Ahora que, si tú me encuentras alguien de plena confianza que me haga todo el trabajo adicional…

                          -          Estás muy equivocado. No digo que no llegues a tener un agente modelo, o un editor honrado y leal, pero para eso te falta un largo trecho, si es que alguna vez alcanzas tales metas. Entre tanto, ya sabes lo que toca: llamar a la puerta de decenas de editoriales, buscar influencias, mandar manuscritos a todo quisque, participar en certámenes y concursos…

                          -          ¿Certámenes, premios? No soy un caballo de carreras ni un semental charolés. Cada escritor tiene su valor y su estilo. Ignoro qué hacen los jurados para valorar magnitudes tan heterogéneas. Ya te cuesta a ti trabajo corregir los comentarios de texto, así que ya ves.

                          -          ¿No será, Fabio, que tienes miedo de que te vapuleen, o que te hagan ver, aunque sea injusto, que vales para otros menos de lo que tú opinas?

                          -          Por supuesto. Uno tiene el corazón sensible y ninguna gana de que lo desmerezcan.

                          -          O de que el público deje que tus libros críen moho en los anaqueles de las librerías.

                          -          O de que, por el contrario, otros vivan a mi costa, mientras me empeño en adivinar cuántos ejemplares se habrán vendido, en realidad, de mis obras.

                          -          Vamos, que no estás dispuesto a salir de tu blog al aire fresco pero contaminado de la calle.

                          -          En efecto. Soy de los pocos españoles a quienes no les interesa vivir del cuento.

                          -          ¿Estás seguro, policía de mis pecados? ¿Y dejarías de vivir para escribir, lo mismo que desprecias escribir para vivir?

                          -          No, mientras pueda. Creo que eso es lo que define a un escritor, según dicen que dijo Sabato.



                               Elvira entornó por un momento sus ojos, que parecían desprender centellas durante nuestra conversación, y añadió:



                          -          Sabato, mi argentino del alma [2]. Algún día te contaré, pero hoy no, que tengo el tiempo justo de llegar a mi clase de las diez.



                               Salimos a la calle, sorteando las sillas de las numerosas clientas, apiñadas en torno de casi todas las mesas del café, en animadas tertulias. En la puerta, miré a Elvira a los ojos. La tempestad parecía haber pasado. No obstante, le rogué:



                          -          No me tomes a mal el rechazo. No es por ingratitud, sino por indolencia. Dicen que todos los hombres tenemos un precio y el mío es la tranquilidad.

                          -          Ve con Dios –replicó-, escritor afortunado. Y si cambias de opinión, ven a verme a la Facultad. Te enseñaré mis orquídeas.

                          -          Y me contarás la historia de Sabato…

                          -          Por supuesto.



                               Echó a andar a toda prisa. La primavera iba ya avanzada y, por un  instante, pensé que iba a serme más difícil olvidar el brillo de sus ojos y el volante de su falda, que el contenido de sus admoniciones. Luego miré la hora y yo también salí escopetado, pero en sentido contrario. En el trayecto al trabajo fui ya imaginando el relato que tienen ustedes a la vista; solo que entonces carecía del final que ahora sí he podido agregarle.





                            3.  El viejito de Santos Lugares





                                    El curso académico tocaba a su fin. Aunque mi ánimo estuviera muy lejos de seguir el camino indicado por la profesora Valladares, ardía en deseos de volver a charlar con ella, ardor no del todo achacable a la temperatura ambiente. Así que, después de mucho pensarlo, la telefoneé a su extensión en la centralita de la Facultad, esperando cualquier cosa. Fue lacónica:



                              -          Perdona, pero estamos en una reunión de seminario. Vente por aquí pasado mañana a esta misma hora (eran las diecisiete y catorce).



                                   Dos días más tarde, tras mucho recorrer pasillos que, por lo monótono de las puertas y la abertura central al vacío me recordaban las cárceles antiguas, di con el despacho de Elvira, marcado con el número diecisiete. Llamé a la puerta, escuché el pase de una voz amiga, abrí con parsimonia y pregunté dulcemente:



                              -          ¿La chica del 17 [3]?



                                   El despacho de la doctora, forrado hasta el techo de atestadas librerías, ofrecía, sin embargo, una viva imagen de claridad y orden, a la que no era ajena la gran mesa casi vacía y la simetría de sillas y macetas. Yo, la verdad, no acerté a descubrir las prometidas orquídeas, pero sí calas, bromelias y begonias, entre otras. En el centro, con el gran ventanal a su espalda, velado por un estor limón, Elvira parecía irradiar claridad de su niqui color pistacho y su cabello con mechas. Su réplica a mi broma inicial fue contundente:



                              -          ¡Hombre, don Fabio! No me digas que has publicado tu primera novela.

                              -          Estoy en ello –dije, siguiéndole la corriente-, pero a lo que venía es a que me enseñases las orquídeas.

                              -          Mala suerte. Requieren tantos cuidados, que han pasado a mejor vida. Si te vale con un anthurium



                                   Dedicó unos instantes a guardar documentos en una gaveta. Luego, cogió de un armario una bolsa de tela plastificada relativamente voluminosa y me la indicó:



                              -          Nuestra merienda campestre. ¿Qué te parece?

                              -          Mujer, no tenías que molestarte. Podríamos haber tomado algo en una cafetería del campus.

                              -          Vamos, vamos. Aunque no lo creas, soy un ama de casa de primera y tenemos aquí cerca un prado arbolado que se sale del mundo.



                                   Insistí caballerosamente en portar el bulto, mientras Elvira me dirigía por un vericueto de pasillos, vestíbulos y patios interiores, para alcanzar un suave talud que llegaba hasta el río, cubierto de hierba y sombreado por plátanos y tilos. Algunos bancos de piedra facilitaban el reposo. Ante uno de ellos paró, se volvió hacia mí y comentó:



                              -          En otro tiempo, hubiera venido de falda y me hubiese sentado en el césped. Hoy he creído más prudente portar vaqueros y que nos acomodemos en forma respetable.

                              -          Sea como tú quieras. En cualquier caso, tenías razón: el sitio es muy agradable; con hierba y todo, lo que en Castilla y a finales junio no deja de ser un lujo.

                              -          Pues ya verás la tortilla. Esa sí que está tan apetitosa como las de nuestros años mozos.



                                   Aún recuerdo el menú: tortilla de patata, regada con sangría fresquita; tarrina de helado de vainilla y chocolate, y café con leche. Una mininevera y un termo mantuvieron las temperaturas adecuadas para los postres.



                                   Noté a Elvira tan efervescente, que por un momento me la imaginé en su época de colegiala, flirteando con sus condiscípulos y bailando cualquier ritmo de moda. Casi pensando en voz alta, dije:



                              -          ¿Cómo será posible que algunas personas cambiéis tan poco al cabo de los años? Cualquiera diría que tienes veinte años.

                              -          Eso es porque, más o menos, eres de mi quinta y me instalas en tus propios recuerdos. Para mis alumnos y profesores ayudantes, soy un carcamal, a quien respetan, pero con quien jamás se les ocurriría irse de vacaciones o salir a tomar una copa.

                              -          ¿No será que ante ellos apareces en tu versión más seria y rigurosa?

                              -          No siempre, desde luego, pero pobre de mí si no lo hiciera por sistema.



                                   Nos contamos historias y anécdotas de infancia y juventud. Algo dijimos también de la elección y acceso a nuestras respectivas profesiones. Como si tuviéramos un tácito acuerdo, eludíamos toda referencia a aspectos sentimentales. Yo sabía cosas de ella y, tal vez, Elvira conociese fragmentos de mi titubeante matrimonio. Era como si dos niños hubiesen encontrado un juguete atractivo para ambos, con el cual divertirse un tiempo, sin discutir qué hacer al final de él. El hechizo terminaría tan pronto pretendiésemos convertir esa amistad tan peculiar en un sentimiento arraigado. La golondrina no debía transformarse en paloma doméstica.



                                   El sol iba ya de caída y los cafés ponían el punto final al ágape. Bruscamente, cortó la alusión a su inoportuna operación de apendicitis, treinta años atrás, y saltó:



                              -          ¡Si todavía no te he contado lo de mi relación con Sabato!

                              -          Tiempo habrá. De otra parte, no es que me diga mucho tan ilustre y comprometido literato.

                              -          ¡Cómo que no! ¿Acaso tú, bloguero compulsivo, ignoras que fue el primer escritor en lengua española que publicó gratis en Internet un libro, antes de editarlo en papel?

                              -          Mujer, perdona. No tenía ni idea de que don Ernesto fuese mi padre espiritual.

                              -          Pues sí. Sucedió el año dos mil y se trató de su última obra larga, La Resistencia. Bien es cierto que, entre Internet y las librerías, mediaron escasamente dos semanas, con lo que…

                              -          … Con lo que no sabemos hasta qué punto fue un rasgo de altruismo del autor o una técnica de marketing por parte de su editorial.

                              -          Más me inclino yo por reputarlo un espaldarazo a las nuevas tecnologías, en cuanto tienen de más humano y generoso. Así es Sabato, por más que, con casi noventa años entonces, uno se vuelve más manipulable.



                                   Dejó en el aire tan riguroso adjetivo y, como arrepentida de haberlo usado con persona tan admirada, volvió sobre el autor de Abaddón el exterminador:



                              -          Lo conocí allá por 1984, cuando vino a recoger el premio Cervantes. Casualmente, yo había publicado un artículo en la revista literaria La pluma sobre los aspectos filosóficos de su primera novela publicada, El túnel, y obtuve una recensión elogiosa en la influyente revista argentina El Sur. De modo que, cuando acudí a los actos relacionados con el premio, Sabato –memorioso y agradecido- tuvo la insigne atención de tomarse un café con servidora y facilitarme sus señas, para que pudiese mantener con él la correspondencia que juzgase oportuna. Verdad es que, viéndolo tan ocupado como estaba entonces y ya longevo, apenas hice otra cosa que felicitarle por su cumpleaños –el día de San Juan- y mandarle dedicados todos mis libros, salvo alguno que me pareció indigno. Él nunca dejó de contestar rápida y detenidamente a estos envíos. Recuerdo aún su disculpa por no felicitarme en mis días: ¿Quién se atrevería a preguntar a una dama la fecha de su nacimiento, sin quebrar con ello las normas de la cortesía?

                              -          ¿Cuál de tus obras fue la que más pareció gustarle?

                              -          Olvida eso. Decía que mis contactos con Sabato fueron epistolares, pero verdaderamente muy gratos. Y así siguieron las cosas, hasta el año pasado [4], en que me sucedió algo de lo que no sé si sentirme ufana o pesarosa… Pero te estoy aburriendo seguramente.

                              -          En modo alguno, querida amiga. Eso sí, levantémonos del banco, que ya tengo las nalgas cuadradas, y pongamos tierra entre nosotros y los hambrientos mosquitos del atardecer.

                              -          Perfecto. Volvamos a mi despacho. Tengo allí un oporto que está pidiendo a voces dos paladares selectos.



                              ***



                                  

                              -          Por terceras personas y los periódicos, nunca por él mismo, supe del inevitable proceso de decrepitud de don Ernesto y su consiguiente reclusión en la localidad de Santos Lugares, junto a Buenos Aires. Allí ha ido perdiendo, al menos, la vista y parte de la movilidad. Dicen que ya no lee ni escribe, que pinta cuando puede, que está en manos de enfermeras y asistentes, comandados por su colaboradora y compañera, Elvira González Fraga.

                              -          Elvira, como tú.

                              -          Y esa casualidad no deja de tener un papel importante en esta historia, como el hecho de que ambas fuésemos escritoras. Ya en algunas de las contestaciones de Sabato, naturalmente dictadas a sus mecanógrafos, su Elvira había añadido algunas líneas manuscritas, tipo gracias por su atención, o bien, Ernesto, en verdad, quedó complacido de la lectura parcial que le pudimos hacer de su obra. Yo me sentí halagada y, aprovechando nuestra común onomástica, le envié una historia de Toro, espléndidamente editada, con una dedicatoria alusiva a la vinculación de la ciudad zamorana con la infanta doña Elvira. A partir de entonces, quedó cimentada entre nosotras una buena relación, con independencia de nuestra común admiración por el escritor.

                              -          Estás llena de pequeños detalles, profesora. En lo que a mí concierne, tampoco olvidaré este oporto Soalheira de diez años, aunque dudo que pueda cimentar sobre él nada sólido, como siga trasegando.

                              -          No temas: pediremos un taxi. Bien, te decía que había anudado ciertos lazos con la compañera de Sabato. Pues bien, el año pasado hice una estancia, o stage, en la Universidad de Puerto Rico, con motivo de un intercambio de profesores de literatura con esta de Villafranca. En una comida en Río Piedras, abierta a las fuerzas vivas, tuve a mi lado a una política que resultó pertenecer al Partido Independentista Puertorriqueño, el P.I.P., y salió la conversación de mi relativa amistad con Sabato. La joven –pues relativamente lo era- me contó que en noviembre del mismo año 2006, se iba a celebrar un gran congreso en Panamá, uno de cuyos principales objetivos era el de promover el apoyo latinomericano general al objetivo de la independencia de Puerto Rico. Sugirió que contribuyese a hacer llegar al insigne escritor y activista político la petición y el deseo de que agregase su firma a la amplísima lista de prominentes figuras de toda América, sostenedoras de la causa justa y lógica de la independencia de la isla.

                              -          ¿Qué edad tenía entonces Sabato?

                              -          Como noventa y cinco años. Figúrate. También yo dudo de que pudiese tomarse muy en serio su punto de vista, suponiendo que, en efecto, fuera suyo. No obstante, me cayó bien la idea y su promotora. Así que, aprovechando el envío a Santos Lugares de mi novela histórica sobre Torres Villarroel, rompí mi asepsia como corresponsal y le hice llegar la petición de adhesión, junto al folleto oficial sobre la historia y el futuro de la independencia borincana. Ignoro la relevancia de mi iniciativa, pues no sería la única en pulsar la misma cuerda, pero sí conozco el final del asunto. Elvira me confirmó la adhesión de Sabato, al acusarme recibo de mi novela. Por lo demás, los documentos del congreso panameño lo prueban. Así que ahí tienes, yo metida en plena política internacional… y en contra del Imperio. Eso sí, tocando de oído y con un nonagenario muy enfermo como público. No es como para sentirme orgullosa.

                              -           Puerto Rico… ¡Qué tierra, qué mar, qué pueblo,… qué ron!

                              -          Creo que con el oporto de junto al Duero ya has tenido bastante por hoy.



                                   Se ve que, lamentablemente, la historia de Ernesto Sabato y la profesora Valladares había concluido, por más que no me atreva a asegurarlo. Tengo un recuerdo muy borroso de aquella noche.





                              [1]  En esto sigo de cerca la entrañable anécdota que ha relatado Germán Yanke, relativa a su único encuentro personal con Ernesto Sabato. Supongo que el notable polígrafo bilbaíno disculpará la intromisión.
                              [2]  Dos observaciones. La primera, ortográfica: El apellido Sabato es de pronunciación esdrújula, pero respeto el criterio del gran escritor de no acentuarlo, sin duda por su procedencia italiana, en cuyo idioma no llevan tilde las palabras proparoxítonas. La segunda, cronológica: La peripecia de este relato sucede con anterioridad al 30 de abril de 2011, en que falleció Ernesto Sabato, a dos meses escasos de cumplir los cien años. En consecuencia, es inevitable que Elvira se refiera a su argentino del alma como a una persona viva y yo así lo recojo.
                              [3]  Alusión perfectamente comprensible para gente mayor, a un conocido cuplé que, entre otras, cantaron Libertad Lamarque, Olga Ramos, Lilián de Celis y Lina Morgan. De su tono picante, dan idea estos pésimos versos: ¿Dónde se mete / la chica del diecisiete? / ¿De dónde saca / pa tanto como destaca?
                              [4]  Nuestra conversación se producía en junio de 2007; luego he de colegir que Elvira se refería como el año pasado, al de 2006.