jueves, 11 de agosto de 2022

LA MISERICORDIA DE LA BURGUESÍA

 


La Misericordia de la burguesía

Por Federico Bello Landrove

 

     En su novela así titulada, Benito Pérez Galdós plasma en Misericordia[1] el ejercicio de esta virtud por parte de personas, y en ambientes, que pertenecen a niveles muy bajos de la sociedad (incluso pordioseros y tipos del lumpen), y adoba la recompensa de dicho ejercicio con rasgos fantásticos, cuando no milagrosos. Yo me permito en este relato trasplantar la peripecia al ámbito de la burguesía y darle un sesgo criminal. Ojalá que los lectores encuentren motivos para perdonarme la osadía.




1.        Un magistrado bastante circunspecto

 

     A las ocho en punto de la mañana, Don Carlos Rubio apareció en el umbral del número 34 de la calle de La Palma y, tocando levemente el ala de su sombrero, saludó a Simeón, el portero de la casa, que era la suya desde que, diez años atrás, hubiera logrado destino en la capital de España, en concreto, como juez de instrucción. Ahora, una década y bastantes arrugas después, era ya magistrado en una de las salas de lo civil de la Audiencia Territorial, pero seguía habitando el destartalado segundo piso del inmueble, cuyas dos terceras partes mantenía cerradas y sin amueblar, para simplificar el trabajo de Aurelia -esposa de Simeón y limpiadora de pasavolante-. La verdad era que acotaba su espacio vital para sentirse menos solo en aquel caserón, que había arreglado en su día con los muebles de la mudanza de Zamora, su anterior destino. Poco o nada había cambiado o añadido; según él, porque los ebanistas cada vez trabajaban peor y más caro; pero yo les diré que el verdadero motivo es que lo viejo guardaba para él los recuerdos de días mejores, vale decir, de su esposa Elvira, fallecida de tisis en plena juventud, poco antes de cambiar las orillas del majestuoso Duero por las del insignificante Manzanares.

     Pero no perdamos de vista a nuestro magistrado, que camina a buen paso, callejeando, pese a la tara de una voluminosa cartera, sin duda atiborrada por los autos de las ponencias que habrá de discutir con sus colegas y votar esta mañana. El camino hasta el Palacio de Justicia es largo, pero Don Carlos no afloja el paso hasta embocar la calle de San Gregorio y percibir los efluvios de la churrería en que se desayuna todos los días laborables con el consabido chocolate y media docena de tejeringos, hojeando entretanto las páginas de El Imparcial[2]. Un vaso de leche fría completa su consumición, que empieza a digerir en el breve trayecto que le falta por recorrer. Indefectiblemente, momentos antes de las nueve entra en el palacio por la puerta de la Territorial. El enorme vestíbulo lo acoge en silencio, penumbroso y casi desierto. Empieza una jornada más. Cada vez le es más difícil encontrar algo original o divertido en este trabajo que un día lo ilusionó, pero que ahora desarrolla de manera rutinaria y con muy escasa compenetración con sus compañeros de sala. Él no quiere reconocer que su vida profesional no es sino la mera continuación de una vida privada árida y solitaria, que, junto con la edad, erosiona su ambición y su carácter, volviéndolo rígido y escéptico. Con todo, Don Rafael, su presidente -que con él ha convivido desde que empezó a ejercer en Madrid- opina que es un excelente colega, que resultaría perfecto si cultivase un poco la vida social. Don Carlos lo escucha como quien oye llover. Tiene sus libros; es miembro de la Sociedad Melódica Gaztambide[3]; acude al teatro dos o tres veces al año -¡hasta se atrevió a ir a ver Electra, el invierno pasado[4]!-; se escapa a Toledo, Aranjuez o El Escorial cuando buenamente le dan licencia para ello; y de la manera más secreta -o eso cree él-, visita dos veces al mes la respetable casa de Doña Amelia Peinador, bajo la aún más respetable apariencia de un registrador de la propiedad.  

***

     No le habría gustado al magistrado Rubio que hiciésemos determinismo a costa de lo difícil que le resultó llegar a colocarse profesionalmente de forma tan significada, pero ello es que, en mi opinión, la firmeza y rigor de sus principios, la aceptación estoica de la soledad y las modestas expectativas de cuanto pudiera ofrecerle la vida, todo eso -según creo- no se gestó por su temprana viudez y el inexorable progreso del calendario, sino que le venía ya de atrás. Nacido en Cacabelos (León) en los últimos años del reinado de Isabel II[5], en el seno de una modesta familia de propietarios agrícolas, debió la posibilidad de hacer carrera a la decisión de sus padres y al sacrificio de sus hermanos, sin excluir al perspicaz párroco de Santa María quien, detectando en Carlines una excelente disposición para el estudio, intercedió para que lo admitieran de gracia en el seminario de Astorga, no tanto por la vocación del niño, cuanto porque cursara estudios interno en un centro acreditado, habida cuenta de la relativa lejanía de la casa familiar[6]. Abandonada pronto su condición de seminarista, Carlos concluyó el bachiller en el Instituto astorgano de Segunda Enseñanza, entonces mantenido precariamente y al alimón con los medios del Ayuntamiento y del propio Seminario[7], pasando seguidamente a cursar la carrera de Derecho en la Universidad de Oviedo[8]. Aquí, los dineros que su padre le enviaba para costearse matrículas y pensión hubo de redondearlos con su trabajo en una de las imprentas punteras de la ciudad, como vinculada a la Universidad y a sus intelectuales[9]. Tan marcado había quedado Don Carlos por aquel ambiente de trabajo y cultura, que las pocas veces que rememoraba su juventud, le salía esta vena proletaria:

-          Mucho me manché las manos de aquella tinta grasa y negra…, si es que puede hablarse con propiedad de mancha en un trabajo que tanto ha dignificado a la raza humana.

     Recién licenciado, y por consejo de un catedrático de Derecho Civil que frecuentaba la citada imprenta[10], el joven Rubio emprendió la preparación de las oposiciones a Judicatura. Como una especie de penitencia por los gastos y la distancia de la familia anteriores, se impuso estudiar para los exámenes en la propia Cacabelos, sin renunciar a ayudar en las faenas agrícolas, ni a despistojarse, leyendo códigos y manuales por la noche a la luz de un candil. Con todo, aprobar no le llevó arriba de dos años y medio; un periodo más que suficiente para percatarse de que se había convertido en un extraño para sus allegados; en un desertor del arado para quienes, entre la envidia y la ironía, observaban su torpeza en las faenas agrícolas, y su habilidad y dedicación para las labores que pronto harían de él un señor, en el decir de su madre. Más adelante comprendería que su origen rústico y baja extracción no le ayudaban a conseguir el respeto y la fácil acogida fuera del ambiente del juzgado, donde la autoridad y los poderes que la toga le confería estaban por encima de cualquier consideración personal. En fin, por fas o por nefas, Don Carlos aportó muy poco por Cacabelos y, habiendo fallecido sus padres aún a buena edad, sufragó para ellos una hermosa sepultura, renunció a su porción hereditaria en favor de sus hermanos y echó el cierre al Bierzo[11], junto con las reviviscencias de sus primeros años.

***

     Nunca podría perdonarse el haber trasplantado -o, más bien, desarraigado- a su amada Elvira, delicada flor de la sierra de Córdoba, a tierras de Zamora, frías y neblinosas, tan lejos de cuanto le era conocido y amado. Verdad es que el traslado había sido obligado, administrativamente hablando, y que su tuberculosis era todavía una hipótesis clínica. Pero bien podría haberse sacrificado él y vivir solo por un tiempo, imponiendo su potestad marital sobre la firme decisión de acompañarlo de su esposa, cimentada en el consejo espiritual de su cerril confesor. Tampoco los médicos consultados objetaron al cambio de residencia, que no consideraban muy relevante para la evolución de la enfermedad en ciernes: Controlen el proceso y, si avanza de forma significativa, siempre pueden buscar un clima mejor. Desdichadamente, el avance fue tan rápido que, cuando la enferma retornó, ni el sol de Montoro, ni el mar de Málaga, ni el amparo de su entorno, sirvieron de nada[12]. Le dieron tierra en su ciudad natal y, ante su tumba, su viudo hizo la promesa de no volver a casarse.

-          Tuve a la mejor mujer del mundo y, por negligencia o por mala suerte, la perdí. Sea ahora el turno para otros y que la fortuna les sonría más que a mí.

     De eso, han pasado ya bastantes años: Los suficientes para que nuestro magistrado se haya habituado a la soledad e, incluso, para que -quizá sin pensarlo del todo- se diga a sí mismo aquello de el buey suelto… Ahora, entre los cuarenta y cinco y los cincuenta, bien puede ser verdad, visitas a la casa de Doña Amelia incluidas; pero solo él sabe lo que le haya costado en años precedentes. Y, con que él lo sepa, habremos de conformarnos.

***

     Don Carlos aprovecha el vivir en una gran ciudad para tratar de pasar desapercibido. Tiene una técnica, que apoya en sus cualidades de andarín: cada cosa, en su barrio. Vive en uno; trabaja en otro; se solaza en un tercero y frecuenta -es un decir- una iglesia lejos de su parroquia propia[13]. ¿Razón de esto último? Seguramente, la de que nuestro magistrado, desde que llegó a Madrid, decidió dar de lado la guarda de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia[14], sin perjuicio de conservar lo que él denominaba sus devociones particulares. Y no era cosa de hacerse ver de su párroco y vecinos de vez en cuando, a su aire, y que lo echasen en falta en lo preceptivo. ¿Solución? Imaginó la de acudir a un templo algo alejado de su casa, lo que le permitiría explicar sus ausencias en el uno por las presuntas devociones en el otro. Para eso, tanto daba esta iglesia como aquella; pero Don Carlos no iba a llevar tan lejos su indiferencia: Buscó un templo con solera, calidad artística y un atrio con su caterva propia de mendigos. Y así, dio con el de San Ginés[15], en el que precisamente hoy lo encontramos, tras sus rezos, cumpliendo con la parte estética de la visita a las obras del Greco y de Antolínez[16]. Es que estamos a día 27, fecha del mes en que falleció su amada Elvira, y ha de cumplir con el rito que se impuso, todavía en Zamora, en favor y homenaje de ella: rezar un responso, encender una vela y repartir a la salida de la iglesia tantas limosnas de dos reales, cuantos pordioseros se le acercasen mendigando[17]. La mayoría de ellos, como mucho, le daban las gracias o besaban la moneda recibida.  Pero, el 27 de marzo pasado, una de las pordioseras del coro, al entregarle el óbolo, se lo agradeció con esta frase, que el donante escuchó distintamente:

-          Dios se lo pague, Señor. Rezaré por ella.

     Apenas tuvo tiempo Don Carlos de percatarse de que se trataba de una mujer como de sesenta años, toda vestida de negro, tocada con cinta y pañuelo a juego, en cuyo rostro sonriente resaltaban unos ojos muy expresivos y una abultada verruga cárdena en el entrecejo[18]. Y todo eso, a beneficio de inventario, pues era ya de noche y momentáneo el afrontamiento. En cualquier caso, el magistrado no imaginó siquiera la oportunidad de detenerla y hacerle alguna pregunta. Siguió, pues, repartiendo el modesto subsidio, que con avidez le reclamaba el grupo de indigentes que todavía esperaba su congrua moneda. El próximo día 27 la localizaré -se dijo- y hablaré con ella.

 

 

2.        Una mendiga muy especial


Iglesia de San Ginés, de Madrid


     El siguiente día 27 la mendiga clarividente no se encontraba entre los que pordioseaban en el atrio de San Ginés. Don Carlos inició el consabido reparto de limosnas y, al llegar a una mujeruca de no mal aspecto, le preguntó:

-          ¿No está hoy por aquí una señora mayor, vestida de negro, con una verruga en la frente, tal que así?

-          Su Eminencia debe de referirse a la Benina… Hoy no ha venido, pero no se extrañe usía. Esa solo aparece por aquí cuando se queda sin blanca.

     La interpelada se dio cuenta del disgusto de su benefactor, y agregó:

-          Pero, si hay uno que puede dar razón de su paradero, ese es el Moro. ¡Eh, Almudena, ven para acá!

     El aludido salió de la improvisada fila y, tanteando con un bastón, se acercó adonde era requerido. Se trataba de un individuo viejo, corpulento, algo encorvado y que, por el trapo que colgaba de su ajado chambergo y casi le cubría los ojos, denotaba ceguera o, al menos, la extrema debilidad de su vista.

-          Anda -aclaró su conocida-, dile a este señor por dónde anda la Nina, que hace días que no aporta por aquí.

     El presunto ciego, como si lo hubiesen insultado, soltó una sarta de gruñidos y juramentos, de los que Don Carlos, aparte de su incomprensible grosería, dedujo que se defendía malamente en español, así por su prosodia, como por su indescifrable jerigonza. Seguidamente, dando empujones y topetazos con el bastón, el tal Almudena se alejó a zancadas; tropezó en las escaleras de la verja y fue a dar con sus huesos en la acera. Las carcajadas de sus impiadosos compañeros sirvieron de acicate para que se levantase al momento y se perdiera, camino del pasaje aledaño.

     Semioculto en los arcos de la logia, un sacerdote, teja en mano, había presenciado todo el incidente, alertado sin duda por el consiguiente guirigay. Esperó a que el donante acabara de repartir las limosnas y, muy ceremonioso, se le acercó:

-          Le ruego, caballero -dijo-, que disculpe a estos bergantes, que así pagan la caridad que se hace con ellos. La pésima educación y las discordias entre ellos tienen, sin duda, la culpa.

     Don Carlos, sorprendido, no acertó a abrir la boca, antes de que lo volviera a hacer el clérigo:

-          … Pero perdone usted que no me haya presentado. Soy Romualdo Cerrón, el párroco de esta iglesia.

-          Muy honrado, repuso el magistrado. Por mi parte, solo le diré que me llamo Carlos y que soy hombre de leyes. Nada más concretaré, por cumplir el consejo evangélico de que, cuando tu mano derecha entregue una limosna, que no se entere la izquierda[19].

     Don Romualdo sonrió ante la disculpa y prosiguió:

-          Me temo que no haya cumplido usted suficientemente con lo mandado por Nuestro Señor: Su constancia en la generosidad ya es conocida por los mendigos que acuden a San Ginés, hasta el punto de llamarle el señor de los dos reales. Incluso, algunos, más detallistas, se han percatado de que reparte limosnas el 27 de cada mes, y hacen cola ese día al caer la tarde. ¡Le salva a usted que los pordioseros no consienten que los de otras iglesias intenten participar de sus beneficios! De no ser así, me temo que, o es usted rico, o tendría que bajar la cuantía de su dádiva.

     Es muy probable que aquí hubiera terminado la charla, a no ser porque Don Carlos vio la oportunidad de sonsacar al padre Cerrón sobre aquello que lo traía intrigado. De modo que, para parecer menos adusto, contestó con una humorada:

-          Por lo que me dice, Don Romualdo, tanto puedo ser un caballero de los del real, como de los veintisiete[20]. Pero permítame que le pregunte sobre algo que me tiene muy extrañado desde hace un mes… y que, por cierto, ha estado en el origen del jaleo de hace un rato.

-          Estoy a su disposición para aclararle cuanto esté en mi mano. Pero permítame -agregó Cerrón- que lo haga mientras compartimos el humilde chocolate con buñuelos, que constituye diariamente toda mi cena. Es aquí mismo, a la vuelta[21].

     Media hora más tarde, Don Carlos tenía más llena la barriga de frutos de sartén, que la mente de claridad. Don Romualdo no tenía información de que la mendiga Benigna fuera clarividente, ni que entrase en el templo para espiar a los fieles. Eso sí, era una mujer de lo más singular, aunque no fuese oro todo lo que en ella relucía:

-          Resulta casi imposible de creer -ponderaba el párroco-, pero Benigna no pide limosna para sí misma, sino para la familia a la que viene sirviendo desde hace más de treinta años y que, por el fallecimiento del cabeza de familia y la indolencia y excesivos dispendios de la viuda y sus dos hijos, no diré que haya venido a menos, sino que se hallan en la indigencia. La buena de la criada, en vez de despedirse y buscar colocación en otra casa -que todavía no tiene mala edad para tal cambio-, se dedica a mendigar, hasta que consigue lo suficiente para ir tirando durante unos días y, cuando se acaba el dinero, repite la operación. Eso sí, todo de tapadillo y lejos de la casa de su señora -que creo vive por la Puerta de Toledo-. Así que ya ve, otra como usted: caritativa hasta los tuétanos, pero que no se entere su mano izquierda, es decir, la familia favorecida.

     Hasta aquí, lo bueno de la Benina, pero el Padre también tenía lo que censurar:

-          La pobre mujer, ajena al mundo de los mendigos -que no es precisamente un dechado de dulzura y generosidad-, acabó acercándose para recibir enseñanzas y protección a ese Almudena, que acaba usted de conocer esta tarde. No es el peor de todos ellos, pero, encaprichado de la buena de Benigna, ha abandonado a su antigua querida y anda buscando entenderse con ella, si es que no lo ha logrado ya.

-          Parece tratarse de un ciego, pero el caso es que yo no le entendí ni palabra -comentó el magistrado-.

-          ¡Toma!, como que es un marroquí, mitad moro, mitad judío. Lleva muchos años en España, pero sigue hablando en una jerga casi indescifrable. Uno de mis coadjutores, que ha estudiado algo de árabe y de aljamía, lo bautizó y es quien me ha transmitido su historia como él la cuenta, que a saber… ¡Ah!, y lo de ciego, no del todo, aunque se lo haga fuera de su mundo, para inspirar mayor lástima.

     Se estaba haciendo tarde. Don Carlos se levantó sin explicaciones y pagó directamente la consumición en el mostrador. Don Romualdo se deshizo en protestas:

-          ¡Por Dios, Don Carlos, yo lo invito y usted paga! ¡Vaya un censo que tiene usted con la parroquia de San Ginés!

-          Compénseme en tranquilidad, Don Romualdo -replicó el magistrado-. Procúreme un encuentro con esa Benigna para que se explique, y le quedaré muy agradecido.

-          Descuide usted -aseveró el sacerdote-. Déjese caer por San Ginés, pongamos, el día de San Isidro[22], y le tendré todo preparado…

***

     Las explicaciones de Benina a Don Carlos pusieron de manifiesto su perspicacia, no presuntas dotes adivinatorias:

-          Pura casualidad, señor -aclaró la interpelada-. Repartiendo la limosna, y muy generosa, cada 27, imaginé que se trataría de alguna manda o promesa por la muerte de un ser querido. Y ¿quién puede serlo más que una madre o una esposa? Usted no me rectificó y, por tanto y conforme a mi compromiso, rezo todos los días un padrenuestro por su alma.

     La conversación tenía lugar en la sacristía de San Ginés[23], en presencia de Don Romualdo, aunque este disimulaba su interés, yendo y viniendo, de la gran mesa monumental, a la pila de lavabo y las cajoneras. También Benina se mantenía de pie, frotándose nerviosamente las manos. El magistrado, tan pronto constató que en el suceso no había nada de extraordinario, se levantó del sillón y se dispuso a despedir a la mendiga, pero el párroco se le adelantó:

-          Bueno, Benigna, ya puedes retirarte, que yo tengo que comentar algo con Don Carlos.

     A este le pareció sorprender un gesto de complicidad entre la criada y el sacerdote, y se puso en guardia. La verdad es que siempre recelaba de que la gentileza acabara convirtiéndose en oficiosidad. En este caso, acertó.

-          ¿Qué le ha parecido Benigna? Lista, ¿eh?

-          Ya se sabe -respondió Don Carlos con displicencia-: Esta gente que vive a salto de mata tiene mucha gramática parda.

-          No crea usted que todo es fruto de la astucia -prosiguió el Padre-. Es de una familia de labradores de Horche[24] que le procuraron las primeras letras. Luego, ya sabe cómo eran las cosas antaño: Creyendo que le hacían un favor mandándola a la Capital, la pusieron a servir en una buena casa, que entonces la de los Zapata lo era. Hasta dicen que la pretendió un guardia civil[25].

     El magistrado sonrió al oír el magnífico partido que la alcarreña había perdido por seguir el sino de sus señores. Y no pudo por menos de comentar:

-          Se ve que Su Reverencia conoce bien a Benigna y a la familia a la que sirve…

-          En vida de Don Antonio, los Zapata fueron feligreses de esta parroquia. Luego, ya sabe usted, fueron viniendo a menos y cambiando de casa -siempre a peor-. Con todo, nunca los dejé de lado, y menos ahora, que Benigna me ha puesto al corriente, con toda crudeza, de la miseria de esa infortunada familia… Por cierto que, si usted no tuviera a día de hoy un servicio conveniente, no podría hacerle mejor sugerencia que la de que emplease a Benigna durante las muchas horas que no la necesiten en su actual casa.

-          Ya tengo una señora de mi confianza, que me hace la limpieza.

-          ¿Y cocinera? Le aseguro a usted que esa mujer guisa como los ángeles.

-          Eso es mucho decir, Don Romualdo -bromeó el magistrado-. De todas formas, tengo la costumbre de desayunar y almorzar fuera de casa y, en lo tocante a la cena, no tengo ya el estómago, no diré que para excesos: ni para abundancias siquiera.

     El párroco no se atrevió a insistir.  Don Carlos se despidió y prometióse que sería tarde cuando volviera por San Ginés, con limosnas o sin ellas. En efecto, la cola de mendigos del 27 de mayo se quedó con un palmo de narices. Dos Reales estará enfermo, supusieron. Pero lo cierto era que, más o menos a esa misma hora, el limosnero estaba repartiendo los consabidos cincuenta céntimos por cabeza a la puerta de San Antonio de los Alemanes[26].

***

     El 27 de junio, Don Carlos quedó estupefacto, al columbrar a Benina entre el grupo de pordioseros que se arremolinaban al atardecer para recibir la benéfica lluvia de monedas. Tuvo intención de escabullirse, pero le fue imposible: La sirvienta rehuyó aproximársele entre el grupo de menesterosos y esperó para acercarse a que hubiesen acabado los Dios se lo pague. Sonriente, se explicó:

-          Perdone el atrevimiento, señor, pero me urgía saber si usía ha reflexionado ya acerca de la proposición que le hizo Don Romualdo. ¡Nos hace tanta falta!

-          ¿Cómo has dado conmigo?, le preguntó Don Carlos, antes de atender su ruego.

-          Los mendigos somos como las hormigas o las abejas, que se comunican unas a otras dónde pueden encontrar socorro o comida, repuso Nina con sencillez.

     Al magistrado le vino a la cabeza algo sobre la lucha por la vida y lo listos que son los hijos de este mundo en comparación con los hijos de la luz[27]. Y tal vez fuese la comparación evangélica, o quizá el imaginar a una mujer tan digna en las zahúrdas del Puente de Toledo[28], entre crápulas y criminales, por obra y gracia de una familia de parásitos sin escrúpulos y de un moro rijoso. El hecho es que decidió que quizá podría probar durante unos días; sin compromiso, por supuesto:

-          Está bien -zanjó el magistrado-, te admitiré a prueba y ambos veremos si nos conviene el contrato. Eso sí, con la condición de que no quiero ver por mi casa y alrededores a ninguno de los miserables que te acompañaban, incluido el tal Almudena.

-          Pierda cuidado, señor -aseguró Benigna-. Págueme lo que considere justo y no me verá mendigar nunca más. ¡Pues no ha tenido que pasar vergüenza la hija de mi madre tendiendo la mano!

     Don Carlos concluyó:

-          Del sueldo hablaremos dentro de unos días, que no tendrás queja, si llegamos a ajustarnos… Y ahora acompáñame para que veas donde vivo. En el camino te iré precisando los detalles del trabajo.


Lectura literaria por Galdós, hacia 1880

 

 

3.      La trama

 

     No fue fácil a Benina convencer a su señora, Doña Paquita Juárez, de que le permitiera compartir su servicio con el de Don Carlos. Las ínfulas y la indiferencia de la viuda de Zapata la llevaban hasta despreocuparse por el origen de las viandas que su criada llevaba a casa, siendo así que, ni le facilitaba dinero para la compra, ni le pagaba el jornal desde hacía varios años. Por su parte, la Nina -como sabemos- había evitado, hasta ahora con éxito, que los Zapata y Juárez supiesen que se dedicaba a mendigar para ellos. Todo lo más, había tenido que soportar algún remoquete de doña Paquita, a propósito de que alguien había visto a Benigna por la Cava Baja en compañía de un ciego.

-          ¡Pero cómo se te ocurre, mujer -censuraba la señora-, volver a las andadas a tu edad! Yo creía que con lo del guardia civil habías quedado escarmentada para los restos.

-          No haga una montaña de un grano de arena, señora. Tan solo lo estaba guiando hasta un figón, que el pobre hombre se había extraviado.

     Pero ahora no había extravío que valiese pues tendría que faltar de casa casi toda la mañana, si quería cumplir con lo acordado con Don Carlos: hacer la compra, prepararle la comida y recoger. Todo lo más, fue enhebrando disculpas para los quince días que duraría el periodo de prueba de su nuevo trabajo; un tiempo que concluyó a plena satisfacción de ambas partes y antes de lo previsto. Sucedió que Don Carlos no había probado su plato favorito de la infancia desde que saliese de Cacabelos, veinte años atrás:

-          Benina -inquirió el magistrado-, no sabrás cocinar el botillo…

-          ¿Cómo lo quiere el señor, con patatas y grelos?

-          Me gusta más con repollo que con grelos, respondió Don Carlos, aireando sus recuerdos.

-          Como desee el señor. Si lo hay en el mercado, lo tendrá en el plato pasado mañana.

     De sobra sabía la cocinera que en el Mercado de la Cebada[29] hallaría los ingredientes oportunos, máxime con la largueza que usaba el señor; hasta el punto de que Benigna había reanudado tímidamente su vieja costumbre de sisar, que venía, por lo menos, de los tiempos de la Menegilda[30], pero que había tenido que cortar cuando el señor Zapata había pasado a mejor vida, llevándose la llave de la despensa. Había sentido vergüenza los primeros días, pero acababa de cumplir sesenta años y no tenía ni para el entierro. A cambio, haré por el señor mucho más de aquello a lo que vengo obligada -afirmó para tranquilizar su conciencia-. ¡Y vaya si cumplió su promesa! Pero no adelantemos acontecimientos, sino expongamos los hechos ordenadamente.

     Para empezar, Benigna se buscó, un tanto sesgadamente, una buena recomendación para justificar su dedicación laboral compartida:

-          El pobre señor es un abogado -así se lo había hecho creer Don Carlos-, que se ha quedado viudo, y que se ha abandonado, hasta el punto de no comer decentemente. Fue Don Romualdo, el párroco de San Ginés, quien tuvo la idea. Así -me aseguró-, matamos dos pájaros de un tiro.

-          ¿Qué dos pájaros?, preguntó Doña Paquita con inocencia, tal vez impostada.

-          Mamá -aclaró la nena, Obdulia, moviendo la cabeza-: Quiere decir que Benina, al tiempo que da de comer como es debido a ese señor, sacará lo bastante para mantenernos a nosotros, hasta que Antoñito y yo encontremos algún trabajo digno de nuestra prosapia.

     Superada en lo posible la obstrucción de Doña Paquita, vio Benigna llegado el momento de cumplir su compromiso y, al propio tiempo, afianzar su posición y libertad en casa de Don Carlos:

-          Digo yo, señor, que no tiene ninguna necesidad de tener contratada a la Aurelia para que le haga la limpieza. Mientras tengo el puchero al fuego, bien puedo aprovechar el tiempo muerto y dar una vuelta a la casa. Total, no creo que lo haga peor que ella.

     El magistrado estuvo a punto de echarse a reír:

-          No creas que no me he percatado de que el polvo y las pelusas abundan más de lo debido, pero no quería malquistarme con su marido. Ya sabes lo peligroso que es ponerse a mal con el portero.

-          Yo le ruego, señor, que haga lo posible por librarse de ella. No solo trabaja poco y mal, sino que anda metiéndose en lo que yo hago y cambiando de sitio las cosas de la despensa…, si es que no se las lleva para su casa.

-          ¡Cáspita!, exclamó Don Carlos, no tenía idea de que…

-          Claro, concluyó Benigna; mientras usted comía fuera, ella apenas tenía en esta casa nada que apañar.

     El magistrado decidió dirimir la contienda, usando a Simeón, el portero, como intermediario:

-          Amigo Simeón -inició, muy melifluo-, no me sobran, ni el dinero, ni la tranquilidad… Lo digo porque parece que tu mujer y mi cocinera no se llevan nada bien, hasta el punto de que voy a tener que prescindir de una de ellas.

-          Algo de eso he oído a mi Aurelia -repuso vagamente el conserje-. Creo que todo es a cuenta de que la Benina se marcha de su casa casi todos los días con una bolsa llena de comida… y quién sabe si de otras cosas, y mi mujer la ha amenazado con contárselo a usted.

-          Pues ni ella, ni tú, me habíais alertado hasta ahora… De todas formas, no hay de qué, pues yo le he dado permiso para que se lleve las sobras y las aproveche como mejor le venga.

     Simeón quedó cortado, lo que aprovechó Don Carlos:

-          Total, entre hombres cabales, dejémonos de cháchara y seamos prácticos. En mi casa está de más, o Benigna, o tu Aurelia. Benigna se ha ofrecido a hacer también la limpieza. ¿Estaría dispuesta Aurelia a ir a la compra y servirme de cocinera?

-          De ningún modo, Señor Rubio. Bastante tiene con lo que ahora hace. Precisamente está tan apurada que a duras penas puede sacar tiempo para atender su casa.

-          Ya me he dado cuenta, ya -contestó con retranca el magistrado-. Pues, siendo así, no hay cuestión. Sube ahora mismo conmigo para que te entregue la indemnización pertinente y dispénsame la violencia de tener que hablar también con tu mujer de este desagradable tema.

***

     No parecía fácil completar el rompecabezas que era la vida de Don Carlos para quien entrase en ella tan tarde y sin intimidad, como Benigna. ¡Pero buena era ella para captar detalles, sonsacar sutilmente y deducir conclusiones, cuando menos, plausibles! Unas fotografías enmarcadas por la casa; una charla de escalera con la criada del primero; alguna confidencia del señor cuando le servía la comida o recogía el servicio… Por supuesto, no contaba con la cooperación de Simeón, que se daba ostensiblemente la vuelta cuando la veía entrar por el portal, saludándolo gentilmente. A cambio, tenía la ayuda espontánea de Almudena quien, por celos, no llevaba bien el progreso económico de su amiga -para mí que muy probablemente lo era- y, a falta de cosa mejor que hacer para controlarla a ella y a su siñorito, había trasladado su plaza de mendigo a la vecina iglesia de Las Maravillas[31], que contaba con una hermosa galería soportalada, sobre la que se hallaba la vivienda del párroco, quien malévolamente cerraba la reja que permitía el acceso al pórtico, cuando bien le petaba. Podría parecer que no fuera mucho lo que pudiese averiguar un casi ciego, harapiento y desconocedor del barrio, pero opinar así era desconocer las habilidades de aquel moro, que ya solo encontraba contento -y comida- en su relación por Benina, cuyas sugerencias eran órdenes para él. De modo que, cuando ella le comentó las dudas que tenía acerca del verdadero trabajo de su señor, Almudena se las arregló para seguirlo cuando iba a trabajar y, a tramos, logró componer en varios días el trayecto hasta el Palacio de Justicia, y aún logró saber, por un portero, que quien acababa de entrar allí era un magistrado de lo civil, aunque no creo que te importe. Con eso, y las aclaraciones que el hijo de Doña Paquita le hizo sobre el concepto y la función de un magistrado de lo civil, completó nuestra cocinera la imagen de Don Carlos, según su leal saber y entender.

-          Así que no es abogado -pensaba Benigna-: Ya decía yo que era extraño que no tuviera placa a la puerta, ni vinieran clientes por su casa… Magistrado, que dice Antoñito es como un juez, pero de más categoría; ¡y menudo sueldo que tendrá!; aunque él, a lo suyo, ni un exceso, ni vida de sociedad… ¡Buen partido para una mujer de buenas costumbres, chapada a la antigua! Pero ¡qué digo! Don Carlos ya no se casa, como no lo lleven a la vicaría con la Guardia Civil. ¡Anda y que no le dio fuerte con la muerte de su Elvira… Y tampoco era para tanto, a juzgar por la foto de boda, y eso que suelen favorecer. Claro que, ¡pobre!, vaya desgracia, y tan joven… Si por lo menos le hubiera dejado algún hijo… Y eso que mejor fue así, que no es bueno que los niños se críen sin madre… Por otra parte, para él le ha supuesto mayor libertad, que un viudo con hijos tiene que buscar esposa casi forzosamente, y a saber quién se aviene a cargar con los arrapiezos de otra, como no sea una hermana o algo así… Cincuenta años tendrá, poco más o menos… Como para pensárselo, él y cualquiera, que lo peor ya lo ha pasado, como hombre que es al fin y al cabo…, aunque nunca se sabe: Ahí está Almudena, que ya no cumple los setenta y hay que ver lo pesado que se pone a veces… Y, además, está lo del otro día, cuando apareció por casa un cochero para devolver un paraguas que el señor había dejado olvidado la noche anterior en una carrera a la calle Blasco de Garay. ¡Nunca he visto a nadie tan colorado como Don Carlos, cuando, al volver del trabajo, le conté lo sucedido! Para mí que el pobre había salido de picos pardos y mejor habría querido perder diez paraguas que dar que hablar… En fin, si así fuese, tal vez podría hacerse todavía algo por él… Lo que es, como no me ocupe yo, no sé quién pueda hacerlo, estando más solo que la una. Además, lo prometí cuando… bueno, cuando empecé a engordar el gato[32] a su costa.

     La verdad es que parecería que todo se aparejaba para que Don Carlos recibiese la ayuda de Benina para cambiar de estado. Tan es así, que dio la casualidad de que aquella se encontrara con Don Romualdo en la Puerta del Sol. El párroco, que llevaba varios meses sin verla, preguntó:

-          Qué, Benigna, ¿sigues trabajando de cocinera para el tal Don Carlos? ¡Qué hombre, qué reservado es! ¿Querrás creer que no ha vuelto por San Ginés los días veintisiete?

-          Discúlpele, padre -pidió Benigna-. Es muy buena persona. De hecho, ha vuelto a sus limosnas, pero en otra iglesia más cerca de su casa.

-          No, si disculpado está. Al pobre le pasa lo que a otros tantos en su caso: sufren los efectos del solitudinis morbus[33].

-           ¿Cómo dice Su Paternidad?

-          Que tiene el mal de la soledad. Estar solo empieza siendo una necesidad temporal y termina por ser una manía incorregible.

     Benigna empezaba a ver claro por donde iba lo del morbo aquél:

-          Y ¿cree usted, padre, que sería un buen remedio que se casara?

-          No lo dudes, hija, y cuanto antes, no acabe por pasársele la edad. Eso sí, con una mujer de buenas prendas y, sobre todo, de cierta edad y con alguna experiencia en tratar con caballeros. Por cierto, ¿están buenas Doña Paquita y sus dos retoños? Preséntales mis respetos.

     Nina le besó la mano con más devoción que nunca. Y es que nunca antes había estado la opinión de Don Romualdo tan conforme con sus propias inclinaciones.

 

 

4.      La Señorita de Zapata 


Suflé de Lhardy, con la marca grabada a fuego

 

     A Obdulia, como suele decirse, Benina la había visto nacer. De hecho, la nena había venido al mundo a poco de emplearse la criada alcarreña en casa de sus padres, los señores de Zapata y Juárez, cuando vivían, y muy bien, en la calle de Claudio Coello[34]. De aquello -mentira le parecía- habían pasado treinta años que -si el registro civil no mentía- eran los que contaba la niña, aunque ella se quitara unos cuantos. Como mentira parecía también que, baqueteada por la vida y vecina de un triste piso aguardillado de la calle Imperial[35], Obdulia luciera tan fresca y hermosa, en cuanto se arreglaba un poco y renacía en su rutinaria vida un poco de ilusión y de esperanza. Nina era consciente de ello, por lo que, sin perjuicio de darle consejos más prácticos -e inútiles- en lo tocante a que aprovechara lo que le quedaba de juventud para encontrar una ocupación remunerada, no dejaba de comprender ciertas alegrías en la perfumería o con la modista, sobre todo, ahora que Don Carlos había traído de su mano a aquella casa algunos tibios rayos de sol.

     A raíz de su último encuentro con Don Romualdo, Benigna empezó a hacer de su señor constante tema de conversación con la nena, cuando se hallaban a solas, pues había comprobado que Doña Paquita no tragaba al picapleitos con el que tenía que compartir a su Benina, por más que ni lo conociera. Y, por lo que hace a Antoñito, desde que había ennoviado con la laboriosa y enérgica Juliana, parecía haber contraído una inesperada afición por el trabajo y zahería a su hermana a cada momento:

-          Más te valía buscar en serio una colocación decente, no soñar en que cualquier día un ricachón llegue y te ponga un piso, para ti y para tus gatos.

-          No todos tienen tu suerte -terciaba Benigna-, de encontrar una mujer que te haya puesto firme y te lleve por el buen camino.

-          La suerte se la busca uno, Nina -replicaba Antoñito-, y nadie debería saberlo mejor que tú, que, por mucho que caigas, o te tiren, siempre sabes levantarte.

     En fin, que Benigna seguía sorbiendo el seso a la niña, con las alusiones a Don Carlos: Que, no solo tenía buen dinero, sino que era todo un señor; que era un hombre bien plantado y siempre iba como un pincel; que era muy considerado con ella y dadivoso con los necesitados; que, como viudo desconsolado, tenía una vida sin horizontes, pero todo eso seguro que cambiaría cuando encontrase una mujer conveniente, como había augurado Don Romualdo.

-          ¡Ay, Benina, qué más quisiera yo que ser quien le alegrara la vida!; pero ya sabes que eso es imposible.

-          Tiempo al tiempo, mi niña. En todo caso, nada se pierde porque lo conozcas… No te preocupes, que sabré encontrar el momento sin dejarte en evidencia.

***

     Lo que voy a revelarles ahora puede echar a perder la emoción y parte del interés del relato, pero no creo adelantar nada silenciándolo, toda vez que lo pueden descubrir en la versión que Galdós ofreció de la historia de Benigna, y que en este punto coincide con la mía, dado que es totalmente cierto. Es el caso que, aunque ella tratara de ocultarlo, la Señorita Obdulia hacía casi una década que era Señora. Esa era, precisamente, la falta de suerte a que antes aludía Benina. Sucedió a poco de morir su padre y empezar a renquear la economía familiar. Fuera deslumbramiento de jovencita o rebeldía de persona sin experiencia, Obdulia se casó con Luquitas, un muchacho que, aunque trabajase en una modesta funeraria, era alegre, divertido y dado al dispendio, cosas todas ellas que volvieron loca a la niña, en expresión de Doña Paquita. Y así, Obdulia y Luquitas del Féretro[36] pasaron a vivir en piso aparte su vida de casados, que muy pronto convenció a la esposa de que había hecho un mal negocio. Su marido resultó ser -y cada vez más- bebedor y mujeriego, sablista y dado a los pufos. La buena de Benigna intentó paliar la tristeza y el desvalimiento de la niña pasando a cuidar temporalmente de su casa, con el permiso de Doña Paquita. Pero, cuando Luquitas se propasó maltratando de obra a su mujer, Benina tomó la iniciativa: Lo sacudió con el atizador del brasero y, mientras el magullado iba a curarse a la Casa de Socorro, ayudó a Obdulia a recoger sus pertenencias y la acompañó en un coche de punto hasta la calle del Olmo, donde por el momento residían Doña Paca y Antoñito. Digamos en obsequio de Luquitas que dejó las cosas como estaban y aceptó aquella separación de hecho sin rechistar… y, por supuesto, sin aportar ni una peseta para la manutención de quien seguía siendo su esposa[37].

     Según esto, ¿qué sentido tenía que Benina se estuviera animando a promover un escarceo de la niña? ¿Es que su objetivo era tan solo el de convertir a esta en la querida de Don Carlos? No pretendamos, por el momento, penetrar en la mente calenturienta de la cocinera alcarreña y limitémonos a informarnos de lo que sabe acerca de Luquitas, a día de hoy. Verdaderamente está muy al corriente para no haber vuelto a tratar con el marido de Obdulia desde el día del sartenazo con el atizador. Y es que, no mucho después, otra criada de la vecindad le dio la voz de alarma:

-          ¿No estaba tu señorita casada con un empleado de la funeraria El reposo final?

-          ¿Por qué me lo preguntas?

-          Pues porque buena la ha hecho, el sinvergüenza de él. Cobraba los recibos de la empresa y se quedaba con el dinero… El fraude se destapó porque la funeraria amenazó a los pagadores con embargarles los derechos sobre las sepulturas.

-          Lo habrán echado a la calle, supongo.

-          No del todo. Como es medio pariente del dueño, ha pasado a conducir los coches fúnebres.

     Benigna no pudo por menos de echarse a reír, imaginando a Luquitas vestido a la federica.

     La siguiente noticia se la trajo Antoñito, a poco de volver del servicio militar:

-          Me topé en la Plaza Mayor con Luquitas. Si no me llama él, no lo habría reconocido. Está hecho una piltrafa, pero tan descarado como siempre. ¿Querrás creer que, para celebrar el encuentro, me sugirió que comiéramos juntos en Casa María[38]? Ya te figurarás quién pretendía que pagara. Al final, me entró lástima y le di diez céntimos para un porrón.

     Y la última vez, poco antes de lo de Don Carlos, había tenido la información de propia mano. Caminando por Las Cambroneras con Almudena[39], había divisado una especie de sombra andante, que se combaba rítmicamente a los accesos de una tos rebelde, que trataba de sofocar con un pañuelo. El moro identificó el timbre de aquel bronco sonido y susurró a Benina:

-          A ese, poca vida le queda. Dicen que ya tiene el ataúd en su cuarto y hasta duerme dentro de él[40].

-          ¡Qué cosa tan macabra! -comentó Nina, intuyendo el origen del féretro-. ¿Sabes cómo se llama ese moribundo?

-          Me parece que lo llaman Lupita. Será marica…

-          ¿No será Luquitas?, corrigió Benigna.

-          Lupita o Luquita, ¡qué más da! ¿Es que lo conoces?

     Benigna vio venir el ataque de celos de Almudena y lo cortó, siguiéndole la corriente:

-          ¡Vamos, morito mío! No irás a tener achares de un pobre sarasa…

     Baste con lo expuesto, para que tengan ustedes una explicación del comportamiento de Benina, aun constándole perfectamente que la nena seguía férreamente casada. Pero ella guardaba esas noticias para sí. No en vano Doña Paquita y ella misma habían tenido que frenar a la joven ante ciertos avances con algunos pollos que la asediaban, ignorantes de su estado civil. No dejaba de ser humano que Obdulia olvidase de vez en cuando que no podía disponer de sí misma a voluntad, pero siempre con tiento, sin írsele los pies. Benigna procuraba disfrazar lo prohibido de insensato y sin futuro:

-          ¡¿Pero no ves, Obdulita, que ese galán no te merece?! Hazte valer, niña mía, que no se hizo la miel para la boca del asno. Ya llegará el momento.

     Pues bien, había llegado, por fin, alguien que pudiese apreciar la pureza y la dulzura de aquella miel, que merecía ser de La Alcarria, como la vendedora que iba a pregonarla.

***

     Parecía lógico. Después de ilusionar a Obdulia con las cualidades y posibles de Don Carlos, era llegado el momento de hacer lo propio, pero viceversa. Benigna, pues, empezó a hablar a su señor de la joya de la familia Zapata, exagerando sus buenas prendas y omitiendo toda alusión a sus muchos defectos y, por supuesto, a su estado civil. El magistrado, aunque paciente, se cansó pronto de tantos ditirambos, que le parecían poco conformes con el cuadro que de aquella familia le había presentado el Padre Cerrón. Entonces, notando que había pinchado en hueso, Benina optó por cambiar de estilo, imaginando que su patrono sería más blando por el lado de la conmiseración que por el del casorio. Después de todo, sus buenas pesetas repartía todos los meses entre los pobres y -según le había confesado en una sobremesa- había renunciado a las tierras del Bierzo en favor de sus hermanos; ello, por no aludir a su venia para llevar las sobras de comida, de la calle de La Palma, a la Imperial. Pero, jugando a la paradoja, a Benigna le salió la criada respondona, pues Don Carlos la respondió con el siguiente cuento[41]:

-          Un profesor mío en el seminario de Astorga recibió una carta de la madre de un alumno, pidiéndole que le hiciera una caridad. Sabiendo él por el párroco del lugar que las carencias de la solicitante eran más por mala administración que por inevitable pobreza, llamó al hijo y le entregó un paquete para que se lo llevara a su madre, cuando volviese a casa por vacaciones de Navidad. ¡Cuál no sería la decepción de la buena señora al abrir el envuelto y comprobar que contenía un lápiz azul, otro rojo y un libro balance!

     Como notara por la expresión de su cara que Benigna desconocía el objeto del citado libro, el narrador le aclaró:

-          Quiero decir, Benina, que nadie podrá prosperar en esta vida, si no comprueba diariamente que su debe está en consonancia con su haber.

     Ahora sí que entendió la criada el sentido del apólogo y no dejó de reconocer que Don Carlos tenía buena parte de razón. Con todo, le costaba dar su brazo a torcer, y se atrevió a refutar en parte el ejemplo:

-          Tendría el señor toda la razón en lo que dice, si hubiese trabajo para todos; pero el caso es que, desde lo de Cuba[42]

-          ¡Tópicos y monsergas!, exclamó Don Carlos, perdiendo los estribos. Y mentira parece que seas tú quien defienda a esa familia, cuando han consentido hasta que mendigases para ellos.

     En fin, Benigna tuvo que pasar por el aro. Si pretendía llevar a Don Carlos donde ella quería, habría de ser directamente, gracias a los encantos de Obdulia. Había, por tanto, que empezar a aleccionar a la niña… y presentársela luego al viudo, por si hallare en ella consuelo.

***

     Benigna estaba convencida de que Don Carlos, dada su mentalidad y parsimonia, no habría pisado el Lhardy[43] o, cuando menos, no estaría tan al corriente de sus exquisiteces, como para descubrir el ardid que le preparaba. Contando con la tolerancia del repostero, logró que le preparase un exquisito suflé[44] para cuatro personas, sin estampar su marca sobre la clara a punto de nieve. Ese mismo día, como postre sorpresa, se lo ofreció a Don Carlos. Este, tras probarlo con gran fruición, preguntó:

-          ¿Puedo saber a qué se debe este presente tan exquisito?

-          Pues porque estamos a 4 de noviembre y supongo a usted informado de cuál es el santo del día[45].

-          ¿Querrás creer que me estaba pasado desapercibido? -confesó el magistrado-. La verdad es que en Castilla, como bien sabes, no solemos celebrar las onomásticas.

-          Cierto, señor. A mí me habría pasado lo mismo, pero esto es cosa de la niña, que le está muy agradecida por sus atenciones.

-          ¿Quién es la niña y qué atenciones son las que yo tengo con ella?, preguntó muy intrigado Don Carlos.

-          Perdone, es que en familia la llamamos así. Me refiero a Obdulia, Obdulia Zapata, la hija de la casa en que siempre he estado interna. Y, sabiendo eso, ya se figurará usía que las atenciones son las que tiene usted con ellos, permitiéndome que me lleve para aquella casa la comida que sobra en esta.

-          Luego esos restos no son solo para que tú los aproveches para tu cena…, dedujo el magistrado. Pues, ¿hasta tal punto están necesitados tu otra señora y sus hijos?

-          ¡No lo sabe usted bien! El varón, Antoñito, va trampeando con trabajos ocasionales, pero Doña Paca y Obdulita, pese a sus esfuerzos, no encuentran ocupación ninguna. ¡Y eso que la chica está muy bien preparada!: piano, costura, tareas de oficina, cocina y repostería -como acaba de comprobar-. Es un verdadero encanto. Tendría usted que conocerla.

-          ¿A ton de qué?, saltó escamado Don Carlos.

-          Verá; es que hace ya tiempo que me viene insistiendo en venir a visitar a usía, para darle las gracias por su bondad. De hecho, si por su voluntad hubiese sido, habría venido hoy conmigo a traerle este obsequio, obra de sus manos.

     Don Carlos suavizó su actitud. Había que ser educado y, antes que con nadie, con las señoras y la gente en situación inferior:

-          Pues dale las gracias por este exquisito pastel, y puedes decir a la señorita Zapata que puede venir algún día para que nos conozcamos; invitación que, por supuesto, hago extensiva a su señora madre -precisó-.

-          Tendré que acompañarla yo, si no le importa. Doña Paquita le está tan agradecida como su hija, pero sería para ella un bochorno insufrible el reconocer que algunas noches cena merced a la generosidad de usía.

 

 

5.      Tres son multitud

 

     Desde que se metió en la cama -iba para tres horas-, Don Carlos no hacía más que dar vueltas, incluida la cabeza. Nunca habría creído que la visita de una joven pudiera alterar de tal modo su tranquilidad y perspectivas vitales. Claro está que Obdulita, bien arreglada, era -ya lo hemos dicho- una preciosidad, pero seguro que no había sido solo eso. El insomne argumentaba para sí que llevaba un montón de años sin plantearse, ni por asomo, cambiar de estado. Y no sería porque no hubiese conocido a mujeres de buen ver, ni porque no se lo hubiera aconsejado el presidente de la Sala y todo quisque que se empeñase en arreglar las vidas ajenas -¡y a fe que muchos, y muchas, había!-. Pero lo de Obdulita era mucho más que el atractivo físico. Estaba su voz melodiosa -que seguía resonándole en los oídos-; su conversación fluida y variada; el interés que mostraba por su trabajo judicial; y, por supuesto, aquellas excelentes cualidades de ama de casa y de trabajadora, que Benina tanto destacaba, aunque hubiera de admitir que el paro forzoso le impidiera ejercitarlas. Y, hablando de la criada, la mujer había estado muy prudente y acertada durante la larga visita de días atrás pues, con el motivo prepararle una buena cena -ya que estoy en casa y sin hacer nada-, los había dejado solos, pudiendo así charlar y comportarse con mayor libertad. No tenía, por tanto, disculpa ninguna que no la hubiese invitado al teatro o, al menos, a tomar el té en algún salón distinguido: ¡Ni siquiera le había dejado caer la posibilidad de volver a verla! Don Carlos se habría dado de bofetadas: ¡tímido a su edad y en su situación! Claro que siempre podía hacerle llegar algún recado o billete por Benina, pero eso sí que le fastidiaba: andar metiendo en danza a una criada que, a mayores, adoraba a la niña y era un poco confianzuda. ¿Qué explicación daría para que, ni lo desairaran, ni se comprometiera en exceso -asomar la oreja, era su expresión literal-?

Coche fúnebre, circa 1900.

     Las reflexiones nocturnas no le aportaron ningún plan concreto; pero la boca a veces habla de lo que rebosa  del corazón. A mediodía, mientras le servía Benina el cocido, le preguntó:

-          ¿Cuántos años tiene Obdulia? Yo le echo unos veinticinco.

-          ¡Huy, no señor! Ya ha cumplido los treinta y, a principios de año, le caerá uno más.

     Señor y criada se miraron fijamente y, aunque fue un instante, Benigna comprendió que había acertado en decirle la verdad: Don Carlos empezaba a sentirse viejo para los escarceos, y todo lo que fuese reducir la diferencia de edad con las mujeres interesantes le parecía muy satisfactorio. A mayores, es muy probable que el magistrado pensase que, con los años de Obdulia, no era ya probable que la pretendiese un pollo: ergo, menos competencia para gallos con espolones, y menores exigencias de la mujer a la hora de aceptar a un pretendiente.

-          Por lo que te he oído -prosiguió Don Carlos-, y pese a sus cualidades, no tiene ninguna relación seria…

     Benina -que guardaba completo secreto del matrimonio de la joven- se puso nerviosa. Dio por buena con su silencio la conclusión que había sacado Don Carlos y tomó con cierta rapidez el camino de la cocina. Mas, cuando volvió al comedor con el postre, el señor volvió a las andadas:

-          Se echan encima las Navidades y querría corresponder a la atención que Obdulia tuvo por mi santo.

-          Seguro que le hace mucha ilusión -repuso Benigna-. Desde que lo conoció a usted, se hace lenguas de su amabilidad y simpatía. Si me lo permite el señor, le diré que produjo en ella una profunda impresión.

     El magistrado, según eso, se sintió con fuerzas para proseguir con los avances:

-          ¿Te importaría llevarle de mi parte una esquela y traerme su contestación?

     Benigna aceptó encantada, con estas palabras tan finolis:

-          Nada me agradará tanto como complacer al señor y, a no dudar, también a la Señorita Zapata.

***

     Pasaron las Navidades; llegó el nuevo año; Obdulita cumplió sus treinta y uno, y las invitaciones, regalos y encuentros entre la joven y el aspirante -que, para ella, ya era simplemente Carlos- proseguían viento en popa. Tanto, que, aunque Madrid fuese grande[46] y la pareja prudente, eran ya varios los conocidos que los habían visto juntos y -cosa mucho más comprometida- sin la carabina que se estilaba en aquellos tiempos entre las parejas bien. Y, aunque Don Carlos no tuviera ninguna prisa, ni tampoco Obdulia -aunque por muy diversos motivos-, iba llegando el momento de dar a aquellas relaciones tan satisfactorias una forma definida y estable, entre las pocas que la intimidad de una pareja normal permitía. Por una vez fue Doña Paquita quien asumió la iniciativa, no la buena de Benina, que trataba de dar largas al asunto, no tanto para encontrar la fórmula para salir del atolladero, sino para hacer tiempo, a ver si Luquitas se iba, al fin, al otro barrio, como su mala vida y enfermedades presagiaban.

-          Mira, Obdulia -empezó su madre-, lógico es que, a tu edad y con la vida tan triste que has llevado, te guste tener ilusiones y que te agasajen como te mereces… Y no diré que a tu hermano y a mí no nos vengan bien ciertas atenciones de ese señor. Pero las cosas están llegando demasiado lejos: Frasquito Puente me ha dicho que os vio salir de un reservado de Fornos[47] el otro día, a más de las diez, y las vecinas no hacen más que tirarme indirectas.

     Poco o nada tenía que replicar la niña ante esas evidencias. Bajó la vista, mientras su madre continuaba la diatriba, que bien sabía por dónde iba a encaminarse:

-          Mucho me duele que el sinvergüenza de tu marido te haya desgraciado la existencia, pero no dirás que no te advertí sobre él. Ahora no te queda otra que llevar un ten con ten, sin comprometerte.

     Obdulia empezaba a hartarse de una filípica proveniente de quien, hasta entonces, no se había privado de aprovecharse de la generosidad de su amigo:

-          Estás algo anticuada, mamá. Para casos como el mío no deja de haber soluciones. Precisamente alguna de esas vecinas maledicentes es buen ejemplo de ello.

-          ¡Jesús, nena, qué disparates se te ocurren! Es lo que nos faltaba, pobres y deshonradas.

-          No pluralices, mamá. Como decías antes, con advertirme, tú ya has cumplido.

     Aunque la conversación entre madre e hija se había producido en el cuarto de estar, Benina se percató de que la cosa iba en serio, por lo que salió de la cocina y permaneció en el pasillo, escuchando la discusión. Alarmada por lo oído, regresó a sus dominios, preocupada y dispuesta a hablar del tema amoroso con Obdulia, a poco que se presentase la oportunidad. En realidad, fue Doña Paquita quien dio pie a ello, apareciendo a poco en la cocina, con una mezcla de preocupación y de reproche:

-          Espero -indicó al señora- que tu Don Carlos sea un caballero, porque la niña bebe los vientos por él y parece dispuesta a hacer un disparate… Si tú no hubieses forzado tanto la situación, poniéndolo a cada momento en los cuernos de la luna…

-          Tranquilícese, señora -replicó Benina-, que del dicho al hecho… Deje que le hable yo y, si se tercia, algo le diré también al caballero.

***

     Aquella misma noche, cuando se retiraba hacia su dormitorio, Benigna oyó sollozos del cuarto de Obdulia. Llamó a la puerta y la joven la invitó a pasar, componiendo el gesto y enjugándose las lágrimas.

-          ¡Soy más desgraciada que nunca, Nina! -aseguró la compungida-. Mal estaba cuando no tenía ilusiones, pero lo de ahora… ¡Es el suplicio de Tántalo!

-          Todo tiene remedio, niña mía -la consoló la criada- y, aunque parezca no haberlo, yo lo encontraré. Pero ahora lo que tienes que hacer es ponerme al corriente de la situación entre Don Carlos y tú.

     Obdulia se calmó y, punto por punto, fue respondiendo a las dudas y preguntas de Benigna. Como era de suponer, la joven no le había dicho ni palabra acerca su matrimonio, lo que le había obligado a inventar mil excusas, cuando él le hablaba de noviazgo. El hombre, se las creyera o no, era bastante condescendiente, en los términos que Obdulia relataba:

-          Creo, Benigna, que Carlos ha acabado por renunciar a entenderme y a averiguar los motivos por los que voy dilatando el formalizar relaciones. Pero no deja de ser un hombre con sus necesidades -y, dicho sea de paso, yo una mujer con experiencia, aunque esta quede ya tan lejana; pero hay cosas que no se olvidan nunca-. El caso es que cada vez me asedia con más fuerza. Ha llegado a confesarme que, antes de conocernos, iba con cierta frecuencia a una de esas casas, pero que ahora no le satisface porque solo quiere estar conmigo. ¡Figúrate, hasta qué extremos llega! Finalmente, el otro día, mientras estábamos amartelados en un reservado, me dijo que no podíamos seguir así, sujetos a las habladurías de camareros y clientes, que su cargo no lo permitía. Se ofreció a alquilar un pisito -un nido de amor, lo llamó el muy cursi- para que pasáramos juntos todo el tiempo posible. No te lo vas a creer, pero hasta había pensado en ti para que nos asistieras. Benina te quiere y a mi me tiene ley, dijo.

-          ¿Y tú qué piensas, niña mía? Según tu madre, parece que estás dispuesta a todo.

     Obdulia, con firmeza, le respondió:

-          Eso es lo que ella se figura, pero de ninguna manera pienso yo así. Saldría de Málaga para meterme en Malagón. ¡Eso sí que sería abandonar toda esperanza!

     A Benigna le salió la vena moral y exclamó:

-          ¡Así se habla! Si una mujer pierde la honestidad, no le queda nada.

     Para su sorpresa, la joven la desengañó:

-          No es eso, Nina. Las pobres y las desdichadas no podemos andar con esas finezas. Nadie mejor que tú debería saberlo, que andas por ahí con un desharrapado ciego y moro.

-          Yo soy criada y vieja -le contestó con aspereza-; y, que yo sepa, sigo tan soltera como cuando nací… Pero, a lo que vamos, ¿por qué, entonces, no aceptas la proposición de Don Carlos?

-          Muy sencillo, Nina: Porque tiene veinte años más que yo y en toda su vida no ha hecho más que trabajar y vivir como un monje. ¿Cuánto te crees que duraría una relación de amantes, sin pasión y escondiéndonos de todos para salvaguardar su buena reputación?

     Benigna objetó:

-          Tú, no lo sé, pero él sí que parece estar muy enamorado. De no ser así, ¿por qué iba a poner en juego dinero y prestigio?

-          ¡Qué cándida eres, Nina! Dale seis meses de disfrute, consiguiendo todo cuanto ansía de mí, y luego me dices…

     La criada vio que no merecía la pena seguir por el camino de la perdición. Así pues, cogió el sacramental:

-          ¿Y, si se tratara de tomarlo como marido, de que os casaseis como Dios manda?

     Obdulia abrió los ojos como platos:

-          ¡¿Te has vuelto loca, Benina?!, exclamó. ¿Qué hacemos con Luquitas?

     Benigna, muy seria, contestó:

-          Lucas, ahora, está con pie y medio en la sepultura. Sé de buena tinta que le queda muy poco de vida: Está tísico perdido… Te repito, si quedases viuda, ¿aceptarías casarte con Don Carlos?

     Obdulia imaginó en un instante todas las riquezas de la Tierra y al magistrado ofreciéndoselas:

-          A cierra ojos, aseguró.

     Nina insistió. Obdulia reiteró su afirmación, añadiendo:

-          Todavía nos quedaría convencer a Carlos. Verás cómo se pone cuando llegue a enterarse de que su angelical Obdulita estuvo dos años compartiendo cama con un funerario.

-          Don Carlos corre de mi cuenta, fue el compromiso de Benigna.

     Benina dio un beso a Obdulia y salió de su dormitorio. Al pasar por el de Doña Paca, esta -que dormía con la puerta entornada y tenía un sueño muy ligero- le echó el alto:

-          ¿Quién anda ahí? ¿Eres tú, Benina? Anda, vuelve a la cama, que mañana tendrás que madrugar para ir a atender a ese abogado tan inescrupuloso.

     La criada siguió su camino, sin rechistar. Llegada a su tabuco, cerró tras de sí la puerta con cierta violencia y rezongó:

-          ¡Dios, qué gente los Zapata! ¡Menos mal que tienen a la Nina para velar por ellos!


Interior del antiguo Mercado de la Cebada, de Madrid

 

 

6.      Un homicidio piadoso

 

     Benigna no sabía cómo abordar con Don Carlos el asunto de Luquitas, pero tenía algo decidido: No había más remedio que informarle de que Obdulia era, y permanecía, casada, pues, aún en el mejor de los casos -que su valetudinario esposo estirase la pata-, se descubriría en el expediente matrimonial que la niña era viuda y no soltera. Benina intuía que, en ese caso, la reacción del novio sería mucho más violenta que de haberlo sabido con cierta antelación. Había que pasar aquel trago y cuanto antes, mejor.

     Las tensiones entre el magistrado y su amiga se reflejaban en el carácter de aquel, que se reconcomía y agriaba por momentos. Las conversaciones entre Don Carlos y la Nina eran cada vez más breves y esporádicas. La criada sospechaba que el señor empezaba a mirarla como culpable de haberle metido por los ojos a su Obdulita del alma y, por ende, como responsable de su desasosiego e insatisfacción. Uno de los dos tendría que franquearse y tratar de aclarar las cosas. Finalmente, lo hizo Don Carlos, y pilló a su interlocutora por sorpresa, aunque suficientemente preparada:

-          Benina -empezó-, tú que lo sabes todo de la vida de Obdulia, ¿conoces el motivo por el que, ni se ha casado hasta ahora, ni parece tener la menor intención de hacerlo en el futuro?

     La cocinera -que precisamente fue abordada en la cocina, mientras daba los últimos toques a un estofado de gallina- tragó saliva y comenzó su respuesta poniendo, como quien dice, la venda antes de la herida:

-          Ella está bastante reservada conmigo últimamente, por lo que no tenía ni idea de que las relaciones entre ustedes hubiesen llegado hasta pensar en el matrimonio. Si lo hubiera imaginado, me habría apresurado a informar al señor, aunque fuera a costa de violar el juramento de guardar un secreto, que tengo hecho a Obdulia y a su señora madre.

     Don Carlos, asombrado de tanta solemnidad, inquirió, no obstante:

-          ¡Vaya!, no imaginaba que hubieses hecho voto de silencio a este respecto. ¿Tan grave es lo que tienes que ocultar?

     Benigna continuó aún con las salvedades, antes de ir al grano:

-          En cualquier caso, señor, debe quedarle claro que, si Obdulia no acepta sus proposiciones, no es porque usía la disguste, sino por otra razón muy diferente y, por ahora, insoslayable.

     Don Carlos empezaba a perder la paciencia:

-          Pero, bueno, ¿me vas a decir de una vez qué es ello?

-          Pues que, por el momento, está casada, si bien lleva un montón de años separada del marido a todos los efectos.

     El magistrado, como si hubiese recibido un golpe, se derrumbó sobre una de las sillas de anea de la cocina. Incapaz de articular palabra, escuchó sin rechistar toda la narración de Benina acerca de la absurda y desgraciada unión de Obdulia y Luquitas; su ruptura definitiva, ocho o nueve años atrás, y el estado actual del funerario, que no constituía sino el justo castigo de su maldad y le había llevado a las puertas de la muerte.

-          Estoy segura de que ese es motivo por el que la niña no se haya sincerado hasta ahora con usted. Imagínese lo que no hará una joven muy enamorada y que cifra en usía, con toda razón, las ilusiones de felicidad que la vida le cortó en agraz, de manera tan cruel y definitiva.

     Don Carlos pareció revivir cuando escuchó lo de que el marido de Obdulia se hallaba en las últimas pero, con todo, no le parecía motivo suficiente para que la joven le hubiese estado dando esperanzas y dejándose querer, sin ponerle en antecedentes de su estado civil. Íntimamente, se preguntaba que, de ser así, por qué no había tomado la joven por la calle de en medio y no había aceptado la fórmula intermedia y provisional del pisito recoleto. Su cabeza era un avispero, en que trató de poner orden a la mayor brevedad posible:

-          Vamos a ver, Benigna. Lo primero que quiero saber es si, en el caso de que su actual marido falleciese, Obdulia estaría dispuesta a casarse conmigo, una vez cumplido el lapso legal de los trescientos días[48].

-          Ni lo dude el señor. La niña no está esperando y deseando otra cosa.

-          Y lo segundo es que me prometas por la gloria de tus padres, que el tal Luquitas está para morirse… ¿Quién te lo ha contado?

-          Lo he visto yo misma, con estos ojos que ha de comerse la tierra, y se lo pueden corroborar unos cuantos de los mendigos que socorre usted los días 27. Que me muera aquí mismo, si le miento.

     Don Carlos halló al fin fuerzas para levantarse. Ya incorporado, dijo a la cocinera:

-          Mucho me ha alterado y dolido cuanto acabas de contarme. He de reflexionar sobre el camino a seguir, pues por el momento lo veo todo confuso… Y te ruego transmitas a tu señorita que, entre tanto adopto una decisión, vale más que dejemos de vernos.

     Benina, poniendo a Obdulia por pretexto, aún se atrevió a preguntar:

-          ¿Tardará mucho el señor en decidirse? Lo pregunto porque la pobre Obdulita se va a llevar un disgusto grandísimo.

-          Más gordo me lo he llevado yo, replicó Don Carlos con desabrimiento, según salía de la cocina.

***

     Reclinado en uno de los sillones de orejas del salón, en la oscuridad de la noche -como hacía para reflexionar sobre los pleitos más abstrusos-, Don Carlos estaba llegando, por fin, a alcanzar resolución en el caso Luquitas, sin duda, el más importante y difícil de su carrera. Y, si a ustedes les sucede lo que a mí, concluirán que está a punto de echar por los cerros de Úbeda o, dicho de forma más respetuosa, que va a adoptar una decisión, cuando menos, llamativa. En efecto, casi todos hubiéramos pensado que el circunspecto y puntilloso magistrado mandaría a paseo a Obdulia y, en evitación de mayores complicaciones y habladurías, solicitaría su traslado a otra Audiencia, lejos de Madrid. Pero estamos en un error: El señor Rubio está dispuesto a seguir adelante en sus relaciones con la señorita de Zapata, bajo una condición que no nos confesará hasta dentro de un ratito. Esto nos obligará a tener un poco de paciencia. Entre tanto, veamos las razones de Don Carlos para llegar a su resolución firme[49]:

-          Dejemos de lado -reconoce- mi amor propio y la sinceridad que debía esperarse de una mujer de treinta años en un asunto tan grave. Como dice Benina, quien ha sufrido tanto, es lógico que se agarre a la esperanza como a un clavo ardiendo. Ahora, lo verdaderamente importante es afrontar la situación de la manera que yo salga mejor parado; porque, eso sí, una cosa es ser comprensivo y tolerante, y otra muy distinta, poner en peligro mi tranquilidad y mi prestigio profesional por complacer a una chica que, ni puede casarse, ni acepta una solución de recambio… Aunque la verdad es que mejor que no haya querido ser mi amante: no soy yo hombre con experiencia ni en situación para andar siempre de tapadillo y disimulando. ¡Bastante bochorno paso cuando voy a casa de Doña Amelia!

     Sentado el criterio de lo primero, yo, Don Carlos pasaba a aplicarlo a los datos seguros que poseía, y la conclusión era bastante halagüeña:

-          ¿Que tiene treinta y un años? Pues mejor. Aparenta unos cuantos menos y está de muy buen ver. El que no sea una niña hará que critiquen menos la situación los conocidos, encontrando el matrimonio más equilibrado. ¿Que es -será- una viuda? Pues, ¿y qué soy yo? Gracias a ello, tendrá una experiencia del sexo que la haga más atractiva, y una práctica como ama de casa que nos vendrá de perillas. Y, donde falle o necesite ayuda, estará la buena de Benigna, que es lo menos que puede hacer por nosotros, cuando tanto se ha empeñado en unirnos.

     Se queda pensativo unos momentos: Con lo mucho que quiere Benina a Obdulia, ¿no le habrá mentido sobre sus virtudes y sufrimientos, a fin de hacérsela más atractiva? ¿No le dio a entender el párroco de San Ginés que la familia Zapata había sido un desastre, desde que murió el cabeza de familia? ¿No sigue Obdulia a estas alturas sin oficio ni beneficio? Es claro -eso no lo pone en duda- que la joven es de buen natural y carece de defectos que hagan inconveniente el casarse con ella, pero mucho se teme que la afición y conocimientos de una buena ama de casa brillen por su ausencia, por mucho que alardee de suflé, bordados a punto de cruz o jerséis de punto canelón.

-          Bueno, y qué -parece susurrarle el diablillo de la petulancia-: ¿No estás en posición de tener un buen servicio? Cocinera y una chica fija, por lo pronto. No tienen menos tus colegas de la Audiencia, y aún gente de mucho menos pelo. Luego, es probable que vengan los niños -uno o dos; no os carguéis de críos, que ya vais mayores, sobre todo, tú-. Ella es cariñosa y ejemplo tiene para ser una buena madre; quizá demasiado mimadora, pero para ponerse serio, tú te bastas y te sobras. ¡Chico, qué quieres! -el diablo de la presunción, cede la voz al ángel de la caballería andante-, bastante mal lo pasó la pobre con su anterior marido: Lo menos que se espera de ti es que la compenses; que conozca a un marido que desee hacerla feliz.

     Pero lo cortés no quita lo valiente. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Esta situación es insostenible por mucho tiempo. ¡Qué dice por mucho tiempo: ni por un año tan siquiera! Lo mismo el tal Lucas tiene una mala salud de hierro y los tiene empantanados hasta que San Juan baje el dedo. ¡Y con la espera añadida para un matrimonio con mujer viuda, a fin de que se sepa legalmente de quién es el hijo que en diez meses pudiere tener!

-          Tengo que darle -concluye Don Carlos- un plazo máximo de espera, pasado el cual, si te he visto, no me acuerdo. Si el marido las diña, pues magnífico. Nos ennoviamos y, al año, la boda. Pero, si fallan los pronósticos fúnebres, cada uno por su lado… Mira si, en este caso, no pida el traslado fuera de Madrid y empiece una nueva vida. La relación con Obdulia me ha puesto otra vez en el mercado -sonríe-. ¡Se acabó la vigencia de la promesa de celibato que hice cuando me faltó Elvira! ¿A quién beneficia el que yo no disfrute, y vea venir la vejez más solo que la una?... Nada, nada, todo decidido: seis meses de espera. Mañana mismo le notificaré mi sentencia a Benigna y, si hace falta, a Obdulita en persona.

     Así lo dijo y así lo cumplió. A la tarde, libre de preocupaciones y con la sensación de poder volar como los pájaros, hizo una visita a casa de Doña Amelia, donde la madama lo recibió personalmente, para testimoniarle lo mucho que le había echado de menos, hasta el punto de temer que se hubiera puesto enfermo.

***

     Benigna recibió con comprensión y alivio la sentencia del magistrado. Cierto que seis meses era casi puñalada de pícaro, pero, a lo menos, no suponía para su amada niña la pérdida de toda esperanza. En fin, asumió la condición de Don Carlos como cosa personal y a Obdulia nada le reveló sobre sus gestiones para que el plazo semestral concedido fuera más que suficiente.

     Lo primero era comprobar que Luquitas seguía vivo y cómo andaba de salud. Pensó que lo mejor sería dejarse ver del funerario y sonsacarle acerca de sus enfermedades y la opinión médica sobre las mismas. No le fue difícil tirarle de la lengua, con la habilidad que Benina se gastaba para esas cosas, máxime invitándolo a un par de botellas de lo de Arganda[50] y con la promesa de la propina de una peseta para que hoy comas y bebas bien a mi salud. Lucas, al fin y al cabo medianamente cultivado y ducho en trámites y gestiones, le contó que iba muy de tarde en tarde a la Casa de Beneficencia más próxima, donde los médicos le habían diagnosticado de tisis, cirrosis, anemia y unas cuantas cosas más; pero él, desoyendo los consejos de hospitalización y vida sana, había vuelto a la calle y andaba a salto de mata, como en los últimos tiempos:

-          Yo ya no tengo remedio, Beni -reconoció Lucas-, ni adónde ir, si quiero conservar mi libertad[51].

-          Pero estás muy mal, Luquitas. Cualquier día te acuestas y no te levantas.

     El amonestado se echó a reír, provocándose un acceso interminable de tos perruna:

-          No creas -corrigió-. Llevo, más o menos así, los tres últimos años… Ya sabes, mala hierba nunca muere.

     Benina ya había escuchado lo bastante. Se levantó, dejó sobre la mesa un real y puso una moneda de peseta en la mano de Lucas. Este, por todo agradecimiento, le espetó:

-          ¡Vaya!, parece que os van bien las cosas en casa de Doña Paca… A lo mejor debería hacerle a Obdulita una visita de cortesía.

     Benigna lo agarró con violencia de la andrajosa chaqueta y casi lo levantó en volandas:

-          ¡Ni se te ocurra, maldito rufián -exclamó-, si no quieres que, entre Antoñito y yo, te tiremos por las escaleras!

     La criada subió la calle Toledo a zancadas y farfullando. Una frase resume su indignación y, desde este momento, sus propósitos:

-          Hasta hoy imaginaba tu muerte como un acto de piedad, como el que se puede tener con un perro que sufre; pero ahora voy a disfrutar cuando te den el pasaporte para que te abrases en el infierno.

Fotografía de un paraje de Las Cambroneras (Madrid, 1902)

 


7.      Un increíble descabalamiento

 

     Benigna, en la semioscuridad de su cuarto, recontó por segunda vez el contenido del saquito que un rato antes había sacado del hondón de su baúl: quinientas sesenta y tres pesetas y setenta céntimos. No estaba nada mal para ahorrado de los salarios y sisas de los nueve meses que llevaba sirviendo en casa de Don Carlos. Por supuesto, lo reservaba como remedio para su vejez, pero ahora estaba destinado a un fin mucho menos loable, por más que lo juzgase inevitable: el precio de la vida de un hombre…, si es que podía llamarse así a Luquitas al borde de la eternidad. Con todo, la ahorrativa hormiguita que era la Nina no se decidía a volver a la bolsa el pico y dejar fuera aquellos cinco billetes de a cien, tan bellos por su valor, como feos por el rostro estampado en ellos[52]. ¡Mucho parecía para quitar de en medio a un alfeñique que apenas podría resistirse a que lo despenasen! Doscientas o trescientas, tal vez… En fin, ella desconocía cómo estaba el mercado de los sicarios: Tendría que hablar con Almudena, para no comprometerse directamente.

     Aunque tenía plena confianza en él, comprendió que, cuanto menos le explicara, sería mejor para ambos. Y, para empezar, procuraría rebozar el propósito de la fechoría, cargándolo sobre la mala voluntad de la víctima:

-          El otro día me tropecé por casualidad con Luquitas -ya sabes, el que se casó con mi Obdulia-, y ¿sabes por dónde me salió?, preguntó Benina.

-          Viniendo de ese, sería cualquier cosa mala, supuso Almudena.

-          Peor que mala: Me amenazó con volver a las andadas, si no le dábamos el dinero que necesitase para vivir; y, como yo me irrité y le di un tantarantán, me devolvió el golpe y me dijo que, si me interponía entre él y Obdulia, estaba dispuesto a quitarme de delante.

     Almudena apretó los puños y las mandíbulas, mascullando:

-          ¡Lo mato! ¡No es enemigo para mí! ¡No tiene ni media bofetada!

     Benigna intentó calmarlo, llevándolo donde, en realidad, quería:

-          Tú apenas ves y no quiero que te comprometas, pues ya sabes lo que te aprecio. Por tu barrio, o entre la gente que conoces, habrá tipos más acostumbrados para hacer lo que me propongo.

-          ¿Qué va a ser? ¿Darle una somanta de palos, o una puñalá?

-          De ninguna manera de esas, so bruto. Le dirás a quien se lo encargues que tiene que ser de forma que la policía crea que puede haber sido un accidente o muerte natural. Darle un buen estacazo y tirarlo por un terraplén, o asfixiarlo, sería lo más indicado[53].

     Almudena quedó mudo. Seguramente no esperaba de su dulce Nina una reacción tan grave como aquella, y contada además con toda frialdad. Finalmente, sugirió:

-          Quizá pueda servir el Piche, el querido de la Casiana[54]. Si él lo acepta, es cosa hecha; claro que, si no tiene otros motivos, tendrá que ser por dinero.

-          ¿Cuánto?, preguntó Benina.

-          Habrá que preguntárselo al que vaya a hacerlo -repuso sensatamente el moro-.

-          ¿Bastará con doscientas pesetas?, inquirió la mujer.

-          Mejor trescientas, repuso dubitativamente Almudena.

-          Pues vamos a tu casa y allí tú y yo ultimaremos el negocio.

     Bien creyó el ciego que Benina le proponía ir a su casa para consumar otro tipo de negocio. Encantado, tomó el camino a toda prisa y canturreando jarchas lascivas. Pero, en llegando a su destino, la criada se limitó a hurgar en el refajo y sacar unos billetes de banco enrollados con una goma, los que entregó a Almudena:

-          Aquí tienes -le dijo-, trescientas, pero tú regatea y, si lo hacen por menos, hacemos cuentas y compartimos la diferencia.

     El hombre, con los ojos como platos, contó el dinero que, doblado como estaba, lo guardó en un hueco que tenía hecho en el bastón, entre la empuñadura y el cuerpo. Luego, viendo que Benina se disponía a marchar, le preguntó con suavidad:

-          ¿Es el dinero sobrante lo único que tú y yo vamos a compartir?

     De buena gana se habría quedado, pero comprendió que era mejor demorar el momento. Así pues, la mujer le respondió:

-          Cuando todo llegue a buen puerto, te prometo que me quedaré contigo una semana.

     Almudena calló y la dejó partir. Para haber sido tan baqueteado por la vida, el ciego era a su modo un caballero y sabía esperar.

***

     Caballero y todo, el moro no le hacía ascos al dinero, y dio en pensar que él podía encargarse de aquel trabajo como el mejor. Ciertamente, tenía muchos años y muy poca vista, pero para acabar con aquel tipo tan enfermo, se sentía con facultades y fuerza de sobra. Todo dependía de ganarse su confianza y aprovechar un momento favorable. Tenía ya bastante ganado porque, desde que Benina se lo había señalado, movido por la curiosidad, se le había hecho el encontradizo y habían charlado y bebido juntos en varias ocasiones. Dentro de la fraternidad de la supervivencia, Almudena había consentido en que Luquitas durmiese en su casucha un par de veces y hasta se había ofrecido a incorporarlo al coro de los pordioseros -como decía Don Romualdo-. El funerario no se había decidido, y es que -opinaba Almudena- los que han sido señoritos hacen muy malos mendigos, con tantos ascos y remilgos. En fin, el moro sintió que era más seguro y provechoso despachar por sí mismo el encargo, que no depender de la pericia y buena voluntad del Piche, o de otro como él. La única duda que le asaltaba era la de si se quedaría con las trescientas pesetas, o se las devolvería a Nina para repartírselas luego. De una cosa sí estaba seguro: Si las cosas salían como era de esperar, le diría la verdad: Que él era todavía muy hombre y que podía contar con su apoyo, por muy peliaguda que fuera la dificultad.

     Proyectó la cosa como Benina le había sugerido. En amor y compañía fueron de noche Luquitas y él hasta un desmonte muy resguardado sobre el Manzanares, a fin de trasegar una botella de cazalla, de manera que no se vieran interrumpidos por algún gorrón. En un momento dado, Almudena se puso en pie, con el pretexto de ir a orinar, y asestó en la nuca un bastonazo a Lucas, pero no le dio de lleno, por la oscuridad y la cortedad de vista, surgiendo seguidamente un intercambio de golpes y gritos, que el moro acabó de una puñalada en un costado, tirando seguidamente el cadáver pendiente abajo, hasta que quedó cubierto por el agua y los carrizos. Luego, Almudena escapó de allí cuan rápido podía, hasta recogerse en su casa y trancar la puerta. Solo a la entrada de la quinta de Valdemoro, había creído ver una sombra como de mujer que hablaba fuerte con otras que estaban dentro. Su fino oído le llevó a identificarla como la voz de la Burlada. No dejó de preocuparle de momento, pero, entre el aguardiente y el insensato optimismo por su baraka, se durmió plácidamente, sin dejar de mano el bastón, tan valioso ahora para él como los conjuros y ensalmos aprendidos de su madre[55].

***

     Tres días más tarde, Don Carlos desayunaba en la churrería de su costumbre leyendo El Imparcial. En la página siete de su diario favorito leyó la siguiente gacetilla:

Aparece un cadáver en el Manzanares

     En la tarde de ayer, fue hallado a orillas del Manzanares, a su paso por Las Cambroneras, el cadáver de un hombre, con evidentes signos de violencia. Al parecer, se trata de un individuo de unos 35 años que, tiempo atrás, trabajó para una empresa de pompas fúnebres de esta Capital. La Policía practica investigaciones, pero todo parece apuntar a una riña entre indigentes de dicho barrio, por motivos que se desconocen.

     No hará falta decir que al magistrado le dio un desagradable pálpito y los churros se le atravesaron en el estómago. Al regresar a casa para comer, estuvo esperando durante un buen rato, a ver si Benigna tenía algo que decirle. Como no soltase prenda, fue él quien tomó la iniciativa, de manera ambigua:

-          Ya van a cumplirse dos meses del plazo. ¿Sabes algo del tal Lucas?

-          De lo último que me enterado es de que estuvo ingresado en la Beneficencia y acabó escapando para que los médicos no lo mantuvieran ingresado, como era menester. Parece que últimamente no le han visto por los lugares que frecuenta.

     Don Carlos respiró aliviado y se mostró más tolerante que de costumbre:

-          Bueno, todavía tenemos cuatro meses. Con todo, conviene que no lo pierdas de vista.

     Ya en la cocina, fregando los platos, a Benina la llevaban los demonios:

-          Este Don Carlos debe ya de saber algo -musitaba-. Seguro que se ha comentado por la Audiencia. ¡Maldito sea Almudena y su manía de demostrarme que es capaz de todo, por ciego y viejo que esté! ¡Nada menos que una cuchillada! ¡Como para que la policía se quede de brazos cruzados o mirando para otro lado! Si hasta ya han dado con la identidad del cadáver: Como que han ido a buscar a la niña para que lo reconozca. ¡Menudo pasmo le habrá dado, que yo no le había dicho nada de mis intenciones! ¡Y todavía me viene el moro con que me ha ahorrado las trescientas pesetas y que vamos a vivir como reyes con ellas! ¡Me cago en su estampa! Con el dinero me quedo yo, ¡vaya que sí!, pero de lo de estar juntos ya puede irse olvidando, que cualquier día de estos lo trincan y, cuanto más lejos esté de él, mucho mejor. No sé, no sé: Él asegura que no lo vio nadie, pero, con la poca vista que tiene, cualquiera se fía…

     Los días siguientes fueron de los de estar sobre ascuas. Quien más, quien menos, todos los personajes de esta historia tuvieron por qué preocuparse y en qué pensar. Hagamos un breve recorrido por aquellas jornadas y sorprendámolos en sus pensamientos, palabras, obras y omisiones, como reza el Yo pecador, oración que viene al pelo para ellos en este momento.

-          El moro Almudena tuvo la suerte de cara, como estaba predestinado. A la mañana siguiente del Luquicidio, se había encontrado con la Burlada, quien le había echado en cara, con guasa, andar a las tantas por las calles, a riesgo de romperse la crisma; a lo que él le había replicado, en el mismo tono, que no había peligro, ya que iba muy alumbrado. Gracias a este incidente, cuando la policía le tomó declaración días más tarde, no alegó haber estado todo el tiempo en su casa, como habría sido lo lógico, sino que, se había recogido muy tarde aquella noche, por haber estado celebrando el purim[56], como buen judío que era, de raza y de religión. El comisario, intrigado, le pidió detalles, que Almudena le dio en su algarabía habitual, deduciendo confusamente el policía que el interrogado había nacido en Marruecos, que se llamaba Mordejai y que no tenía mayor deseo en la vida que el de peregrinar a Jerusalén[57]. Con todo aquel embrollo, y siendo el muerto de tan bajo nivel como era, el comisario perdió el poco interés que tenía en apretar al moro y lo puso en libertad, con el irónico consejo de que, si  cumplía su ilusión por ir a Jerusalén, no tuviera ninguna prisa en volver.

-          Obdulia, a requerimiento judicial, fue convocada para reconocer el cadáver de Luquitas, al que, en efecto, identificó como tal. Seguidamente, por consejo del juzgado, promovió las oportunas diligencias para aparecer en los Registros como viuda; un apelativo que le resultó en principio tan triste y extraño, que rompió a llorar. Benigna trató de alegrarla, diciéndole: No te apures, niña mía, que a la vuelta de un año te hallarás casada; y felizmente, no como la otra vez.

-          Don Carlos le dio al asunto más vueltas que nadie, según su carácter. Y es que una cosa era que Lucas hubiera muerto de enfermedad y otra, escandalosa y deprimente, que un magistrado se casara con la viuda de un asesinado. Desde el hondón de su conciencia, una vocecilla le susurraba que la cosa no estaba del todo clara; que Benina no era trigo limpio y que, algún día, se verían todos afectados por sus malas artes para lograr el matrimonio de su niña con un buen partido. Claro que, otra vocecilla, a modo de un eco de la primera, le advertía que se anduviese con pies de plomo con la cocinera pues, si fuera cierto que no había vacilado en cometer un crimen para lograr su propósito, no le iba a tratar a él con guante de seda si, después de todo el bochinche, incumplía su promesa de matrimonio. En fin, las dos vocecillas se neutralizaron y Don Carlos resolvió mantenerse a la expectativa y, entre tanto, estar al día del curso de la investigación del crimen, preguntando una y otra vez al juez instructor, pretextando como motivo de su interés el de que la víctima había sido uno de los mendigos a los que en ocasiones socorría.

-          He dejado para el final a Benigna. La buena mujer solo daba por cierta una cosa: Que Almudena, teniendo esa manera de ser y esos sentimientos hacia ella, no habría de delatarla, para el caso improbable de que lo procesaran. Por si acaso, en una entrevista fugaz que tuvieron para ser informada del interrogatorio de la policía, Benina se lo había advertido: En el peor de los casos, le convenía confesar que había despenado a Luquitas en una pelea de borrachos. Figúrate, bebidos y todo, como estabais, te saldrían unos pocos años, y yo te esperaría; pero, si vas diciendo que todo estaba premeditado y que lo hiciste por dinero, de fijo te cae la pena de muerte. ¡Bastante le importa a un jurado[58] que le den garrote a un desgraciado, moro y judío para más inri! Hilvanado el asunto por este lado, el resto dependía de que Don Carlos no le viniese con tiquismiquis y rechazase lo conseguido, no de muerte natural, sino por un crimen. ¡Dios le librara! Como se pusiera en esa tesitura, estaba dispuesta a todo, incluso a confesarle lo sucedido y amenazarlo con decir que también él estaba al corriente y conforme con el plan. Y por la niña, ni inquietarse siquiera. Eso sí, las trescientas pesetas recobradas y sus hermanas que habían quedado en reserva tendrían que aplicarse a comprarle un buen ajuar: No iba a ir desnuda al casamiento, y ya no había tiempo para hacérselo en casa. Benina ya se divertía imaginando la cara de Doña Paca cuando viese en sus manos tal cantidad de dinero…

Billete de 100 pesetas de la emisión de 1900

***

     Así, mal que bien, se había ido recomponiendo el desaguisado armado por Almudena y su cuchillo; más aún, cuando el juez del caso advirtió a Don Carlos que la Audiencia, conforme con su criterio, acababa de sobreseer el asunto[59]. Podría decirse, por tanto, que empezaban a sonar campanas de boda, cuando hete aquí que todo saltó por los aires; precisamente, por obra y desgracia de quien menos se habría pensado: la viuda Obdulita. Veamos cómo y por qué.

 

 

8.      El Señor Pérez Galdós y sus fantasías, que no lo fueron

 

          ¡Qué bien le viene a Don Benito Pérez Galdós el que, en el capítulo XXXII de su Misericordia, aparezca don Romualdo Cerrón -Cedrón para él- por casa de la familia Zapata Juárez, con una herencia bajo el brazo, capaz de cambiar la vida de sus personajes! No son pocos los que han criticado a tan realista escritor que utilizase el recurso de Deus ex machina[60] para dar a su novela el giro decisivo que, fundado en un simbolismo religioso[61], conducirá el relato hacia sus peripecias finales. No obstante, estoy en condiciones de afirmar que, cuestiones de detalle aparte, tal herencia existió, en efecto, y tuvo muy sobresalientes consecuencias en la vida de Don Carlos, de Benina y de Obdulia, por no aludir a otras personas de su entorno, menos interesantes para mi relato. Comoquiera que tan decisivos efectos en la novela galdosiana no coinciden con los que yo he averiguado por testigos y documentos, me veo obligado a añadir este último capítulo, con mi versión de los hechos concernientes a tan singular historia.

***

     Todo empezó en el día, a finales de abril, en que Benigna, a ocultas de su señora y con la venia de Don Carlos, andaba mirando escaparates por la calle Mayor, con vistas a los preparativos de la próxima boda de Obdulita. De hecho, estaban a punto de publicarse las amonestaciones en las parroquias de los novios, notificando su inminente enlace. Serían alrededor de las doce del mediodía, cuando apareció por casa de Doña Paca el Padre Cerrón, con una cara que, aunque simulaba circunspección, apuntaba una sonrisa que presagiaba algo bueno. La señora de la casa conocía al sacerdote, a quien condujo inmediatamente a la mejor habitación, tan modesta y baqueteada, por otra parte, como todo lo demás. Camino de ella, el párroco, cuya estatura hacía honor al apellido y corría pareja con su corpulencia -máxime con el manteo-, estuvo a punto de darse un par de coscorrones por mor del abuhardillado. Doña Paca se disculpó:

-          Perdone, Padre, la estrechez de esta casa, que es un trasunto de las que pasa esta familia desde que falta mi marido, como creo que ya sabe.

     Don Romualdo llegó finalmente ileso a la sala, dejó el manteo sobre una silla, se sentó en otra y solo entonces respondió al lamento de la señora:

-          Paréceme, mi señora Doña Francisca, que esas estrecheces se han acabado a partir de hoy… Por cierto, ¿hay alguien más en casa?... ¿Su hija?... Pues dígale que se nos una.

     Las dos mujeres, sentada la madre, de pie la hija -pues la silla libre la sabía desvencijada-, esperaron, boca abierta y sin pestañear, las palabras del cura.

-          No sé si están ustedes al corriente de que su primo Rafael García Juárez falleció el once de febrero del corriente año.

-          ¡Qué me dice!, exclamó Doña Paquita. ¡Pobre Rafael! … No teníamos noticia. La verdad es que apenas nos queda ya familia por allá y, además, hemos cambiado de casa últimamente.

-          Pues han tenido la suerte de que el arcipreste de Ronda es compañero mío de seminario y mantenemos buena amistad. Sabiendo que vivían ustedes en Madrid, me rogó que hiciese gestiones para localizarlas, dando la casualidad de que, por Benina, sabía dónde vivían.

-          ¿Por Benina? ¿El arcipreste de Ronda? -inquirió Doña Paca, confusa-. No acabo de entender.

     Don Romualdo se mordió la lengua: Acababa de recordar que la mendicidad de la pobre criada era tabú para la familia beneficiada por ella. Lo arregló como pudo:

-          De Benina les diré que nos ayuda de vez en cuando con la limpieza de la iglesia. Y, en cuanto al arcipreste, Don Rafael, que en paz descanse, lo nombró albacea para ejecutar su testamento. Pero dejémonos de circunloquios y vayamos al grano: Su primo las ha hecho a ustedes dos, y a su hijo y hermano Antonio, herederos de una buena parte de sus bienes que, como supondrán, no eran pocos ni baladíes.

     A Doña Paca le dio por sudar. Obdulita, medio mareada, hubo de sentarse en la silla desencolada, aún a riesgo de su anatomía. Don Romualdo echó mano al interior de la sotana y sacó una carta, que dejó sobre la mesa:

-          Esta es la epístola -dijo textualmente- en que mi hermano en el sacerdocio me resume los bienes que a cada uno han correspondido y el valor aproximado de los mismos. Hay diversas fincas en usufructo vitalicio y títulos de la deuda pública que montan un total cercano a las cincuenta mil pesetas.

     Dejo para un escritor que no le haga ascos a describir lo obvio y evidente el detalle de las exclamaciones, aspavientos y parabienes que siguieron a aquella revelación, que cambiaría las vidas de los beneficiarios…, si es que no se empeñaban en dilapidar lo adquirido a tan poca costa. Pero de lo que yo no puedo privar a mis lectores es de conocer las consecuencias inmediatas que la citada herencia tuvo para quienes hubieron de sufrirlas. Y, una vez más, en aquel mundillo de personas importantes, tuvo que ser la Benina quien hiciese de intermediaria.

***

-          Don Carlos -inició la mensajera-, le traigo malas noticias, aunque, como dice el refrán, el mal trago, pasarlo pronto.

-          Tu dirás, Benigna… ¿Algún problema de salud?

-          De salud, no: de herencia.

-          Pues qué, ¿les pone el notario alguna pega para entregársela? ¿O es que los arrendatarios de las fincas no están conformes con la transmisión?

-          Nada de eso. Apenas han cobrado, ya están felices y contentos, desempeñando joyas, comprando vestidos y muebles, y pensando en cambiar de casa para los Bulevares[62].

-          Supongo -apuntó el magistrado- que también se estarán preparando para tirar la casa por la ventana, con motivo de la boda.

     Benigna torció el gesto y se dispuso a encajar la probable rociada de Don Carlos, como todo mensajero que se precie de cumplir con su sino[63]. 

-          Lamento decirle al señor que no habrá boda. O, por mejor decir, me alegro de ello. La novia no era digna de usted.

     Don Carlos parecía no comprender. Balbuceó:

-          Querrás decir que, con todas estas emociones, Obdulia necesita algo más de tiempo y me pide un aplazamiento…

-          No, señor -contestó Benina -ya sin titubeos-. La niña, en su nuevo estado y situación económica, no considera pertinente casarse con usted, y me ha mandado venir a decirle que lo dispensa de la palabra dada. De hecho, ya ha mandado retirar las proclamas de la parroquia y, aunque no sé si debería decírselo,… pues,… bueno,… está empezando a hacer vida social.

El magistrado no pudo menos de interpretar a su modo aquella nueva forma de vida:

-          Vamos, que los petimetres acuden al olor de la herencia, y aquí me quedo yo, que ya no le hago ninguna falta… ¿No es eso?

-          Me temo que así es, señor. No diré yo que Obdulita no le tenga cariño, pero la ha deslumbrado su nueva situación de libertad y de riqueza.

-          Y, para colmo -agregó Don Carlos-, en vez de dar la cara y decírmelo personalmente, te manda a ti de correveidile.

     Benigna se sintió herida al calificarla tan severamente:

-          Quizá debí negarme a hacer de correo, pero mi intención ha sido tan solo la de evitar una situación muy embarazosa y que podría haberles causado un dolor aún mayor.

-          No dudo de tu buena voluntad, Benigna, pero las personas se explican mejor hablando entre ellas. ¡Quién sabe si podría convencer a Obdulia de que siga el camino de la sensatez y no vuelva a las andadas!

     La criada no quiso revelar la opinión tan mediocre que la nena tenía de Don Carlos -viejo, aburrido, cicatero…-, pero sí explicitó su lógica e irremediable consecuencia:

-          No le dé más vueltas, Don Carlos, que la cosa no tiene remedio. Deje que Obdulita siga su destino y procure usted superar el trago, que no es pequeño… En fin, si puedo serle útil en algo, no tiene más que mandarme.

-          Gracias, Benigna, pero supongo que, con la prosperidad de los Zapata, ya no tendrás necesidad de atender a dos empleos… Y, además -perdóname-, preferiría que no siguieses viniendo por aquí, pues me avivarías los malos recuerdos.

     Benina bajó la cabeza, asintiendo. Don Carlos la acompañó hasta la salida. Al cerrar la puerta tuvo el primer síntoma de mejoría de ánimo: Pensó que acababa de despedir, no a la muñidora de su aventura con Obdulia, sino a la cocinera que le había hecho engordar placenteramente seis quilos durante los meses que había estado a su servicio.

Estación del Norte, de Madrid, hacia 1900 (gentileza de Todocolección)

***

     Han pasado las semanas y el verano se ha echado encima. Es media tarde y Don Carlos está rematando el trabajo pendiente, antes de trasladarse a León, donde le espera una plaza de magistrado de la derecha[64]. Su actual presidente, Don Rafael, le censuró vivamente la decisión:

-          ¡Mira que no esperar un poco más de tiempo para que te dieran una presidencia! Pero no: de magistrado del montón y a una Audiencia Provincial pequeña. ¡Vamos, que cambias las orejas por el rabo!

-          Rafael -protesta Don Carlos-, yo soy berciano y me agrada regresar a los orígenes.

-          ¡Pamplinas! -rechaza el presidente, irreductible-. Si me hubieras hecho caso en lo de la vida social y el matrimonio, a estas alturas serías más madrileño que la estatua de la Cibeles.

     Don Carlos se ríe para sus adentros: Matrimonio… ¡Eso es precisamente lo que me echa de Madrid!

     De pronto suena un campanillazo en la puerta de entrada. El magistrado acude a abrir, no sin tropezar con un cajón de libros, ya preparado para el traslado. ¡Sorpresa! Es Benina, con una cara de circunstancias que Don Carlos achaca a haber infringido su petición de que no volviera por casa. Pero los tiros no van por ahí.

-          Perdóneme el atrevimiento, Don Carlos, pero vengo a rogarle que me admita de nuevo en su casa.

-          Mujer -objeta el interpelado-, ¿no te dije hace poco que no quería…?

     La mujer le interrumpe, y aclara:

-          Es que ya no tengo nada que ver con Obdulita, ni con Doña Paca. Como quien dice, hace quince días que me han puesto en la calle.

-          ¿Cómo es posible, exclama Don Carlos, después de treinta años de servicio, y cuando están nadando en la abundancia?

-          Por poco tiempo, señor. Al paso que van las cosas por aquella casa…

     En resumen, Benina se había vuelto incómoda, precisamente por la misma mudanza de la fortuna, que Don Carlos juzgaba favorable para la veterana sirvienta: Era ya casi vieja, pueblerina; había estado mendigando -para los Zapata, todo había que decirlo-, y se la veía más de lo prudente con un ciego andrajoso, que tenía la desfachatez de esperarla en el portal, y hasta de subir a casa en ocasiones. En fin, de acuerdo con la nuera de Doña Paca, que se había convertido en la mandamás de la familia, habían contratado los servicios de una cocinera de buena edad y de una doncella, que parecía una muñeca, en lugar de la Benina. Doña Paca y la nena no habían puesto objeciones a que la vieja tata se quedase en la nueva casa, con su dormitorio propio y todo, pero pronto habían surgido las desavenencias con las nuevas criadas, lo que aprovechó Juliana, la omnipotente mujer de Antoñito, para zanjar las diferencias:

-          Benina desentona en esta casa y es fuente de desavenencias con la Hilaria y con Danielita[65]. Además, está el Almudena ese, que es de una impertinencia fuera de límites. Esto es soluciona despidiendo a la Nina y que se vaya a vivir dónde y con quien quiera… Eso sí, habrá que pasarle una pensión para que pueda vivir la vejez sin pedir limosna.

     Doña Paca no se atrevía con Juliana más que a decir amén. Sugirió:

-          Yo creo que iría bien con una peseta diaria[66].

     Juliana la corrigió:

-          No exageremos la dadivosidad. Con cincuenta céntimos tendrá que arreglarse.

***

     Don Carlos había comprendido que la ingratitud de la sangre de los Zapata no se había ensañado solo con él, sino con aquella mujer, cuyo mayor defecto -si podía llamarse así- era el de haberlos querido y apoyado por encima de todo y de todos. Era un modo de solidaridad entre los damnificados, que creaba en el magistrado una simpatía hacia la Benina, que no había sentido antes. A fin de cuentas, él no llegaba a los cincuenta y tenía la vida resuelta, pero ella…

     Ella seguía narrando sus penas, ahora ligadas a aquel Almudena, de quien no era capaz de despegarse, ya por cariño, ya por miedo a las reacciones de incontrolable violencia, que en ocasiones se apoderaban del moro.

-          Comprenderá, señor, que ponerme en la calle con dos reales diarios es una manera discreta de devolverme a la mendicidad y a tener que acogerme a la casa de Almudena, con la consecuencia de una convivencia forzada, que no necesito explicarle a usía. Y eso no lo quiero yo: Una cosa es consentirle de vez en cuando ciertas alegrías, y otra muy distinta convertirme en su mujer -como él me llama- y vivir como tal.

-          - Podríais casaros -sugirió Don Carlos-, supuesto que él sea soltero o viudo; y hasta hacerlo por la iglesia, ya que Don Romualdo sabe que Almudena está bautizado.

-          No es cosa de moral, sino de que yo no quiero ligarme con un hombre así. No le niego virtudes, ni dejo de agradecerle sus beneficios, pero, como diría Obdulita, no es mi tipo.

     Don Carlos preguntó:

-          Vamos al grano. ¿Qué quieres de mí, Benigna?

-          Que vuelva a admitirme como cocinera, o, si me acepta como criada fija, mejor que mejor… Le serviría con la mayor fidelidad y me conformaría con cobrar lo que menos gane una criada por estos barrios.

-          Lo siento mucho -se disculpó el magistrado-, pero tengo los días contados en Madrid… Me han destinado a León, donde tomaré posesión el próximo 15 de septiembre.

     Benina sintió que se derrumbaba su última esperanza de salir con bien del atolladero. Es más, intuyó el motivo por el que Don Carlos ponía pies en polvorosa y, por ende, se dijo que le estaba bien merecido a ella el fiasco, por haber batallado tanto para unirlo con la niña.

-          Siendo así -suspiró la Nina-, no hay más que hablar. Que le vaya todo lo bien que usted se merece y, por favor, avíseme del día que se marche: Me gustaría mucho despedirlo en la estación… Me da el pálpito -explicó- de que no habrá nadie más allí para decirle adiós.

     Don Carlos sintió un escalofrío de emoción y le confió:

-          Ya he sacado el billete. Tomaré en la estación del Norte[67] el tren que sale a las nueve de la noche del doce de septiembre próximo.

 

 

Final [68]


     Se ha hecho de noche. El andén del que sale el expreso nocturno a León y Galicia apenas está concurrido. Don Carlos, tan previsor como de costumbre, lleva ya diez minutos en su compartimento. A cada poco, se asoma a la ventanilla para ver si llega Benina a despedirse. ¡Ya la ha visto! Viene un poco apresurada, con un cesto de mimbre en una mano y un baúl, que arrastra con la otra. ¡Ya sospechaba el magistrado que, además del adiós, le traería algunas viandas para el viaje; ¡pero tantas! Mira el reloj de bolsillo y lo confronta con el de la estación: las nueve menos cuarto. Tiene tiempo para bajar del vagón y despedirse vis a vis.

-          ¡Por fin has venido!, le dice agradecido a Benina. Pero, mujer, no tenías que haberte molestado trayéndome tanto obsequio.

     Benina, con gesto de niña pillada en falta, susurra:

-          Lo de usía lo traigo en la cesta. En el baúl viene mi equipaje…

     Don Carlos pasa de la sorpresa a la alegría. Se echa a reír y la embroma:

-          ¿No vendrás a León, verdad?... Anda, déjame que te ayude a subir al vagón.

     El magistrado hace ademán de subir al suyo, de primera, pero Benigna continúa, andén adelante, hasta llegar a uno de los coches de tercera clase:

-          No me ha dado para más, pero no importa dice-. Supongo que, una vez en León, los dos iremos a parar al mismo sitio.


Moneda de 50 céntimos de peseta, emisión de 1900

 

 



[1] La citada novela se publicó en 1897 y está considerada como una de las mejores y más originales de su autor. En 1972 se estrenó una versión teatral del relato galdosiano, obra del dramaturgo Alfredo Mañas. En Internet puede tenerse acceso libre a la novela, por ejemplo, en la www.cervantesvirtual.com.

[2] Por si puede ayudar a definir indirectamente la ideología de Don Carlos, agregaré que dicho diario madrileño -que circuló entre 1867 y 1933- era considerado como liberal y de empresa, no de partido político, como la mayoría de los de su tiempo.

[3] Institución imaginaria, apoyada en el apellido del compositor español, Joaquín Romualdo Gaztambide y Garbayo (1822-1870), conocido principalmente por sus zarzuelas.

[4] Drama de Benito Pérez Galdós (1843-1920), que suscitó una gran conmoción política y, sobre todo, religiosa, cuando su estreno madrileño en 1901, y en ocasiones sucesivas. La fecha de dicho estreno (30 de enero de 1901) nos da la clave cronológica del presente relato.

[5] Dicho reinado concluyó con la Gloriosa Revolución, en septiembre de 1868.

[6] Cacabelos dista de Astorga unos 75 quilómetros, con el importante obstáculo orográfico del puerto de Manzanal, sobre todo por las nieves invernales de aquellos tiempos.

[7] La dilatada y compleja historia del hoy Instituto de Bachillerato Astúrica Augusta de Astorga ha sido recogida, hasta el año 2000, por Juan Antonio Cordero, en el libro, Historia de un Instituto de provincias. Astorga, 1842-2000, edit. Lobo Sapiens, León, 2019.

[8] Recuérdese que, a la sazón, la provincia de León pertenecía al distrito universitario ovetense.

[9] El texto parece aludir a la imprenta y litografía de Brid, Regadera y Cía. El libro clásico de consulta a este respecto es: Antonio García Oliveros, La imprenta en Oviedo (Notas para su historia), Diputación de Asturias, Oviedo, 1956.

[10] Por la referencia, intuyo que pueda tratarse de Fermín Canella y Secades (1849-1924), notable polígrafo.

[11] Como se sabe, Cacabelos es villa y municipio en la amplia comarca leonesa de El Bierzo.

[12] Los primeros hospitales antituberculosos españoles empezaron a funcionar muy a finales del siglo XIX (1897), a impulsos científicos y de la impresión sufrida al morir de tisis el monarca, Alfonso XII (1885), a los 27 años de edad. Puede consultarse por Internet, Cecilia Ruiloba Quecedo, Arquitectura sanitaria: sanatorios antituberculosos, Instituto de Salud Carlos III, Madrid, octubre de 2014.

[13] Viviendo en el número 34 de la calle de La Palma, tal parroquia habría de ser la de los santos Justo y Pastor que, desde 1891 se hallaba instalada en la misma calle, en la iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas, único resto que quedó de un convento de monjas carmelitas después de la Desamortización. Aquí y en todo lo sucesivo atinente a topografía madrileña, véase la web, paseosliterariospormadrid.wordpress.com, en concreto el paseo literario número 8: Paseo por el Madrid de Misericordia, 10-3-2017, con abundantes ilustraciones (el texto es anónimo).

[14] Es decir, los preceptos relativos a la frecuencia de la misa, la confesión y la comunión, los del ayuno y la abstinencia y el relativo al pago de diezmos y primicias (hoy convertido en ayudar a la Iglesia en sus necesidades).

[15] Tiene fachada principal a la madrileña calle del Arenal y lateral a la de Bordadores. De libre acceso por Internet es una tesis doctoral sobre dicha parroquia: María Belén Basanta Reyes, La parroquia de San Ginés de Madrid, Cuadernos de Arte e Iconografía, tomo IX, núms. 17-18, Madrid, 2000, espec. pp. 254-293 (la iglesia, entre 1860 y 1900) y 377-402 (ilustraciones). Publica una excelente página web: parroquiadesangines.es.

[16] En la capilla del Santo Cristo de la parroquial de San Ginés, se hallan los lienzos, Expulsión de los mercaderes del templo, del Greco, y la Inmaculada Concepción de José Antolínez; pintores lo suficientemente conocidos, como para que no dé más detalles aquí sobre ellos.

[17] Se calcula que el salario medio en Madrid era en 1899 de unas 2,50 pesetas, si bien se podía sobrevivir aceptablemente con alrededor de 1,75 pesetas. Recordemos que dos reales eran la mitad de una peseta (50 céntimos). Véase, Gloria Nielfa, Madrid en la crisis finisecular, en V.V.A.A. Madrid en la sociedad del siglo XIX, “Primer Coloquio de Historia Madrileña”, Madrid, 1986, Vol. I, págs. 264 y siguientes.

[18] Acojo respetuosamente rasgos externos del aspecto del personaje de Benigna, tal y como los recoge Pérez Galdós en el capítulo III de Misericordia, sin más alteración que la de lobanillo por verruga.

[19]  Véase Evangelio según San Mateo, capítulo 6, versículos 1-4.

[20] Don Carlos juega con las palabras: Real, no como moneda, sino como el lugar o edificio donde se alzaba el pendón del rey; y veintisiete, por analogía con los caballeros veinticuatro, o regidores de los diversos ayuntamientos andaluces que tenían dicho número de miembros en su pleno.

[21] Indudablemente, se trata de la famosísima chocolatería de San Ginés, fundada en 1894, y que continúa en el mismo lugar de Madrid (Pasaje de San Ginés), donde se fundó. Por cierto, es citada por Valle Inclán en Luces de bohemia (1920).

[22] Santo patrón de Madrid, cuya festividad se celebra el 15 de mayo.

[23] Descripción muy resumida de dicha sacristía en: José Luis Montes y José María Quesada, Real Parroquia de San Ginés. Guía del patrimonio cultural, Edilesa, León, 2009, pp. 71-73.

[24]  Localidad guadalajareña, en la comarca de La Alcarria. De alcarreña califica Galdós a Benigna, aunque -que yo sepa- no concreta el lugar preciso de su nacimiento.

[25]  De la Misericordia galdosiana se infiere que fue el guardia civil quien dejó a Benigna. Su señora, Doña Paquita Juárez apunta que embarazada, lo que Benina niega tajantemente.

[26]  Iglesia madrileña erigida en el siglo XVII y excelentemente barroquizada en el XVIII. Radica en la calle de la Puebla. Buen resumen sobre ella en: manuelblasmartinezmapes.blogspot.com, entrada de 19 de mayo de 2008 (con bibliografía).

[27] Véase el Evangelio según San Lucas, capít. 16, vers. 8.

[28] Galdós, en su tiempo, ponía aquella zona como ejemplo de la degradación urbana y moral de Madrid.

[29] Mercado de abastos de Madrid, erigido a partir de 1868 en la plaza de la Cebada, en funcionamiento desde 1875. En 1956 fue derribado para construir en su lugar otro, al estilo de su tiempo, el cual subsiste a día de hoy (2022).

[30] Es decir, de 1886. La Menegilda es uno de los personajes de la famosa revista-zarzuela, La Gran Vía (estrenada en dicho año), música de Federico Chueca y Joaquín Valverde y letra de Felipe Pérez y González. También ella, según su famoso tango, era maestra en el hábito de la sisa.

[31] Véase antes, nota 13.

[32] Véase Misericordia, cit., capítulo VII, antepenúltimo párrafo.

[33] Latinajo de la inventiva de Don Romualdo, equivalente a “enfermedad (o mal) de la soledad”, coincidente con el título de una obra muy posterior del gran historietista italiano, Sergio Toppi (1932-2012).

[34] Galdós dixit. El gran novelista palmense toma esta calle como ejemplo de las más elegantes del Madrid de su tiempo, en el barrio de Salamanca.

[35] También Galdós dixit, haciendo de calle de tan pomposo nombre el paradigma de una vía de vecindario muy modesto, no solo en Misericordia, sino también en Fortunata y Jacinta (Parte primera, capítulo II.2).

[36] Remoquete que le daba Antoñito, al estar empleado a la sazón en una funeraria, como he dicho.

[37] Recordemos que hasta 1932 no existió el divorcio en España, y aún eso, por pocos años, como efecto de quiénes fueron los vencedores en nuestra Guerra Civil. La consolidación del divorcio en nuestro Derecho se produciría en 1981.

[38] Restaurante centenario en la madrileña Plaza Mayor, que se dice fundado hacia 1808.

[39] Las Cambroneras era un arrabal de Madrid, junto al puente de Toledo, de viviendas míseras y mal ambiente, habitado mayormente por gitanos. Galdós coloca en él el cubículo del moro Almudena, dando una descripción amplia del lugar en el capítulo XXVII de Misericordia. También citan Las Cambroneras, entre otros escritores, Pío Baroja (en La Busca) y Blasco Ibáñez (en La horda).

[40]  Obviamente, Almudena no hablaba un castellano inteligible y puro, pero no osaré imitar a Galdós en su brillante apuesta idiomática en este personaje, tan compleja y valiosa a efectos literarios, aunque no filológicos. Sobre el lenguaje de Almudena, véanse: Denah Lida, De Almudena y su lenguaje, Nueva Revista de Filología Hispánica, XV, 1961, pp. 297-308; Robert Ricard, Sur le personnage d’Almudena dans Misericordia, Bulletin Hispanique, núm. 61, 1959, pp. 12-25.

[41] Me apropio para él del comportamiento que Galdós atribuye al personaje de Misericordia, Don Carlos Moreno Trujillo, del que mi magistrado Carlos Rubio es un trasunto lejano en todo, menos en el nombre. Véase capítulo XI de la citada novela galdosiana.

[42] Indudable alusión a la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, tras derrota en guerra contra los Estados Unidos. Puede ser que Benigna tuviese razón pero, para opinar con mayor fundamento, pueden verse los trabajos de José Luis García Delgado y Juan Carlos Jiménez Jiménez, en la obra colectiva de Pedro Laín Entralgo y Carlos Seco Serrano (editores), España en 1898. Las claves del desastre, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 1998, pp. 65-79 (“Los problemas económicos del final de siglo”) y 261-276 (“Le recuperación económica tras la pérdida de los mercados de ultramar”).

[43]  Famoso restaurante, pastelería y tienda de comida para llevar, fundado en Madrid (Carrera de San Jerónimo) en 1839 y hoy (2022) a duras penas subsistente. Fue fundado por el francés, o suizo, Emile Huguenin, L’Hardy (sobrenombre que significa osado o atrevido), que vivió entre 1808 y 1887. Galdós citó reiteradamente este establecimiento en sus obras, principalmente en los Episodios Nacionales, comenzando cronológicamente por el titulado Los ayacuchos.

[44]  Se trata de una especialidad fundacional de Lhardy, derivada de la omelette norvegienne. Con el progreso de la congelación, se añadió a la exquisitez helado, de diversos gustos posibles, algo irrealizable -en mi opinión- en los tiempos del relato.

[45] San Carlos Borromeo, festividad para los Carlos que no celebren a otro santo homónimo.

[46] Ciñéndonos a su población, hacia 1900 alcanzó Madrid la cifra de medio millón de habitantes.

[47] Famoso café y restaurante de Madrid, sito en la esquina de las calles de Alcalá y Peligros, fundado en 1870. Aunque subsistió hasta la guerra civil, su época dorada concluyó en 1908, cuando permaneció cerrado cosa de un año y salió de las manos de sus propietarios, la familia Fornos. Tenía varios reservados, en uno de los cuales se pegó un tiro mortal (año 1904) uno de los nietos del fundador del café.

[48] Artículo 116 del Código Civil. “Se presumen hijos del marido los nacidos después de la celebración del matrimonio y antes de los trescientos días siguientes a su disolución o a la separación legal o de hecho de los cónyuges.” De aquí se infiere la lógica de que la viuda espere 300 días antes de celebrar un nuevo matrimonio, a fin de evitar la commixtio sanguinis. Se ve que, incluso muy conturbado, Don Carlos estaba en todo.

[49] Es decir, definitiva, al no ser susceptible de recurso. Se trata, en este caso, de un adjetivo jurídico.

[50] Localidad de la provincia de Madrid, cuya comarca es pródiga en vino. Desde 1990, la subzona de Arganda es una de las que se incluye en la denominación de origen, Vinos de Madrid.

[51] Como recoge Galdós en su Misericordia, las citadas Casas eran, tanto o más que de asilo y curación, de internamiento por orden de la autoridad, cumpliéndose allí pequeños arrestos y medidas clínicas obligatorias en evitación de epidemias.

[52] Supongo que sería el de Francisco de Quevedo, que ilustra el texto de este relato.

[53] Probablemente, Benina imaginaba que pudiera confundirse una asfixia voluntaria con la que puede llegar a causar una tuberculosis terminal. La pobre criada no estaba al tanto de lo que un buen médico forense puede llegar a diferenciar casi a simple vista…

[54] Personajes ambos de la Misericordia de Galdós.

[55] Gran parte de este párrafo es directo deudor de Galdós, incluidos los nombres de la quinta y de la mujer en él recogidos.

[56] Celebración judía en conmemoración por haber salido indemnes de las asechanzas de Amán, primer ministro del rey persa Asuero (equivalente a Jerjes) -véase en la Biblia, el Libro de Ester-. La efeméride se conmemora en el día 14 del mes de Adar, coincidente con finales de febrero o principios de marzo.

[57] Todo esto, según la Misericordia galdosiana. Mordejai, o Mordecai, equivale a Mardoqueo, en las versiones habituales de la Biblia en español.

[58]  El jurado venía siendo competente en España para estos asuntos criminales desde el 1 de enero de 1889 (Ley de 20 de abril de 1888).

[59] La redacción entonces vigente de Ley de Enjuiciamiento Criminal (Ley de 14 de septiembre de 1882) preveía que todos los autos de sobreseimiento (vulgo, de archivo) de las causas criminales habían de ser propuestos (o consultados) por los jueces de instrucción a las Audiencias Provinciales, a las que correspondía la decisión, tanto si el sobreseimiento era libre (vulgo, definitivo), como provisional. Este último nunca era susceptible de recurso de casación ante el Tribunal Supremo.

[60] Este recurso es demasiado complejo como para resumirlo en una nota. Vendría a ser una forma irreal o, cuando menos, poco verosímil de resolver los problemas o situaciones de una narración o un drama, a base de poner en acción recursos fantásticos o totalmente inesperados. Este recurso fue popularizado en la dramaturgia clásica por Eurípides.

[61] Clásico en la materia: Gustavo Correa, El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós, Gredos, Madrid, 1962, espec. pp. 195-215 (“La santificación por la caridad en Misericordia”).

[62] Zona lujosa del ensanche de Madrid de finales del siglo XIX. Véase Pedro Navascués, Madrid. Ciudad y Arquitectura (1808-1898), en Historia de Madrid, pp. 402-439 (accesible en la web, oa.upm.es).

[63] Aunque supuestamente inculta, seguro que Benigna había oído lo de matar al mensajero.

[64] Expresión alusiva a que se sentaría a la derecha del presidente del tribunal, al tener mayor antigüedad que el magistrado que se sentase a la izquierda.

[65] Nombres dados por Galdós a las nuevas cocinera y doncella. En lo relativo a las desgracias de Benigna en casa de los Zapata sigo fielmente los capítulos XXXVII y XXXVIII de Misericordia.

[66] Recuérdese la nota 17, para comparar el valor del dinero con los salarios y mínimos de subsistencia. De ahí se infiere que una pensión diaria de una peseta era muy insuficiente. La de media peseta, que en seguida propondrá Juliana -y así se acordará-, era una verdadera miseria.

[67] Llamada posteriormente de Príncipe Pío. Inició su servicio de viajeros en 1882.

[68] Termino el relato como Galdós su Misericordia, con un breve Final, carente de numeración de capítulo. Este Final lo juzgarán ustedes. El susodicho de Galdós, en mi opinión, es un mal final para una buena novela (o, cuando menos, me parece que está de más, que sobra).