domingo, 28 de julio de 2019

LA SEGUNDA PARTE (UN GUION DE CINE NEGRO)


La segunda parte (Un guion de cine negro)

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Preston Sturges (1898-1959)



     La película Recuerda esta noche[1] es, tal vez, la más hermosa en la no escasa filmografía de las relaciones sentimentales entre acusadores y acusadas. Se le ha criticado su final, absolutamente abierto, hasta el punto de no saber si es feliz, o no. A mí me encanta esa conclusión ambigua, que parece fue impuesta por la Paramount en contra de la voluntad del guionista original, el gran Preston Sturges, a quien dedico esta continuación de su argumento, con la esperanza de que los lectores no olviden la película citada al principio y hagan por verla en DVD o en Blue Ray -hay versión subtitulada en español pero, que yo sepa, no está disponible con doblaje en este idioma-.






1.      Un encargo inesperado



     Trabajaba en el Santa Monica Globe & Adviser cuando, un día de principios de 1999, recibí la visita de un individuo como de setenta años, vestido de negro, cuya elevada estatura era ya incapaz de mantener erguida. Portaba una cartera de piel, modelo colegial años cincuenta, y -cosa insólita en ese fin de siglo- un sombrero que bien podría haber salido de la guardarropía de la RKO, si esos estudios no hubieran pasado a la historia hacía un montón de años[2]. Me preguntó, de sopetón:

-          ¿Es usted Vinnie Ventura, el cronista de cine de este periódico?

-          Para servirle, contesté. ¿Qué se le ofrece?

     Por toda contestación, sacó del bolsillo de la americana una tarjeta de visita arrugada y de un tono de blanco indefinido, en la que podía leerse:

Malcolm Harrison

Pompas Fúnebres

172, East Rodeo Drive           90210-Beverly Hills

     Nos quedamos como abobados, mirándonos fijamente, sin articular palabra: yo, con la tarjeta en la mano, y él, con la cartera a medio abrir. Pasados veinte segundos en silencio, me atreví a romperlo, con una de mis bromas:

-          Verá, señor Harrison, por ahora no creo precisar de sus servicios.

     Esbozó una sonrisa forzada, y se explicó:

-          Perdone. Sabe usted tanto de cine, que pensaba relacionaría mi apellido con mi padre, sin más explicaciones… Harrison, Wesley Harrison. ¿Se acuerda? El famoso guionista. Estuvo nominado dos veces en los Globos de Oro y una, para el Oscar.

     No recordaba ni una sola película escrita por su padre. No obstante, decidí hacerle feliz:

-          Mis conocimientos, señor, son mucho más modestos de lo que usted afirma. Con todo, ¡quién no conoce de nombre a su padre! Solo que el apellido es bastante corriente.

-          Claro, claro -concedió, terminando de abrir el vademécum-. Pues precisamente es un guion original de mi progenitor lo que le traigo aquí.

     Le mandé sentar y recogí el grueso folleto que me tendía, de cuya antigüedad daban buena cuenta la tipografía de la máquina, las faltas y desgarro de la cubierta y el histórico cosido de los folios -unos ciento cincuenta-, que yo no había vuelto a ver desde que abandoné el desempeño de cronista de tribunales -coloquialmente, rata de archivo- en el Chronicle de San Juan Capistrano. El folio de portada llevaba el título sugerido para la película a rodar, que era alternativo, cosa muy frecuente, como sin duda conocen:

One more time

or

Again[3]

     Hojeé brevemente y por cortesía el tomo y volví a cerrarlo. Al punto, aquel lacónico caballero rompió a hablar con tal fluidez y precipitación, que hube de interrumpirle en varias ocasiones, ya para enterarme bien de lo que decía, ya para que evitara reiteraciones y detalles impertinentes. Como no quiero someterlos a la misma tortura que sufrí yo durante casi media hora, procederé a resumir su perorata, como sigue:

     Contra la opinión del gran guionista, Preston Sturges, la productora de la película Recuerdo de una noche sustituyó el tópico final feliz -el fiscal y la ratera acusada por él se casaban-, por otro mucho menos explícito -la chica se negó a casarse hasta que cumplir la condena y salir de la cárcel, si para entonces el fiscal la seguía queriendo llevar al altar-. Yo había leído algo al respecto, en el sentido de que la Paramount[4] había desechado el happy end[5], por respeto a la función del fiscal y, tal vez, para evitar objeciones de la censura. El hecho es que la película tuvo bastante éxito de público y los estudios tuvieron la brillante idea de rodar el Recuerdo de una noche-2, para dejar bien a las claras que las chicas malas, regeneradas por el amor, pueden casarse con los chicos buenos, debidamente corrompidos por ese mismo sentimiento[6]. Se trataba de una apuesta atrevida, entre otras razones porque la primera parte de Recuerdo… terminaba sin que se supiera a cuántos años de cárcel condenaría el juez a la ladrona descuidera, una vez que la misma se había declarado culpable, para quitar de la conciencia de su amado fiscal la pesada carga de triturarla ante el jurado[7].

     Y el enterrador, hijo del guionista Harrison, prosiguió:

-          Pagaron a mi padre 4.000 dólares de entonces por el guion, pero luego cambiaron de idea y no llegaron a rodar la película. Y allí permaneció almacenado hasta que, hace unos treinta años, realizaron un expurgo y destrucción de viejos guiones, entre ellos, el que le traigo. Uno de los encargados de semejante disparate era un conocido mío. Me llamó con mucho secreto y me hizo entrega del trabajo de mi padre, con el compromiso de que no lo aireara hasta que él muriese. Finó hace quince años y le hice, gratis, un entierro de primera.

-          Ya me figuro, pero ¿por qué ha tardado usted otros quince años en presentar en sociedad -a mí, quiero decir- este texto?

-          Verá: Como la Paramount ha seguido existiendo, me preocupaba que se enfadaran y me reclamasen los cuatro mil dólares, con actualización de su valor hasta la fecha[8]. Pero, hace un año, sucedió algo que me ha movido a actuar, pase lo que pase.

-          ¿Qué es ello?

-          Una universidad californiana ha estado publicando, tal cual, los guiones de Preston Sturges. Precisamente hace un año, salió el libro con el de Remember the night, como seguramente sabe[9]. Me enteré y fui a ofrecerles que publicaran conjuntamente, como apéndice, la continuación por mi padre, pero me mandaron a paseo, con la disculpa de que el libro se haría demasiado extenso. Desagradecidos… En fin, aquí es donde entra usted.

     ¿Pues no pretendía el funerario que, bajo los auspicios de mi periódico, se publicara aquel tocho, con prólogo suyo e introducción a mi cargo? Y, por toda paga de mi labor, me ofreció cuatro mil dólares, de los de ahora. Naturalmente, le dije que no, pero el tipo era muy insistente y acabó acertándome en el punto flaco:

-          ¿Por qué no lee usted el guion antes de rechazar mi oferta? A lo mejor le gusta tanto, que me hace el trabajo solo por amor al arte.

-          Déjese de bromitas, Malcolm. Está bien, echaré un vistazo y le daré contestación.

-          Estamos a lunes. ¿Qué le parece si vengo por aquí el jueves?

-          Me parece que un guion es bastante pesado de leer y que tengo mucho trabajo en el diario. Dentro de quince días, estaría mejor.

     El individuo titubeó. Parecía temer que, en una quincena, tuviera tiempo de copiarlo o de perderlo. Finalmente, aceptó:

-          Vale. De todos modos, si lo acaba antes, no deje de llamarme. Tiene mi teléfono en la tarjeta.




***

     Tengo que confesar que papá Harrison no escribía mal y tenía mucho oficio. Su guion me enganchó, sobre todo, cuando compré y me puse el DVD con la película a la que su trabajo proseguía. El fallo, no obstante, estaba en que Sturges era un genio y su fallido continuador, un guionista del montón, avezado en el cine negro, como tuve ocasión de leer en una enciclopedia de cine. El divertido, sentimental y complejo texto de Sturges daba lugar, en aquella segunda parte, a un mero relato para film noir[10], afortunadamente menos complicado y retorcido de lo que era habitual en aquella época. Mantenía a algunos de los personajes de la película inicial, aunque los iba eliminando rápidamente de la escena. Solo permanecía como protagonista la ladrona, Lee Leander[11], lo que podría haber resultado suficiente para la segunda parte, si es que aceptaba rodarla también la fantástica Barbara Stanwyck[12]. Yo me imaginaba, para darle la réplica masculina, a Dana Andrews o a John Garfield, una vez desaparecía Fred MacMurray de la pantalla en esta continuación[13]. En fin, pasaban muchas cosas y los diálogos estaban bien construidos y con los diversos registros precisos, en razón de la cultura y el carácter de los personajes. En una semana estuve en condiciones de darle mi contestación a Malcolm Harrison; lo telefoneé y quedamos en una cafetería frente al Globe. Lo primero que me preguntó me dejó descolocado:

-          A que es bueno… ¿Por qué cree usted que no llegarían a rodarlo?

-          Porque su señor padre -y perdone si molesto- convirtió un relato de sentimientos en uno sobre tráfico de drogas. Vamos, que, para su pesar, no era Sturges.

     Si, siendo así de grosero, había pretendido quitármelo de encima, iba dado. Malcolm encajaba bien y tenía mucha paciencia:

-          Cada uno es como es -gruñó- y zapatero a tus zapatos. Si los de la Paramount querían otra película de Sturges, que hubiesen contratado a Sturges.

-          Pero eso ya no era posible -engolé la voz, para enfatizar mis conocimientos-. El gran guionista ya no se conformaba con solo serlo y, a partir de aquella época, pasó a dirigir él mismo las películas que escribía.

-          Sea como fuere -dijo encogiéndose de hombros-, ¿acepta el trabajo?

-          Con ciertas condiciones, pero tendría que subir su oferta a diez mil… y un ataúd de caoba auténtica -bromeé, creyendo que rechazaría de plano la subida-.

     Ya he dicho que este sujeto era muy terco y, además, se había estudiado a fondo el posible contrato:

-          Cinco mil -contraofertó-. Cinco de los grandes y un quince por ciento de las ventas. ¡Ah!, y un entierro de primera, si muere usted antes que yo.

-          Como no me parta un rayo…, osé replica,r en atención a que me llevaba lo menos treinta años.

     Después de un largo regateo, de esos que se sabe de antemano que van a acabar en acuerdo, el precio de mis servicios quedó establecido en siete mil quinientos pavos, sin ataúd ni porcentaje de los beneficios. Llegó el momento de mis condiciones:

-          La edición del libro correrá exclusivamente a su cargo y mi introducción no tendrá más de diez o quince páginas.

-          Está bien -bufó-. Pero corrija el original y ponga notas a pie de página en lo que no se entienda bien. Note que han transcurrido sesenta años.

-          Tendré el copyright de la introducción, para publicarlo en mi periódico, o en alguna revista sobre cine, tan pronto aparezca el libro.

-          No me importa -concedió-. Puede ser una buena propaganda.

-          Y me dará seis meses para terminar el trabajo. Ya ha visto que soy cumplidor, como mal periodista. Si acabo antes, antes se lo haré llegar.

-          De acuerdo.

-          Y quiero un adelanto de tres mil dólares. El resto, a la entrega de la introducción.

-          ¿Tanta hambre le hacen pasar en el Globe?, replicó despectivamente.

-          Mi hambre es cosa mía -repuse, conteniéndome-. El anticipo es una cláusula habitual en este tipo de tareas.

-          Está bien. Le extenderé un cheque.

-          ¿Puede uno fiarse de la firma del dueño de una funeraria?, pregunté, devolviéndole el golpe.

-          Desde luego, ninguno de mis clientes ha vuelto para presentar reclamación, contestó, entregándome el talón bancario.

     El chiste era tan conocido que ni esbocé una sonrisa. Eso debió de provocarle cierta vergüenza porque se levantó inmediatamente de la mesa, dejó sobre ella un billete de a cinco para pagar las consumiciones y se alejó algo claudicante, mientras decía:

-          Estaremos con contacto… Y trabaje rápido y bien, que la cosa lo merece.

     Desde luego, el hombre tenía de su padre muy alta opinión. Ojalá que mis hijos opinen lo mismo de mí, cuando esté dando malvas.

***

     Todo salió a pedir de boca; todo, menos encontrar un editor que se animara a publicar el guion con mi introducción. Claro que Malcolm podía haber hecho una edición de autor, o utilizar alguna de las mil y una fórmulas que ofrece Internet, pero él insistía en que el libro apareciese como Dios manda, a saber, con la paternidad de un editor profesional y responsable. Allá él, me decía yo, ya con los 7.500 en el bolsillo, pero no dejaba de sentir el desagradable remusgo de haber trabajado y cobrado por nada, pues tampoco a mí me publicaba nadie la brillante introducción, que había titulado Cuando Babs salió de la cárcel. Era un título sugestivo para los pocos que supieran que Babs era el apócope coloquial para referirse a Barbara Stanwyck.

     Tomé la costumbre de telefonear de vez en cuando a Malcolm a su empresa, para saber del guion y de él mismo. El hombre me lo agradecía y su voz daba la impresión de que se hallaba débil o enfermo. Las últimas veces, tuve que llamarlo al móvil pues papá ya no viene por la funeraria. Finalmente, un familiar me dio la noticia que me temía:

-          Murió hace dos meses. Ya sabe, tenía el corazón muy débil. Fue mientras dormía. ¿Quién ha dicho usted que es?

     Colgué sin responder. Después de todo, yo nada tenía que ver con aquel terco anciano, impenitente admirador de su padre. ¿O sí? Si no por Wesley Harrison, ni por su hijo Malcolm, tal vez podría hacer algo por mí mismo, cinéfilo empedernido, o por la cast and crew[14] de aquella preciosa película. Empecé darle vueltas a la cabeza. Nada de reproducir los ciento cincuenta folios del guión pero ¿y hacer un relato a mi modo, que recogiera lo principal del argumento, los personajes y sus peripecias? Manos a la obra, pues, y que Sturges, Leisen[15] y los gerifaltes de la Paramount perdonasen mi atrevimiento.

     No sé si contaré con su tolerante venia, ni con la de ustedes, pero, en fin, esto es lo que hay.





2.      A Wesley Harrison no le gustaba un final feliz



     El juez Walker se pasó dos días meditando qué condena pondría a la hermosa ratera, que había acabado por confesarse culpable, evitando así que el fiscal, enamorado de ella, tuviera que hacer juegos malabares para evitar un duro veredicto por parte del jurado. Lo cierto es que un caso tan sencillo tenía preocupadas a varias personas: Al fiscal jefe, porque entendía que su sentimental ayudante, Jack Sargent, no había jugado limpio con él, exponiéndole su dilema y apartándose del juicio. A Jack, porque de la mayor o menor duración de la condena de cárcel dependía el que pudiera casarse con la chica más tarde o más temprano. A la acusada porque, aunque no era la primera vez que iba a chirona, ahora sería por bastante tiempo y con la inquietud de que Jack acabara por cansarse de esperar. Y al juez porque, con arreglo a la ley, tenía que imponer una pena de tres a cinco años, tratándose del tercer hurto por el que Lee Leander era condenada. Así que, como solía hacer en los casos de conciencia, lo consultó con su esposa:

-          Querida, ¿qué harías tú? Por una parte, la chica tiene antecedentes y no puede decirse que robar una pulsera de brillantes sea lo más oportuno para pagar una factura del hotel de solo 126,40 dólares. Pero, por otro lado, se recuperó la joya, confesó los hechos y se reconoció culpable, y no me gustaría ser responsable de que ella y Jack Sargent lleguen a romper.

-          Pues ponle la pena mínima y que los de la libertad condicional la dejen luego reducida a la mitad, como es su puñetera costumbre.

-          ¡Qué dura eres, mamá!, terció July -la hija veinteañera de la pareja, masticando aún el estofado de liebre-. Si yo fuera papá, la condenaría a veinte años, pero para cumplirlos en casa de ese fiscal de tan buen corazón.

-          Anda, anda -replicó su madre-, que no será la primera vez que ese Don Juan se enamora de la primera pelandusca guapa que le hace ojitos.

-          ¡Cómo eres, Mildred! -censuró su marido-. Hasta ahora, Jack Sargent ha sido un fiscal muy serio. Si la culpa es de alguien, yo se la echaría a su jefe, que le enjareta todos los casos de mujeres acusadas, porque sabe llevarlos con mano de hierro en guante de terciopelo. No ha perdido uno en dos años.

-          ¡Qué tipo tan interesante, papá!, comentó July. Cuando pasen unas semanas, a ver si haces por presentármelo. Tal vez podríamos invitarlo a cenar: Como va a estar tan triste y solo…

     A las diez de la mañana del 6 de enero de 1939, el juez Walker leyó públicamente su sentencia: tres años de prisión, con expresa obligación de someter el caso a la Comisión de libertad vigilada, al cumplir la mitad de la condena. El guion de Harrison terminaba esta secuencia con casi una acotación teatral: El fiscal la abraza tiernamente; el agente judicial le quita a Lee de las manos y esta se aleja mirándolo con ternura, intentando esbozar una sonrisa, mientras en sus ojos brillan las lágrimas. Es lo más sentimental a que podía llegar un guionista de cine negro, mientras los futuros espectadores se preguntaban si ese fiscal tan estirado, aunque afectuoso, aguantaría un mínimo de año y medio con su novia en la trena.

***

     Las siguientes secuencias eran un buen ejemplo de elipsis y montaje paralelo, o casi. No me resulta fácil resumirlas de modo ordenado; así que seguiré el mismo orden en que las iba insertando el guionista en la acción. Para empezar, las hojas que se iban desprendiendo del calendario, dejaban a las claras que pasaba el tiempo -seguramente mucho más lentamente de lo que caían aquellas-, y Jack se acercaba una y otra vez al locutorio de la prisión -¡pena que entonces no hubiera visitas vis a vis[16]!-, cada vez con menos frecuencia y más decaído o desganado, seguramente a causa de lo deprimente del espacio carcelario y la falta de intimidad. Aún sin apenas diálogo, esa actitud del fiscal decía mucho, como también las más explícitas escenas de Lee, que dejaban muy clarito que la chica estaba cada vez más amargada y menos confiada de que su novio pudiera esperarla hasta el final. Es cierto que la reclusa observaba buena conducta, como se desprendía de lo bien que fregaba la celda, ayudaba en la enfermería o repartía libros de la biblioteca de la prisión; pero no era menos cierto que, con escasa iluminación eléctrica cenital, se vislumbraban escenas en que otras presas muy malencaradas, sometían a Lee a palizas y probables actos lésbicos. En un breve inserto, la carcelera jefa le comentaba a Jack que la chica lo estaba pasando muy mal, debido a que había corrido por la cárcel el rumor de que Lee era la chica del fiscal que había acusado con severidad a la mayor parte de ellas. No cabía duda, pues, de que la joven estaba muy amargada y le tocaba aprender en su propia carne lo que era una prisión de verdad, no los correccionales en que, siendo menor de edad, había pasado las breves condenas anteriores.

     Otras escenas o breves secuencias presentaban al fiscal jefe, muy preocupado por las próximas elecciones al cargo, tratando con cierto distanciamiento a Jack porque las elecciones están a la vuelta de la esquina y no puedo permitirme ningún error. Para empezar, le había apartado de los juicios de mujeres: Más que nada, por ti, Jack, para que no te traigan el recuerdo de esa chica -¿sería cínico el tío?-. Por su parte, la madre del fiscal, quitándose la careta sonriente, machacaba a su hijo, erre que erre, con que tenía que olvidar aquel absurdo capricho que iba a acabar con su carrera y, de paso, con ella misma, que ya estaba muy vieja y débil del corazón. Finalmente, una serie de flashes sobre Jack -en un bar, de tertulia con los compañeros o trabajando en su casa- ponían de manifiesto que ya no era el que había sido, sino un sujeto arisco, desprestigiado e incapaz de un trabajo serio.

     En este ambiente y circunstancias, pasaba el guion a recoger, en un par de secuencias, la aparición de Lucy Walker en la vida de Jack y las consecuencias de ella. Las expondré con la misma brevedad -que no superficialidad- con que las dramatizaba Harrison, pues con ellas terminan los primeros veinte o veinticinco minutos que habría durado la exposición de la nonata Recuerdo de una noche-2, que suponía el enlace con el primer film de la pretendida saga.

***

     Por fin, el juez Walker, accediendo a la insistente petición de su hija, organiza en su casa una cena para invitar a Jack, que acepta de buen grado, y allí encuentra a July, a quien no había vuelto a ver desde que era una colegiala. De la charla entre ellos, se colige que la muchacha es la típica chica americana de buena familia -en el mejor sentido de la expresión-: culta, independiente y un puntito feminista, que tiene muchos triunfos para ganarle el corazón al fiscal. No solo es todo lo antes dicho, sino muy guapa y algo que el guionista Sturges dejó claro en la primera parte: es la mujer que Jack, en el fondo, necesita que esté tras él, aconsejándolo y empujándolo, como ha hecho su madre toda la vida, y luego lo hizo Lee durante las pasadas fiestas navideñas. La madre de July también se deja camelar por aquel posible yerno, algo mayor, serio como un palo y muy atractivo para su hija. Solo hay una pequeña objeción, que ni siquiera hace falta explicitar. Jack tendrá que olvidar a Lee y demostrarlo con una prueba inobjetable: abandonar Nueva York e irse a ejercer su carrera en cualquier otro Estado lejano. Por su parte, el juez Walker asegura los aspectos prácticos de esa operación boda: obsequiará a la pareja con una dote espléndida y se ocupará de que una buena fiscalía abra sus puertas al casquivano acusador neoyorkino. En ese aspecto de la cuestión tomará también parte el jefe de Jack, encantado de librarse de él, al haberse convertido en veneno para su reelección. Jack vacila y resuelve consultar el dilema con quien menos debería haberlo hecho: Coge su coche y va camino de la prisión a sincerarse con Lee, hasta entonces in albis de la existencia de July. Fin de la secuencia.

     La siguiente secuencia tiene lugar en el despacho del alcaide de la prisión, amablemente cedido para la ocasión al señor fiscal. Este y Lee celebran una dramática entrevista, en la que el guionista enfatiza -quizá demasiado- con la generosidad de la joven y lo taimado que es Jack, cuando le conviene y lo lleva premeditado. En efecto, ambos coinciden, por unas u otras comprensibles razones, en que su antiguo amor no puede seguir adelante y acabar en matrimonio. Y no será por el tiempo que falta para cumplir la condena pues -todo hay que decirlo- Jack se está trabajando a los de la Comisión de libertad vigilada, para que acuerden que Lee salga pronto de la cárcel. La pareja conviene en romper su anterior compromiso y, tras las efusiones y buenas palabras pertinentes, se despiden emocionados. ¿Y cuál es la mala arte de Jack? Pues que no ha hablado para nada de su avanzada relación con Lucy, la cual hace suponer, además, que aquel adiós entre rejas tiene un carácter definitivo; vamos, que no volverán a verse.

     De modo que Wesley Harrison resolvía el final de la relación entre Lee y Jack de la forma, insensible pero sensata, de un especialista en cine negro o -permítanme decirlo- como lo hubiéramos decidido la mayoría de nosotros, aunque nos guste tanto el romanticismo de butaca de cine. Pero la cosa no acababa aquí, ni mucho menos. Tan solo se había llegado a la página 37 y faltaba todo un mundo para justificar su título. ¿Quieren acompañarme en el recorrido por ese mundo? Pues ¡adelante!





Barbara Stanwyck, en Desayuno para dos (1937)



3.      Un chico duro del Bronx



     El guion aconsejaba que el actor que lo encarnase representara unos treinta y cinco años de edad; que fuera moreno, fuerte pero no corpulento, de gestos poco expresivos y por encima de los seis pies de estatura[17]. El nombre del personaje era Steven Riccardi, italoamericano nacido ya en los Estados Unidos, natural de Nueva York y avecindado en el distrito del Bronx. Todo el mundo lo llamaba Steve. Este sujeto estaba llamado a ser el auténtico protagonista masculino de la segunda parte de Recuerdo…

     Como corresponde al estilo de la época, nos encontramos de sopetón con Riccardi, saliendo del ascensor en la fiscalía de Manhattan. Pronto sabremos que Steve había sido policía durante varios años y, en la línea de los hombres hechos a sí mismos, había cursado con gran esfuerzo la carrera de Derecho y se había diplomado en criminología, nada menos que en la Universidad de Columbia. Que es soltero, se deduce del argumento, y que no tiene familia con la que se trate, del hecho de que no aparece un pariente por ninguna parte. Se ve que Harrison no quería complicarse la vida con más personajes.

     Steve entra a formar parte de los ayudantes del fiscal cuando Jack está haciendo las maletas para marcharse a Texas. Un brevísimo flashback[18] en casa del juez Walker, nos ilustra sobre la boda doméstica de Jack y July, así como acerca del enfado de los contrayentes, por el hecho de que papá y el fiscal jefe no hayan sido capaces de encontrar otro destino más cercano o brillante, que el de ayudante del fiscal en el condado de Potter, es decir, en la ciudad tejana de Amarillo. Al guionista debió de parecerle entonces un lugar ignoto, idóneo para que Jack purgara un poco su infidelidad para con Lee. Ya saben ustedes que, desde que se hizo tan popular la movida canción Is this the way to Amarillo?, la cosa ha cambiado radicalmente[19].

     El novato Steve, curtido como policía en los bajos fondos, y el estirado Jack -un poco menos engreído que cuando tenía la plena confianza de su jefe- tienen una charla, a instancias del segundo, en una cafetería cercana a la oficina, y allí le pide a Steve que apoye la concesión de la libertad condicional a Lee, cuando se plantee el tema dentro de unos meses. En principio, a Steve no le agrada el encarguito, viéndose forzado Jack a explicarle, breve y restrictamente, su relación con la reclusa y las buenas cualidades de esta. Riccardi toma nota y finalmente se aviene a cumplir la comisión, aunque tendrá que pedírselo al jefe expresamente pues él -Harrison aprovecha el momento para revelárnoslo- era policía de la división de narcóticos y ha ingresado en el elenco de fiscales para dedicarse exclusivamente a los temas de tráfico de drogas.

     La siguiente secuencia, muy breve, se desarrolla en el mismo despacho de la prisión en que se despidieron Lee y Jack. Ante la Comisión, de la que Steve forma parte, comparece la chica, para debatir y resolver sobre su libertad vigilada. El fiscal, al que se le alegra el ojo al contemplar a la moza -aunque esté mal vestida y desmejorada-, solo le hace una pregunta, que Lee responde con convicción. He aquí el breve diálogo:

-          Cuando salga a la calle, ¿a qué se va a dedicar para no volver por aquí dentro de poco, con su cuarta condena a las espaldas?

-          Antes pico piedra o limpio letrinas, que pasar de nuevo por lo que he sufrido aquí… Si cree que miento, no tiene más que ponerme a prueba. Ayúdeme a buscar trabajo, cualquier trabajo, y verá.

     El guion continúa: Steve hace un gesto de sorpresa ante el reto de Lee. Acto seguido, mira a los demás miembros de la Comisión, haciendo una seña de asentimiento. El presidente estampa sobre el acta un sello, en que se lee APPROVED[20].

***

     Empezamos a saber que Steve es hombre de palabra y de sentimientos, cuando busca para Lee un trabajo, y bastante menos oneroso que el de picapedrera o limpiadora de retretes. Acude al dueño de una pequeña joyería, de apellido Russo, y le pide coloque allí a la chica, sin ocultar sus antecedentes, pero comprometiéndose a responder por ella, si hubiere lugar. Papá Russo, que conoce a Steve desde pequeño y le debe algunos favores de cuando era policía, acepta a regañadientes, advirtiéndole de que ni la tarea ni el sueldo van a ser muy atractivos, así como de que la pondrá en la calle sin indemnización a la primera falta que Lee cometa. Riccardi conviene en todo y ordena al joyero que no le diga a nadie -ni, menos, a Lee- que él está detrás de la colocación. A continuación, va a entrevistarse con el agente de la condicional que a la chica ha tocado en suerte, indicándole que le tenga informado de cualquier novedad. También le pide que mande Lee a trabajar a la joyería Russo, como si hubiese sido el agente, no Steve, quien le hubiera encontrado el trabajo.


     A partir de aquí, se vuelve a la técnica de narración en paralelo. De una parte, Lee va ganándose, poco a poco, el cariño del viudo Russo, mucho mejor gemólogo y creador de joyas, que no mero vendedor de las piezas. La joven estudia cuantos libros de joyería y gemología caen en sus manos y aprende de su principal la técnica de reparar, fundir y crear joyas de todo tipo. Simultáneamente, va caldeando su corazón -tan frío y seco cuando salió de la cárcel-, cuidando y mimando al señor Russo quien, a su vez, no solo le sube consideración y sueldo, sino que se sincera con ella, incluso revelándole que conoce bien a Steve y que, por él, la colocó en la tienda. Con eso, y con otras muchas anécdotas y hazañas que de él le cuenta, Lee lo va apreciando y admirando en secreto, aunque sin hacer nada por encontrárselo. Este breve diálogo entre la chica y el viejo Russo da la clave de sus sentimientos. Le dice el joyero:

-          … Pero no vayas a hacerte ilusiones con él. Algo le pasa, que nunca ha tenido una relación profunda con una mujer, que yo sepa.

-          Algún desengaño amoroso, tal vez. Esos hombres tan serios y responsables no son capaces de encajar que no todas somos tan entregadas y fieles como ellos nos quieren.

-          Es posible, aunque yo nada sé de que sufriera una desilusión. En cualquier caso, ya sabes, Steve es como la manzana del Paraíso: Se ve, pero no se prueba.

-          Descuide, papá Russo. Esta Eva ya ha salido escaldada con tipos como él.

     En la otra peripecia paralela, se ofrecen diversos insertos de Steve, actuando con gran eficacia y decisión en los juicios, dirigiendo a la policía de estupefacientes o, incluso, dando lecciones a estudiantes de su antigua Universidad. A mayores, se le ve actuando con firmeza y valentía en redadas antidroga y logrando duras condenas para algunos hampones de cuidado. Consecuencia de todo ello es que progresa en la fiscalía, hasta convertirse en la mano derecha de su jefe, como otrora lo fue Jack. De todo ello dan fe los insertos de periódicos, en que aparecen su nombre y su foto en noticias de éxitos en el combate contra los traficantes. Por analogía con el anterior diálogo entre Russo y Lee, ahora se presenta otro entre el fiscal jefe y Steve, cuando aquel lo invita a una fiesta en su casa para conocer chicas casaderas y este declina el ofrecimiento. Empieza el jefe:

-          No todo ha de ser el trabajo, Steve. Si te obsesionas con él, acabarás fracasando. También los buenos fiscales tenemos que distraernos.

-          Por supuesto. Yo también lo procuro, pero sin ningún compromiso y, menos aún, con propósitos de matrimonio. Cuando era policía me convencí de algo que, como fiscal que se mueve entre criminales peligrosos, sigue siendo para mí perfectamente válido: que tener mujer e hijos sería mi talón de Aquiles.

-          Hombre, si lo pones así…

-          No me cabe duda. Yo estoy entrenado para superar el miedo y jugarme el tipo. Es mi profesión. Pero no puedo meter a una esposa y unos niños en un mundo de intimidación y de venganza.

-          Allá tú, chico, pero resulta una vida bien triste: No relacionarte íntimamente con nadie…, condenarte a la soledad.

-          No creas, siendo prudente y con dinero, no hay inconveniente ni dificultad para tener compañía.

     (El jefe frunce el ceño, como disgustado por lo que Steve da a entender. Este sonríe y, guiñándole el ojo, concluye)

-          Claro que tú tienes la llave de mi felicidad, si quieres. Quítame los asuntos gordos de drogas y ponme para juicios como los que llevaba Jack, mi predecesor.

     (El jefe esboza una media sonrisa, antes de salir por la tangente)

-          Eres mi mejor hombre. Te debo un cincuenta por ciento de mi reelección.

***

     Dicen que las líneas paralelas están condenadas a no encontrarse. Sin embargo, Lee y Steve acabaron por hacerlo, aunque por un motivo inesperado, que Harrison había traído al guion con ese único objetivo. Veamos las correspondientes secuencias o, mejor, narraré a mi modo su contenido.

     Papá Russo tiene un hijo, Charlie, que va por la joyería de vez en cuando, para llevar las cuentas o ayudar en las épocas de mayores ventas. Aunque está casado y tiene un niño y una niña, no le hace ascos a unas faldas bien puestas, como las de Lee, sin ir más lejos. Su padre ha cometido la torpeza de hablarle del pasado de la chica. Charlie, suponiéndola fácil y viéndola vulnerable, empieza a insinuársele y a meterle mano, lo que Lee aguanta hasta cierto límite, pues el rijoso la chantajea con la amenaza del despido. El viejo Russo, aunque sabe de las inclinaciones promiscuas de su retoño, no se percata de los problemas de Lee, quien tampoco quiere denunciarle la situación, temiendo no ser creída, o provocar un enfrentamiento entre padre e hijo. Finalmente, Lee abofetea a Charlie a raíz de que este se propase con ella y él pone en marcha su avisada venganza: Retira de la tienda un brillante que había dejado una clienta para que le hicieran un anillo de diseño y, cuando el padre lo echa en falta, las sospechas recaen sobre Lee, favorecidas por el hecho de que el viejo había faltado varios días de la joyería, por enfermedad, en los que Charlie se había cuidado bien de no aparecer tampoco por la tienda. El dueño -como habían convenido- no ve más remedio que avisar a Steve para que vea de solucionar el problema, sin necesidad de despedir a la chica.



     Steve, buen conocedor desde la infancia de las malas costumbres de Charlie, acepta la versión de los hechos que Lee le confiesa en privado. Los dos hombres tienen una violenta discusión, en el curso de la cual, comoquiera que Charlie eche en cara a Steve que se las dará de fiscal, pero le ha endilgado a su padre a una ladrona que a saber si no es su querida, se produce una pelea y Steve le propina una somanta al hijo del joyero, en defensa de su honor y, subsidiariamente, del de Lee. Los palos no hacen que el brillante aparezca, pues Charlie no da su brazo a torcer; de manera que Steve le paga 3.000 dólares a papá Russo por la piedra desaparecida y, por sí y ante sí, toma la decisión de que Lee abandone el trabajo en aquella joyería de barrio. Pero al día siguiente, cuando Lee va a recoger sus cosas, el bueno del anciano le entrega un sobre con tres billetes de los grandes, como reconocimiento final de que cree en ella, si bien le ruega que no se lo cuente a Steve.

     Hasta aquí, el par de secuencias sobre el malvado Charlie y su presencia en el guion, con las que llegamos -más o menos- al minuto cuarenta de la posible película, entrando así en lo que los clásicos llamaban el nudo de la obra teatral.





4.      El Muñeco entra en escena




     Días después de largarse de la joyería Russo, Lee recibe en su habitación del hotelucho en que vive la inesperada visita de Steve, que se enfada cuando, siendo las diez de la mañana, la encuentra en deshabillé, como recién salida de la cama. Al echárselo en cara, la chica le replica que está harta de trabajar para acabar, como siempre, en el arroyo. El fiscal se sulfura pero Lee le contesta que no tiene por qué aguantar reprimendas de quien no es no es nada de ella y le tira a la cara los tres mil dólares de su indemnización por despido, diciéndole que se cobre lo que tuvo que pagar por el brillante. Steve se aplaca y decide tocarle la fibra sensible y el amor propio, rogándole que no tire por la borda su futuro, siendo aún tan joven. Le hace ver que ha demostrado en Russo’s que, como vendedora, vale tanto como la que más, y le recuerda que ya ha purgado sus culpas en la cárcel, por lo que algún día la vida le dará la revancha. Lee comprende, no solo lo acertado de los consejos, sino que el duro Steve tiene por ella un interés que excede de la mera bondad evangélica. En consecuencia, la chica le promete salir inmediatamente a buscar trabajo. Steve, triunfalmente, saca un recorte del Post del bolsillo y se lo da a leer. Es la sección de ofertas de empleo, en la que ha subrayado una que, literalmente, reza:

     Se precisa dependienta experta y con referencias para acreditado establecimiento del ramo de joyería. Interesadas dirigirse a Meyer & Co., 5ª Avenida, número 717. Preguntar por el señor Adams.

     Tras leer el anuncio, la chica se echa a reír y bromea con Steve, sobre si serán suficientes las referencias de la cárcel del condado y de Charlie Russo. Steve solo le contesta que se arregle bien para las cuatro de la tarde de ese día, porque ya le ha concertado una entrevista con el tal señor Adams. Añade: Acicálate, da un repaso al manual de gemología y, sobre todo, sé sincera, sé tú misma. La chica sigue rezongando, pero acaba por jurarle que irá a la prueba, ante la amenaza de Steve de llevarla él mismo en un coche de la policía, con sirena y todo.

     La entrevista resulta sorprendentemente bien. Lee está guapísima -lo que el señor Adams no deja de captar-, responde certeramente a cuantas preguntas técnicas le hace y, en la prueba de atender a un cliente, vende en diez minutos a una señora un brazalete de 5.300 dólares. Acaba el examen y Adams pide a Lee que pase al despacho del jefe Meyer, para que este decida definitivamente. Meyer charla con Lee sobre sus aspiraciones y su vida pasada. La joven acaba de ganarse al joyero, cuando le confiesa:

-          No voy a remontarme más tiempo atrás. Le bastará con saber que, hará tres años por Navidad, me llevé de otra joyería de la Quinta, sin pagar, una pulsera como la que acabo de vender.

     La chica hace además de levantarse pero Mayer la para en seco:

-          Espere un momento, señorita Leander, que todavía no le he dicho cuándo tiene que empezar a trabajar para mí. ¿Le parece bien el lunes próximo, a las ocho? … Del sueldo inicial y las comisiones, pase a que la informe Adams.

     Naturalmente, no es que los grandes joyeros neoyorquinos estén locos o sean ángeles. Según Lee va cumpliendo los trámites del contrato, la cámara vuelve al despacho de Meyer. Este habla con Steve y, tras confesarle que la chica le ha producido una excelente impresión, agrega:

-          Así pues, señor Riccardi, quedamos en que depositará usted antes del lunes una fianza de cien mil dólares, por si su recomendada volviera… a las andadas.

-          Cuente con ello. Firmaremos yo y Fat Mike, el conocido y acaudalado fiador de libertades provisionales[21].

-          Perfectamente. Seguro que no será necesario hacer efectiva la garantía.

-          Eso espero… Por cierto, ¿Qué tal sigue su hijo Randy?

-          Muy mejorado, haciendo casi vida normal. No sabe lo agradecido que le estamos la señora Meyer y yo de cómo se portó con él, cuando llevó a juicio a toda aquella banda de traficantes con la que se había mezclado.

-          Randy era un pobre drogadicto que solo hacía para ellos pequeños trabajos sin importancia, a cambio de unas papelinas. Lo dejé fuera de la acusación, como a los demás que estaban en su misma situación. Yo entiendo así mi función y el fiscal jefe comparte mi criterio.

      Con lo dicho, me parece que queda cristalino por qué Meyer ha contratado a Lee, cosa que, como es lógico, Steve quiere mantener en secreto para ella y para todos los demás, exceptuado Gideon Meyer, el famoso joyero de la Quinta Avenida.

***

     Una elipsis nos traslada a unos meses después de que Lee empezara a trabajar en Meyer & Co. Lee está saliendo rana, pero no por ladrona o mala empleada, sino por todo lo contrario. Me explicaré con el guion en la mano (páginas 84 y siguientes). La chica se ha hecho muy popular, por su desparpajo y su belleza, entre los caballeros que pasan por la joyería, sobre todo, los más asiduos. Uno de ellos es un sujeto cuarentón, de buen aspecto y físico, aunque rudo e inculto. Viene siempre en un cochazo que deja siempre mal aparcado en la puerta misma de Meyer; y entra en la tienda acompañado de un armario de seis pies y medio[22], que permanece vigilante mirando hacia la entrada. De momento, en las secuencias con Lee solo sabemos que el cuarentón gasta el dinero a manos llenas y tiene aversión a la policía. También nos consta que ha echado el ojo a Lee, le hace algunos regalitos y acaba pidiéndole que sirva de party girl[23]para él y sus amigos. La chica está bastante harta, a estas alturas, de que Steve aparentemente no le haga ni caso, como también de ver pasar por sus manos los billetes de los compradores, sin que su sueldo y las comisiones apenas le permitan los gastos a que le obligan las apariencias, que ha de mantener en un establecimiento tan exclusivo. Le dice que no un par de veces al requirente pero, al fin, animada por una compañera, la señorita Molly Gospeedy, decide acudir a una de esas fiestas, donde queda deslumbrada por el lujo, las bebidas… y la espléndida propina de dos mil dólares que suelta el anfitrión para las dos muchachas.




     Hay una segunda secuencia con Lee, bastante menos explícita, por mor del Código Hays[24], en la que, sin necesidad de mucha imaginación, vemos que Lee se ha convertido en amante y entretenida del cuarentón, que le ha amueblado y pagado el alquiler de un estupendo apartamento no lejos de Park Avenue. La chica no parece muy feliz con la situación, pero el caso es que ha entrado en el juego, incluso bastante más de lo aconsejable, pues se insinúa visualmente que pudiera consumir de forma esporádica algún tipo de droga, y guarda en el apartamento ciertos documentos comprometedores y un par de armas, lo que implica tener la confianza del hampón que la mantiene. Al parecer, Steve no tiene noticia de su vida, o esta le importa un bledo, pues la deja hacer, sin intervenir para nada. Por lo demás, Lee sigue manteniendo la tapadera de la joyería, en donde se desempeña con gran eficacia, logrando buenas ventas pues todos los colegas de su amante, y las amiguitas de ellos, suelen comprar las joyas en Meyer, solicitando siempre que sea ella quien los atienda y asesore.

     En paralelo a estas secuencias con Lee, aparece una de Steve, para reflejar que, dentro de su cometido como fiscal, está metido en un caso de enorme importancia. La policía de narcóticos viene siguiendo los pasos de Bob Puppet Murphy, un irlando-americano, que controla buena parte de los sindicatos del puerto de Nueva York, gracias a lo cual puede tener el control sobre la entrada de la heroína turca en los Estados Unidos. De sus manos, con el correspondiente porcentaje en dinero y en especie, la droga se transfiere a una de las familias de la mafia neoyorkina -como es natural, el guion no aludía a cuál de las cinco-, que empieza a estar interesada en distribuir y vender estupefacientes, como importante y lucrativo ítem de sus ilícitos negocios. La fidelidad servil de Murphy a los dictados del capo mafioso -a quien Harrison da el apellido imaginario de Santolino- es lo que le ha ganado universalmente el apodo de Puppet, por ser un muñeco en manos de ese mafioso de origen italiano.

     Pues bien, los policías informan al fiscal jefe de que está preparándose la entrada de un alijo de lo menos cincuenta kilos de heroína, en un barco procedente de Estambul, que -como es habitual- pasará casi íntegro, de las manos de Puppet, a las de Santolino. Policías y fiscales se confabulan para dejar que la droga corra, hasta pillarla en manos del jefe mafioso, a ser posible, cuando esté haciendo el pago a Puppet. Se monta un dispositivo de vigilancia policial constante a este y, ¡oh sorpresa!, es entonces cuando visualmente nos enteramos de que el sindicalista de la heroína y el amante de Lee son la misma persona: el, por ahora, intocable Puppet. Quizá por eso, Steve no se ha decidido a meter en vereda a la chica: para no despertar las sospechas de su deshonesto benefactor. Pero las cosas no pueden seguir así. Steve se siente comprometido con el futuro de Lee y, en todo caso, una cosa es que ella se entendiera con algún rufián o gigoló, y otra -mucho menos tolerable- que caiga en la droga y acabe un día sin vida, de un tiro o de una sobredosis.





5.      Cuando el amor triunfa, pese a todo



     Afortunadamente para ustedes y para mí, hemos alcanzado ya el último tercio del guion de Wesley Harrison. Comienza por una secuencia breve pero decisiva en el devenir de los acontecimientos. Steve va a buscar por sorpresa a Lee a la salida del trabajo; la lleva al paseo junto al East River y allí, calmado pero en evidente tensión, le dice que está al tanto de su actual forma de vida y le expone, en general, los peligros a que se expone. La chica le replica que eso es cosa suya y que no querrá tenerla siempre atada a él, como una chiquilla, viviendo una vida con cien dólares a la semana. Él insiste y, no teniendo más remedio, le revela sin muchos detalles que se ha convertido en la amante de un peligroso delincuente, que saca para sus vicios de traficar con heroína, fuente de delincuencia, enfermedad y muerte. Por un momento, Lee parece impresionada, pero reacciona y le sale por donde Steve menos esperaba:

-          Y, si yo dejo mi manera de vivir por ti, ¿qué estás dispuesto tú a hacer por mí?

-          ¿Te parece poco lo que he hecho por ti, o lo que estoy haciendo ahora, avisándote del peligro y revelando hechos que debería mantener en secreto?

-          ¡Pamplinas! Voy a preguntártelo de otra forma: ¿No sabes que, si tú me llamaras a tu lado, lo dejaría todo y correría hasta ti, como una perrita, meneando la cola?

-          Ni eres una chiquilla, ni yo estoy dispuesto a silbarte para que acudas. Eres una mujer con suficiente experiencia, como para saber lo que debes hacer.

-          Pues entonces déjame en paz. Vive tú como quieras y yo haré otro tanto. Y no te inquietes tanto por mí. Llevo el timón y asumiré las consecuencias de mis actos.

     Durante unos instantes interminables, ambos se quedan sentados en el banco, mirando la línea de rascacielos. Ambos dan la impresión de querer explicarse, pero él no puede hacerlo y ella espera que él hable primero. Finalmente, Steve se levanta y se aleja, sin despedirse. En uno de los pocos fallos de guion, Harrison pareció olvidarse de que la chica había sido llevada hasta allí por el fiscal. Claro que también podría coger un taxi para volver.

***

     Llegamos al momento culminante del guion, desde el punto de vista del cine de acción con tintes de negrura. En el dormitorio de su minimalista departamento, Steve se revuelve en la cama, insomne. Se levanta a prepararse una tisana, que acompaña de lo que parece ser un comprimido de somnífero. Es en vano. Vuelve a incorporarse y abre la ventana, con la luz apagada, por si acaso. Sus labios se arquean, pronunciando de modo casi inaudible dos palabras: Ann Rose, verdadero nombre de Lee Leander, que casi nadie conoce. Es un símbolo de que está dispuesto a quitarse la careta y actuar conforme a sus sentimientos, caiga quien caiga. Y lo primero en caer, a la mañana siguiente, va a ser su escrupuloso cumplimiento del deber.



     En efecto. Muy temprano, se presenta en la comisaría en que radica la unidad antidroga que como fiscal dirige. Habla con el teniente que la manda y le da contraorden, supuestamente en nombre del fiscal jefe. Según Steve, su jefe prefiere el pájaro en mano de agarrar a Puppet con la importante cantidad de droga que guarda en su casa de campo, que los cien pájaros volando de pillar el hipotético alijo de los cincuenta kilos -cien libras, dice él, como buen norteamericano- en las escurridizas garras del capo Santolino. Hay que preparar el golpe cuanto antes, tan pronto se sepa que Puppet se dirige a su casa de campo en los alrededores de Poughkeepsie y entrar en ella sin contemplaciones. El teniente Manion lamenta que no se espere, conforme a lo antes acordado, pero acata la indicación de Steve, sin sospechar ni por un momento que esté actuando por su cuenta y riesgo.

     La siguiente secuencia es casi bucólica. El Muñeco se dispone a pasar una jornada de caza en la citada finca y su entorno, para lo cual apresta las oportunas armas largas, haciéndose acompañar de su guardaespaldas, el Armario -Wardrobe en inglés- y, ¡maldita suerte!, por Lee -o Ann Rose-, que parece haber pedido permiso para faltar el al trabajo. El dispositivo policiaco está presto, con Steve dirigiéndolo, debidamente armado con su querida pistola Colt automática, calibre 45, que ha conservado de sus tiempos de policía. Manion y Riccardi convienen en asaltar la casa a primera hora de la noche, cuando los gangsters, bien cenados y bien bebidos, se dispongan a retirarse a sus habitaciones, procurando aguardar a que la chica y el servicio estén ya recogidos, o directamente en la cama.

     Después de algunos insertos de la cacería de gamos, la opípara cena y la despedida -se supone, momentánea- de Lee y Puppet, la secuencia sigue de modo lineal con el cerco de la casa por los policías. Seguidamente, fuerzan la puerta de entrada y uno de los ventanales, irrumpiendo en tropel, dando gritos de aviso y empuñando las armas. El Muñeco está desarmado y se aviene a no oponer resistencia, pero Wardrobe saca un revólver, lo que determina -y justifica legalmente- que los agentes lo maten de varios disparos. Durante el tiroteo, se ve un plano corto de Steve, que dirige su arma hacia Puppet, como queriendo cargárselo por error en la refriega. Por el momento, se contiene, aunque parece dispuesto a aprovechar la primera oportunidad que se le presente. No tarda esta en producirse, pues la mayoría de los policías inician el registro del elegante chalé, quedando tan solo un detective y Steve vigilando a Puppet, a quien han ordenado estarse bien quietecito, sentado en un sillón de orejas. Nuevos planos cortos de Steve y del Muñeco, para evidenciar que el fiscal se hace el distraído, como si descuidara la guardia, mientras el traficante no aparta los ojos de su rifle de caza, que está apoyado en un rincón en penumbra, a cinco o seis pasos de su dueño. Pasa lo que tenía que pasar -y Steve esperaba-. Puppet se levanta de pronto y, cuando está a punto de asir el rifle, Steve lo deja seco de tres tiros. El policía presente, que apenas se ha enterado de lo sucedido, dará testimonio de que el fiscal disparó en defensa propia, puesto que el arma de caza de Puppet ha quedado junto a su cadáver.

     Esta larga secuencia prosigue con los resultados del registro de la casa. Para empezar, dos agentes traen detenida, desde el piso superior, a Lee, en camisón y con una bata de raso en la mano; la chica se lleva la sorpresa de la noche, cuando ve a Steve entre los policías, máxime porque el fiscal deja hacer a estos y aparenta que no la conoce. Luego, va apareciendo el matrimonio que guardaba y servía en la finca y, por último, muy ufanos, los detectives, que han encontrado varios paquetes de lo que parece ser -y en realidad, lo es- heroína, hasta un total de diez libras[25], a ojo de buen cubero. En ese momento, Steve ordena: No toquen nada más, hasta que avise a mi oficina y al coroner[26]. Entre tanto, iremos interrogando a los testigos.

***

     Llegados a la página 126 del guion -más o menos, hora y diez minutos de película-, nos encontramos con otra secuencia clave, no muy larga, separada de la anterior por otra elipsis muy razonable. Hemos de suponer, por el diálogo que sostienen Steve y Lee en el lujoso último domicilio de la chica, que han ido a recoger las cosas más personales de ella, a fin de dejar libre el piso. Igualmente, se deduce que las diligencias penales han concluido como era de esperar: Los dos muertos, al hoyo; las drogas, a la incineradora; los testigos, a sus casas. Solo hay alguien que ha salido mal parado de las indagaciones, y es Steve, aunque no por haber disparado contra El Muñeco, sino por haberse saltado las órdenes de su jefe, con la única finalidad lógica de librar a Lee de aquel peligroso compañero sentimental. Cruzando los datos de la desobediencia a su superior y de la amistad -si no algo más- por la chica, el fiscal jefe había sumado dos y dos son cuatro. Resultado:

-          Ya no podemos hacer nada por enmendar el desaguisado -decía el jefe-, ni quiero provocar un escándalo, poniendo a la fiscalía en vergüenza ante la policía y la prensa. Eso sí, deja pasar cosa de un mes y luego me presentas la renuncia, alegando cualquier motivo personal creíble.

-          Y algo más, jefe. Pienso marcharme de Nueva York, a ser posible, con la chica. Los policías han oído que la banda del Muñeco y el propio Santolino consideran que me cargué a aquel por despecho y han prometido venir a por mí.

-          Pues más a mi favor. Que te vaya bien y cuídate mucho. Son gente de abrigo.

-          Gracias por todo.

     (Steve se levanta, estrecha la mano del jefe y se encamina a la salida del despacho. El jefe le dice, entre admirado y jocoso:)

-          Por fin te has dejado cazar. Os deseo disfrutéis de mucha felicidad, aunque no será fácil.

     Este breve preámbulo, sin fundido en negro, enlaza con la escena del departamento de Lee. Esta, mientras mete de cualquier manera en dos maletas su ropa y algunos efectos personales, está echando una bronca a Steve con la boca pequeña:

-          ¡A quien se le ocurre tirar por la borda una buena carrera por una furcia como yo! ¡Y ahora, a causa de tu maldita moralidad, nos tocará pasar toda la vida huyendo!

-          ¿Quién te ha dicho que lo he hecho por ti? La información que teníamos del gran alijo de Turquía era muy dudosa y tomé la decisión por motivos profesionales. No iba a dejar escapar a tu amiguito, cuando podía pillarlo con diez libras de heroína encima.

-          Ya, ya. Y lo de acribillarlo, ¿qué? No vas a decirme que no podíais controlarlo entre una nube de policías…

-          ¿Vas a darme tú lecciones de buenas prácticas de actuación? ¿O es que lamentas que se te haya muerto el que te pagaba todas las facturas?

      (Lee, indignada, le lanza a Steve la negligée[27] que iba a meter en la maleta. El fiscal la recoge del suelo y se la entrega en mano a la chica, diciendo:)

-          No desprecies esta monería. Sabe Dios cuándo podrás comprarte otra igual.

     A continuación, viene lo más parecido a una escena de amor que encontramos en el guion -ya era hora que los protagonistas mostraran a las claras sus verdaderos sentimientos-. Lee y Steve se tranquilizan tras la tormenta anterior y se sientan, una junto a otro, en el borde de la cama donde están las maletas a medio hacer. Él, de modo pausado pero con emoción, le dice que no le vale un trabajo, por prometedor que sea, que le obligue a dejar tiradas o en segundo plano a las personas a las que más quiere. Ella, atónita e ilusionada a la vez, le hace una pregunta retórica:

-          ¿Las personas a las que más quieres? ¿Puedes explicarte un poco mejor?, porque, hasta ahora, tú no…

-          ¿Serás tan torpe como para no haber comprendido que, si te he marginado de mi vida, ha sido por no ponerte en peligro frente a los canallas con las que tengo que vérmelas todos los días?...

     (La chica lo coge del brazo y se arrima a él. Las lágrimas brillan en sus ojos)

-          … Pero ahora -prosigue Steve- ya no hay motivo para seguir fingiendo. Estamos en el mismo barco, a punto de irnos a pique. Tenemos que salvarnos juntos o perecer los dos. Yo estaría encantado de pasar este trago contigo, pero no sé si tú…

     (Lee le echa los brazos al cuello y exclama:)

-          ¡Steve, querido! ¿Habrá algún modo menos oscuro de decir que me quieres? ¿O es que en el Bronx se acostumbra a que sean las chicas quienes se declaren primero?

     (Steve también la abraza y le susurra:)

-          En el Bronx no somos de muchas palabras y para mí es la primera vez… Te amo, Lee, y querría pedirte…

     (Lee no le deja decir nada más, al notar que titubea, torpe y turbado. Inicia un beso, que él continúa apasionadamente. La cámara pasa paulatinamente del primer plano a uno general de la habitación, para detenerse luego en un espejo, donde queda reflejada una de las armas que Puppet había dejado en el apartamento, sobre una repisa maletero) Fin de la secuencia.





6.      La huida hacia el oeste






     Por fin, nos hallamos (página 137; unos ochenta minutos de película) en el desenlace de la cinta. Un largo tren, para un aún más largo viaje, pues diversos insertos nos hacen comprender que la feliz pareja, una vez han renunciado ambos a sus trabajos, se dirige a California, en concreto, a la zona de Los Angeles. Una llamada telefónica que hace Steve durante la parada en Denver, aclara que le está esperando un trabajo en su ciudad de destino, gracias a la cooperación del jefe de policía de Beverly Hills, antiguo camarada suyo cuando pateaba las calles como detective en Nueva York. La pareja parece feliz y muy amartelada, pese al creciente cansancio del viaje y al temor de que hayan sido seguidos por los secuaces de Concrete Santolino[28]. De cualquier forma, la impresión que quiere transmitirnos el guionista es la de que la actriz principal deberá hacer un alarde para expresar sin palabras que está disfrutando de los primeros momentos de verdadero amor en su vida.

     Por fin, los protagonistas llegan a la hermosa y archi filmada estación central ferroviaria, Union Station, de Los Ángeles. Aquí, la secuencia del viaje enlaza con otra en la que, con acertada elipsis, vemos a Steve convertido ya, más que en guardaespaldas, en hombre de confianza de una hermosa actriz, a la que el guion asigna las cualidades de rubia y rellena, para marcar diferencias con Lee; menudita, para no destacar de ella por la estatura; suficientemente guapa, pero no tanto como para hacer de menos a Lee, destacando en cambio ciertos rasgos de vampiresa. Tiene mucho interés el diálogo que mantiene esa actriz -a la que se asigna el nombre de Tess Wagner- con Steve en el gran salón de la mansión, con la puerta encristalada abierta, para poder contemplar la piscina:  

-          Estoy muy contenta de tu trabajo, Steve -afirma Tess-. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, para demostrarte mi satisfacción?

-          Pues…, no sé… Hum…, mi novia se aburre sin trabajar y no conoce a nadie en esta ciudad. Si pudieras encontrar algo para ella en los Estudios…

-          ¿Tiene experiencia como actriz?

-          ¡Oh, no me refería a ese tipo de trabajo! Tal vez, en atrezo. Ha trabajado en una importante joyería de Nueva York y lo sabe todo sobre piedras preciosas.

-          Creo que podrán aprovechar sus conocimientos que, por cierto, no son nada frecuentes en Hollywood. Hablaré con Jean, la jefe de vestuario.

     Tres escenas más adelante, se supone que Lee ya está colocada en la Paramount, pues Steve va a esperarla ante el famoso portón monumental de los Estudios. En el coche, que conduce MacDonald, el capitán de la policía de Beverly Hills, se encuentra en el asiento posterior la hermosa Tess, mientras Steve, muy elegante, espera de pie fuera del vehículo a que aparezca la novia, que pronto se sabrá es víctima de una encerrona, pues la boda se ha preparado por sorpresa. Sale Lee de trabajar y, tal cual está -ciertamente, muy bella, como siempre insiste Harrison, que debía admirar mucho a la Stanwyck-, la llevan camino del comisionado adjunto de matrimonios civiles de Hollywood, donde, con toda la intimidad que su situación requiere, se celebra la cortísima ceremonia. Sorprendida de que no haya anillo nupcial para la novia, pregunta intrigada Tess:

-          ¿Cómo es eso, Steve? ¿No has traído el anillo?

-          Algo mejor, que sé que entenderá Lee: Un buen reloj, para que marque las muchas horas de felicidad que al fin nos esperan.

     (Saca una caja del bolsillo interior de la americana, abre la misma, extrae el reloj y se lo pone a la novia en la muñeca) 



-          ¡Pamplinas! -insiste Tess-. No puede haber boda sin anillo. ¡Venga, pónselo! Será mi regalo nupcial.

     (Tess se quita del dedo un espléndido anillo de brillantes y se lo da a Steve, para que lo ponga en el dedo anular izquierdo de Lee. Esta la mira, agradecida)

-          Espero que te sirva mi talla -dice Tess a Lee-. Si no, cámbialo de dedo.

     (Los novios se besan y luego lo hacen con los testigos. Tess concluye la secuencia:)

-          Y ahora, vamos a comer a casa. Creo que Nancy ha hecho una tarta de chuparse los dedos.

***

     El reloj puede marcar ya la hora y media de película, límite casi insuperable en aquellos días, que Harrison excede no obstante, previendo el más que previsible corte de secuencias o de escenas por parte de producción. Estamos en la página 145 del guion.

     La penúltima secuencia, rápida y tensa, se inicia en torno a una mesa de un lujoso club nocturno del Downtown de Los Angeles. Tess departe muy animada con otras personas de ambos sexos, bebiendo copiosamente. En un segundo plano, en la barra, se halla Steve, sin quitar la vista de la estrella a la que protege. Tiene un vaso a su lado, pero no le presta la menor atención. En esto, un individuo joven, de aspecto jovial y algo achispado, se acerca a Tess, y le pregunta si ella es la famosa actriz de cine, Tess Wagner. Ella trata de quitárselo de encima, negando su identidad, pero él vuelve a la carga y, ella -antes que Steve intervenga- le tira a la cara el contenido del vaso que estaba bebiendo. Se monta la correspondiente trifulca y el guardaespaldas ha de intervenir, dando y recibiendo los inevitables puñetazos, hasta que el faltón y dos amigos que intervienen en su favor, son expulsados del club. Casualmente, o no, aparecen dos periodistas y uno de ellos dispara su cámara, recogiendo el momento en que Steve saca casi en volandas del establecimiento a Tess. A la mañana siguiente, Los Angeles Dispatch publica en primera plana -todo según el guion- el incidente, con la instantánea de la estrella y su protector, de quien dice: … Intervino el guardaespaldas de la famosa actriz, un individuo llamado Steve… Aunque es probable que nadie en las salas de proyección lea el encabezamiento del diario, Harrison destaca que figurará la fecha del domingo 30 de noviembre de 1941. Una cronología muy oportuna, no solo para preparar el final de la cinta, sino para darle el tinte patriótico que estimulase a los productores para financiar el proyecto, gracias a un mayor tirón de la taquilla.

     La secuencia concluye con Lee, aterrorizada por el riesgo que corre Steve, leyendo la noticia, mientras la pareja desayuna aquel domingo. El chico reconoce que cabe que los mafiosos vean su foto, aunque la posibilidad es remota y la instantánea, poco clara. Lee objeta y se desarrolla el siguiente diálogo entre ellos:

-          No quieras tranquilizarme, como si fuese una tonta. Aquí mismo, en Los Ángeles, como en el resto de la nación, hay gente de la Mafia, que irán con el cuento a los de Nueva York y, si se lo encargan, les harán el trabajito de acabar contigo.

-          Es una posibilidad…

-          Y se te reconoce perfectamente en la foto. Hasta dan tu nombre, por si hubiese duda.

-          ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué echemos a correr como conejos, buscando otro trabajo en las Rocosas, o en Méjico? No, querida. Aquí estamos bien y aquí nos quedaremos. Estaré alerta y Mac Donald me echará una mano. Lo único que necesito es que no ten vengas abajo y que no salgas sola. Juntos entramos en esto y juntos saldremos, si es que Santolino tiene memoria y ganas de amargarnos la vida.

     La pareja abandona la cocina de su casa. Steve se dirige al baño y Lee directamente al dormitorio. Al quitarse el reloj y dejarlo en la mesilla, se le llenan los ojos de lágrimas y solloza:

-          ¡Qué pocas horas de felicidad has dado para nosotros!, lamenta mirándolo.

     Al momento, aparece Steve y Lee, disimulando el llanto, gira la cabeza y se pone a hacer la cama matrimonial.



***

     La última secuencia (página 148 del guion de Harrison) empieza con un plano largo de Steve en la cola ante una oficina de reclutamiento. El 8 de diciembre de 1941 ha estallado para los Estados Unidos la Segunda Guerra Mundial, con el bombardeo japonés de la base naval hawaiana de Pearl Harbor. Pese a su elevada edad para esos menesteres, ha decidido tomar las armas, más que nada, por librar a Lee del peligro colateral que podría suponer el que vinieran a por su marido, actuando sobre ella con chantajes o a mansalva. De paso, claro está, puede tener más posibilidades de escapar a la muerte embarcándose para la guerra del Pacífico, que no esperando en Los Ángeles a que los mafiosos jueguen con él al tiro al blanco. En la escena siguiente, los encargados de la conscripción, asombrados de su ejecutoria -policía, fiscal, guardaespaldas-, le dan inmediatamente de paso, augurándole que, al acabar su entrenamiento, seguro que le dan graduación de sargento o, como mínimo de cabo. Lo mismo acabas la guerra de mayor, bromea uno. Steve le responde: ¿Tanto va a durar la guerra?

     La cámara sigue a Steve en su regreso a casa y en el instante en que, en la sala de la misma, confiesa a su mujer que acaba de alistarse y, en consecuencia, tiene el tiempo justo para dejar arregladas las cosas y despedirse de los amigos y de los enemigos. Podría esperarse que Lee le echara una bronca por marcharse voluntariamente a la guerra y dejarla sola y con muchas opciones de quedar viuda. Pero no. Harrison hace la acotación de que Lee recibe la noticia con resignación, como si lo hubiese sabido de antes, como si pensase que, de todas formas, la vida física de Steve y la vida espiritual de ella tienen los días contados. La pareja se abraza, sin decir palabra, quedando en manos de la calidad mímica de los intérpretes el que la escena silente llegue a ser emocionante para los espectadores. Luego, Steve coge papel y pluma y se retira a escribir una carta. Quién sea el destinatario y cuál su contenido lo sabremos, con un inserto de Concrete Santolino, leyendo la misiva en Nueva York:

     Por si se te ocurre buscarme en mi ausencia de los Estados, te diré que andaré pegando tiros a los japos mientras ellos no me los peguen a mí. Así que tienes dos opciones: o dices a tus esbirros que se alisten y vengan por mí al frente, o esperas al final de la guerra, si para entonces tú o yo no hemos reventado. No te tengo miedo y, por mí, puedes irte al infierno, Steve Riccardi.

     En la página 150 del guion -más o menos, tras hora y cuarenta minutos de película-, llega la escena final. La pareja, con toda sencillez, se despide en el vestíbulo de su casa. Se besan y Lee ciñe a la muñeca de Steve el reloj de pedida. La máquina no ha cumplido con la expectativa de señalar muchas horas de felicidad para ambos. Pero,

-          A partir de ahora, Steve, te marcará las horas que quiera Dios concedernos de vida.

     (La puerta se abre. La imagen de Steve se pierde, rellano de la escalera adelante. Lee permanece en el umbral, firme, inmóvil, de espaldas a la cámara. Lento fundido en negro, sobre el que aparece la palabra Fin)

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     Eso es todo, amigos. Después de todo, no hemos conseguido que Wesley Harrison nos obsequiara con un final preciso ni, mucho menos, feliz.


     







[1] Remember the night (Mitchell Leisen, 1940), con Barbara Stanwyck y Fred MacMurray como actores protagonistas.
[2]  R.K.O., siglas de los estudios Radio Keith Orpheum, de Nueva York, que produjeron películas entre 1928 y 1955. Una de sus mayores y mejores especialidades fueron los films del llamado Cine Negro.
[3] Es decir: Una vez más o De nuevo.
[4]  Paramount Pictures Corporation, productora y distribuidora cinematográfica radicada en Hollywood, fundada en 1912 y que, con numerosos avatares, continúa activa actualmente (2019). Fue la compañía que produjo el film, Recuerdo de una noche, al que venimos refiriéndonos en este relato.
[5] Forma universal de aludir al final feliz en las películas.
[6]  Así vino a definir, en unas pocas palabras, Preston Sturges el argumento de su guion. Parece una opinión exagerada pero, si ven la película y reflexionan sobre ella, concluirán que Sturges tenía razón.
[7]  El comportamiento del fiscal de la película en esta fase del juicio es bastante falaz y exagerado, intentando hacerse desagradable e injusto a los jurados, tratando de lograr por reacción un suave veredicto paa la ladrona, simpática, guapa y maltratada.
[8]  Aunque el dólar ha mantenido su valor mucho más que otras monedas, los 4.000 dólares de hacia 1940 supondrían entre quince y veinte veces más en dólares actuales.
[9]  En efecto, lo sabía. La referencia del libro es: Preston Sturges, Three more screenplays by Preston Sturges: The power and the glory, Easy Leaving, Remember the night, edited with an Introduction by Andrew Horton and Foreword by Tom Sturges, University of California Press, Berkeley, 1998. El guion de Remember the night comprende las páginas 329-493, con la Introducción en pp. 315-328.
[10] Expresión francesa que también usan los norteamericanos para referirse a las películas de cine negro.
[11] En realidad, era un alias pues, según el guion de Sturges, su nombre auténtico era Anne Rose Malone.
[12]  Véase nota 1. La actriz se llamaba en realidad Ruby Catherine Stevens y vivió entre 1907 y 1990.
[13]  Véase nota 1. Andrews y Garfield fueron famosos actores del cine negro americano.
[14]  Los intérpretes y los técnicos, es decir, todos los que hacen posible una película.
[15] Apellidos del guionista y del director de Remember the night.
[16] Tipo de visita íntima entre el recluso y sus visitantes, en el curso de las cuales pueden incluso mantenerse relaciones sexuales.
[17] Casi exactamente, un metro y ochenta centímetros.
[18] Equivalente a expresiones españolas como salto atrás o secuencia retrospectiva.
[19] Esta canción de la década de 1970 la hicieron famosa Tony Christie y Neil Sedaka. Tuvo un potente e inesperado renacimiento en Europa, hacia 2005.
[20] Una de tantas formas de significar en inglés que la libertad vigilada ha sido concedida.
[21] Era un simpático personaje de Remember the night, que también hacía buenas migas con el fiscal Jack Sargent, habiendo puesto la fianza de 5.000 dólares que el juez había pedido para dejar en libertad hasta el juicio a Lee, a fin de que no pasara las Navidades de 1938-39 en prisión preventiva.
[22] Es decir, seis pies y seis pulgadas, equivalentes a un metro y noventa y cinco centímetros.
[23] Sinónimo de chica de compañía o de alterne que, a cambio de dinero u otras atenciones, anima las fiestas de cierto nivel, de forma general o acompañando a algún invitado en especial.
[24] Normativa esencial de la censura cinematográfica de los Estados Unidos, vigente entre 1934 y 1968.
[25] Equivalentes, en sistema métrico decimal, a 4,536 kilogramos.
[26] Funcionario que, en los Estados Unidos, ejerce funciones mixtas de médico forense y de instructor de las primeras diligencias penales.
[27] Prenda femenina de lencería, que cubre todo el cuerpo de manera suelta y ligera.
[28] El apodo de Santolino, traducible por Hormigón, derivaba de la costumbre de sepultar a sus víctimas en bloques de ese material, antes de lanzarlos a las aguas del puerto neoyorquino.