jueves, 29 de septiembre de 2022

LA CUIDADORA Y EL "PRESENTAO", O LOS SUEÑOS DE ANDRÉS

 

 

La cuidadora y el presentao, o los sueños de Andrés

Por Federico Bello Landrove

 

     La enfermedad, la vejez y el egoísmo se dan la mano con la amistad y el amor crepuscular, para conformar este relato de sabor agridulce, ambientado en mi ciudad de Castellar, el lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Y, ya saben, cualquier parecido del relato con la realidad no es mera coincidencia, ni pretendo aparentarlo.




1.      La enfermedad…

 

     ¡Hay que ver lo que son las cosas! Todo el embrollo que voy a contarles no se habría producido si no se hubiese creado la Asociación de Antiguos Alumnos del Instituto León Pinelo, de Castellar[1]. Eso fue hace un montón de años: cuando yo, recién licenciado en Derecho, todavía tenía muy presente el recuerdo de los que juzgaba mis mejores años, los siete que había pasado como alumno del liceo castellarense. Y no les haría esa confidencia si, con más de seis décadas a las espaldas, no siguiera opinando lo mismo.

     Con semejante preámbulo, ni dudarán ustedes de que fui socio fundador de los Antiguos Alumnos, efeméride que se celebró por todo lo alto, aprovechando sin duda que coincidían a la sazón en la misma persona los cargos de director del León Pinelo y de alcalde de la ciudad. De suerte que a los flamantes asociados se nos dio una recepción en el Ayuntamiento, que concluyó -como entonces se decía- con un vino español, que es como solía denominarse en tan patrioteras calendas un piscolabis o refrigerio ofrecido gratis, de forma oficial y, en el mejor de los casos, et amore.

     Como de costumbre, pasó el tiempo -y más rápido de lo que habría deseado-. Un servidor, descastado y olvidadizo, dejó de pagar las cuotas que, como asociado le correspondían y, a mayores, se alejó de Castellar, salvo en navidades, y no todas. Mi condición de secretario de Administración Local me fue llevando por diversos lugares de España, hasta acabar recalando en A., donde me casé y nacieron mis tres hijos, y donde cerré el círculo de mi matrimonio con un discreto divorcio de mutuo acuerdo, cuyos motivos omitiré, aunque solo sea porque casi nadie es buen juez de sus propios asuntos. Baste decir que sobre aquello han corrido ya tres lustros, suficientes para pasar página, como ahora se dice, y para que los hijos volaran de las “casas paternas” y nos dieran, a mi ex y a mí, el honroso e inevitable epíteto de abuelos.

     Nunca me gustó Castellar, pero una ciudad, más que por sus piedras, te entra en el alma por las personas y los recuerdos que ligas a ella. Pero mis recuerdos se fueron obnubilando con el tiempo y la ausencia, y las personas se van o, simplemente, envejecen y te resultan extrañas. Quiero decir que no se me habría ocurrido volver a vivir en Castellar, si no me hubiesen impulsado a ello con vehemencia mis hermanos:

-          Eres el mayor, acabas de jubilarte, no tienes hijos a cargo y seguro que te vendrá bien no encontrar cada dos por tres en la calle a tu pretérita, del brazo de ese concejal de los negocios sucios, que te tenía entre ceja y ceja.

-          Mujer, Pepita, llevo veinticinco años residiendo en A. y, precisamente por ser el más viejo de los hermanos, soy el menos preparado para adaptarme a una nueva vida.

-          Anda, anda, déjate de milongas, que sigues siendo más castellarense que el pan lechuguino. Además, eres de nosotros el que más se parece a papá en carácter. Seguro que lo pones a tono que, desde que falta mamá, hace lo que le da la gana y toma a la chica que lo cuida por el pito del sereno.

-          ¿Qué quieres, con noventa y dos años y el genio que tuvo siempre? Desde luego, no voy a ser yo quien le prive, a su edad, de hacer lo que le plazca…, dentro de un orden.

-          Con eso nos vale, Andrés. Y ya sabes que cuentas con todos para echarte una mano, o sustituirte cuando quieras tomarte un descanso. No tendrás más que avisarnos con algo de tiempo.

     Y así fue como, un par de meses más tarde, me hallé en mi ciudad, en el viejo caserón familiar, al cuidado de mi padre. Eso era todo lo que me daban hecho. Del resto tendría que decidir yo, y cuanto antes, si no quería pasar todo el tiempo leyendo los viejos libros de nuestra biblioteca y escuchando los rezongos de mi progenitor acerca de sus achaques y de los supuestos dislates de nuestros políticos. Y entonces fue cuando volví a topar con la Asociación de liceístas a que antes aludí; en principio, con el único objeto de ponerme al día en el pago de cuotas. ¡Si estaría en la luna, que no me percaté de que cuarenta años de atrasos podrían suponer un pico que dejaría chiquito el de un tucán!

***

      La joven que me atendió, en efecto, hizo cuentas y me aconsejó:

-          Le vale más apuntarse de nuevas, aunque se le cobre una pequeña cuota de entrada.

-          Tiene usted razón. Lo único que siento es que tenía el carné número 19, y a saber cuál me va a corresponder ahora…

-          De cualquier modo -rebatió, sonriendo-, tendría que haber canjeado su viejo documento por otro, cuando la Asociación introdujo un pin y la firma electrónica en los nuevos documentos.

-          No creí -comenté, medio en broma- que la informática hubiese llegado a tanto en el viejo León Pinelo.

-          Todo se moderniza. Si se da una vuelta por el Instituto, lo encontrará muy cambiado.

-          En efecto -aseveré-. Y seguro que lo que más, los chavales de ahora.

-          Y las chavalas -puntualizó-, que no las habría en su época.

-          Verdad es -sonreí-: Teníamos que salir afuera a buscarlas…

     Cuando me fijé en el número de mi nuevo carné, el 6.715, eché cuentas y opiné:

-          Pues no es un número muy alto para la cantidad de promociones que han pasado por aquí. Se ve que la Asociación no tiene mucho éxito.

     Pagué y me entregó un folleto explicativo de las normas y actividades de la entidad; pero yo echaba en falta una cosa, esencial para sacarle partido a mi afiliación:

-          ¿No podría facilitarme una lista de los asociados? Es la mejor manera de enterarme si todavía anda por ahí la caterva de viejos de mi época.

-          Lo siento, pero no tenemos fotocopias de ella-repuso-. Lo más que puedo hacer es dejarle consultar el libro registro de afiliados. Están colocados por la fecha de su inscripción y tiene anejo un índice alfabético.

     Estaba a punto de tirar la toalla, cuando me hizo una sugerencia fructífera:

-          Cuando repartimos los nuevos carnés, hace años, respetamos la prioridad de los socios veteranos al corriente de las cuotas. Tal vez le resulte suficiente con consultar los primeramente inscritos.

     Dicho y hecho. Al pasar la vista por las páginas iniciales, la memoria feliz para las cosas remotas me hacía recordar sin vacilación los apellidos correspondientes a los de mi promoción e, incluso, a los alumnos de uno o dos años adelante y atrás. Eran pocos, ciertamente, pero me llevé un alegrón y, sacando bolígrafo y agenda, me dispuse a apuntar nombres, direcciones y teléfonos. La joven me llamó la atención:

-          Lo siento, pero no puede anotar más que los nombres. Direcciones y teléfonos son datos confidenciales, que no podemos facilitar sin autorización.

     Me enfadé de la manera que suelo hacerlo: ridiculizando al contrario.

-          Hacen bien en tomar precauciones. ¡Hay que ver la de robos domésticos y llamadas maliciosas de condiscípulos que habrán evitado ustedes con su celo!

     Tengo la impresión de que la joven no captó la ironía. Retiró el libro y me hizo un par de sugerencias, como alternativa a aquella grave infracción de la privacidad:

-          Todos los meses se celebran reuniones de socios: Venga y seguro que encuentra a algún conocido. O, si no, pinche un mensaje de saludo en el tablón de anuncios, que tiene usted a su espalda.

-          Gracias -contesté con indiferencia-. Lo tendré en cuenta.

     La verdad es que no era mala idea la del tablón, pero tenía prisa por salir y consumar mi delito. Había sido capaz de retener por el momento el teléfono de uno de los alumnos de la promoción siguiente a la mía, famoso otrora porque era de los pocos que lograba la cuadratura del círculo: ser un notable alevín de futbolista y sacar buenas notas. Alberto Carracedo Soriano era su nombre. ¿Se acordaría él de mí tan bien como yo de él? Me propuse no tardar en averiguarlo… si su número telefónico seguía siendo el mismo de tantos años atrás.

***

     Pues sí que mantenía el número, y también se acordaba se mí, entre otras cosas, porque habíamos coincidido un verano en el campamento de las Milicias Universitarias, aunque en unidades diferentes. Recibió mi iniciativa con alegría, que inmediatamente justificó con sinceridad:

-          Así que divorciado y de vuelta, tras muchos años de ausencia, ¿eh? Vas a necesitar que te echen una mano para adaptarte y que no se te caiga la casa encima. ¡Si lo sabré yo, que me quedé viudo hace tres años! Y eso que solo falté de Castellar en los primeros años de profesión… En fin, para empezar, tenemos una tertulia en el café Inglaterra de lunes a viernes. Ya sabes, café, palique y unas partidas de dominó. ¿Qué tal se te da el arte de las veintiocho fichas?

     La verdad, tenía muy poco arte para los juegos de mesa, no siendo el trivial [2] y similares. Tampoco me hacía gracia vincularme a un grupo tan asiduo, pero no era cosa poner pegas de entrada. Le di las gracias y quedé en pasarme por el café un día de estos. A mi padre le pareció de perlas, pues suponía que le dejaría dormir la siesta a pierna suelta, sin tirar de él de paseo al parque. Me lo hizo saber, con un inusitado rebozo:

-          No tendrás más remedio que cultivar la vida social, si no quieres acabar como yo, que las únicas cartas que he tenido entre manos son las de Bécquer[3]. Puedes tomar lecciones de Julita que, desde que la contratamos de sirvienta, todo se le vuelve insistir para que pasemos la velada jugando al subastado.

-          No me vale, papá -repliqué-. Los tertulianos del Inglaterra juegan al dominó: Tendré que ejercitarme dando porrazos en la mesa con las fichas…

     En fin, en lo que se refiere a los tertulianos y a su arte, pronto llegamos a un ten con ten. Poniendo una disculpa plausible, reduje a dos o tres días a la semana mi asistencia a sus charlas y peroratas. En cuanto al dominó, me incorporé al trío que le daba por la garrafina, donde fui bien recibido, más por permitirles formar un cuarteto, que no por mi habilidad natural para combinar las fichas con maestría. Y, no más tarde de las cinco y media, me despedía indefectiblemente, con la sensación lastimosa de haber matado el rato. Menos mal que, en lo referente al entumecimiento de las piernas, lo superaba con un largo paseo, callejeando por la ciudad antigua en el invierno y dando un par de vueltas al parque en el buen tiempo. Pronto se me agregó Alberto Carracedo, que parecía congeniar conmigo y no le gustaba alargar en exceso la timba, tal vez porque perdía bastante más de lo que ganaba, y le llevaban los demonios, aunque no se jugase más que el modesto importe de las consumiciones cafeteras. Yo lo tentaba con otros vicios:

-          Alberto, todavía me acuerdo de lo buen deportista que eras. ¿Por qué no te animas y vienes conmigo alguna tarde al gimnasio, o a la piscina?

-          ¡Quita, quita! -rechazaba siempre-. Todo tiene su momento. ¿No ves la de lesiones que sufren los tíos cachas, de los cincuenta para arriba? No hay cosa más insana que el deporte…; como que no sé cómo, siendo tan sensato, te has metido al olimpismo.

-          Todo es cosa de dosificación. ¡No sabes lo eufórico que vuelvo para casa, después de unos cuantos largos, o de diez minutos de sauna!

-          ¡Lo que te faltaba para estar como un fideo!, comentaba entre risas. No hijo, no. Yo, tranquilito, con mis noventa quilates y mis pastillitas para la hipertensión. Total, ya sabes lo del cuento: vale más vivir un año a gusto, que cinco a pan y cebolla…, o a pesas y espalderas que, para el caso, tanto da.

***

     Para tristeza mía y, tal vez, alegría suya, un infarto de miocardio se llevó a mi padre mientras dormía, sin dolor ni aviso previo. De la noche a la mañana, me quedé sin nada que hacer por los demás, como no fuese aplicar mis conocimientos jurídicos para repartir la herencia paterna, y mi inclinación a la parsimonia, para reemplazar a la criada de toda la jornada con una asistenta por las mañanas. Incluso, tentado estuve de poner en venta la casa e irme a vivir a un apartamento de 40 metros cuadrados a la orilla del río. Una vez más, fue mi hermana Pepita -que le había cogido el gusto a eso de dirigirme la vida- quien se opuso, en nombre de todos los hermanos:

-          ¡Caramba, Andrés, qué descastado eres: vender la casa de los abuelos apenas papá ha cerrado el ojo! ¡Qué trabajo te cuesta darnos la satisfacción de mantener la casa en la familia! Si te viene grande para limpiarla, cierra unas cuantas habitaciones y en paz. Y, ya que papá te mejoró en el testamento -¡asomó la envidia!-, bien puedes hacer alguna reforma, que convierta el caserón en una vivienda confortable.

     Más por indolencia que por sensiblería, decidí conservar el caserón, pero tal cual, con su pátina y sus recuerdos. ¡A buenas horas me iba a meter en gastos para que, a la vuelta de unos pocos años, el inmueble fuese a parar a manos de unos nietos que ni se habían dignado ponerse una corbata y una chaqueta para acudir al funeral de su abuelo!

     Y, hablando del abuelo, una noche, a poco de fallecer, tuve un sueño en el que él, con la apariencia de sus cuarenta años, hablaba conmigo, tal cual soy ahora, y parecía querer ajustarme las cuentas. Más o menos, decía:

-          No te quejarás, Andresín, que poca guerra te he dado muriéndome tan de repente. Poco más de un año me estuviste cuidando y fíjate la pedrea que te ha caído: la casa nuestra de toda la vida, con cuanto contiene de puertas para adentro…

     Yo nada respondía, por lo que el espectro continuaba:

-          Así que lo menos que debes hacer es sacrificarte por otro lo que no tuviste que hacer por mí.

     Aquello me hacía pensar y mi padre, que parecía leer en mi mente, concluía:

-          No te preocupes, que pronto tendrás ocasión de cumplir con la obligación que te impongo… Solo tendrás que seguir jugando una temporada al dominó.

     De repente, me vi solo, trasladado por ensalmo a un desierto café Inglaterra, que recorría una y otra vez, tratando de hallar en vano algún alma. Finalmente, frustrado, trataba de salir del café, mas en vano: la puerta giratoria no se ponía en marcha, pese a todos mis esfuerzos. La angustia me hizo despertar y el haber pasado sin transición del sueño a la vigilia determinó que el sueño -casi una pesadilla- se me quedase grabado en el consciente. La verdad es que nunca había tenido un ensueño tan bíblico; es decir, tan de ordeno y mando. Claro que el mandante no era Dios, pero, para el caso, mi padre se le aproximaba mucho.

***

     Sucedió mientras pasaba unos días fuera de España, en un viaje organizado por El club de los sesenta -años, claro-. Al regresar y presentarme en la tertulia del Inglaterra, me dieron la mala noticia:

-          ¿No sabes lo que le ha pasado al pobre Alberto?... Pues un ictus. Salió del trance y ya está en su casa, pero parece que quedará bastante perjudicado… Claro que la recuperación, rehabilitación incluida, logra a veces maravillas.

     Ojalá fuera así, porque cuando yo fui a visitarlo por vez primera, me lo encontré en la cama, casi del todo paralizado del lado izquierdo del cuerpo, perdida la visión de un ojo y con un habla balbuciente, apenas inteligible. Una silla de ruedas yacía en una esquina de la habitación, para enfado y desesperación de un hijo del enfermo que me explicó la situación:

-          Mi padre es el colmo. Comprendo que esté muy jodido, pero lo cierto es que siempre ha hecho lo que le salía de los cojones. Parece no darse cuenta de que lo que no recupere en un par de meses lo perderá para siempre.

     Capeé la lluvia de palabras gruesas y llegué a la conclusión de que el enfermo no colaboraba lo más mínimo: Ni aceptaba el pasar de la cama a la silla portable, ni parecía dispuesto a que lo trasladasen diariamente en ambulancia al hospital, para recibir la rehabilitación que inicialmente le practicaron a domicilio. En fin, había mucho movimiento en la casa; de modo que dirigí a Alberto unas palabras de ánimo, le estreché su única mano activa y me despedí, prometiéndole una pronta visita. Al salir, el hijo volvió a la carga:

-          Como no se espabile y coopere, se va a quedar completamente inútil y, con el carácter que tiene, no va a aguantarlo ni Dios.

     En el camino a casa iba ya rumiando la idea que acabé de desarrollar aquella misma noche. Echar una mano con Alberto era la tarea que había predicho para mí en sueños mi padre. Claro que, por fortuna, no tenía que ser yo el protagonista de los cuidados, que para eso estaban la familia y los profesionales; pero algo tendría que hacer, y la silla de ruedas me suscitó los primeros proyectos. Empezaba a cumplirse aquel irónico adagio que escuché de labios de un benemérito abuelo que cuidaba de tres nietos en el parque: Nunca me he afanado tanto como de jubilado.

Un Instituto como el del relato

 

 

2.      … Y el remedio

 

     Así pues, todo empezó por la silla. Entre la sorpresa por la iniciativa y el relativo respeto que Alberto había llegado a sentir por mí -ya se sabe que los sentimientos son, con frecuencia, incomprensibles-, mi amigo aceptó que lo sacase a tomar el sol y a conversar un rato en el Gran Parque. Pertrechado de periódico y de móvil con datos, me dediqué a charlar por los codos, procurando que él no tuviera que comentar mucho, porque yo apenas entendía sus réplicas. Tanto palique debí de darle que, con su media lengua, me dio a entender que descansara un poco y le dejase escuchar el trino de los pájaros con su único oído útil.

     Del paseo con la silla -procurando que la hora y el lugar le evitasen toparse con algún conocido, o dar el espectáculo ante numerosa concurrencia-, pasamos a la partidita de ajedrez rápido, el intercambio de películas reproducibles en el televisor y el café de media tarde -con churros, por supuesto-, en una cafetería cercana a su domicilio. La verdad es que a mí me iba condicionando bastante la vida pues le dedicaba casi toda la tarde. Más de una vez, los antiguos contertulios del Inglaterra se brindaron a reemplazarme, y hasta lo invitaron a que se sumara a la timba de dominó, pero, entre el deseo de pasar desapercibido y el de no molestar, Alberto acabó por tener una evidente dependencia de mí, la andremanía, que su familia agradecía, temiendo no obstante que la demasiada asiduidad acabase por espantarme. Aunque eran cuatro sus hijos, acabé teniendo plena confianza con Antonio, el malhablado, quien tuvo la gentileza de seguir diciéndome las verdades del barquero, pero sin formas groseras:

-          Habrás notado -me confesaba- que mi padre está mucho mejor de la pierna mala, hasta el punto de que puede andar con un apoyo, aunque él lo niegue. En cambio, el brazo izquierdo lo tiene como un colgajo, ya sin remedio.

-          Me alegro de saber que es capaz de caminar. Iniciaré la batalla de sacarlo de la silla y pasarlo al bastón[4].

-          Te lo agradezco porque eres el único al que hace caso, aunque a regañadientes y como si te hiciese un favor. En cambio, con mis hermanos y conmigo se ha vuelto más protestón y desabrido que nunca. ¡Y no digamos con la criada y el fisioterapeuta! Todo son protestas y broncas, y está por la primera vez que se le oiga un gracias o un por favor.

     Me daba la impresión de que la verdad de las cosas estaba entre la versión de Alberto y la de su hijo, pero, sobre todo, empezaba a sospechar que mi amigo no iba a tardar en dar con sus huesos en una residencia para ancianos necesitados de asistencia. No era algo tan terrible sino, más bien, inevitable. De hecho, yo me imaginaba en unos años camino de uno de esos centros y hasta iba anotando en mis paseos los predilectos. Pero para Alberto sería una tragedia, por su forma de ser y, sobre todo, por su idiosincrasia y edad, todavía no avanzada. Decidí empezar una nueva cruzada: la de convencerlo de que su estancia en el domicilio, tal y como se estaban poniendo las cosas, exigiría de él un radical cambio de estrategia.

     Lo más sencillo era sugerirle que cambiase de actitud, volviéndose más tolerante y mucho más obediente. Pero, ante mis consejos, tomaba el camino más fácil, asegurándome que era un dócil enfermo y que los malos e intolerantes eran -¡cómo no!- los otros. En ese “otros” incluía en muy primeros puestos a su hijo Antonio y al fisioterapeuta, especie de tirano, al que achacaba hasta malos tratos. Por un tiempo, llegué a pensar que tal cosa podía ser cierta, no con carácter general, pero sí cuando mi amigo llegase hasta el punto de sacar a aquel tiarrón de sus casillas. Los hijos convinieron a regañadientes en cambiar de cuidador y ello fue pasar de Málaga a Malagón, pues el nuevo era tan condescendiente, que no hacía otra cosa que lo que consentía Alberto, cosa muy cómoda para ambos, pero totalmente contraria a las indicaciones de los médicos. La cosa estalló cuando el otro hijo varón, Miguel, apareció por sorpresa una mañana a la hora del paseo y encontró a la pareja jugando a la brisca. Me lo contaba Carmen, una de las hijas, a punto de sollozar:

-          ¡No sabes lo que es esto! Un día vamos a acabar mal, que no es solo mi padre quien en la familia tiene el genio vivo. Los vecinos ya están alarmados de las discusiones a gritos… y lo malo es que, como él está así y parece un corderito de cara a los demás, para la gente somos nosotros los malos de la película.

-          ¿Y es así con todos? ¿No hay algún hijo que pueda llevarlo con más tiento?

-          Quizá mi otra hermana, Marta, la que vive en Madrid, que viene a visitarlo una vez al mes con sus hijos pequeños, con los que él está encantado; pero, claro, no viviendo en Castellar, ni siquiera cerca…

-          O sea que…

-          … Que estamos a punto de tirar la toalla y dejarlo a su aire, dado que no hay quien lo convenza de tomar el camino de una residencia, por buena que sea.

     Se me encogió el estómago, y no solo por Alberto, sino por lo que podía suponer de sobrecarga para mí. Pregunté:

-          ¿Y no podéis obligarlo a que vaya a una institución de acogida?

-          Imposible. Mi hermano Miguel, que es abogado -como sabes-, dice que, mientras esté en sus cabales y tenga dinero para contratar cuidadores, de su casa no lo mueva nadie, si él no quiere.

-          ¡Pues estamos buenos!, opiné, empleando un plural muy comprometedor.

     Una vez en mi domicilio, me puse a recorrer el pasillo, meditando en voz baja, como suelo hacer en mis momentos más reflexivos. Al final de cada opción sobre la que pensaba -a cual más descabellada-, volvía a aparecérseme el fantasma de mi padre, recordándome que él había delegado en mi amigo la condición de beneficiario de mis atenciones y deberes. La verdad, entre el mundo real y el imaginario, iban a volverme loco. Gracias a que estaba a punto de cumplirse en mí el proverbio de que Dios aprieta, pero no ahoga. Fue de la manera menos pensada. Enseguida les diré cómo.

***

     Lo cierto es que la prehistoria del hallazgo se remontaba a los primeros tiempos de nuestra amistad, cuando todavía Alberto se encontraba en plenitud física. Me había enseñado la casa, como procede cuando la primera visita. En una de las habitaciones, desde una consola, enmarcada en plata, una señora como de cuarenta y tantos años, posaba para nosotros con un traje malva y una amplia sonrisa, con un fondo de marina tropical. Como al desgaire, al notar que la miraba, mi amigo hizo la presentación:

-          Es mi hermana Pili. Se casó con un indio y le ha ido rematadamente mal. Con todo y con eso, en América sigue, por no perder a los hijos, ni el trabajo.

     La segunda vez que tropecé con la tal Pili fue ya tiempo después del ictus. Llegando a casa de Alberto tras nuestro paseo por el parque, la criada le dijo:

-          Hace un rato, lo llamó su hermana de América. Que la llame usted cuando pueda.

-          Mi hermana de América -rezongó mi amigo-. Ni que tuviera otra. ¿Qué tripa se le habrá roto ahora?

-          Querrá saber qué tal marchas -supuse yo-.

-          Ya me llamó el jueves -replicó-. Ni que esto mío fuese la purga de Fernando[5]. Anda, coge de ese estante la libreta de los teléfonos, busca el número de Carracedo, Pilar, y márcamelo, que yo no me arreglo.

     Así lo hice y, mientras sonaban las señales, hice ademán de salir de la habitación. Alberto negó con la cabeza, pese a lo cual me quedé en el pasillo, aunque dejando la puerta entreabierta, para no incumplir del todo su indicación.

     La conversación fue breve y, por lo que a mi amigo respecta, un tanto áspera, en lo que yo podía entender. Tras colgar, me aclaró el tema de la conferencia:

-          Después de diez años sin aportar por aquí, ahora va y se pone melosa. ¡Pues no se le ocurre otra cosa que venir a verme!

-          Hombre, Alberto -le reconvine-. ¡Qué cosa más normal que esa! Cualquier hermana lo haría y, viniendo de tan lejos, es de agradecer.

-          ¡De ningún modo! Si dejó de visitarnos cuando yo estaba sano y vivía mi Paquita, no quiero que se moleste en hacerme el rendibú, ahora que hasta a mí me da grima verme.

-          Así que…

-          Le he dicho que ni hablar… Mejor dicho, para no pasarme de grosero, que lo deje para cuando esté mejor y pueda atenderla como se merece.

-          Has sido un tanto duro de todas formas -opiné-. En fin, allá vosotros.

-          Un día te contaré y lo entenderás, concluyó de manera misteriosa.

     Pero, cuando el día llegó, el narrador no fue él, sino su hija Carmen.

***

     Pese a tener escaso trato con Carmen, yo tenía formada la impresión de que era el prototipo de la mujer celosa de su independencia. Aunque había tenido la oportunidad de trasladarse a Castellar, llevaba un montón de años de profesora de Artes Plásticas -otrora, Dibujo- en el Instituto de una capital de provincia próxima, cuyo pequeño tamaño la hacía -según ella- más acogedora que la impersonal ciudad que nos había visto nacer. De estado civil “soltera”, me parece que, si no promiscua, por lo menos era de relaciones amorosas frecuentes y poco comprometidas. Otro tanto -en lo de la independencia, digo- acaecía con su vida profesional: Nunca había querido entrar en los circuitos de las galerías comerciales y de las exposiciones institucionales. Vendía sus obras entre los conocidos y las daba a conocer en salas de circunstancias, o en escaparates de tiendas de amigos. Personalmente, no me gustaba su trabajo, y una aguada que me regaló la coloqué en el pasillo de casa, donde apenas le llegaba la luz. La verdad es que todo eso a ella le traía sin cuidado: Con mi sueldo de profesora -decía- no necesito pintar para comer. Y, para cerrar su presentación, diré que pude enterarme por su hermano Antonio, de que Carmen había alquilado un apartamento cerca de la casa paterna, para no verse obligada a alojarse en esta cuando le apeteciese dar una vuelta por Castellar.

     Si les he contado toda esta monserga, es para que la relacionen con lo que he dicho que iba a contarles. En efecto, tomando té un día que habíamos coincidido por la calle, Carmen me confesó:

-          No me parezco físicamente a mis padres. En cambio, todos coinciden en que me llevo un aire con la tía Pili, tanto en el rostro, como en la manera de ser.

-          No tengo el gusto de conocerla -me justifiqué-, por lo que no puedo opinar.

-          Y te va a ser difícil el lograrlo. Antes, venía por Castellar todos los años por primavera, y hasta algunas navidades: primero, en familia; luego, ella sola. Pero, desde que murieron los abuelos, no ha vuelto; al menos, que sepamos.

-          Pues ahora -le confié- estaba dispuesta a venir para ver a tu padre, pero ya sabes cómo las gasta: Se lo ha quitado de la cabeza porque no quiere que lo vea en el estado en que se encuentra.

     Carmen sonrió, enigmática:

-          Esa ridícula vergüenza… y algo más.

     Sin entrar en detalles, me reveló algo que sucede en las mejores familias: las rencillas por mor de las herencias. Al parecer, aprovechando su proximidad a los padres, Alberto y su esposa se trabajaron a los testadores para que los mejorasen ampliamente y a ella le hiciesen cuantiosos legados, entre ellos, la mejor parte de las joyas. Como es natural, el expolio no le sentó nada bien a la tía Pili, que puso el grito en el cielo y prometió -asimismo, a voz en cuello- que no volvería a poner los pies en aquella casa de la que, de facto, se la había excluido.

-          Ni quito ni pongo rey -opinaba Carmen-, pero comprendo el punto de vista de mi tía, a la que ni mucho menos le sobraba el dinero entonces, recién divorciada y al cargo todavía de sus dos hijos. De todos modos -concluía-, la mayor parte de la culpa fue de mis abuelos, que ninguna razón de bulto tenían para apartarse de la regla de oro de las herencias: no desigualar a los hijos y dejar al margen a yernos y nueras.

-          Pues, si algo de bueno podría traer la situación de tu padre, podría ser el reconciliarlo con su hermana única… Ya le he leído la cartilla para que rectifique y consienta en que ella reanude la relación y las visitas.

     Creo que Carmen no me escuchó estas últimas consideraciones, sino que seguía a lo suyo, pensando en voz alta:

-          ¡Lástima que la tía viva tan lejos y todavía trabaje! Si hay alguna persona que podría meter en vereda a mi padre, es ella.

***

     A partir de los datos que me había facilitado Carmen, fui añadiendo piezas, hasta componer un rompecabezas, cuya imagen final no dejó de depararme alguna sorpresa. Fui espigando noticias de aquí y de allá, sin mostrar especial interés ni formular muchas preguntas. Para simplificar el relato, lo que fui descubriendo se resume en lo siguiente:

     Pilar Carracedo -Pili para casi todos- era la única hermana de Alberto, un año menor que él. Siguiendo su estela, había estudiado con notable aprovechamiento en el Instituto de Castellar, si bien era el entonces “femenino”, llamado Juan de Matienzo[6], que compartía nuestro mismo edificio, solo que en horario de tarde. Seguidamente, se había matriculado en la carrera de Filosofía y Letras pero, acabados los dos años comunes, había trasladado la matrícula a Madrid, para cursar la especialidad de Lenguas Románicas. Aquellos tres años madrileños le aprovecharon mucho -tal vez, demasiado-: No solo se licenció, sino que intimó con un estudiante de Medicina de la República americana de P. -baste con la inicial-, unos años mayor que ella, con el que se casó -pese a las reticencias paternas o, seguramente, con la ayuda de ellas-. A sus veintiún añitos, había partido con su flamante esposo para tierras del Nuevo Mundo, y allí, en los tiempos felices, tuvieron dos niños y Pili se doctoró y pasó a enseñar Literatura española en un liceo privado. Luego, las cañas se volvieron lanzas, y el matrimonio un campo de Agramante. En resumen: separación, peloteras por los hijos y, por último, divorcio. Afortunadamente, la doble nacionalidad y el puesto docente le permitieron subsistir, con la ayuda económica adicional de sus padres. Finalmente, sobrevino la querella hereditaria ya referida y -cosa que Carmen inicialmente desconocía- la jubilación de la profesora, quien vivía sola, al tener un hijo en los Estados Unidos y otro en la capital de P.

     ¿Dónde está la sorpresa?, me preguntarán. Ciertamente, en los viejos álbumes de fotos, de los que un día tiró mi amigo Alberto para ilustrar sus trabucadas frases. En muchas de las imágenes aparecía Pili y, según se iba aproximando a la edad de la adolescencia, iba surgiendo en mí el convencimiento de que la había conocido por aquellas calendas; pero ¿dónde? Le daba vueltas al magín y no era capaz de dar con la coincidencia, hasta que…

-          ¿Y dices que estudió Románicas?, pregunté.

-          Precisamente, respondió Alberto. Mejor le habría ido estudiando aquí Historia y evitando aquel desgraciado desmadre en los Madriles con el estudiante tropical.

-          Creo que ya caigo -apunté-. Me recuerda a una chica muy formal que sabía un montón de francés, y que fue una temporada a mi clase en la Academia Hulot.

-          Pues seguro que era ella. Desde luego, sí que fue alumna de esa academia.

     El resto me lo callé, aunque un grato hormiguillo me recorrió la columna. Aquella mocita me había entrado por el ojo derecho y, aunque yo no había superado la timidez como para abordarla ante un alumnado bastante numeroso, estoy seguro de que una y otro supimos de nuestro interés recíproco. Y digo esto, no por petulancia, sino porque el último día de clase, cuando el ínclito Monsieur Hulot entregaba las notas y los diplomas de mérito, la presunta hermana de Alberto y yo recogimos los dos primeros. Con la distinción honorífica venían adjuntas dos entradas para una película francesa de moda -todavía recuerdo el título: El gendarme de Saint-Tropez[7]-. Venciendo la vergüenza, me atreví a sugerirle en un aparte, a la salida del aula:

-          ¿Quieres que vayamos juntos?

-          Tenemos dos entradas para cada uno -repuso ella, en plan de disculpa-. Mejor las aprovechamos yendo con algún familiar.

     Recuerdo que yo fui con un amigo, pues era una película de humor desopilante, que no agradaba a mis padres. Hice por verla antes de empezar la función, y llegó, en efecto, con su madre, una señora elegante y muy bella que -ahora que lo pienso- estaba mucho mejor que su hija. En fin, el que no se consuela es porque no quiere. Luego, yo -un par de años mayor que Pili- tuve que pasar a la Facultad y no tuve tiempo para gollerías, como el idioma de Balzac y las películas del gendarme, Louis de Funès[8]. Así que adiós a mi seria condiscípula y a cuanto pudo ser y no fue.  

Anuncio de mano de El gendarme de Saint Tropez (ahora, en DVD)

***

     En casa de Alberto, las cosas iban de mal en peor. Aunque no estuve presente, me llegó la noticia de que los hijos le habían planteado un ultimátum: O se dejaba llevar por sus cuidadores, o ellos lo dejarían solo frente al mundo, en expresión apocalíptica de mi amigo. Yo volví a la carga:

-          ¿No estarías mucho mejor en una residencia, entre auténticos profesionales que se encargasen de todo?

-          ¡Ni hablar!, replicó. Comprendo que soy muy mío y un poco impertinente, pero tampoco un ogro, y me encuentro muy bien en mi propia casa. Como pretendan sacarme de aquí, soy capaz de tirarme por el balcón, y ya sabes que es un noveno piso.

     No puede por menos de echarme a reír, aunque la procesión fuese por dentro. Él tuvo la idea descabellada, que yo me venía temiendo desde tiempo atrás:

-          ¿Por qué no vienes tú a vivir aquí conmigo? La casa es muy grande y, total, nos haríamos mutua compañía.

Yo ya tenía la respuesta premeditada:

-          Jamás me las he arreglado para llevar una casa. Aquí lo que hace falta es una mano femenina. Si alguna de tus hijas se prestara…

-          ¡Quia! Marta tiene marido e hijos, así como un buen gabinete psicológico en Madrid. Ni hablar de sugerírselo siquiera.

-          ¿Y Carmen?, vacilé.

-          ¡¿Estás loco?! ¡Menuda es! No tardaríamos ni una semana en tirarnos los trastos a la cabeza.

     Decidí jugar a la ruleta rusa:

-          ¿Por qué no probar con tu hermana? La idea no ha sido mía, sino de Carmen. Podrías indicarle que ya estás preparado para recibirla… Una vez aquí, cuando haya visto el panorama, a tiempo estarías de dejar caer la idea de que no se marche, al menos, por unos meses. Y luego…

     Para mi sorpresa, no rechazó incontinente la sugerencia, sino que se quedó rumiándola durante su buen medio minuto:

-          ¿Tú crees?, fue cuanto me replicó de mano.

-          Por probar…, contesté yo, así mismo lacónicamente.

-          Vale, consintió; pero tendrás que ayudarme con el proyecto. Ya sabes lo mal que hablo -reconoció- y que apenas puedo escribir con claridad.

-          No tengo inconveniente -concedí-, pero ¿quién soy yo para tomar la iniciativa? Me mandaría a freír espárragos.

-          Ya se nos ocurrirá algo… A fin de cuentas, fuisteis colegas en la Academia Hulot, concluyó con una sonrisa de oreja a oreja.

 

 

3.      ¿Quién cuida a quién?

 

     Entre Alberto y yo preparamos la encerrona a Pili, contando con el beneplácito de Carmen, la tolerancia de Antonio y la indiferencia de los otros dos hermanos. Primeramente, Alberto, exagerando por una vez sus dificultades de pronunciación, le hizo ver a su hermana que, para mejor comprensión, un buen amigo suyo le escribiría un correo electrónico, en el que le transmitiría cuanto él tenía que decirle. Ella le indicó su cuenta de correo y yo, después de numerosas correcciones, le remití el siguiente mensaje:

     Estimada Pilar:

     Como ya te ha advertido tu hermano, soy yo quien me dirijo a ti, en vista de las dificultades que él tiene para hablar de modo inteligible por teléfono y, por supuesto, para escribir con un teclado; pero cuanto voy a decirte ha sido decidido por él y, casi casi, escrito al dictado, con la excepción de la posdata con que concluiré esta carta.

     Lo primero de todo, Alberto ha reflexionado sobre tu proposición de venir a visitarlo, la cual acepta de buen grado, y muy agradecido, una vez ha mejorado lo bastante como para no producirte una deprimente impresión. De hecho, para prepararte a encajar su nuevo estado e imagen, te adjunto una fotografía suya muy reciente, sacada -como descubrirás sin duda- en el Gran Parque.

     En segundo lugar, Alberto se pregunta si no te importaría -ya que te has jubilado hace poco y faltas desde hace tiempo de Castellar- alargar tu estancia aquí más allá de las tres o cuatro semanas de tus viajes precedentes. Seguro que ello le llenaría de alegría y contribuiría a mitigar la soledad y las limitaciones de su actual estado. Por supuesto, el proyecto que traigas podrás modificarlo cuanto quieras, así como emplear buena parte del tiempo en visitar a otras personas y hacer excursiones. Si te lo indica expresamente, es para que vengas con el equipaje conveniente y, si aceptas su sugerencia, dejes en tu casa y ciudad las cosas en regla, para una estancia de amplia duración.

     Nada satisfaría más a Alberto que tu aquiescencia a cuanto te sugiere, lo que también ha comentado con sus hijos, a plena satisfacción de estos. Desde ahora, espera tu contestación con impaciencia, aunque comprende que te tomes cierto tiempo para decidirte; y siempre -insiste-, sin compromiso ninguno.

     Esperando dicha respuesta, Alberto te envía todo su cariño con un fraternal abrazo.

   Posdata.- Además de haberme convertido en los últimos tiempos en un amigo inseparable de tu hermano, me permito recordarte que fuimos condiscípulos en la academia de Monsieur Hulot. Yo me he percatado de ello recientemente, al ver algunas fotografías tuyas de aquel entonces. No sé si tú me recordarás: Mi nombre es Andrés Terradillos y, aunque no te envíe ninguna foto mía, seguro que caerás en la cuenta de quien soy -o de quien fui-, si te cito el nombre de una vieja película: El gendarme de Saint-Tropez.

     Saludos cordiales de tu antiguo compañero de las clases de francés,

     Andrés.

     La respuesta de Pili se hizo esperar, lo que provocó la decepción de su hermano y mi propia sorpresa. No habíamos contado con la agudeza de nuestra corresponsal, hecha, no solo de inteligencia natural, sino de esa astucia o suspicacia que elaboran las personas a las que la vida ha maltratado frecuentemente. Y, si no me lo toman a machismo, diría que ello es más agudo en las mujeres, que no en los hombres frustrados, quienes no suelen perder hasta tal grado la ambición y la esperanza. En fin que, por unos motivos u otros, la hermana americana se olió la tostada, y ya se imaginó sirviendo de paño de lágrimas a su deteriorado hermano y viendo en video toda la saga del Gendarme, a la vera de su prehistórico condiscípulo. La cosa, ciertamente, era como para pensársela mucho.

     Quiero creer que, al final, el amor fraterno logró imponerse a todos sus demás encontrados sentimientos…, aunque yo no dejaría a un lado el deseo de volver a sus raíces, ni lo anodino de su vida americana, un tanto solitaria. El hecho es que, aunque muy en sus puntos -y hasta leyéndonos la cartilla-, al cabo de un mes, día arriba, día abajo, recibimos la siguiente contestación:

     Querido Alberto:

     Me alegro muchísimo de tu mejoría, la cual -por fin- te permite recibir visitas y, entre ellas, la mía, demorada durante tanto tiempo y que ahora está a punto de producirse, aunque en circunstancias que nadie habría imaginado. En fin, nunca es tarde para que dos hermanos se reencuentren físicamente, y procuren asimismo hacerlo en otros aspectos, más profundos y afectivos. Seguro que será así en nuestro caso, tal y como los papás habrían deseado.

     Lo que no puedo prometerte es una estancia larga en Castellar. Sigo dando aquí clases como emérita y, aunque la relación no es fluida, tampoco querría perder el contacto presente con mis hijos y nietos. Además -y no es problema menor- la delincuencia en esta zona en que vivo es muy abundante, bastando con que se percatasen de que estoy lejos de mi domicilio, para que lo desvalijen, y hasta lo ocupen. No es que tenga cosas muy valiosas dentro, pero sí recuerdos abundantes -muchos, traídos desde España- y una biblioteca, de las mejores privadas del país. De todas maneras, un mes da mucho de sí, pudiendo estar seguro de que te lo dedicaré de manera casi exclusiva, pues mi edad y mis achaques -que también yo los tengo, y serios- no aconsejan que me dedique a hacer turismo y excursiones por esas tierras de España que -salvo Castellar- ya me dicen muy poco y tengo casi olvidadas.

     Por cierto, la fotografía que me enviaste me reconfortó mucho, pues te encuentro joven y con buen aspecto. Te correspondo con otra mía, sacada en la fiesta de mi jubilación, para que no te sorprendas cuando veas qué vejestorio llega hasta ti desde tierras americanas.

     En cuanto saque los pasajes, te informaré de la fecha aproximada de mi llegada a Castellar. Por supuesto, haré por mi cuenta el viaje desde Madrid y, en principio, voy a alojarme en esa en el hotel que hay junto al parque, muy cercano a tu domicilio. No tendría sentido que, con la carga que sobrelleváis, venga una persona más a incrementarla.

      Hasta pronto, pues, y un abrazo muy, muy grande de

     Pili

     Posdata, dirigida al colega de la Academia Hulot, que tan bien parece recordar los tiempos remotos del Gendarme de Saint-Tropez: 

     Muchas gracias por las atenciones y cuidados que dispensas a mi hermano. Te ruego prosigas con ellos pero, por favor, no llegues hasta convertirte en lo que aquí llamamos un presentao. Si sigues siendo el culto Andrés que recuerdo, seguro que entiendes lo que he querido decirte.

     Afectuosamente,

     Pili.

     Por supuesto, acudí al diccionario de la Real Academia y, con cultura o sin ella, descubrí el sentido de su acertado consejo[9].

***

     Los días precedentes a la llegada a Castellar de Pilar Carracedo fueron para mí de un azacaneo constante. Alberto se había empeñado en prepararle en su casa una habitación de huésped, con toda clase de comodidades y detalles que se la hiciesen grata, para lo cual creía que nada era mejor que atiborrarla de recuerdos de sus padres y de su infancia. Sus cuatro hijos, aunque interesados en que su tía picara y se quedase largo tiempo, no tenían conocimientos ni tiempo para cooperar con destreza en la operación; así que aquí me tienen a mí siendo los ojos y las manos que Alberto, por desgracia, no podía bien emplear. Quizá por eso, una noche sí y otra también, me asaltaban sueños con Pili, casi siempre angustiosos: No hallaba la puerta de embarque; la detenía la policía por llevar equipaje no autorizado, o yo no la encontraba cuando iba a recibirla al aeropuerto madrileño. Porque Alberto estaba empeñado en que yo la acogiese al pie del avión y la condujera hasta nuestra ciudad, como si eso fuera del recóndito gusto de la viajera:

-          Que no, Alberto -protestaba yo-, que ya nos escribió que nadie anduviera saliendo a recibirla. Además, ya no conduzco y sería ridículo que la acompañase en tren o en el autocar.

-          ¿Cómo que ridículo? -me afeaba con su media lengua-. Ella ya habrá olvidado cómo moverse por Madrid y, además, cuando venía antes, no había tren de alta velocidad, como ahora… No se hable más -sentenciaba-. Además, ya he encargado dos billetes en el AVE[10] para el día 24…

-          ¡Vaya, hombre, dos billetes de vuelta! ¿Y cómo te figuras que voy a hacer el viaje de ida?

     Me respondió con sorna:

-          Estaba esperando a que te decidieras, pero no te inquietes: tendrás tu tique y una habitación en uno de los hoteles del aeropuerto para que pernoctes el día anterior, que el avión de P. aterriza de madrugada y no es del caso que llegues tarde a su recepción.

     De todo lo cual colegirán ustedes lo emocionado que estaba mi amigo, aunque fuese más por interés que por sentimentalismo. Así que no es de extrañar que me contagiara, al menos, durante el sueño, hasta que, de tanto ir el cántaro a la fuente…, se me volvió a presentar mi padre. Estaba sentado a la mesa camilla, con su típico brasero eléctrico, vestido con pijama y bata guateada. Me tenía en pie ante él, y me mostraba intrigado aquella foto de Pili, en la bahía al atardecer, echándome en cara sin palabras mi desfachatez. Yo no hacía más que repetir disculpas, como dando a entender que no sentía la más mínima inclinación por ella, pero papá no se dejaba convencer y, al fin, pronunciaba gravemente cuatro palabras, que me restallaban en la cara, como un bofetón:

-          ¡Pero vas a buscarla!

     En efecto, iba a buscarla. Mientras me desayunaba el consabido cacao con galletas integrales, reconocía, muy a mi pesar, que aquella frase paterna tenía un doble sentido, que enlazaba, como un puente, el pasado soñado con un futuro ignoto. Y lo que todavía me resultaba menos confesable era que, en esa obra de ingeniería tan inestable, mi amigo Alberto apareciese cada vez más como un pretexto.

***

     Haciendo una oportuna elipsis de unos días, saltemos al encuentro del presentao y la americana, a la llegada de esta a Madrid. Tenía yo ciertos recelos de cómo encajaría mi presencia, siendo así que había rechazado por correo que alguien saliese a recibirla. Con todo, me figuro que alguna sospecha tendría de no ser obedecida pues, a mi jocoso saludo -Bienvenida, Pilar. Soy Andrés, el presentao-, replicó con no menos picardía:

-          ¡Pues qué bien! Así no cargaré con la maleta más pesada y tendré palique durante el viaje a Castellar.

     Ciertamente, traía una maletona, junto con otra mediana, tamaño cabina de avión, y el típico neceser o maletín de mano; de lo que colegí que, o bien que era una minimalista, o bien que no venía decidida a quedarse en España por largo tiempo. Y, en lo referente a la charla, ciertamente lo difícil era escoger entre los numerosos temas a abordar, desde el viaje y sus pejigueras, hasta todo lo alusivo al estado de Alberto, pasando -¡cómo no!- por los viejos tiempos pasados y los nuevos por pasar, en la ciudad castellana que nos esperaba. Precisamente, una novedad para ella fue su primer motivo de sorpresa:

-          ¿Cuántas horas tardaremos en llegar a Castellar?, me preguntó.

-          Apenas una, repuse. Ahora es un viaje comodísimo.

-          ¡Ya lo creo!, ponderó… Entonces, permíteme que saque la libreta y apunte unas notas, antes de que se me olviden. Con esto de pasar toda la noche en el avión, tengo la cabeza a medio componer.

     Se tiró sus buenos veinte minutos escribiendo de forma entrecortada y nerviosa, como si anotase palabras sueltas o alguna frase o impresión lacónicas. Ahora que ya sé… lo que sé, comprendo el sentido y la duración de su impulso gráfico. Entonces, un tanto aburrido y algo molesto, me dediqué a mirar por la ventanilla y, de tanto en tanto, a contemplar su cabello rebelde, en melena corta teñida de rubio a mechas; su rostro ajado, ligeramente maquillado y velado por unas gafas ahumadas con gruesa montura de fantasía; las manos, con un par de sortijas de precio, que chispeaban conforme las agitaba al escribir; la blusa malva con cuello de gorguera, que apenas sobresalía de un chaquetón blanco con broche de plata y esmalte, representando un águila con las alas extendidas, quién sabe si a la azteca o a lo incaico; un amplio pantalón negro que, al cruzar las piernas, dejaba ver un botín del mismo color con tacón medio. En conjunto, una apariencia cuidada y sencilla, ciertamente grata, pero en la que me costaba trabajo recordar rasgos y gestos de aquella jovencita de la Academia Hulot, pasada por el túnel del tiempo: ese moldeador implacable del que cada uno de nosotros solo ve su obra en los demás…, hasta que tropieza con su imagen en el espejo del lavabo o del restaurante.

     No dudo de que ella se percatase de mi contemplación, pero tuvo la educación de no comentar por de pronto su decadencia ni la mía, con ese piadoso qué bien te conservas, tan reconfortante como falso. Su primera frase, tras guardar en el bolso el recado de escribir, tuvo, no obstante, una cierta conexión con las imágenes del pasado:

-          ¿Y qué, amigo Andrés, has vuelto a ver El gendarme? Creo que todavía subsiste en DVD.

-          ¡Quita, quita! Lo repusieron por la tele hace un porrón de años y entonces me pareció una patochada.

-          Pues, en cuanto a mí -replicó Pili-, puede decirse que no lo he visto nunca… del todo. ¿Sabes que mi madre me sacó del cine en cuanto la película empezó a tratar con cierto desenfado, muy francés, de las bañistas en cueros vivos?

     Me eché a reír, sin atreverme a criticar aquella mojigatería. Por el contrario, repuse:

-          ¡Con razón no os vi a la salida! Por cierto, tu madre era una señora guapísima…

     Bajó los ojos y, con la voz velada, desvió en parte la conversación:

-          Así que nos echaste de menos, ¿eh? Ya ves lo que tiene el destino: unas nudistas de la Costa Azul nos separaron para siempre…, porque no recuerdo que volviésemos a vernos.

     Me pareció que fingía; de modo que le contesté francamente:

-          No sé tú, pero yo sí que volví a verte por la calle y en la Universidad; pero el clímax ya había pasado. De hecho, creí que habías salido anticipadamente del cine para no tener que saludarme en presencia de tu madre.

-          ¡Jesús, qué retorcido eras!, censuró Pili. Con razón suelo decir a mis alumnos: Sed optimistas o, cuando menos, bien pensados, y dejad para los adultos escarmentados aquello de “piensa mal y acertarás”.

-          Es curioso -reconocí-. En mi caso, el recorrido ha sido a la inversa. Si ahora no te encontrara a la salida de un cine, pensaría que tenías una cita inaplazable con el geriatra.

     Estuvo riéndose un buen rato, tan sonoramente que algunos viajeros la miraron, sorprendidos. De pronto, se contuvo y me soltó la verdad de Perogrullo:

-          Eso es, ni más ni menos, porque habrás superado la timidez y la inseguridad de tus años mozos, que tú y yo sabemos que no tienen por qué ser tan brillantes y felices como puede hacer creer el divino tesoro del poeta[11].



     Acertó a suceder que, entre quienes se habían quedado mirándola cuando las carcajadas, estaban una presunta madre, de mediana edad, y un supuesto hijo suyo, aún joven, pero con los evidentes estigmas de la esclerosis múltiple, en una liviana silla de ruedas en el pasillo del vagón. Por un instante, Pili y yo cruzamos nuestra mirada y no necesitamos de palabras para entender la asociación de ideas. Yo le dije:

-          La de tu hermano es más voluminosa y no se ha decidido por un modelo eléctrico… La verdad es que la echo de menos las tardes que no la empujo por el Gran Parque.

     Y ella, muy suavemente, preguntó:

-          Esa señora y su hijo; Alberto y tú: ¿Quién cuida a quién?

 

 

4.      La americana toma las riendas

 

     De mutuo acuerdo, Alberto y yo habíamos planificado la táctica encaminada a impulsar a Pili a hacerse cargo de la situación o, como decía mi amigo, a ponerse al frente del negocio. Obviamente, lo primero de todo es que cambiase su habitación del hotel por el dormitorio que con tanto mimo se le había preparado en casa de Alberto. Yo lo veía bastante factible pues el cuarto en el hotel Parque no era precisamente barato, ni la economía de la profesora jubilada -por lo que suponíamos- estaba para incurrir en excesos. Y la segunda regla -que yo había fijado con énfasis algo egoísta- era la de aminorar mi dedicación a Alberto, con cualquier pretexto razonable, a fin de forzarla a sustituirme en la faena. Elegí el pretexto de un doloroso lumbago que, entre otras cosas, me impediría empujar la silla del corpulento parapléjico. El ataque de lumbalgia quedó programado para el quinto día de estancia de la americana en Castellar. En tan breve plazo esperábamos que Pili tomara conciencia de la situación y viera que, entre la dolencia que aquejaba a su hermano y la notable cuenta corriente de este, no le sería especialmente oneroso hacerse cargo de la dirección de la casa, cuyo atractivo inmobiliario era, por lo demás, evidente.

     La verdad es que Pili era todo un carácter. Así pues, incluso más que el afecto hacia su hermano, eran su genio e iniciativa las potencias para guiarla insensiblemente a darle la vuelta al entorno a la medida de su criterio y, por supuesto, a corregir todo aquello que le pareciera imperfecto o fuera de lugar. Lo cierto es que, dejada la situación durante meses en manos de Alberto y de su cuidadora asalariada, era mucho lo que habría de corregirse: desde la sobreabundancia de grasas en las comidas, hasta la limpieza de una casa tan amplia y con tantos recovecos. Con todo, el tercer día me llamó reservadamente, antes de adoptar cualquier resolución, y ello me enorgulleció:

-          Tengo una pregunta que hacerte, Andrés: ¿Quién se encarga verdaderamente de la casa y del control de mi hermano?

-          Si te he de ser sincero, todos y ninguno. Quiero decir que cada hijo hace lo que puede, pero ya sabes cómo es Alberto, caprichoso y nada dispuesto a reconocer que, en su estado, debe abdicar de aquellas facultades que, en efecto, no puede ya ejercer.

-          Es que la casa está hecha un asco -exageró- y ayer vi cómo le entregaba a la criada cien euros para que fuese al súper. Claro que luego le pregunté cuánto le había devuelto y me salió con que era una buena mujer y que tampoco podía controlarla al céntimo. Figúrate, en esas circunstancias y con los años que tiene, puede acabar a la puerta de una iglesia.

-          ¡Mujer!, no será tanto -objeté a su hipérbole-.

     Me miró con cierta displicencia y volvió al principio:

-          Entonces, sus hijos, ¿no…?

-          Te explicaré lo que yo sé. Antonio se dedica a las cuestiones médicas y a manejar las cuentas bancarias, conforme a lo que su padre le indica. Carmen echa un vistazo a la casa y -digamos- trata de controlar a la empleada. Los otros dos no viven en Castellar y se limitan a visitar a su padre una vez al mes o, por mejor, decir un fin de semana de cada cuatro.

-          Y tú -inquirió, mirándome fijamente-, ¿qué opinas de todo esto?

     Fui, a la vez, sincero y tendencioso, como correspondía:

-          Pues que aquí hace falta alguien que ponga orden, empezando por organizar en debida forma la vida de Alberto, tema que marcha de mal en peor. Y, si no lo tomas como machismo, te diría que lo más indicado es que fuese una mujer.

     Pili pareció asentir, suspiró y formuló una pregunta bien expresiva:

-          Por lo poco que conozco a mis sobrinos, opino que la más retorcida es Carmencita. ¿Tú crees que se pondría de uñas si yo…?

     Vi los cielos abiertos, aunque fui con pies de plomo, para no delatarme:

-          Pienso que no. Ella, como los demás hermanos, ya están tan hartos de la situación, que veo a tu hermano, no tardando, en una residencia para personas dependientes, cosa de la que él huye como de la peste. Así que, figúrate su contento, si tú echaras una mano: Te pondrían en un altar.

     Pili sonrió:

-          Ya me lo figuro. Quien más, quien menos, escurre el bulto cuanto puede; pero yo tengo mi vida y estoy aquí, como quien dice, de visita. Ahora bien, el tiempo que pase en Castellar puedo dedicarlo a ver los toros desde la barrera, o a agarrarlos por los cuernos y hacer algo bueno por mi hermano, aunque solo sea en recuerdo de nuestros padres… En fin -terminó-, voy a pensármelo y a decidir. De todos modos, gracias por tu información…, y espero seguir contando contigo, como hasta ahora.

     La situación parecía tan despejada, que le repliqué, pese al lumbago que se barruntaba:

-          Por supuesto, aunque a mi edad está uno menos para cuidar, que para que lo cuiden.

***

     Las cosas marcharon tan bien, que mi ataque de lumbago no duró más de una semana. En mi precautorio semi confinamiento, llamaba diariamente por teléfono y me iba enterando de los avances que, en aquel septenario, se producían diariamente:

-          Pili ha dejado el hotel y se ha venido para casa.

-          Pili ha hecho un plan de menús, que ha entregado a la criada.

-          Pili ha decidido que, antes de salir por la mañana a pasear, Alberto se duche todos los días, con la ayuda del que viene a sacarlo.

-          Pili va a hacer personalmente la compra en el súper y, para lo más pesado, hará un pedido semanal.

-          Pili ha tenido una bronca con la criada a propósito de la limpieza de la casa, siendo de suponer que haya que sustituirla por otra, contratada por medio de una empresa de servicios.

-          Pili ha estado hablando con Antonio y con Carmen, que le han dado carta blanca en la casa y un poder de disposición para el banco.

-          Pili… Pili…

     Era tanta la felicidad, que no puede menos de pedir hablar con Alberto, aunque se le entendía fatal por teléfono:

-          ¿Cuándo vas a venir? -me espetó-. No hace falta que empujes la silla: Puede hacerlo Pili.

-          ¡Anda, so vago! -repliqué, medio en broma-. Agarra un bastón inglés y deja de destrozarnos los riñones, ni a Pili, ni a mí.

-         

-          Por cierto, ¿qué tal te va con ella? Me han dicho que te cuida como una madre…

-          Estupendamente. Bien sabes cómo es de mandona, pero todo lo hace bien y, por otra parte, ya supones la alternativa que me espera, si no me achanto.

-          ¿Cuál? ¿Qué se vaya ipso facto?

-          ¡Toma, claro!, y que yo acabe en una residencia, entre tullidos y babeantes, viendo la tele todo el día.

     Colgué muy contento, pero pronto me dio la neura. ¿Por qué será -me dije- que nos repugne en los demás lo que no vemos en nosotros mismos?

***

     Cuando me reincorporé al trabajo, los cambios eran notorios. Mi amigo Alberto era ya solo la mitad de los Carracedo, pues Pili nos acompañaba en el paseo de todas las tardes que, por cierto, hacíamos los tres a pie, siempre con el cuidado y la inquietud de que la debilitada pierna de mi amigo no lo sostuviera a satisfacción. Se había cambiado a la cuidadora permanente y la ayudaba una asistenta, para limpiar y planchar. Antonio y Carmen prácticamente habían desaparecido, salvo en los fines de semana que les tocaba estar de guardia. Y, cosa increíble de no verla, Alberto había cambiado como de la noche al día: Seguía como un corderito las indicaciones de sus auxiliares y, por supuesto, de Pili. Lo que es más: lo hacía sin rechistar, con rostro alegre y dando las gracias a menudo. Se lo ponderé:

-          ¡Caramba, Alberto, vaya cambio! Si lo sé, me demoro con el lumbago un mes más.

-          Obligado te veas -me dijo con su lengua de trapo-; pero, sobre todo, es que me tratan con cariño. Cada vez que entra Pili en mi habitación para sacarme de la cama por las mañanas, me parece estar oyendo la voz de mi madre, diciéndome aquello de Alberto, que se te hace tarde para ir al Instituto.

-          Pues, ya ves -repuse con simulada envidia-. Yo, en cambio, me levantaba al retumbante timbrazo de un despertador. Eras un afortunado.

     Nunca hubiera debido decirlo. Me contestó, emocionado:

-          Amigo Andrés, hasta el fin nadie es dichoso.

     Ya me habría gustado haber conocido a Pili y Alberto de niños y saber todas sus claves sentimentales y las personas de quienes hablaban, pues así habría participado de las confidencias y comentarios que hacían en los paseos vespertinos, hasta el banco de costumbre en el parque, y una vez en este. A lo más que podía llegar era a recordar a aquella mocita de la Academia Hulot; la ráfaga de belleza de su madre el día del Gendarme, o a los profesores comunes que Alberto y yo habíamos sufrido -o hecho sufrir- en el Instituto León Pinelo. Pili, más observadora -incluso, seguía tirando de libreta para sus anotaciones-, se percataba de que me dejaban en fuera de juego y reñía a su hermano con ternura:

-          Vamos, vamos, ya está bien de volver al pasado, que Andrés se queda in albis de lo que estamos tratando.

-          No, mujer, seguid -concedía yo-. Así puedo llegar a conoceros mejor, pues ya sabes aquello de genio y figura… Además, nuestros recuerdos coinciden en el tiempo y el lugar.

-          Ya, ya -bromeaba Pili-: Lo que tú quieres es enterarte de todos nuestros secretos. Un día vamos a ser nosotros los que te hagamos un tercer grado y seguro que descubrimos cosas muy interesantes…

-          Cuando queráis -repliqué-. Soy una persona de lo más vulgar.

-          ¡Eso sí que no!, exclamó Pili. No confundas la sencillez con la vulgaridad.

***

     Cuando se cumplió un mes de la venida de Pili, a aquella casa y a su tullido propietario no los conocía -hablando en plata- ni la madre que los parió. El piso y los muebles relucían impolutos; Alberto olía a agua de colonia y comía a sus horas, sano y con moderación; no se decía una palabra más alta que otra -en todo caso, las altas las pronunciaba Pili-; la silla de ruedas había sido arrumbada, y las sesiones de cine en DVD concluían indefectiblemente a las once y media. Esta última decisión no dejaba de provocar los gruñidos de mi amigo, apagados por aquella histórica cancioncilla, que cantaba a capella la tirana de la casa:

     ¡Vamos a la cama, que hay que descansar, pera que mañana podamos madrugar[12]!

     La verdad es que, acostado ya Alberto, Pili volvía al salón y durante un cuarto de hora programaba las labores del día siguiente, mano a mano con la criada interna, aún más americana que ella, puesto que lo era por raza y nacimiento.

      La buena marcha de la mansión Carracedo y el transcurso del tiempo habitual de las estancias de Pili, me llevaron a preguntar a esta en un aparte:

-          ¿Qué? ¿Te encuentras a gusto entre nosotros?

     Vio con claridad el sentido de la pregunta y me contestó a modo:

-          ¡No querrás que me marche cuando no he hecho otra cosa que poner las cosas un poco en orden! Ahora, que voy desembarazándome, es cuando pretendo vivir para mí y disfrutar un poco: por ejemplo, reuniéndome con mis amigos. ¿O es que me crees tan áspera como para no haberlos conservado?

-          Perdona, mujer -supliqué-. Como te conozco desde ayer, como quien dice, ignoro lo que solías hacer en las anteriores ocasiones en que has viajado a Castellar.

-          ¡Claro; si no te reprendo! A veces se me olvida -explicó con demasiada cortesía- que hemos intimado mucho en muy poco tiempo.

     Comoquiera que a los parientes de su predilección -había otros, con los que apenas se trataba- ya los había visitado días antes, le quedaban, al parecer, tres o cuatro grupos de personas con los que cumplir el grato -o el puramente formal- trámite de reunirse. Ella misma me lo resumió así:

-          Un par de amigas de mi madre que, por fortuna, aún puedo decir que están en este mundo. Luego, el selecto grupito de mis condiscípulas del Juan de Matienzo, con las que sigo manteniendo correspondencia y relacionándome. En tercer lugar -bajó la voz, en afectado susurro-, algún amigo de los primeros cursos de Facultad, que entonces estaba por mí hasta los huesos, ¡y bien que habría hecho yo en no darle calabazas!... No creas, que, aun empollona y un poco pavisosa, tuve mi público, aquí y en Madrid. ¡Lástima que acabase escogiendo al peor para marido!

-          ¡Y tener que marchar con tal motivo tan lejos!, lamenté yo.

-          Por ese lado -me corrigió-, no ha sido mala la experiencia, que los castellanos nos consideramos a veces el cogollo de la hispanidad y la cosa no es para tanto. Lo peor fue para mis padres, que sufrieron lo indecible imaginándome muy lejos, sola y desamparada… En fin, no sé para qué te cuento…

-          ¿Y no tienes que ver, o que visitar, a nadie más?, inquirí, tratando de no profundizar en tristes recuerdos.

-          Tendré que ver a mi editor, quien, con el cuento de que prefería liquidarme en mano, me ha estado escatimando los derechos de autor desde el año de la nana.

-          ¡No sabía que fueras escritora!, exclamé sorprendido. Tu hermano no me había dicho nada.

-          ¡Bah!, cosillas sin importancia, relacionadas con la Lengua, no de ficción. El que más éxito tiene es un libro de preceptiva literaria, que está de texto en algunas universidades.

-          Pues nada, chica -concluí-. A cumplir con todos tus compromisos… ¿Y no piensas moverte de Castellar?

     Pili me respondió enigmáticamente:

-          Alguna escapada habrá que hacer, con permiso de mi hermano y de sus hijos; y es posible que, para alguna de ellas, tenga que apalabrar a un cicerone.

       

El Gran Parque del relato

 

 

5.      Tras la obligación, la devoción

 

     Llegó el momento en que, como era de esperar, me tocó oficiar de guía para Pili, aunque no en otras ciudades, sino en aquellos lugares de Castellar que parecían suscitar sus mayores recuerdos. Siempre libreta en ristre y con el móvil como cámara, seguía mis explicaciones, posiblemente innecesarias, pero con datos más amplios y actualizados que los suyos. No es del caso importunar a mis sufridos lectores con la enumeración exhaustiva de todas nuestras visitas, pero sí recoger algunas para ejemplificar la variedad y contenido de las demás. He aquí algunas.

     Una de las primeras, para mi satisfacción, fue la del centenario edificio del Instituto León Pinelo que -como hace ya mucho les dije- era compartido en nuestra época escolar por chicos y chicas, a base de que los unos fuésemos por la mañana y las otras, por las tardes. En este caso, mi presencia parecía justificada:

-          Eres vocal de la asociación de antiguos alumnos -se explicó-. Seguro que te dejan entrar en dependencias que, de otro modo, no mostrarían.

-          Lo intentaré -ofrecí-, pero mejor vamos a la caída de la tarde, para que apenas haya labores lectivas.

-          ¡Qué emoción!, replicó: Volver a la pubertad al caer la tarde, un día de otoño…

-          Lo menos bueno -opiné con juicio de fotógrafo aficionado- es que tendrás que utilizar el flash (lo que era una crítica velada de su manía fotográfica).

     En efecto, un simpático bedel que me conocía se ofreció a ayudarnos de la mejor manera posible, tratándose de dos visitantes nostálgicos:

-          Todavía no hemos cerrado nada; así que vayan y entren donde quieran y, si alguien les echa el alto, digan que están autorizados por el director: No falla.

     Poco a poco -y con no pocas lamentaciones por los cambios experimentados-, fuimos pasando por las aulas más recordadas; la capilla de aquellas misas casi obligatorias; el magnífico, aunque polvoriento y hasta apolillado, gabinete de Ciencias Naturales; el laboratorio de Física y Química, sin duda, mi favorito; el pequeño patio ajardinado, cuyos mejores ejemplares arbóreos alcanzaban el tejado… Fue inevitable el resumen, en que ambos coincidimos punto por punto:

-          ¡Qué años! Los mejores por casi todos los conceptos.

-          ¡Lástima de que no hubiese coeducación!, aunque los mensajes en las oquedades de los bancos y las interminables esperas de las ocho lo compensaban, con ingenio y paciencia.

-          Éramos muy recios y bastante zoquetes, pero, con todo, ¡qué pocos profesores se hacían querer, o eran verdaderos maestros!

-          A diferencia de cuando la Universidad, nos traía sin cuidado que gobernase en España un tirano bajito, casi siempre vestido de uniforme militar[13].

     La única discrepancia significativa la ofrecían las razones por las que habíamos optado por estudios de Letras, es decir, de Humanidades. Ella se decía entusiasmada por los idiomas clásicos y la literatura, mientras que yo había decidido al tuntún, más que nada, por la reincidencia familiar en el campo del Derecho.

     Otra visita notable fue al Museo provincial, donde constaté que se sentía muy halagada de lo mucho que había preparado yo las explicaciones, de las que tomó buena nota en la agenda… hasta que se fatigó. Al final, mientras descansábamos de la paliza de casi dos horas, Pili ponderó, con aparente sinceridad:

-          Ya veo que quien tuvo, retuvo… Quiero decir que eres capaz de preparar una disertación con la misma dedicación y elegancia que en tus mejores tiempos.

-          ¡Bah! -repuse con displicencia-, en la época de Internet ser un erudito es lo más fácil del mundo.

-          ¡Que te lo has creído! A una profesora veterana, como yo, no se la puede engañar: conoce perfectamente la diferencia entre el copieteo, el plagio y la cultura propia. Muy pocos alumnos han conseguido darme el pego en este punto.

     Aludiré también a la visita de noviembre a nuestras respectivas tumbas familiares. Estoy convencido de que Pili no creía en la otra vida -por más que tuviésemos la prudencia de no hablar sobre ello-, pero aceptó de buen grado mis momentos de oración, como yo el que ella depositara sobre ambas tumbas sendos ramos de flores (costumbre que he dejado de practicar con el tiempo, por motivos que sería ocioso compartir con quienes podrían verlos como fútiles). Ella me preguntó, con cierta ironía:

-          ¿Tienes ya pensado dónde vas a pasar los próximos doscientos años?

-          Supongo que por aquí cerca, en donde he vivido la mayor parte de mi existencia. No me gustan las originalidades que se estilan desde que se ha generalizado la cremación.

-          Yo lo tengo más difícil -confesó Pili-, al ser ciudadana de dos mundos.

     Ahí dejó la frase. De haberse sincerado más, podría haber sacado yo las pertinentes consecuencias.

***

     Una de nuestras escasas visitas a los alrededores de Castellar fue al Pinar del Duero, que a Pili le traía intensos recuerdos de meriendas campestres y bailes entre los árboles, con la inestimable ayuda de un arcaico tocadiscos a pilas. Insistió en llevar como única vianda una tortilla de patatas con pimientos, al estilo de mi madre -afirmó-, preparada por ella, naturalmente. En cuanto a la bebida, se empeñó en no llevar nada, por una poderosa razón histórica:

-          En el Pinar no se debe beber otra cosa que sangría del chiringuito que hay junto a la estación.

     Mas sucedió que, estando avanzado el otoño y siendo día de diario, aquel bar campestre estaba cerrado, como otro más, que había junto a las piscinas. Pili se echó a reír, al notar mi desasosiego y ofreció su particular solución optimista:

-          ¡Qué se le va a hacer! Creo recordar que había una fuente por aquí. Lo que más siento es no poder comprobar si seguían en la pared aquellos azulejos con textos chistosos, como el que decía: Si bebes para olvidar, paga antes de empezar.

-          O aquel otro -recordé yo-, que tanto me pasaron por las narices mis amigos, por aquello del nombre: Dice San Andrés que el que tiene cara de bruto lo es.

-          Vaya, vaya -bromeó mi acompañante, con rostro muy serio-. Así que tú también anduviste por estos lares bailando el twist y la yenka[14]… No me extrañaría que hubieses encontrado aquí a tu media naranja.

-          Nada de eso -repliqué, también simulando seriedad-. La encontré en Soria, aunque, ahora que lo pienso, también es tierra de pinares.

     Pasamos un largo rato buscando en vano la famosa fuente, lo que nos permitió dar un buen paseo entre los pinos, recordando -mucho más ella que yo- los momentos íntimos o divertidos allí pasados, medio siglo atrás. Acabamos por coger el último autobús de retorno a la ciudad, cuando la anochecida no nos permitía ver con claridad el sendero, haciéndonos tropezar. Ya sentados en el vehículo, Pili rompió a reír a carcajadas, indicándome por la ventanilla un punto fijo, a un tiro de piedra: Un surtidor de fundición invitaba a todo ser vivo sediento a apagar su sed…, salvo a dos vejetes que habían pasado media tarde buscándolo infructuosamente. Pili cortó en agraz mi lamento a flor de labios, con esta frase -que, por supuesto, apuntó seguidamente en su inevitable libreta-:

-          Somos humanos; luego algo tenía que fallar en una excursión, por lo demás, perfecta.

     Terminaré mis alusiones a las visitas junto a Pili con la que hicimos a mi casa en la calle de las Angustias. Por fas o por nefas, no estaba aquel caserón en buen orden de visita, pero ella, con su proverbial talento, había encontrado la forma de invitarse:

-          Aparte el cementerio, nada me produce mayor tristeza en Castellar que pasar por las dos casas en que viví, hasta que marché para América.

-          Pues, ¿qué? ¿Es que ya no existen?

-          Una está en manos ajenas desde hace un montón de años. La otra, donde nací y pasé mi niñez, la derribaron no hace mucho. Estaba en la calle del Salvador… Procuro eludir el pasar por allí pero, una vez en cada uno de mis viajes, me acerco hasta la fachada y rozo sus ladrillos con mi mano. Es más que un rito: siempre espero el milagro de recobrar las fuerzas perdidas y retornar a la infancia… Luego, me cambio de acera y oteo los balcones que fueron nuestros.  Alguna vez he presentido que iba a aparecer mi madre para regar los tiestos o tirar a mi hermano la bufanda que a él tanto le repugnaba llevar, pese a padecer mucho de anginas… Es como el suplicio de Tántalo pues, como el antiguo frontis tenía valor histórico, lo respetaron al reconstruir el edificio, mantuvieron la fachada y construyeron retranqueados los pisos superiores… En fin, es la vida: En los tiempos modernos es frecuente que las casas duren menos que las vidas de sus primeros moradores. Por eso, envidio a quienes, como tú, aún podéis residir en la que, con justificado orgullo, llamas la casa familiar.

     Me sentí obligado a invitarle a que la visitara. Aceptó encantada:

-          ¡Qué bien! Seguro que también me trae reminiscencias de la mía. Las levantarían probablemente en la misma época.

     Aunque íbamos paseando no lejos de mi calle, intenté demorar la visita:

-          Pues nada. Cuando quieras, te hago los honores.

-          ¿Podría ser ahora mismo? Así nos resguardamos un ratito de este biruji, que se me está metiendo hasta los tuétanos.

-          Allá tú -le avisé-. Hoy no le toca limpiar a la asistenta.

-          No te apures. Entre atender a mi hermano y a mí, comprendo que apenas te sobre tiempo para ocuparte de tu casa.

     Lo que suponía iba a ser una visita breve, se convirtió en un recorrido exhaustivo por las numerosas habitaciones, incluso las que tenía habitualmente cerradas y con los muebles cubiertos con sábanas y otros lienzos. No dejó sin escrutar fotografía, cuadro, librería o vitrina. Me asaetaba a preguntas y ponía en parangón lo que estaba viendo con lo que tuvo en su casa paterna. A mis respuestas y explicaciones, tomaba los consabidos apuntes y fotografías; hasta el punto de que debió de notar en mí cierto desasosiego. No obstante, prosiguió impertérrita, hasta que en el solemne reloj de péndulo del salón sonaron las dos. Pareció sobresaltarse:

-          ¡Qué horror! Pero ¿son ya las dos o es que no lo tienes en hora?... Se me ha pasado el tiempo en un vuelo… Claro, es todo tan…, tan personal y de tanto abolengo… Chico, verdaderamente eres afortunado de haber heredado esta preciosidad… Bueno, y la casa también, por ser tú su dueño. ¡A saber lo que habrían hecho tus hermanos, de haber caído en sus manos!... Y, desde luego, lo que se está perdiendo tu ex, sin esta casa… y sin ti.

La cocina de mi vieja casa (dibujo de mi nieta Lupe)

          Es de comprender que me halagasen sus comentarios, aunque tuviesen mucho de circunstancias. Con todo, los tomé un poco en serio y le contesté:

-          En cuanto a la casa, su actual marido está forrado, y a ella no le iba este estilo retro. Y, en lo tocante a un servidor, me conoces lo bastante, como para saber que no soy ninguna ganga

-          Bueno -concedió, bromeando-, creo que has mejorado con el tiempo, como los vinos buenos; pero conste que tienen que ser buenos por naturaleza, como es tu caso, sin duda ninguna.

     Salimos a la calle y, dada la hora, aprovechó para preguntar:

-          ¿Dónde sueles almorzar?

-          En un pequeño restaurante de comida casera, en los soportales.

-          Pues hoy -me impuso- vas a comer con Alberto y conmigo en nuestra casa el menú de los miércoles de semanas pares: revuelto de champiñones y escalope con patatas fritas.

-          Mujer, así, sin avisar, lo mismo Esmeralda no ha preparado suficiente comida…

     Me repuso, tajante, mediante el conocido dicho con estrambote:

-          Donde comen tres, comen cuatro…, si se echa más en el plato.

 

 

6.      Unas navidades movidas


     El fin de año se nos echaba encima y, con él, los seis meses de estancia en Castellar de Pili Carracedo. Su hermano ya daba por hecho que aquella sería definitiva y, de hecho, empezó a actuar como si ya no tuviese que hacer méritos para que se quedase: volvían los caprichos, las protestas y las infracciones, aunque todavía su hermana lograba imponerse sin grandes dificultades. Previendo una posible tormenta, yo le leía en privado la cartilla y, con el mismo objetivo, procuraba mostrarme cada vez más gentil con la cuidadora y ayudarla cuanto pudiese. Vamos, que parecía que no saliera de su casa, salvo para dormir por la noche, pues más de una siesta me tengo echada en el sofá del desaprovechado despacho, bajo una manta de viaje que Pili había encontrado por algún altillo. La verdad es que ella parecía cada vez más cansada, y hasta me parecía que no tenía buena cara, pero no sabía a qué podría ser debido. Recuerdo que le dije:

-          Te noto más delgada, Pili. ¿No estarás descuidando la comida o el reposo?

-          ¡Qué bobada!, repuso, tajante. Peso lo mismo que cuando llegué y me encuentro perfectamente. Pierde cuidado.

     Lo cierto es que había otro motivo más perentorio de inquietud, del que yo no tenía constancia, hasta que recibí un telefonazo de Antonio:

-          ¿Tendrás un rato mañana para que nos veamos? Quiero hablar contigo.

-          Claro -le dije-. Podemos quedar a mediodía donde te venga bien.

-          De acuerdo. En El Suizo, a las doce.

     Resultó que, según sus cálculos, se estaban disparando los gastos de la persona y casa de su padre: Casi el doble que cuando yo administraba, aseguró. Y lo más llamativo es que, según él, no había razón para el exceso, dado que las cosas no han cambiado significativamente, me dijo. Yo salté, seguro que con excesiva vehemencia:

-          Pues, según mi criterio, han cambiado, ¡vaya si han cambiado! Como de la noche al día.

     Antonio, sorprendido de mi taxatividad, plegó velas:

-          Comprendo y comparto lo que dices: Aquello era antes la casa de tócame Roque, y ahora parece un cuartel, y tan limpio como la patena; pero eso se logra con disciplina y dotes de mando -que a mi tía le sobran-, y no hace falta gastar tanto.

     Me sentía incómodo y empezaba a enfadarme:

-          ¿A dónde quieres ir a parar, Antonio? Yo no tengo ninguna información de lo que me indicas y, por supuesto, no me vendrás con que sospechas de que Pilar esté quedándose con dinero, ni dilapidándolo alegremente…

     Seguramente eso era lo que él suponía, pero, al verse forzado a reconocerlo, optó por capitular:

-          Déjalo. Lo único que quería hablando contigo era hacer llegar finamente a mi tía el disgusto porque se esté gastando mucho y no nos rinda cuentas de los motivos. Pero, si tú vas a dramatizar las cosas, mejor hablamos con ella y en paz.

-          Me parece bien, Antonio. Hay asuntos que es mejor tratar directamente y sin ambages. Con todo, me permito hacerte la observación de que nunca ha estado tu padre mejor atendido y alegre, al menos, desde que yo lo conozco.

     La cosa habría sido hablada por los hermanos, pues unos días después fue Carmen la que se dejó caer por casa de Alberto y me susurró: Quiero hablar contigo a solas. ¿Cuándo podría ser? En vista del precedente, me armé de paciencia.

-          Andrés -empezó-, ¿te acuerdas de cuando te dije que mi padre lo que necesitaba era disciplina y mano dura, y que para eso nadie mejor que mi tía?

-          Lo recuerdo perfectamente, contesté. Supongo que estarás encantada por cómo van marchando las cosas.

-          No del todo -replicó con un eufemismo-. Una cosa es que se haga cargo de dirigir la casa y otra que parezca que molestamos, cada vez que aparecemos por allí para visitar a papá.

     De buena gana la habría llamado hipócrita, pues lo cierto es que, desde la llegada de Pili, los hijos aportaban cada vez menos por la casa. Incluso empezaban a hacer novillos en los fines de semana. En fin, contemporicé:

-          Figuraciones tuyas, Carmen. Precisamente si algo necesita tu tía es que se la ayude un poco, que ya va mayor y la noto cansada.

-          ¡Pues, hijo, no sé de qué! -exclamó con raspe-. Entre las criadas, el fisioterapeuta y tú -que te estás dejando la piel en el empeño-, no le queda a Pilar mucho más que repartir juego y dirigir la orquesta.

     En la alusión que hizo a mi ayuda me pareció apreciar un retintín, que no me gustó nada. Quizá por eso, me calenté un poco:

-          ¿Sabes qué te digo, Carmen?... Pues que, si no estáis conformes en cómo lleva tu tía las cosas, o preferís ocuparos más de tu padre, se lo decís y en paz. Me parece que ella estaría encantada de descansar una temporada y volver a América, para estar en su casa y con su familia.

     Carmen reculó, sin dejar por eso de lanzar pullas y suspicacias:

-          Ciertamente, como la casa de una no hay nada, pero lo cierto es que no podrá quejarse de cómo se la trata aquí: Alojamiento gratis, mesa puesta y sin que nadie le controle las decisiones que toma, ni el dinero del que dispone.

     Ya no pude contenerme más y le solté en pocas palabras cuanto pensaba:

-          Una cosa, Carmen, es que Pilar no tenga motivos de quejarse -cosa que nunca ha hecho- y otra es que el favor os lo está haciendo ella a vosotros y no a la inversa. Bien es cierto que lo hace en interés de tu padre, porque dudo mucho que se hubiese prestado a quedarse en España por sus sobrinos… En fin, mujer, pensad bien lo que decís y vayáis a hacer, no venga a suceder lo que con el perro del hortelano[15].

     Como era lógico, mi interlocutora se incomodó, y de qué manera:

-          ¡Oye, oye, que lo que ayudas a mi padre no te da el derecho de ofendernos! Solo nosotros somos sus hijos y a nosotros corresponde buscar y decidir lo mejor para él.

-          Supongo que con su permiso, que todavía tiene la cabeza muy en su sitio, repliqué yo, incorporándome y poniendo fin a la tirante conversación.

***

     Con este ambiente previo, no es de extrañar que las navidades se presumieran tensas, aunque procuré no transmitir mis inquietudes a Pili, a la que solo apunté con suavidad las quejas que me habían formulado Antonio y Carmen. Como me temía, su reacción fue vitriólica:

-          No es contigo con quien deben hablar. Que me lo digan a mí, que ya sabré lo que tengo que responderles.

-          A mí me tienen más confianza y quizá intenten evitar choques violentos, en bien de su padre.

-          ¿En bien de Alberto? Estás tu fresco. Soy yo quien sí se ocupa de él, que, si no fuera por cómo está, a buenas horas me quedaba…

-          Quizá podría colaborar -sugerí yo- y llevarte una especie de dietario con los gastos más importantes… De ti dependería evitar fácilmente algunos roces: por ejemplo, aprovechando para hacer recados o gestiones cuando Carmen avisara de que iba a venir.

-          ¿No se te ocurre ninguna cosa más para hacerme de menos?, replicó, indignada, al tiempo que salía precipitadamente de la habitación.

     No sabiendo cómo comportarme, decidí marchar con un pretexto cualquiera:

-          Voy a la tienda de DVD de segunda mano, a ver si encuentro Uno, dos, tres[16], que le interesa a tu hermano.

     Me contestó a distancia, entrecortadamente, como si contuviera el sollozo:

-          Alberto, siempre Alberto… Parece que no hubiera otra persona en el mundo.

     Pasaron unos quince días. Tomando la iniciativa sin esperar la aquiescencia de Pilar, hablé con Antonio del tema de la rendición de cuentas. Inmediatamente, se disculpó:

-          ¡Cómo se te ocurre que yo vaya a sospechar que…!

-          Aunque no sea así, tienes razón en tu sugerencia, máxime cuando la haces también en nombre de tus hermanos. Pili tiene bastante con llevar la casa; de modo que yo me encargo… No vendría mal que volvieses tú a hacer los pagos de los gastos fijos generales. Así tu tía solo tendría que disponer de lo preciso para la compra y los desembolsos corrientes o imprevistos. A principios de cada mes, nos reunimos y hablamos… ¡Sí, sí! Insisto: las cosas claras y el chocolate espeso.

     Lo de Carmen era un tema que habría de lidiar Pili. Sin duda aleccionada por mis esfuerzos con Antonio, me prometió contención y paciencia -aunque yo dudara del resultado-:

-          Todo sea por la familia y por el espíritu de las navidades, que ya están ahí mismo-me dijo-. Por cierto, espero que no nos dejes solos este año…

-          Mujer, supongo que vendrán todos los hijos y los nietos. Os van a faltar camas…

-          No te pido tanto como que vengas a dormir a casa -aclaró-, pero yo te necesito a mi lado, echándome mil manos y dándome todos los ánimos del mundo.

     Su vehemencia me hizo reír, pero enseguida me puse serio, al recordar que cualquier compromiso sería en detrimento de mi tradición de visitar alternativamente a mis hijos en esas fechas. Precisamente, aquel año me tocaba pasarlo con mi hija, con cuyo marido tenía una relación muy satisfactoria. Sobre la marcha, improvisé una solución de compromiso:

-          Me será imposible quedarme en Castellar todo el tiempo, pero, pasadas Nochebuena y Navidad, haré lo que pueda. Ya se me ocurrirá alguna disculpa para estar de vuelta.

     Así lo hice. Ayudé a Pili en las compras propias de la época; ella lo hizo con los regalos que habría de llevar para mi familia, y el día 20 de diciembre tomé el tren para Zaragoza. Expliqué a mi hija:

-          Adelanté el viaje para estar de vuelta en Castellar el día 27, a más tardar. Tengo consulta con el urólogo, pues llevo una temporada con ciertos desarreglos. Nada de cuidado, supongo, sino cosas de la edad.

***

     Cuando volví a casa de Alberto era el Día de los Inocentes[17]. Los forasteros ya habían marchado, cada cual a sus ocupaciones. Carmen y Antonio, residentes en Castellar, solo habían pasado con su padre la cena de Nochebuena y la comida del día siguiente. Me encontré un ambiente mustio:

-          ¡Menos mal que has vuelto!, me espetó Alberto. No sabes el vacío que queda después de tanto guirigay y juegos con los chiquillos. Por cierto, Pili está insufrible… Yo creo -opinó favorablemente- que echa de menos a los suyos.

-          Pues claro, hombre -confirmé-. Es su primera Navidad en España, sin los hijos y con vuestros padres ya fallecidos. En fin, a ver si procuramos animarla.

El salón de la casa de Alberto Carracedo en Navidad

     No era solo Pilar la decaída. Esmeralda, en mala situación económica como para viajar al Perú, andaba por los rincones pingando el moco. Tampoco soy yo la alegría de la huerta. Como primera providencia, se me ocurrió que comiéramos todos juntos en el office, y preparé un lápiz de memoria con una selección de música iberoamericana, para amenizar los ágapes. Así mismo, me puse de acuerdo con Pili para que diese vacación a la sirvienta todas las noches, hasta el Día de Reyes[18], con el compromiso de quedarme yo, por si Alberto necesitaba ayuda. Finalmente -hasta ahí llegó mi efusivo atrevimiento-, decidí que cenásemos de catering, al cincuenta/cincuenta, entre la cuenta de Alberto y la mía, para evitar cualquier protesta de Antonio; para la cena de Nochevieja, me empeñé en encontrar dos botellas de Château Margaux, marca que tenía grabada en mi mente desde que me hice amante de la zarzuela[19], allá por mis años de bachiller.

     Pienso que mi cruzada en favor de poner buena cara al mal tiempo tuvo un éxito que yo no esperaba, la verdad. Esmeralda se me hizo incondicional y, supuesto que se refería a Alberto como el señor, hube de convertirme para ella en el señorito, algo bastante grato para alguien a quien lo mejor que ya lo llamaban era abuelo. Mi amigo parecía sentirse menos inútil y cascarrabias que de costumbre. Solo Pilar, pálida, dubitativa y silenciosa, apenas improvisaba una sonrisa de circunstancias cuando recibía nuestras atenciones. Yo lo achacaba a que tuviera más preocupaciones que los demás, pero había otras razones, que yo sabría bastante tiempo después. Con todo, aunque de forma menos habitual, seguía teniendo a mano la libreta de sus apuntes y tomaba notas de vez en cuando. No les negaré que muchas veces tuve ganas e intención de violar sus secretos, pero la respetaba -quizá, temía- demasiado para realizarlo.

***

     Sucedió en Nochevieja. No llegamos mucho más allá de escuchar las doce campanadas, pues habíamos cenado pronto y las libaciones superaron nuestras buenas costumbres. Lanzamos a los cuatro vientos por los móviles los consabidos mensajes ilustrados de felicitación del Año Nuevo y los tres pasamos, en nuestras respectivas habitaciones, a la posición horizontal.

     Ignoro la hora que fuera, pero no hacía mucho que nos habíamos acostado, con la puerta entornada, por si llamaba Alberto. Me pareció escuchar un roce en el umbral, que achaqué a un chasquido del tillado. Mas, cosa de un minuto después, oí distinto el susurro de Pilar:

-          ¿No estás dormido?... ¿Puedo pasar?... ¡Me abruma la soledad!... Charlamos un ratito y me marcho… No, no des la luz; veo con la del pasillo.

     Avanzó lentamente, a tientas, y se sentó en la descalzadora. Me percaté de que estaba en camisón y de que la temperatura, a aquella hora, era ya bastante fresca. No sé cómo me atreví, ni cuál fue mi prístino propósito:

-          Pero no te quedes ahí, mujer, que te vas a enfriar. Anda, entra, que hay sitio suficiente, dije, mientras echaba hacia atrás parte del edredón.

     Entró, se arropó y acurrucóse a mi lado, canturreando a su modo la canción que habíamos oído por primera vez en la Academia Hulot:

Un petit coin de ton lit

Contre un coin de paradis[20]

          Antes de llegar al paraíso, me susurró:

-          Esta noche no me preguntes nada, o me desvaneceré, como en los cuentos… Tal vez, más adelante…

***

     Por iniciativa de uno o de otra, compartimos lecho hasta la noche de Reyes, cuando -según ella- fuimos cada cual el auténtico regalo para el otro. Luego, volvió Esmeralda y los días regresaron a la monotonía. Podía ser el momento de interrogar a Pili, ya que no era tan de temer su desvanecimiento. Con todo, no me atreví aún, pues muchas veces hallábamos motivo para pernoctar juntos, sobre todo, desde que se me ocurrió inventar unas obras de reforma en mi casa, que la tenían manga por hombro. En fin, lo que tenía que pasar, pasó. Alberto barruntó nuestros encuentros nocturnos y, en lo concerniente a la peruana, las sospechas acabaron por convertirse en certeza, pese a mis prudentes retiradas al amanecer. He de confesar que me lo reveló con una amabilidad, vecina de la ternura:

-          ¡Cuánto me alegro, señorito, y más aún por Doña Pilar! Necesitaba aflojar un poco…

     La verdad, me limité a sonreír y no le contesté ni palabra. Quizá, si hubiese sido más explícito, las cosas habrían ido mejor en el futuro.

 

 

7.      El desmoronamiento

 

     De todas formas, opino que no hizo falta la indiscreción de nadie. Carmen era lo bastante perspicaz -y mal pensada-, como para olfatear que me había convertido en un huésped casi permanente de la casa de su padre y sacar de ello las pertinentes deducciones. ¡Al fin había encontrado un lugar en que hincarnos el diente, y a fe que lo hizo hasta la yugular!

     Si hubiese obrado de modo directo, habría resultado menos eficaz a sus propósitos, pero, fingiendo comprensión, y hasta considerándolo inevitable, puso nuestra relación en conocimiento de sus hermanos, de los pocos amigos y familiares que, fuera de ellos, le quedaban vivos a Alberto, y, finalmente, de este mismo, aunque se llevó un buen sofión, por el que mi amigo creció varios puntos en mi estimación:

-          Papá -vino a decirle-, no sé si sabes que la tía y tu amigo Andrés se entienden en nuestra propia casa.

-          ¡Valiente novedad!, replicó Alberto. Si vinieses más a verme, lo habrías sabido hace tiempo, y hasta podría haberte informado yo mismo.

     Pero lo cierto es que aquello hundió el frágil edificio de nuestra armonía común. De mutuo acuerdo, Pilar y yo decidimos acabar con nuestros encuentros nocturnos, lo que hice saber finamente a Alberto y a Antonio. Este último volvió a mostrarme su lado mejor, aunque no pondría la mano en el fuego por su sinceridad:

-          Con todo lo que hacéis por papá, por mí, como si os apuntáis en el Registro de parejas de hecho -bromeó-. Pero ya sabes cómo son mis hermanas… y lo que larga la gente… Total, podéis veros en cualquier otro sitio: En tu casa, sin ir más lejos.

     A Alberto no pude tranquilizarlo, aunque le prometí por lo más sagrado que nada de aquello influiría en nuestra vinculación. Por miedo o por perspicacia, él no dejaba de comprender que la relación entre Pili y yo era un seguro de que ella no se fuera de Castellar y yo hiciese de su casa el centro de mi vida.

     ¿Y Pilar? Yo no sabía a qué carta quedarme. Por la facilidad en aceptar las imposiciones de Carmen y los suyos, así como por vivir en la misma ciudad, había yo imaginado que todo seguiría en los términos que había apuntado Antonio. Mas, cuando le pedí infructuosamente que nos viésemos en mi casa, o en alguna excursión a los alrededores, declinó comprometerse, con un dame tiempo, o un más adelante, que me entristecieron profundamente. Ella se percató y decidió que había llegado el momento de aclarar las cosas sin necesidad de desvanecerse en el éter, puesto que yo nada le había preguntado.

-          Andrés -me dijo-, lo tengo decidido: Me marcho. Regreso a América.

     Me quedé de una pieza. Por mucho que fuera posible, o de que algunos signos pudieran habérmelo advertido, estaba convencido de que lo nuestro había convertido en definitiva su presencia entre nosotros. Ella prosiguió:

-          Cada día que pasa, echo más en falta mi casa y a mi gente. Y, luego, está todo ese ganado de criticones y desagradecidos. Últimamente, mi hermano está volviendo a hacer de las suyas: Hasta me ha llegado a echar en cara que esté en su casa más por ti, que por él.

-          ¡No es posible! ¡Será cerdo!, exclamé, empleando en realidad un calificativo más sonoro.

-          No se lo tomes en serio -me rogó-. En el fondo, no puede vivir sin ti. Imitándolo, yo también podría afirmar que te necesita más que a mí.

-          De acuerdo -concedí para no disputar-, pero ¿dónde quedo yo?; o, por mejor decir, ¿qué hay de lo nuestro? ¿Es que no ha significado nada para ti?

-          No seas injusto, ni severo -pidió-, pero pongámoslo, y pongámonos, en sus justos términos. Estos ya no son los días del Gendarme, ni siquiera los de mi divorcio, cuando me habría asido a cierra ojos a un hombre como tú. Somos un par de carcamales, con la vida trazada y -al menos, en mi caso, y tú lo sabes- que vivimos con permiso del enterrador.

     Una repentina sospecha me asaltó. ¿Y si su peor aspecto de los últimos meses se debiera a una enfermedad?

-          ¿Acaso te encuentras mal? ¿Has notado algún síntoma alarmante?

     Sonrió, un poco forzadamente:

-          No seas bobo -refutó-. Cansada sí que estoy, y eso es todo. Mer parece que, con la edad que tengo y el trote que llevo, es lógico que me agote y quiera retirarme a P. a descansar.

     Hizo más para tranquilizarme. Me confesó:

-          Sabes que, de no ser por ti, me habría marchado al cumplirse el mes de estancia previsto. Has sido, de largo, lo mejor que he encontrado en Castellar y me figuro que yo no habré sido la peor de las mujeres con que te hayas topado… Por otra parte, he entregado a mi hermano casi un año de vida, cuidándolo y aleccionándolo a base de bien. Ahora, entre sus hijos, Esmeralda y tú, habréis de proseguir la tarea.

     Se me ocurrió decirle que tenía la certeza de que, sin ella, todo aquel montaje de cuidados, hecho a retazos, se vendría irremediablemente abajo; que al año siguiente, por aquellas fechas, una residencia de ancianos asistidos habría reemplazado a la hermosa casa de la calle Aviación, donde tan felices habíamos sido en ocasiones. No obstante, me pareció cruel transmitir aquel crudo presentimiento y solo acerté a preguntarle:

-          Una vez que reposes y te des un baño de americanismo, ¿volverás a Castellar?; ¿volverás conmigo?

     Sus ojos, como los míos, se humedecieron, sin llegar a más. Susurró:

-          Tú, que eres tan cinéfilo, seguro que recordarás aquello de siempre nos quedará París. Permíteme que, esta vez, sea la mujer quien lo diga[21].

***

     ¿Recuerdan ustedes a mi difunto padre, el que se me aparecía en sueños para mantenerme en el camino recto? ¡Qué bien me habría venido en aquellos momentos!, cuando el recuerdo de Pili hacía de mis días una constante evocación de ella con Alberto, recordando sin cesar los buenos momentos que pasamos juntos: los tiempos de la libreta de cuero verde, los llamaba certeramente su hermano. Las noches, a solas en mi casa, daba vueltas a la cabeza, buscando una salida para aquel ménage à trois[22], absolutamente imposible de reproducir, a no ser que ella regresara. Para empeorar aún más las cosas, al cabo de media docena de mensajes y de otras tantas llamadas por teléfono, Pilar me suplicó:

-          Estoy sumamente atareada, procurando poner aquí las cosas en orden. Luego, mi propósito es marchar a una playa lejana, sin móvil ni correo, y descansar hasta convertirme en un pellejo tostado, envuelto en sal. Por favor, espera a que yo te llame. Y, hasta entonces, recuerda, so pesimista, aquella verdad como un templo: no news is good news[23].

     Al fin, formé una decisión, tan meditada e irrevocable como todas las mías. Ya que, por unas razones u otras, ella no venía, tendría que ser yo quien fuese a buscarla o, por mejor decir, a hacer un segundo Castellar dondequiera que Pili se encontrara. ¿Temor a su reacción? ¡En absoluto! También yo tenía derecho de tomar unas estupendas vacaciones, bronceándome en el trópico y bañándome en el Caribe. Luego, según nos fueran las cosas, o me quedaría, o retornaría a España. Por lo menos, mi presencia la haría reaccionar y yo tendría la confirmación de lo que me esperaba el resto de mi existencia.

     Como si fuera un chiste bien traído, unas noches más tarde, cuando ya podía dormir sin ayuda de cápsulas, se me apareció mi padre, con una indumentaria a lo muslime. Pronto quedó explicado el original atuendo, pues el espectro pronunció aquel famoso proverbio: Si Mahoma no va a la montaña, la montaña vendrá a Mahoma. Y el sueño prosiguió:

-          Aprecio por el equipaje que se acumula en el despacho que has decidido desobedecer a la moral y el destino, abandonando a ese amigo que me simboliza y viajando en pos del placer mundano y de la comodidad.

     Mi imagen onírica trataba en vano de ocultar las maletas, que aparecían en un número muy superior al par de ellas que tenía, en efecto, preparadas. El fantasma paterno parecía enfadarse de mi disimulo y exclamaba:

-          ¡No podrás librarte del castigo! ¡Yo mismo seré tu acusador ante el tribunal del último día!

     Aquellos gritos me despertaron, angustiado. Cualquier persona medianamente sensata y libre habría hecho caso omiso de la reprimenda, pero yo tenía conciencia, una conciencia que clamaba: ¡Alberto! ¡Pilar! Una conciencia que había acabado por percatarse -aunque fuera gracias a un sueño- de que Alberto, Pilar y Andrés eran una misma e inseparable naturaleza en tres personas, una inescindible y vitalicia trinidad.

     De modo que, a la mañana siguiente, deshice las maletas y adopté una nueva irreformable decisión: Esperaría la llamada de Pili, rezando a todos los santos para que se produjera muy pronto. Pero estaba de Dios que mi oración no sería escuchada.

***

     Dice el refrán que las desgracias nunca vienen solas. Esmeralda, acostumbrada al carácter y la forma de hacer de Pili, no pudo habituarse a los de Carmen. Me convertí en su paño de lágrimas, pero, finalmente, este paño no fue suficiente a enjugarlas:

-          No sabe cómo lo siento, señorito, pero no aguanto más. Me escatima el dinero de la compra y pasan semanas enteras que no viene por casa. Aquí me tiene con el señor, teniendo que resolverlo todo sin un consejo ni una ayuda, como no sean los que usted me da. Y desde que Doña Pilar marchó, su hermano está cada vez más rebelde y exigente. Pienso que lo mejor que puede hacerse por él es mandarlo a alguna buena residencia, donde le pongan una disciplina y unos cuidados profesionales.

-          Ya -objeté-, pero él no está por la labor y nadie puede obligarlo. Como no le pase algo -¡Dios no lo quiera!- que haga imposible mantenerlo en su domicilio…

     A duras penas, conseguí de la peruana el compromiso de aguantar un par de meses más. Entre tanto, me puse al habla con Antonio quien, en cierto modo, me tranquilizó:

-          Mi hermano ya ha presentado una solicitud en el juzgado, para que autoricen forzosamente el traslado de mi padre a una residencia asistida. A ver si agilizan los trámites porque los informes médicos son concluyentes; máxime con lo que ahora me dices de que la buena de Esmeralda se despide.

-          ¿No echarán para atrás la petición, si tu padre se opone contra viento y marea?, pregunté.

-          No le valdrá de nada. Si por los viejos fuera, se pudrirían en sus casas con tal de no salir de ellas… De todos modos, tú tienes mucha influencia sobre él: Apoya, por favor, nuestro punto de vista, que bien sabes no responde a móviles egoístas.

     Pues no, yo no lo sabía. Es más, estaba convencido de lo contrario; pero también comprendía que la situación en la calle Aviación era insostenible. Así que me dio por pensar -cosa muy habitual en mí, hasta el punto de tener en la vitrina un Pensador de Rodin, que compré en su Museo de París[24]- y opté por una vía de lo más práctico:

-          Alberto, me han asegurado que han abierto últimamente en Castellar dos residencias para mayores cojonudas, con piscina, amplios jardines, minicine y, por supuesto, sauna y baño turco.

-          ¡Como te pases al enemigo y pretendas convencerme de que deje mi casa y me vaya a un albergue cuartelero, vas listo!

-          Es que no pensaba en ti, so terco, -aduje-. Estoy procurando buscarme una buena mansión, en lugar del caserón que tengo, en donde me siento solo y que está pidiendo a gritos una reforma integral. Quiero que me acompañes y, sobre todo, me aconsejes sobre la pregunta del millón: ¿en sitio céntrico, o en las afueras?

-          No me puedo creer que vayas a cometer tal disparate, pero, si insistes, te acompañaré.

-          De disparate, nada, amigo Alberto. Solo se trata de adelantar un par de años lo inevitable; y mejor hacerlo ahora, en buena forma y con tiempo de irse preparando a lo por venir.

     Ambos coincidimos en nuestra predilección por una residencia que acababan de instalar en las antiguas dependencias de las monjas de no sé qué congregación moderna, que en pocas décadas se habían quedado sin vocaciones. No tenía más inconveniente -lo digo en broma, pues no soy supersticioso- que el de estar en el Camino del Cementerio Viejo, pero tenía parada de autobús a la puerta y estaba como a un par de quilómetros de la Plaza Mayor, para el caso de que sus moradores, en lugar de encaminarse al camposanto, prefirieran tomar el sentido contrario. Alberto empezó a dar su brazo a torcer:

-          Tampoco sería mala idea venirnos los dos a este pensil florido…, al menos, por unos meses, como experiencia.

-          ¡Ah, eso sí -apoyé con jocosidad-. Todo experimental! Y, por si acaso, no se te ocurra vender la casa por ahora.

-          Ni de coña…; pero, oye, ¿no irás a hacer la del Capitán Araña[25] y te largues, dejándome aquí dentro, solo?

-          Descuida, que ya me conoces. Voy a firmar la preinscripción para reservar la plaza, hago las gestiones económicas más necesarias y me vengo para acá. Lo que no puedo certificarte es si me colocarán en tu mismo grupo, o me considerarán plenamente válido.

     Alberto se echó a reír:

-          ¿Válido tú? ¡Menudo achacoso estás hecho! Deja que pasen cuatro o cinco años y verás cómo te doy sopas con honda.

     Aquella noche, muy ufano de mí mismo, estuve esperando la aparición de mi padre para pasarle por las narices mi sacrificio. ¡Ahí es nada!, irse con el amigo del alma a vivir los últimos años de la vida. El caso es que, ni soñando, ni despierto, se produjo tal manifestación. Tal vez mi progenitor no considerase penitencia digna de mención la de alojarse en una residencia de lujo, con una estupenda capilla que le ahorraba a uno todo esfuerzo para comunicar -en lo posible- con los espíritus celestiales.

Auguste Rodin, El pensador (1903)

***

     Mis primeros tiempos en la Residencia El feliz atardecer fueron como los del huésped de un buen hotel: saliendo y entrando con completa libertad, haciendo la vida de una persona jubilada, pero con disciplina. No era mucho el contacto que tenía con Alberto, pues los acogidos en régimen de “dependientes, clase 2” tenían su propio pabellón y actividades. Solo coincidíamos por las tardes, en las horas de asueto, como era ya nuestra costumbre de los viejos tiempos. La monotonía de su vida solo quedaba rota el día de la semana en que aparecían de visita sus hijos y, excepcionalmente, los nietos. En ese caso, yo saludaba y me retiraba prudentemente. Así iba transcurriendo el tiempo, camino del verano, bastante soportable en aquel paraje de las afueras, entre jardines y con piscina, para los que se encontraban en condiciones de utilizarla.

     Es probable que, de no haberme acogido al Feliz atardecer, no hubiese dado con los talleres y oficinas de la editorial Fuente del Cisne, una activa empresa local, en la que creía recordar que Pili publicaba sus manuales de Lengua y Preceptiva, aquellos de los que se quejaba por su retraso en pagarle los derechos de autor. No sé por qué -o sí que lo sé-, me dio por entrar en las dependencias y preguntar por el agente encargado de la edición de las obras de Pilar Carracedo. Me miraron con sorpresa, pues no era aquel un negocio como para que cada autor tuviese adjudicado a un responsable. Cambiaron impresiones y, al fin, me pasaron a un despacho encristalado, en cuya puerta podía leerse Subdirección. A poco, un caballero cincuentón, bronceado y de buen ver, entró, me saludó efusivamente y, para mi estupefacción, me confesó:

-          ¡Caramba!, un amigo de la profesora Carracedo. ¡Con las ganas que tenía de toparme con alguno de ustedes!

     En realidad, exageración aparte, la cosa no tenía ningún misterio. Un par de días antes de marchar para tierras americanas, Pili había estado para despedirse y confiarle que, en principio, mantendría las mismas direcciones y cuentas que anteriormente. Lo gordo vino inmediatamente después:

-          La verdad, reconoció el tal Leónides Lafuente -por lo que más quiera, llámeme simplemente Leo-, es que pensé que, a su edad, ya se quedaría para siempre en Castellar, pero resultó que había venido con ciertas expectativas que no se le cumplieron.

-          Ya estoy al corriente, repliqué de manera optimista en exceso.

-          Sobre todo, lo de la novela… Según me dijo al marchar, el proceso creativo se había complicado y prefería volver a América, para concluirlo con mayor comodidad.

     Debí de poner cara de gran sorpresa, pues Leo se sintió impulsado a explicarse:

-          ¡Ah!, ¿no lo sabe usted? Pilar, siempre tan optimista como escritora, me aseguró al llegar que tenía entre manos la novela de su vida, una idea original y fecunda, que podía hacer de ella la literata de gran éxito, que había rozado con su obra sobre la penosa enfermedad que la había aquejado, hacía más de diez años.

     Una intuición se me había quedado clavada en el magín y la expresé casi en soliloquio:

-          Así que la moza se dejó caer por Castellar para acopiar material en que inspirarse.

     Leo me lo confirmó indirectamente:

-          Pilar era una escritora que se crecía con los argumentos que la tocaban más personalmente. De hecho, la Ceiba de plata se la concedieron por un relato autobiográfico, basado en su desesperada lucha contra el cáncer. Lo publicó en P. con el título -que yo habría desaconsejado absolutamente- de La mama de silicona. ¿No lo ha leído usted? Es muy emocionante, pero no acabó de cuajar entre el público, y en este negocio ya se sabe…

     Intenté sonsacarlo acerca del proyecto en ciernes:

-          Y dice usted que ahora estaba escribiendo sobre algo parecido, para lo que se estaba documentando en España…

-          Eso me adelantó, pero no me haga mucho caso… De lo que sí estoy seguro es de que la víctima -por así decir-, no era en este caso ella, sino alguien muy allegado. Bueno, eso me dijo. Eso, y que iba a publicar la obra con nosotros: Hasta me pidió un adelanto para cubrir gastos… Por cierto, ¿no sabrá usted algo de Pilar en los últimos meses? He intentado ponerme en contacto con ella sin ningún resultado.

-          Creo que a su familia le está pasando lo mismo -inventé-. Están bastante preocupados.

-          Eso me pasa a mí -concluyó Leo-. Puede suceder que se haya enclaustrado para acabar la novela, pero también… Al despedirla, la encontré bastante desmejorada y, con la enfermedad de las seis letras, uno nunca sabe.

     En efecto, uno nunca sabe, ni con las personas enfermas, ni con las sanas. ¡Valiente vejestorio necio estaba hecho, si hasta ahora no había parado mientes en ello!

     En los días que siguieron, pensé mucho, y con tristeza, en lo que llegan a hacer los escritores y otros artistas, a fin de lograr inspiración y tratar de alcanzar el triunfo. ¿No habría un sentido del pudor y del sufrimiento ajeno, que convirtiera en arcana para ellos alguna parte de su vida? La respuesta me la ofreció en alguna de aquellas noches una confusa pesadilla, en la que Fausto, perseguía y trataba de engatusar a Mefistófeles, en vez de producirse al contrario, como Goethe se había empeñado en hacernos creer a millones de crédulos lectores. Al despertar, me dije que yo no sería en adelante uno de ellos, y me hice una promesa:

-          No leeré una sola línea de ese engendro de Pili nacido de la ambición y del engaño. Ya me ha hecho mucho daño en la realidad. No consentiré que lo acreciente con la fabulación.

     Con todo, una o dos veces al mes hacía por pasar ante los escaparates de la editorial Fuente del Cisne, donde exhibían sus novedades, por si Fausta Carracedo ya hubiese dado a luz la novela en que me tocaría ser uno de los personajes. Pero pasó el tiempo y el parto no tenía lugar: Se ve que el feto aún no estaba a término. Y así, hasta el día -como dos años después de la marcha de Pili- en que el correo me trajo noticia de lo realmente acaecido.     

    

 

8.      La libreta de cuero verde

 

     El envío llegó a El feliz atardecer reenviado por el portero de mi casa, que me resistía a poner en venta por no saber qué hacer con los numerosos y entrañables cachivaches -en opinión de mis hijos- que guardaba. Consistía en un paquete de pequeño tamaño, pulcramente encerrado en una de esas cajas especialmente preparadas por las empresas de correo. Su procedencia me hizo entender que Pili andaba por medio, aunque la remitente fuese una tal María Candelaria. En su interior, una carta en sobre cerrado y un bulto de pequeño tamaño, así mismo ensobrado, pero, a más de cerrado, sellado con lacre.

     Por seguir un orden lógico, abrí primero la carta. Constaba de una única cuartilla, escrita a ordenador, salvo la firma de su autora. Como todavía la conservo -de lo que me alegro ahora-, voy a transcribírsela de modo literal. Decía así:

     Mi estimado señor:

     Cumplo el penoso trámite de comunicarle el fallecimiento de nuestra común amiga, Pilar Carracedo, que se produjo el pasado día 16 de abril, víctima de una recidiva del cáncer que venía padeciendo, más o menos larvado, desde hacía doce años. Conforme a su deseo, fue incinerada, siendo esparcidas sus cenizas en el mar que une -a la vez que separa- los dos países que la acogieron en vida.

     Por expreso encargo suyo, le remito adjunto el cuaderno manuscrito que Pilar fue redactando durante su última visita a España. Por lo que yo sé, tenía pensado utilizar los datos recogidos en él para escribir una novela. En todo caso, si ese era su propósito, no pudo llevarlo a cabo, pues la enfermedad y la muerte la alcanzaron antes de realizarlo.

     Mi amiga ya me entregó su encargo tal y como usted lo recibe, es decir, en sobre cerrado y sellado, sin indicación expresa de destinatario. Cuando le pregunté si quería transmitir a usted algún mensaje alusivo, se limitó a indicarme: No precisa de ninguna explicación.

     Cumplido, pues, el mandado de mi querida amiga, no me queda sino ponerme a su disposición, en el caso de que decidiere venir por estas tierras que ella tanto amó, por más que la infelicidad la acompañase tan frecuentemente en ellas.

     Le saluda afectuosamente,

    Candelaria Arroyo Benítez  

***

     El paso siguiente, por supuesto, era el de acceder al cuaderno manuscrito, a fin de comprobar si -era de esperar- se trataba de la libreta de cuero verde, según la había denominado Alberto. Y sí, ahí estaba, como yo la recordaba, con la pasta delantera y el lomo algo deslucidos, y las tres cuartas partes de sus páginas cubiertas de breves anotaciones, frases sueltas y párrafos cortos; todo amontonado, sin otro orden aparente que el cronológico del hecho o de la ocurrencia; generalmente garrapateado, pero con numerosos remansos de paz, donde reinaba la letra clara, simple, redondilla, que Pili habría aprendido de niña y nunca abandonado.

     Por unos momentos, sentado en el único sillón de mi minúscula estancia, sentí brotar dentro de mí la piedad hacia los muertos, la ternura por un pasado que, de pronto, te sumerge en los recuerdos. Tenso e indeciso, me levanté, con el cuaderno entre las manos y miré por la ventana el jardín, quizás en busca de sosiego, o tal vez de tiempo. De un rincón, próximo a la tapia, una columnilla de humo oscuro ascendía hasta desvanecerse en el neblinoso celaje otoñal.

     Tomé del armario un chaquetón y guardé la libreta en uno de los bolsillos. Me encaminé hasta el lugar, entonces desierto, en que el jardinero había preparado una fogata, alimentada con las hojas y vástagos secos propios de la estación. Una a una, otras hojas muy diferentes, pero igualmente secas, fueron añadiéndose a la pira, hasta quedar reducidas a pavesas y humo. Finalmente, en mis manos quedó tan solo la cubierta verde, mudo testigo de tantos engaños y, tal vez, de algún oculto sentimiento de amor. ¡Qué más daba ya! La arrojé igualmente al fuego y allí me quedé, estático y mudo, hasta que la última partícula de cuero verde se consumió.

La libreta de cuero verde, poco antes de su cremación

***

     Al reunirnos aquella misma tarde, di a Alberto la noticia del fallecimiento de su hermana, que acogió con esa aparente frialdad de los ancianos, cuando otros mueren dentro de la normal e incesante ley de vida. Quedó silente unos momentos y luego comentó:

-          ¡Qué tiempos aquellos! Lo bien que nos lo pasábamos a veces los tres; sobre todo, vosotros dos, ¿eh, pillín?

     Y luego, al no recibir contestación por mi parte, añadió:

-          ¿Qué habrá sido de la libreta verde? Si pudiese hablar, ¡qué de cosas contaría!

     Y, finalmente:

-          Parece que la pobre Pili no tuvo tiempo de largar todo lo que se afanaba en apuntar… ¡Oye, Andrés!, ¿por qué no te encargas de escribirlo tú, que todavía tienes salud y te sobra el tiempo?... Nada, nada, no se hable más. Quiero verlo todo bien contado y poder leerlo antes de que estire la pata.

     Pues bien, me puse manos a la obra y, con mejor o peor fortuna, lo que ustedes pueden haber leído hasta aquí es lo que enhebrado. Precisamente será a las cinco de esta tarde cuando empiece a leérselo a Alberto, porque los ojos del pobre ya no están para mucha lectura. A ver si le gusta.

     Desde luego, a quien no le agrada es a mi conciencia, que me remuerde sordamente y me susurra:

-          Tanto despotricar de Pilar y, más o menos, has acabado haciendo tú lo mismo que ella.

     ¿Tendrá razón? No lo sé. Esperaré a que se aparezca en sueños mi estricto padre para tener al respecto un juicio inapelable.



 




[1] Antonio de León Pinelo, nacido en Valladolid en 1590 y fallecido en Madrid en 1660, insigne letrado e historiador de Las Indias. Véase nota biográfica de la Real Academia de la Historia (dbe.rae.es), a cargo de Emelina Martín Acosta.

[2] Conocido juego entre varios jugadores, o por Internet, consistente en responder acertadamente a las preguntas que se formulan aleatoriamente, sobre los más variados temas.

[3]  Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es autor de dos conocidas obras epistolares: Cartas desde mi celda (1864) y Cartas literarias a una mujer (1860-1861).

[4]  Un andador no era útil en este caso, al tener Alberto perdido el manejo del brazo izquierdo.

[5] La purga de Fernando, que desde la botica estaba obrando, suerte de aleluya alusiva a las causas que producen efectos de inmediato. Suele aludirse más a menudo a la purga de Benito, por razones políticas que no vienen ahora a cuento.

[6] Juan de Matienzo, nacido en Valladolid en 1520 y fallecido en Sucre (Bolivia) en 1579, jurisconsulto y cronista de Indias. Nota biográfica de la Real Academia de la Historia (dbe,rah.es), a cargo de Emelina Martín Acosta.

[7] Le gendarme de Saint-Tropez, película dirigida por Jean Gibault, estrenada en Francia en septiembre de 1964.

[8] El actor cómico Louis de Funès fue el protagonista de la extensa saga de películas del Gendarme (un total de seis).

[9] Según dicho Diccionario, presentado (fonéticamente en origen, presentao) equivale en algún país hispanohablante a entremetido (o entrometido). Queda así explicado el título principal de este relato.

[10] Acróstico para los trenes de alta velocidad españoles.

[11] En concreto, Rubén Darío (1867-1916). Es famosa la versión cantada por Paco Ibáñez (2002), fácilmente asequible en youtube.

[12] La canción fue obra de Máximo Baratas y Antonio Areta y se transmitió por Televisión Española entre 1964 y 1970, para animar a los peques a retirarse de la televisión hacia las 21 horas.

[13] Evidente alusión a Francisco Franco Bahamonde, que fue Jefe del Estado español entre 1936 y 1975, en que murió.

[14] Ritmos bailables muy conocidos, que fueron populares en la década de 1960.

[15] Según el conocido apólogo, se trataba de un can que, ni comía la fruta de su amo, ni dejaba que lo hiciesen otros.

[16] Comedia cinematográfica de tono político satírico, dirigida por Billy Wilder en 1961.

[17] Es decir, el 28 de diciembre.

[18] La Epifanía se celebra en España el día 6 de enero.

[19] Además de una acreditada marca de burdeos, es el título de una zarzuela cómica estrenada en 1887, con libreto de José Jackson Veyán y partitura de Manuel Fernández Caballero. Famosísima es su romanza para soprano, Vals de Angelita, conocida por las palabras: No sé qué siento aquí.

[20] Canción Le parapluie (1952) -El paraguas-, de Georges Brassens (1921-1981). Originalmente, el primer verso es: Un petit coin de parapluie… Tal y como la canturrea Pili, significa textualmente: Un rinconcito de tu cama, a cambio de un rincón de paraíso.

[21] Alusión a la inolvidable película Casablanca (Michael Curtiz, 1942). La frase, traducible también por la similar, “siempre tendremos París”, es pronunciada en la cinta por el protagonista masculino, Rick Blaine.

[22] O “relación sentimental entre tres”, con una connotación sexual de la que carece en este caso.

[23] Es decir: Cuando no hay noticias, es que estas son buenas (refrán inglés).

[24] Sería pretencioso describir dicha obra rodiniana, que, no obstante, ilustra el texto. Su autor, el escultor francés Auguste Rodín, vivió entre 1840 y 1917. El Musée Rodin de Paris se abrió al público en 1919, para exponer obras y objetos personales del artista, en la que había sido su vivienda y taller desde 1905 hasta su muerte (se trata del Hôtel Biron, en la calle de Varenne, del Distrito VII de París).

[25] Personaje legendario de quien se dice que, tras embarcar a sus hombres, se quedaba él en tierra.