jueves, 19 de octubre de 2023

EL MINISTRO DE JUSTICIA Y EL MENOR DE LOS MALES

 

 

El ministro de Justicia y el menor de los males

Por Federico Bello Landrove

 

     ¿Justifica un buen fin el empleo de malos medios? ¿Es lícito combatir el mal con otro mal, presumiblemente menor? ¿Está el infierno empedrado de buenas intenciones? Este relato casi histórico, ambientado en 1941 en la Francia vencida por los alemanes, les permitirá pensar sus respuestas y, de paso, quizá les entretenga y les enseñe algunas cosas.  

Escudo del Estado Francés (1940-1944)

 


1.      Uno que fue a estudiar a París, con resultado mediano

 

     Se aproximaban las navidades del año 1944, que bien poco iban a tener de festivas para los habitantes de Lyon, ni para mí particularmente. Con la guerra todavía en curso, la liberación de Francia, sin haber acabado con la penuria material, había aportado a mayores la miseria moral y la violencia incontrolada de los resistentes contra quienes, adictos al régimen de Vichy o, simplemente, ejercientes de cargos o funciones públicas en su seno, iban ahora a ser ahora las víctimas de una justicia vindicativa, a cargo, las más de las veces, de jurados tan sesgados políticamente, como jurídicamente ignaros. Es posible, con todo, que esta opinión mía estuviese condicionada por el hecho de que, como prestigioso abogado ejerciente en toda clase de asuntos -incluso penales-, temiera verme imputado ante alguna de las varias jurisdicciones[1] creadas por aquel entonces, con el único propósito de dejar fuera de circulación a quienes hubieran desagradado a las nuevas autoridades por su conducta en los cinco años anteriores.

     Estaba atenazado por esa preocupación personal, cuando me llegó una carta inesperada, que no podía ser más inoportuna. Procedía del bufete de un tal abogado Blériot, colegiado de Toulouse, quien se decía designado por el profesor Joseph Barthélemy[2], para defenderle en el proceso criminal que le había sido abierto ante el Alto Tribunal de Justicia, por presuntas responsabilidades penales contraídas durante el desempeño del cargo de ministro de Justicia entre 1941 y 1943. Mi colega tolosano decía en su carta que se había tomado el atrevimiento de escribirme por encargo de su cliente, actualmente preso preventivo en la cárcel de Auch, para informarme de esa triste situación, empeorada por el decaída de su salud, así como por el riguroso régimen penitenciario a que viene estando sometido desde su encarcelamiento, el 6 de octubre pasado. Y el letrado Blériot añadía:

     … No se trata, por ahora, de que usted se avenga de buen grado a ser testigo de la defensa del señor Barthélemy, toda vez que aún parece estar lejano -si es que llega- el momento de su juicio, sino de ofrecerme su autorizado conocimiento y punto de vista acerca de muchas de las cuestiones que, a no dudar, formarán parte en su día de la acusación contra él… Con tal fin, le remito un breve cuestionario acerca de los temas y momentos que usted compartió con mi patrocinado, en particular, durante los años de la guerra presente, que es a los que se contrae, por mandato legal -como usted conoce perfectamente- una eventual exigencia de responsabilidades penales y políticas.

     Seguía a estos párrafos el aludido cuestionario que, pese al compromiso de Blériot, no se limitaba al tiempo de guerra, sino que hacía referencia a los años veinte, cuando conocí y traté a Barthélemy como profesor, no como ministro. Reflexioné acerca del interrogatorio y comprendí que, con solo responder superficialmente al mismo, me estaría autodenunciando ante la Cámara Cívica, con el riesgo evidente de que me privaran del ejercicio de la abogacía. En consecuencia, contesté la carta de manera ambigua, demorando mi decisión hasta el momento en que el exministro fuese objeto de una imputación escrita y formal por parte de la acusación pública. No obstante, pudiendo ser citado como testigo en su día con obligación de comparecer y declarar, opté por preparar un futuro testimonio de la forma más favorable para el acusado y menos comprometedora para mí mismo. Poco a poco, fui refrescando la memoria y pergeñando unas notas que me sirvieran de guion para ello en su día.

     Afortunadamente -para mí- no llegó a celebrarse el juicio de Barthélemy, por la determinante razón de que falleció antes de ser formalmente acusado. Su óbito se produjo el 14 de mayo de 1945, a causa de un cáncer bucal[3]. La noticia, curiosamente, no me la hizo llegar el abogado Blériot, sino una de las hijas del finado, al tiempo que me agradecía -no sé si irónicamente- su disposición de cooperar en la defensa de mi padre, quien tenía a usted en alto concepto y estima. Seguramente de manera más sincera, aludía a los breves, pero intensos, días en que coincidimos en Vichy, en el año 41, en los que usted nos manifestó, tanto a mi padre como a mí, una dedicación y afecto que, lamentablemente, la tormentosa política de la época impidió prolongar…

     De todo esto han transcurrido ya bastantes años: tantos, como para pasar página o, al menos, haber perdido el miedo a hablar en público de ciertos hechos del pasado. Tal vez por ello, al repasar viejos cartapacios y hallar lo que antaño escribí, me he animado a ampliarlo y darle vida, esperando que halle algún favor entre los lectores y, de paso, contribuya a liberarme del sambenito de haber merecido la indignidad nacional, con la consiguiente condena a cinco años de degradación[4]. Al menos yo, creo que mis ofensas a la nación francesa podrían haber merecido una consideración más benévola que la que les atribuyó la Cámara Cívica de Lyon. En fin, juzguen ustedes los hechos por sí mismos.

Joseph Barthélemy en su época de ministro de Justicia (1941-1943)

***

     Se preguntarán cómo conocí y llegué a hacer una buena amistad con el profesor Barthélemy mucho antes de que se incorporase a las tareas de gobierno bajo el régimen de Vichy[5]. Concretamente ello sucedió en las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad de París, a la que me había llevado mi terquedad -y los posibles de mi padre- en preferir el renombre de los maestros parisinos, postergando a los de mi Lyon natal. Mi progenitor, importante empleado de la industria sedera Prelle et Compagnie[6], acabó por acceder a mis deseos con solo dos condiciones: Mi asignación mensual no rebasaría el salario de un obrero de su empresa y yo retornaría a Lyon al primer curso que suspendiera. Supe hacer honor a esas dos exigencias virtuosas, alcanzando entre mis compañeros y profesores cierta fama de persona seria y trabajadora, aunque me esté mal el decirlo.

     En aquella Facultad, hacia 1925, destacaba por encima de casi todos los demás catedráticos el señor Barthélemy, el Decano, como usualmente se le apodaba, por más que no lo fuese de modo ininterrumpido. Y no se trataba solo de que fuese considerado a la sazón como el constitucionalista más famoso de Francia, sino que todo en él invitaba a la admiración y el afecto. Excelente orador, profesor claro y ameno -siempre con una anécdota entretenida a mano-, de trato abierto y simpático, accesible a los alumnos y a los jóvenes profesores de todas las ideologías, era muy difícil no sentirse ganado por él para dedicarse con intensidad al estudio de su asignatura. ¡A cuántos de los que luego lo vilipendiaron o dieron la espalda he visto yo, unos años antes, hacerle corro arrobados y encarecer sus cualidades docentes! Y eso que el Decano estaba lejos de encerrarse en su reducto académico: Ejercía asiduamente como abogado; se desempeñaba airosamente de periodista, en especial, en Le Temps[7]; representó en la Cámara de los Diputados al departamento del Gers hasta 1928, dentro de un pequeño partido coaligado con las derechas, y, por supuesto, publicaba frecuentemente libros doctrinales y de Derecho Constitucional, como su famoso Tratado, cuya primera edición apareció precisamente en aquellos años[8].

     Pero no viene al caso que trate en general sobre la vida de Barthélemy, ni sobre la peripecia que, al socaire de los acontecimientos históricos, le fue haciendo derivar hacia posiciones más favorables al autoritarismo y la democracia corporativa, enfrentándose a las ideas del Frente Popular[9], que él juzgaba el preámbulo de una revolución a la bolchevique. Todo eso corresponde a un periodo del que no fui testigo directo, tras haberme alejado de París para abrir despacho de abogado en mi ciudad natal de Lyon. He de volver, pues, a los años anteriores solamente para explicar mi relación con el profesor Barthélemy y, de paso, con algunos de los miembros de su familia.

***

     Es posible que mi relación con Barthélemy no hubiera pasado de la de un profesor consagrado con un buen alumno, de no ser por coincidir en aquel una ocupación -¡otra más!-, que tenía en muy alta estima: la de profesor titular de Historia parlamentaria y legislativa en la prestigiosa Escuela libre de Ciencias políticas[10]. A mi vez, yo era un entusiasta aficionado a la historia en general y a la del Derecho Constitucional en particular. De modo que, cuando con la tolerancia de mi padre y una posible beca en ciernes, solicité al Decano que aceptase dirigirme la tesis doctoral, tuvimos, más o menos, la siguiente conversación:

-          ¿En qué tema había pensado usted, como objeto de su tesis?

-          En un estudio comparativo del paso de los Estados Unidos y de Suiza, de confederaciones, a Estados federales, así como de las tensiones y conflictos políticos derivados de él.

-          Hum -gruñó-, muy alto pica usted, querido amigo. Habrá que recortar los términos, quizá eligiendo un país u otro. En cualquier caso, podría trabajar bajo los auspicios de la Escuela de Ciencias Políticas: Allí se da gran relevancia al Derecho Constitucional Comparado. ¿Qué le parece?

-          Pues que, siempre que sea usted quien me dirija el trabajo, no tengo nada que objetar… Solo que… No sé si sería posible obtener alguna ayuda económica… ¡Llevo tantos años sangrando a mis padres!

      Barthélemy se echó a reír y preguntó con sorna:

-          Pues qué, ¿la seda de Lyon ya no da para más?... Si es así, haremos desde París un esfuerzo para apoyarla.

     El esfuerzo se hizo, en efecto, en forma de una ayuda a la investigación, que me permitió trabajar en mi tesis y concluirla, leyéndola en la primavera del año 34. Para entonces, Barthélemy había desistido de presentarse a las elecciones a diputado[11], aunque se las tenía tiesas con los que él llamaba los revolucionarios[12], desde las páginas de Le Temps. El ambiente se fue caldeando en la Universidad y Barthélemy pasó a convertirse en un profesor polémico, de quien se decía que figuraba en las listas negras de los partidos de izquierdas. No era la mejor forma de postularme, con su poco eficaz apoyo, para una plaza de profesor agregado, lo que me permitiría alcanzar una situación económica medianamente satisfactoria. Así se lo hice saber y nos despedimos amistosamente, tomando yo el camino de Lyon, donde me fui olvidando del Derecho Constitucional teórico y convirtiéndome en un abogado razonablemente bueno; tanto, como para vivir del bufete y formar mi propia familia. El Decano pasó a ser un grato recuerdo, cada vez más vago, que solo revivía con fuerza cuando leía algunos de sus artículos periodísticos, tan bien escritos como siempre, pero cada vez más destemplados.

***

     Por mucho que fuese el ímpetu ilusionado de mi primera juventud, es poco probable que me hubiese ganado solo con él la simpatía de Barthélemy. Mas sucedió que, por un comentario cogido al vuelo en el seminario de Constitucional, me enteré de que la hija mayor del Decano iba a contraer matrimonio próximamente con un caballero de rancio abolengo, un barón por más señas. No sé cómo me atreví a interpelar al orgulloso padre de la futura novia, preguntándole si todavía funcionaban los títulos nobiliarios en la República Francesa. Con la cordialidad condescendiente que lo caracterizaba, Barthélemy me contestó:

-          No tardará en aprender, señor Desfarges, que algunas instituciones desconocidas por la ley cuentan entre las que más funcionan efectivamente en la sociedad. Mi familia, sin ir más lejos, es de las de más alcurnia de Gascuña, aunque al presente no tengamos título, y tal vez ello haya contado para el beneplácito de los padres del novio tanto, o más, que mis títulos universitarios. ¿Y usted, querido amigo, no tiene pedigrí para emparentar con alguna gran estirpe de la ciudad de la seda?

     La forma de plantearme la pregunta, entre retadora y jocosa, hizo que perdiera mi inicial vergüenza y le replicase con solemnidad:

-          Pues le diré que empresarios con este apellido contaron en el mundo de las sederías, cuando menos, desde el siglo pasado. De hecho, mi padre es un alto cargo de una de las fábricas más antiguas y prestigiosas, las Manufacturas Prelle.

     Barthélemy sonrió, quedó suspenso unos momentos, y salió con una de las suyas, que me dejó estupefacto:

-          Siendo así, caballero, tendré mucho gusto en recibir a usted en mi casa el jueves próximo a las cinco de la tarde, para tomar el té.

     Y, extrayendo de su cartera una tarjeta, me facilitó con ella la dirección de su casa. Empezaba así mi vinculación, no del todo superficial, con el resto de la familia Barthélemy.

Posible traje de novia de Marguerite Barthélemy

***

     La verdad es que el origen de tan sorprendente invitación a un alumno de primer año de licenciatura era bien interesado. Resultó que la joven Marguerite-Marie Barthélemy tenía pensado encargar su vestido de novia a la famosa modista, Jeanne Lanvin[13]. Esta les había recomendado como tejido a emplear el dupión de seda, muy caro y no fácil de encontrar en su más alta calidad. La madre de la novia, doña Ana Laborie, dejó caer la sugerencia de una ayuda por mi parte -vale decir, de la de mi padre- para obtener la mejor tela al mejor precio posible. Desafortunadamente, la empresa Prelle se dedicaba en exclusiva a las sedas para revestimiento u ornato de edificios, pero estaba seguro de que mi padre podría organizar una búsqueda eficaz. Así fue, en efecto: la casa Brochier[14] facilitó el género preciso, y a un precio de amigo. Puedo, pues, asegurar que contribuí, aunque modestamente, a la boda de Margot Barthélemy con el barón[15], pero no me hago responsable del resultado de dicho enlace.

     No fue aquella mi única visita a la casa del profesor, si bien mis lazos con su familia podría decirse que eran de seda, pues me convertí en proveedor oficial de tan sutil mercadería o -como Madame Barthélemy bromeaba- en su cónsul en Lyon. De un modo u otro, trabé conocimiento con su hijo Pierre, que por entonces estaba acabando la carrera de medicina y, sobre todo, con la hermana menor, Paulette, el ojito derecho de su padre, todo un modelo de encanto y dulzura, que durante algún tiempo llegó a alimentar mis sueños. Aunque todo aquello acabó en nada, no tengo ninguna duda de que influyó positivamente en mis relaciones académicas con el Decano y, todavía más, en las que habría de establecer con él en el año 1941, cuando a su llamamiento acudí a Vichy[16], y no precisamente para tomar las aguas.

 

 

2.      Nada nos es más necesario que una nueva Constitución

    

     Hasta las orillas del Ródano[17] me fueron llegando a cuentagotas noticias sobre la opinión y evolución políticas del señor Barthélemy. Así, en 1936, en La Revue de Paris[18] el Decano se despachó contra la posible ayuda que el gobierno francés del Frente Popular tenía pensado prestar a la República Española, para superar la reciente rebelión de una parte del Ejército, dando lugar a lo que sería una larga y sangrienta guerra civil. El profesor argumentaba con que -por lo que él sabía- el gobierno republicano español podía ser que gozase de la legalidad, pero no de legitimidad, la cual correspondía a los alzados contra aquel. Yo -y conmigo la mayoría de mis compatriotas- ni entraba ni salía en las razones de los contendientes hispanos, pero sí nos quedamos con la boca dolorosamente abierta, al leer que el autor extrapolaba su argumento para cualquier país -incluida Francia- en que gente como los socialistas y los comunistas llegase al poder, siquiera fuese mediante elecciones libres. Razón: Tan pronto se hacían con el gobierno, estos extremistas implantaban una revolución a la bolchevique y toda libertad y ulteriores elecciones libres quedaban boicoteadas. Aquello era muy duro de asumir, por más que en Rusia se tuviera un buen ejemplo de ello, por no referirse -Barthélemy, al menos, no lo hacía- a la Italia fascista y a la Alemania nazi.

     Un par de años después, Barthélemy volvió a destacarse, esta vez de manera menos alejada del pensamiento pacifista francés del momento[19], apoyando de manera decidida el derecho del Reich alemán para anexionarse el País de los Sudetes y, a mayores, los acuerdos firmados en Munich en septiembre de 1938, entre la Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia. Supongo que, de saber cómo los iba a infringir Hitler en seguida, su parecer habría sido muy diferente.   

     Pero la Historia, para nuestra desgracia, no se detenía. En septiembre de 1939, Francia declaraba la guerra a Alemania y, tras el periodo de conflicto limitado y alejado de nuestro país, llamado con ironía la drôle de guerre[20], Francia se vio invadida y vencida en poco más de un mes, llegándose, como es sabido, al Armisticio de 22 de junio de 1940, así como a la consiguiente sustitución de la Tercera República por el régimen del Estado Francés, o de Vichy, acaudillado por el mariscal Pétain. Mi ciudad lionesa quedó, por el momento, libre de la ocupación militar alemana y mayoritariamente a favor de la deriva de la situación que había asumido in extremis el viejo Mariscal; y eso que Lyon era una urbe industrial, con fuerte implantación de partidos muy alejados de las ideas de los vichistas. Con todo, la discusión era viva a la hora de valorar los términos o cláusulas del armisticio[21], y ello me animó a enviar a la revista La bouche du Rhône[22]un original de un par de páginas, que encabezaba manifestando mi sorpresa con que todo un tipo como Hitler se aviniera a llegar a un armisticio de contenido bastante moderado, en vez de imponer una rendición sin condiciones. Seguidamente, elucubraba con las razones que podrían haber tenido los alemanes para llegar a tal acuerdo, y los motivos -bastante más evidentes- que habían aconsejado a Pétain y los suyos el aceptarlo. Seguidamente -por si ustedes no quieren hacer el esfuerzo de leer el acuerdo de armisticio-, destacaba las cláusulas que me parecían mejores y peores para los franceses. Entre las primeras, situaba las de que el ejército alemán se abstuviera de ocupar militarmente una zona de Francia notablemente extensa[23]; que se respetara la soberanía de Francia en el orden internacional, con el derecho de mantener relaciones diplomáticas con los demás Estados, incluida Alemania; que el imperio colonial francés quedara bajo la autoridad exclusiva del Gobierno francés; que este conservara el control de las unidades de policía y de un ejército de hasta 100.000 hombres, para sus necesidades de mantenimiento del orden, si bien con armamento ligero y sin aviación, aunque sí con el dominio de la flota de guerra, a condición de mantenerla inactiva hasta el final de la contienda.

     Entre los artículos del armisticio más nefastos para mi país, recogía el de que los prisioneros de guerra[24] permanecerían en cautividad -generalmente, en Alemania- hasta el final de la contienda; que Francia debería proveer al mantenimiento del ejército alemán de ocupación, sufragando sus gastos que, de entrada, se tasaban en una media de 400 millones de francos diarios; la confusa situación jurídica en que quedaban Alsacia y Lorena, aún bajo soberanía francesa, pero ya gobernadas por las autoridades alemanas; y el que Francia hubiera de entregar a Alemania a los alemanes y austriacos refugiados en nuestro país, huyendo del nazismo.

     Mi colaboración en la prensa recibió, en general, una acogida favorable. A fin de cuentas, había poco en ella con lo que en aquel verano de 1940 pudiera estarse en desacuerdo, salvo que se fuera un gaullista de primera hora[25].

***

       No volví a saber de Barthélemy hasta que, de la manera más imprevista, recibí la noticia de que había sido nombrado ministro de Justicia, el 27 de enero de 1941. La nueva llegó oficialmente a nuestro Colegio de Abogados, donde me tocó firmar la felicitación de respuesta, en mi calidad de vicedecano, toda vez que el compañero que ostentaba el decanato se negaba, por razones políticas, a contestar con algo más que un escueto acuse de recibo. Por supuesto, yo no tuve inconveniente en darme por enterado del nombramiento de manera afectuosa, agregando aparte una carta manuscrita más explícita, en la que aludía a mis mejores deseos de que tuviera éxito en una tarea tan importante y en un momento tan delicado; la concluía enviando mis saludos para su mujer e hijos, y ofreciéndome para lo poco en que pudiera ayudarle. La contestación corrió a cargo de su hija Margot[26] -yo no entendí entonces el porqué de la intervención de la hija-, quien, en nombre de su padre, agradeció mis buenos deseos y apuntó la posibilidad de usar, llegado el caso, de “mis excelentes cualidades de jurista”. Margot agregó un post scriptum de su puño y letra, que rezaba así: Gracias por tus amistosos sentimientos. “La gloria” le ha llegado a papá seguramente demasiado tarde.

     Así las cosas, la prensa se hizo eco, poco tiempo después, de que el recién creado Consejo Nacional iba a iniciar inmediatamente los trabajos preparatorios para redactar una nueva Constitución[27], para lo cual se formarían sucesivamente comisiones a fin de redactar sus disposiciones esenciales. Le Temps del 27 de abril de 1941 afirmaba que, sin más dilación, la primera comisión iniciaría sus trabajos el 6 de mayo siguiente, versando estos sobre la administración regional a construir para Francia sobre el molde de las provincias del Antiguo Régimen, que serían restablecidas. Las noticias eran tan llamativas, que me sentí obligado, como antiguo constitucionalista, a dar una réplica bien poco favorable, tanto al propósito de redactar una constitución de nuevo cuño en época de guerra y de ocupación, como al de pasar, del centralismo napoleónico, a las provincias o grandes feudos que, con ciertos matices, habían fenecido políticamente en tiempos de los Valois, de Luis XI en adelante[28]. Mis palabras, recogidas en Le Temps -que entonces tenía su sede en Lyon- las voy a resumir escuetamente en un par de párrafos:  

     … No olvido que, por amplísima mayoría, la Asamblea Nacional votó el mes de julio pasado por redactar una nueva Constitución[29]. Seguramente la hoy vigente, con casi setenta años de antigüedad, merece una honorable sustitución por otra, pero ¿es el mejor momento para ello el presente, con el país vencido y parcialmente ocupado por un ejército extranjero, inmersos en una guerra que, lejos de una conclusión rápida, tiene los visos de ser larga? ¿Qué tranquilidad se tiene para discutir serenamente tan sustancial ley, qué garantías de poder ser ratificada por el pueblo francés unido y en libertad? Me viene a la mente el sabio consejo de Abraham Lincoln: no debe cambiarse de caballo cuando se está vadeando un río[30]

     … No soy nadie para aconsejar a nuestro Gobierno ni, mucho menos, a quien tan dignamente ejerce la jefatura del Estado. Con todo, hay tan poca experiencia en gestionar una situación prolongada de armisticio dentro de una guerra más amplia, que toda mesura y prudencia son pocas para lograrlo… No me parece que sea este un momento para la alta política, para las novedades constitucionales o para sentar las sólidas bases del futuro. Antes bien, opino que el gobierno de cualquier país ocupado y en situación de armisticio debe pretender, ante todo, administrar, resolver los asuntos corrientes, mantener el orden y amortiguar los inevitables choques entre el ejército ocupante y la población, discutiendo las exigencias de los vencedores y obteniendo la mayor reducción posible de las mismas[31].

      Mi artículo de Le Temps no fue obstáculo para que, unos diez días después, recibiera una llamada telefónica del señor Barthélemy. En pocas palabras, con lucidez y aplomo, me hizo saber que la reforma de la Constitución iba adelante. Al menos -me dijo-, para preparar una redacción de las disposiciones esenciales y, muy en particular, de todo lo concerniente a “restablecer la autoridad en nuestro país”, cosa que no puede esperar un minuto más y que demostrado queda que no puede conseguirse con la Constitución del 75, salvo que estemos constantemente suspendiéndola, o reforzándola con decretos de poderes especiales. Seguidamente, me hizo un esquema sobre cómo se abordarían tales tareas, mediante comisiones en el seno del nuevo Consejo Nacional. Este órgano es un totum revolutum de grandes personalidades y dirigentes del montón -afirmó- pero espero encontrar suficientes elementos como para ponernos manos a la obra.

-          ¿Con qué plan de actuación?, pregunté. ¿Y sin intervención de los diputados ni de los senadores?, añadí.

-          Para el Mariscal -me respondió el Ministro de Justicia-, la Asamblea Nacional es como si se hubiera hecho el harakiri el mes de julio pasado… Y, en cuanto al plan, vamos a desarrollar los trabajos por materias, en cuatro etapas sucesivas. Espero que todo esté terminado de aquí a finales de verano[32]. Y, precisamente para la primera parte es para la que voy a pedirle su cooperación: Aquí no tengo un solo constitucionalista de confianza, y en París, por motivos políticos, casi todos me vuelven la espalda.

     Mis protestas de estar retirado del Derecho Constitucional no me sirvieron de nada. Cinco minutos después recibía en firme el encargo de documentar e informar la peregrina idea básica, que se le había ocurrido a Barthélemy para consagrar una mayor eficacia administrativa en los aspectos económico y de orden público, mediante la resurrección de las antiguas provincias francesas, como ya he dejado dicho poco antes. No me contradiga ahora -me espetó-: Búsqueme precedentes, estudie a fondo el tema y luego, con toda sinceridad y confianza, podrá contradecirme, si quiere… Eso sí, el tiempo apremia: tres semanas, cuatro a lo sumo. A la comisión del Consejo Nacional le he fijado el plazo máximo de un mes… Puede irme mandando por correo adelantos de su trabajo, pero la redacción final quiero comentarla con usted aquí, en Vichy… Una visita breve, un par de días y, si tiene alguna dificultad, aduzca un encargo oficial del Ministro de Justicia.

***

     Por unos días, me encerré en la Universidad y me zambullí en los viejos proyectos e ideas de los maestros franceses para corregir o matizar las asambleas parlamentarias elegidas por sufragio universal, de Sieyès, a Tocqueville y al duque de Broglie: Todo muy a la medida del corporativismo propio de nuestra época, aunque con muy diversas pretensiones e ideología que los fascismos o el autoritarismo salazarista[33], tan bien visto por Pétain. Y, por otro lado, no encontraba yo en las antiguas provincias francesas, tan ligadas al feudalismo, una demarcación adecuada para intermediar entre los departamentos y el Estado, volviendo a un mecanismo de gobernadores y de consejos de notables, que olía a un rancio tradicionalismo[34]. En consecuencia, hice un puntilloso aporte de datos históricos y de opiniones de estudiosos, para concluir con una opinión de término medio: unidades regionales más amplias que los departamentos, sí, pero limitadas a los asuntos cuya resolución rebasara necesariamente el nivel departamental y precisara de la colaboración de administraciones vecinas. Dichas competencias eran bastante discutibles en época de paz; ahora, en situación de armisticio, los mayores problemas a resolver de manera coordinada eran los abastecimientos y el orden público. Para esa coordinación no me parecía razonable levantar un andamiaje de asambleas de notables, que no harían sino difuminar la autoridad central y crear complicaciones. Tampoco veía preciso volver al concepto de gobernador del Antiguo Régimen: un prefecto regional, superior de los departamentales dentro de sus competencias y auxiliado por varios asistentes funcionarios, podría ser una infraestructura suficiente.

     Me cabe la satisfacción de comprobar que esa fórmula simplista mía fue la que acabó por imponerse mientras duró la ocupación, y sin necesidad de incorporarla a una nueva constitución[35]. El que resultara eficaz o no -dicen que, más bien, no- tuvo mucho más que ver con la penuria de los avituallamientos y con la fuerza que acabó teniendo el movimiento de la Resistencia[36].

     Con mi trabajo ya redactado, tomé el camino de Vichy el 5 de junio de 1941, no sin antes avisar al Ministro quien no dejó de advertirme:

-          Esto es un caos, Desfarges. No se encuentra una habitación libre en ningún hotel decente de Vichy. Lo siento, pero tendrá usted que buscarse el alojamiento.

     Un colega de Lyon, buen conocedor de la zona por ser asiduo a los baños, me ofreció la solución:

-          Olvídate de Vichy y alójate en Bellerive, en la otra orilla del Allier. Desde que terminaron el puente, ir de una población a otra es un paseo[37]. Si quieres, yo conozco…

     Hecho: Tomé por teléfono una habitación en una pensión confortable en la avenida de Vichy, cerca de la conocida Villa Boussange. Un obstáculo menos…

***

     Tan pronto me instalé en la pensión de la avenue Vichy, intenté comunicar con el Ministro, pero lo más que de momento conseguí fue una comunicación telefónica con su segundo en el Ministerio, el Secretario General, Dayras[38], quien me convocó en el Hôtel Majestic[39] para las nueve de la mañana del siguiente día. No tuve la suerte de cara pues, por fas o por nefas, dieron las doce y “el señor Ministro sigue celebrando audiencias o despachando con otras autoridades”. No estaba yo para muchas bromas, después del viaje y el alojamiento improvisado. De modo que, con cierta severidad, volví a la carga con Dayras y le expuse:

-          Mire, señor Secretario General, yo no soy funcionario a sus órdenes, sino un antiguo amigo del Ministro a quien este ha confiado con urgencia un trabajo ocasional; de modo que, o hace usted para que me reciba antes del almuerzo, o dejo en sus manos este portafolios y me vuelvo para Lyon, donde me esperan muchos asuntos profesionales que atender.

Miniatura del Berliet-Dauphine de Hervé Desfarges

     Por el gesto del alto funcionario, creo que no estuvo lejos de mandarme a freír espárragos, pero justo en ese momento accedió al antedespacho una señora bien vestida que, al ver a Dayras hablando no muy amistosamente conmigo, quedó parada en medio de la pieza, esperando a que acabásemos de conversar. Inmediatamente, el secretario cortó nuestra polémica y, muy ceremonioso, salió de tras su mesa, saludando a Madame con toda cortesía:

-          Buenos días, señora Barthélemy -dijo Dayras-. Su padre lleva una mañana agotadora, sin salir siquiera del despacho. Precisamente se lo estaba explicando ahora a este caballero, que dice ser antiguo amigo suyo…

     En ese momento, mutuamente interesados, nos giramos hasta quedar frente a frente. No cabía duda. Los años no habían pasado en balde, pero estaba ante la mismísima Margot, la hija mayor del Decano; ni tampoco la tuvo ella de que aquel airado sujeto que estaba harto de hacer antesala era el buen de Hervé, el sedero de Lyon. 

 

 

3.      Uno que iba a Vichy, y no para tomar las aguas

 

     Una hora más tarde, el Decano, su hija y un servidor de ustedes estábamos sentados a la mesa en el restaurante del Hôtel Carlton[40], disfrutando de un excelente almuerzo, que la apretada agenda del señor Ministro había demorado en exceso para mi hambriento estómago. El de mi anfitrión, a juzgar por el volumen que había alcanzado su vientre, debía también de estar muy necesitado de llenarse, por más que Margot le hubiese hecho para empezar una discreta llamada a la templanza. Fue ese notable engrosamiento lo que más me llamó la atención, respecto del Barthélemy que yo recordaba de una decena de años atrás. Contemplándolo con más detenimiento, reparaba en su mirada, mucho más triste y apagada que antaño, y en la voz -otrora vibrante y poderosa, que llegaba tonante hasta el fondo de las aulas-, ahora carraspeña y algo cascada, fruto del agotamiento por la edad, más que del catarro del que decía estar afectado en aquellos momentos. De todos modos, yo me fijaba más en Margot a la que, por haber visto mucho menos que a su padre -desde luego, casi nunca desde que se casara en 1927-, recordaba yo en plena juventud. Ahora, rozando la cuarentena, conservaba su distinción y serena belleza, pero me impresionó la tristeza de su mirada y su escasa expresividad. He aquí alguien que no es feliz, o quizá se encuentre desbordada por los acontecimientos, me dije.

-          Este Vichy es insufrible -se quejó Barthélemy-. Siempre nublado, atestado de gente y sin apenas sitio para desenvolverse. ¿Quiere creer que, como buena componenda, ocupamos dos modestas habitaciones en el cuarto piso del Hôtel du Parc[41], teniendo que desplazarme al anejo Majestic, para conseguir la antesala y el despacho que acaba de conocer?

-          Eso te pasa, papá -intervino Margot-, por empeñarte en vestir el cargo y vivir en el mismo edificio que el Mariscal. En cualquier otro hotel de la ciudad habríamos estado más tranquilos y dispondríamos de mayor espacio. Aquí tienes a Hervé, que se ha acomodado en Bellerive, pese a ser un famoso abogado de Lyon, además de consultor privado del Ministro de Justicia -bromeó-.

-          ¡Quita, quita!, gruñó su padre. Solo me faltaba necesitar el coche para ir a todas partes, y con el lío de tráfico que hay por el centro… ¿Ha traído coche?, me preguntó.

-          He hecho el viaje desde Lyon en mi Berliet-Dauphine[42] -contesté-, pero de Bellerive a Vichy he venido dando un paseo.

-          Las carreteras no son para mí, aseveró el Ministro. En pudiendo, me desplazo siempre por ferrocarril.

     Toda la conversación durante la comida se deslizó por vericuetos personales. En lo que pueda interesar de algún modo a los lectores, recuerdo la explicación de los motivos por los que Margot se encontraba en Vichy, acompañando a su padre. La he nombrado mi secretaria particular, arguyó el Ministro. Margot protestó:

-          Papá, por Dios, no digas esas cosas. ¡Qué más quieren las malas lenguas, que ya me critican y murmuran de mi presencia a tu lado!

-          Tienes razón -reconoció el amonestado-, pero con Desfarges puedo permitirme esas bromas. Lo cierto es que últimamente no ando muy bien de salud y todo este tráfago del ministerio me pone de los nervios. Mi mujer ya está mayor para salir de París y meterse en esta jaula de grillos. Así que ha sido la buena de Margot quien decidió hacer de enfermera y dama de compañía del loco de su padre, que ha tenido la ocurrencia de ejercer la alta política con setenta años[43] y el panorama de guerra y división que nos atenaza.

-          Bueno -concedió su hija-, la verdad es que también le ayudo un poco ordenándole papeles o pasando algunas minutas a máquina… En algo me he de entretener, sobre todo, por las mañanas.

     Quedó claro, pues, el tema de la presencia de Margot en Vichy. Y pronto lo estaría también que la senda política de Barthélemy no estaba siendo, precisamente, un camino de rosas:

-          Por lo que yo sé -me reprochó-, ha abandonado usted la Universidad, pese a que tendría en Lyon sobradas oportunidades de ejercer la docencia.

-          El bufete me ocupa todo el tiempo -justifiqué- y la Facultad está muy revuelta en estos tiempos.

-          ¡Qué me va a decir a mí!, suspiró. Dejé primero la Escuela de Ciencias Políticas, porque no me parecía muy ético ejercer y cobrar de un centro privado, siendo ministro de Justicia. Pero, lo que es, de la Universidad de Paris han acabado por echarme unos cuantos energúmenos, con el aplauso o la indiferencia de quienes se dicen mis compañeros.

     Me quedé asombrado, esperando la explicación. El Decano miró a su hija, como pidiéndole que fuera ella quien narrase aquel lamentable episodio.

-          Muchos estudiantes -explicó- están en contra del gobierno del Mariscal y no tragan a los profesores que forman parte de él. Un día, en la Facultad, sacaron una bandera alemana y envolvieron en ella a la fuerza a papá. Y otro, dentro de clase, lo arrinconaron entre varios contra la pared y le pintaron en la espalda una cruz gamada[44]… El rector cursó las oportunas denuncias a la policía… y hasta ahora. Así que papá está decidido a pedir la excedencia en tanto ocupe en Vichy algún cargo de gobierno.

-          Y todo eso lo daría por bien empleado -apostilló el Decano-, si mi presencia y mi cargo aquí estuvieran siendo realmente útiles, pero hay ocasiones en que me pregunto si tuvo sentido atender la llamada del Mariscal en enero pasado, cruzando la línea de demarcación en medio de la nieve y a escondidas, como un bandido[45]. De hecho, he llegado al convencimiento de que lo único que pretende de mí como Ministro es que dirija los trabajos para su nueva Constitución y, la verdad, para eso solo, mejor habría valido encargarme el proyecto, en calidad de simple asesor o consejero.

-          Si es así, Monsieur -repliqué-, su hora está próxima, puesto que las comisiones del Consejo Nacional parecen estar funcionando a toda velocidad. Una vez se hayan concluido los trabajos, puede usted darles forma definitiva y, seguidamente, alegar con razón motivos de edad y de salud, y volverse a París, o a sus propiedades de Gascuña, si a bien lo tiene.

-          Mal me conoce, amigo Desfarges, si me cree capaz de abandonar el barco cuando su capitán ha de afrontar graves tormentas, siendo mucho más viejo que yo[46]. Seguiré aquí, dando lo mejor de mí mismo, hasta que el Mariscal decida prescindir de mis servicios.

     Conversando de todo un poco, concluimos la comida. No sé cómo se le ocurrió al Ministro la idea que, al menos, yo estaba deseando:

-          En fin, es llegada la hora de mi siesta. Vosotros podéis quedaros aquí de sobremesa, que yo volveré al hotel con el chófer… Le espero a las tres y media en mi despacho -me citó- para estudiar los materiales que me haya traído desde Lyon.

     Al quedarnos solos, Margot y yo pasamos a un salón amueblado con divanes y butacas, para tomar café y seguir dialogando. Lo cierto es que aquello resultó casi un monólogo de mi amiga, con la situación política de su padre como monotema. Estaba verdaderamente preocupada y dolida por la misma:

Pierre Pucheu

-          El Mariscal le ha marginado como no veas. Quizá por la edad, Pétain está cada vez más inexpresivo y frío con casi todo el mundo, pero a mi padre le afecta especialmente porque él es un jurista y un liberal, sin ninguna ambición personal, y en unas condiciones personales que hacen más difícil la lucha y el desengaño que a sus colegas, bastante más jóvenes y sanos que él. La mayoría no lo comprende y toma a chacota sus advertencias y reflexiones de profesor de la vieja escuela. Para empezar, Pétain, que no soporta las largas reuniones del Consejo de Ministros, ha formado un pequeño Gabinete en que se cuecen los asuntos más importantes, del que mi padre no forma parte. El vicepresidente Darlan[47], superficial y hedonista, no se entiende con papá, al que considera un profesor pedante y tiquismiquis. El ministro de Hacienda, Bouthillier[48], no traga a papá y le niega cualquier asignación o aumento de sueldos para los magistrados. El nuevo ministro del Interior[49], Pucheu, un industrial ambicioso, le come el terreno, aprovechando cualquier cuestión en que ambos ministerios deban funcionar al unísono. Y está también el secretario general de mi padre[50], con el que tú has discutido esta mañana: Papá se cree todas sus zalemas y buenas expresiones, y confía en su servilismo, pero tengo motivos para pensar que es el caballo de Troya de Pucheu en el ministerio de Justicia, poniéndole al tanto hasta de los menores movimientos de mi padre. En fin, Hervé, para qué seguir: Desde que Flandin[51] fue despedido, papá no tiene un apoyo sólido ni un buen amigo en el Gobierno…

-          En las circunstancias que me detallas -opiné-, es de esperar que, por su bien, lo cesen pronto, ya que él parece que no piensa dimitir. La Constitución no tardará en estar redactada y entonces es muy posible que, por fin, podáis volveros a París.

-          Es probable -convino Margot-, pero entre tanto tengo miedo de que pierda la salud, o de que, harto de luchar contracorriente en vano, ceda a los extremistas y acabe por hacerles el juego, perdiendo su autoestima y sus valores. Verás, Hervé, hasta ahora me parece inicuo que crucifiquen a mi padre por servir honradamente a Francia a las órdenes de su legítimo jefe del Estado, pero están empezando a suceder ciertas cosas que… Lo del censo de los judíos, por ejemplo[52].

     La noté tan decaída, que decidí dar por terminado el café y le dije, tras mirar el reloj:

-          Tu padre es un liberal y un caballero: No llegará a consentir ni a encubrir a esos fascistas revestidos de patriotas… Pero se está haciendo tarde y tengo que repasar la lección para tu padre, como en los viejos tiempos. Anda, regresemos paseando, que la tarde está muy agradable.

     Al salir a la calle, nos tropezamos con un desfile de escolares que cantaban el Maréchal, nous voilà[53].

***

     Aquella tarde no me fue preciso “dar la lección” a Barthélemy, que se conformó con recibir mi informe escrito y hojearlo brevemente. Te espero mañana a las ocho para comentarlo y discutirlo -me dijo-. Y prometo no hacerte esperar.

     Dediqué el resto de la tarde a hacer turismo por Vichy: Ya se sabe, el Casino, la Ópera, el balneario de Les Célestins… De buena gana habría llamado a Margot para que me sirviera de guía, pero opté por no cambiarle los planes que pudiese tener para aquellos momentos. Me recogí temprano en la pensión de Bellerive y pasé un buen rato de la velada repasando y subrayando la copia del informe que había entregado a Barthélemy.

     La entrevista de la mañana siguiente no pudo ser para mí más decepcionante. Como si hubiese estado en el aula de la Facultad parisina, el Decano me abrumó a comentarios y adiciones sobre mis citas de constitucionalistas pretéritos, y con generalidades acerca del fracaso de la democracia parlamentaria y la necesidad de corregirla severamente mediante mecanismos orgánicos y corporativos. Después de una hora de escuchar pacientemente su disertación, me atreví a interrumpirle, con dos sonoras andanadas:

-          Perdóneme, señor Ministro, pero nadie podrá convencerme de que, en la hora presente, lo que más necesite Francia sea dividirse y dispersarse en viejas provincias, la mayoría de las cuales no dicen nada a sus habitantes, a los ciento cincuenta años de su desaparición; ni podrá nadie hacerme creer que la mejor y más eficaz manera de poner en marcha esos espectros del pasado sea a través de un consejo de notables nombrado por su gobernador.

     Barthélemy quedó cortado y en silencio durante unos momentos, como dudando sobre la forma de contestarme. Finalmente, optó por hacerlo con la mayor sinceridad:

-          Verá, Desfarges, lo que usted propone en su informe coincide casi exactamente con lo que Darlan tiene decidido acordar de inmediato[54]; pero, de cara a una nueva Constitución, me temo que los tradicionalistas de la comisión de estudio, encabezados por su presidente, Romier[55], impongan su criterio al Mariscal y Francia haya de volver a fórmulas anteriores a la Revolución, con provincias históricas, gobernadores designados por el Gobierno y asambleas de notables elegidos por el gobernador… Su trabajo me será muy útil para tratar de modernizar en lo posible el proyecto, pero el ascendiente de Romier sobre el Mariscal me temo que resulte decisivo[56].

-          Haga cuanto pueda, profesor -le rogué-. Mal está, en mi opinión, implantar un nuevo régimen y aprobar una Constitución en situación de armisticio interior y de guerra exterior, pero sería aún peor volver a sembrar la división y fragmentación de Francia para el futuro.

-          No creo que un regionalismo bien entendido resulte contrario a la unidad de la nación, sino, más bien, al centralismo napoleónico -me replicó-. En cualquier caso, amigo Desfarges, estoy en deuda con usted: no solo por su excelente trabajo a mi ruego, sino por haberme hecho revivir los buenos momentos de antaño.

-          Ha sido un placer también para mí -aseveré-. Cuídese y piense en su familia a la hora de decidir su futuro.

-          A mi edad -arguyó-, ya no hay más futuro que el de continuar y concluir lo emprendido… Buen viaje de vuelta a Lyon y no olvide despedirse de Margot.

     Obviamente, en mi mente no cabía tal olvido. Ella y yo comimos juntos en el Hôtel Radio[57] y, al despedirnos, tuve la debilidad de ofrecerme:

-          Si crees que pueda serte útil, no dudes en llamarme. Haré todo lo posible por echarte una mano.

***

     De vuelta a Lyon, no sé cómo se enteró de mi viaje a Vichy un notable magistrado del tribunal de apelaciones, Richard du Moulin, con quien yo mantenía una respetuosa pero franca relación personal. Hizo por encontrarme y, de buenas a primeras, me preguntó:

-          ¿Qué tal por Vichy? ¿Cómo está el santurrón de Barthélemy?

     Debió de verme tal gesto de asombro, que se echó a reír y, sin esperar mi respuesta, aclaró:

-          No tema el señor abogado, que no poseo ciencia infusa… Si para mientes en mi apellido, podrá descubrir la razón de mi conocimiento.

     Yo seguía en la luna, de modo que no tuvo más remedio que explicarse:

-          Veamos, Desfarges. ¿Cómo se llama el jefe de gabinete del Mariscal?... ¿No le suena un tal Du Moulin de Labarthète[58]? Pues soy primo suyo, algo lejano, pero en buenas relaciones con él… En fin, ya sabe que Vichy es poco más que un pueblo y poco sucede allí que no se sepa a los cuatro días.

-          Pues, siendo así -repuse, un poco molesto-, ya sabrá que acudí al llamamiento del señor ministro de Justicia, para aconsejarle sobre un aspecto concreto de la reforma constitucional en marcha.

-          Me consta, en efecto -afirmó el magistrado Du Moulin-. Por eso me lo comentó mi primo, tratando de que le orientara sobre quién era usted y cuál su relación con Barthélemy. Le aclaré que ustedes se conocían de antiguo, como expertos en Derecho constitucional, y todo aclarado.

-          Me alegro -confesé- porque no me gustaría que me tomasen por un adepto ni un confidente de nadie, no siendo de la ley y de mi familia. Ahora bien, confidencia por confidencia, explíqueme: ¿Por qué acaba de calificar de santurrón al ministro?

-          Lo mismo podría haberlo apodado Monsieur Circulaires, que es como lo conocemos entre los magistrados, por su afición a aderezar con múltiples circulares ministeriales cada ley polémica que se promulga, como si nosotros no supiésemos interpretar correctamente el Derecho por nosotros mismos… Y, ya que me pregunta, aclararé lo de santurrón: He querido decir que nuestro ministro es uno de los voceros más entusiastas de esa cruzada de moralidad y defensa de la patria que el Mariscal encabeza, con mejor voluntad que realismo… Ahí tiene, sin ir más lejos, la reciente ley del divorcio[59], que una circular de Barthélemy[60] impuso se aplicara retroactivamente, reclamando de los jueces que, ya que el adulterio dejaba de ser motivo suficiente para divorciarse, fuera juzgado más severamente en el plano penal, para así compensar ambos efectos.

     Se quedó callado unos instantes y, de pronto, prorrumpió en una risa incontenible. Mascullando entre carcajadas, me informó:

-          ¿Sabe usted lo que se rumorea en las altas instancias de la judicatura?... Pues que va a sacar otra circular, castigando a los magistrados solteros o casados sin hijos con no ascenderlos en su carrera… Pero no haga usted uso en serio de esta primicia, por si acaso resultara que solo es un chiste[61].

    

 

4.      Cuando lo excepcional se convierte en ordinario[62]

 

     Este relato podría haber concluido aquí, a falta de sus hechos más interesantes, de no ser por una circunstancia aparentemente ajena al mismo: El 21 de junio de 1941, sin previa declaración de guerra, el ejército alemán invadió la Unión Soviética (en lo sucesivo, la URSS), rompiendo el tratado de no agresión que, desde agosto de 1939, ligaba a los dos países. En lo que a Francia respecta, la consecuencia más inmediata fue la de que, a partir de entonces, el fuerte y numeroso partido comunista francés[63] dejó de lado su poco patriótico pasotismo, resumido en el eslogan ni De Gaulle, ni Pétain[64], y pasó de inmediato a integrar el grupo más activo dentro de la Resistencia contra los alemanes, colaborando hasta cierto punto con los gaullistas. De ahí a participar en acciones de sabotaje y en atentados contra los militares y autoridades alemanes había solo un paso, que los comunistas se apresuraron a dar. En efecto, no tardaron mucho en perpetrar su primer asesinato político contra un ocupante alemán: En la mañana del 21 de agosto de 1941, un comando de militantes comunistas disparaba a matar, en una estación de metro de París, contra un alférez de la Marina de Guerra alemana, llamado Alfred Moser, quien fallecería de las resultas al cabo de pocas horas[65].

Vista antigua del Hôtel du Parc, de Vichy

     Algo debía saber, o sospechar, al respecto el gobierno de Vichy, dado que nueve días antes -el martes, 12 de agosto de 1941-, el mariscal Pétain emitió por prensa y radio una alocución al pueblo francés, advirtiéndole del mal viento que empezaba a soplar por todo el país, y llamando a combatirlo, entre otras cosas, con el reforzamiento de la autoridad gubernamental. Y, apenas dos días más tarde, como si fuera un efecto derivado de tal refuerzo, dirigido contra la independencia de los tribunales, se publicaba el deber que tendrían todos los magistrados en activo de jurar fidelidad al jefe del Estado[66], si no querían ser expulsados de la carrera. Innecesario insistir en el revuelo que me encontré al día siguiente al llegar al tribunal, con la más variada división de opiniones: desde los que tildaban a Pétain de segundo Hitler, hasta los que tomaban con la mayor indiferencia el tener que jurar algo tan ambiguo y en tales condiciones de constricción. El propio magistrado Du Moulin se encontraba entre estos últimos, aun sin dejar de censurar aquella polacada. Me atreví a abordarlo y preguntarle en un aparte:

-          ¿Tiene idea, magistrado, de lo que persigue Vichy con esta sorprendente medida?

-          No me parece difícil de interpretar -me replicó, adusto-. En todo caso, supongo que su amigo, el ministro Barthélemy, podrá contestarle con mayor fundamento que yo.

-          Seguro que sí -convine, tragándome su censura-. En fin -me resarcí-, vaya poniéndose a la cola del juramento, que no dudo va a estar muy concurrida.

     Así de revueltas andaban las cosas, pese a la amortiguación que implicaban el verano y las vacaciones judiciales, cuando -como quien dice- el destino volvió a llamar a mi puerta. Las cosas no estaban tan tranquilas, ni mi situación tan solvente, como para irme de vacaciones con la familia a Saint-Tropez o a Annecy; de modo que me había quedado trabajando en Lyon y enviado al resto de la familia a Bourg-en-Bresse, con mis suegros. Ello me permitió responder afirmativamente a la petición de auxilio que me llegó desde Vichy, de parte de una señora que me había cogido por la palabra:

     Vichy, a 18 de agosto de 1941.

     Estimado amigo Hervé:

     La situación está aquí tan exasperada, que se me ha hecho imposible manejar a mi padre… Como la cosa tiene que ver con materias estrictamente jurídicas -penales, para mayor precisión-, se me ha ocurrido acudir a ti, cosa que he dejado caer a papá, quien ha parecido acogerlo con agrado. ¿Podrías, pues, llegarte hasta aquí unos cuantos días, como si se tratase de unas vacaciones invitado por unos amigos? En todo caso, está vez se trata de una invitación comme il faut, pues tienes reserva a nuestra costa en el pequeño y coqueto Hôtel du Beaujolais, uno de los pocos céntricos que no han sido requisados para personajes políticos o dependencias oficiales.

     Te ruego me contestes a vuelta de correo o, mejor aún, me telefonees al Hôtel Majestic para darme tu respuesta, que espero y deseo fervientemente sea positiva.

     Muy afectuosamente,

     Margot Laurent-Atthalin[67].

***

    

     Llegué a Vichy el jueves, 21 de agosto de 1941, casi a la hora de almorzar. Como estaba previsto, tenía reservada habitación en el Hôtel du Beaujolais. Avisé inmediatamente por teléfono a Margot de mi llegada y se disculpó:

-          En este momento, esto es una casa de locos… ¿No sabes lo que ha pasado?

-          Pues no. He salido temprano de Lyon y acabo de llegar. Me disponía a comer y pensaba si tú…

-          Imposible. Quedemos a eso de las cinco aquí mismo, en el Hôtel Majestic, y a ver si puedo retener a mi padre para que hable contigo.

     Mientras esperaba a que me sirvieran la comida, hojeé los diarios, pero no encontré ninguna noticia que pudiera desencadenar la locura en las altas esferas. Pregunté al camarero:

-          Acaban de dar la información por la radio -me contestó-. Han tiroteado a un oficial boche[68] en el metro de París esta mañana. Parece que está muy grave.

     La cosa estaba clara. Lo extraño es que fuese el primer atentado personal contra un militar alemán tras un año de ocupación. Cierto es que había habido abundantes casos de sabotajes, pero sin derramamiento de sangre. Aunque los autores no habían sido detenidos, no hacía falta ser un lince para comprender que los comunistas estaban detrás: lógica consecuencia de su incorporación a la Resistencia tan pronto le dio a Hitler por invadir la URSS[69]. Parecía lógico que se montara un pandemonio y no les arrendaba la ganancia a las personas que los alemanes tomasen como rehenes.

     En fin, me eché un rato y a la hora convenida me presenté en el Majestic, tras pasar más controles de la guardia de lo que era habitual. Margot se hizo esperar casi media hora y, con evidente desilusión, fue esto lo primero que me dijo:

-          Imposible contar con papá. Acaba de salir para el castillo de Bost[70]… Pero deja que te cuente.

     Me reiteró lo que me había adelantado el camarero y agregó:

-          El militar está entre la vida y la muerte, pero, por si acaso fallece y no se detiene en tres días a los culpables, los alemanes ya han advertido que tomarán represalias y ejecutarán rehenes… Se habla de unos cincuenta.

     Por primera vez, me persuadí de que, por mucho que apreciase al profesor y a sus hijas, yo estaba de más allí: La situación me rebasaba y cualquier ayuda de mi parte, no solo resultaría inútil, sino que podría perjudicarme. Con suavidad se lo hice ver a Margot:

-          Esto no es Derecho penal, querida, sino brutalidad pura y dura. Y mucho me temo que las cosas vayan de mal en peor. Creo que lo mejor que podéis hacer es retiraros a Gascuña y, desde luego, yo volver a Lyon.

-          Ya sabes -me replicó- que mi padre jamás va a dimitir y a abandonar al Mariscal. Lo que ha pasado hoy, como comprenderás, no lo conocía cuando te escribí hace unos días… Deja que te cuente lo que sabe papá desde hace tiempo y luego juzga libremente si es, o no, una cuestión penal, en la que puedas ayudarnos con tu experiencia y sosiego. Luego decidirás libremente lo que hacer.

Uno de los grandes balnearios de Vichy

     No tengo tiempo ni memoria para plasmar sobre el papel todo lo que Margot me contó y que parecía conocer tan bien como su propio padre. Baste con hacer un resumen que sirva a los lectores para comprender los acontecimientos en que pronto me vería inmerso, pues ya adelanto que fui lo bastante atrevido, como para no marcharme ipso facto.

     Cuando papá entró en el Gobierno como ministro de Justicia, lo hizo con la confianza y el refrendo de Pétain y del entonces vicepresidente, Flandin[71]. El mariscal esperaba de él, como gran experto en el tema, que redactara una nueva constitución y las leyes principales que derivaran de ella. Por su parte, Flandin es un liberal de derechas, que siempre se ha compenetrado perfectamente con mi padre. Mas he aquí que, apenas ser nombrado ministro, papá se encontró a las órdenes inmediatas del almirante Darlan[72], de quien nada diré[73], fuera de que es la antítesis de mi padre, al que sistemáticamente viene orillando y haciendo de menos, sin que Pétain haga nada por evitarlo. La situación se ha desbordado cuando el Almirante cedió su cartera de Interior a Pierre Pucheu[74], un sujeto ambicioso, venal y que no respeta mínimamente la legalidad. La circunstancia de tener que entenderse y colaborar ambos ministerios, Justicia e Interior, ha acabado por exacerbar los ánimos; tanto más, al tomar Pétain la decisión de incorporar a Pucheu, y no a mi padre, a las reuniones restringidas o en petit comité, donde se preparan las resoluciones que luego, mal que bien, se pasan deprisa y corriendo al Consejo de Ministros en pleno.

     Pues bien, con la clarividencia que da el ser jefe supremo de la policía, Pucheu se olió que los desórdenes iban a ir a más, de la mano de los comunistas, ahora celosos defensores del patriotismo y del honor de Francia. En prevención de ello y de la previsible reacción violenta de los alemanes, en una reunión del consejillo de Pétain[75], Pucheu sugirió ampliar el decreto-ley anticomunista Daladier de 1939[76], para extenderlo también a los anarquistas y castigar con severísimas penas, incluidas la de muerte y de trabajos forzados a perpetuidad. Papá se enteró días después, cuando le presentaron un proyecto ya redactado que, entre otras lindezas, implicaba la creación de secciones especiales[77] de libre designación para juzgar, sin posibilidad de recurso alguno contra sus sentencias, incluso de pena capital. Como es lógico, puso el grito en el cielo y se las tuvo tiesas con el ministro del Interior, pero este cuenta con el respaldo de Darlan y del Mariscal; así que…

     Al confesarme que Pétain y Darlan estaban con Pucheu, me atreví a preguntarle qué razones argüían ambos para apoyar tamaño disparate. Margot no vaciló en ofrecerme algunas, por discutibles o dudosas que fueran. He aquí el resumen:

     Empezaré por los motivos de Pucheu que, como sabrás, es economista y empresario de profesión, al que se le da un ardite la legalidad, con tal de conseguir la eficacia. Su argumento es que no se puede dejar en manos alemanas la investigación policial y el enjuiciamiento de los casos graves en la zona ocupada pues, de transigir con ello, Vichy perderá toda oportunidad de administrar civilmente la otra parte de Francia y, en su día, de unificar ambas zonas, superando la división del armisticio. Por su parte, Darlan teme que los problemas económicos y los desórdenes internos vayan a más, por la expansión del influjo comunista, y ello le haga perder prestigio y credibilidad, en favor de su obvio rival, Pierre Laval[78], que reside de continuo en París y está muy bienquisto por los alemanes. Y, por lo que respecta al Mariscal, aunque no se lleve muy bien con Darlan, es tan antibolchevique como él y, por supuesto, comprende que lo que menos puede agradar a Hitler es que maten a sus compatriotas en las calles francesas. Dicen que el Führer tiene establecido un baremo, según el cual, habrán de ser ejecutados entre cincuenta y trescientos rehenes, según la importancia de cada alemán asesinado sin ser hallados sus ejecutores. Así que, en el caso del metro de París, es de temer que caigan cincuenta desgraciados. De hecho, papá ha sido convocado esta tarde con urgencia para despachar con Pétain y los demás ministros. Espero que esté de vuelta para la cena y así podrás hablar con él. Entre tanto, por favor, quédate y espera para ver si puedes hacer algo útil.

     Le prometí que así lo haría, pero, por si acaso Barthélemy no reaparecía hasta las tantas, opté por retirarme, en espera de un telefonazo de Margot. ¡Cómo estaría de agitado, que me encaminé a Les Dômes[79] y pasé un par de horas entre las aguas y la camilla de masajes! Muy repuesto, aunque hambriento, apenas me dio tiempo de llegar al hotel. Sonó el teléfono y Margot me avisó: Papá acaba de llegar. Te esperamos para cenar. No tardes.

 

 

5.      Donde se imponen la insensatez y la cobardía humanas

 

     Barthélemy llegó a eso de las nueve de la noche, cansado y abatido. Aunque su hija lo cogió del brazo y tiró de él hacia la mesa donde lo esperábamos para cenar, nos advirtió que no tenía el estómago en condiciones de tomar nada medianamente fuerte. Luego, la conversación y su natural apetito cambiaron su primitiva intención y despachó vorazmente una vichyssoise -¡cómo no![80]-, huevos al plato al gusto al gusto vasco-francés y una tabla de quesos. Al encargar los huevos[81], avisó a su hija:

-          Por cierto, he de darte una buena noticia, aunque nos va a tocar improvisar: El Mariscal ha aceptado, por fin, mi invitación de visitar nuestras posesiones en Gascuña[82]. Lo malo es que apenas va a quedar tiempo para preparar nada, pues quiere que salgamos para allá el próximo domingo, día 24: pasado mañana, como quien dice.

-          ¡Lo que nos faltaba!, suspiró Margot. Avisaré a Pierre[83] y que él se apresure a tenerlo todo preparado… ¡Mira que ocurrírsele al Mariscal ir de turismo, con la que tenemos encima!

     El ministro se encogió de hombros y dijo:

-          Quizá esté agotado, o tal vez quiera quedar a bien conmigo, porque la verdad es que esta tarde no me ha hecho ningún favor.

El almirante Darlan

     Y, en pocas palabras, nos hizo saber que el famoso proyecto de ley de Pucheu iba adelante y, si los alemanes daban su brazo a torcer en el tema de los rehenes, se llevaría al consejo de ministros del día siguiente, a fin de convertirlo en ley.

-          Ahora que pienso -apuntó, dirigiéndose a mí-, usted no está al tanto del tema que me tiene obsesionado…

-          Se equivoca, profesor -repliqué-. Margot ya me ha puesto en antecedentes y estoy atónito de que políticos franceses tan eminentes sean tan irresponsables y, lo que es igual o peor, tan ilusos… Pero no sé si Su Excelencia está ahora de humor y con fuerzas para que lo entretenga con mis diatribas de jurista medianamente culto.

-          Le agradezco la fineza, máxime cuando aún tenemos por delante horas para la esperanza o para el abatimiento: Esperanza, si finalmente el oficial herido salva la vida o detienen a sus asaltantes; y abatimiento, si fallece y los alemanes se descuelgan ordenando la ejecución de cincuenta rehenes. Habrá que esperar a mañana. Por de pronto, Pétain ha dado órdenes a Ingrand y De Brinon[84] para que pidan audiencia y se entrevisten con Stülpnagel y Beumelburg[85], poniéndoles como cebo el proyecto de Pucheu, aunque aún no se haya aprobado.

-          No tendrá a mano -sugerí- una copia de dicho proyecto para entretenerme esta noche con su lectura…

-          Por supuesto -contestó-, aunque me lo dieron a conocer hace unos días, y no sé si ese animal de Pucheu lo habrá mejorado con nuevas lindezas. En cuanto acabemos de cenar, subiremos a mis habitaciones y le pasaré una copia.

-          Pues que sea enseguida, papá -suplicó Margot-, que estamos todos agotados y mañana se presenta un día que nos va a necesitar descansados y bien despiertos.

     Barthélemy se empeñó en que subiera hasta sus mínimas dependencias, para que contemplase lo mucho que estaban aguantando su hija y él en un cuchitril que avergonzaría al portero de mi ministerio. Me entregó un par de folios, arrugados y con alguna anotación manuscrita -obra de Dayras[86], me aseguró-. Y me despidió con esta observación:

-          Mire esta chapuza con ojos de buen abogado con experiencia, pero, por encima de todo, póngale todas las objeciones posibles a su eficacia y, si se le ocurre algo, sugiera alguna fórmula alternativa. Si hay algo que pueda hacer pensar a Darlan y a sus amigos no será, precisamente, el honor de la justicia de Francia.

***

     Avanzaba la mañana del viernes, 22 de agosto de 1941, y las nuevas no eran muy tranquilizadoras. El alférez Moser había fallecido durante la noche y ello ponía en marcha toda la ronda de conversaciones en París para tratar de evitar una masacre de rehenes. Barthélemy me hizo pasar a su despacho, en el que, a cada poco, entraba Dayras para darle cuenta de las últimas noticias, que a él parecían llegarle por conducto del ministerio del Interior. Una de las primeras no era demasiado mala:

-          Los alemanes se dan, y nos dan, tres días para encontrar y detener a los culpables del atentado. En otro caso, ejecutarán a seis rehenes.

-          ¡¿Seis?!, exclamamos al unísono el ministro y yo, con la sorpresa y la alegría de haber librado de la cifra sospechada de cincuenta.

     Dayras sonrió e hizo ademán de encogerse de hombros:

-          Parece ser -aclaró- que la cifra la ha fijado la Kriegsmarine[87], dado que el muerto era de los suyos. Supongo que, si hubiesen consultado a Hitler, la cifra habría sido mucho más elevada.

     Nada más salir de la habitación Dayras, Barthélemy comentó:

-          La alternativa de seis sentencias de muerte es todavía tremenda pero, por lo menos, resultaría factible… A propósito, Desfarges, ¿qué le ha parecido el proyecto de ley?

-          ¿Qué quiere que le diga, profesor? Los nazis no podrían haberla hecho más acorde con su disparatada jurisprudencia: Profesa el Derecho penal de autor[88]; no cumple con elementales parámetros del principio de legalidad[89]; la designación de los magistrados de las secciones especiales y de sus fiscales se deja en manos de autoridades de escaso nivel[90]; las penas son brutales en la inmensa mayoría de los casos[91]; los procedimientos son sumarios o sumarísimos, por principio[92]; y, lo que me parece casi lo peor, la ejecución de las penas es inmediata, sin posibilidad de suspensión o de recurso[93].

-          ¿Algo más?, inquirió el profesor, no sé si en serio o con cierta ironía.

-          Aunque no lo diga expresamente -respondí-, tengo la impresión de que no va a respetarse el principio ne bis in idem[94]. De otra forma será imposible que las secciones especiales empiecen a funcionar y condenar de modo inmediato.

-          ¿Y nada más?, reiteró Barthélemy, subiendo la voz. ¿No ha notado nada más?, insistió.

     Callé, esperando que fuera él quien me lo descubriera, como parecía estar deseando.

-          ¡Hombre de Dios! -estalló al fin-. ¿No se ha dado cuenta de que esta ley juzga delitos con efectos retroactivos[95]?

-          Ya no me extrañaría nada -respondí, perplejo-, pero yo no he visto en el texto del proyecto ningún precepto expreso en ese sentido.

     Me quitó de las manos la copia que yo consultaba y se dispuso a marcarme el artículo concreto. El ademán quedó a medias; enrojeció y se disculpó:

-          Perdóneme, Hervé. Había olvidado que, entre otras gracias, los autores del proyecto han dejado en blanco el primer párrafo de su artículo 10[96], que es donde quieren plasmar esa canallada, pero pretenden que seamos los del ministerio de Justicia quienes la perpetremos, puesto que somos los expertos en legislar.

-          Pues si es así, señor ministro -contesté-, ya tenemos otra lindeza para adornar tan magnífica ley.

     Barthélemy quedó pensativo unos momentos, hasta que de nuevo se dirigió a mí con estas palabras:

-          Creo recordar que ayer noche se ofreció usted para encontrar en este engendro motivos obvios y suficientes, por los que resultaría de imposible aplicación para lograr lo que Pucheu dice pretender: paralizar la ejecución de rehenes por los alemanes, a cambio de que nuestros tribunales manden a la guillotina a unos cuantos compatriotas… Y también se ofreció usted a buscar algún mecanismo que, sin dejar las manos libres a los alemanes, ni manchar de sangre las de nuestros magistrados, pudiese contentar a unos y a otros… Pues bien, explíquese usted y ofrézcame algo sólido que llevar al consejo de ministros, que acaban de convocar para las tres de la tarde de hoy, pues estoy seguro de que, si voy allí con la cantinela de la decencia, la Constitución y el honor de Francia, se me van a reír en las barbas.

     Como Barthélemy y Dayras, yo estaba muy sorprendido de la benevolencia alemana, al limitar a seis el número de rehenes a ejecutar. Constándome la forma habitual de actuar en otros casos similares fuera de Francia, le expliqué:

-          Señor ministro, el presente caso es una excepción, fruto de ser el primer atentado mortal en Francia, lo que ha cogido a los alemanes por sorpresa. No le quepa duda de que, en lo sucesivo, la cifra de cincuenta rehenes por cada alemán va a ser la regla general[97]. Como usted comprenderá, las secciones especiales ni por asomo van a imponer tal número de sentencias de muerte contra acusados que, a mayores, no hayan sido los asesinos. Y no se trata de que los magistrados sean más o menos moderados: es que no habrá tantos franceses detenidos o presos suficientes para acusarlos de una actividad comunista o anarquista que pueda llevarlos al patíbulo. Es imposible sustituir la fórmula de los rehenes[98] por la de juicios y ejecuciones. Los tribunales franceses podrían, a duras penas, hacer las veces de los consejos de guerra alemanes pero, para evitar que los alemanes maten rehenes en masa, tendrían que ocuparse de ello y de la misma manera nuestros militares y nuestros policías.

-          Entiendo y estoy de acuerdo -aseveró el ministro-, pero me temo que Pucheu y compañía simulen creer que los alemanes van a seguir siendo tan moderados como ahora, a fin de lograr que se apruebe la ley. Convendría ofrecerles un paliativo mejor para lo que más temen ellos -como también yo, lo confieso-: Que a los boches les da igual matar a un rehén de la canalla, que al cardenal arzobispo de París, o al primer presidente del tribunal de apelación de Burdeos, por poner un par de ejemplos. Cincuenta rehenes son siempre cincuenta personas, pero si pudiésemos escoger a los que van a morir…

-          Eso lo tienen ustedes facilísimo -me atreví a decir-. En cuanto a los comunistas, las comisarías y los juzgados están repletos de listas y expedientes, desde que se empezó a actuar contra ellos en el año 39. Por lo que respecta a los judíos, tengo entendido que va a realizarse un censo de todos los que residen en Francia[99]. Yo no debería, en conciencia, hacer esta sugerencia, pero podrían trasladar todos estos datos a los alemanes para que estos escogieran a los rehenes entre los comunistas y judíos fichados. Estoy convencido de que, salvo alguna excepción, no volverían a matar a rehenes no judíos de nota.

     El ministro permaneció callado, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar. Creo que, al fin, iba a responderme, cuando volvió a entrar Dayras, presto a dar explicaciones complementarias:

-          Los alemanes han tenido conocimiento formal de nuestro proyecto de secciones especiales y le han dado todo su apoyo…

-          ¡Estaría bueno que le hiciesen ascos!, exclamó Barthélemy, cuando les vamos a hacer el trabajo sucio y a granjearnos el odio de nuestros compatriotas.

     Sin hacer caso de la brusca interrupción, el secretario general de Justicia prosiguió:

-          … Pero han hecho dos objeciones y puesto una condición adicional.

-          Vamos con ellas -repuso el ministro, dando un resoplido-.

-          Han mostrado su extrañeza por la retroactividad de la norma, aunque finalmente han transigido con ella.

     Barthélemy y yo nos miramos y no pudimos por menos de echarnos a reír:

-          ¡Extraordinario! -exclamó el profesor-: Los nazis son más escrupulosos juristas que los educados en la Sorbona.

-          Lo que no han aceptado -prosiguió Dayras, impertérrito- es que las ejecuciones fueran públicas, como De Brinon[100] sugirió.

-          Pero ¿es eso posible? ¿No me estará tomando el pelo?, bramó Barthélemy.

-          No, Excelencia -afirmó Dayras-. En concreto, se había pensado como escenario en la plaza de la Concordia, para rememorar la costumbre revolucionaria[101].

     Barthélemy se derrumbó abrumado en su sillón, permitiendo que el secretario general concluyera su exposición:

-          Y la imposición alemana -que naturalmente no debe figurar en la ley- es esta: Que, entre los condenados a muerte figuren por lo menos dos judíos… No parece cosa difícil pues, aunque nadie sepa por qué, es lo cierto que muchos comunistas son de raza israelita.

     El ministro y yo nos hicimos un gesto de complicidad: Yo había dado en el clavo con lo del censo de judíos. Barthélemy preguntó a Dayras:

El mariscal Pétain

-          Según eso, los alemanes han dado de paso la ley Pucheu. ¿No es así?

-          En efecto, señor ministro. Tan cierto es, que se acaba de pasar el proyecto a aprobación del Mariscal, que se la ha otorgado, a reserva de lo que se decida esta tarde en Consejo de Ministros.

-          Y el artículo 10 sigue sin redactarse del todo…

-          Así lo creo, aunque todos coinciden en cuál ha de ser su contenido.

-          Está bien, Dayras. Déjeme ahora reflexionar, pero no se aleje mucho, por si lo necesito.

     El secretario general se retiró al despacho contiguo y juraría que lo primero que hizo fue llamar por teléfono a Pucheu o a Darlan, para darles noticia de la reacción de Barthélemy. Este, al encontrarse a solas conmigo, sacó su elocución más solemne, para prometerme:

-          Esta tarde daré la batalla. No estoy dispuesto a poner mi firma[102] en una ley que conculca todos los principios jurídicos.

-          Pues, si no me necesita por el momento, le dejo a solas con sus reflexiones, repuse. ¡Ah!, y no estaría de más que cogiera fuerzas almorzando algo muy energético.

     El profesor sonrió:

-          No tengo estómago para una comida en regla: Tomaré un refrigerio aquí, en el despacho. Vaya usted a comer con Margot y tranquilícela cuanto pueda. Me pondré en contacto con ustedes en cuanto acabe el Consejo.

***

     Para lo que Margot y yo esperábamos, el Consejo de Ministros tuvo una duración moderada. Con todo, cuando Barthélemy se reunió con nosotros daba la impresión de haber combatido ocho asaltos con Marcel Cerdan[103]. Ya en su despacho, solos los tres, resumió a su modo lo sucedido:

-          Ha sido imposible: Darlan, Pucheu, Bouthillier, todos como lobos contra mí. Y casi me duelen más las burlas de quienes me calificaban de quisquilloso y tiquismiquis, por no consentir la indignidad de una ley penal más severa con efectos retroactivos. Sólo Huntzinger[104] me apoyó un poco, sobre la base de que no estaba dispuesto a estampar su firma en un proyecto de ley incompleto. Pero, en cuanto le aseguraron que el Mariscal estaba totalmente a favor de la ley, plegó velas y firmó, como si Pétain pudiera darle órdenes en materias civiles. Todavía estaba yo dudando en suscribir o no el proyecto, cuando Darlan comentó en voz alta ¡qué pesado! e hizo seña para que se pasase al punto siguiente del orden del día. Entonces, Carcopino[105], que estaba dos puestos más allá, me susurró: Si el Mariscal así lo quiere, firme usted. A fin de cuentas, lo hará, no en nombre propio, sino por el Jefe del Estado[106]. Acabó por convencerme y me plegué a la voluntad de Pétain. ¿Qué otra cosa podía hacer, con cincuenta rehenes esperando la ejecución, si la ley no salía adelante?

     Margot empezó a llorar en silencio. Yo, aunque conmovido, no dejé de preguntar:

-          ¡Cómo que cincuenta rehenes! ¿No iban a ser seis?

-          Eso era una buena componenda de los alemanes -me explicó-, a cambio de que saliese adelante una ley tan favorable para ellos; pero, de no aprobarse, serían cincuenta y distinguidos, magistrados y eclesiásticos incluidos.

     Yo no me tragué aquella disculpa, pero decidí pasar a otra cuestión indecente:

-          Y la ley sigue con el hueco para la cláusula de retroactividad. ¿Va a llegar así al Diario Oficial?, pregunté con sorna.

-          Allá Pucheu y mi secretario general. Lo que es yo, no me rebajo a redactarla. No querrá hacerlo usted -insinuó, devolviéndome el sarcasmo-.

-          ¡Papá, por favor, no olvides que Hervé está aquí por ayudarnos!, exclamó Margot, conteniendo un sollozo.

     Barthélemy suavizó el rictus y convino con su hija:

-          Ciertamente, y le estoy agradecido por su demostración de amistad -se disculpó-. Vamos a tomarnos un descanso y a merendar algo. Entretanto, les explicaré varias de las claves por las que no es tan descabellado el que haya firmado la ley, por más que mi conciencia, si hubiera obrado a su albedrío, me habría aconsejado lo contrario.

 

 

6.      En que me embarcan para París, aunque fuera en tren

 

          Durante el refrigerio, el ministro se mostró convincente y con modales encantadores. En un principio, todo se le volvía dar explicaciones sobre la famosa ley y el futuro que le auguraba. Pondré en su boca, de manera sucesiva, algunas de las muchas ideas que fue vertiendo a propósito de aquel engendro jurídico:

-          Hervé, tiene usted razón: Nunca podrá esta ley acabar con la ejecución de rehenes por los alemanes, pero, cuando menos, tiene dos ventajas, que nuestros ocupantes nos han prometido: Reducir en todo lo posible el número de ejecuciones y llevarlas a cabo solo sobre comunistas, judíos, delincuentes reincidentes y sujetos por el estilo… Que ¿cómo van a discriminar entre ellos y los ciudadanos corrientes? Muy sencillo: Yendo por los rehenes a la cárcel o aprovechando los datos y expedientes que les facilitemos, naturalmente, bajo cuerda. Ciertamente, el Mariscal y muchos de nosotros -yo incluido- no odiamos ni despreciamos a los judíos, pero sí que los consideramos no integrados en la nación francesa, y eso por su propia voluntad, no porque los discriminemos… En fin, menos rehenes y de peor calidad: Es lo más que puede conseguirse, gracias a la ley que acaba de aprobarse.

-          No voy a negar la ilegitimidad de que las secciones especiales juzguen con una ley retroactiva, pero, en el fondo, lo esencial no es esto, sino conseguir mejores efectos que con cualquier otra alternativa. Poner a magistrados franceses de carrera a juzgar a comunistas y anarquistas ha de ser siempre más benévolo que entregarlos a los alemanes… Los magistrados serán más tolerantes, aunque solo sea -agregó con cinismo- por el miedo a la venganza de la Resistencia, ahora… y cuando termine la guerra, si la pierden los alemanes, que todo es posible. De hecho, ya veréis como todos los magistrados tratarán de librarse del encargo de la sección especial, que solo asumirán los jóvenes más ambiciosos, o jueces que actuarán de mala gana[107].

-          No tengo el propósito de sancionar a los magistrados que se nieguen a formar parte de las secciones especiales, sino solo ascender o premiar a los que asuman esa grave responsabilidad. Tal vez, me pille los dedos, pero estoy dispuesto a ser yo mismo quien elija al presidente y los vocales de la sección especial de Paris, para que sirva de ejemplo para todas las demás[108]. En cuanto al resto, bastará con que mande una circular, para que se nombre solo a magistrados entregados y valientes[109], que seguro no van a faltar, al menos, por el momento.

-          Los juristas, amigo Desfarges, tenemos el hábito de criticar lo imperfecto y de olvidar que estamos en medio de una guerra…, que hemos perdido. La ley es mediocre, sí, y con notables defectos, pero también conserva lo bastante como para permitir una defensa suficiente de los acusados: Estarán ante un tribunal de magistrados profesionales; serán defendidos por abogados, de libre designación o de oficio; si el delito no es flagrante, habrá una instrucción a cargo de un juez, que tendrá una semana para investigar; el juicio se sujetará a las normas ordinarias del desarrollo procesal… No me atrevo a preguntar qué más queréis, pero imaginad al mismo pobre diablo ante un consejo de guerra alemán, o ante un pelotón de fusilamiento sin haber tenido juicio previo.

Pétain saludando desde el Hôtel du Parc

     Por un momento, me vino a la memoria el apodo con el que el magistrado Du Moulin lo había tildado en nuestra conversación en Lyon: el Ministro Circulares. Decidí interrumpir su casi monólogo, con una pregunta maliciosa:

-          Todo eso de que los magistrados franceses serán más benévolos que los militares alemanes estaría muy bien, si se les dejase obrar con libertad; pero Su Excelencia reconoce que se nombrará solo a quienes estén en la onda de los políticos de Vichy y que se les pedirá severidad. Es más, ¿no les constreñirá el ministerio con alguna circular o instrucción, exhortándoles a aplicar penas de muerte para evitar -¿cómo lo diría?-… males mayores.

     Barthélemy alzó la voz, entre enfadado y solemne, para responder:

-          Puede estar seguro de que respetaré al máximo la libertad de las secciones especiales, aunque, por supuesto, no me abstendré de exponer a las máximas autoridades de la magistratura y a quienes las presidan lo mucho que está en juego, en función de cómo sentencien, empezando por su propia integridad personal, que mi gobierno no puede garantizar en la zona ocupada[110].

     El profesor suavizó el tono y el énfasis, para concluir con estas palabras:

-          De verdad, Desfarges. Créame que estoy convencido de que la creación de las secciones especiales no es un bien[111], pero sí lo conceptúo como el menor de los males.

***

     El Ministro consultó la hora en su reloj de bolsillo y, con un gesto de urgencia, nos indicó:

-          ¡Cómo corre el tiempo: son casi las seis! Margot, tenemos que preparar el equipaje, pues a eso de las nueve tenemos que salir en tren para París.

     La interpelada mostró sin palabras su extrañeza y su padre le aclaró, con cierto desabrimiento:

-          ¡No creerás que la sección especial de Paris va a crearse y ponerse en marcha por arte de magia! Tengo que dirigir las gestiones, y a toda prisa, pues el plazo dado por los alemanes para empezar a fusilar rehenes acaba el día 28, si es que antes no se produce el milagro de que sean detenidos los asesinos del metro.

-          Está bien, papá pero, entonces, ¿qué hay del viaje con el Mariscal a nuestra mansión de Agen? ¿No estaba previsto para este fin de semana?[112]

-          En vista de cómo se han complicado las cosas, he conseguido que lo retrase unos días, hasta el 26 por la tarde, o el 27 en la mañana, como mucho. Así que el viaje queda en manos de nuestro amigo Desfarges.

     Ya comprenderán que me quedé con la boca abierta, creyendo incluso que se habría equivocado de apellido y que se trataría de alguna persona de confianza de su ministerio. Pero no había nada de eso. Barthélemy empezó por echar cuentas:

-          Veamos. Viajamos a París esta noche, nada menos que con Darlan, Pucheu, Abetz[113] y compañía. Mañana y pasado, fin de semana de agosto, no creo que pueda hacer otra cosa que dar telefonazos y empezar las gestiones. ¿Qué nos queda? Dos días que, en el mejor de los casos, me permitirán seleccionar y nombrar a los magistrados y fiscales, para que en la mañana del 26 tomen posesión y se constituya el tribunal. Y eso, en lo que a mí atañe directamente, que todavía hay que redactar el artículo de la retroactividad, elegir a los acusados y nombrarles abogados -supongo que de oficio-.

-          Pues ya está, papá -comentó Margot, tratando de exonerarme-. Cuentas con Dayras, que sabes lo eficaz que es cuando quiere, y yo me quedaré también a tu lado, para cualquier cosa que precises.

-          Olvidas una cosa, querida -replicó el profesor-. Alguien de total confianza tiene que estar en el palacio de justicia el día del juicio, que será el 27, y también el 28, por si se produce alguna complicación con las inevitables ejecuciones de los que resulten condenados a muerte. Quiero un testigo fiel, imparcial y que no tenga más relación con el gobierno ni los alemanes, que la de ser una persona de mi plena confianza. Por eso he pensado en usted, Desfarges. No le pido que intervenga en nada, ni que se entrometa o haga de espía: Simplemente, que tome nota de cuanto ocurra y me lo transmita detalladamente y con exactitud cuando yo vuelva de mi excursión con Pétain, que maldita ocurrencia que tuvo al fijarla para estas fechas.

     Esbocé una excusa, pero lo cierto era que, entre la sorpresa y lo interesante del encargo, no estaba seguro de que quisiera rechazarlo. Barthélemy me prometió:

-          No tendrá ninguna dificultad para regresar de la zona ocupada a la libre: Yo me encargo de gestionarle el más amplio permiso. El ministerio correrá con los gastos, y ni siquiera será preciso que espere a mi regreso para entregarme el informe: Déjeselo en sobre lacrado a Dayras. Yo lo leeré y, sin necesito alguna aclaración, le telefonearé a Lyon… ¿Qué me dice?... Acepte mi petición, por los viejos tiempos…

     Me dejé convencer, pero le puse una condición que minimizara eventuales problemas futuros:

-          En lo posible, manténgame al margen o, por lo menos, evite presentarme a las autoridades con quienes usted tenga que tratar de estos temas, de no ser inexcusable.

     El ministro aceptó de buen grado mi exigencia:

-          Verdaderamente, no va a ser un trámite muy agradable, como tampoco lo son las personas con las que tendré que vérmelas. Lo mejor será que le facilite un pase oficial para que pueda entrar en los lugares y a los actos que considere oportuno. Y un par de presentaciones a figuras clave en el juicio -como el presidente de la sección y el fiscal superior de la misma- será suficiente.

     Me quedé como pasmado, tras aceptar aquel embarque. La voz perentoria de Barthélemy me sacó del ensimismamiento:

-          Vamos, Hervé, no se entretenga y vaya a su hotel a hacer la maleta, que el tren saldrá a las nueve…, si el Almirante[114] no se demora con las masajistas.

***

     Aquel expreso nocturno entre Vichy y París salió finalmente con tres cuartos de hora de retraso, y no solo por Darlan, sino por la plétora de autoridades que afluyeron al mismo, con sus guardaespaldas y séquito de servicio. Barthélemy, cansado y poco popular, optó por recluirse en su departamento, junto a Margot, Dayras y yo mismo, hasta el momento en que, vencido del sueño, tomaría el camino de su compartimento en el coche cama, privilegio del que, además de él, solo Margot gozaba, en razón de su calidad y sexo. Aparentando la necesidad de fumar, el secretario general salió al pasillo y se perdió de nuestra vista. Fue mi amiga la que, bien a través de la ventanilla, bien al verlos avanzar por el pasillo, me fue indicando a distancia a algunos de los pasajeros más destacados:

-          Ahí va Pucheu, cada día más obeso -me decía-. ¡El almirante Darlan!, todavía vestido de marino; tan poquita cosa, pero con cinco estrellas en cada manga. Aquél es el embajador alemán Abetz: Será un nazi declarado, pero tiene muy buena facha y guarda un sincero afecto por nosotros, los franceses. Ese vejete de gafas es Carcopino, el que aconsejó a mi padre en la reunión de los ministros: un verdadero sabio, que no sé qué pinta navegando en aguas tan pantanosas…

     Se calló de repente. Se dio cuenta de que, pretendiendo definir a Carcopino, había caracterizado perfectamente a su padre.

-          Por lo que me dices -resumí-, el sujeto más atrayente podría ser el tal Abetz.

-          Está muy interesado en nuestro trabajo constituyente -terció el profesor, hasta entonces mudo y taciturno-. Si quieres, puedo presentártelo. Es muy servicial y podría serte útil para facilitarte el paso de una zona del país a la otra.

-          Solo si viene rodado -repuse-. Bueno es tener un amigo, incluso en el infierno.

     Regresó Dayras y se enfrascó en una conversación con Barthélemy acerca de las diligencias a llevar a cabo en los días siguientes. El tipo parecía conocer al dedillo a buena parte de los magistrados y fiscales que podrían hacerse cargo de la sección especial parisina. Margot aguardó hasta las once para avisar a su padre de que era el momento de emprender el camino de la cama.  Por cortesía, Dayras y yo los acompañamos, pasillo adelante, hasta el coche correspondiente. En el camino, nos tropezamos con Abetz y, en la presentación de rigor, Barthélemy se refirió a mi faceta menos comprometedora:

-          … Es un excelente constitucionalista, a quien tuve el honor de tener por alumno en París y dirigirle la tesis doctoral.

     De retorno a nuestro compartimento, Abetz seguía en el pasillo, como si esperase a alguien. Al verme, pidió disculpas a Dayras, y me invitó a pasar yo solo a su departamento. La cosa tenía fácil explicación: Atando cabos, el embajador había supuesto que yo estaba implicado en la redacción de la nueva Constitución del Estado Francés de Vichy. Minimicé mi intervención, aunque no demasiado, para que no entrara en sospechas de que yo estaba allí con otro objetivo. Charlamos sobre el tema de los trabajos del Consejo Nacional y lo encontré directo y con buen criterio:

-          ¿Me permite un exabrupto, Monsieur Defarges? Todo eso de las provincias históricas y las asambleas de notables no es sino la vuelta a un pasado que solo los tradicionalistas de extrema derecha pueden proponer. La nueva Francia no puede convertirse en una amalgama clerical-burgués-reaccionaria, dentro de una Europa que transita cada vez más por una senda socialista[115].

-          Con la primera parte de su juicio, señor embajador, estoy bastante de acuerdo, pero con eso de la Europa socialista… Supongo que no se refiere usted al socialismo de Marx, La Internacional y nuestro funesto Frente Popular del 36. Pero, si a lo que alude es al nacional-socialismo a la berlinesa, tendrá que disculparme si le digo que, ni pienso que sea un buen camino para Europa, ni que acaben ustedes por imponerlo con las armas.

-          No creerá, doctor -me replicó-, que vayamos los alemanes a perder la guerra, ni me parece que tal cosa fuera deseable para Francia, siendo la alternativa el imperialismo británico y el bolchevismo internacional…

     No me pareció razonable enfrascarme más a fondo por vericuetos tan personales. Opté por referirme a lo avanzado de la hora y a la conveniencia de dejar la charla para un momento en que estuviese más descansado. Agregué:

-          Supongo que, para proseguir nuestro intercambio de pareceres podré encontrar a Su Excelencia en Vichy, pero ¿y si tuviese que pasar a la zona ocupada para encontrarlo?

     Se echó a reír, pues había captado perfectamente el sentido de mi pregunta:

-          No tendrá más que pedirme un salvoconducto. Concederlo es cosa de las autoridades militares de París, pero por ahora estoy en excelentes relaciones con ellas.

 

 

7.      En el foso de las serpientes

 

     Una media hora antes de la prevista llegada a París del tren, aparecieron por el compartimento Margot y el Ministro, con aspecto cansado, pero seguro que resultaría radiante en comparación con el que ofrecíamos Dayras y yo, habiendo pasado la noche vestidos y tumbados de cualquier manera en los divanes. El convoy llevaba camino de entrar en la estación de Lyon[116] y por los pasillos ya se notaba el ir y venir de empleados y viajeros, charlando y portando los bagajes. Al entrar en andenes, Barthélemy se levantó, aunque sin intención ninguna de bajar, sino que se colocó junto a la ventanilla, con Margot a su lado, y se dedicó a contemplar la salida de los otros viajeros, así como la identidad de quienes habían ido a recibirlos. Hizo mención especial de la prisa con que había descendido Darlan, que fue rodeado enseguida de un comité de bienvenida. Pero aún más destacó la presencia de un sujeto, menudo, atildado y con un cuidado bigotito a lo Ronald Colman[117]. Barthélemy exclamó con desprecio:

-          ¡Vaya, hombre, cómo no! Ya está ahí De Brinon[118]. Más que embajador de Francia ante los alemanes ocupantes, parece el correveidile de los boches con el gobierno de Vichy.

     Resultó que el oficioso diplomático venía, precisamente, a recibir al ministro de Justicia pues, al verlo mirando por la ventanilla, le hizo una seña amistosa y subió al vagón, camino de nuestro departamento. Todavía antes de que llegase, el profesor gruñó:

-          Está visto que no quiere que me escape y viene para conducirme al ministerio, por si he olvidado el camino.

Ministerio de Justicia (París)

     Finalmente, no fue el ministerio el destino escogido, sino la prefectura de París, donde ya esperaba el prefecto Ingrand, y probablemente se encaminaría Pucheu no tardando. Barthélemy hizo unas brevísimas presentaciones, encargó a Dayras que se ocupara de su equipaje y, dirigiéndose a Margot y a mí, precisó:

-          Os recogeré en casa a la hora de comer. Encargad el almuerzo en un reservado de cualquier buen restaurante de la zona y tened paciencia si me retraso, como será probable.

     Un taxi nos llevó a la histórica mansión de Barthélemy, que tantos recuerdos me traía de mi época de estudiante y profesor ayudante. En el camino, Margot me advirtió[119]:

-          Entre la época veraniega y lo poco agradable que se ha vuelto París, en este momento la casa está deshabitada, a excepción de la vieja Ginette, que la guarda y nos atiende cuando nos dejamos caer por aquí. ¿Te acuerdas de Ginette? En aquellos tiempos -bromeó- estaba de buen ver… Claro que el muchacho de Lyon solo tenía ojos para mi hermanita Paulette…

-          Paulette -repetí yo, con dejo soñador-. No te he preguntado aún por ella.

-          Ya sabes, el destino de toda señorita de buena familia: casada y con un par de niños…, bueno, de jovencitos, casi como nosotros entonces. Papá tuvo el acierto de conseguir para su marido una agregación cultural en nuestra embajada de Washington y, gracias a ello, se están librando de toda esta miseria, moral sobre todo.

-          ¿Y los tuyos? Aún me acuerdo de tu boda con el barón, y de los niños. Claro que no los he vuelto a ver desde el año…, creo que fue el 34, cuando marché para Lyon.

-          ¿Qué quieres que te diga? Marcel, mi marido, sigue a la vera de su padre, André[120], haciendo dinero pese a la guerra, o gracias a ella. Y los chicos, afortunadamente son todavía muy jóvenes y están estudiando en el liceo Louis le Grand[121]. Ahora están con su abuela en la costa de Bretaña. La verdad es que los tengo a todos muy abandonados desde que nombraron ministro a papá y tuvo que instalarse tan malamente en Vichy… Ya habrás visto que me he convertido para él en chica para todo: hija, acompañante, secretaria, enfermera… Él dice muchas veces que no sabe lo que habría hecho sin mí, pero esa dependencia y todo lo que veo a nuestro alrededor me agobia tanto, que no sé hasta cuándo aguantaré.

     A invitación suya, subí a la casa y recorrí las estancias, rememorando una fotografía aquí, una porcelana allá, un libro acullá. Busqué afanosamente el ejemplar dedicado de mi tesis, hasta encontrarlo en uno de los anaqueles de la inmensa librería de pared a pared: Al profesor Barthélemy, maestro y amigo, a quien este trabajo debe cuanto de bueno contiene. Un poco exagerado, ¿no creen?

     Ginette nos sirvió un café con pastas. Seguidamente, declinando el ofrecimiento de ocupar alguna de las muchas habitaciones entonces vacantes, me despedí hasta el mediodía. Margot aprovecharía para localizar a su marido en el banco y yo para reservar una habitación en mi antigua pensión de la rue Budé, en la Isla de San Luis. Aunque el camino no era corto, lo recorrí a pie, a buen paso. Tal vez fuese un rasgo de masoquismo, pero no veía llegado el momento de sentirme nuevamente en París y percibir las diferencias con la ciudad que había visitado por última vez, ¡cuando un judío era presidente del Consejo de Ministros[122]!

***

     La versión que de los hechos de aquella mañana nos brindó el Ministro durante la comida evidenciaba, en mi opinión y pese a sus omisiones y reticencias, que en París era todavía más vulnerable y menos decidido de lo que lo había sido en Vichy. Aún sin necesidad de que Pucheu apenas hubiese aparecido por la prefectura, sus segundones, De Brinon e Ingrand se las habían bastado para apartar de la moldeable mente de Barthélemy cualquier resto de oposición a la ley de las secciones especiales. Al parecer, Ingrand lo había bombardeado con datos e hipótesis acerca de lo que los alemanes serían capaces de hacer, si los franceses defraudaban su confianza y no imponían con el mayor rigor el sistema alternativo al de los rehenes:

-          Figúrate, Margot -resumió, dirigiéndose a su hija-, se habla, incluso, de cien personas a fusilar; y no cualesquiera, sino gente de peso, comunistas o no.

-          No creerá Su Excelencia todos los bulos y amenazas que circulan por ahí y recogen personas interesadas -alegué con vigor-. Muy mal tendrían que ponerse las relaciones entre las autoridades alemanas y las de Vichy para que se llegase a esa selección a la inversa, que los entusiastas de las secciones especiales tratan de vender a la gente crédula.

     Margot me dio un golpecito con el pie en la pantorrilla. Su padre debía de estar tan cansado de discutir, que se limitó a defender a su fuente de información:

-          Ingrand es una persona con gran experiencia, que ha llevado el grueso de las negociaciones con los alemanes; y no es hechura de Pucheu, si bien tendrá que seguirle la corriente, ahora que es su ministro. En fin -agregó con desarmante espontaneidad-, un poco de exageración no vendrá mal para convencer a los magistrados que tengan que poner las sentencias.

     Si Ingrand debía de haber sido el tecnócrata bien informado, De Brinon impresionó a Barthélemy con su cinismo brutal:

-          ¡Y eso que se las da de marqués y de hombre exquisito!, comentó el profesor, que, obviamente, no lo tragaba. Hablaba de las seis sentencias de muerte como si cualquier magistrado las pusiera todos los días; y, cuando le afeé semejante insensibilidad, me salió con que en el frente ruso mueren diez mil hombres todos los días. ¡Qué tipejo! ¡Qué modo de desbarrar con la comparación! ¡A ver si sigue tan estoico en el caso de que le toque a él pasar por la guillotina[123]!

-          A propósito de guillotina -recordé-. ¿Sacó usted la verdad en lo de que querían que se instalase públicamente en la plaza de la Concordia?

-          Me consta que los alemanes preferían una ejecución por fusilamiento y fueron nuestros negociadores los que optaron por la guillotina. Bien mirado, no solo responde mejor a nuestras tradiciones civiles, sino que así evitamos emplear pelotones de ejecución: Para eso pagamos a los verdugos.

     En resumen: no me había contestado a lo que le preguntaba. Obviamente, el decano se estaba transformando en político o, al menos, asumiendo algunas de sus tretas.

-          ¿Terminaron, por fin, la redacción del artículo 10?, pregunté, cambiando de conversación.

-          Por supuesto, repuso Barthélemy, con tono de orgullo. No lo hice yo, sino que se ofreció Gabolde; ya sabe, el procurador del Estado francés en París[124]. Se mandó la redacción por telégrafo a Vichy, para publicar de inmediato la ley, ya completa, en el Diario Oficial[125]. Así que ya tenemos legalmente la retroactividad.

-          Ahora ya solo faltan los magistrados que se avengan voluntariamente a aplicarla -repuse yo, de forma dubitativa-.

-          En eso estamos -contestó el ministro-, pero las primeras impresiones son buenas. El presidente Villette[126] torció el gesto cuando leyó el proyecto de ley, pero se quedó solo, pues los fiscales Gabolde y Cavarroc[127], allí presentes, se mostraron mucho más receptivos…

-          Como es natural, siendo fiscales -apostillé-.

-          Pero lo que más efecto produjo -prosiguió el profesor- fue mi advertencia de que, si no se aplicaba la ley con todo rigor, caerían rehenes por decenas, incluso del mismo Palacio de Justicia. Así que hemos quedado en que dediquen unas horas a pensar en magistrados y fiscales adecuados para la sección especial de París, y mañana, domingo, por la mañana, de acuerdo con Dayras, me presentarán la lista y llamarán a los seleccionados. Me figuro que habrá candidatos de sobra, salvo para presidir la sección, para lo que ya se sabe que, en principio, necesito alguien que sea ya presidente en otra sección del tribunal.

-          ¡Espléndido! -exclamé sarcásticamente-. Entonces solo faltará elegir a los seis desgraciados que van a perder la cabeza… Claro que esos no podrán presentar objeciones…

-          Eso se dejará a la elección y buen criterio del ministerio fiscal[128] -repuso con desdén-. No se sabrá hasta el día antes del juicio -agregó tan tranquilo-, para que no se provoque excesiva alarma, ni los abogados defensores incordien en exceso.

     Con tan larga conservación, habíamos llegado a los postres, suflé con helado de vainilla y merengue. Barthélemy le hizo los honores con su apetito acostumbrado. Luego, se despidió de Margot y de mí, con estas palabras:

-          Estoy vencido del sueño. Me voy a casa a echar una buena siesta. Quedaos vosotros, si queréis, y tomad café… ¡Ah, se me olvidaba!

     Echó mano al cartapacio y me entregó un sobre tamaño folio. Cuando nos quedamos solos, Margot mostró interés por su contenido; de modo que lo abrí y en su interior encontré 50.000 francos en billetes[129], un documento alemán para pasar libremente a la zona de Vichy hasta finales de aquel agosto y un certificado ministerial, firmado por el propio Barthélemy, autorizándome a presenciar los juicios de la sección especial de dicho mes y a recibir cuando información solicitase, siempre que su difusión no fuera contraria a la ley. Margot sonrió y me dijo:

-          Aunque no puede decirse que mi padre haya sido generoso en exceso, espero que te dará para invitarme a ver El asesinato de Papá Noel[130], que proyectan en un cine aquí al lado… No temas, el caso está tratado en plan de comedia.

-          ¡Menos mal!, repliqué con acidez. De crímenes en serio ya tendré bastante en los próximos días.

***

     Al día siguiente, domingo, me disponía a salir de la pensión para oír misa de nueve en la iglesia de San Luis[131], cuando la patrona me avisó de que me telefoneaban. Era Margot que, en nombre de su padre, me requería para que me personase en el Ministerio, en la plaza Vendôme, lo antes posible. Me sentó tan mal la conminación, que le contesté:

-          Voy a cumplir con el precepto de la misa dominical y a desayunar. Luego me pasaré por el Ministerio lo antes que pueda.

     Hice bien en tomarme con calma el trámite pues, cuando llegué a mi destino[132] a eso de las once, encontré a Dayras en el antedespacho del ministro, con cara de circunstancias, mientras, al otro lado de la puerta, se oían los gritos de Barthélemy en el colmo de la exasperación. Pronto inferí que el origen de toda aquella trifulca era que el presidente de sección predestinado para serlo de la especial le había dicho al ministro que nones, al parecer, dándole a un tiempo una lección de buen Derecho penal[133]. A poco, se abrió la puerta del despacho ministerial y salieron de allí tres caballeros que, sin reparar en mi poco conspicua presencia, empezaron a discutir sobre una persona de recambio del rebelde, con Dayras como notario. Finalmente, parecieron ponerse de acuerdo en la selección y volvieron a entrar para sugerírsela a Barthélemy, quien dijo a gritos algo así como: ¡Tanto me da, con tal que no me den esta mañana otra negativa rebozada de ética! El trío de conspiradores volvió a salir y, aprovechando que hablaban entre sí y Dayras telefoneaba, me colé en el despacho ministerial, verdaderamente regio, si no fuera porque Francia era una república.

-          ¡Ah! ¿Ya está usted aquí? -me dijo el Decano por todo saludo, viniendo a mi encuentro y dándome un pequeño empellón para hacerme sentar en un mullido butacón, mientras él daba paseos por el despacho sin dejar de monologar-. Pues todavía tendrá que esperar… ¡Habrase visto el necio! Se puede decir sí o no, pero ¡mira que leerle la cartilla al ministro! ¡Ya ha progresado en la carrera todo lo que tenía que ascender! Eso, si no le busco las cosquillas, que seguro que es un resistente camuflado. Ya verás como ahora viene a comer de mi mano ese otro, que, por lo que me aseguran, está lampando por un ascenso.

-          Entonces, ¿no es ya presidente de sala? Como la ley lo dice…

-          Tiene razón -me concedió-, pero ahora mismo voy a telefonear a Vichy para que aprueben de urgencia una reforma que, para la sección especial de París, me permita escoger al magistrado que me dé la gana[134].

-           ¿Y quién es el afortunado que está lampando por ascender?, inquirí.

     Barthélemy sonrió:

-          Me dicen que es un vicepresidente de sección, por el simple hecho de que es el magistrado más antiguo de la misma[135] -explicó-.  Al parecer, se ha casado hace poco con una mujer un poco…, de gustos caros, vamos; así que un ascenso bien pagado le ha a venir de perillas, con independencia de sus ideas políticas, si es que las tiene… Quédese por aquí para que pueda conocerlo, así como también al fiscal jefe de la sección especial que ya está elegido y a punto de llegar[136].

***

     El primero en acudir al llamamiento del ministro fue el magistrado Benon, que resultó ser un condecorado combatiente de la guerra del 14. Bastaron algunos elogios y exhortaciones por parte de Barthélemy, para que el propuesto aceptase encantado el cargo y se pusiera a las órdenes del gobierno, con la misma disciplina y determinación que había mostrado en la pasada contienda. Al salir de la entrevista y ser felicitado por las autoridades judiciales que esperaban su resultado en la antesala, me pareció apreciar en el ya presidente un gesto de timidez -más que de servilismo-, como si se sintiera desbordado por la carga y el cargo que acababan de caer sobre sus hombros. El hecho es que, cuando yo también me acerqué a felicitarlo, Dayras me presentó como discípulo y buen amigo del ministro, a lo que respondió con voz apenas audible:

-          Ya me ha puesto en antecedentes el señor ministro… Estoy a su disposición.

     Muy diferente era la impresión que ofrecía el fiscal jefe designado para la sección especial, quizá por haber ejercido hasta entonces de manera destacada en el Tribunal Supremo. De hecho, se atrevió a protagonizar un desplante, que me refirió Barthélemy poco después. A la exhortación del ministro de actuar de la manera más firme y rigurosa, el fiscal Guyenot le replicó, más o menos:

-          No precisa Su Excelencia recordármelo pues es lo que vengo haciendo en mis treinta años de carrera.

     En cambio, conmigo se portó amablemente. Pídame lo que necesite para cumplir con la función que el señor ministro le ha encargado, me dijo.

     En resumidas cuentas, la mañana de aquel domingo había resultado finalmente muy fructífera para los objetivos del profesor. De lo que aún faltaba, seleccionar a dos magistrados de los muchos que integraban el tribunal de apelación parisino era tarea sencilla, de la que prometió encargarse su presidente primero, en colaboración con quien habría de presidir la sección especial. Para los otros dos magistrados, la labor era más fácil, puesto que bastaba con que fueran jueces de los tribunales de instrucción: Dayras fue comisionado para elegirlos. Finalmente, pese a ser periodo vacacional, se consiguió nombrar a tres magistrados de la primera categoría: Por eso se produjo la circunstancia -que algunos acusados no dejaron de destacar más tarde- de que solo uno de los miembros del tribunal vistiese toga negra, frente a cuatro que lo hacían con la prenda en color rojo, como muestra de su superior rango escalafonal[137].

     Adicionalmente, tenía que designarse a dos fiscales para que auxiliasen y, en su caso, reemplazasen al severo Guyenot. De ello supongo que se encargarían entre Cavarroc y Guyenot. En todo caso, quienquiera que lo gestionase no anduvo muy acertado, como más adelante se comprobó. Y, finalmente, tendría que elegirse a los acusados cuya cabeza de turco estaba destinada a ser cortada por la guillotina; un trabajo sucio que en modo alguno correspondía al ministerio, sino que se dejó a la fiscalía, como creo haber dicho ya. De todas formas, a alguien debió de ocurrírsele una idea ingeniosa, que el ministro dio de paso sin vacilar. Dayras me lo explicó así:

-          Si se juzga solo a seis individuos y todos son condenados a muerte, puede pensarse, o que el tribunal es demasiado duro, o que todo estaba preparado. Pero, si se celebran otros cuantos juicios que no acaban en condena a la guillotina, las críticas y sospechas desaparecerán. El caso es conseguir seis condenas de muerte y que un par de ellas recaigan sobre judíos.

     A estas alturas, yo ya me estaba convirtiendo en un hombre práctico; de suerte que solo se me ocurrió objetar:

-          No conviene sobrecargar mucho al tribunal con una plétora de juicios, pues solo tendrán un día para celebrarlos.

     Dayras sonrió con suficiencia:

-          Pongamos que sean doce: seis a muerte y otros seis a condenas menores. Siendo procesos sumarísimos y por delitos flagrantes, me figuro que los despacharán cómodamente en un solo día.

Vista de la Isla de San Luis (París)

     Las diligencias matinales concluyeron a eso de la una. Con antelación suficiente, Dayras había adoptado las medidas pertinentes para que el ministro y él mismo pudieran comer en el propio ministerio. Barthélemy me agregó, quieras que no, al ágape, cosa que agradecí, aunque no tuviera lugar -por supuesto- en el fabuloso comedor de aparato del edificio[138]. Eché en falta a Margot y así se lo susurré al profesor:

-          Creo -explicó- que está pasando el día con su marido… Seguro que habría estado más entretenida con nosotros -repuso, con un leve guiño de ojo-.

     El ministro y su secretario general parecían contentos de la marcha de las gestiones, después del tormentoso inicio de la jornada. Con todo lo circunspecto y serio que parecía, Dayras se gastó una broma, que yo juzgué de mal gusto:

-          Por mi parte -dijo-, he llevado hasta el extremo las prevenciones. Incluso he llamado al verdugo mayor de París a fin de que esté presto para despachar el día 28 seis ejecuciones. Me dijo que llevará también a todos sus ayudantes, pues el trabajo es insólito por el número de reos.

     Barthélemy tampoco pareció disfrutar con la facecia y llevó la charla por lo serio:

-          Dedíquese, más bien, a tener a punto a los cuatro magistrados que nos quedan por designar definitivamente, que quiero sondearlos mañana por la mañana, no sea que nombremos a algún tipo conflictivo.

     De manera un tanto oficiosa, yo pregunté:

-          ¿Hay algo que pueda hacer antes del día 27, cuando comiencen los juicios?

-          Si acaso, apuntó el ministro, eche un vistazo a los expedientes de los individuos que van a ser acusados, pero no se implique en la selección, que es usted demasiado puntilloso con esas cosas. Que decidan los fiscales y, si tienen alguna duda, que consulten con el presidente de la sección.

     A los postres, Dayras preguntó:

-          Señor ministro, ¿se va a quedar a la constitución de la sección especial y a la toma de posesión de sus magistrados? No queda otro día practicable para ello que el 26.

-          De ninguna manera -contestó-. Mañana mismo, a mediodía, tomaré el tren a Vichy, para seguir luego viaje con el Mariscal a mis posesiones de Gascuña. Si no hay complicaciones mañana, usted vendrá también a Vichy, para reemplazarme en las tareas ministeriales en mi ausencia.

-          Supongo, Excelencia, que también le acompañará su hija Margot, apunté.

-          Por supuesto -respondió-. Me va a hacer mucha falta para organizar todo lo preciso, a fin de obsequiar a Pétain como se merece.

     Y concluyó bromeando…, hasta cierto punto:

-          De modo que lo dejo a usted al frente de la carnicería.

***

     A primera hora de la mañana del lunes, 25 de agosto de 1941, el despacho del ministro de Justicia bullía de actividad. Al ir a entrar en el antedespacho, me encontré con Margot, quien parecía contrariada:

-          Aquí me tienes -dijo- con el equipaje y todo, para poder salir hacia Agen en cuanto papá esté listo. Intento telefonear a nuestra casa de allá para ver cómo van los preparativos y no hay forma humana de comunicar.

-          El problema de siempre -opiné- cuando se quiere llamar de una zona a otra[139]. Díselo a tu padre: Seguro que a un ministro le hacen más caso… Por cierto, supongo que ya no nos veremos en una buena temporada.

     Margot sonrió con cierta amargura:

-          Ya sabes dónde encontrarme: a la vera de papá. Claro que, después de cómo está saliendo este disparate de las secciones especiales, no querrás saber nada de nadie que se apellide Barthélemy.

-          Creo que tú te apellidas Laurent-Atthalin desde hace un buen número de años, repliqué con alguna malicia.

-          Tienes razón -reconoció-. Espero que este apellido tampoco te haga olvidar nuestra vieja amistad, ahora felizmente renacida.

-          Puedes estar segura de ello -prometí-, como también de que mi respeto por tu padre permanece intacto, aunque no comparta su forma de llevar este asunto, del que estoy deseando salir cuanto antes.

     En el pasillo resonaron pasos y rumores de conversaciones próximas. Imaginé que se trataría de los magistrados de la sección especial que venían a presentarse al ministro. Rápidamente accedí al antedespacho. Margot resolvió acompañarme, para poner a su padre en antecedentes de las complicaciones domésticas.

Palacio de Justicia (París)

     La antesala estaba vacía, con la puerta de acceso al despacho ministerial abierta. Me asomé ostensiblemente, pero esperé a que Dayras acabase de despachar con Barthélemy. Precisamente, le estaba dando cuenta del encargo para seleccionar a los magistrados. Decía:

-          … No va a tener Su Excelencia la menor dificultad. Han sido elegidos cuatro antiguos combatientes de la guerra del 14, condecorados y uno de ellos, mutilado de una pierna. Otro es simpatizante de Acción Francesa[140].

-          Pero ¿les ha preguntado usted si están dispuestos a asumir el nombramiento?, gruñó el ministro, todavía escaldado de lo del día anterior.

-          La verdad, Excelencia, es que no. Con la ley en la mano, me parece que tendrán que aceptar, salvo que tengan alguna excusa válida…, lo que no creo, tratándose de personas tan de orden.

     En aquel momento, Margot me rebasó y se permitió interrumpir con el problema de la incomunicación con Agen. El profesor cogió inmediatamente el teléfono y, durante un par de minutos, se dio a todos los demonios, incapaz -por muy ministro que fuese- de que le dieran línea con su mansión de Gascuña. En pleno enfado, el ujier anunció que unos magistrados esperaban audiencia, acompañados del presidente primero del tribunal de apelación de París. Barthélemy bajó el tono de voz:

-          Recíbalos usted, Dayras -sugirió-. ¿Qué rayos voy a decirles yo a esos señores? No estoy de humor…

     El secretario general mostró entonces su mejor cara componedora:

-          Tiene que hablarles, señor ministro, y explicarles la situación… No se preocupe: Yo mismo insistiré hasta conseguir telefonear a su casa de Agen y que su hija pueda ordenar lo que sea necesario.

     Si Dayras había estado acertado, puede decirse que Barthélemy no le fue a la zaga. Mandó pasar a los magistrados, les hizo tomar asiento y, con su acento más convincente, se dirigió a cada uno de ellos, ponderando sus virtudes cívicas y militares. Repitió aquella matraca de que, en aquellos decisivos momentos, todos los servidores del Estado debían considerarse movilizados. Les advirtió que se tenían informes fidedignos de que los atentados contra los alemanes iban a menudear, por mano de los comunistas y sus compañeros de viaje. Aludió al peligro de que muchos y buenos rehenes franceses pudieran ser fusilados y, por último, hizo énfasis en que seguramente la pena de muerte sería lo único que pudiera intimidar a aquellos irresponsables que pretendían convertir las calles de Francia en un campo de batalla, con los civiles de por medio.

     Los así arengados no dijeron ni palabra. Volvieron a estrecharse las manos y el grupo de magistrados desfiló en sentido de la salida. Iban bastante cariacontecidos, salvo el presidente primero Villette, el único que se despidió cortésmente de Dayras, quien cambió con el presidente unas palabras para concretar el acto de instauración de la sección especial[141].

-          ¿Asistirá el señor ministro?, preguntó Villette.

-          Le será imposible, repuso Dayras. Tiene un despacho inaplazable en Vichy con el Mariscal.

-          ¿Y usted?, insistió el magistrado.

-          Tampoco, y bien que lo siento, pero no puedo dejar solo al ministro en este trance.

     Seguidamente, volví al despacho ministerial. Barthélemy me miró con gesto de alivio, y dijo:

-          Todo resuelto, amigo Hervé. Crucemos los dedos, por si acaso, y ahora iré a mostrar al Mariscal las bellezas de la tierra de mis antepasados… Ya sabe lo que espero de usted, con su habitual exactitud.

-          Descuide, profesor: Me pongo inmediatamente en marcha, tan pronto me despida de Margot.

-          No sé si la pillará ya. Ha logrado hablar con Agen y ha salido escopetada a comprar no sé qué para el servicio de mesa.   

     Y, entre tanto, los autores del asesinato de Alfred Moser permanecían inidentificados y en libertad, tan preocupados de la suerte de sus chivos expiatorios como lo estaban quienes estaban a punto de elegirlos.

 

 

8.      En que la justicia intenta abrirse paso infructuosamente

 

Proclama autoritaria de Pétain

 

Estuve dudando en asistir a la instauración de la sección especial, que tantos quebraderos de cabeza me había dado hasta entonces. Al final, aun hallándome en el palacio de Justicia, opté por no acudir: No quería hacerme el visible antes de tiempo, dado que, no conociéndome casi nadie y sin apenas público, podría resultar demasiado llamativo. Me limité, pues, a localizar la sala en que, al día siguiente, se celebrarían los juicios y, acto seguido, me encaminé a las dependencias de la fiscalía, donde iba a realizarse la selección de los acusados, según lo que en el ministerio me habían informado. Aunque me aproximé con cierta cautela, fui a dar de manos a boca con un trío de individuos, que en el pasillo parecían discutir animadamente. Uno de ellos era el ya conocido Guyenot; los otros dos resultaron ser sus ayudantes en los juicios del día siguiente, al haber sido nombrados para servir en la sección especial. Cortando la conversación al acercarme, el fiscal jefe se separó de los otros dos y vino hacia mí cortésmente, creyendo conocer lo que pretendía:

-          Seguro que viene a la instauración. Precisamente voy yo ahora también para allá…

-          No quiero hacer acto de presencia, por ahora -le rectifiqué-. Más bien venía a requerir su ayuda para informarme acerca de la identidad de los acusados de mañana.

-          ¡Ah, ya! Perdone, pero tengo el tiempo justo y tengo que revestirme. La ceremonia será muy breve y, en cuanto concluya, lo atenderé. Entretanto, voy a dejarlo en manos de mis colegas, que también han sido nombrados para la sección.

     Hizo de mí una brevísima presentación, como un enviado especial del ministerio y se ausentó, dejándome con aquellos otros dos fiscales, cuyos nombres me esforcé por retener: Maurice Tétaud y Lucien Gillet. Para rebajar tensión, les aclaré, con sorna:

-          No teman, que no vengo del ministerio a fiscalizar a los fiscales. Simplemente, soy un antiguo profesor de Derecho constitucional, discípulo de Barthélemy, a quien este, teniendo que ausentarse inexcusablemente de París, ha confiado la tarea de informarle como experto sobre los juicios de mañana.

     Tétaud, mucho más efusivo que su colega, pareció relajado con mi explicación:

-          Guyenot tardará un rato en regresar. ¿Hace un café?

-          Encantado -dije-, pero preferiría que fuese en la cafetería del palacio, por si acaso.

     Así fue, y resultó bastante más interesante de lo que hubiera imaginado. Nada más sentados a una mesa, Gillet, con cara de preocupación, sacó un tema bastante comprometido:

-          Cuando llegó usted, estábamos hablando sobre la sección especial y la necesidad de pedir pena de muerte para personas que no hayan sido los autores de los atentados. Desde luego, no es plato de gusto, pero los fiscales ya estamos acostumbrados a la sombra de la guillotina… Mas el hecho es que Tétaud tiene la teoría de que obedecer en este caso puede encerrar para nosotros un grave peligro.

     Tétaud pareció molesto por la confidencia de su compañero. No obstante, decidió seguirle la corriente, despojándola en lo posible de connotaciones personales:

-          Simplemente planteaba la posibilidad, por pequeña que sea, de que los alemanes acaben perdiendo la guerra y pasen a gobernar en Francia los amigos de quienes ahora acusamos con tan poco fundamento. Vamos, lo que siempre se ha dicho, aunque casi siempre sin acierto: que los jueces acaben siendo juzgados cuando cambien las tornas.

     No sabía qué contestar. Me dio por matizar responsabilidades:

-          Señores, yo no sé mucho de esto, pero creo que una cosa es la responsabilidad de los jueces, que son independientes y deciden, y otra la de los fiscales, que deben obediencia a sus superiores y se limitan a pedir una pena, aunque sea ella la de muerte.

     Tétaud apuró su café y, mientras pagaba las consumiciones, hizo una advertencia que yo recordaría al día siguiente:

-          Lo que ya sería el colmo es que nos tocase acusar a un tipo influyente…, como un periodista de L’Humanité[142], por ejemplo. Creo que, en ese caso, amigos, o se hace cargo del juicio Guyenot, o yo no pido pena de muerte ni de broma.

***

     Minutos después, Guyenot, ya de vuelta de la instauración, me introdujo en dependencias archivísticas de la fiscalía, donde las cosas andaban un poco revueltas a causa de la sección especial. Al verlo entrar, un caballero que estaba sentado ante una mesa de despacho repleta de expedientes, comentó:

-          No tenga tanta prisa, Guyenot, que aún no he acabado la selección.

-          Solo venía por si necesitaba ayuda -se justificó Guyenot- y, de paso, a informar de las gestiones a este señor, que es un representante del ministerio.

     Me presentó al individuo que se las había con la selección. Se trataba de uno de los fiscales del tribunal de casación, apellidado Dupuich[143], quien se quedó un poco cortado con mi presencia, no sabiendo hasta qué punto llevar las explicaciones. Guyenot se lo aclaró, diciéndole:

-          Bastará con que no hagas un breve resumen de su elección.

     Yo puse la mayor atención, aunque sin atreverme a tomar nota por escrito. Dupuich precisó:

-          Bien, ya saben ustedes que, con arreglo a la ley de hace unos días, esta solo puede ser aplicada a las actividades de tipo comunista y anarquista: Vamos, para ser francos, a muchos comunistas y a algún anarquista que, por casualidad, haya sido detenido. Pero he recibido la indicación de la Superioridad, en el sentido de que algunos de los acusados tendrán que ser judíos.

    Aunque ya había escuchado algo parecido a Barthélemy, me pareció interesante comprobar cómo se iba a dar a la ley un sesgo antisemita, sin recogerlo su texto en parte alguna.

-          Sencillo, contestó Dupuich. Buscamos comunistas que sean también judíos o, al menos, lo parezcan por sus apellidos. No me ha resultado difícil.

-          Dios los cría y ellos se juntan, comentó Guyenot despectivamente.

-          El mayor problema -prosiguió Dupuich, sin prestar atención al inciso- ha sido el de encontrar individuos de cierta importancia para acusarlos, ya que los alemanes no se van a conformar con gentecilla de tres al cuarto.

-          En efecto -intervine-, no le va a ser fácil: Los gerifaltes comunistas se esconden muy bien cuando sus bases se manifiestan o tiran de pistola a sus órdenes.

-          No he tenido más remedio -prosiguió Dupuich- que usar un criterio objetivo: Seleccionar solo a quienes hayan sido acusados o condenados previamente a no menos de tres años de prisión[144].

     Habíamos llegado al núcleo de la cuestión: el de que fueran a ser nuevamente juzgados quienes ya tenían condena por los mismos hechos. Así se lo hice ver a mi informador. Este, por un momento, pareció sentirse abochornado, pero no dejó de admitirlo:

-          Para escoger a quienes no se les va a pedir pena de muerte, he intentado moverme entre quienes están todavía en espera de juicio; pero para los de pena capital, no he tenido otro modo de seleccionar a los peores que el de guiarme por la pena ya impuesta, siquiera algunos estén todavía pendientes de apelación.

     Guyenot, aburrido de sutilezas, terció:

-          Bueno, bueno, vamos a lo que interesa. ¿Quiénes y cuántos son los que llevan camino de la guillotina?

     Dupuich cogió un grupo de expedientes y respondió:

-          Aquí están, a reserva de que dé el visto bueno Cavarroc. Son seis, como me han indicado, y he subrayado sus nombres con lápiz rojo. Hay cuatro comunistas y dos judíos o, mejor dicho, cuatro comunistas, un judío y un comunista judío.

-          En cuanto los confirme Cavarroc -indicó Guyenot-, den las órdenes oportunas para que los reúnan a todos en La Santé[145] y que se cursen al colegio de abogados los pertinentes requerimientos para que se les nombre abogado de oficio.

-          ¿Qué me dice -volví a intervenir- de los acusados seleccionados para que no se les imponga pena de muerte?

-          También son seis -repuso Dupuich-: tres comunistas y tres judíos.

-          Y también corren el riesgo de que se les apliquen condenas superiores a las que ya tienen -sugerí-.

-          El tribunal decidirá -me contestó-, pero supongo que será como usted dice.

     Guyenot miró el reloj y decidió dar por conclusa la entrevista:

-          Bien, es suficiente… Estimado colega, lleve cuanto antes los expedientes a Cavarroc y, luego, que me los hagan llegar inmediatamente. Mucho o poco, algo habrá que estudiarlos, pues uno nunca sabe…

     No concluyó la frase pero, dadas las circunstancias, su preocupación me pareció totalmente fuera de lugar.

***

     Llegó al fin el miércoles, 27 de agosto de 1941 y, con él, los primeros juicios de la sección especial de París, cuyo resultado se juzgaba decisivo para evitar que los alemanes se ensañaran con los rehenes, cualquier que fuese su número y calidad. Las vistas estaban señaladas a partir de las nueve de la mañana, pero yo decidí llegar mucho antes, por si se producía alguna incidencia digna de anotarse. Por cierto, en el bolsillo de la americana guardaba una pequeña libreta y un par de lápices, a fin de tomar notas puntuales para el Ministro.

     Di en el clavo con mi anticipación, pues resultó que a las ocho de la mañana el decano del colegio parisino de abogados había citado como a una veintena de estos, preseleccionados parea defender de oficio a la docena de acusados, que ya esperaban en los calabozos del palacio de Justicia el llamamiento para sus juicios. Como es natural, no me atreví a entrar en el despacho donde los letrados estaban reunidos, pero sí que pegué la hebra con un ujier, quien me puso en situación:

-          Como las citaciones para el juicio han sido de un día para otro, creo que ninguno de los acusados va a disponer de abogado de su elección; así que van a ser todos de oficio, asimismo convocados de urgencia, ayer por la tarde. Están que echan chispas, por lo que su decano ha venido para calmarlos y que cumplan con su obligación.

     Del interior del despacho, aún con la puerta cerrada, salían rumores de discusiones y algún grito que otro. El ujier, con el atrevimiento que da la experiencia, abrió una rendija y pegó el oído, para enterarse de lo que se cocía dentro. A los pocos momentos, se separó de la puerta para susurrarme gentilmente:

-          El decano les está pidiendo que defiendan a los acusados, que algo podrán conseguir en su favor, pero hay algunos que le han echado en cara que el colegio haya consentido semejante afrenta… Debe de ser porque no les gusta la ley…

     Volvió nuevamente a escuchar y a poco regresó sonriendo con guasa:

-          ¡Que no es listo ni nada el señor decano! Les ha dicho que, como ha convocado a un par de abogados por cada acusado, que se retiren los que tengan la conciencia más estricta y dejen el campo libre a los más sacrificados por sus defendidos… Les ha dado media hora para decidir.

-          Pues lo mismo le sale el tiro por la culata -objeté- y se le echan para atrás todos los presentes.

-          ¡Quia, no señor! Me replicó el ujier. Seguro que la mayoría pica para no quedar como cobardes o malos compañeros… Le apuesto un café.

-          ¡Hecho!, acepté.

     Mi confidente ganó la apuesta: Hubo abogados de sobra para defender a los doce acusados, aunque, al salir de la reunión, todos iban echando venablos contra le ley y la manera sumarísima de aplicarla.

-          Le debo un café, amigo -dije a mi mentor-. Vamos a tomarlo antes de que empiece el primer juicio… Lo mismo se llena la sala.

-          No creo, me respondió. De todos modos, no se preocupe, que yo le pondría una silla, llegado el caso.

-          Eso merece, además, un cruasán, ofrecí al subalterno… Por cierto, no nos hemos presentado. Yo soy el abogado Desfarges, de Lyon, y estoy en París en misión oficial.

     Aquella expresión supongo que le impresionaría. En todo caso, me contestó:

-          Pues yo soy Bernard Mouton, uno de los ujieres más veteranos del tribunal de apelación, para lo que guste usted mandar.

     Aunque nos dimos prisa en acabar la consumición, cuando regresamos hasta la puerta de la sala de audiencias, esta ya había sido abierta y un buen grupo de personas estaban ya sentadas dentro, o formando cola para acceder. Mouton me abrió paso y pretendió colocarme en primera fila del público, levantando a alguno de sus ocupantes. Le hice ver que estaría más cómodo en las últimas filas, donde todavía quedaba sitio. Un poco cohibido, fui mirando a mis próximos y contemplando la elegante decoración de la sala, que yo desconocía, al no haber actuado en París sino ante el tribunal de casación. Dos minutos después de las nueve entraron los magistrados, el fiscal y los funcionarios de secretaría y de orden, y el presidente se dispuso a llamar al primer acusado, pero el acusador -que era el jefe, Guyenot- pidió la venia y solicitó:

-          … Por la índole de los asuntos y teniendo en cuenta razones de orden público, intereso la celebración de los juicios a puerta cerrada.

     Así se acordó por el tribunal y el presidente ordenó desalojar la sala. Sin saber bien qué partido tomar, me hice el remolón, hasta que la sala quedó prácticamente vacía. No obstante, un par de señores, sentados uno al lado del otro en una de las últimas filas, ni hicieron ademán de levantarse. Supuse que se trataría de policías de relevancia, o de informantes del ministro Pucheu -como yo lo era de Barthélemy-. En consecuencia, seguí su ejemplo y me mantuve inmóvil e impertérrito cuando el abogado defensor hizo al tribunal un gesto de advertencia, como pidiendo que se completara el vaciamiento de la sala, pero el presidente Benon no le hizo caso, ni el letrado insistió. De modo que, con tranquilidad, saqué libreta y lápiz y me dispuse a tomar nota de cuanto de interesante aconteciera.

***

     No creo necesario que les dé a ustedes todos los detalles que ofrecí al ministro en mi informe, máxime cuando el punto más sobresaliente de aquellos juicios -la deliberación y votación de las sentencias- yo no lo conocí entonces, sino cuando, liberados del deber de guardar secreto sobre ello, los magistrados lo explicaron en su juicio de depuración[146], años después. Me limitaré, pues, a realizar un breve resumen, tratando con algún detalle las incidencias más notables.

     El primero de los juicios tuvo como acusado a un tal León Redondeau, de quien se destacó, más que sus escarceos con la propaganda comunista, el hecho de que hubiese insultado con insolencia a los dos gendarmes que lo detuvieron. Parecía evidente que no sería ese uno de los casos predestinados a la pena capital, y así fue, en efecto. El fiscal Guyenot solicitó una pena de diez años de trabajos forzados que, tras retirarse a deliberar, el tribunal redujo a siete. Aquella sentencia draconiana y la pusilanimidad del defensor, que se acogió a la benevolencia del tribunal, marcarían la pauta para la mayoría de los juicios que seguirían, como si todos estuviéramos persuadidos de que la ley era cómo era y nada podía hacerse para torcerla.

Panorámica actual de la cárcel parisina de La Santé

     El segundo fue contra Octave Lamand, un carpintero que distribuía octavillas y consignas comunistas entre los compañeros de su taller. La condena pedida por Guyenot fue la de quince años de trabajos forzados, que el tribunal concedió.

     El tercer juicio tuvo como acusado a un judío polaco, naturalizado francés, llamado Bernard Friedman, sombrerero de profesión. La acusación versaba sobre difusión de octavillas comunistas y falsificación de unos vales de racionamiento, y fue sostenida por el fiscal ayudante Tétaud, de cuyos temores de futuro, caso de perder la guerra los alemanes, ya he tratado anteriormente. En uno de los golpes teatrales más notables de aquella mañana, el bueno del fiscal -por miedo o por decencia- pidió que se aplicase el decreto-ley de septiembre de 1939, entendiendo justamente que la ley de agosto de 1941 tenía efectos retroactivos inconstitucionales, y solicitó en consecuencia un año de prisión para el acusado, con lo que se conformó de mil amores el defensor. Pero, haciendo uso de una prerrogativa que pocas veces se emplea, el tribunal condenó a más de lo pedido por el fiscal: nada menos que diez años de trabajos forzados. El presidente de la sala, ostensiblemente enfadado con Tétaud, pasó noticia de lo sucedido al fiscal jefe, Guyenot, quien inmediatamente hizo desaparecer de la sesión a su díscolo colega, apodado desde entonces el refractario por quienes han estudiado o narrado estos acontecimientos.

     Por consiguiente, los tres primeros juicios habían pasado sin peticiones ni condenas de muerte. Habida cuenta de que estaba previsto que los casos fueran, al cincuenta por ciento, de pena capital y de pena privativa de libertad, no tardaría en comparecer alguien predestinado a la guillotina. Así fue, en efecto.

***

     El cuarto de los juicios tenía como acusado a un tal Chebruski[147], de 54 años de edad, un judío polaco que, buscando mejores oportunidades, había abandonado su país para trabajar en las minas de carbón de Bélgica. Seguidamente, aprovechando que una hermana suya vivía en París, había pasado clandestinamente a Francia, donde ejerció varios trabajos, hasta ser condenado y expulsado como inmigrante ilegal. Volvió a intentarlo y, esta vez, obtuvo una documentación a nombre de Adolphe Piwolski, gracias a la cual se instaló en Francia, se casó, montó una pequeña fábrica de gorras y sacó adelante a dos hijos. Sospechoso de connivencia con el comunismo internacional, fue detenido en este mismo 1941, cuando llevaba quince años de anonimato. Fue entonces cuando, en el registro de su casa, se encontró una significativa cantidad de dinero y algunos papeles y un sello que indicaban su vinculación al FTP-MOI[148], organización judeo-comunista, que armonizaba su ideología bolchevique con la solidaridad hacia los judíos pobres y perseguidos. Por tales hechos ya había sido condenado el 9 de julio de 1941 en el tribunal del Sena a la pena de cinco años de prisión, que había apelado. Ya de por sí este dato ponía el dedo de la justicia en la llaga del bis in ídem, es decir, juzgar dos veces a una persona por los mismos hechos.

     El fiscal era Guyenot, pero yo me fijé especialmente en el abogado defensor[149], un joven ardiente, buen orador y que se había empapado del caso a conciencia. Para empezar, puso en vergüenza al presidente del tribunal, por permitir que hubiese varias personas -entre ellas, yo- presenciando el juicio, cuando se había acordado puerta cerrada. También evidenció la ignorancia por el presidente Benon de las normas cambiantes que habían afectado a Polonia oriental -de donde procedía su defendido- entre 1914 y 1940. Pero, pese a su aparente ingenuidad, fue el acusado quien se fue convirtiendo en protagonista de su propia tragedia, al relatar con tono ligero su odisea para quedarse en Francia, trabajando sin papeles por un sueldo mísero; sobornando a los funcionarios para obtener una documentación bajo nombre falso; o recaudando fondos para otros judíos, no por motivos políticos, sino por pura solidaridad. También abochornó al magistrado Cottin[150], que se hacía el desentendido, siendo así que había sido uno de los que ya lo habían condenado a cinco años de cárcel por los mismos hechos, mes y medio antes. Claro que nada de eso le valió, a la hora de que el fiscal pidiera para él la pena de muerte, que el tribunal concedió, previa corta deliberación[151]. 

     Mientras los magistrados deliberaban, el defensor se acercó hasta mí -que permanecía dentro de la sala- y me preguntó:

-          ¿No se acuerda de mí, profesor? Soy Roger Lafarge y asistí hace más de diez años a algunas de sus clases en la Facultad.

-          Lo lamento, Lafarge -respondí sinceramente-. No lo había reconocido. En todo caso, mis felicitaciones por su defensa, suceda lo que sucediere.

     Lafarge sonrió con amargura:

-          La condena a pena capital es irremediable, pero confío en la obtención de un indulto. De hecho, voy a presentar la solicitud inmediatamente y a viajar hasta Vichy para sostenerla personalmente ante el Mariscal… Tengo algunas agarraderas.

-          Mejor así -opiné-, porque su tarea no va a ser nada fácil, por más justa que sea la causa.

-          Por cierto -pregunta inevitable-, ¿cómo es que ha logrado usted colarse aquí, siendo el juicio a puerta cerrada?

     Había visto venir la pregunta y tenía preparada una respuesta poco comprometedora:

-          Soy abogado en Lyon y trabajo bastante en lo criminal. He venido a documentarme, logrando previamente un pase oficial de la cancillería.

-          Ya veo -me replicó Lafarge- que no soy el único aquí con agarraderas.

     En ese momento dieron la voz de que reaparecía el tribunal para comunicar su sentencia y nos despedimos apresuradamente con un apretón de manos.

***

     El reseñado cuarto juicio fue el último antes de que el tribunal acordase el receso para almorzar. Yo decidí hacerlo al aire libre, en una cervecería de la place Dauphine y, aunque pueda parecerles una casualidad excesiva, a una mesa junto a la mía vinieron a tomar asiento y comer una pareja de señores que, por su modesta apariencia y severo traje oscuro, tenían toda la pinta de ser curiales. Mi buen oído me permitió captar disimuladamente que hablaban sobre los trámites de las hipotéticas ejecuciones del día siguiente. Descaradamente, me dirigí a ellos con estas palabras:

-          Perdonen que los importune, caballeros, pero he estado presenciando los juicios y me parece que eso de la guillotina son fuegos de artificio. Ya verán cómo al final los indultan a todos y asistimos a una broma más a la justicia.

-          ¡Que se cree usted eso! -saltó el más joven-. Si así fuera, no nos habrían puesto en estado de alerta.

     Su compañero y, seguramente, superior lo miró con rictus de reproche, por haberse ido de la lengua; pero yo ya los tenía cogidos por el cuello:

-          No teman ser indiscretos, caballeros. Si estoy aquí no es por mi gusto, sino por encargo de la cancillería.

     Y, sacando del bolsillo mi credencial, se la entregué al sujeto de más edad. Este la leyó cuidadosamente y, al ver al pie las firmas del secretario general y del ministro, tragó saliva, me la devolvió y se disculpó:

-          Perdone usted. Yo no sabía que… En fin, que estamos a su disposición para lo que necesite.

     El otro empezó a carcajearse del ofrecimiento de su colega, quien, sonriendo, aclaró:

-          Disculpe usted a mi compañero. Es que, como somos verdugos, quizá no haya sido muy oportuno mi ofrecimiento.

     Yo también reí de buena gana, al tiempo que me levantaba de mi mesa y, con la jarra de cerveza y el plato de caracoles a la borgoñona en las manos, pasé a sentarme en la de los dos ejecutores. Así podremos charlar un poco mientras comemos, que no hay cosa más aburrida que almorzar solo, expliqué.

     De aquella conversación obtuve la confirmación de que el secretario general, Dayras, los había avisado para que preparasen en la cárcel de La Santé la herramienta para seis clientes, que serían ajusticiados al día siguiente, 28 de agosto. El verdugo jefe, Desfourneaux, había llamado en consecuencia a todos sus ayudantes para que estuviesen disponibles, y se había citado con el allí presente, Charroux, para confirmar la imposición de las seis penas capitales.

-          Tan pronto acabemos de comer -aseguró Desfourneaux-, nos constituiremos en el Palacio, a la puerta de la fiscalía del Supremo y allí esperaremos órdenes. Como usted, sin duda, sabrá es el señor Cavarroc quien tendrá que concretar los detalles y darnos las órdenes escritas pertinentes.

-          Pues, nada, señores -indiqué-. Comamos y bebamos mientras haya tiempo. ¡Ah!, permítanme que los invité al café y el digestivo.

-          Muy amable, agradeció Desfourneaux. Y, si usted quiere y se pasa por La Santé mañana antes de las ocho, facilitaremos su entrada en la sala de ejecuciones.

-          Agradecido. Bastará con que me quede en algún lugar aledaño. No estoy acostumbrado a estos festejos.

-          Es como todo -opinó Charroux-: profesionalidad y cuanta más experiencia, mejor.

 

 

9.      En que la justicia se abre paso al fin, aunque de manera incompleta

 

     La sesión de la tarde se abrió, ¡por fin!, con un verdadero dirigente comunista, modesto, sí, pero decidido y enérgico. Se trataba de un tal André Brechet[152], que tenía un amplia ejecutoria como jefe de sector del distrito XVII de París; secretario del diputado Prosper Môquet[153]; entusiasta difusor de L’Humanité, y uno de los reorganizadores del partido comunista en París tras la ocupación alemana en 1940. Con semejante historial, me parecía evidente que habría de ser uno de los seleccionados para la guillotina.

     Como Chebruski antes que él, Brechet alegó que ya había sido condenado antes por los mismos hechos, a 18 meses de prisión, y que uno de los miembros del primer tribunal era el magistrado de negro, que ahora formaba parte de la sección especial, quien podría atestiguar la verdad de lo que alegaba. Así mismo, adujo haber sido maltratado por la policía durante los interrogatorios en que, supuestamente, había reconocido todos los hechos por los que ahora se le juzgaba por segunda vez.

     Su declaración fue tan firme y completa, que el defensor no sintió necesidad de pronunciar un extenso alegato. Terminado este, Guyenot pidió para el acusado la pena de muerte. El tribunal se retiró a deliberar y, como era de esperar, dictó sentencia de conformidad con el fiscal, es decir, a ser decapitado. El acusado, al oírlo, inclinó la cabeza y pareció musitar unas palabras de incredulidad.

     Más tarde, se sabría que esta condena a muerte tuvo dos votos en contra, es decir, se acordó por tres contra dos[154]. Me llamó mucho la atención porque, en mi opinión, los hechos tenían bastante más gravedad que los imputados a Chebruski que, no obstante, fue condenado a muerte por cuatro votos contra uno.

     El segundo juicio de la tarde tenía como acusado a un individuo llamado Émile Bastard[155], que en cierto modo era todo lo contrario que Brechet. Toda su relación con el comunismo era la difusión de octavillas y consignas y, tal vez, el tiraje a ciclostil de algunas de aquellas. Esto había sucedido cuando Bastard sentó la cabeza pues, anteriormente, había sido condenado en ocho ocasiones por delitos comunes, desde el robo con fuerza al proxenetismo, pasándose media vida en la cárcel. Gracias a su declaración sincera, y hasta jocosa, se había hecho un lugar privilegiado en el imaginario de la sala la mujer de su vida, una tal Pauline, por la que una y otra vez había el acusado infringido la sanción de destierro, regresando a París para estar con ella. Por lo demás, Bastard era uno más en la serie de acusados que ya habían sido condenados por los mismos hechos -en este caso, a dos años de prisión, por sentencia de cinco meses antes-. Por cierto, a raíz de dicha condena, Émile y Pauline habían decidido contraer matrimonio, lo que se realizó en la propia cárcel de La Santé, con un menú de embutido y pasteles como banquete nupcial.

     El abogado defensor se esforzó por destacar los aspectos más humanos y sencillos de su defendido, así como la incorrección de aplicar una ley que, a la vez, tenía carácter retroactivo y parecía duplicar condenas anteriores. Por primera vez en todos los juicios, el presidente Benon se dignó emitir una opinión jurídica -aunque muy discutible-, al decir que, si el acusado no hubiera apelado la anterior condena, podría haber evitado la segunda, ya que la apelación había impedido que la primera decisión fuera firme e inatacable. Por cierto, el defensor destacaría más tarde como escritor de fama[156], aseverando que aquel juicio de agosto de 1941 le había marcado para siempre.

     El fiscal Guyenot pidió para Bastard la pena de muerte. Pese a ello, yo no creía que pudiese lograrla, dada la insignificante personalidad política del acusado; pero se ve que pudo más en el tribunal su historial delictivo -aunque, como dijera el defensor- las infracciones anteriores tenían diez o más años de antigüedad. El hecho es que la sentencia decretó la pena de muerte y, según después se supo, con cuatro votos a favor[157].

***

     Avanzaba la tarde y aún estaba la tarea de la sala a medio hacer: seis juicios celebrados y seis por desarrollar. Ya me veía yo cenando en el palacio, y quién sabe si las ejecuciones del día siguiente incompletas, para enfado de los alemanes. El caso es que el séptimo acusado resultó ser el famoso periodista de extrema izquierda, Lucien Sampaix, secretario general del diario comunista L’Humanité hasta su clausura gubernamental, momento a partir del cual procuró su salida en forma de octavillas clandestinas[158].  Curiosamente, el fiscal jefe Guyenot escurrió el bulto de este caso señero, cediendo el puesto a su colega y ayudante, Lucien Gillet. ¡Entre Lucianos andaba el juego!

     Considerándose sin duda sentenciado ya a muerte, Sampaix se comportó en el juicio como un tribuno, más que como simple acusado: Echó en cara al tribunal el ser la boca por la que hablaba un gobierno títere, entregado a los alemanes; advirtió a los magistrados que un día serían ellos los juzgados, y, cuando su defensor se disponía a informar en su favor, le ordenó despectivamente:

-          No malgaste su saliva, letrado, que ya estoy juzgado y condenado. Deje que estos señores actúen solo con arreglo a su conciencia.

     El presidente Benon, quien a duras penas había logrado controlar el aluvión de palabras del acusado, estaba que echaba chispas. El fiscal Gillet -como era lógico- solicitó la pena de muerte. El tribunal se retiró para deliberar, mientras Sampaix, con un rictus de orgullo, paseaba su mirada por la sala y cuchicheaba con el defensor. El tiempo corría y los magistrados tardaban en volver bastante más que en los casos anteriores. Al fin, regresaron y, airadamente, el presidente proclamó una condena que nadie esperaba:

-          Lucien Sampaix, … el tribunal lo condena a trabajos forzados a perpetuidad.

     Seguidamente, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, añadió:

-          Se suspende la sesión hasta un nuevo señalamiento.

     Y, sin esperar a sus compañeros, Benon se levantó ruidosamente y, con los faldones rojos de su toga al viento, salió de la sala, para exponer y aclarar su resolución a quien correspondiera.

     Sampaix estrechó efusivamente la mano que le tendía su abogado y se dejó llevar fuera de la sala por los gendarmes, que no sabían si sumarse al alborozo, dado que, como me pareció escuchar al acusado:

-          En estas circunstancias, una pena de trabajos forzados a perpetuidad no significa nada.

     ¡Pobre Sampaix! ¡Poco imaginaba en aquellos momentos de júbilo que su estancia en prisión sería corta, pero por muy otros motivos que los que él anhelaba!

     Años más tarde, se sabría que la pena de muerte había sido rechazada en este caso por tres votos contra dos[159]. Probablemente la suspensión de los juicios de aquella tarde se debería al temor del presidente de que la derrota de su tesis se repitiera tantas veces, cuantas el fiscal fuese a solicitar pena capital. Incluso corrió por los pasillos el rumor de que el magistrado benévolo, Linais, había amenazado con marcharse a su casa, si seguían proponiéndose penas de muerte para hechos tan nimios de índole política. ¿Quién sabe? Yo no, desde luego. De modo que, no teniendo ya nada que hacer allí, me fui derechito a la pensión, para pasar a limpio las notas tomadas de las vistas de aquel día y retirarme a descansar lo antes posible, ya que, a la mañana siguiente, tendría que estar hacia las siete y media en la cárcel de La Santé, habida cuenta de que los indultos solicitados para los tres condenados a muerte me aseguraron telefónicamente desde el ministerio de Justicia que habían sido rechazados o, cuando menos, dejados sin contestar favorablemente[160]. Era lo lógico y casi me alegré de que el abogado Lafarge no hubiese conseguido su propósito, pese a las agarraderas de las que presumía. Recuerdo que pensé:

-          O los tres, o ninguno. No parece justo paliar una injusticia con otra.

***

Guillotina y dos verdugos (quizá Desfourneaux y Charroux)

     Me parece de mal gusto detallar mi estancia en La Santé y lo que me consta de los últimos momentos de los tres ejecutados, Brechet, Bastard y Chebruski, que fueron guillotinados por este mismo orden. Solo recogeré algunas anécdotas que pueden resultar curiosas, para concluir este extenso relato. Sea la primera de ellas que, por vengativa decisión del presidente Benon, fue el magistrado Linais quien, en representación de la sección especial, hubo de presenciar las ejecuciones, siendo así que él no había votado ninguna de ellas, cosa que -por supuesto- ignorábamos todos.

     El verdugo Charroux fue quien me explicó el contenido de unos gritos que había escuchado yo desde donde me encontraba. Dijo así:

-          Fue el tal Brechet. Parecía que le faltase tiempo para poner fin a su vida. Estuvo a punto de soltarse de nosotros, pero no para escapar, sino para arrojarse sobre la guillotina y meter su cabeza bajo la cuchilla. El grito que usted oyó lo dio él, exclamando: ¡Viva el partido comunista francés! Así es la vida: el Partido ordena que maten a ese oficial alemán y esconde a los autores del crimen, y ese desgraciado muere vitoreándolo.

-          ¿No hubo ninguna última frase, por parte de los otros dos reos?, inquirí.

     El verdugo jefe, Desfourneaux, se sonrió y repuso:

-          El bueno de Bastard tenía tal lío en la cabeza, que le preguntó a su abogado que quién lo mataba, si los alemanes o los franceses. El letrado le contestó que los franceses y el pobre hombre soltó un hondo suspiro de decepción. Habría muerto más contento si lo hubiesen liquidado los boches.

-          Bueno -le corregí-, en el fondo así ha sido, pero no me pregunten ustedes por qué digo eso, pues no se lo voy a explicar.

-          No, si ya veo por dónde va usted, replicó Charroux. Y crea que me da bastante rabia.

-          ¿Y el polaco? -insistí-. ¿No dijo nada antes de morir?

-          Me parece que no -repuso Desfourneaux-. Estaba tan acongojado por su familia[161], que no podía articular palabra.

-          Está bien, señores, concluí. Gracias por su amabilidad y acepten, por favor, este obsequio para que tomen algo a mi salud…, y por el alma de esos tres inocentes.

     Les entregué un billete de mil francos y salí de La Santé prometiéndome no volver a ella nunca más…, si no era a la fuerza.

 

 

10.  Algunas notas adicionales, por el editor de este relato

 

     El escrito con la historia narrada por Hervé Desfarges ha concluido. Con todo, he creído oportuno ofrecer algunos detalles adicionales de tipo histórico para aquellos lectores que quieran completar datos, o incardinar lo contado en un contexto más amplio. Ello es posible porque el paso de los años va haciendo aflorar nuevas fuentes de conocimiento y poniendo la palabra fin en procesos otrora inconclusos. Comoquiera que en el capítulo 1 tienen ya referencias de lo sucedido a Barthélemy y a Desfarges, indicaré ahora lo que aconteció a Sampaix, así como a los otros cinco acusados que no fueron juzgados por la sección especial el 27 de agosto de 1941. Seguidamente, aludiré a las sanciones que recibieron los magistrados que formaron aquel tribunal de París, cuando se produjo la depuración al final de la guerra mundial.

     Empezando por Lucien Sampaix: Para cumplir la pena impuesta, fue trasladado de la prisión de París a la de Beaulieu, en la localidad normanda de Caen. De dicha central penitenciaria fue sacado por los alemanes para formar parte de un grupo de catorce rehenes, que fueron fusilados en represalia por un atentado, el día 15 de diciembre de 1941.

     Los tres acusados que iban a ser juzgados el 27 de agosto de 1941 para imponerles penas distintas de la de muerte, fueron condenados días después por la misma sección especial de París, a penas entre dos y quince años de trabajos forzados[162].

     Los dos acusados que estaban predestinados para ser condenados a muerte -Adolphe Guyot y Jacques Woog-, pero que no fueron juzgados por la sección especial, al suspenderse la sesión -como hemos visto en el capítulo anterior-, pasaron a depender de la jurisdicción de un nuevo tribunal, creado días después, al surgir la desconfianza del gobierno hacia la sección especial de Paris. Dicho tribunal recibió el nombre de Tribunal de Estado[163]. En una de sus primeras sesiones de juicios, celebrada los días 20 y 21 de septiembre de 1941, el Tribunal de Estado condenó a la guillotina a Guyot y Woog, que fueron ajusticiados seguidamente. De esta forma, se cumplió a fin de cuentas lo que el presidente Benon, Barthélemy y Pucheu, entre otros, habían deseado el mes anterior: seis penas de muerte. Simultáneamente fue juzgado y ejecutado otro acusado, Jean Catelas, para cumplir el cupo de tres guillotinados, con el que la sección especial de París no había cumplido.

     Con todo, los alemanes tenían demasiada seriedad y prisa, como para esperar a que otro tribunal cumpliera con el compromiso de las seis condenas a muerte. Así que, descontando las tres ejecuciones ya consumadas, procedieron a fusilar a tres detenidos de ideología gaullista, que estaban considerados informadores o espías de una red llamada Nemrod. Los fusilamientos de Honoré d’Estienne-D’Orves, Maurice Barlier y Jean Doornick se llevaron a cabo en Mont-Valérien, junto a París, el 29 de agosto de 1941.

     Pasemos ahora al enjuiciamiento después de la guerra mundial de los magistrados de la sección especial de París, cuyo destino de futuros acusados ya les había sido vaticinado por Lucien Sampaix, como hemos visto.

     El presidente Benon ejerció su cargo en la sección especial de París hasta septiembre de 1942. En 1945, junto con sus compañeros y fiscales de dicha sección, fue acusado ante el Alto Tribunal de Justicia (Haute Cour de Justice) por su desempeño profesional en la susodicha sección. Fue condenado a la pena de trabajos forzados a perpetuidad, es decir, la más severa de las aplicables, tras la de muerte.

     El magistrado Larricq había pasado a ser presidente de la sección especial parisina entre septiembre de 1942 y octubre de 1943. Poco después, se había retirado de la profesión en el año 1944, por edad. Fue condenado a dos años de prisión y 2.000 francos de multa.

     El magistrado Cottin fue también condenado a dos años de prisión y una multa de mil francos.

     El magistrado Baffos dimitió de su puesto en la sección en septiembre de 1941, advirtiendo que, si no se le aceptaba la renuncia, abandonaría la carrera judicial. Seguramente fue eso lo que le salvó de una condena de prisión, no el brillante alegato de su abogado defensor, Maurice Garçon, que ha quedado como obra maestra de elocuencia forense en libros y artículos de Francia[164].

     El magistrado Linais eludió las penas privativas de libertad por su decidida oposición a que se impusiera ninguna pena de muerte.

     El fiscal jefe Guyenot fue condenado a diez años de prisión.

     Su colega acomodaticio, Gillet[165], no fue condenado a pena privativa de libertad.

     El fiscal refractario, Tétaud, ni siquiera fue llevado a juicio.

     A las penas antes indicadas, hay que añadir determinadas sanciones privativas de derechos, ya se conceptúen como penas, ya como repercusiones administrativas. Es el caso del retiro forzoso -con o sin derecho a pensión-, la inhabilitación para honores y uso de condecoraciones, la suspensión del ejercicio profesional por tiempo determinado, etc.  Y así, Cottin y Baffos fueron sancionados con el retiro no pensionado; Larricq, con la suspensión por tres años; y Linais, amenazado asimismo por la suspensión, no sufrió la misma al tenerse en cuenta su persistente hostilidad a la pena de muerte.

     Todas las penas impuestas a los magistrados y fiscales de la sección especial quedaron pronto sin efecto, como consecuencia de que, instaurada en Francia la IV República, se decidió pasar página a la tortuosa historia reciente del país, que estuvo a punto de desembocar en una verdadera guerra civil. La benevolencia y, según algunos, el injusto olvido, cristalizaron en las sucesivas leyes de amnistía de 16 de agosto de 1947, 5 de enero de 1951 y 6 de agosto de 1953, que fueron dejando sin efecto delitos y penas de índole política en forma paulatina, comenzando por las más leves y reduciendo o, finalmente, condonando las más graves. Mas debemos considerar que esa ineficacia relativa de las sanciones no fue un privilegio para la magistratura, sino un beneficio para todos los franceses implicados. Si acaso, podría haberse tenido una mayor sensibilidad para con las víctimas de excesos judiciales, prohibiendo a sus autores el regreso a una profesión tan honorable o, cuando menos, impidiendo su ascenso a los más altos tribunales.

     De todas formas, se ha sostenido por personas libres de toda sospecha de favoritismo hacia los jueces que la benevolencia para con estos también se la ganaron ellos mismos, enmendando su rigor y dureza iniciales, para asumir formas más prudentes de administrar justicia, cualesquiera que fueran los motivos que los impulsaron a ello[166].

***

      Lo que acabo de decir nos pone en el camino de formular las siguientes preguntas: ¿Hasta dónde llegó la acción punitiva letal de las secciones especiales, en particular la de París? ¿Y la ejecución de rehenes civiles por los alemanes? ¿Se consiguió finalmente que esta fuese sustituida o dulcificada por aquella, conforme a los presuntos deseos de Barthélemy y tantos otros? Antes de responder, me permito indicar que las cifras que seguidamente ofreceré las considero meramente aproximadas, al no coincidir con exactitud en ellas las fuentes de mayor solvencia[167].

     Entre las secciones especiales de toda Francia y el Tribunal de Estado -radicado en París y con una delegación en Lyon- se impusieron un total de 45 condenas a muerte (tres de ellas por la de París, como se ha detallado). De ellas solo consta con precisión la ejecución de diecinueve, de las que las nueve primeras se produjeron en el primer mes de vigencia de dichos tribunales de excepción. El resto de las condenas a la guillotina no se llevaron a término, bien porque los reos estaban fugados -condenas en ausencia o contumacia-, bien por la concesión del indulto por el Jefe del Estado. Se afirma que todos los ejecutados por tribunales franceses fueron hombres, ya que a las mujeres condenadas a muerte se las transfería a prisiones controladas por los alemanes, donde nueve de ellas fueron guillotinadas, de las cuales siete por actividades comunistas. Las últimas condenas a muerte se dictaron en diciembre de 1943.

     La cifra de rehenes civiles ejecutados por los alemanes fue mucho más elevada, aunque no tanto como en ocasiones ha llegado a creerse. Se maneja como correcta la de 750 personas, todas ellas fusiladas entre octubre de 1941 y octubre de 1942. Está claro, pues, que no hay relación numérica que permita suponer una conexión entre reos guillotinados y rehenes fusilados. De hecho, resulta absurdo aceptar que Pétain, Pucheu, Barthélemy y los demás -salvo que fuesen imbéciles- llegasen a creer que podrían controlar las matanzas indiscriminadas de rehenes mediante las sentencias de tribunales franceses más o menos acomodaticios. Algo mucho más profundo y siniestro late en la aparición y funcionamiento de la jurisdicción de excepción, pero no es este el lugar de indagarlo.  

     ¿Nos encontramos, según eso, en un panorama, no de formas alternativas de ejecución, sino de superposición? Tal vez, algunas cifras más aclaren esta incógnita.

     En la Francia ocupada -que fue todo el país, a partir de noviembre de 1942-, funcionaron simultáneamente los tribunales alemanes -consejos de guerra, de formación militar-. Dichos órganos judiciales decretaron condenas de muerte, que supusieron un total aproximado de 2.500 reos fusilados. El número fue relativamente modesto entre junio de 1940 y diciembre de 1941: 150. En el año 1942, la cifra aumentó a 600. En 1943, fueron 650. Y entre enero y agosto de 1944, las ejecuciones se dispararon hasta unas 1.200.

     Pero la guadaña de la muerte se ensañó, más bien, con los deportados a campos de concentración de Alemania y otros territorios ocupados por el Reich. Entre abril de 1942 y agosto de 1944, fueron deportados unos 75.000 judíos de Francia, de los que no regresaron con vida sino entre dos mil y tres mil. Los franceses no judíos deportados alcanzaron los 60.000, de los que regresarían a su patria poco más de la mitad. Los judíos fueron masacrados por el vesánico antisemitismo que desembocó en la solución final. Pero los franceses no judíos fueron deportados por meros motivos políticos y, en muchos casos, después de haber sido juzgados y condenados en su país. He ahí un macabro venero de muertos, muy superior a los anteriormente recogidos y que viene a poner de manifiesto la superposición a que más arriba aludí[168].     

***

     Hay veces que las imágenes valen más que las meras palabras. Creo que uno de esos casos puede ser el de la película Sección especial, dirigida por Costa-Gavras en 1975[169]. Como de bien nacidos es ser agradecidos, quiero reconocer que mi interés por el tema, así como el relato a que ha dado origen, no habrían existido de no haber visto dicha película; una experiencia que recomiendo vivamente a los pacientes lectores que me hayan seguido hasta aquí.

Carátula de un DVD de la película “Sección especial”

 

 

     


[1] Reguladas por diversas normas a lo largo del año 1944, dichas instancias eran la Alta Corte de Justicia, las Cortes de Justicia, los Jurados de Honor y las Cámaras Cívicas. La reticencia que el narrador evidencia al emplear la cursiva para la palabra “jurisdicciones” quiere significar que era bastante discutible el carácter estrictamente judicial de los Jurados de Honor y de las Cámaras Cívicas.

[2]  Joseph Barthélemy (1874-1945), ministro de Justicia con el régimen de Vichy, de enero de 1941 a marzo de 1943, y uno de los más insignes catedráticos franceses de Derecho Constitucional de su época. Ejerció, además, como abogado y periodista. Su obra más conocida es el Traité de Droit Constitutionnel, en colaboración con el profesor Paul Duez (su primera edición data de 1926, pero la de referencia es la de 1933). Que yo sepa, no tiene hasta ahora (2023) traducción española. Véase, Frédéric Saulnier, Joseph Barthélemy, 1874-1945. La crise du constitutionnalisme libéral sous la IIIe République, LGDJ édit., Paris, 2004.

[3] En concreto, se afirma que de lengua.

[4] Era la condena más benigna de las que podían imponer las Cámaras Cívicas y, en todo caso, habría sido amnistiada por ley de 5 de enero de 1951. Durante el tiempo de la condena, la degradación nacional implicaba, entre otras privaciones, las del derecho de sufragio activo y pasivo, el uso y porte de armas, el ejercicio de funciones públicas o administrativas, la dirección de empresas, bancos o de medios de comunicación y, en términos absolutos, de profesiones jurídicas, enseñanza y periodismo. Consta que dicha pena fue impuesta a un total de 49.829 ciudadanos franceses, siendo otros 19.453 declarados no culpables.

[5] Con es sabido, dicho régimen, derivado del armisticio francoalemán de 22 de junio de 1940, funcionó en el país galo, aproximadamente, entre agosto de 1940 y el mismo mes de 1944. Su figura señera, moralmente y como jefe del Estado, fue Philippe Pétain (1856-1951), mariscal de Francia desde 1918. Su biografía más famosa hasta ahora (2023) sigue siendo la que recoge su vida a partir de 1940: Marc Ferro, Pétain, edit. Fayard, Paris, 1987. Véase también, Marc Ferro y Serge de Sampigny, Pétain en verité, Tallandier, Paris, 2013 (la segunda edición, de 2016, con el título de Pétain. Les leçons de l’histoire).

[6] Con orígenes que se remontan al siglo XVIII y tradición ininterrumpida desde el XIX, dicha empresa, también conocida como Manufactures Prelle, continúa funcionando al presente (2023).

[7] Importante diario parisino (1861-1942). Entre 1940 y 1942 tuvo sede en Lyon, dejando de publicarse cuando los alemanes ocuparon la llamada zona libre de la Francia de Vichy (noviembre de 1942). En 1944, por razones de depuración y represalia política, Le Temps fue incautado y con su patrimonio se inició la andadura del periódico Le Monde, diario de gran prestigio, que actualmente (2023) sigue publicándose.

[8] Véase nota 3. El sumario de la obra está dotado de ligereza y notable originalidad. Me permito dejar constancia del mismo, traducido al español:

LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA ORGANIZACION CONSTITUCIONAL MODERNA.

El principio démocrático.- La democracia representativa.- La separación de poderes.- La supremacía de la Constitución.- Las consecuencias de la rigidez constitucional.- Las crisis de la democracia clásica.

LAS INSTITUCIONES CONSTITUCIONALES DE FRANCIA.

Forma y elementos de la comunidad francesa.- El cuerpo electoral.- El Parlamento.- El Gobierno.- Las relaciones entre el Parlamento y el Gobierno.- Las atribuciones parlamentarias y gubernamentales.- La justicia.- La revisión de la Constitución.

[9] El Frente Popular (o Rassemblement Populaire) fue una coalición de partidos de izquierdas (radicales, socialistas y comunistas, principalmente), que ganó las elecciones generales de 1936 en Francia (386 escaños en la Cámara de los Diputados, de un total de 608) y, en consecuencia, formó gobierno entre mayo de 1936 y abril de 1938, cuando se rompió la coalición de partidos políticos integrantes.

[10] Prestigioso establecimiento de enseñanza superior con sede en París, que funcionó entre 1871 y 1945 con carácter privado, siendo luego el germen del que brotarían en Francia las Facultades universitarias de Ciencias Políticas.

[11] Barthélemy lo achacaba al cambio legislativo que supuso pasar, de un sistema de elección proporcional, a otro mayoritario, que primaba a los candidatos de los grandes partidos.

[12] La verdad es que el ambiente político francés de la época fue a partir de 1934 “prerrevolucionario”, hasta cristalizar en el triunfo del Frente Popular en 1936.

[13] Jeanne Marie Lanvin (1867-1946), fundadora de la famosa casa de modas Lanvin de París a finales del siglo XIX, y actualmente subsistente.

[14] Fundada en Lyon en 1890, sigue existiendo (2023), con su prestigio intacto, en la Rue du Boeuf lionesa.

[15] Se trataba de Marcel-Hyacinthe Laurent-Atthalin (1903-1974). El matrimonio entre él y Marguerite-Marie Barthélemy se celebró en el año 1927.

[16] Ciudad de Francia en el departamento del Allier, es una muy acreditada estación termal, con manantiales de aguas carbonatadas, frías y calientes, especialmente recomendadas para afecciones del aparato digestivo. En 1940, cuando tenía una población de unos 25.000 habitantes, fue elegida por diversas razones (situación, abundancia de hoteles, excelente telefonía) como capital provisional del Estado Francés salido del armisticio (véase nota 6), pero acabó por serlo de manera definitiva, hasta la extinción de dicho régimen político en el verano de 1944.

[17]  Como es sabido, el río Ródano atraviesa la ciudad de Lyon, en donde recibe las aguas de su principal afluente, el Saona.

[18]  Revista esencialmente literaria que, con ciertas cesuras, apareció en París entre los años 1829 y 1970. En concreto, el aludido artículo de Barthélemy apareció en un número de agosto de 1936.

[19]  Véase, Olivier Dard, La crisis francesa de los años treinta, en la página web, servin04dep.der.usal.es.

[20] Literalmente, guerra en broma, o guerra de pega, periodo inicial de la Segunda Guerra Mundial, que acabó radicalmente a mediados de mayo de 1940.

[21] Contenía un total de 24 cláusulas, que pueden consultarse literalmente en numerosas páginas de Internet y, de manera resumida, en la Wikipedia (incluso en su edición en castellano).

[22] Publicación imaginaria.

[23] Alcanzaba un 40% del territorio francés, con un porcentaje similar de población.

[24] El número de tales prisioneros ha sido muy discutido, oscilando las estimaciones entre un millón cien mil y un millón ochocientos mil. Podemos admitir una media de millón y medio de hombres jóvenes, de los que Francia se vio privada material y moralmente durante más de cuatro años.

[25] El general Charles de Gaulle (1890-1970) emitió su famoso manifiesto o llamamiento radiado por la BBC desde Londres, el 18 de junio de 1940, dando con él origen al movimiento de la Francia Libre. El régimen de Vichy lo condenó por ello a pena de muerte en rebeldía el 2 de agosto de 1940, sentencia que no pudo llevarse a efecto.

[26] Forma familiar de referirse en francés a las mujeres llamadas Marguerite. Durante el ministerio de su padre, Margot fue considerada secretaria privada de aquél, aunque procurara disimularlo en público.

[27] La entonces vigente, llamada de la III República, databa de 1875, con modificaciones ulteriores.

[28] Luis XI subió al trono en 1461. La casa de Valois es una de las dinastías de reyes de Francia, en el trono entre finales del siglo XIII y finales del siglo XVI (1285-1589, aproximadamente).

[29] En la votación de 10 de julio de 1940, la Asamblea Nacional aprobó los plenos poderes (jefatura del Estado y del Gobierno) de Pétain y el encargo de que redactara una nueva Constitución -finiquitando, de paso, el periodo de la III República-, por 569 votos a favor, 80 en contra y 17 abstenciones. El día anterior, una votación para decidir solamente sobre la revisión constitucional alcanzó 627 votos favorables y 4 contrarios.

[30] El citado presidente de los Estados Unidos aplicó ese viejo dicho, aprendido en un cuento holandés, para apoyar su presentación a la reelección en 1864, cuando aún estaba en curso la Guerra de Secesión.

[31] Esta última opinión del narrador de este relato, Hervé Desfarges, coincide con la que, demasiado tarde, mantuvo Joseph Barthélemy, una vez fuera del Gobierno y en ocasión de redactar sus memorias, que datan de 1943-44, pero que solo se publicarían muchos años después: Joseph Barthélemy, Ministre de la Justice. Vichy, 1941-1943. Memoires, Pygmalion, Paris, 1989.

[32] En efecto, el trabajo de las cuatro comisiones que sucesivamente fijaron las líneas maestras de este primer proyecto de Constitución del régimen de Vichy se dio por concluido el 18 de septiembre de 1941. Solo sería un punto de partida, pues se habla de hasta siete proyectos constitucionales, culminados en el de 30 de enero de 1944, que llegó a ser firmado por el mariscal Pétain, aunque no promulgado (véase, por ejemplo, en la página web, mjp.univ-perp.fr). Todavía pudo haber otros proyectos posteriores, como el de junio-julio de 1944, que le fue incautado a Xavier Vallat (1891-1972) entre las ropas que se le ocuparon al ser detenido el 26 de agosto de 1944, y que, al parecer, tenía acotaciones de puño y letra del Mariscal. Véase, Xavier Vallat, La constitution voulue par le Maréchal, en la Revue de Paris, junio-julio 1955.

[33] Adjetivo alusivo al político portugués Antonio de Oliveira Salazar quien, como primer ministro, ejerció un poder casi omnímodo en su país entre 1933 y 1970.

[34] Con carácter general, véase: Robert O. Paxton, La France de Vichy, 1940-1944, 2ª edic. revisada, Éditions du Seuil, Paris, 1997, pp. 250-251. Para mayor detalle, Pierre Bancal, Circonscriptions administratives de la France: leurs origines et leur avenir, Recueil Sirey, París, 1945.

[35] Con todo respeto para Hervé Desfarges, como editor y traductor de su relato he de reconocer que, en realidad, su fórmula ya se había impuesto antes de que él la plasmase, aunque es muy probable que no lo supiera entonces. En efecto, el 19 de abril de 1941 el Gobierno presidido por la almirante Darlan había creado la figura de los prefectos regionales, con dos asistentes para cada uno, encargados de ayudarlos, respectivamente, en las materias del orden público y del avituallamiento.

[36] Nombre que se da a las múltiples corrientes, dentro y fuera de Francia, que pretendieron perjudicar el esfuerzo de guerra alemán (atentados, sabotajes, espionaje, etc.) y oponerse simultáneamente al régimen de Vichy.

[37] Bellerive-sur-Allier, población que entonces tenía unos 3.500 habitantes. El famoso puente metálico de Bellerive fue inaugurado en 1932. Villa Boussange data de 1928.

[38] George Dayras (1894-1968), Secretario General del Ministerio de Justicia entre 1940 y 1944, es decir, durante casi todo el tiempo que duró el régimen de Vichy. Condenado a muerte en 1946 por la Alta Corte de Justicia, su pena fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad, si bien pasó en 1951, por ley de amnistía, a situación de libertad condicional.

[39] Anejo y ampliación del famoso Hôtel du Parc, en donde solían celebrarse las sesiones del Consejo de Ministros y era sede de numerosas oficinas del Gobierno.

[40] Lujoso hotel-palacio de Vichy, fundado en el siglo XIX, pasó a denominarse Carlton en 1912. Famoso por la excelencia de su cocina, permanece activo en el momento presente (2023).

[41] Histórico hotel de Vichy, inaugurado a mediados del siglo XIX y clausurado como edificio hostelero en 1944. Con una casi total remodelación interior, actualmente alberga el edificio distintas oficinas y residencias privadas. Durante el régimen de Vichy, fue la residencia habitual del mariscal Pétain, salvo en verano.

[42] Uno de los últimos y más famosos modelos de turismo de la casa Berliet de Lyon, ya que esta empresa se especializó exclusivamente en autobuses y camiones a partir de 1940. Berliet fue fundada en 1899 y cesó de existir como marca en 1980. A título anecdótico, el editor de este relato afirma que su narrador, Hervé Desfarges, tuvo mucha suerte en disponer de vales de gasolina para hacer, en junio de 1941, el trayecto Lyon-Vichy y regreso. 

[43] En realidad, en aquel momento Joseph Barthélemy iba a cumplir 67 años.

[44] Es cierto. Véase, Silvia Falconieri, Le “droit de la race”. Apprendre l’antisémitisme à la faculté de droit de Paris (1940-1944), Clio Themis, núm. 7/2014, epígrafe 18 (accesible por Internet, en la web journals.openedition.org).

[45] Barthélemy alude al hecho real de que, habiendo sido convocado por Pétain en enero de 1941 para hacerse cargo del Ministerio de Justicia, los alemanes rehusaron concederle un pase para cruzar legalmente, desde la zona de ocupación a la de Vichy, ante lo cual, pese a su edad y categoría, se puso en camino en medio de la nieve y cruzó la línea de demarcación de manera encubierta.

[46] Pétain tenía a la sazón 85 años de edad.

[47] François Darlan (1881-1942), almirante y comandante en jefe del Ejército francés; ministro de Guerra y de Marina y viceprimer ministro (febrero de 1941-abril de 1942). Murió asesinado en Argelia el 24 de diciembre de 1942 por un joven de ideas políticas contrarias, Fernand Bonnier de la Chapelle.

[48] Ives Bouthillier (1901-1977), ministro de Hacienda entre 1940 y 1942.

[49] Pierre Pucheu (1899-1944), ministro del Interior entre 1941 y 1942. Fue juzgado y ejecutado por los gaullistas, por motivos políticos, en Argel el 20 de marzo de 1944. Véanse: Gilles Antonovicz, L`´enigme Pierre Pucheu, Éditions Nouveau Monde, Paris, 2019; Pierre Pucheu, Ma vie, Édit. Amiot Dumont, Paris, 1948.

[50] Se trataba de George Dayras (1894-1968), secretario general del Ministerio de Justicia entre 1940 y 1944. Véase nota 38.

[51] Pierre-Etienne Flandin (1889-1958), primer ministro en 1934-1935 y viceprimer ministro entre diciembre de 1940 y febrero de 1941.

[52] Este censo, pródromo de males mucho mayores, entregado en su día a las autoridades alemanas de ocupación, fue ordenado el 2 de junio de 1941 por Xavier Vallat (véase nota 32), Comisario General para las Cuestiones Judías entre marzo de 1941 y mayo de 1942.

[53] Marcha en honor del mariscal Pétain, considerada como el himno oficioso del régimen de Vichy. Probable plagio de otras composiciones anteriores, fue grabado por primera vez en ese mismo año 1941. Puede escucharse en varias versiones por youtube.

[54] Véase antes, nota 35.

[55] Lucien Romier (1884-1944), amigo personal de Pétain, historiador y periodista (fue redactor jefe de Le Figaro entre 1925 y 1927 y de 1934 a 1942). Entró en el Gobierno de Vichy como ministro de Estado en abril de 1942, permaneciendo en el cargo hasta el 31 de diciembre de 1943, en que fue detenido por la Gestapo en Vichy, falleciendo cinco días más tarde de una “crisis cardiaca”.

[56] Así fue: El 18 de agosto de 1941, la comisión del Consejo Nacional presentó el proyecto de división de Francia en 20 provincias, con un tono claramente arcaico, tan solo matizado por la aplicación de criterios económicos -además de los históricos- para delimitarlas.

[57] Edificio de estilo modernista, erigido en 1913 y que durante diversos periodos sirvió de hotel, con los rótulos de Ruhl, Radio y Palais des Parcs. El edificio y su espléndido gran salón de techo encristalado subsisten actualmente (2023), en el número 15 del Boulevard de Russie de Vichy.

[58] Henri du Moulin de Labarthéte (1900-1948), político y diplomático frances, influyente jefe de gabinete del mariscal Pétain entre 1940 y 1942. Sobre él, véanse: Jérôme Cotillon, Un homme d’influence à Vichy: Henri du Moulin de Labarthète, Revue Historique, núm. 622 (2002/2), pp. 353-385 (de libre consulta por Internet): Henri du Moulin de Labarthète, Le temps des illusions-Souvenirs (juillet 1940-avril 1942), Éditions du Cheval Ailé, Genève, 1946 (unas memorias muy esclarecedoras).

[59] Ley de 2 de abril de 1941, que sustituyó a otra de 1884. Sin atreverse a suprimir el divorcio, lo limitó considerablemente: Por ejemplo, impidió divorciarse en los tres primeros años de matrimonio y dejó de considerar justa causa de divorcio el mero adulterio, de no mediar malos tratos.

[60] De fecha 25 de abril de 1941.

[61] No lo era. La circular del Ministerio de Justicia de 25 de marzo de 1942, firmada por Barthélemy, impidió el ascenso de los jueces y magistrados solteros o casados sin hijos, salvo que fuera para ocupar un puesto vacante para el que no hubiese ningún peticionario de las condiciones contrarias. Breve resumen de la política familiar del régimen de Vichy en el libro de Robert O. Paxton citado en la nota 34, pp. 215-218.

[62] Esta rúbrica remeda el título del esclarecedor libro de Alain Bancaud, Une exception ordinaire. La magistrature en France, 1930-1950, Édit. Gallimard, Paris, 2002.

[63] En las últimas elecciones generales (1936), el citado partido había obtenido aproximadamente la sexta parte de los votos emitidos, y se le consideraba generalmente como el partido comunista más relevante de Europa, después del de la URSS. Su seguimiento servil de la política de la III Internacional y del Comintern eran sobradamente conocidos, como del relato de infiere.

[64] Es decir, ni con la “Francia Libre”, ni con el gobierno de Vichy.

[65] El episodio, producido en los andenes de la estación de metro Barbès-Rochechouart, tiene múltiples y coincidentes versiones en Internet, entre ellas, la de la Wikipedia en francés, bajo el epígrafe de Attentat du métro Barbès. Véase, infra, la nota 68.

[66] Véase, Jean-Paul Jean, Le serment de fidélité au maréchal Pétain, péché original des juges?, Cahiers de la Justice, 2013-/2, pp. 7-11. El texto legislativo, traducido al español, viene a decir lo siguiente: “Nadie puede ejercer las funciones de magistrado, si no presta juramento de fidelidad al jefe del Estado. La fórmula de prestación de juramento es la siguiente: Juro fidelidad a la persona del jefe del Estado. Juro y prometo cumplir bien y honestamente mis funciones, guardar religiosamente (sic) el secreto de las deliberaciones y conducirme en todo como un digno y leal magistrado.” Otra ley, de 4 de octubre de 1941, extendería un juramento análogo a todos los funcionarios relevantes y directivos importantes de empresas públicas. Se recuerda que solo un magistrado entre unos 2.200 se negó a prestar juramento y, por ende, fue despojado de su cargo: Se trató de Paul Didier (1889-1961). Hay quien dice que los dirigentes de la Resistencia aconsejaron a los magistrados que les eran simpatizantes el que prestasen el juramento, para ejercer desde dentro de los tribunales una acción eficaz en pro de sus valores y objetivos.

[67] Apellido de casada de Marguerite Barthélemy.

[68] Se trataba del alférez de la marina de guerra alemana, Alfred Moser. Boche: despectivamente, alemán. Otros textos se refieren al grado de Moser como aspirante, que podríamos traducir en castellano como cadete, es decir, militar que está preparándose para llegar a oficial. El tema es intranscendente a los efectos del relato.

[69] La sospecha de Hervé Desfarges resultó acertada: el atentado había sido obra de una célula comunista integrada, al menos, por tres individuos, siendo Pierre Georges (1919-1944) el autor de los disparos, quien luego se haría famoso como resistente, con los apodos de Frédo y de Colonel Fabien.

[70] Erigido a comienzos del siglo XV en la localidad de Bellerive-sur-Allier, aledaña de Vichy, había sido espléndidamente remozado hacia 1604. El mariscal Pétain lo usó como residencia de verano en 1941. Actualmente es de propiedad municipal, usándose como restaurante y para la organización de eventos.

[71] Véase sobre Flandin la nota 51.

[72] François Darlan (1881-1942), militar y político francés que, en su calidad de vicepresidente del Consejo de Ministros, presidió de facto las reuniones y la política del Gobierno de Vichy entre febrero de 1941 y abril de 1942.

[73] Sobre Darlan se ha escrito mucho y de manera bastante discordante. Véase, a favor del personaje, Hervé Coutau-Bégarie y Claude Huan, Darlan, edit. Fayard, Pars, 1989, y, de manera desfavorable, Robert O. Paxton, Darlan, un amiral entre deux blocs, XXe siècle: revue d’histoire, núm. 36 (octubre-diciembre, 1992).

[74] Véase antes, nota 49. Pucheu, hasta entonces secretario de Estado de Producción Industrial, fue nombrado secretario de Estado de Interior el 18 de julio de 1941, ascendiendo formalmente a ministro del Interior el 11 de agosto de 1941. La opinión de Margot Barthélemy no hacía sino recoger la que, en efecto, tenía su padre acerca de Pucheu.

[75] Se da como fecha probable la de 11 de agosto de 1941 que -como se recordará- fue la del decreto que impuso el juramento de fidelidad a los magistrados y de la promoción de Pucheu al grado de Ministro.

[76] Decreto-ley de 26 de septiembre de 1939 que, por razones de guerra, declaró fuera de la ley al partido comunista francés y castigó con hasta cinco años de prisión las actividades de propaganda y praxis del mismo. El juicio corría a cargo de jueces (primera instancia) y magistrados (salas de apelación) de carácter ordinario.

[77] Estas secciones especiales se irían creando en los tribunales de apelación, en los tribunales militares y en los tribunales marítimos. En las cortes de apelación, las secciones especiales estarían formadas por un presidente de sala, dos magistrados y dos miembros del tribunal de primera instancia, designados por el presidente del tribunal de apelación. Sus fiscales serían de libre designación del fiscal general.

[78] Pierre Laval (1883-1945), primer ministro francés en 1931-32, 1935-36 y (dentro del régimen de Vichy) entre febrero de 1942 y agosto de 1944. Refugiado en España en 1945, fue devuelto por nuestro Gobierno al país vecino, donde fue juzgado por traición y colaboracionismo, siendo condenado a muerte, pena que se ejecutó el 15 de octubre de 1945. En Internet puede consultarse libremente una ya añeja biografía: Hubert Cole, Laval: A biography, Putnam’s Sons, Nueva York, 1963.

[79] Uno de los centros termales de Vichy, cuyo nombre deriva de la cúpula que lo preside. Inaugurado en 1903, actualmente (2023) se halla en restauración.

[80] El narrador hace un juego de palabras con el primer plato al que alude y el gentilicio habitual para los naturales de Vichy.

[81] Probable asociación de ideas entre la amplia región histórica de la Gascuña y el territorio vasco-francés, limítrofe con aquella. Este último comprende la zona occidental del departamento que hasta 1969 se llamó Basses Pyrénées y, a continuación, de los Pyrénées Atlantiques.

[82] En concreto, la visita iba a centrarse en la mansión y propiedades de Barthélemy en la ciudad de Agen, capital del departamento de Lot-et-Garonne.

[83] Alude a su hermano mayor, que ejercía la medicina en Auch, no lejos de Agen (unos 70 kilómetros)..

[84] Jean Pierre Ingrand (1905-1992), fue entre 1940 y 1944 prefecto de París y delegado del ministerio del Interior en la zona francesa ocupada por los alemanes. Fernand de Brinon (1885-1947), embajador del Estado Francés ante las autoridades alemanas de ocupación, de 1940 a 1944.

[85] Otto von Stülpnagel (1878-1948), general jefe de las fuerzas alemanas de ocupación en Francia entre 1940 y 1942. Werner Beumelburg, mayor del ejército alemán, ayudante del susudicho Stülpnagel para asuntos franceses de carácter civil.

[86] Véanse las notas 38 y 50.

[87] O Marina de Guerra alemana, según su denominación entre 1935 y 1945.

[88] Es decir, aquel que se crea o agrava para castigar, no tanto el tipo de delito, como la personalidad de su autor o su pertenencia a un determinado grupo de untermenschen (infrahombres): judíos, extranjeros, homosexuales, deficientes psíquicos, etc. En el caso del aludido proyecto de ley francés, los maltratados eran comunistas y anarquistas. Para todas las referencias a la ley que resultó de dicho proyecto (Loi nº 3515, du 14 août 1941 reprimant l’activité communiste et anarchiste), véase: Journal Officiel de l’Etât français, número del sábado 23 de agosto de 1941, pp. 3550-3551 (accesible por medio de Internet).

[89] Hervé Desfarges parece referirse a que los delitos estén tan poco y mal descritos, que sus límites resulten de la mera opinión o del capricho de quienes los enjuicien.

[90] En concreto, de presidentes de tribunal de apelación, procuradores (fiscales) generales, generales jefes de divisiones militares y prefectos marítimos.

[91] Llegaban hasta trabajos forzados a perpetuidad y a la muerte, sin precisar a qué tipo de delito podría imponerse cada pena.

[92] Quiere decirse que la tramitación era muy rápida, sin tiempo ni garantías de defensa.

[93] Ni siquiera se aludía a la posibilidad de indulto del Jefe del Estado, lo que se entendió como posible, al no prohibirlo expresamente la ley. De hecho, el mariscal Pétain hizo uso del indulto en diversas ocasiones en este tipo de delitos.

[94] Es decir, que no se pueda juzgar nuevamente a quien ya ha sido condenado o absuelto por unos mismos hechos.

[95] O sea, que se juzgan conforme a ella delitos cometidos antes de su aprobación y publicación.

[96] El párrafo primero de dicho artículo 10 quedó finalmente redactado de la siguiente forma (me atrevo a traducirlo al español, con subrayado mío): La acción pública ante la presente jurisdicción prescribe a los diez años desde la perpetración de los hechos, incluso si estos son anteriores a la promulgación de la presente ley.

[97] Hervé Desfarges estaba en lo cierto: El 28 de septiembre de 1941, la Comandancia Militar alemana el Francia (Militärbefehlshaber in Frankreich) instauraba un código de los rehenes, en virtud del cual entre 50 y 100 rehenes serían ejecutados por cada víctima mortal alemana. En octubre de 1941, el propio Hitler aumentó el límite máximo hasta 150, a raíz de los asesinatos de 20 y 21 de octubre de 1941, de Karl Friedrich Hotz en Nantes y de Gottfried Reimers en Burdeos.

[98] Sobre la historia de la fórmula de los rehenes, véase: Gilles Ferragu, Otages, une histoire, edit. Gallimard, Paris, 2020 (para tiempos bélicos modernos, pp. 251-290). Es de recordar que las Leyes de Nuremberg (1945) condenaron la ejecución de rehenes como crimen de guerra y contra la paz (artº. 6, apdo. b).

[99] Se trataba del censo aprobado el 2 de junio de 1941, llamado de Vallat, al que hemos aludido antes: notas 52 y 32. En efecto, dicho censo fue conocido oficialmente por las autoridades alemanas de ocupación en Francia.

[100] Véase nota 83.

[101] Se alude a la de la Revolución Francesa, sobre todo, en la época llamada del Terror (1793-94). Por increíble que parezca, lo recogido en el relato de Desfarges se da por cierto.

[102] Dados el contenido y alcance de esa Ley, la misma fue firmada en refrendo del Jefe del Estado, Pétain, por el ministro de Justicia, Barthélemy; el vicepresidente del Consejo, Darlan; el ministro del Interior, Pucheu; el ministro de la Guerra, Huntziger, y el secretario de Estado de la Aviación, Bergeret. Diríase que la infamia era tan grande, que debía ser suscrita y asumida por un considerable número de personas.

[103] Marcellin Cerdan (1916-1949) era a la sazón (desde 1939) campeón de Europa del peso welter. Después dela II Guerra Mundial alcanzaría el cetro mundial de los medios (IX-1948), que perdería en junio de 1949, falleciendo en accidente de aviación en octubre de ese mismo año.

[104] Charles Huntzinger (1880-1941), militar francés y ministro de Defensa entre 1940 y 1941. Falleció poco después de firmar la ley de las secciones especiales, víctima de un accidente de aviación (12-XI-1941).

[105] Jérôme Carcopino (1881-1970), a la sazón ministro de Educación Nacional y de la Juventud. Sus memorias son un modelo de defensa a ultranza de Pétain y de él mismo: Jérôme Carcopino, Souvenirs de sept ans 1937-1944, Flammarion, Paris, 1953. Su intervención cerca de Barthélemy en el Consejo de Ministros es una mera licencia del narrador, aunque resulte bastante verosímil.

[106] La fórmula empleada fue: Par le Maréchal de France, chef de l’Étât français… Joseph Barthélemy.

[107] Este argumento premonitorio fue usado, para justificarse, por el propio Barthélemy en sus memorias (Ministre de la Justice, Vichy 1941-1943), ya citadas. Para detalles estadísticos de tales asertos, véase el capítulo final de este relato.

[108] Ese fue el contenido de la primera reforma de la ley de 14 de agosto de 1941, mediante otra, de fecha 25 de agosto de 1941, que establecía esa peculiaridad para la sección especial de París. Véase: Anónimo, Section spéciale de la cour d’appel de Paris (1941-1944), en la página web, francearchives.gouv.fr.

[109] En la expresada circular, emitida ese mismo mes de agosto de 1941, el ministro Barthélemy reclamaba de los primeros presidentes de los tribunales de apelación que propusieran para las secciones especiales a magistrados conocidos por su firmeza de carácter y total entrega al Estado. Asimismo, recordaba la necesidad de aplicar la ley retroactivamente y combatir prioritariamente la penetración en Francia de las consignas de la III Internacional. Véase, Robert O. Paxton, ob. cit. en la nota 34, p. 277.

[110] La sinceridad de Barthélemy es más que dudosa: No emitió tal circular, pero parece indudable (como más adelante se verá) que hizo lo posible por meter el miedo en el cuerpo a los magistrados, exagerando el tema de la selección y ejecución de rehenes hasta términos grotescos. Incluso quienes más favorables se muestran al Ministro en este tema, han tenido que admitir presiones -explicaciones, se dice con un eufemismo- al fiscal jefe de la sección especial de París, en vísperas de los juicios del 27 de agosto de 1941. Véase la posición de Arnaud Teyssier, prologuista y anotador de las memorias de Barthélemy, citadas en la nota 31, p. 150.

[111] Principalmente, porque era consciente de que habría sido preferible, en abstracto, dejar a los alemanes la responsabilidad de la represión mortal y a gran escala contra los comunistas: véase, Gilles Martinez, Joseph Barthélemy et la crise de la démocratie liberale, XXe Siècle. Revue d’Histoire, nº 59 (1998), p. 44.

[112] El fin de semana aludido empezaba el sábado, 23 de agosto de 1941.

[113] Otto Abetz (1903-1958), embajador alemán ante el gobierno de Vichy a todo lo largo de su existencia (1940-1944). Véase, Barbara Lambauer, Otto Abbetz et les Français ou l’envers de la Collaboration, Arthème Fayard, Paris, 2001 (dimana de su extensa tesis sobre el tema, leída un año antes).

[114] Es decir, el vicepresidente, François Darlan. Tenía fama de mujeriego y vividor, que sus desafectos -como Barthélemy- probablemente exageraban.

[115] Son palabras casi literales que empleó Otto Abetz en su telegrama 3022 a Berlín, de fecha 6 de octubre de 1941. Sobre el personaje, véanse sus memorias: Otto Abetz, Histoire d'une politique franco-allemande (1930-1950). Mémoires d'un ambassadeur, Librairie Stock, Paris, 1953.

[116] Monumental estación parisina de ferrocarril, cuyo origen data de 1847. Se halla emplazada en el distrito XII de la capital, a escasa distancia del río Sena.

[117] Ronald  Charles Colman (1891-1958), actor británico, muy destacado en el cine de su época por sus dotes interpretativas y aspecto elegante. Obtuvo el Oscar al mejor actor protagonista por el film Doble vida (George Cukor, 1948).

[118] Véase antes, la nota 83, como también para la siguiente alusión a Ingrand.

[119] En las alusiones que seguidamente se hacen a la familia Barthélemy hay mucho de fantasía, pero no se desvirtúa lo esencial de los personajes y acontecimientos históricos.

[120] André-Paul Laurent-Atthalin (1875-1956). Entre 1940 y 1945 fue director-gerente de la Banque de Paris et des Pays Bas. Depurado al acabar la II Guerra Mundial, fue desposeído de todos sus cargos. Véase también la nota 15.

[121] Seguramente, la más prestigiosa institución parisina de enseñanza media o secundaria, fundada en 1562.

[122]  El aludido es Léon Blum (1872-1950), presidente del Consejo de Ministros francés entre junio de 1936 y junio de 1937, así como en marzo y abril de 1938.

[123] Barthélemy acabó por tener razón: De Brinon fue condenado a muerte por traición a Francia y fusilado (no guillotinado) el 15 de abril de 1947.

[124] Maurice Gabolde (1891-1972), alto cargo de la fiscalía a la sazón, que sucedería a Barthélemy al frente del ministerio de Justicia (marzo de 1943 a agosto de 1944). Condenado a muerte en ausencia en 1946, se refugió en España, cuyo gobierno lo acogió, y falleció de muerte natural en Barcelona a los ochenta años de edad. Su adhesión al nazismo fue premiada con la ironía de apellidarlo “von Gabold”. Sobre su acogida en España, véase: David Wingeate Pike, Franco and the Axis Stigma. Journal of Contemporary History, núm. 17 (3), 1982, pp. 369-407.

[125] Por cierto, la ley se publicó en el Diario Oficial de 23 de agosto de 1941, pero, por razones oscuras, figuró como fecha de promulgación la del 14 de agosto, siendo así que el Consejo de Ministros en que se aprobó se celebró el día 22. Así pues, a la retroactividad de la norma, se añadió la antedatación de la misma, falacia que nuestro Hervé Desfarges no recogió en sus memorias.

[126] Francis Villette (1879-?), presidente primero del tribunal de apelación de Paris entre 1936 y 1944.

[127] Raoul Cavarroc (1884-1961), procurador general en el tribunal de apelación de Paris.

[128] La selección de los expedientes de los acusados parece que corrió a cargo principalmente de Victor Dupuich (1886-1957), a la sazón jefe del servicio central del Ministerio Fiscal (Parquet, en francés) en la Corte de Casación.

[129] Su valor viene a ser coincidente con unos dos mil euros del año 2022, según la www.insee.fr.

[130] L’assassinat du Père Noël, película francesa de 1941, dirigida por Christian Jacque. Se dice que fue el primer film rodado en Francia durante la ocupación alemana dirigido por un cineasta galo.

[131] Saint-Louis-en-l’Île, gran iglesia en la isla parisina de San Luis.

[132] Desde 1718, la sede del ministerio de Justicia de Francia (antiguamente llamado la Cancillería) radica en la parisina place Vendôme, en el Hôtel de Bouvallais, erigido en 1699. Véase en Internet: Clémence Pau, L’Hôtel de Bouvallais, place Vendôme: symbole patrimonial de la Justice, In Situ. Revue du patrimoine, num. 46/2002 (www.journals.openedition.org).

[133] Su nombre era Jean Cournet y, después de la liberación de Francia, ascendió en el escalafón con toda justicia, hasta finalizar su carrera como magistrado de la Corte Suprema.

[134] Así sucedió, en efecto, mediante ley de reforma de la de secciones especiales, de fecha 25 de agosto de 1941, es decir, el día siguiente del fiasco de Barthélemy con el presidente Cournet.

[135] Su nombre era Michel Benon y fue el primer y único presidente de la sección especial de París (1941-1944), por lo que fue severamente sancionado posteriormente (pena de trabajos forzados a perpetuidad, de la que se libraría pronto por las leyes de amnistía).

[136] Se trataba de Leon Guyenot (1880-1961), a la sazón abogado general en la Corte de Casación, quien permanecería al frente de los fiscales de la sección especial de París en todo momento (1941-1944).

[137] Naturalmente, sobre la base de que los juicios iban a ser en materia criminal. En otro caso, todos los magistrados habrían vestido togas negras.

[138] Instalado en la llamada Galerie Peyronnet del ministerio de Justicia.

[139] París estaba en la zona ocupada por los alemanes y Agen formaba parte de la libre, gestionada plenamente por el gobierno de Vichy.

[140]  Movimiento francés de carácter nacionalista, inicialmente monárquico, y de ideología de extrema derecha, nacido en 1899. En 1940, cuando estaba dirigido por Charles Maurras y Maurice Pujo, se adhirió al régimen vichista del mariscal Pétain. Considerado colaboracionista, al concluir la ocupación de Francia el movimiento fue disuelto, si bien renació posteriormente con otras denominaciones.

[141] Es decir, la ceremonia en la que se declararía solemnemente constituida dicha sección y tomarían posesión el presidente y los demás magistrados de la misma; acto a desarrollar en el Palacio de Justicia, sito en la isla de la Cité de París, donde también tiene su sede la Cour de Cassation (Tribunal Supremo de Francia).

[142] Periódico parisino fundado en 1904 y que, desde 1920, fue el órgano oficial del Partido Comunista Francés. Prohibido entre 1939 y 1944, durante la ocupación alemana se difundió en forma de octavillas. Actualmente (2023), en difícil situación económica, no pertenece ya -al menos, oficialmente- al citado partido comunista.

[143] Victor Dupuich (1886-1957), ya aludido antes: véase nota 128.

[144] La pena de prisión por el decreto-ley Daladier oscilaba entre uno y cinco años. Consiguientemente, tres años constituía el término medio de su duración.

[145] El centro penitenciario parisino de La Santé viene funcionando ininterrumpidamente desde 1867, siendo actualmente (2023) la única prisión dentro del recinto urbano de los distritos de París.

[146] Como es sabido, los magistrados están obligados a guardar secreto sobre las deliberaciones de las sentencias acordadas colectivamente. En el caso que nos ocupa, el presidente del tribunal que juzgaba a los jueces de la sección especial de París les liberó de tal deber de secreto, gracias a lo cual se han conocido a posteriori bastantes datos, que a pie de página se resumirán más adelante.

[147] El apellido, que tenía aproximadamente esa pronunciación en fonética castellana, se escribía en francés -al menos, en la cubierta del expediente de la instrucción judicial- como Trzébrucki.

[148] Siglas de Franc-tireurs et partisans de la main d’oeuvre inmigrée. Sobre las conexiones en la época del comunismo y el judaísmo, véase: Zoé Grumberg, Le “secteur juif” du Parti communiste français, Cause Commune, num. 22 (mars/avril 2021), en la www.causecommune-larevue.fr.

[149] Se trataba de Roger Lafarge (1910-1958), activo en los tribunales de París desde 1934. Pertenecía a familia de la alta burguesía y su esposa -Juliette Nouailhac- era de la aristocracia.

[150] Maurice Cottin, llamado en estos juicios el juez de negro, al ser el único que, por su inferior rango, no vestía toga roja, sino negra.

[151] La decisión se adoptó por cuatro votos contra uno: el del magistrado Réné Linais (1892-1972), quien votó en contra de las tres penas de muerte que se impusieron en aquella sesión del 27 de agosto de 1941.

[152] Amplio resumen biográfico de André Brechet (1900-1941) en Internet: fusilles-40-44.maitron.fr.

[153] Prosper François Môquet (1891-1986), diputado del Partido Comunista Francés entre 1936 y 1942 (en representación del distrito XVII de París) y entre 1945 y 1951 (por el departamento de Yonne).

[154] Votaron en contra los magistrados Linais y Larricq.

[155] Émile Bastard (1896-1941) tiene también una buena referencia biográfica en Internet, en la página fusilles-40-44.maitron.fr.

[156] Se trataba de Alec Mellor (1907-1980), autor de libros históricos y de pensamiento, entre ellos, algunos acerca de la francmasonería y de la tortura.

[157] Solo votó en contra de la pena de muerte el magistrado Linais.

[158] Lucien Sampaix (1899-1941), con biografía resumida igualmente en Internet: fusilles-40-44.maitron.fr. Fue secretario general de L’Humanité entre 1936 y 1939.

[159] Los votos a favor fueron los del presidente Benon y el magistrado de negro, Cottin.

[160] Lo único que se conoce positivamente es que dichos indultos fueron solicitados por los defensores nada más conocerse las sentencias, que se tramitaron con urgencia y que recibieron informe previo desfavorable por parte de Dayras. En cambio, no constan, ni informe de Barthélemy, ni decisión final de Pétain. En cuanto al viaje de Lafarge a Vichy para recomendar el indulto de Chebruski, parece que el abogado no fue recibido por Barthélemy, ni por Pucheu. Por supuesto, no le dio audiencia Pétain.

[161] La esposa de Chebruski -judía como él- fue deportada en julio de 1942 a Polonia, acabando sus días en el campo de concentración de Auschwitz. Sus dos hijos, niño y niña, de 11 y 7 años de edad a la sazón, se libraron de la muerte gracias al acogimiento que les brindó un abogado, cuya identidad no ha sido revelada, por lo que yo sé.

[162] Sus nombres eran André Laithier, André Coin y Léon-Luis Hérisson-Garin. Se cita además a un cuarto hombre, André Leygnac, como condenado a pena de multa.

[163] Los interesados en el tema pueden consultar por Internet el Journal Officiel de l’Etât Français de fecha 10 de septiembre de 1941, nº 252, pp. 3850-3851.

[164] Por ejemplo, véase dicho discurso en la www.dalloz-actualite.fr, con el título de Procés de la Section Spéciale: le plaidoyer de l’avocat Maurice Garçon (juin 1945).

[165] Mantengo este apellido a todo lo largo del relato, si bien quiero hacer notar que en algunas fuentes se da como correcto el de Guillot.

[166] Véase en Internet la página familles-de-fusillés.com, artículo anónimo intitulado Sections Spéciales: sévères en 1941, reservées en 1943.

[167] Probablemente, el máximo especialista en la materia sea Alain Bancaud, autor de varias obras impresas sobre ella, entre las que destaca, a nuestros efectos, la siguiente: Une exception ordinaire. La magistrature en France, 1930-1950, Gallimard, Paris, 2002.

[168] Algunas lecturas adicionales a las ya citadas antes: Marcel Rousselet, Le cas de conscience du magistrat, Perrin, Paris, 1967; Hervé Villeré, L’affaire de la section spéciale, Fayard, Paris, 1973; Charles Amson, La section spéciale, ou le procés de la docilité, en VV.AA., Les grands procés, P.U.F., Paris, 2007, pp. 381-387.

[169] Section spéciale, coproducción franco-italo-alemana occidental. Su excelente guion es obra del director de la cinta y del político y escritor español, Jorge Semprún (1923-2011). Su base argumental se halla en el libro de Hervé Villeré citado en la nota anterior. Puede encontrarse en versión española, en formato DVD.