viernes, 19 de diciembre de 2014

LA PULSERA NEFANDA




La pulsera nefanda


Por Federico Bello Landrove



     No quiero enmascarar identidades, hasta el punto de que resulten irreconocibles las personas: Este cuento sigue muy de cerca las vidas del Presidente Canalejas, del futuro cardenal Segura y de algunos de sus próximos[1]. Por supuesto, existió -¿existe?- la pulsera y la iglesia de la Vera Cruz sigue firme en su puesto. ¿En dónde, pues, está la fabulación? Indáguenlo mis lectores, si lo desean, y de paso podrán familiarizarse con uno de nuestros pocos grandes políticos del siglo XX, tal vez asesinado por ello. A él dedico mi historia.


In memoriam, José Canalejas Méndez


1.  Un turista muy curioso


     En pleno centro de la ciudad de Castellar, se levanta la secular iglesia penitencial de la Vera Cruz. Sus piedras, cuatro veces centenarias, hubieron de soportar en el próximo pasado reiterados embates, frutos de la vetustez, el descreimiento y la especulación. Doy por cierto que, de no haberse erigido en lugar tan céntrico y conspicuo, esta venerable sede de la Cofradía de su mismo nombre habría tenido una vejez menos amenazada[2]. En fin, bien está lo que bien acaba y el templo sigue en pie, cual telón de fondo de la Costanilla, disfrutando por fin de un bien ganado respeto. Congratulémonos de ello, en nombre del Arte y de la Historia.


***


     Un día cualquiera del año 1970, llegó como turista a la iglesia de la Vera Cruz un policía jubilado, que toda su vida respondió por el nombre de Eusebio de Estopiñán. Muchos años atrás, al incorporarse como inspector a la Comisaría de Getafe, el comisario le espetó:


-          Estopiñán... ¿No será usted pariente del que la pifió con Moralejas?

-          ¿Cómo dice?


     El veterano jefe no tuvo otro remedio que explicar a su subordinado lo que creía de dominio público, a saber, que un Estopiñán siguió concienzudamente por Francia al anarquista Colinas, ante el temor de que pudiese estar preparando un atentado. Finalmente, le perdió la pista y, apenas unos días después, el pistolero asesinaba al Presidente Moralejas en pleno centro de Madrid. La verdad es que el bueno de Estopiñán había avisado de la desaparición a sus colegas en España, quienes nada hicieron por extremar las precauciones. No obstante, el seguidor burlado nunca se perdonó su fallo y asumió intimamente la culpa como propia, al ser admirador y conocido del prócer ejecutado. En fin, volviendo a Getafe, muchos años después...


-          Pues no, señor. Me apellido como él, pero ni es pariente mío, ni tenía noticia de lo que acaba usted de contarme.

-          ¡Claro! Eres demasiado joven. En cambio, yo llegué todavía a conocerlo.


     Pues bien, la edad a nadie perdona y nuestro Estopiñán llegó a la jubilación, viudo y con un capitalito en el banco; vamos, lo justo para buscarse alguna ocupación de su agrado. Le dio por viajar y aquí lo tenemos, de excursión por Castellar, tan completa y detallada como impone su carácter. Ya se sabe, genio y figura...


     La iglesia de la Cruz es famosa por los pasos procesionales que guarda, varios de ellos, de la gubia de Gregorio Fernández[3]. Menos conocido es que la Cofradía Penitencial de la Vera Cruz custodia un amplio tesoro de joyas y ornamentos, donados por fieles y mecenas a través de la Historia. La imagen de la Virgen de la Piedad es, con mucho, la que ha concitado la mayor parte de tales larguezas, hasta reunir un conjunto espléndido, pese a los expolios y los incendios. Naturalmente, don Eusebio de Estopiñán lo sabía y puso en marcha el oportuno aparato de recomendaciones. Finalmente, dio con un mayordomo de la Cofradía que se ofreció a mostrarle el tesoro, y en estas encontramos al expolicía, satisfaciendo su curiosidad con la mezcla de celo y prudencia, que siempre lo caracterizaron. La visita parece tocar ya a su fin:


-          Verdaderamente magnífico –pondera Estopiñán-, más que por su valor intrínseco, por las anécdotas y rasgos de sensibilidad que aquí se encierran. No sabe cómo le agradezco su amabilidad. Ha sido un recorrido exhaustivo.


     El mayordomo esbozó una sonrisa; pareció pensar la respuesta y, finalmente, arguyó:


-          Exhaustivo, lo que se dice tal, no puedo concederlo. Nos falta por contemplar una alhaja que no suele enseñarse, la cual, por indicación de autoridades religiosas de antaño, se conserva aparte de todas las demás.

-          ¡Caramba! Eso, ¿por qué? ¿Acaso tiene alguna maldición?



     El mayordomo se echó a reír, al tiempo que encaminaba sus pasos hacia la cajonería de un pequeño mueble de palosanto puesto de rinconera. Rebuscó entre paños de altar y, finalmente, extrajo una pequeña bolsa de terciopelo rojo, que depositó en la gran mesa central de la antesacristía. Bordada en el paño, resaltaba una corona ducal propia de un Grande de España. De ella extrajo el mayordomo una pulsera, que puso en las manos de don Eusebio. Este la contempló a su sabor, con cierta aprensión. Su acompañante, entre tanto, peroraba:


-          Vea, se trata de un brazalete de oro, con incrustaciones de azabache, no especialmente valioso, en comparación con otras muchas joyas del tesoro. Puedo decirle que fue donado hace más de cincuenta años a la Piedad, por una señora. Las autoridades religiosas de la Cofradía aceptaron el regalo, pero ordenaron que nunca llegara a tocar a la Virgen o a sus ornamentos, ni se expusiera a la contemplación de los fieles. No me pregunte el porqué, pues lo desconozco. Lo que sí parece evidente es que se guarda en un lugar especial, como escondido o apestado.


     De su modesto conocimiento profesional, el policía dedujo que se hallaba ante una obra de taller de estilo romántico o isabelino pero, por encima de todo, prestó atención a la leyenda que figuraba grabada en el envés de la pulsera. Decía así:


A Marie, de Pepe. 1878


     Don Eusebio grabó nuevamente el texto, solo que en su cerebro. Por la mente le rondaban viejos fantasmas de antaño, que brotaron de lecturas ya casi olvidadas, al conjuro de aquel comisario getafense, que un día descubrió su supina ignorancia. Mientras tanto, el mayordomo seguía disertando sobre capellanes entremetidos y joyas nefandas, hasta que Estopiñán le cortó con cierta sequedad:


-          ¡Uf!, las doce y veinte. Le he robado casi dos horas de su valioso tiempo. ¿Puedo invitarle a tomar el vermú por aquí cerca?


     Así dijo, devolviéndole a un tiempo la joya. Aunque lo deseaba vivamente, se abstuvo de pedir permiso para sacarle una fotografía. Tiempo habrá, pensó. De todas formas, la dedicación la hacía inconfundible.


***


     De regreso a Madrid, don Eusebio se enfrascó en lo que él llamaba el juego de las cerezas, es decir, en ir pasando de unos temas a otros a impulsos de las relaciones entre ellos, muchas veces impensables de antemano. Con eso, además, iba haciendo tiempo para iniciar la segunda fase de sus indagaciones, absolutamente necesaria pero, también, no fácil de conseguir. Tuvo constancia de ello, tan pronto cogió el teléfono para hablar con los responsables de la Cofradía:


-          ¿Consultar los libros de actas de la Vera Cruz, dice usted? ¿Y sin saber exactamente la fecha ni el contenido del acuerdo? No señor, es imposible sin un permiso del Arzobispado. Si, por lo menos, tuviese carné de investigador de alguna Universidad...

-          Supongo que también valdrá, si lo expide alguna Institución prestigiosa no universitaria.

-          Tal vez. Sobre eso decidirá el señor Alcalde.

-          ¿Cómo? ¿Qué pinta en esto el Ayuntamiento?

-          El señor Alcalde de la Cofradía. Es el título que tiene nuestro máximo rector. Como viene del siglo XVI, por lo menos...


     Estopiñán no perdió el tiempo. Fue a visitar al comisario director del Museo Policial[4] y le pidió como favor especial la expedición de un carné o una credencial, que le habilitase para acceder a los archivos históricos. El Director frunció el ceño:


-          Pero ese archivo es privado y hasta eclesiástico, por más señas.

-          No te preocupes; solo necesito una cabeza de playa. De entrarles a los cofrades ya me encargo yo.

-          En fin, sea. A ver si consigues la pulsera para depositarla en nuestro Museo.

-          ¡Huy, Matías! Confórmate con un articulito mío para Policía[5].


     En fin, con una encomiástica carta de presentación y un inestimable telefonazo del Jefe Superior de Policía de Castellar al Alcalde de la Vera Cruz, nuestro curioso impertinente recibió el placet para la consulta de los libros de actas que le interesaban. De su resultado, así como de las oportunas deducciones sucesivas en él basadas, tendrán cumplida información en el capítulo siguiente.



2.  Con la iglesia hemos topado




     (Por razones de estilo, concederé la palabra a don Eusebio. Adelante, comisario)


     Por muy buenas razones, pedí en primer lugar el libro de actas que contenía las de los años 1911 a 1915. Don José Moralejas había sido asesinado a fines de 1912, momento hasta el cual –si la ajorca era la que me sospechaba- la joya habría estado en su poder. Así pues, razonablemente aposentado en la sacristía de la Iglesia, inicié la consulta del infolio, hojeándolo en lectura rápida, tantas veces ejercitada en activo con los atestados. Y no tuve que pedir ningún otro tomo, pues allí estaba. En el acta levantada de la reunión del cabildo de la Cofradía, correspondiente al día 16 de junio de 1915, podía leerse, literalmente:


     Por votación mayoritaria, los mayordomos de esta Cofradía acuerdan aceptar el don a la Virgen de la Excma. Señora Duquesa de Moralejas, consistente en una pulsera de época, en oro y azabache, recuerdo de su difunto marido, con la condición indicada por el Muy Ilustre Señor Canónigo Doctoral de esta Archidiócesis, Sr. Cazorla, consistente en que dicha joya no sea nunca portada por la venerada Imagen, ni exhibida públicamente, guardándose en el tesoro de la Cofradía en lugar aparte de las demás preseas.


     Ni que decir tiene que copié textualmente el acuerdo en mi libreta, devolviendo acto seguido el libro al sacristán que celosamente me vigilaba. ¿Ya ha terminado usted?, inquirió. Sí, gracias. He encontrado poca cosa para lo que esperaba, repliqué con intención de eludir eventuales inquisiciones de los responsables de la Cofradía. Ya volveré otro día, si se tercia, concluí, observando que el subalterno me ponía mala cara.


     Supongo que todos ustedes saben bien quién fue el Sr. Cazorla pues, aunque fallecido hace ya unos años, alcanzó en vida los honores de cardenal y Primado de España. Con todo, fueron su genio y rigurosidad los que más fama le dieron, esquinándose con el Vaticano, con la República y con el mismísimo Franco[6]. Si alguno es castellarense de pro, tal vez sepa que tan lucida carrera eclesiástica comenzó en esta ciudad castellana, con los grados de canónigo y obispo auxiliar. Ahora bien, ¿qué estrechos lazos lo ligaron a la Cofradía de la Vera Cruz, como para poder decidir el triste destino de la pulsera de mis indagaciones? Lo más fácil habría sido informarse in situ, pero no me agradaba dar pábulo al Alcalde y los mayordomos. Así que, de mano en mano, confidencialmente, vine a dar con un viejo presbítero de la secretaría del Arzobispado, que recordaba vívidamente aquellos sucesos de su época de seminarista:


-          Conocí al cardenal Cazorla, pues me dio clase en los últimos cursos del Seminario. Ya entonces era todo un carácter. Por decirlo brevemente y sin pecado, un modelo de profesor y muy hábil para promocionarse. Ya conoces aquello de fuerte con los débiles y débil con los fuertes. Pues eso; se metió al achacoso arzobispo en el bolsillo. En tres años, era su Secretario de Cámara y de Gobierno. Ni una pluma se movía sin su conocimiento y autorización. Fíjate, en el año de 1915 se convirtió en el factótum del arzobispo y, al año siguiente, ya era su obispo auxiliar. Pero perdona, estoy divagando. Lo que a ti te interesa es lo de su relación con la iglesia de la Cruz.

-          Nada hay que perdonar. Es un preámbulo muy interesante, que tal vez aclare lo que viene a continuación.

-          Desde luego. Nuestro flamante canónigo y profesor, nada conocido en esta ciudad y poco apreciado por muchos de sus compañeros de Curia, tuvo una ocurrencia que para sí habrían querido muchos de los propagandistas más eficaces de estos tiempos. Como en la catedral tenía escaso predicamento y el seminario se le quedaba pequeño, tuvo la feliz ocurrencia de hacerse con el púlpito y el culto de la Cruz que, como has visto, es un espléndido templo en el centro de la ciudad, sin la clerecía que tienen las parroquias y sostenido por una Cofradía multisecular y muy devota. Vamos, el escaparate ideal para adquirir fama y prestigio. Aquí empezó a brujulear, allá por el año trece y, para el 1915 que te interesa, se había convertido en el amo y señor. Viacrucis, sabatinas, misas dominicales... Y no solo él, que acabó enchufando también a su hermanito Aureliano, para que lo ayudara y sustituyese en lo que él no podía cubrir.

-          Tengo entendido que ese hermano también llegó a canónigo de Castellar por obra y gracia de las influencias fraternas.

-          Te veo bien informado. En efecto, el hermano mayor se encargó de que nadie compitiera con el segundón en las oposiciones. En fin, chismes y habladurías aparte, ahí tienes la razón por la que los Cazorlas mangonearon durante años esa Cofradía y su iglesia penitencial, haciendo y deshaciendo a su sabor.

-          Ya. No obstante, sigo sin ver claro por qué proscribieron la famosa pulsera...

-          Eso, hijo, es cosa que supera mis conocimientos. Con todo, espero haberte sido útil y no tomes en cuenta mis juicios del cardenal Cazorla, sin duda, demasiado severos. A fin de cuentas, en Castellar solo estaba empezando. Luego...

-          ... Luego fue todavía a peor, según creo.

-          Dejemos que los difuntos sean juzgados por Dios, Nuestro Señor, concluyó el sacerdote, de un modo demasiado enfático para ser plenamente sincero.


***


    

     De regreso a Madrid, me enfrasqué en la lectura de alguna biografía de Moralejas y de numerosos libros y artículos históricos relativos a su mandato. Pronto di con la presunta –pero plausible- causa de la animadversión de Cazorla hacia su persona. Aquel gran Presidente del Gobierno había sido un adelantado en pro de la aconfesionalidad del Estado, la igualdad general de trato de todas las Confesiones y la consiguiente reducción de privilegios de la Iglesia católica y de sus Órdenes religiosas. Pocos políticos fueron tan vilipendiados y zaheridos por los católicos, incluso después de su muerte. Resultaba, pues, lógico que aquel canónigo de altos vuelos, tradicionalista y bastante cerril, no quisiera ver por su Iglesia una joya que había pertenecido al entonces recién fallecido magnate. Todo eso era pura especulación y, sin embargo, se presentaba ante mis ojos cual realidad incontrovertible. Tanto más, cuanto que la pulsera de oro y azabache no había sido una joya más en el saneado patrimonio de la familia Moralejas. Pero, ¿qué rayos significaba aquel brazalete, de valor material relativamente modesto? Acompáñenme en los pasos sucesivos que me llevaron a comprender que podía valer poco, pero significaba mucho. Observen:


     1º. La inscripción “A Marie, de Pepe.1878” hacía presumir que se tratara de una pulsera de pedida. Marie, no María, por la procedencia francesa de la prometida; Pepe, apelativo coloquial por el que generalmente era conocido el político entre sus amistades (tanto más, en su juventud). El año 1878 se correspondía con el del primer matrimonio de Pepe, precisamente con Marie.


     2º. Marie había fallecido de forma bastante repentina en 1897, a los cuarenta años de edad, sin hijos, sumiendo a su esposo en un tremendo dolor, quedando como estuporoso y sin habla, hasta que fue reaccionando paulatinamente, con la ayuda de amigos, colegas y familiares. Es muy probable que fuese en aquellos momentos de angustia cuando decidiese colocar la pulsera de pedida en su muñeca izquierda, donde la llevó toda su vida, como permanente recuerdo y homenaje a su esposa muerta. Y ello fue así, pese a haber contraído segundo matrimonio en 1908. Don José no quiso que el amor hacia su segunda esposa borrase ese símbolo del que había profesado a la primera.


     Así pues, el brazalete condenado por Cazorla a tan torpe y riguroso confinamiento no era meramente una joya adquirida y regalada por Moralejas a su primera mujer: Era el símbolo de la perennidad de sus sentimientos amorosos y el metal que había abrazado su carne hasta el día fatídico del magnicidio. Estoy por afirmar que, si del canónigo hubiese dependido, la pulsera habría sido rechazada, pero estaban el interés de la Cofradía y el respeto debido a la donante, dama altamente ennoblecida por el Rey, con el título de duquesa y Grande de España. Se aceptó, pues, la donación, aunque con unas condiciones vejatorias que, de ser conocidas por la oferente, tengo para mí que no las habría consentido.



3.  No hay mejor destino


     Dejaré descansar al policía y reanudaré mis funciones de narrador. Y no es mal momento pues, a partir de aquí, don Eusebio hubo de enfrascarse en un proceso de conjeturas y suposiciones, que le avergonzaba y cuadraba mal con su científico proceder habitual. ¡Qué le vamos a hacer! Poco leerán en este capítulo que les aporte el dato preciso y, a las veces, curioso. Casi todo suena a alta comedia, en que prosaicos sentimientos acabasen bendecidos bajo el manto de la Virgen. Vean ustedes por qué.


     La primera pregunta a contestarse era esta: ¿Por qué la Duquesa de Moralejas, amante segunda esposa del insigne político, iba a desembarazarse de una joya tan querida por su difunto marido? En las fechas en que Estopiñán publicó en la revista Policía su prometido resumen del caso, estaba aún reciente el fallecimiento de la Señora y vivían sus hijas. Lógico es que –como tantos historiadores- pasara por el tema como sobre ascuas y tan solo aventurase una hipótesis en breve nota a pie de página. Años más tarde, yo me atreveré a recoger los términos de una extensa conversación con el comisario, de cuando yo era un joven juez en prácticas, amante de la Historia y muy abierto a escuchar las batallitas del abuelo Cebolleta, como decía mi interlocutor. He aquí lo que recuerdo de sus palabras, sentados ambos en una terraza de la madrileña calle de Ferraz, a la puesta del sol:


-          La segunda esposa de don José –me explicó don Eusebio- lo fue tardía y vilipendiada. Para justificar lo primero, baste decir que se casaron cuando llevaban unos ocho años amancebados y ya tenían cuatro hijos de esa unión. ¡Figúrate, en aquellos tiempos, todo un señor ministro y Presidente del Congreso, liado con una mocita menor de edad[7], casi treinta años más joven que él!

-          ¡Y con cuatro hijos naturales, él que no los había tenido de su primer matrimonio!

-          Claro, claro. Pero no fue esa la única razón del desprecio social, incluso después de bien casados. Ella era hija de un empresario teatral y circense, que casi se arruinó en América. Fíjate tú, con el clasismo que antaño se estilaba. Todo lo utilizaban en contra de la joven esposa y, entre ello, lo de que don José no se quitara nunca la pulsera de pedida de su primera mujer. ¡Menuda comidilla!

-          Ya veo, ya. No me extraña que, tan pronto se quedase viuda, le estorbara la joya y quisiera quitársela de su vista.

-          En efecto: esa es mi tesis. Y, no habiendo descendencia del primer matrimonio, ¿qué mejor destino para el brazalete que ofrendárselo a la Virgen? Ni el propio Moralejas redivivo habría podido echarle en cara ese piadoso rasgo.


     Por un momento, nos dedicamos a contemplar en silencio el espectacular ocaso solar. Seguidamente, don Eusebio me interpeló, con mirada pícara:


-          Hasta aquí, tú mismo podrías haber hecho una deducción acertada, sin mi ayuda. Ahora, intenta responderme con justedad a esta pregunta. ¿Por qué elegiría la duquesa a la Virgen de la Piedad castellarense para ofrendarle la joya? Anda, que con la de Vírgenes que tenemos por España y, para empezar, las de Madrid.

-          Supongo que tendría con ella algún lazo desconocido; tal vez, algún favor espiritual al que corresponder.

-          Veo que el señor juez divaga e incurre en tópicos, como cualquier abogado. No, joven, el lazo entre la duquesa y la Virgen no era tan desconocido, salvo de los ignorantes. Sucede que doña Pura –tal era su gracia-, aunque avecindada en Madrid había nacido... en Castellar.


     Como si temiera mi escepticismo, se deshizo en precisiones sobre sus diligencias de investigación, que culminaron en la consulta de los libros del Registro Civil de dicha ciudad, hasta dar con el asiento del nacimiento de la duquesa, producido en el año 1882. Prosiguió:


-          No creas que me siento satisfecho de mi hallazgo. Quedan muchos cabos sueltos que tú, como castellarense, bien podrías atar. ¿Tenía algo que ver la familia de la augusta Señora con la iglesia de la Cruz? ¿Llegó a visitarla en unión de Moralejas en alguna ocasión? ¿Pretendía con la ofrenda rendir tributo a una centenaria iglesia, además de librarse de una joya poco grata?


     Me sentía molesto, no tanto por el encargo propuesto, como por el hecho de que un forastero supiera de mi ciudad mucho más que yo. Así que me agarré, como a un clavo ardiendo, a lo poco que conocía y que venía al caso:


-          Parece ser que su estudio ha llegado a basarse en probabilidades, tanto o más que en certezas. En los mismos términos, yo aventuro una hipótesis. Por los años de la donación de la pulsera, la iglesia de la Cruz estuvo –una vez más- en la tesitura de ser expropiada y derribada, para trazar una avenida que uniera la Plaza Mayor con la de San Pablo. Fue una ocurrencia urbanística, que se repitió con la Segunda República y luego, con el Plan Cort[8]. Vaya usted a saber si la Duquesa estaba al corriente de tal amenaza y ella le despertó dormidos recuerdos o fáciles generosidades.


     El comisario siguió muy atento mi sugerencia, con sus ojos inquisitivos fijos en mis labios. Al concluir, sonrió y obsequióme con una flor, que aún me parece recordar ahora:


-          Si la cultura y la imaginación no se te atrofian entre reglamentos y expedientes, te auguro un futuro prometedor en tu profesión.


***


     Tengo a la vista una ajada fotocopia del número de Policía en que apareció la colaboración de Estopiñán, allá por el año de 1973: apenas cuatro páginas con el romántico título de Una prenda de amor de Don José Moralejas. Me consta que, antes de que dicha revista se publicara, don Eusebio envió al Alcalde de la Cofradía de la Vera Cruz un resumen de sus indagaciones acerca de la pulsera. No dejaba de haber sensibilidad en aquella muestra de respeto y consideración, que su autor hacía llegar a los custodios de la joya. En efecto, la carta introductoria terminaba suplicando a las autoridades de la Cofradía el final de la cuarentena del brazalete, dado –argumentaba- su limpio origen, para nada reñido con la veneración a la Piedad ni con la moral exigible a esa venerable Cofradía. Pero tan buenos sentimientos no pudieron realizarse, como se deduce de la misiva de contestación del expresado Alcalde, que aún conservan los herederos de Estopiñán:


     …Lamento comunicarle que, ante el fundado temor de que dicha pulsera se convirtiese en un objeto de divergencias entre los cofrades y de espectáculo frívolo para el público visitante de esta Iglesia Penitencial, la Junta de Mayordomos acordó su venta bajo estricta reserva respecto de su procedencia, aplicándose el precio a obras de caridad. Tal acuerdo ha sido efectuado hace unos meses, razón por la que la joya no obra ya en nuestro poder. No dudamos de que el famoso político, Sr. Moralejas, y su benéfica y generosa viuda habrían aprobado nuestra decisión, de haber estado vivos… Agradecemos muy sinceramente su interés por nuestro Tesoro y le invitamos a asistir al novenario de misas que, con motivo del sexagésimo aniversario del fallecimiento del Sr. Moralejas, ofrecerá nuestro Capellán, por las almas de dicho señor y de sus respetadas esposas…


     No soy tan perspicaz como el señor Alcalde a la hora de presumir la opinión del malogrado Primer Ministro, con relación a que su querida pulsera fuera puesta en venta en una joyería de preseas de segunda mano. Lo que sí me consta es la reacción de don Eusebio de Estopiñán, al recibir la noticia y en los pocos años que sobrevivió a la misma. Me la contó uno de sus hijos:


-          ¿Que si siguió con sus investigaciones acerca de la pulsera? ¡Por supuesto! Se pasó lo que le quedaba de vida obsesionado por descubrir el paradero de la joya y adquirirla para sí. Claro –como él decía-, si mi menguada pensión de jubilado da para comprarla.


***


     Así que, si alguno de mis lectores descubre un día una pulsera decimonónica de oro y azabache en los escaparates o vitrinas de algún joyero anticuario, entre, examine la pieza y vea si figura en ella la leyenda A Marie, de Pepe. 1878. Si así fuere, haga por comprarla y, de no juzgarlo conveniente, avíseme. Por mucho que sea su precio, es mayor su valor. En el relato que ahora concluyo creo haber dejado muy claro el porqué.






[1]  José Canalejas Méndez (1854-1912), insigne político español, Presidente del Consejo de Ministros (febrero de 1910-noviembre de 1912), asesinado en Madrid, el 12 de noviembre de 1912. Pedro Segura Sánchez (1880-1957), muy notable eclesiástico español, Cardenal de la Iglesia Católica, arzobispo de Toledo y de Sevilla.
[2]  Para los que requieran exposición más detallada de estos hechos, los remito al siguiente artículo, disponible en Internet: La sociedad vallisoletana ante el proyecto de demolición de la iglesia penitencial de la Vera Cruz (1911-1936), del que es autora la profesora, María José Martínez Ruiz.
[3]  Gregorio Fernández, o Hernández, gran imaginero español (1576-1636).
[4]  Este Museo se fundó legalmente en 1908, aunque parece que no funcionó en la práctica hasta 1925. Estuvo ubicado en diversos emplazamientos madrileños hasta 1986, en que abrió sus instalaciones en la Escuela General de Policía de Ávila.
[5]  La revista Policía se ha venido publicando con un carácter cuasi oficial en España desde 1911.
[6]  Para lectores extranjeros, aclaro que la República alude la Segunda República Española (1931-1936) y que Franco es el general Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), Jefe del Estado español entre 1936 y su muerte, acaecida el 20 de noviembre de 1975.
[7]  Tal vez, don Eusebio exageraba un poco, pero no se olvide que, en aquellas fechas de principios del siglo XX, la mayoría de edad estaba en los 23 años y las mujeres solteras tenían ciertas limitaciones para abandonar el domicilio paterno hasta los 25.
[8]  Fallido plan general de ordenación urbana de Valladolid (1939).  Buen resumen de él, accesible desde Internet, es El Plan Cort en el Valladolid de la postguerra (1979), de la profesora Mª Antonia Virgili Blanquet.

sábado, 6 de diciembre de 2014

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (y X): LA CURACIÓN POR EL OLVIDO


Psicopatología de la vida amorosa (X)

La curación por el olvido

Por Federico Bello Landrove

 

     ¿Por qué se afirma que cualquier tiempo pasado fue mejor? Los psicólogos nos dirán: a causa del olvido de sus peores momentos. Este género de amnesia benéfica se produce de modo postraumático, también tras trágicos episodios amorosos. En este relato expondré un caso límite, conocido y tratado por el doctor del A., y referiré las consecuencias sorprendentes de la intervención en él de tan reputado psiquiatra.

 
 

1.      Olvido y retorno


     Yo los conocí. Ella era la excelente cocinera del restaurante La Viña, que tanta hambre me quitó en mis bohemios años de la Universidad, cuando se me agotaba la mesada que mis padres enviaban desde La Puebla. Él, de manera frecuente, la acompañaba al mercado, cuando Felisa lo recorría a primera hora de la mañana para encargar el mejor género, que más tarde guisaría en los fogones de su cocina y acabaría en los vientres de los numerosos clientes del establecimiento. Entrada ya la noche, su figura, delgada y cargada de hombros, se perfilaba en el portal contiguo o paseaba arriba y abajo por la acera de enfrente, esperando el final de la agotadora jornada de su amada, para llevarla hasta casa, en el arrabal del Puente. Dicen que se llamaba Julián y era tenido por su eterno novio. ¿A qué se dedicaba? Solo sé que, vestido con traje azul marino o gris marengo, recorría mañana y tarde, infatigablemente, el  centro urbano. Cuentan que era ordenanza de una sucursal de seguros y que su mayor afición, fuera de rondar a Felisa, era la de ir de pesca a San Miguel del Pino los fines de semana del buen tiempo. Muestra de amor o, al menos, de paciencia, era que ella lo acompañara los pocos días de fiesta que libraba en la cocina. Los más cercanos a la pareja aseveraban que habían ennoviado casi de niños, a poco de acabar nuestra Guerra, y que ya se hablaban formalmente antes de que a él lo sortearan a Alcazarquivir. Dos años más tarde, regresó de la mili, mas los planes de boda nunca se cumplieron. Ahora, veinte años después, la cosa seguía igual, ni atrás, ni adelante. ¿Por qué? Felisa perdía la compostura por un momento, las pocas veces que alguien se había atrevido a preguntárselo. ¿No tiene cosa mejor que hacer que hurgar en las vidas ajenas?, espetaba al atrevido. Poco a poco, aquella relación, eterna e inmutable, se había hecho un sitio entre la zarza ardiente y la obras de la Catedral. A fin de cuentas, uno agradece que haya algo permanente en la vida y acaba por no preguntarse sobre su causa ni su sentido.

     ¿Eterna e Inmutable?  Solo hasta cierto punto. Con la periodicidad segura y fluctuante de las estaciones, Juli desaparecía de la vida de Felisa, para retornar un tiempo después, más asiduo, mejor vestido, con su ramillete de flores propias de la época. La cocinera parecía tomar aquellos eclipses julianos con indiferencia, pero la procesión iba por dentro. Si Felisa tenía alguna mala palabra con alguien, un error en la compra, un exceso de cocción de las viandas, era en esos momentos, sin duda, malos para ella. Era entonces cuando, camino de la farra nocturna y en pago de sus bondades, aterrizaba yo por La Viña sobre las once y me acomodaba en la barra, con mis cacahuetes y la copa de cigales, hasta que la cocinera asomaba por el pasillo del fondo.

-          Anda, Felisa, que hoy te acompaño hasta tu casa.

-          ¿No tiene nada que estudiar esta noche el señorito?

-          Claro, algo de anatomía repasaré, pero después de dejarte en el portal, que hay mucho sátiro por ahí suelto.

     Y así, hasta que su novio reaparecía.

***

     Se había puesto de moda una canción dialogada sobre una pareja: La dubitativa dilación del novio iba a dejarla a ella solo pa’ vestir santos del altar. Algún gracioso anónimo había dedicado el disco, para Felisa, del restaurante La Viña, deseando que no le pase lo mismo. Fue durante una fase de eclipse total de Julio que, al parecer, estaba durando más de lo habitual. Al llegar a la plaza de San Nicolás, la cocinera rompió a llorar incontenible y súbitamente. En seguida comprendí de dónde le soplaba el aire y, como Dios me dio a entender, desdramaticé la situación: Esos gilipollas no son capaces de comprender un amor sin matrimonio –improvisé-. Seguro que Juli vuelve: ¿Adónde va a ir que más valga? Acompañé las palabras de una estratégica entrega de pañuelo, posesión y gesto que me ha sacado en forma elegante de algunos malos momentos. Felisa enjugó sus lágrimas, sonóse levemente y me hizo la confidencia de todos ignorada: el motivo de las periódicas desapariciones de su novio,  de su angustia vital.

-          Cuando Juli marchó a la mili, nos prometimos fidelidad y todo eso. Incluso, hicimos planes de boda para su vuelta. Yo entonces trabajaba para los Lausín, una familia de abogados de la calle Santiago. No era cocinera, sino niñera. Todas las tardes salía al Campo con los niños y allí… En fin, yo era joven y no mal parecida. Dicen que, con el uniforme negro y blanco que me hacían llevar, llamaba la atención. El caso es que empezó a rondarme y dar palique un cabo de la Academia. Ya sabes lo que es eso, con el novio fuera por dos años y una carta a la semana, como mucho. El caso es que, ante la insistencia, quedé con él algunos domingos por la tarde, al cine o a pasear. Un día nos vieron los padres de Juli, cuando mi acompañante me llevaba echado el brazo por el cuello. Les faltó tiempo para contárselo a su hijo, sabe Dios con qué detalles o exageraciones. El caso es que dejó de escribirme, como si se lo hubiese tragado la tierra. Cuando volvió de Marruecos, no me avisó siquiera. La primera vez que nos vimos, fue por casualidad y él ni me miró, como si fuese una extraña. Y así, durante unas semanas. De pronto, volvió a rondarme y hacerme la corte, como si fuese la primera vez. Yo no sabía si se había arrepentido o qué. Parecía estar de broma a veces: ¡Con decirte que me preguntó cómo me llamaba y tuve que contarle mi vida de cabo a rabo! Estuve a punto de mandarle a freír espárragos, pero lo quería y me sentía culpable de lo sucedido. Al menos, eso es lo que me aseguraron sus padres: que todo era por culpa mía, por ser una sinvergüenza, que no le guardó la ausencia.

-          Bah, pasión de padres. ¿Y cómo acabó todo?

-          ¿Acabar? ¿No ves que seguimos igual? A cada cierto tiempo, deja de verme y de tratarme, como si yo no existiera. Luego, empieza otra vez a buscarme y a pretenderme. Yo le dejo hacer y volvemos a ser novios, con los altibajos propios del caso. Empezamos a hacer planes de casorio pero él, como si se le cruzaran los cables o alguien lo malmetiese, torna a volverse suspicaz, a encelarse de mí, a echarme en cara naderías. Yo, ya escarmentada, no le doy importancia y me muestro aún más cariñosa, pero es en vano. Juli se exaspera, se deprime, duda…, se vuelve otro. Un buen día, no aparece, sin avisar, y vuelta a empezar.

-          Extrañísimo. No sé cómo lo aguantas.

-          Pues por lo que te he dicho, por cariño y porque sigo sin tener la conciencia tranquila, incluso después de tantos años. Y ahora porque, ¿qué voy a hacer después de todo lo pasado? Ya no puedo cambiar. Tengo mi vida hecha junto a él y siempre me queda la esperanza de que un día decida seguir hasta el final.

-          ¡Qué buenos, o qué tontos, sois a veces los mayores! A mí podía venirme una chavala con esas historias.

-          Tienes razón, Fede, serán cosas de la edad…, o de que todavía no has querido de verdad a otra persona.

 

2.  Diagnóstico y tratamiento
     



     El tema me impactó de tal manera, que lo saqué a colación el domingo siguiente, durante la comida a la que me invitaron en casa del doctor del A. Para mi sorpresa, don Isaías se interesó vivamente y me asaetó a preguntas, que yo apenas pude responder. Viendo seco el hontanar, me sugirió:

-          ¿Por qué no haces por traerla a la consulta? Desde luego, no le cobraré nada y quién sabe si pueda remediar en algo su problema.

-          ¿Cree usted que se trata de una enfermedad mental?

-          Pienso que no hay para tanto. De todos modos, necesitaría conocer el caso mucho más a fondo. A ver si puedes ayudarme en ello.

     No me fue fácil convencer a Felisa de que aceptase la invitación del Doctor. Al fin, ponderando al extremo su habilidad y experiencia en la resolución de casos difíciles, logré su aquiescencia. Tengo ante mí la prueba de ello: este voluminoso archivador, que del A. rotuló Desmemorias de un soldado de Marruecos.

     Salvo que sean ustedes profesionales de la Psicología o la Psquiatría, no encuentro motivo ninguno de seguir con detalle el hilo de Ariadna, que llevó al Doctor, de la mano de Felisa, a encontrar el síndrome de amnesia postraumática más extremo y original que me ha sido dado estudiar, en el tratamiento de los problemas afectivos. Un juicio tan hiperbólico promete una historia excepcional; solo que yo, narrador mediocre, ya me he encargado de destriparlo, revelando sus claves en el capítulo precedente. De suerte que voy a limitarme a completar el relato con las consideraciones clínicas del galeno, que bien podrían resumirse en la famosa frase, quienes olvidan la historia están condenados a repetirla. Pero cedamos al Doctor el uso de la palabra escrita:

     Aunque sería precisa la anamnesis del paciente y de sus padres, parece claro que estos ofrecieron a aquel una versión tan sorprendente y excesiva del desliz de Felisa R., que el novio vio derrumbarse sus expectativas vitales, hallándose en tierra extraña y sometido a una fuerte tensión por el rigor disciplinario y las deficientes condiciones de alimentación y alojamiento. Ello le provocó una amnesia selectiva, que afectó únicamente a su memoria amorosa.

     Hasta aquí, nada que no pudiéramos sospechar por cuanto antecede. Pero, con su perspicacia natural, agudizada en el ejercicio profesional, del A. añade:

     Mención especial merece el hecho de que, aún desmemoriado, el paciente fije una y otra vez su atención en la misma mujer de la que estuvo enamorado en un principio. Tal circunstancia es digna de ulterior estudio, que permita comprobar alguna de las     probables hipótesis: 1ª. Que la amnesia de la relación anterior no sea completa. 2ª. Que existan otras personas o circunstancias ambientales que le lleven a fijarse en Felisa. 3ª. Que esta mujer sea la de su vida, hasta el punto de que, al mantener intactas sus cualidades de elección personal, la seleccione repetidamente como la única interesante para él. 4ª. A la inversa, que el paciente haya generado un trastorno sado-masoquista, el cual le lleve a perjudicar a sí mismo y a Felisa con el incesante retorno a una situación estresante y sin salida para ambos.

     Pero donde la capacidad analítica de don Isaías llega a su colmo es en las reflexiones acerca del eterno retorno, es decir, de las sucesivas rupturas y reanudaciones del noviazgo entre Felisa y Juli. Helas aquí:

     Un sexto sentido, que bien podemos calificar de subconsciente, lleva a Julio a romper la relación cuando esta parece hacerse irreversible y se encamina hacia el matrimonio. ¿Por qué? Seguramente, porque ha quedado grabada en la memoria que, en su opinión, Julia no es de fiar, hasta el extremo de poder compartir con ella la vida. Su presunta infidelidad con el cabo de Caballería ha resistido a la amnesia, por más que el paciente no sea consciente de ella.

     Finalmente, el Doctor pone a prueba su humildad médica, con el resultado que a continuación se expresa (¡cuántas veces le oí aquello de que la Medicina no es una Ciencia exacta y la Psiquiatría, menos aún!).

     La duración media del apartamiento de Julio respecto de Felisa (unos dos meses, según esta me indica) tiene escasas oscilaciones cronológicas (más/menos quince días). A falta de otra explicación más plausible, me inclino a pensar que la duración es tanto mayor, cuanto más haya progresado la relación hacia su consumación. Con todo, no se trata sino de una hipótesis conjetural, difícilmente comprobable, al carecer del oportuno aparato estadístico matemático.

     Lo dicho, la modestia de un gran médico.

***

     El diagnóstico, pues, estaba claro para el Doctor. No me digan cómo se le ocurrió el tratamiento, pero algunas novelas debió de leer por aquellas fechas ya que la clave fue… la llevanza de un diario. Imaginemos la forma de sugerirlo:

-          Felisa, creo poner a su novio en la senda de la curación, siempre que podamos imaginar un medio para que no olvide, a cada ruptura, el tiempo anterior pasado junto a usted.

-          ¡Toma!, eso ya lo he intentado yo, pero no hay cáscaras. En cuanto trato de hacerle recordar, me sale con que le estoy gastando una broma pesada, que deliro o cosas por el estilo. No hace caso a nadie que le lleve la contraria en eso. ¿Cómo demonios me quieres hacer creer que olvido algo tan importante, cuando llevo mi trabajo al dedillo?, replica.

-          Claro, mujer. Si hay algo difícil en las cosas de la mente es tratar de solucionarlas desde fuera. El enfermo tiene que encontrar el camino con nuestra ayuda discreta y convencerse por sí mismo. Es Juli quien tiene que constatar de propia mano que lleva toda una vida dando vueltas, para acabar llegando una y otra vez al mismo sitio.

-          ¿Y luego, qué pasará?

-          Pues, seguramente, que descubrirá el daño que ha venido haciéndole a usted y a sí mismo y, aunque con amnesia de sus relaciones anteriores a la mili, comprenderá que la felicidad está a su lado.

-          ¿No se acordará entonces de lo mío con el cabo? Es lo poco bueno de esta triste situación.

-          Por supuesto que no. Aunque hubiese alguien tan estúpido o perverso que se lo hiciese saber, él no le daría crédito, por lo mismo que no se lo da a usted respecto de todo lo demás.

-          ¡Qué bien, doctor! ¿Y ya ha pensado usted cómo entrarle a mi Juli, para que no escape y vuelva a cada poco, como la luna llena?

-          Algo se me ha ocurrido, sí. Su Julio, ¿tiene costumbre de escribir?

-          ¡Huy, sí señor! Es muy escribidor, sobre todo, por su trabajo.

-          Estupendo. En la próxima fiesta de Reyes, o cuandoquiera que estén ustedes a buenas, regálele un diario y anímele a que lo vaya cubriendo cotidianamente con todas sus pequeñas cosas. Eso sí, de su puño y letra.

-          ¡Uf! ¿Y a ton de qué le hago semejante obsequio y le pido que lo use? No se me ocurre… A ver si va a recelar.

-          Mujer, eso es entre ustedes. ¡Qué sé yo! Dígale, por ejemplo, que querría tener un recuerdo de los maravillosos momentos pasados juntos y que, como él escribe tan bien y usted es poco letrada…

-          ¡Oiga, oiga!, que una puede pasarse la vida entre pucheros y haber leído mucho.

-          Es un pretexto, Felisa. No he querido ofenderla.

-          No, si le agradezco su interés. Y, de todas formas, insisto en pagarle la consulta.

     El Doctor enrojeció y le pidió cincuenta simbólicas pesetas.

     La vez siguiente que la vi, todavía le duraba el rebote:

-          Es todo un caballero pero no quise darle ningún motivo para hacerme de menos –me dijo-.

-          Te entiendo, Felisa, aunque no hay por qué. Anda, vamos a Cervantes. Te ayudaré con la elección del diario.

 

 
3.  Donde halla remate esta rematada historia
 


     La secuencia temporal de esta historia termina para mí cuando, tras el enésimo eclipse juliano, Felisa le hizo obsequio del diario:

-          Le ha parecido una pampirolada –me contó- pero, por mí, ha prometido que lo escribirá y me lo regalará cuando nos casemos. Figúrate, qué lejos me lo fía.

-          No tendrás que esperar tanto. A la primera que desaparezca y vuelva a aparecer, le dices, como quien no quiere la cosa, que tome y lea su diario; y, por si queda patidifuso y requiere explicación, que lo haga estando tú delante.

     El resto es para mí doloroso de contar. De hecho, me ha costado un fuerte disgusto con mi amigo Alberto, el hijo del Doctor, así como su tajante prohibición de que siga usando para mis relatos los casos de su padre. Todavía no pierdo la esperanza de aplacarlo y hacerle volver de su resolución. Con todo, el respeto que debo a la verdad y a ustedes, me obliga a exponer el desenlace del caso de las Desmemorias, tal y como figura, no ya en los archivos del doctor del A., sino en el recuerdo de los hijos de los antiguos dueños del restaurante La Viña, de cuya memoria y fuentes me fío plenamente.

-          La buena de Felisa estuvo sobre ascuas todo el tiempo que medió entre la redacción del diario y la siguiente reaparición de su novio. Tan pronto esta se produjo, le pidió que leyeran juntos lo escrito. Parece ser que Juli ni siquiera recordaba la existencia del documento pero al fin lo encontraron y no pudo menos que reconocer su autoría, pues la letra no dejaba lugar a dudas. Para mayor ambientación, creemos que la pareja fue a leerlo en el banco del Campo en que habían estado sentados la última tarde, antes de la partida del chico para Marruecos.

-          ¡Qué detallista, Felisa!

-          Como casi siempre. El hecho es que él se quedó de piedra pues no entendía cómo podía hablarse allí de Felisa y de él, meses antes de su actual encuentro. Así que ella le explicó de pe a pa cuanto había sucedido entre ellos desde niños, omitiendo naturalmente el esencial episodio del cabo de la Academia. Tenía al principio todas las esperanzas de que el tal Juli le haría caso y rectificaría, pero él pareció muy decaído después de la explicación. Figúrate, comprender que habían estado veinte años jugando al escondite, en vez de ser felices juntos. Parece que decía: Yo, por lo menos, estaba en Babia, pero tú… ¡cuánto habrás sufrido todos estos años! Nuestros padres contaban que Felisa estaba muy preocupada en los días siguientes, pues el novio no remontaba. ¡Si tan siquiera sirve para que no vuelva a marcharse!, suspiraba.

-          ¿Y sirvió?

-          Quia. Al cumplirse, más o menos, el plazo habitual, Juli no pudo más y escapó, solo que esta vez sin preludios ni avisos, como si sufriese un impulso incontenible, que no fuera capaz de resistir. ¡Ay, señora, que me da a mí que ahora se ha ido, no por enfado, sino de tristeza! Así dijo Felisa a mi madre. Bueno, mujer, a ver cómo vuelve, le respondió esta.

-          La esperanza es lo último que se pierde. En fin, ¿cómo volvió?

-          ¿Volver? ¿Pero no sabe que no regresó? Fue como si lo hubiera tragado la tierra, no como antes que, simplemente, no se acercaba de Felisa pero seguía haciendo el resto de su vida normalmente. Y así pasaron dos meses. Mi padre presentó denuncia en la Policía y, por ser vos quien sois, el comisario puso en marcha las pesquisas, aunque no era de la familia, ni había en principio sospechas de nada trágico. A los pocos días, llamaron a mi padre a la Jefatura Superior. No hay de qué preocuparse –le dijeron-: Está en una aldea de Orense, donde ha alquilado una casita con terreno que cultivar. No hubo forma de sacarles más, pues Juli estaba en su derecho de dejar colgada a Felisa y largarse a donde mejor le pareciese, siempre que no fuera un vago ni hiciera mal a nadie. Padre tranquilizó como buenamente pudo a Felisa y creímos que todo había acabado, mal que bien. Pero todavía faltaba lo peor.

-          ¿Y?

-          ¿Cómo? ¿No le ha informado su amigo, el hijo del psiquiatra? Pues buena la pudieron tener Felisa y él. Ya, por su cara intuimos que no está al corriente. Sepa usted que, al cabo de una semanas más, el tal Juli apareció ahorcado de una viga en la cuadra de su casa. Había dejado una carta explicativa. No culpen a nadie de mi muerte. Solo yo soy responsable de haber destrozado la vida a la única mujer que he querido en este mundo. He tratado de compensarla o de vivir con esta carga. Ninguna de ambas cosas me ha sido posible y la vida se me ha vuelto insoportable. Que Dios tenga piedad de mi alma. Julián del Valle.- Posdata: Señor Juez, no divulgue esta carta para que la causa y forma de mi muerte no hagan sufrir aún más a quienes quiero. Entiérrenme aquí mismo; hay dinero en el bote de harina de la cocina, suficiente para ello.

-          Deduzco por lo preciso de su recuerdo que, finalmente, no se respetó la voluntad del difunto y el contenido de la carta fue conocido de muchos.

-          Fueron los padres del difunto, que no perdieron la oportunidad de dejar en mal lugar a Felisa ante todos y echarle la culpa de lo sucedido. ¡Pobre mujer, no sé cómo pudo sufrir todo aquello, ni aún marchando a Madrid, para escapar de la vergüenza! Nuestros padres le buscaron trabajo en un pequeño hotel de la calle del Carmen.

-          Ciertamente es un final tremendo. Pero ¿están seguros de que el doctor del A. estuvo informado de él?

-          Por supuesto. A duras penas lograron que Felisa no se lo echase a la cara, como era su intención. Mi padre le aconsejó que se limitara a mandarle un resumen del suceso, que la ayudó a redactar. De su cosecha, añadió lo siguiente: Le mando este informe por si le sirve para tratar mejor ulteriores casos similares.