domingo, 19 de febrero de 2023

GARGANTA PROFUNDA EN MIRAMAR

 


Garganta Profunda en Miramar

Por Federico Bello Landrove

 

     Esta es una exposición ficticia, aunque poco imaginativa, sobre las dudas y las certezas de un triple crimen cometido por ciertos individuos de las fuerzas de orden público. Algunos, con más o menos propiedad, lo calificarían de terrorismo de Estado. Y, si la lectura del relato les trae a la memoria recuerdos de algún caso penal famoso de la crónica criminal de España, seguramente no se trate de una mera coincidencia.


Pose de Garganta Profunda (Mark Felt) como agente del F.B.I.

 

1.      Un abogado en apuros

 

     El rumor corría de boca en boca entre los funcionarios de la Audiencia Provincial de Miramar:

-          ¿No sabes? ¡Han puesto una bomba en el coche de Arsenio!

-          ¡Qué barbaridad!... ¿Le ha pasado algo?

-          Un vecino los pilló en plena faena y escaparon antes de terminar.

     En un breve rato, de los corrillos iban saliendo nuevas precisiones, acertadas en general:

-          Ha sido en el garaje de su casa.

-          Eran varios tipos, con la cara tapada.

-          El vecino que los pilló es el doctor Cano, que bajaba a deshora para atender una urgencia en su clínica.

-          Huyeron tan deprisa, que todavía dejaron por allí cables y algunas cosas más.

     En la dependencia del Colegio de Abogados en la misma Audiencia, se produjo un revuelo considerable cuando, a eso de las once, apareció por allí el letrado que -según uno de sus colegas- había estado a punto de saltar por los aires. Arsenio repelió como pudo la marea de togados que se le venía encima y tan solo contestó escuetamente al vicedecano, que casualmente andaba por allí, en espera de juicio:

-          Habrás ido a denunciar lo sucedido -aventuró el vice-.

-          Lo sucedido -replicó Arsenio- ha sido nada, y tan precipitado y confuso, que lo mismo pudo ser un acto terrorista, que un intento de robo, o una simple advertencia.

-          ¡Pero hombre, que cuajo tienes!... Si lo que no quieres es significarte solo, tal vez la Junta del Colegio podría asumir alguna iniciativa en defensa de los derechos de un colegiado…

-          Muchas gracias, Roberto, pero me conformo con que la Junta me permita seguir siendo miembro del Colegio, y deje que me bandee en mis asuntos como estime oportuno.

      El vicedecano tragó saliva -por no decir quina- y bajó los ojos. Comprendió que habría estado mejor callado en lo tocante a la ayuda colegial. Otro abogado, que había estado atento al cruce de frases antedicho, preguntó francamente a Arsenio:

-          Entonces, compañero, ¿lo vas a dejar pasar como si tal cosa? ¿No tienes interés en que se descubra a los autores de tamaña fechoría?

     Arsenio, de modo harto displicente, contestó:

-          En este caso, lo mejor es no darse por aludido, pero tomar las debidas precauciones. Y, en cuanto a los autores, debes de ser de los pocos que tenga dudas del colectivo del que proceden.

     Sin cuidarse del cuchicheo suscitado por su última consideración, Arsenio fue al armario, cogió una toga que parecía convenir bien a su espigada anatomía y se abrió paso, camino de la escalinata que llevaba a la sala de audiencias. En su vestíbulo, se dio de manos a boca con Fernando, el fiscal, que concluía entonces sus actuaciones de aquella jornada. Sujetó por el brazo a Arsenio que, tras saludarlo al paso, se disponía a acceder a la sala:

-          ¿Qué tal estás? -preguntó Fernando-. Me han contado que…

     Arsenio le cortó, al mismo tiempo que el presidente del tribunal hacía sonar la campanilla, anunciando el comienzo del juicio por estafa en que aquel intervenía como defensor. Tan solo susurró, antes de entrar:

-          Cuando acabemos esta tarde con las declaraciones, si quieres, te cuento lo que hay.

***

     A eso de las nueve de la tarde, terminaron las declaraciones programadas, que venían a cerrar la lista de los diez guardias civiles convocados en aquellas tres jornadas, visto que el undécimo -el teniente coronel jefe de la comandancia- seguía de baja médica y, al parecer, no le era posible comparecer todavía. Al concluir, se suscitó un breve cambio de impresiones entre el juez instructor, Don Gabriel Amposta, y el abogado de la acusación particular, Arsenio Vera, con la silente presencia del fiscal y del defensor de los dos últimos guardias declarantes.

-          Bueno -comentó el juez, con aire de alivio-, ha resultado un poco largo, pero hemos acabado…

-          Excepción hecha del teniente coronel -puntualizó Arsenio-. Parece que la jaqueca y la diarrea le están durando demasiado.  

     Enfatizó lo de la diarrea de tal modo, que todos hubieron de contener la risa. El ironista prosiguió, ya seriamente:

-          Digo, Don Gabriel, si no tendrá que ir a tomarle declaración a la enfermería del cuartel. De otra forma…

-          ¡De ningún modo! -replicó el magistrado-: Que venga él aquí… No se preocupe usted, que mi tolerancia tiene sus límites y no estoy dispuesto a retrasar la marcha del proceso bajo ningún concepto.

     Dijo esto último mirando de soslayo al defensor, de modo que este se dio por aludido:

-          Yo no voy a llevar su defensa, Señoría, pero le haré llegar su advertencia al compañero.

-          Como guste -opinó el juez-. En cualquier caso, los primeros interesados en que la causa avance son los inculpados, pues habré de adoptar medidas cautelares y, cuanto menos duren, mejor para todos.

     Arsenio no pudo menos de exclamar, con cierta amargura:

-          ¡Qué lástima no haberlo hecho antes! Si los guardias hubiesen estado presos e incomunicados desde el primer momento, habría habido la posibilidad de que dijesen algo de verdad o, cuando menos, se contradijeran unos a otros. Lo que es ahora… Habrá observado Su Señoría que repiten como loros la misma versión de los hechos. ¡Hasta con idénticas palabras!

     Amposta rechazó la crítica, aunque de forma muy correcta:

-          Usted sabe, letrado, que la Audiencia me nombró juez especial para el caso, cuando la causa llevaba varios días abierta, instruida por el juez que estaba de guardia cuando se produjeron los hechos. Al cabo de todos esos días, habría resultado inútil pretender que los agentes no hubiesen intercambiado puntos de vista y opiniones. A nosotros nos cumple ahora aportar aquellas pruebas que permitan demostrar que mienten…, si es que, en efecto, lo hacen. Así que ¡a trabajar! Y cuídese, Vera, que contamos con usted para desbrozar este complicado asunto.

     La postrera alusión del juez al ominoso incidente de aquella madrugada recordó al fiscal que Arsenio tenía pendiente explicarse con él a ese respecto. Hizo un aparte a la salida del despacho judicial y susurró al letrado:

-          Aunque es un poco tarde, no sé si querrías ahora contarme…

     El interpelado accedió inmediatamente:

-          Supongo que irás para tu casa. Vayamos juntos y, de camino, te cuento.

     Fueron paseando, Avenida arriba, con frecuentes detenciones, mientras Arsenio no dejaba de hablar, pausadamente, pero con energía. Lo de la bomba era la que gota que había rebosado, tras las amenazas telefónicas -a él y a la colega que la que convivía-; la exhibición de pistola por uno de los guardias; la denuncia de la Comandancia de la Guardia Civil por excederse en sus funciones, que había dado lugar a la apertura de un expediente por el Colegio de Abogados, con riesgo de suspensión cautelar, y así sucesivamente. Arsenio lo resumía de esta forma:

-          Mira, Fernando, me están sometiendo a un cerco, cada vez más cerrado y más peligroso. Celia, mi compañera, ha marchado por una temporada a Madrid, a trabajar en su antiguo bufete, hasta que todo esto se calme… ¡Y si sirviese para algo! Pero, ya ves, los guardias nos toman el pelo; las autoridades los encubren y el bueno de Don Gabriel, navegando entre dos aguas, querría que la verdad le bajase del cielo, sin él comprometerse.

-          ¡Hombre, Arsenio! -objetó el fiscal-, se está haciendo lo que se puede. ¡Quién habría dicho en los primeros días que la investigación iba a avanzar hasta donde estamos ahora!

-          ¡Bah, pamplinas! En cuanto empiezo a apretar las clavijas en las declaraciones con mis preguntas, sale el instructor declarándolas improcedentes. ¡Y no digamos de lo de pedir la exhumación para una nueva autopsia, dado que la anterior fue una verdadera vergüenza! No me hace ni caso. Así que ya tengo tomada mi decisión: Me aparto de la acusación y que siga otro compañero con más tragaderas.

     El fiscal Oria lo miró de hito en hito, como tratando de descubrir lo que había de cierto y de exagerado en aquella manifestación de abandono. Arsenio daba la impresión de ir en serio.

-          Piénsalo bien, Arsenio -aconsejó Fernando-. Todos tenemos nuestras limitaciones -yo, el primero-, pero vale más conseguir una parte de lo que pretendemos, que tirar la toalla y que venga cualquier piernas a dar carpetazo al asunto… ¿Se lo has adelantado ya a las familias?, agregó con segundas.

-          Es lo único que me detiene -reconoció Arsenio-; pero mi deber para con ellos tiene un límite. Si sigo así, me convertiré a no dudar en el cuarto muerto de este pavoroso asunto.

     Fernando se conmovió y le hizo un ofrecimiento que parecía no comprometer a mucho:

-          En fin, tú verás, que no es cosa de llevar la obligación hasta el sacrificio. Si yo puedo echarte una mano en lo que decidas, no tienes más que decírmelo…, reservadamente, por supuesto -agregó con mordacidad-.

-          Gracias, amigo -repuso Arsenio, conmovido-. Sé que puedo contar contigo. Seguiré pensándomelo, y lo que decida te lo haré saber.


Casa-Cuartel de la Guardia Civil en Miramar hacia 1980

 


2.      Dos protagonistas y un actor secundario

 

     Por más que se llevaran bien y que les hubiese tocado en este caso ejercer a ambos la acusación, pocas personas habría tan diferentes entre los profesionales que ejercían ante los juzgados de Miramar, como el letrado de la acusación particular y el fiscal del juzgado que iba a instruir el sumario de la causa.

     El abogado Arsenio Vera, hasta entonces, era uno de los letrados de la ciudad que más y más caro trabajaban. Rebasados ya los cuarenta, parecía superficialmente un bon vivant, procedente de una acaudalada familia de burgueses y dedicado a llevar los pleitos suculentos de empresarios y clientes de fortuna. Sin embargo, la mayor parte de esas pinceladas impresionistas estaban equivocadas. Arsenio procedía de familia humilde; había estudiado muy duramente y con beca; se pirraba por los asuntos criminales, y no le hacía ascos a defender a gente pobre, con tal que su caso le pareciese justo. Cuando algún colega se admiraba -con enfado o por envidia- de que aceptara casos de imposible cobro, él les salía siempre con el mismo chascarrillo:

-          Yo minuto en proporción al perímetro ventral del cliente...

     … Lo cual era una manera de hablar, porque él mismo era buena muestra de lo inexacto de tal proporción. A pesar de la edad y de la buena vida -dentro de un orden-, Arsenio se mantenía delgado y fibroso, amén de lucir un bronceado permanente, más que de playa, de vida al aire libre. El rebelde cabello entrecano y las gafas oscuras de marca completaban su apariencia de guaperas sin ostentación, por más que, cuando Fernando se lo presentó a su mujer, esta, muy dada a las primeras impresiones, lo bautizó como El Dandi… y con ese apodo se quedó en los coloquios entre los esposos, a pesar de que el fiscal fuera considerándolo cada vez menos justificado.

     No era sencillo de explicar el éxito de Arsenio en los asuntos penales, y no porque no hubiera motivos, sino porque la razón era compleja. El fiscal jefe, Don José Antonio Góngora -que, como miramarino de cuna, lo conocía bien-, había aventurado una opinión, que se evidenciaría premonitoria:

-          Este Vera, desde que pasó un año practicando en Inglaterra, se comporta como si los tribunales y los abogados de allá pudiesen trasplantarse a Cuenca, pongamos por caso.

     Esa forma de entender la justicia y su práctica profesional -activa, enérgica, sin pelos en la lengua- acabaría manifestándose en el asunto que ahora le ocupaba y que decía iba a abandonar, lejos de lo cual acabaría por convertirle en una figura del foro hispano y, más adelante, en un abogado maldito, en el amplio sentido de la palabra[1]. Pero no adelantemos acontecimientos y coloquemos a Arsenio en la arena de este endiablado caso, en el que aterrizó, por puro sentido de la justicia y de desprecio del riesgo, a petición de las familias de las víctimas, cuando ya había pasado un par de días decisivos, en los cuales un juez inexperto -o, quizá, demasiado experto- había consentido una autopsia de risa, realizado una pésima inspección ocular del lugar de los hechos, eludido un reconocimiento en forma de los cadáveres y demorado la detención e interrogatorio de los guardias implicados. Es cierto que, gracias en parte a las protestas de Arsenio y a su fama de conflictivo, la Audiencia había nombrado entre sus magistrados a un juez especial para el sumario, pero el designado no era hombre que se dejase impresionar ni manejar por un abogado revoltoso. Así, sucesivamente, le había denegado la prisión incomunicada de los agentes implicados, la exhumación de los cuerpos de las víctimas para una autopsia en condiciones y, por supuesto, la formulación de aquellas preguntas que parecieran pretender el descarrilamiento de una investigación de carril. Y, entreveradas, amenazas telefónicas, colocación de bomba, expediente por el Colegio de Abogados y otras gollerías por el estilo. Total: jugarse el futuro y, tal vez, la vida, por un proceso que recordaba el parto de los montes. ¿De verdad que merecía la pena continuar, como este fiscal melómano y de poco espíritu acababa de darle a entender?

***

     El fiscal del caso, Fernando Oria, era poco menos que un novato. Acababa de cumplir los treinta, pero apenas llevaba cuatro años de ejercicio, aunque con la buena suerte de que, a las primeras de cambio, había logrado plaza en Miramar, un verdadero sueño, tanto para él, como para su mujer, ambos miramarinos de nacimiento y vivencia. Con su talante equilibrado y buena voluntad, se había granjeado la confianza de su jefe, así como de los magistrados ante los que actuaba. Algo pusilánime y poco dado a las familiaridades, apenas alternaba con los abogados, a quienes resultaba extraño tratar con respeto y cierta distancia a un fiscal con el que muchos de ellos habían jugado de niños, o estudiado en la facultad. Una excepción, relativa, era Arsenio Vera, por dos razones igualmente poderosas: la admiración de Oria por su desenvoltura en la práctica penal de los tribunales y la común afición a la ópera, aunque solo Arsenio tuviese la libertad y los posibles para hacer una escapada al Real, al Liceo, o a la temporada de la Arena de Verona.

     El asunto de marras había tocado al juzgado número 3, cuya llevanza correspondía como fiscal a Fernando Oria, y el fiscal jefe -dijera lo que dijese el Estatuto- optó por no asumir directamente la intervención en el caso, en tanto se tramitaba la instrucción del mismo. En cambio, buenos consejos no habían faltado:

-          Prudencia, Fernando, que el asunto tiene miga. Deja hacer al magistrado, que tiene experiencia y la confianza de la Audiencia, y no entres al trapo de las ocurrencias y excesos de Vera, que seguro que pretenderá lucirse. Tú, tranquilo, como siempre, y cualquier duda que tengas, o iniciativa que consideres pertinente, me consultas y ya te diré.

     Pero el asunto tenía más peligro que un miura y, por otro lado, no era fácil mostrarse impasible y consultar con el jefe, cuando abogados y testigos se enzarzaban cada dos por tres en polémicas y diatribas, que el juez Amposta apenas lograba controlar. La cosa empezó cuando, en el curso de la declaración de un cabo primero del SIGC[2], ciertas preguntas malévolas de Arsenio molestaron hasta tal punto al declarante, que este se desabrochó parcialmente la americana para mostrar la pistola que llevaba al cinto, mirando aviesamente al abogado. El juez, o no lo vio, o se hizo el tonto, pero Oria, sin poder contenerse, interpeló al guardia y, tomándolo de un brazo, lo sacó del despacho, mientras el magistrado, finalmente avisado, ordenaba la suspensión momentánea de la diligencia. En días sucesivos, las preguntas más incisivas de Arsenio, sistemáticamente consideradas impertinentes por el instructor, tuvieron en ocasiones el apoyo de Fernando, quien empezaba a diferenciar -mal que le pesara al juez- lo que no venía al caso, de lo que no venía a la versión oficial de los hechos; hasta tal punto, que el magistrado pasó a rechazar las preguntas de Vera sin pedir la opinión del fiscal, el cual reaccionó siendo él quien las reformulaba, aunque en otras palabras. Pero, cuando la cosa se puso tirante, fue al lanzarse el acusador particular sobre la mayúscula metedura de pata de uno de los sargentos declarantes, quien se refirió a que alguna o algunas de las víctimas habían sido sacadas por la noche de la Comandancia en Miramar, para llevarlas a un cuartel abandonado, llamado Fuertegata, sin razón convincente alguna. Oria pensó que, para un detalle en que los guardias no se habían puesto previamente de acuerdo, bien merecía la pena indagar acerca de él, y apoyó el interés de Vera por aquella excursión nocturna, que todos habían querido ocultar.

     No tardó Fernando en ser llamado a capítulo por Góngora, su jefe, cuya acidez contribuyó a que el subordinado obediente se volviera un poquitín contestatario.

-          ¿No te dije que había que ser prudente y no entrar a las provocaciones de ese abogado? -preguntó el jefe-. Lejos de ello, me dice el magistrado que Vera te está llevando al huerto y no hacéis más que incordiarlo.

     Fernando se armó de paciencia, pero contestó muy en su punto:

-          Perdona, José Antonio, pero he llegado a la conclusión de que no hay vuelta de hoja: O me cuentas todo lo que sepas del asunto, para que yo pueda saber por dónde ando y lo que puedo indagar y lo que no, o te encargas personalmente de llevar el caso, pues no quiero cargar con el muerto a otro compañero en mis mismas condiciones.

     El jefe quiso, ante todo, disculparse por su pasividad actual:

-          El asunto lo voy a llevar yo: Seré quien lo califique y, en su caso, quien vaya a juicio; pero, por ahora, no quiero que la fiscalía se signifique, ni entre en polémicas. Se trata -como ya te he dicho- de que el juez instruya y llegue hasta donde pueda. Luego será el momento de que, con lo que haya, le saquemos todo el partido que la justicia y la sensatez exijan.

-          Entonces -dedujo Fernando, encampanándose un poco-, un fiscal de cuatro años de antigüedad y sin tener ni idea de lo que hay en la trastienda es quien, por narices, tiene que hacer el paripé hasta el día del juicio

       Góngora se sonrió con la anfibología y corrigió benévolamente a Fernando:

-          No, hombre, no. Tal y como con razón me pides, voy a ponerte en antecedentes de lo que yo sé sobre el caso, con dos advertencias: Primera, silencio sepulcral sobre la materia; y segunda, que seguramente sé mucho más que tú, pero no te creas que pondría la mano en el fuego por su veracidad. Presta atención.

       Para no excederse en las confidencias, el fiscal jefe cogió un folio y fue esquematizando lo que de manera escueta explicaba a Oria:

-          Primero: El teniente coronel jefe de la Comandancia es persona violenta y que se descontrola con facilidad, cosa que en este caso vino favorecida por la circunstancia de que era buen amigo del general al que los etarras le pusieron una bomba en Madrid. Segundo: Dio por sentado que los tres detenidos al lado de Miramar eran el comando etarra y, ni realizó una buena comprobación de sus identidades, ni hizo caso de las advertencias de la policía en contrario. Tercero: Podemos creernos, o no, que los detenidos intentaran escapar, pero de lo que no hay duda es de que, lejos de disparar a las ruedas del coche en que estaban, los guardias tiraron a mansalva y a matar, lo que, de hecho, hicieron. Y cuarto: Podemos creernos, o no, que el vehículo cayera por el terraplén y se incendiara y explotase rápidamente; pero eso no tuvo incidencia ninguna en la vida de los ocupantes -pues ya estaban muertos-, sino en quemar parcialmente sus cadáveres, dificultando su autopsia y la identificación por los familiares.

-          ¿Y lo de Fuertegata?, preguntó Fernando.

-          Cada vez que sale a relucir esa palabra es como si se mentara la bicha -respondió Góngora-. Tanto repelús me hace suponer que pudiese ser el lugar adonde trasladasen a los detenidos para maltratarlos o arrancarles una confesión, pero esa es solo una posibilidad. Lo cierto es que, según la autopsia, murieron por disparos, y que, deprisa y corriendo, han buscado una explicación para cubrir la revelación del sargento: Que llevaron allí a uno de los detenidos, para que les ayudase a buscar algo que habían escondido previamente en las playas de la zona. De cualquier forma, con lo que hay en el sumario, Fuertegata es solo una palabra en el aire y, cuanto menos nos dejemos embrujar por ella, mejor.

     El jefe parecía cansado y molesto tras todas estas aclaraciones. Frunció el ceño y le hizo a Fernando una advertencia que este recordaría durante el resto de sus días:

-          Ahora, que sabes lo que hay, ya puedes figurarte las órdenes que tenemos de Madrid, de andarnos con pies de plomo y salvar todo lo salvable, en interés de la Guardia Civil y del Gobierno. Así que aplícate el cuento y no sigas ni de lejos la estela del amigo Vera, que ya has visto cómo se las gastan quienes no quieren que se averigüe toda la verdad. Te lo digo como alguien que te aprecia y se siente responsable de tu seguridad personal.

     Fernando comprendió perfectamente que la advertencia no tenía solo que ver -y no era poco- con su vida y con sicarios externos, sino con su profesión y sus superiores. En una palabra, y sin alternativa: o contemporizar, o perder la carrera. Así de claro.


Antiguo fotografía de la estación de Torre Alta

***

     La continuidad de Arsenio Vera en el ejercicio de la acusación particular vino de la mano de su buen amigo, Fidel Contreras, jefe de estación ferroviaria de Torre Alta, el pueblo natal del abogado. Al enterarse por terceras personas del episodio del intento de colocación de bomba, se presentó en Miramar y, con la autoridad que le daban la amistad y la diferencia de edad, le espetó:

-          Tú no te quedas aquí ni un día más, sino que te vienes con Matilde y conmigo a Torre Alta. Total, tu Celia se ha marchado a Madrid y el pueblo está a menos de media hora en coche de Miramar.

     Arsenio rechazó de entrada la oferta, por un par de buenas razones:

-          Aunque estuviera cerca, ¿sabes tú el lío de andar yendo y viniendo cada vez que tenga una comparecencia o un juicio, o haya que entrevistarme con un colega o algún cliente?... Además, ya sabes que, cuando murió mi madre, mis hermanos optaron por vender la casa familiar.

-          ¿Y qué? -replicó Fidel a la última objeción-. En casa tenemos sitio de sobra para ti, y estarías bien atendido y acompañado. Y, prosiguió, en cuanto a la molestia de viajar, mejor será hacerlo por carretera a la capital, que por el aire hasta el cielo.

     Viendo que no le iba a ser fácil torcerle la voluntad, Arsenio le confesó:

-          Además, se acabaron mis problemas: Tengo casi resuelto abandonar el asunto. No hay caso que merezca jugarse la vida, y para no conseguir nada.

     Fidel lo miró con conmiseración:

-          Muy abatido tienes que estar -le dijo-, para dejar tirada a esa pobre gente… Porque no te engañes: Lo que no puedas hacer por ellos, nadie lo conseguirá, ni lo intentará siquiera.

     Arsenio balbuceó avergonzado:

-          Bueno, la verdad es que todavía no tengo muy claro si tirar la toalla o seguir, tomando algunas medidas de seguridad.

-          Sí -se guaseó Fidel-, como un par de guardaespaldas, siempre que no sean amigos de la Guardia Civil… Anda, no seas terco y hazme caso. En Torre Alta estarás como en una fortaleza. Sabes que la gente te aprecia y, como es tan pequeño, ningún forastero puede merodear sin que lo descubran.

     Todavía estuvo vacilando, hasta conceder finalmente:

-          De acuerdo, Fidel, pero solo por unos días, hasta ver cómo pintan las cosas y si me acostumbro al papel de abogado trashumante. Entre hoy y mañana meto en el coche todo lo necesario y hago la mudanza el próximo fin de semana.

-          Vendré a buscarte -insistió Fidel-. Así, si tienes mucho que cargar, llevaré una parte en mi coche.

     El viernes por la tarde, Arsenio se decidió a llamar a Fernando para comunicarle su cambio de residencia, aunque sin concretarle del todo el destino. El fiscal aplaudió la resolución y comentó:

-          Me parece de perlas; tanto más cuanto que, una vez que ya ha declarado el teniente coronel Forteza, no creo que quede mucho más por hacer, salvo que Amposta nos reserve alguna sorpresa.

-          De todos modos, Fernando, te ruego me tengas al tanto de lo que se cueza y me avises con tiempo de las diligencias que se acuerden… No te lo pediría, de no ser por tu ofrecimiento anterior.

-          Descuida -aseguró el fiscal-. Dame un número de teléfono al que pueda avisarte con total confianza.

-          Pues el de un buen amigo, llamado Fidel, que vive cerca de donde voy a parar yo.

     Le facilitó lo solicitado y, como primicia de su recién creado servicio de información, Fernando se despidió con una novedad:

-          Por cierto, el juez ha dejado caer a mi jefe que está a punto de procesar a Forteza y a dos de sus subordinados. Gran noticia, ¿eh?

-          Hombre, de once inculpados, procesar a tres no es una proporción como para batir palmas, aunque entre ellos vaya a caer el macho alfa de la manada. ¿Y qué? Los procesará por asesinato, supongo…

-          Mucho me temo -aventuró el fiscal- que sea solo por homicidio[3], pero habrá que esperar y ver. 

 

 

3.      Recapitulando el caso Miramar


     ¿Cuál era la versión oficial sobre los hechos que dieron lugar al caso Miramar, justo antes de que, a mes y medio de haberse producido, los recogiese el juez Amposta en el auto de procesamiento? Como es natural, había ido variando a medida que nuevos datos y presiones sociales obligaban al gobierno a atrincherarse en versiones más veraces y creíbles de lo sucedido. En resumen, para una información suficiente de los lectores, podemos compendiarlo así:

     El 7 de mayo de 1981, tres jóvenes amigos, que trabajaban en San Andrés, emprenden un viaje de mil kilómetros para asistir a una festiva celebración familiar en un pueblo cercano a la ciudad de Miramar, sin preocuparse mucho de llevar completa y en buen estado su documentación identificativa. El viaje es largo: Hacen noche en Madrid y su coche utilitario los deja tirados en La Mancha, lo que les obliga, tras varias gestiones y desplazamientos, a alquilar un turismo sin conductor, informando a la empresa de que lo usarán durante unos días para ir y venir de Miramar.

     Llegados a su destino, los jóvenes descansan en familia y recorren como turistas la zona, ignorantes de que algunos ciudadanos han creído reconocerlos como los terroristas de ETA que acababan de cometer un atentado mortal en Madrid y cuyo retrato-robot ofrecen los periódicos. La denuncia de varios de ellos pone en marcha a las fuerzas de orden público pero, mientras la Policía entra inmediatamente en dudas y descarta que los jóvenes viajeros sean los terroristas buscados, la Guardia Civil persiste en su vehemente sospecha y mantiene, de entrada, que se trata de las mismas personas.

     La detención de los tres jóvenes por guardias civiles en una localidad turística cercana a Miramar no parece confirmar la creencia en que sean terroristas: Están comprando suvenires, no ofrecen resistencia, ni van armados. Con todo, la presunta identificación por algunos testigos manchegos y las deficiencias en la documentación que exhiben siguen haciéndolos sospechosos de ser etarras. El teniente coronel jefe de la comandancia, Eduardo Forteza, está convencido de que se trata de los terroristas del último atentado en Madrid y decide asumir la dirección de las indagaciones, con la cooperación de su teniente ayudante y de la casi totalidad de los guardias que forman el Servicio de Información de la Guardia Civil en Miramar. Comoquiera que los interrogatorios no resultan fructíferos, Forteza consulta con sus superiores de Madrid, quienes, meramente por teléfono, le ordenan que conduzca a los tres detenidos a la capital de España, de forma inmediata y suficientemente segura. Entretanto llega la madrugada siguiente, algunos guardias civiles, acompañados por uno de los detenidos -que dice ser natural de la zona-, patrullan una franja costera en busca de bolsas de pertrechos o explosivos, que se sospecha hubieran escondido los hipotéticos terroristas. Por allí se encuentra, precisamente, el antiguo acuartelamiento de Fuertegata, ahora abandonado y parcialmente ruinoso, que trajo a colación al declarar ante el juez uno de los sargentos de la Benemérita.

     El convoy para el traslado a Madrid se forma con cuatro turismos sin identificativos de la guardia civil -los llamados camuflados-, en el segundo de los cuales viajan los tres detenidos, esposados y en el asiento trasero. Los acompañan y custodian once guardias civiles -incluidos el teniente coronel y su teniente ayudante-, repartidos entre los cuatro vehículos. En el de los detenidos, en los asientos delanteros montan el guardia conductor y otro compañero. Es de notar que dicho coche, un Ford Fiesta, carece de puertas traseras. El indicado convoy, en vez de dirigirse a Madrid por la carretera más directa y principal, lo hace por otra, secundaria y menos frecuentada para desplazarse a la capital de España. Al declarar en el juzgado, los guardias no han ofrecido una explicación clara de tal rodeo, que, en general, justifican por el deseo de recoger alguna prueba o evidencia adicional de la presunta estancia de los detenidos por aquellos parajes.

     Con las primeras luces del amanecer, en lugar solitario y con un terraplén poco hondo a la derecha, sostienen los guardias que los detenidos se abalanzaron sobre los dos compañeros que iban delante en el mismo coche, tratando de reducirlos y hacerse con el vehículo, o de huir a campo traviesa. Los dos agentes agredidos abren las portezuelas y se tiran del coche en marcha, aunque a pequeña velocidad, resultando lesionados de pronóstico leve y reservado, respectivamente. Los otros tres turismos se detienen y los guardias aprestan sus armas para reaccionar ante la probable huida de los detenidos. Solo el teniente coronel y el teniente esgrimen subfusiles, en tanto los demás agentes aprestan las pistolas de reglamento. El teniente coronel da la orden de disparar, sin otra precisión, aunque los agentes declararon haber entendido que se trataba de hacerlo hacia las ruedas, para paralizar el vehículo de los detenidos. Lo cierto es que el tiroteo se hace muy vivo y que, como consecuencia de él, los disparos impactan en las más diversas partes del Ford Fiesta, incluida la zona del depósito de gasolina. De inmediato, dicho turismo gira hacia su derecha, incontrolado, y cae por el terraplén, hasta quedar en los campos aledaños, en posición normal, incendiándose al instante y produciéndose, acto seguido, una fuerte explosión.

     Tan pronto las llamas lo permiten, los guardias civiles llegan hasta el vehículo de los conducidos y los sacan, ya muertos y muy calcinados. A continuación, avisan a los servicios de la funeraria y al juzgado de guardia. La funeraria llega mucho antes y recoge los cuerpos para llevarlos a Miramar. Sobre el terreno quedan los guardias civiles precisos para custodiar los restos del vehículo y las evidencias de los hechos, hasta que el instructor lleva a cabo la inspección ocular del lugar.

     La primera autopsia concluiría que los tres jóvenes habían muerto por los disparos recibidos, de modo que, cuando se abrasaron, ya eran cadáveres. Los proyectiles que hicieron impacto en ellos procedían con seguridad, tan solo, de tres armas: los subfusiles del teniente coronel Forteza y de su teniente ayudante y la pistola del guardia civil conductor del turismo que seguía inmediatamente al Ford Fiesta.

     Quizá merezca la pena reseñar que, cuando al teniente coronel se le preguntó por el motivo de haber montado un traslado con vehículos ordinarios y poco seguros para un viaje muy largo con terroristas, respondió que había mucha preocupación porque compinches de los detenidos intentasen liberarlos, y esa fue la razón principal de que se tomara una vía secundaria y que no se emplease una furgoneta o coche celular: para pasar más desapercibidos.

     Hasta aquí, lo que las autoridades creían que había sucedido -o querían que pasara por la verdad más conveniente de lo acaecido-. En el curso del relato, el texto del mismo y la propia perspicacia de los lectores permitirán añadir nuevos datos o hipótesis, que enriquecerán la historia, aunque a riesgo de hacerla discutible y confusa; o, como algunos han llegado a decir, un ejemplo más de los casos en que la verdad -toda la verdad- no se sabrá nunca.

     De todas formas, una buena aproximación a la llamada verdad material o absoluta es la verdad formal, es decir, la que recogen las personas más informadas e imparciales. En el mundo del Derecho, esas personas son las que forman el tribunal que, de manera definitiva, resuelve el caso. Como se sabe, el primer paso en el hallazgo y fijación de esa verdad judicial es -o lo era, cuando el caso Miramar- el auto de procesamiento, que recoge el resultado de la investigación sumarial. Aquí, el instructor Amposta, a la vista de las pruebas existentes, no aceptó la versión de los tiros a las ruedas, sino que acogió la de que los disparos fueron a mansalva y en todas direcciones, hasta registrar no menos de veintiséis impactos en los más diversos lugares de la carrocería. Un número similar de proyectiles alcanzaron en total a los tres detenidos, interesando en ocasiones órganos vitales. Con ese contenido fáctico, no es nada extraño que el magistrado entendiese que los agentes se habían excedido en los medios empleados, según ellos, para evitar la fuga, tratándose de personas esposadas y sentadas en el interior de un pequeño vehículo. Eso sí, el procesamiento -como ya le había apuntado el fiscal a Arsenio- se limitaba a los tres guardias autores conocidos de disparos eficaces y -lo que el abogado llevaba todavía peor- los hechos se valoraban como homicidio simple: ¿Cómo puede haberse comido el juez la alevosía[4]?, se preguntaba; Si esto no es asesinato, que baje Dios y lo vea, concluía con amargura.

 

El antiguo acuartelamiento de Fuertegata



4.      Garganta Profunda[5] entra en acción

       

     El primer día que Arsenio Vera regresó a Miramar, procedente de su retiro de Torre Alta, el conserje del Colegio de Abogados le entregó una carta, cuyo sobre venía escrito a máquina; el matasellos era de la ciudad miramarina y carecía de remite. El letrado, sospechando que se tratase de una misiva amenazadora, la guardó en el portafolios y siguió adelante con su trabajo cotidiano. Para leer chorradas, tendré tiempo en casa, se dijo. Pero, cuando la abrió después de comer, se llevó una sorpresa mayúscula, pues la carta, sobre poco más o menos, decía así:

     A la atención del abogado, Don Arsenio Vera.

    Soy una persona de conciencia y bien informada, que está indignada de las mentiras que la Guardia Civil está difundiendo sobre la muerte de esos tres pobres muchachos, y de la forma en que están tratando de apartarle a usted del caso, lo que sería tanto como archivar el asunto, sin que paguen por él los culpables.

     Como, dada mi posición, no puedo ir al juzgado ni a la prensa a contar todo lo que sé, me he decidido a hacerlo ocultamente, a través de usted, para que pueda hacer de mi información el uso que estime oportuno. Para ello, utilizaré el correo, que le enviaré al Colegio de Abogados. Le escribiré cada poco tiempo, para irle contando lo que me parezca más útil en cada momento, pues sigo diariamente la marcha del asunto, a través de los medios informativos y de mis demás fuentes de conocimiento.

     Como seña de autenticidad, iré haciendo constar al final de cada carta el nombre de la ciudad cuyo equipo de fútbol ganase la Liga de cada año, empezando por 1929. Si falta ese dato o está equivocado, desconfíe de que sea yo el remitente.

     Para empezar, le diré que el teniente coronel Forteza actuó con saña en este caso, no tanto porque sea esa su forma de ser, como porque era amigo personal del general contra el que habían atentado unos etarras varios días antes; un general que -como han repetido todos los medios- está muy próximo al Rey y, por tanto, Forteza quería sacar tajada de la operación y lograr una buena recompensa. Y, como dato importante para que pueda usted lograr que el juez autorice una nueva autopsia, tiene mi palabra de que, en su primera y precipitada intervención, los forenses pasaron por alto muchas heridas mortales, hasta el punto de que en los cadáveres siguen metidas varias balas en cada uno de ellos, incluido el chico que está enterrado en esta provincia y cuyo cuerpo quedó en mejores condiciones tras el fuego.

     Espero que me crea y que lo que le descubro le pueda resultar útil. De todos modos, en bien de mi conciencia, seguiré adelante con esta tarea.

    En Barcelona[6], a 27 de junio de 1981.

   Garganta Profunda

***

     Pasada la sorpresa, Arsenio se dio en pensar si la carta no encerraría una añagaza, llamada a ponerlo en ridículo y a desviarle de recto camino con informaciones falsas. Por otra parte, ¿quién sería -de ser alguien con propósito de ayudar- el buen samaritano y de dónde podría venirle la información? Era conveniente ponerla a prueba antes de hacer de ella uso ante el juez.

     Dio la casualidad de que, dos días más tarde, coincidió con el fiscal Oria en un juicio por robo. Al concluir, se le acercó y, con una sonrisa pícara, le dejó caer una de las noticias de la carta:

-          Me ha dicho un pajarito que Forteza era amigo del general Ontiyuelo y que, por eso, se excedió en el normal cumplimiento del deber…

     Oria, pillado desprevenido, confirmó indirectamente dicha relación:

-          Ya lo sé -reconoció-, pero intenta colarle a Amposta lo de que el teniente coronel andaba presumiendo de muy altas relaciones y verás el palmetazo que te da.

     ¡Luego Garganta Profunda iba por derecho! Habría que comprobar hasta qué punto, pero podía empezar a utilizar los datos que le diera. Y, en cuanto a su identidad, tiempo tenía para intentar descubrirla. La verdad es que los candidatos no parecían muchos…

     Aquella primera carta de su confidente proporcionó a Vera el mayor triunfo en su esforzada lid por lograr una instrucción competente. Aunque ya se hubiese dictado auto de procesamiento por delito de homicidio intencionado, siempre era posible que los defensores de los guardias volvieran la voluntad de matar en una imprudencia derivada de la mala puntería, o del gran número de disparos efectuados. Para evitarlo, Arsenio reiteró su petición de una nueva autopsia, en la que, con toda minuciosidad, se fijaran los lugares de los impactos, la trayectoria de los disparos y el número de balas que hubiesen quedado dentro de los cadáveres. Para fundamentar su petición, se apoyó en la carta y se atrevió a sostener, con todas las letras:

-          Afirmo que existen indicios racionales y vehementes de que, dentro de los cadáveres, permanecen aún proyectiles y esquirlas, cuya localización y extracción son, no solo exigencia de cualquiera autopsia que sea digna de tal nombre, sino de la determinación exacta y definitiva de la causa de las muertes y del número y dirección de los disparos…

     Acompañaba la petición de sendos escritos de los familiares de las víctimas, apoyando su exhumación, y ofrecía -tirándose un farol muy atrevido- exponer más fundadamente sus motivos en una comparecencia, que Su Señoría podía acordar al efecto. Felizmente para él, una vez que se había significado con su auto de procesamiento, el juez reconoció que la autopsia obrante en las actuaciones se realizó por un único forense en tales condiciones de premura y de escasez de medios, que aconsejan una segunda diligencia, previa exhumación de los cadáveres, con la intervención de dos forenses, ahora que se ha procesado a varios inculpados por delito de homicidio doloso…

     El que el instructor le diese la razón fue el primer motivo de alegría para Vera. El segundo se lo debió a su estómago. Quiero decir que, conforme a la ley, todas las partes del proceso tenían derecho de estar presentes en la exhumación y ulterior autopsia, pero -como era de esperar-, o no acudieron -como fue el caso de Fernando Oria y de dos de los defensores-, o, como fue el caso del abogado de Forteza, no resistieron el desagradable espectáculo y el repugnante hedor que los cuerpos desprendían -sobre todo, el menos carbonizado-. Solo Arsenio, con cierta experiencia de casos similares, llevaba una mascarilla con filtro y se mantuvo terne en todo momento, junto a los dos forenses. El éxito acompañó su esfuerzo: Hasta un total de catorce proyectiles y varios fragmentos de otros fueron extraídos de los tres cadáveres, incluso del cerebro y del corazón, ¡y hasta con trayectoria de arriba abajo! Con todo eso, ya no cabían las medias tintas de una conducta imprudente o excesiva: la intención de matar no tenía vuelta de hoja. Incluso la tesis del asesinato parecía inexcusable con los nuevos datos recogidos.

***

     Aquella segunda autopsia fue el jueves, 16 de julio de 1981, festividad de la Virgen del Carmen, tan celebrada en los barrios marineros de Miramar. Para entonces, Garganta Profunda ya había colaborado también en la investigación con sus directas alusiones a la importancia de los hechos sucedidos en el acuartelamiento abandonado de Fuertegata:

     … Los tres pobres chicos fueron trasladados a Fuertegata para ser torturados, debido a que la sede de la Comandancia de Miramar no se prestaba para hacerlo, al estar en el centro de la ciudad y rodeada de las casas de los guardias civiles que vivían en el mismo edificio. La tortura se llevó hasta la muerte; de modo que, cuando se los volvió a meter de madrugada en el Ford Fiesta, ya eran cadáveres, o puede que alguno estuviese agonizando. Me consta que en Fuertegata sigue habiendo evidencias de lo que allí pasó, tales como linternas de camping-gas, cuerdas, manchas de sangre… No es mucho, pero demuestra que allí pasó algo recientemente pues, aunque el cuartel esté abandonado, la edificación permanece candada y las ventanas, cerradas con contraventanas metálicas…

     Así pues, Arsenio volvió a la carga y convenció al juez de realizar una inspección ocular de Fuertegata, la cual, al contrario de la autopsia, estuvo muy concurrida: secretario, agente judicial, fiscal, abogados defensores, acusador particular, los tres guardias procesados y algunos más, comisionados por el actual comandante para ayudar y explicar a Su Señoría cuanto fuese menester. Ni que decir tiene que el lugar inspeccionado estaba perfectamente listo para su revista: limpito, ordenado y con el suelo bien refregado; hasta el punto de que el juez dejó pasar los sarcasmos de Arsenio, pero, cuando este le pidió tomar muestras de una mínima mancha cárdena para hacer con ella la prueba de Taylor[7], el juez replicó con mordacidad:

-          Señor letrado, el test de Taylor no creo que sea idóneo cuando la presunta sangre se ha frotado con una buena dosis de lejía.

     Y así quedó, por el momento, la hipótesis de las torturas de los tres jóvenes en Fuertegata. Más adelante veremos cómo, mucho más tarde, se produjo una discutible corroboración de dicha posibilidad.

     De cualquier forma, Arsenio regresó de Fuertegata con la convicción de que Garganta Profunda no lo había extraviado. La confirmación de ello le llegó en su siguiente misiva, en la que afirmaba:

     No hará falta que le asegure que la Guardia Civil, antes de su visita a Fuertegata, procedió a una cuidadosa limpieza del lugar y de las huellas que pudieron quedar de las torturas. Solo a un juez con poco interés por la verdad se le ocurre avisar de que va a realizar una prueba como esa, con varios días de antelación… Puedo asegurarle que yo visité el lugar después del 10 de mayo[8] y estaba como le relaté en mi carta…

     Las alusiones a Fuertegata en esta última carta permitieron a Arsenio centrar sus sospechas acerca de la identidad de su autor. Puesto que afirmaba haber estado en el siniestro cuartel abandonado, tanto después de los crímenes, como en la diligencia de reconocimiento por el juez, resultaba evidente que Garganta Profunda sería uno de los que estuvieron presentes en la citada inspección ocular. Más dudoso, pero probable, es que se tratase de un guardia civil miramarino con cierta vinculación con el caso, pues solo siendo así era lógico que pudiera haber visitado el lugar sin embarazo ninguno. El repaso de los asistentes en la visita del juez dejó en Arsenio una sospecha bastante fundada: la de que su confidente epistolar fuese el capitán Rufino Romero, jefe en Miramar del servicio de información de la Guardia Civil. De hecho, el abogado se había llevado una sorpresa al enterarse de que no ocupaba tal cargo el teniente que ya estaba procesado; hasta tal punto, que se acercó a Romero durante la inspección ocular y le preguntó:

-          Entonces, ¿no es el teniente Morillas el jefe del servicio de información?

-          No, repuso Romero. Morillas era el ayudante del teniente coronel, y supongo que, en tal concepto, contó con él para que lo asistiera durante toda aquella actuación.

-          Pero entonces -insistió Arsenio-, siendo todos los guardias civiles intervinientes miembros del SIGC, ¿cómo es que usted, su jefe inmediato, no los dirigió en aquellos momentos?

     El capitán, con la mayor frialdad, respondió:

-          Eso, letrado, solo puede contestarlo el teniente coronel, pero a nadie se le impide hacer de ello las oportunas deducciones.

     Ignoro si Vera siguió esa sugerencia, pero, en todo caso, le pudo ayudar una circunstancia que se produjo apenas un par de meses después: El capitán Romero abandonó el servicio de información y fue destinado a mandar el destacamento de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil en la provincia de Miramar. De hecho, debía de ser un notable especialista en la materia, a más de un vocacional de ella, pues realizó toda su carrera profesional, a partir de entonces, dentro de la citada Agrupación.

***

     Otras informaciones de Garganta Profunda resultaron más o menos llamativas, y hasta pudieron fortalecer la posición y argumentos de Arsenio, en especial, durante las largas sesiones del juicio oral, pero no cambiarían la marcha del proceso, ni supondrían una ampliación de las diligencias de instrucción ordenadas por el juez. Como supongo que, pese a ello, tendrán cierto interés para ustedes, me permito seleccionar los puntos de las cartas en que se recogían cinco de las confidencias que el anónimo corresponsal realizó al abogado Vera. Helas aquí:

     … Ya sabe usted que el teniente coronel Forteza sostiene que, al hablar por teléfono con autoridades del Ministerio del Interior, le dieron la orden de que trasladase a los sospechosos de terrorismo a Madrid, con las oportunas garantías, a fin de identificarlos e interrogarlos… Tal vez, sea verdad, pues tiene su lógica, pero no se ajusta a la forma de actuar desde Madrid, que viene siempre acompañada de la oportuna comunicación escrita y, desde luego, es muy sospechoso que Forteza no haya dado los nombres y cargos de la persona o personas que le ordenaron el traslado… Lo que es de todo punto absurdo es que le indicasen que hiciera el viaje por vías secundarias y en simples turismos camuflados. De todas formas, es muy improbable que dijesen desde Madrid a todo un teniente coronel cómo tenía que realizar la operación… Estoy seguro de que, llegado el momento en que usted quisiera atornillar todos estos extremos, se encontraría con el mismo muro de silencio que hasta ahora: Desde Madrid, ni confirman, ni desmienten lo que sostiene Forteza, pues no quieren hundirlo más todavía, pero tampoco comerse ellos el marrón de un rocambolesco traslado, que acabó tan mal…


Maqueta de un Ford Fiesta de la época

 

     En otra carta:

     … La Guardia Civil de Miramar tenía medios para identificar por sus huellas dactilares a los detenidos, directamente, o por conducto de Madrid, o entrando en contacto con sus enemigos íntimos de la Policía Nacional, que ya tenían datos sobrados -recogidos en la ciudad de San Andrés- para saber que no eran terroristas o, cuando menos, había muchas dudas de que tuvieran que ver con ETA. Puede ser muy útil el testimonio del comisario Beltrán, quien no tuvo reparo en reconocer ante familiares del fallecido miramarino que la Guardia Civil la había cagado de manera escandalosa; y eso, en los primeros momentos de la investigación.

     Y en otra:

     … Creo que ya sabe usted que la detención de los tres jóvenes en Cantiles de Mar fue llevada a cabo, en un primer momento, por los guardias civiles del puesto, al mando del teniente que lo comandaba. Hasta ahora no se le ha tomado declaración, pero, si no se atreve a incurrir en falso testimonio, le dirá que, no solo no llevaban armas encima, sino que tampoco las había en el turismo en que viajaban, y menos, en un lugar de tan fácil e inmediata comprobación, como debajo de los asientos, cual afirman las guardias del servicio de información… Las dos pistolas que, por arte de magia, aparecieron luego en el Ford Fiesta fueron colocadas allí por Forteza y sus compinches, elegidas de entre las armas intervenidas por la Guardia Civil en el año de la nana… Fueron tan necios, que se las entregaron al juez llenas de herrumbre y poco aptas para disparar: ¡Como que se trataba de pistolas marca Astra que salieron de fábrica en el año 1921! Aunque quizá no fueran necios, sino tuvieran miedo de que, de escoger otras dos armas mejores y más modernas, saliera a relucir en los libros del archivo que las mismas estaban intervenidas y custodiadas por la Benemérita…

     En una cuarta misiva:

     … Dudo que usted encuentre a un experto que se preste a actuar como perito, pero yo, que me muevo en ese mundo con mayor facilidad que la suya ahora, puedo asegurarle que, aunque el Ford Fiesta llevase el depósito lleno, por deslizarse dando tumbos por un terraplén de tres o cuatro metros, quedando en posición recta, no puede incendiarse de inmediato y provocar una explosión como consecuencia… Indague usted en la aldea de Secarral, donde, en la madrugada de los hechos, apareció un guardia civil y compró en la gasolinera un bidón de combustible, con el que sin duda rociaron luego el coche de los jóvenes por fuera y por dentro, antes de pegarle fuego… La torpeza llegó hasta el extremo de dejar una lata de gasolina, que allí seguía cuando fue a inspeccionar el lugar el primer juez instructor que llevó el caso… De cualquier modo, como los chicos ya estaban para entonces muertos, y bien muertos, supongo que lo que le cuento no le valdrá a efectos legales, pero sí puede impresionar al tribunal, si es que tiene un mínimo de entrañas…

     Y vamos con la quinta:      

     Cuando todavía estaba ardiendo el Ford Fiesta -lógicamente, con los tres jóvenes dentro-, pasó por la misma carretera un coche con cuatro o cinco pescadores de Miramar, que se dirigían de madrugada a un concurso de pesca fluvial en la localidad de Negratín. Al percatarse del fuego, pararon, se bajaron y, tomando un extintor, intentaron acercarse para apagar el incendio, pero les fue prohibido por un sargento de paisano de la Guardia Civil, uno de los agentes que habían participado en los hechos, aunque no está entre los procesados… Les dio toda clase de seguridades de que los accidentados ya habían sido evacuados y de que no había de qué preocuparse… Con todo, al regresar por la tarde del campeonato pesquero, pusieron los hechos en conocimiento de la Guardia Civil a título de denuncia que, naturalmente, se perdió de camino al juzgado. Los pescadores pertenecen al club El Anzuelo de Miramar, donde podrá usted localizarlos y, si lo desea, que actúen de testigos en el juicio… Me han dicho que están muy cabreados de que su buena acción y la denuncia posterior hayan quedado hasta ahora en el olvido…

 

 

5.      El juicio… y algo de lo que pasó después

 

     Garganta Profunda desapareció sin avisar, tan pronto concluyó el sumario del caso. El abogado Vera se lo explicaba de la forma siguiente:

-          Siendo, casi con certeza, un guardia civil muy bien informado, su aportación tenía sentido para orientarme en las investigaciones. Una vez concluidas estas, poco o nada iba a enseñarme, siendo yo -como lo soy- un letrado concienzudo y bien preparado… Con todo, bien podría haberse despedido y, a ser posible, haberme dado alguna pista acerca de su personalidad.

     En cierto modo, reemplazó al esquivo comunicante epistolar nuestro conocido, el fiscal Oria, aunque no por propia iniciativa, sino impulsado por los comentarios despectivos de Arsenio hacia la labor del fiscal del caso, que había pasado a serlo ya el fiscal jefe, José Antonio Góngora, como estaba previsto.

-          ¡Vaya desfachatez que tiene tu jefe! -reprochó Arsenio a Fernando-. No solo no acusa por asesinato, sino que todavía encuentra atenuantes en la conducta de los acusados: cumplimiento del deber en el teniente coronel, y obediencia debida, para el teniente y el guardia.

     Oria, más flemático, le replicó por una vía indirecta:

-          Con todo y con eso, pide una condena de cuarenta y dos años para Forteza y de veintisiete para los otros dos. ¿Acaso crees que el tribunal estaría dispuesto a imponerles más pena? Evidentemente, no. Entonces, ¿qué sentido tiene que el fiscal se signifique como duro y provoque en mucha gente un sentimiento de lástima hacia los acusados?

     Arsenio, aun reconociendo el realismo de las objeciones, no daba su brazo a torcer:

-          Ese montón de años a que aludes, ya verás en qué se convierte en la práctica: menos de la mitad en chirona. Y, en cuanto a la piedad de la gente, no es porque las penas sean altas, sino porque no se sienta en el banquillo a todos los culpables, incluidos los políticos farsantes que los han estado encubriendo y no han sido capaces ni de dimitir. Esa es la triste verdad: ¡Pero si hasta se dice que, de los fondos reservados del Ministerio del Interior, les van a pagar todo el sueldo mientras estén en la cárcel!

     Fernando optó por desviar la conversación:

-          Bueno, ¿y tú que vas a pedir?

-          Por supuesto, condena por asesinato y la máxima pena: noventa años por la suma de los tres delitos.

-          ¿También para el teniente y el guardia?

-          También. No puede ser disculpa el obedecer, cuando la orden constituye un crimen horrendo.

-          Allá veremos, amigo -dijo Oria, encogiéndose de hombros-. Por tu trabajo, mereces llevarte el gato al agua, pero tómatelo con calma: Todos pensamos que ya has logrado mucho más de lo que en un principio era de esperar.

     El fiscal acabó por tener razón. Después de veintidós sesiones de juicio, a lo largo de más de un mes, el tribunal de cinco magistrados dictó sentencia, por la que condenaba al teniente coronel Forteza a 24 años de prisión, a 15 años al teniente y a doce al guardia raso. Al año siguiente, el Tribunal Supremo confirmaba en todos sus puntos la sentencia de la Audiencia de Miramar[9].

     Muchos fueron los momentos que depararon aquellas largas sesiones veraniegas para que los periodistas y el público pudieran reflexionar o emocionarse. Seguramente, ninguno más intenso y famoso que aquél en que Arsenio Vera solicitó, y obtuvo, del tribunal el que, en lo sucesivo, los acusados no compareciesen de uniforme, sino en traje de civil. ¿Fue ello precedido del último acto de Garganta Profunda? Juzguen ustedes:

     Fue en la tercera o cuarta sesión del juicio. Las anteriores habían transcurrido en discusiones bizantinas sobre cuestiones preliminares y con el interrogatorio del fiscal al teniente coronel. Momentos antes de empezar la jornada, el agente judicial se acercó a Vera y le hizo entrega de un folio doblado en cuatro partes, indicándole que se lo había entregado para él un señor bien portado que no había dado su nombre. El abogado desdobló el papel y vio que se trataba de la fotocopia de una página del Boletín Oficial del Ministerio de Defensa[10], en la que se recogía la Orden Ministerial 9/1981, de 2 de febrero, la cual excluía el uso del uniforme a los Militares que comparecieren ante la Jurisdicción Ordinaria o Autoridades civiles por actuaciones seguidas contra los mismos. De inmediato, tan pronto el presidente del tribunal indicó a Arsenio que podía iniciar el interrogatorio del teniente coronel, aquel formuló una cuestión de orden para que, con arreglo a lo preceptuado, los tres acusados -militares, en cuanto que guardias civiles- se despojaran de su uniforme y compareciesen en lo sucesivo con indumentaria de paisano. El presidente, que con toda probabilidad ignoraba dicha Orden, pidió a Vera justificación de su existencia, lo que fue fácilmente cumplimentado, gracias a la fotocopia que acababa de serle entregada. Y así, se suspendió el juicio, para que los acusados vistiesen la indumentaria civil, lo que hicieron con ciertas reticencias iniciales.

     Cuando Vera tuvo ocasión de explicarse ante el tribunal, apoyó su petición de modo elegante, en la siguiente forma:

-          No se juzga en esta causa a la Guardia Civil, sino a algunos miembros de la misma que, prevalidos de su cargo, cometieron tres crímenes horrendos… Estaba comprobando con indignación que el teniente coronel acusado se pavoneaba en el banquillo, esponjándose cada vez -y eran muchas- que los guardias civiles presentes o declarantes se cuadraban ante él, en lugar de hacerlo ante el presidente del tribunal, aunque solo fuera por cortesía. Eso debía acabar y a ello contribuyó el que el acusado Señor Forteza se despojara del severo uniforme, que había deshonrado -como también los otros dos acusados- con la conducta que aquí se ha enjuiciado.

***

     Si, como era muy probable, Garganta Profunda era quien había hecho esta última aparición, era obvio concluir que se trataba de un guardia civil, pues pocos o ningún no militar habrían tenido conocimiento de aquella orden ministerial, fruto indirecto de la ampliación de competencias de la jurisdicción ordinaria, en detrimento de los consejos de guerra militares de la época franquista. Pero los candidatos eran varios, y bueno será que complete este capítulo con una referencia a las personas que tuvieron mayores posibilidades de serlo. Al propio tiempo, mi repaso servirá para conocer algo más sobre su vida ulterior y, en alguna ocasión, dará lugar a informar de revelaciones verdaderamente sorpresivas.

·         El fiscal, Fernando Oria, era un sospechoso evidente, por su conocimiento privilegiado del caso, la amistad con Arsenio Vera y el desasosiego que le produjo el ser manipulado, para que la verdad no se abriese un mayor camino. En su contra está el hecho de no ser guardia civil, cualidad que Vera reputaba inexcusable para entrar en la reducida lista de candidatos a Garganta Profunda. Sea como fuere, fiscal y abogado fueron distanciándose, hasta cortar todo trato. Oria llegó a sentirse molesto con los supuestos excesos de su antiguo amigo, y este acabó por reprocharle despectivamente el seguidismo de los superiores y su cobardía a la hora de defender por sí mismo sus ideas. De cualquier modo, sean cuales fueran las razones de ello, Oria jamás aspiró a puestos de mando o relevancia en su carrera: Ejerció toda ella en Miramar y declinó presentar su candidatura para ser jefe de dicha fiscalía.

·         El capitán Rufino Romero, entonces jefe del servicio de información de la Guardia Civil en Miramar, se ausentó pronto de esta provincia y, como especialista en cuestiones de tráfico, fue progresando en su carrera militar, hasta alcanzar la elevada categoría de general de división. Indudable conocedor de los entresijos del caso y muy probable opositor a la conducta de Forteza -de hecho, fue marginado de la intervención, afortunadamente para él-, pudo ser perfectamente Garganta Profunda, pero solo nos hallamos ante una hipótesis, más o menos plausible.

·         El profesor y periodista, Leandro Saavedra, muy joven entonces, se entusiasmó -profesionalmente hablando- con el caso Miramar. Tan pronto le fue posible, acudió a visitar a Arsenio Vera en su escondrijo de Torre Alta. Fue bien recibido y el letrado le facilitó la información que entonces tenía, a cambio de lo cual Saavedra le prometió hacer lo propio con cuanto descubriese. Esto fue mucho, en lo que concierne a seguir la pista de los tres jóvenes, desde San Andrés, hasta su detención en Cantiles de Mar, siendo de suponer que cumpliría su compromiso con Arsenio, pero de forma abierta, no en las escondidas de cartas anónimas. De todas formas, actuó de forma tan concienzuda y extensa, que pudo dar a la imprenta un libro sobre este caso antes, incluso, de que se abriera el juicio del mismo[11].

·         Por descontado, Arsenio tenía el pálpito de que su confidente pudiera ser un guardia civil que quisiera descargar su conciencia y que pagaran por los crímenes los compañeros culpables, que tanto daño habían hecho a la buena fama de la institución. El abogado, como en círculos concéntricos, iba colocando, en el exterior, a todos los guardias civiles del servicio de información de Miramar; en un término medio, a los ocho guardias que, habiendo intervenido en la caravana de la muerte, no habían sido procesados por ello; en el centro, a alguno de los tres procesados, uno de los cuales había hecho uso del derecho a la última palabra para decir que sentía muchísimo lo sucedido. En cualquier caso, Arsenio se burlaba de las gentes cándidas o interesadas, que incluían entre los posibles arrepentidos al teniente coronel, quien bien claro había declarado que, para él, los tres muertos eran terroristas y, por tanto, si volviese a estar en la misma tesitura, se comportaría de la misma manera.

·         Con el tiempo -nada menos que veinte años después- aparecería otro teniente coronel de la Guardia Civil, al que llamaremos Víctor Villén, en quien nadie había parado mientes, pese a encontrarse en Miramar en el año 1981, por un curioso alalimón de enfermedad asmática y represalia política, que lo había reducido a la reserva activa o escala B, con un destino en oficinas. Villén, todo un jefe y con la carrera de abogado -que pretendía ejercer, cosa posible en su situación administrativa-, conocía, y despreciaba, a su compañero Forteza, y tenía buenas razones y contactos, como para estar al tanto de cuanto Garganta Profunda revelaba a Arsenio Vera. Lo cierto es que, solo un año antes de morir, hallándose muy enfermo, reconstruyó ante los medios informativos el caso Miramar de manera muy distinta a la recogida en la sentencia. Veamos algunos extractos de ello:

La Dirección General de la Guardia Civil mandó un radio diciendo que eran etarras y que habían atentado contra el general “Palazuelo”. “Forteza”, que era un enfermo mental, un imbécil poseído y que, además, presumía de su amistad con el Rey, vio allí la ocasión de hacer un servicio y colgarse medallas…

La Comandancia de “Miramar” se encontraba en pleno centro de la ciudad y en ella vivían los familiares de los guardias civiles, por lo que “Forteza” y los miembros del servicio de información decidieron llevarse a los detenidos fuera de la ciudad para poder torturarlos sin problemas… En “Fuertegata” ocurrió la tragedia porque fue tal la tortura, la paliza, la cafrada, que se les quedaron en las manos. Cuando se dieron cuenta, los habían matado.

… “Forteza” intentó borrar todas las pruebas de la masacre… De noche, sin luz, tres cadáveres ensangrentados y un conciliábulo de sicarios y verdugos pensando cómo quitarse de en medio aquella papeleta. Tuvieron que despedazar a aquellas criaturas para meterlas dentro del coche… Después se llevaron el coche, lo despeñaron, le metieron fuego y se pusieron a pegar tiros.

 

Inmediaciones del lugar donde el Ford Fiesta fue incendiado

***

          Tres años después de los hechos y uno tras la firmeza de la sentencia penal, un Garganta Profunda -quizá el mismo de antes, o tal vez otro diferente- se hizo notar de modo impresionante; hasta el punto de que su versión de los hechos ha sido considerada, desde que se supo, como la más próxima a la verdad de los mismos. El medio empleado fue también el de la carta anónima[12], pero con tales deficiencias de redacción y de ortografía, que, a no ser fingidas, permiten colegir que la mano de esta última carta no fuera la de las primeras. Pero, sin más preámbulos, pasaré a recoger los pasajes más sobresalientes de dicha misiva, eludiendo los nombres completos y los detalles más vigorosamente identificativos de los guardias civiles y paisano aludidos:

     Mi querida familia[13], ante el respeto que me merecen, me dirijo a ustedes para contarles el hecho siguiente, respecto a las extrañas circunstancias de la desgracia de vuestro hijo y compañeros, que fallecieron en manos de los asesinos de la Comandancia de esta localidad. Como saben ya de antemano, los detuvieron en “Cantiles de Mar”, los trajeron a la cabecera de la Comandancia, con grandes medidas de seguridad. Acto seguido los trasladaron en los mismos vehículos al cuartel de “Fuertegata”, junto al aeropuerto, donde fueron sometidos a interrogatorio. Acto seguido, ordenó “Forteza” que tenían que ser sometidos a garrote y pidió voluntarios[14], saliendo el primero J.M.C.[15] … Después salió el sargento C…. Otro, el guardia P…. Otro, el guardia F. Todos estaban destinados en el Servicio de Información de la Comandancia. Estos fueron los asesinos de vuestro hijo y de los compañeros. Al principio, les dieron gran paliza, especialmente por el guardia C., perdiendo uno el conocimiento. Y entonces los mataron con un tiro de pistola a cada uno, que recibieron por separado[16]. Posteriormente, los envolvieron en mantas viejas, penetrándolos en un Ford Fiesta en el asiento trasero y, al volante, el guardia C.M., ordenando “Forteza” que fueran volcados en un sitio que no los viera nadie, y que se les pegara fuego para que no se conocieran los maltratos. Como el guardia C. se destacaba, con el dinero de los pobres, ya cadáveres, que fue el que se quedó con él, le echó en S.S. gasolina al Ford y una lata de cinco litros llenó, con la que luego después prendió fuego al vehículo en la carretera de G. Y antes de pegar fuego, con la metralleta de los compañeros, el guardia C. gastó dos cargadores de 30 cartuchos cada uno sobre los cadáveres, en combinación con el depósito de gasolina del Ford. Acto seguido, con el mechero pegó fuego a la gasolina que se derramaba del depósito, añadiendo la que tenía en la lata aparte…

     Sin nada más se despide un gran amigo de ustedes, que en la actualidad es guardia civil, pero no asesino, como en unas declaraciones que se hicieron a la prensa.

     No me identifico porque sería una cosa no oportuna para mí…

     Posdata: Si tienen bien, esta carta quiero que sea vista por el letrado… “Arsenio”, que cumplió nada más con su deber.”

     La carta que acabo de trasladar fragmentariamente llegó a sus destinatarios en 1984, pero de ella nada se supo hasta el año 2005, en que se hizo pública en varios medios informativos, dentro de una programación que algunos de ellos mantenían sobre puntos oscuros o conflictivos del periodo de la llamada Transición Democrática[17]. Que yo sepa, su divulgación no ha tenido hasta ahora -escribo en febrero de 2023- ninguna repercusión judicial. No es mi propósito elucubrar sobre las causas y responsabilidades de tal pasividad de casi cuarenta años.

 

 

6.      Epílogo: Descargo de conciencia del autor

 

     En los lectores está de decisión de juzgar la existencia de Garganta Profunda en Miramar como real, como meramente posible o como un simple recurso narrativo mío, para dar mayor interés y unidad a las muchas versiones y puntos oscuros de este caso criminal, tanto en sí mismo, como en su evolución -y no evolución- ulterior. Sobre esto, como sobre lo que realmente sucedió en aquella madrugada del 10 de mayo de 1981, pueden ustedes hacer uso de la buena costumbre de pensar acerca de cuanto acaban de leer, para sacar sus personales conclusiones sobre lo que con más probabilidad pudo suceder. De hecho, los mayores sabedores del caso Miramar opinan que la verdad completa y segura ya no se conocerá nunca.

     Por mi parte, aunque solo sea por deformación profesional[18], o por llevar la contraria a muchos, me permito aconsejarles que no olviden la verdad judicial, recogida en la sentencia, la cual, con todas las limitaciones que se quiera, dio muchos pasos para esclarecer los hechos y -muchos menos- para castigar debidamente a sus responsables.




       



[1] El narrador conjuga aquí dos de las acepciones del adjetivo maldito: Que va contra las normas establecidas y que molesta o desagrada.

[2] Siglas correspondientes al Servicio de Información de la Guardia Civil, -oficialmente Jefatura de Información-, que es el servicio de inteligencia de la Guardia Civil. El SIGC es el órgano responsable de organizar, dirigir y gestionar la obtención, recepción, tratamiento, análisis y difusión de la información de interés para el orden y la seguridad pública en el ámbito de las funciones propias de la Guardia Civil y la utilización operativa de la información, especialmente en materia antiterrorista, en el ámbito nacional e internacional (véase R.D. 734/2020, de 4 de agosto).

[3] El asesinato es un tipo agravado de homicidio, entonces castigado con pena de reclusión entre veinte años y un día y treinta años, en tanto que el homicidio simple lo estaba con reclusión de doce años y un día a veinte años.

[4]  La definición de la alevosía en el Código Penal vigente a la sazón era: empleo de medios, modos o formas en la ejecución del delito, que tiendan directa y especialmente a asegurarla sin riesgo para la persona que lo comete, que proceda de la defensa que pudiera hacer el ofendido (art. 10, circunstancia 1ª del Código Penal español de 1971, y anteriores).

[5] Como es sabido, a partir del caso Watergate (Estados Unidos, 1972-1973), la expresión garganta profunda alude a aquellos testigos que no quieren ser identificados, pero que ofrecen a ocultas su conocimiento de un caso a quienes están dispuestos de investigarlo o denunciarlo. El primer Garganta Profunda resultó ser el alto agente del FBI, William Mark Felt (1913-2008).

[6] Se significa aquí, no el lugar de redacción de la carta, sino el hecho de que fuese barcelonés el club de fútbol (Foot-Ball Club Barcelona) que ganó, en la temporada 1928-1929, la considerada como primera Liga española de dicho deporte, en su primera división.

[7] Sobre la prueba de Taylor (1871) y otras para identificar manchas de sangre, véase: Ana Castelló Ponce, Revisión crítica del diagnóstico de orientación en el estudio de las manchas de sangre: falsos negativos en la prueba de Adler. Una aportación de la Química Legal, tesis doctoral de la Facultad de Químicas de la Universidad de Valencia, 1997, pp. 1-27 (de libre acceso por Internet).

[8] Del texto se infiere que fue el 10 de mayo (de 1981) cuando se produjeron las muertes que estoy historiando.

[9] Tal vez merezca la pena reseñar que los defensores de los tres acusados solicitaron en todo momento la absolución de los mismos, si bien con un cambio de fundamentación, tan importante en abstracto, como inane en la práctica: Primero pidieron la absolución porque los guardias no habían tenido intención de matar, ni se apreciaba imprudencia en su empleo de las armas, para evitar la huida de los detenidos. Posteriormente, en conclusiones definitivas, aceptaron que hubiese habido propósito de matar, pero absolutamente amparado por las eximentes de cumplimiento del deber y -para el teniente y el guardia raso- de obediencia debida.

[10] Boletín Oficial del Ministerio de Defensa, transcrito en el Diario Oficial del Ejército del Aire, núm. 17/1981, p. 203.

[11] Ese libro -de cuyo nombre no quiero acordarme-, aparecido en 1982, fue objeto de una segunda edición en el año 2011, que constituye la fuente más amplia y fiable para conocer el que yo he llamado Caso Miramar.

[12] En realidad, usó una especie de seudónimo -Viva Pechina-, alusivo a la localidad a la que se remitió la misiva. Si ello tenía algún otro significado más personal -como, por ejemplo, el de estar sirviendo como guardia civil en dicho pueblo-, es cosa que no se ha aclarado hasta el presente (febrero de 2023).

[13] Se refiere a las personas destinatarias de la carta, es decir, la familia de la única de las tres víctimas que era natural de la provincia de Miramar, y cuyos padres y hermanos seguían viviendo entonces en un pueblo próximo a la capital.

[14] Ya adelanto que de los cuatro voluntarios que salieron, ninguno de ellos fue condenado en el juicio, sino que se encontraban entre los ocho guardias implicados que ni siquiera fueron procesados.

[15]  Aquí se produjo un baile de los apellidos, debiendo ordenarse el nombre y estos así: J.C.M. Este J.C.M. es posteriormente aludido en tres ocasiones en la misma carta como C.M. y como C.

[16]  Parece entenderse que pudo tratarse de varias pistolas, lo que no coincide con la aseveración de la sentencia, en el sentido de que, además de por los dos subfusiles, solo fueran alcanzadas las víctimas por los disparos de la pistola reglamentaria de un guardia civil quien, precisamente, no era ninguno de los cuatro nominados en la carta que extractamos.

[17] En un sentido amplio, dicho periodo se extiende desde la muerte del dictador, Francisco Franco (noviembre de 1975), hasta el acceso al gobierno del Partido Socialista (diciembre de 1982).

[18]  Soy fiscal, ya jubilado, que ejerció la profesión durante más de cuarenta años, entre 1972 y 2016.