viernes, 31 de julio de 2020

MEMORIAS DE UN LIBERAL VALLISOLETANO DEL AÑO 37

Memorias de un liberal vallisoletano del año 37

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Benito Pérez Galdós (1843-1920)[1]

 

     Todos los años tienen interés para quienes conocen la Historia, pero el de 1837 creo que tuvo para Valladolid una importancia especial. Por lo menos, lo tuvo para el protagonista de este relato, que vio cómo su vida cambiaba radicalmente en aquella fecha, en medio de episodios y personajes que, a diferencia de él, son reales en lo sustancial. Tal vez él también lo sea, pero de eso no puedo dar fe ante mis lectores.

 

1.      Ángel Sanz se nos presenta

 

     Me llamo Ángel Sanz Cueto. Si viven ustedes en Valladolid, es probable que me conozcan pues regento desde la muerte de mi padre el conocido almacén de tejidos, El primor pinciano, Hijos de Sanz, sito en el número 6 de los soportales de Guarnicioneros, en la Fuente Dorada[2]. Del poético rótulo de la tienda, no me culpen: Fue cosa de mi madre, hija de un posadero santanderino, en cuyo establecimiento se alojó mi padre recién acabada la guerra contra Napoleón, cuando fue a hacerse cargo personalmente de una importante partida de paños que le enviaban desde Leeds. Mi señor padre, por el contrario, era un pinciano de pura cepa, que hace cuarenta años tuvo el valor y el acierto de cambiar el ramo del negocio familiar -hasta entonces, cerería y artículos religiosos- iniciado por mis abuelos. Las cosas le fueron bien con las telas. Prueba de ello es que los Sanz aún vivimos del negocio familiar -y vivimos bien-: mis hermanos, Braulio y Josefa, y yo. No era esa mi intención cuando tenía veinte años, pero el hecho es que aquí me tienen, al otro lado del mostrador de nogal, con un ojo en esa señora de aspecto distinguido, que, tras un buen rato ante el escaparate, parece que se dispone a hacernos el honor de su visita, y con otro, en ese demonio de Matías, el segundo dependiente, que tiene las manos de mantequilla y acaba de estampar contra el suelo una pieza de tafetán azul real. No, no era esa mi intención, hasta el año 37. ¡Hoy por la mañana, como quien dice! Pero me acuerdo como si fuese ayer y, si no recuerdo algún detalle, bastará con que suba al piso de arriba y pregunte a Rebeca, mi mujer. Sí, sí, 1837, el año en que… Pero mejor será que nos sentemos y, si les apetece, encendamos una buena pipa: ¡El humo es tan evocador!

***

     Mi padre, Leoncio, que en gloria esté, alababa mi forma de sortear las dificultades: Este chico siempre cae de pie, como los gatos, comentaba a mi madre, con una mezcla de evidente admiración y de menos conspicuo deseo de que me diese un buen batacazo de vez en cuando, a ver si aprendía a ser más prudente y acomodaticio. Por mi parte, siempre he creído que, en la romántica y agitada época de mi juventud, bastante castigo teníamos con ver frustradas nuestras ambiciones y esperanzas. Yo podría haber sido… A estas alturas, podría haber tenido… Y me pierdo en nostalgias y lamentaciones, de las que me saca alguna petición filial de un cuarto para comprar un panecillo en los portales de enfrente, o la más severa de mi esposa quien, sabiendo lo que estoy pensando sin necesidad de preguntármelo, me reprende: El hombre ambicioso siembra discordias, el que confía en el Señor tendrá prosperidad[3]. Y así, acabo por convencerme de que tengo lo suficiente como para dar gracias a Dios…, aunque no sea nada de aquello que antaño ambicioné, con la confusa ilusión de un muchacho de diecisiete años; aquel que, un día de otoño de 1834, entró por el portalón universitario a la plaza de Santa María, dispuesto a hacer verdad otro proverbio, que luce en el blasón de mi Academia: Sapientia aedificavit sibi domum[4].

     Mucho nos había costado, al preceptor y a mí, convencer a mi padre de que, de sus hijos, el mayor tenía capacidad y afición, como para intentar el salto a aquellas profesiones llamadas liberales. ¡Como si los demás trabajos fueran serviles!, gruñía mi padre, que nunca aceptó más jerarquía social que la que nacía del trabajo y se demostraba en la prosperidad que indican los libros de comercio. No fue fácil, digo, convencerlo pero finalmente lo hizo por mí la guerra del Norte, como llamábamos en un principio a la sostenida contra los partidarios del Pretendiente[5]. Nadie pensaba cuando empezó que la contienda fuese larga, pero empezaron a correr rumores de levas y alistamiento de supuestos voluntarios. Mi hermano pequeño no estaba aún en edad peligrosa, pero yo correría pronto el riesgo del reclutamiento. El bueno de Don Vicente hizo uso de ese decisivo argumento:

-          Bien sabe usted, Don Leoncio, que los hijos de los trabajadores son los primeros a quienes llaman para la guerra; pero, si el chico estuviera estudiando en la Universidad, podría ampararlo el fuero académico.

-          ¿Qué diantres es eso del fuero?, preguntó mi padre al preceptor.

-          Pues que Ángel podría apuntarse a la Milicia, dentro del batallón de estudiantes[6], y podría pasar por soldado, sin salir para nada de Valladolid. Solo tendría que tomar las armas en el muy improbable caso de que Don Carlos llegase hasta nuestra ciudad…

-          … Que es tanto como decir cuando las ranas críen pelo.

-          ¿Quién sabe?, dudó Don Vicente. En cualquier caso, prosiguió, si cae Valladolid, ya pueden ir haciendo las maletas Doña Cristina, sus hijas y et sic de caeteris[7].

     Y así fue como, tras unos meses de preparación intensiva, me hallé en condiciones de acceder a la Universidad. Tenía buena formación y estaba deseando demostrar a mi padre que la matrícula iba a ser algo más que la forma de no ir a la guerra. Decidí compatibilizar los estudios de Derecho y de Letras. Mi progenitor preguntó irónico:

-          ¿Y Medicina? Podrías hacer las tres carreras: mañana, tarde y noche.

-          No valdría para médico -repliqué yo, un tanto engallado-, pero en los ratos libres podría emplearme y ganar algún dinero, que la Universidad supone mucho gasto.

-          Razón tienes, repuso mi padre, tomándome la palabra. Después de todo, no has de tener prisa en recibirte, no sea que luego te manden a pegar tiros.

     Al recordar aquellos momentos, no puedo por menos de sonreírme. ¡No tenía presunción ni nada! Pero, por otra parte, nadie sabe de qué será capaz, si le sostiene la ambición, el amor propio… y el deseo de escapar del negocio paterno. El hecho es que, al acabar el primer curso, me había ganado el respeto de mis condiscípulos y la admirativa sorpresa de mis padres: Entre una Facultad y otra, aprobé siete asignaturas. Claro que no había hecho otra cosa que estudiar y servir algunos pedidos a domicilio para las clientas de El primor. Eso, y convertirme en todo un cabo de Milicias del Batallón de Escolares: ventajas de tener aventajada estatura y tirar con la destreza y puntería de un avezado cazador de liebres y perdices.

 

 

2.      Abriéndose camino

 

     Los carlistas no llegarían a Valladolid por entonces, pero sí los vándalos. Aquel 1835, en que acabé mi primer curso, fue el del inicio de la exclaustración forzosa de los frailes, que hubieron de dejar vacíos los conventos y -según se decía- los novicios y los profesos jóvenes eran llevados forzosos a la guerra, donde me figuro que los que pudieran se pasarían al enemigo pues la gran mayoría eran carlistas de ideas, incluso antes de que los pusieran en la calle, solo con el día y la noche, al decir de mi madre. Así que ¡cómo iban a pensar después de que el Gobierno se comportase así con ellos! Un amigo mío, más inteligente para la vida que para los estudios, profetizó:

-          Ahora que han dejado los conventos vacíos, me parece que estoy viendo al Señor Subdelegado[8] diciendo: ¡Cáspita! ¡Si están abandonados todos los conventos de la ciudad! Pues nada, apliquemos la Ley de Mostrencos[9] y arramblemos con ellos.

     Desde luego, a mis cortos años y con valores muy eclécticos, se me daba un ardite de que aquella forma de proceder fuese justa o no. Si acaso, me incorporaba a alguna panda de condiscípulos que, como papanatas, lo mismo iban a contemplar la expulsión de los frailes de sus centenarios cobijos, a punta de bayoneta[10], que se hacían lenguas del tremendo trabajo que debía de suponer la labor de sirga de las grandes barcazas que, cargadas de grano y otras mercaderías, empezaban a llegar a las dársenas del nuevo Canal, junto al puente[11]. Otros, más atrevidos, trataban de sortear las cerraduras y la vigilancia puestas para impedir el saqueo de las muchas riquezas que se suponía guardaban aún los conventos abandonados, ya fuese San Francisco, San Agustín o San Bartolomé; una ilícita tarea más difícil de practicar por la competencia de los agentes públicos y los profesionales de la palanqueta, que no por la eficacia de los vigilantes. Y hasta los había noctámbulos, que paseaban a la luz de los nuevos faroles de reverbero[12], haciendo gala de buena vista para leer algún periódico o libro al pie de aquellas luminarias. Regresando para casa a la anochecida, oí en la calle de Olleros que alguien decía, por gracia:

-          Con tan potentes faroles y con los serenos que ahora patrullan[13], ya no merece la pena salir de noche. Total, para no poder hacer picardías, mejor se sale de día.

     Se ve que la gente iba perdiendo el miedo que había traído a la ciudad la terrible epidemia del cólera del año anterior, la cual vino a acabar justo cuando tenía que empezar el curso que, con tal motivo, se retrasó algunas semanas[14]. Mi hermana Josefa estuvo afectada por el mal, pero salió adelante, según mi padre, por la fortaleza de su juventud y, en versión de mi madre, por santa intervención de la Virgen, a cuya advocación de San Lorenzo ofreció a la milagrosamente sanada, ofrendando un pebetero de plata, que esta es la fecha que sigue ardiendo a los pies de la imagen.

     Por acabar con mi repaso de los recuerdos de aquel año, he de aludir a uno, que me tocaba muy de cerca: El de que el Gobierno, dentro de su razonable política de reducir el número de Universidades existentes en España, a cambio de mejorar en mucho las subsistentes, tenía proyectos de suprimir la de Valladolid, junto con otras Academias igualmente antiguas y famosas[15]. En el juego de súplicas y de influencias, se formó una Comisión de claustrales, para la que fue elegido, entre otros, el profesor Moyano[16], de quien pronto escribiré con más detenimiento, pues fue de los pocos docentes que ejercieron un influjo notable en mi vida. Mi Alma Mater logró parar el golpe y yo pude seguir estudiando en ella, condición indispensable para que mi padre consintiera en subvenir a mis modestas necesidades. En cualquier caso, ya había visto las orejas al lobo: Mientras no tuviese alguna ocupación remunerada, sería rehén de los caprichos paternos; tanto más en aquellos días, en que las secuelas de la epidemia habían resultado funestas para el comercio de la ciudad. Así que, no contento con echar una mano en El primor en los periodos vacacionales, resolví emplearme en algún trabajo para el que mi condición de estudiante fuese una ventaja. Llegué con mi padre al acuerdo de que, salvo el reparto ocasional de pedidos a domicilio, cambiaría mi ayuda personal en la tienda por la cobertura de mis gastos personales y universitarios. Para lograr un empleo decente, en buena hora se me ocurrió acudir a Don Atanasio[17] -otro profesor de quien tendré que hablar mucho por la relevancia que tuvo para mi futuro-.

-          ¿Qué te parecería corrector de pruebas? -me preguntó-. Tengo buena amistad con un impresor que, aunque no de los principales, cuida mucho la calidad y ortografía de sus originales. Se trata de la imprenta de Santarén, en la calle Valseca[18].

     Dicho y hecho. Mas, como la corrección llevase poco tiempo y estuviera muy poco pagada, una vez comprobaron mi seriedad y disposición, me ofrecieron completar el trabajo con el de cajista. Acepté y allí estuve muy contento durante un año, momento en que me salió -también por obra del mismo profesor- un trabajo bien distinto y mucho mejor pagado, aunque a la postre no me atreva a afirmar que me aprovechase más.

***


La Fuente Dorada (vista actual)

     No gozaba Don Claudio Moyano de buena opinión entre los alumnos; más que nada, porque tendemos a olvidar aquel dicho tan cierto, de que las apariencias engañan. Aunque era uno de los catedráticos más jóvenes de la Academia, su aspecto macizo y lo adusto de su rictus lo colocaban, a sus veintitantos años, en el Olimpo, solemne y ominoso a la vez, de sus colegas veteranos, tan lejanos de nosotros. No había tenido yo el gusto de contarlo aún entre mis profesores, cuando hube de tomar contacto con él en su calidad de Jefe de la Milicia de Escolares, cuyo mando se le asignó a poco de tomar posesión de la cátedra, en cuanto constató el rector sus cualidades liberales y de mando. Yo, miliciano desde el curso anterior y -como he dicho- con grado de cabo, me hice notorio a sus ojos el día en que, presenciando nuestros ejercicios de tiro junto al recién abandonado convento del Carmen Descalzo, le dio por demostrarnos su puntería, que no tenía otro origen que la caza menor, como también era mi caso. El hecho es que, gastando buena parte de la munición de todo el año -para desesperación de nuestro subteniente-, dimos en establecer una competencia de los mejores tiradores con el Señor Moyano, eliminando a quienes fallaran el blanco. Finalmente, quedamos el sargento primero, Moyano y yo, que tuve la sensatez de marrar de propósito, para ahorrarme cualquier resquemor de la superioridad; no así el sargento, que triunfó en la pugna, ganándose desde entonces las pullas de Don Claudio, pues su vencedor era de La Nava del Rey, pueblo con fama de ser el más carlista de la provincia. Como sus naturales se llaman navarreses, dio nuestro capitán en motejarlo de navarro, algo ofensivo en la época, por ser Navarra la cuna del carlismo[19]; y con Navarro se quedó, si bien no se privó de retrucar a Moyano con el apodo de Picio, por razones que no será preciso explicar[20].

     Con todo eso, adelantando acontecimientos, diré que, cuando al curso siguiente -el de 1836 a 1837, tercero de los de mi carrera universitaria- me matriculé en su asignatura de Economía Política, tan pronto me echó la vista encima, bromeó:

-          ¡Hombre, cabo! Espero que sea usted tan certero respondiendo a mis preguntas como haciendo impacto en un blanco.

-          No lo dude, señor -repliqué-, siempre que no me ponga las cuestiones más lejos de lo que ni arma alcance sin desviarse.

     La primera parte del curso no cubrió mis expectativas, pues el profesor Moyano explicaba, sobre una traducción francesa, los Principios de David Ricardo[21], que eran demasiado para unos estudiantes que tomaban su primer contacto con la materia económica. Pero, llegado el mes de febrero, ignoro por qué causas, Don Claudio cambió radicalmente de objeto y pasó a explicarnos con claridad, detalle y objetividad la Desamortización[22] que, por aquellas fechas, era la cuestión más candente de la vida social, desplazando a todas las demás, incluso la guerra civil, que nos rondaba en Castilla, debido a la peregrina idea carlista de las expediciones[23]. Yo, a esas alturas, empezaba a ser un experto en materia de subastas y remates de bienes desamortizados; de modo que hice unos exámenes brillantes y originales, que me supusieron el sobresaliente, no sin un breve intercambio de frases con el Señor Moyano, ante el sorprendido silencio de los otros dos miembros del tribunal:

-          Nos hemos olvidado hasta ahora de la obra de David Ricardo, afirmó Moyano. ¿Qué cree usted que opinaría de nuestra Desamortización?

-          Supongo que no tendría mucho que decir en contrario, visto que en su país se desamortizaron los bienes eclesiásticos en el siglo XVI.

-          Pero ¿y de la forma en que la estamos llevando efectivamente a cabo?

-          Pues diría que, a partir de ahora, su ley de hierro de los salarios[24] tendrá el más estricto cumplimiento entre nuestros campesinos.

     Aquí acabó mi examen. Tengo la impresión de que solo Don Claudio y yo entendimos el verdadero sentido de mi salida por la tangente, así como de la carga crítica que, pese a todo, venía muy a cuento, por más que tuviese mucho más de Ángel Sanz que de David Ricardo.

***

     Si no tuve relación discente con Don Claudio Moyano hasta mi tercer año de Universidad, con don Atanasio Pérez -más conocido por su segundo apellido, Cantalapiedra- me encontré desde el primer día, cuando nos hizo una hermosísima presentación de su asignatura[25], en el sentido de aprovechar las enseñanzas filosóficas para la vida. Es posible que, pese a nuestra juventud, recibiésemos la sugerencia con escepticismo, algo así como reclamar que nos predicara con el ejemplo, pero resultó que Don Atanasio, quien era abogado a más de filósofo, daba diariamente las mejores muestras de humanidad y decencia desde su relevante puesto de Fiscal militar de la provincia; ello, en un momento en que centenares de civiles pasaban por los consejos de guerra, como presuntos colaboradores o partidarios del Pretendiente. Cantalapiedra, sin dejar por ello de ser severo y de aplicar las leyes draconianas que regían su función, sabía ser objetivo y humano, eludiendo, sobre todo, solicitar la pena de muerte pues, como él decía con cierta sorna, las cárceles pronto quedarán vacías, pero los cementerios tardarán mucho más. Su forma de pedir justicia se ganó el respeto de los tribunales y de los propios políticos liberales, tan poco dados a valorar la vida de sus enemigos, como estos la de aquellos. De hecho, logró lo que Moyano, admirativo, calificaba de la cuadratura del círculo: ejercer su cargo de fiscal hasta el final de la guerra y conseguir que Valladolid fuera -según se decía- la provincia en que se había ejecutado a un menor número de carlistas[26]. Los entendidos decían que Cantalapiedra era intocable porque se había ganado la amistad de Espartero, a quien, desde luego, admiraba profundamente[27]. Si es ello cierto, habrá aprovechado tan importante influencia para servir a los más elevados valores, no para hacer carrera en Madrid, adonde como diputado por Valladolid le han llevado únicamente los votos de sus conciudadanos[28].

     Además de filósofo, fiscal, abogado y hombre de bien, Don Atanasio era, y es, un estudioso de la ciencia de la agricultura, siendo muchos los conocimientos que, además de atesorar, aplica a sus amplias propiedades rústicas en tierras de Rueda y de Medina[29]. Puedo decir -porque él mismo me lo ha contado- que ya por nacimiento era de familia de agricultores de cierta importancia, que habían invertido parte de su fortuna en dar carrera a sus hijos, como era el caso del padre de Cantalapiedra, médico ejerciente en Pozaldez, y, por descontado, de Don Atanasio. También me consta por palabras de mi profesor de Filosofía que, llegada la Desamortización de Mendizábal, no dudó en ampliar las tierras recibidas en herencia con las adquiridas por subasta, aunque siempre en los lugares que fueron escenario de su infancia. Precisamente ese fue el principal motivo por el que influyó en mi vida y, en consecuencia, la razón por la que me he referido -tal vez con demasiada prolijidad- a la vinculación de Cantalapiedra con el cultivo de los campos y la consecución de uno de los más extensos patrimonios rústicos de su distrito.

     Es el caso que, terminado mi segundo curso universitario, a mediados del año 1836, Don Atanasio giró visita a Santarén, con objeto de contratar la impresión del programa de su asignatura para el curso siguiente, como hacía todos los años. Me vio componiendo las planas de un libro sobre gigantes que íbamos a editar[30] y pareció disgustarse, por lo que hizo un aparte y me interpeló:

-          Creí que te habías contratado para corregir pruebas. La verdad, no veo bien que un universitario competente ande entre los tipos y la tinta.

-          ¡Qué quiere, Don Atanasio!, contesté. O me pago los estudios, o mi padre me pone a vender telas.

-          Pues algo habrá que hacer de aquí a que empiece el próximo curso. Ahora me voy al pueblo para la siega y allí estaré hasta la vendimia, pero ven a verme en cuanto empiecen las clases.

     La verdad, había tres meses y pico por delante y el verano, si nos dejaban en paz las expediciones de los carlistas[31] prometía no ser para mí un estío cualquiera. ¿Imaginan por qué, siendo un mozo de diecinueve años? Seguro que aciertan, pero, si quieren conocer los detalles, habrán de pasar capítulo.


Atanasio Pérez Cantalapiedra (la aparente cicatriz en el labio es un defecto del grabado)

 

 

3.      Entre un padre y una hija

 

     Tan pronto dieron las vacaciones de verano del 36, el profesor Moyano, nuestro jefe de la Milicia, tomó las de Fuente la Peña, de donde era natural. También desaparecieron de la ciudad muchos de los estudiantes milicianos, al reclamo de sus familias foráneas o de las labores de la recolección, en que podían ganar penosamente unos buenos reales. De modo y manera que, cuando tocaron a generala a mediados de julio, la verdad es que yo también hice oídos sordos y procuré escaquearme. La alarma era debida a que -según se decía- la expedición de un tal Basilio[32] se encontraba ya en Soria, con la intención de venir a Valladolid. Toda la Milicia Nacional de la provincia fue llamada a la capital, con lo que calculo que a los setecientos milicianos que éramos aquí, se añadiría un número aún mayor de provinciales, hasta alcanzar los dos mil que llegaron a reunirse[33]. Con todo aquel guirigay, casi nadie trabajaba en la población, como no fuera en dar de comer y beber a hombres y caballos; tanto más, cuanto que, de buenas a primeras, aparecieron por el recinto murado unos mil y quinientos presidiarios, políticos y comunes, que fueron puestos de inmediato a remendar cercas, levantar tapias e improvisar fortificaciones, sin ahorrar el derribo de algunas partes de los conventos abandonados, para coger materiales. A la caída de la tarde, toda aquella plétora de desgraciados era conducida al antiguo monasterio de Prado para recibir una colación y pasar la noche. Así pasamos otra semana, hasta que el jefe militar de la tropa cristina, el general Manso[34], entendió que las obras eran suficientes para aguantar los débiles embates del posible enemigo y para sostener nuestros propios cañones, de los que apenas habían podido aparejarse cinco piezas de a ocho[35]. Finalmente, el 27 de julio se dio por terminado todo aquel alarde, del que también había formado parte la detención en rehenes, en el fuerte de San Benito, de los más conspicuos carlistas de la ciudad, entre los cuales había cuatro canónigos y varios laicos, siendo uno de ellos un tal Cueto, que puedo asegurar nada tenía que ver con la familia de mi madre.

     Mientras duraba todo este pandemonio, yo me guardé en la casa paterna, encima de la tienda, por las razones de prudencia que ya he dejado dichas. Así aplacé la entrada en mi vida de quien tanto habría de iluminarla hasta la fecha, de quien la primera noticia que tuve fue un comentario de mi padre, a la hora del almuerzo:

-          Parece que tenemos otra clienta. Por lo menos, hoy ha hecho una buena compra y creo que marchó satisfecha.

-          ¿Ha pagado al contado?, preguntó mi madre, no siempre favorable a la tolerancia de mi padre con el fiado.

-          Desde luego. Se trata de una familia recién llegada de Talavera y, al parecer, el marido tiene una buena ocupación. Van a vivir aquí cerca, en un segundo piso de la calle del Jabón.

     A nuevas preguntas de mi madre, aclaró mi progenitor que la señora, llamada Noemí, era costurera y modista, habiendo aprendido el oficio en Madrid, de donde era natural. Había venido acompañada de su hija, una jovencita de buen ver, que la ayudaba en el taller pero, sobre todo, tenía unas manos primorosas para toda clase de bordados.

-          Pues, siendo tan primorosa, ha dado con la tienda adecuada, bromeó mi hermana. ¿Cómo se llama ese primor?

-          Creo que su madre la llamó Rebeca, repuso mi padre.

-          Noemí, Rebeca: nombres poco corrientes, apostillé. ¿Cuál es el nombre del padre?

-          Como comprenderás, no se lo pregunté, gruñó el mío, pero vas a tener pronto ocasión de saberlo porque me ha dejado encargadas tres varas de raso lamé color rosa fuerte, que no me servirán hasta la semana que viene. Así que ya lo sabes: calle del Jabón, número tres, segundo. Como para entonces ya se habrá hecho la paz en la ciudad, de la que vayas a trabajar a Santarén les dejas el pedido.

          Todo fue como ordenaba mi padre, salvo la hora de la entrega, pues salí de casa justo a tiempo de llegar sin retraso al trabajo; de modo que me arriesgué a un posible deterioro llevando el paquete hasta la imprenta y demorando su entrega para cuando concluyera la faena, a la caída de la tarde. Creo que fue una feliz decisión pues a esa hora el cabeza familia ya se había recogido y salió a abrirme la puerta. Enterado de lo que allí me llevaba, me dejó con el hatillo en la escalera y dio una voz llamando a su esposa. Esta, deseosa de ver la tela a la luz natural y, en su caso, de pagarme el importe, me hizo pasar a la habitación exterior en que tenía montado el taller. Dos jóvenes se afanaban con la costura: Sin duda serían la hija de la modista y una oficiala, pero no tenía forma de distinguirlas, dado que ambas se levantaron a un tiempo para admirar de cerca la pieza de raso, aunque Doña Noemí les palmoteó las manos, para evitar que rozaran siquiera la valiosa tela. En seguida, la modista me dejó de pinote esperando y fue al fondo de la casa en busca del monedero. Al volver, me pagó la cantidad exacta y agregó unos cuartos, diciendo esto, para ti.

-          Muchas gracias, señora -dije, rechazando cortésmente la propina-. Mi padre no permitiría que aceptase su atención.

-          ¿Cómo que tu padre?, se sorprendió la señora. ¿Acaso no eres el mandadero del almacén?

-          No, señora. Soy uno de los hijos del dueño. Me llamo Ángel Sanz y hago de recadero para la tienda a ratos perdidos, pues trabajo en una imprenta.

-          Ya decía yo, comentó Doña Noemí, que resultabas demasiado distinguido y mayor, para ser un simple aprendiz.

     Decidí seguirle el halagüeño comentario y, al propio tiempo, presumir ante las niñas:

-          Aprendiz sí que lo soy, pero de letrado, pues estudio en la Universidad diversas materias de Jurisprudencia y de Filosofía.

     La señora quedó boquiabierta o, por lo menos, reaccionó llamando a voces a su marido:

-          ¡Ezequiel, Ezequiel, ven para acá un momento!

     El tal Don Ezequiel debió de figurarse que se las había en casa con un sujeto de cuidado, pues apareció al momento, portando un bastón, que no creo necesitase para caminar por el pasillo. Cuando su esposa le puso al corriente de lo que la había exaltado, el buen señor sonrió aliviado:

-          Bueno, tan extraño no es, pues tengo entendido que en esta ciudad hay unos cuantos cientos de estudiantes. Si su padre es, como parece, un comerciante de importancia, lógico es que quiera dar carrera a su hijo, aunque solo sea para que se desenvuelva mejor en su ambiente.

     Me molestó la referencia a mi ambiente, como también a que mi padre fuera el pagano de mis estudios; así que repliqué:

-          Estoy trabajando en una imprenta para pagarme los gastos académicos. Por otra parte, aunque ayude en la tienda, no me veo en ella, si logro acabar los estudios. Tengo un hermano y una hermana que, llegado el momento, pueden ser los continuadores del negocio familiar.

     Don Ezequiel hizo un gesto mecánico de asentimiento y se retiró, pero su mujer debió de captar algo interesante en mis palabras pues me invitó a tomar asiento y preguntó:

-          Así que tienes una hermana… Será, más o menos, de tu edad.

-          Se llama Josefa y es un año más joven.

-          Verás, si te lo pregunto es por mi Rebeca que, entre el trabajo y lo poco que llevamos aquí, no ha podido hacer amistades y se encuentra un poco sola. Tal vez tu hermana, si congeniasen…

-          ¡Mamá, por favor!, terció la muchacha, cuya identidad quedó por fin desvelada. Esa joven ya tendrá sus amigas y sus aficiones. No es cosa de que me meta yo a rosca.

     Miré abiertamente a la chica y me pareció, si no hermosa, por lo menos agraciada y con un encanto que traslucía, a la vez, timidez y sinceridad. Decidí ayudarla:

-          Josefa es bastante abierta y seguro que acogerá de buen grado la sugerencia. Y, en cuanto a aficiones, creo que la del bordado la tienen en común.

     Rebeca se ruborizó, al comprender que mi padre habría hablado de ella a la familia. Doña Noemí recibió, en cambio, la noticia jubilosamente:

-          ¡Espléndido! Me pasaré un día de estos por la tienda para invitar a tu hermana a visitarnos y conocer las labores de Josefa. Y tú podrías ir adelantando a tus padres mi propósito.

     Eso fue todo por aquel día. Cuando lo recuerdo, admiro de qué forma tan nimia dio comienzo mi relación con los habitantes de aquella casa, que llegaría a considerar, aunque durante un corto tiempo, mi segundo hogar.


***

     Aquel verano del 36 todavía había de traerme más emociones y sorpresas, no siempre afortunadas. La mejor, desde luego, fue la de que Josefa y Rebeca congeniaran a las mil maravillas. Estando sus casas separadas por apenas doscientas varas[36], era constante y alternativa la presencia de una en el domicilio de la otra. Gracias a todo ello, pudimos Rebeca y yo conocernos y frecuentarnos como si de íntimos amigos se hubiera tratado. Que de ello nació un mutuo interés y afecto, es cosa que bien sé de propia mano en lo que a mí respecta. Sobre ella, hubo de ser Josefa quien me pusiera al corriente, de la manera irónica que conmigo tenía por costumbre:

-          No sé qué verá en ti mi amiga, pero lo cierto es que le haces tilín. Si estuvieras más atento y supieses lo que te conviene, le harías la corte, que vas camino de los veinte años y todavía no he conocido a una chica que mereciese tu interés.

-          Mujer, me paso el día entre la imprenta, la tienda y la preparación de algunas materias difíciles del próximo curso. Además, no me había dado cuenta de que…

-          No, si ya… Por eso te lo digo yo. Y procura no dejarlo mucho, que más de uno ya la ha requebrado por la calle.

     Comprendió que aquello de los celos había sido mal traído, pues no era yo persona ducha en competencias amatorias; de modo que matizó:

-          Pero no creas. Rebeca no es nada coqueta. Si no la dejas escapar, seguro que la tendrás en el bote.

-          De todas formas -le rogué-, échame una manita, no sea que meta la pata.

-          Eres imposible -replicó moviendo la cabeza-. ¿Qué crees que he estado haciendo hasta ahora? Pero algo tendrás tú que poner de tu parte.

     A partir de entonces, me convertí en el feliz guardián masculino de la gentil pareja de muchachas que todos los días festivos se solazaba con los paseos campestres por las Moreras, el Real de Burgos o el Campo Grande, o se mezclaba con los grupos que recorrían una y otra vez los soportales o la calle de Santiago, buscando rostros conocidos o mirando escaparates. No perdía yo la oportunidad de llevarlas por los lugares monumentales de la ciudad, que tan bien conocía, aunque en aquel tiempo las sorpresas, siempre tristes, eran constantes: tras la forzosa exclaustración, la piqueta comenzaba a hacer estragos, incluso en edificios que me hacía de cruces de que no se hubieran incluido entre los exceptuados de la desamortización[37]. Mi saneada economía me permitía tener modestas atenciones con las jóvenes, que Rebeca tendía a rechazar por fineza, pero Josefa, con el lógico descaro fraterno, determinaba su aceptación.

    Feliz y contento me hallaba, cuando los carlistas hubieron de hacerme la pascua, aunque fuese en pleno mes de agosto. En la tarde del día 20 de dicho mes, aparecieron por Valladolid algunas familias, autoridades y milicianos palentinos, alertando de que había entrado en aquella ciudad la división de Gómez[38]. En consecuencia, de manera un tanto temeraria, el Capitán General ordenó que todos los hombres armados disponibles del ejército y la milicia -unos mil en total- salieran de la capital, rumbo a Cabezón, para detener al adversario, tal vez, en el puente sobre el Pisuerga allí existente, con la ayuda de cuatro cañones. Felizmente para ellos, los facciosos tomaron el camino de Aranda, por lo que las tropas vallisoletanas regresaron aquí en la tarde del lunes veintidós. Nadie se acordó en aquellos momentos de la Milicia de Escolares, por lo que pude seguir haciendo vida normal, sin necesidad de esconderme para no ser alistado.

     Muy pocos días después, tuve noticia de que mi maestro y valedor, Don Atanasio P. Cantalapiedra, había tenido que interrumpir sus vacaciones en Pozaldez, para cumplir perentoriamente con las obligaciones de fiscal militar. Es el hecho que el general Espartero, que venía en persecución del carlista Gómez, pasó fugazmente por los alrededores de Valladolid, dejando en esta a los numerosos prisioneros que había hecho a la facción del Pretendiente. Sin llegar a cruzar el puente, en el arrabal de la Victoria, quienes conducían a la cuerda de presos fusilaron contra las tapias de aquel convento a uno de los desgraciados que traían, un guerrillero asturiano -dicen que famoso- llamado el Cura de Folgueras, o de Felguera, que ambos apelativos he escuchado[39]. Los otros detenidos, en número de unos ochenta, quedaron encerrados en el antiguo convento dominicano de San Pablo, ahora abandonado, viniendo entre ellos Don Hilarión Valéns, natural de Valladolid y doctor en Jurisprudencia por nuestra Universidad[40]. El fiscal Cantalapiedra se hizo inmediatamente cargo de todos los presos, procediendo a abrirles causa criminal, con lo que logró aplacar los ánimos vengativos y sujetar la situación a las leyes vigentes.

     Habiendo conocido, pues, que Don Atanasio se hallaba en la ciudad, acudí en seguida a saludarlo a su casa, en la calle de la Cárcava[41]. Pese a sus muchas ocupaciones, me hizo darle un repaso a mis últimos meses, y añadió:

-          No creas que he olvidado mi promesa de sacarte de entre la pegajosa tinta de imprenta y ayudarte a buscar un trabajo más acorde con tu formación académica. Precisamente, en el curso de mis operaciones de compra de fincas desamortizadas, me he puesto en las manos expertas de un intermediario, apellidado Espinosa, que tiene despacho abierto en la calle de Herradores, junto a la Cruz Verde. Me acordé de ti y le pregunté si tendría vacante alguna plaza de escribiente pues yo conocía a un posible aspirante honesto y muy bien preparado. Me contestó que, no tardando, tendría que poner en la calle a un empleado que le había salido infiel. De eso hace cosa de un mes, cuando fue a visitarme a Pozaldez. De modo que apresúrate en ir a verlo. Voy a darte una carta de presentación para él.

     Garabateó unas líneas en una cuartilla, que metió en un sobre a la atención de Don Ezequiel Espinosa. Recuerdo que pensé: ¡Vaya, otro Ezequiel, qué casualidad! Incluso, haciéndome el misterioso, comenté aquella tarde con mis padres: Es posible que, a partir de mañana, me sonría la fortuna.

     En efecto, a la mañana siguiente, tras pedir licencia en Santarén, acudí al susodicho escritorio de la calle de Herradores, que era poco más que una covachuela en un tercer piso aguardillado. Dos empleados se afanaban por ordenar papeles y anotar entradas en los libros de registro. Me identifiqué y pedí que anunciaran mi visita, diciendo que venía de parte del profesor Atanasio Cantalapiedra. Al punto, se me franqueó la entrada a un modesto despacho al fondo que, cual península burocrática, se hallaba rodeado de estanterías y pilas repletas de documentos por todas partes, menos por una, que era la puerta; y en el centro de aquel controlado desorden, un individuo de edad mediana levantaba la vista de la Gaceta para atisbar a quien entraba. En efecto, la luz era menos que mediana, recibida de una ventana al tejado. Con todo, él y yo nos identificamos claramente, dado que nos conocíamos de sobra. El tal Espinosa era el padre de Rebeca y un servidor, por supuesto, el amigo de su hija, que secretamente aspiraba a ser mucho más que eso.


Claudio Moyano Samaniego

 

 

4.      El testaferro y su cuadrilla

 

     Con la relación que ya teníamos y la encomiástica recomendación de Don Atanasio, no tuve dificultad ninguna para obtener el puesto. Es más, Ezequiel -me prohibió tratarlo de Don, aunque conservando el usted- tenía prisa en echar al empleado poco honrado pues apenas me dio de plazo hasta el lunes siguiente para despedirme de Santarén, repasar las normas desamortizadoras más importantes y ponerme al trabajo. Fermín, el oficial, ya te pondrá al corriente, replicó a mi preocupación por no dar en principio la talla. Semejante premura cayó francamente mal en la imprenta:

-          Ve con Dios -me dijo con enfado Dámaso, el hijo de la dueña que la sucedería al frente del negocio- pero, si las cosas te vienen mal dadas, no vuelvas por aquí.

     Me dolió aquel desplante y tomé nota. Si algún día regresaba al ramo de la impresión, habría de ser con la competencia.

***

     Hasta que entré a trabajar para Ezequiel había experimentado la desamortización en términos de abandono y destrucción. A partir de entonces, me tocaría ver sus aspectos constructivos, es decir, cómo se enriquecían y formaban grandes patrimonios inmobiliarios, tanto los adquirentes de los bienes nacionales, como cuantos pululaban en torno suyo, sirviéndolos de colaboradores o de testaferros en las mil y una exigencias que comportaban las subastas de aquellos inmuebles. No puede decirse que esa época haya pasado ya a la historia[42] pero, con todo, no voy a referirme a ella en términos generales, sino en la medida en que yo la viví durante el año que trabajé para Espinosa. Fue poco tiempo según el calendario, pero resultó decisivo para mi porvenir.

     Decir que trabajé para Espinosa no es sino una media verdad. Lo cierto es que, tanto él, como cuantos trabajábamos en su escritorio pertenecíamos a las mesnadas del gran conseguidor, José María de Reynoso[43], uno de los más importantes testaferros pincianos durante la desamortización de Mendizábal, gracias a haberse ganado la confianza de muchos de los capitalistas dispuestos a pujar en las subastas de Valladolid y otras provincias limítrofes. Quizá esté incumpliendo mi deber de sigilo profesional, pero veo inevitable dar alguna prueba de lo que digo, refiriéndome al comitente de Reynoso, llamado Millán Alonso del Barrio[44], con quien más adelante tuve una intervención que hube de lamentar, quizá como justo castigo a mi infidelidad. Pero dejemos estar, por ahora, el asunto y pasemos a contar qué pintaban Reynoso, Espinosa y otros muchos más, ayudando en las subastas a quienes, como el Señor Alonso del Barrio, experiencia y conocimientos tenían de sobra para pujar y rematar en una subasta, sin ser ayudados por unos intermediarios y comisionistas, que se hacían pagar su colaboración a precio de oro. A ver si soy capaz de explicarme de forma breve, utilizando un esquema que tiene tintes morales, aunque la ética suela estar tan reñida con la práctica mercantil[45].

     Dentro de lo que podríamos considerar correcto, los mediadores eran útiles para buscar y adquirir los títulos de la deuda, con los que ventajosamente podían pagarse los precios en que los inmuebles subastados eran rematados. Y digo ventajosamente, poniendo en relación esta forma de pago con el abono del precio en metálico, dado que la deuda española estaba depreciada en el mercado, por término medio, en un ciento por ciento; es decir, podía comprarse por la mitad de su valor nominal. Quiere decirse que quien pagaba con deuda pública compraba a mitad de precio, compensando así el tener que abonar por la finca hasta el doble de su precio mínimo o de salida, para el caso de que la licitación hubiese elevado aquel hasta el doble del inicial[46].

     Dentro del campo, mucho menos santo, de la ocultación y del engaño, los testaferros permitían disimular la identidad de los verdaderos compradores, ocultar la cantidad de lotes que los más adinerados mercaban y eludir -aunque no en conciencia- la excomunión que la Iglesia hizo pesar sobre los Gobiernos que decretaron la desamortización de bienes eclesiásticos y sobre los comparadores de dichos bienes[47]. Habría sido divertido poder preguntar al arcángel San Miguel, o a San Pedro -portero del Paraíso celestial- quién se iba a quemar en el fuego eterno, sí Alonso del Barrio, Reynoso, Espinosa, o mi pobre persona, encargada en ocasiones de llevar la plica con la oferta escrita a la Delegación provincial de bienes nacionales.

     Pero era en un terreno francamente ilegal, donde los intermediarios menos aprensivos se hallaban como pez en el agua. Cruzando nombres o escuchando detrás de las puertas, era fácil constatar que -pese al carácter oficial de los procesos[48]- se amañaban los precios, se apartaba con amenazas a posibles postores o se influía para que las Comisiones municipales hiciesen lotes a la medida de los comitentes de los testaferros. Los comisionistas más respetables afirmaban que sus conductas eran intachables, pero subordinados tenían para hacerles el trabajo sucio.

     La verdad es que yo nunca fui como apoderado a una de tales subastas, pero sí que lo hizo frecuentemente Ezequiel, en general, acompañando a su principal, Reynoso. Como es lógico, no se me ocurrió preguntarle por los entresijos de las operaciones que, como auténtico subastero[49], tan bien conocería. Lo que sí llegué a dejarle caer una vez fue si no le importaba ser apercibido de excomunión. Me respondió, tajante:

-          Ahí me las den todas.

***

     Pronto comenzó el curso de 1836-1837 y, con él, aquel estudio monográfico de la obra de David Ricardo, de la que ya les he hablado como discutible decisión de Don Claudio Moyano, que a todos sus alumnos nos traía de cabeza pues, ni estaba traducida al castellano, ni era lo que se dice muy comprensible para unos principiantes en la Economía Política. Tan obsesionado estaba con la materia, que cometí la ligereza de llevar los apuntes al despacho, con el propósito de ojearlos cuando tuviera un hueco en la tarea; mas Ezequiel -que salía poco de su cubil, pero con ojos de lince- lo descubrió, me llamó a capítulo y me echó una filípica contra las personas que defraudaban a otras en el cumplimiento del horario laboral. Teniendo en cuenta que se trataba de mi suegro in pectore, me disculpé y busqué una salida evasiva:

-          Por cierto, Ezequiel, ¿sabe usted que el tal Ricardo se apellidaba así por ser de una familia judía portuguesa, que emigró a Inglaterra hace un porrón de años?

     Mi interlocutor se encogió de hombros, pero preguntó con cierto interés:

-          ¿Vive todavía?

-          Murió hace pocos años. Milagro si no lo conocería en Londres nuestro santo patrono, Mendizábal[50].

-          Pues tú aplícate más en seguir las subastas del español que la ciencia del inglés -gruñó-, si es que quieres seguir cobrando de mí el sueldo con el que pagas tus estudios… y algunas cosas más.

     La coletilla era sibilina, pero entendí que se refería a mis atenciones para con su hija, que era inevitable le fueran conocidas, aunque nunca tratamos sobre ese particular. Y cuando pregunté a Rebeca sobre lo que su padre pensaba de mi trabajo y de nuestras relaciones, me contestó, más o menos, de la siguiente forma:

-          Te tiene muy bien considerado, como un muchacho honrado y formal. En cuanto a nuestra relación, mejor que la vea como una amistad nacida de mi intimidad con Josefa y que puede por eso mismo pasar desapercibida para la gente. La verdad es que todavía somos muy jóvenes y lo importante es que acabes tus estudios y te labres el porvenir que anhelas…

-          Y del que tanto deseo que tú formes parte esencial.

     Rebeca sonrió, con un rictus de tristeza o distanciamiento que me inquietó. Claro que, como decía mi hermana, yo, que tan seguro parecía de mis fuerzas, desconfiaba en exceso de las ajenas. Como es natural, mi versión de esa flaqueza me era más favorable: Cuanto mayor es el bien a que se aspira, más grande es el miedo de perderlo.

 

 

5.      Un profesor curioso y un rival de cuidado

 

     Por fin, llegaron las vacaciones de verano del 37. Los resultados académicos del curso no habían sido muy lucidos pues el trabajo desamortizador, aunque remuneratorio, me llevaba demasiado tiempo; y, llegados los domingos y las fiestas, ahora ni se me ocurría abandonar a mi doble pareja femenina, con la que ya formaba un trío inseparable, al que en ocasiones invitaba a unirse a algún compañero de la Universidad digno de tal honor. En tal caso, Josefa se comportaba con la suficiente cortesía, como para que el invitado no se sintiera mal recibido pero, luego, en casa, me leía la cartilla:

-          Anda que vaya amigos que tienes. ¿No hay ninguno que merezca la pena?... Ahora, en serio, Angelito: Me encuentro muy a gusto con Rebeca y contigo, hasta que podáis volar por vuestra cuenta. Yo soy todavía una chiquilla, como diría mamá, y, en todo caso, cuando crea llegado el momento, no pienso fijarme en un señorito de Facultad, sino en un dependiente de Buxó o en un cajista de Julián Pastor[51].

     Así era entonces Josefa, a quien consideraba prototipo de la mujer a la que, según el tópico, no hay quien la entienda.

***

     Un día de principios de junio de 1837, recién acabado para mí el tercer curso universitario, me llamó a su despacho Ezequiel para informarme de que acababa de recibir a un propio del profesor Cantalapiedra, con el recado de que lo visitara en su casa a las cinco de aquella misma tarde. Mi principal me advirtió:

-          Si es por algo de las subastas, ven a informarme inmediatamente.

     Se trataba de algo muy distinto y que solo a mí afectaba. Tras pasar al salón, una criada nos sirvió té -al que Don Atanasio era muy aficionado-. Apenas habíamos consumido la primera taza y cruzado unas palabras sobre los exámenes y mi trabajo en el escritorio de Espinosa, el profesor fue al grano, aunque con un preámbulo bastante alarmante:

-          Tal y como van las cosas -afirmó- no me extrañaría nada que los liberales tuviésemos que volver a coger los bártulos y tomar el camino de Francia. La otra vez[52] me libré porque era un chiquillo pero ahora, con mi posición de fiscal militar y los bienes eclesiásticos que he comprado, temo que, de quedarme, mi vida esté en peligro.

     Y, de forma sucinta, me puso en antecedentes del golpe de Estado que, según él, se preparaba en Madrid, gracias al acuerdo que se estaba pergeñando entre el Pretendiente y su cuñada, la Reina Regente, María Cristina. Me aclaró:

-          Uno y otra, tras casi cuatro años de guerra, han llegado a la conclusión de que la victoria de los carlistas es imposible, pero la de los liberales solo podría conseguirse tras muchos años y la ruina del Estado. Consecuencia: Se habla de una boda futura entre la niña Isabel II y el hijo mayor de Don Carlos. Se llevan un montón de años y, dada la edad de Isabel, la boda habría de ser para largo: así que, entre tanto, Cristina seguiría de Regente, pero con el control y las directrices del Carlista. De modo que te puedes figurar cómo nos va a ir a los que dan en llamar los exaltados: proscripciones, destierros y fusilamientos. No te quepa la menor duda. Y, para dar tiempo y hacer un paripé, ahí tienes a Don Carlos paseándose por España con un ejército de quince mil hombres[53], que acabará por entrar en Madrid cuando fructifiquen las negociaciones y le abran las puertas de la Capital.

     Lo contaba con tanta seguridad y vehemencia, que me entró un escalofrío, aunque nada me fuera ni me viniera en el orden personal.

-          Es algo cantado, prosiguió, pero aún tenemos una esperanza. Como el Pretendiente es personal y militarmente un zote, se está complicando la vida por Cataluña y el Levante; hasta tal punto, que han tenido que enviarle refuerzos, mandados por un general carlista de garantía, un tal Zariquiegui[54], quien tratará de dividir a los ejércitos liberales, atacando Madrid por el norte, más directamente. Así que la esperanza es que nuestro Espartero, abandone por un tiempo el frente de las Vascongadas e impida que se unan las dos fuerzas carlistas y se presenten ante Madrid, donde muchos las esperan como llovidas del cielo.

     Me pasó una vez más la bandeja de las pastas, para que cogiese alguna. Luego sonrió:

-          Pero la vida sigue -admitió- y las cosechas no esperan, por más que mi padre ya me ha advertido de que la de grano será mediana y que las viñas tienen un aspecto regular. De todas formas, en Pozaldez me siento más seguro que en Valladolid, rodeado de carlistones. ¿No te has dado cuenta tú, que eres un liberal convencido?

Universidad de Valladolid (edificio histórico)

     No supe qué responder. Es más, nunca había hecho examen de conciencia, hasta el punto de considerarme liberal, convencido o no. Aquellas palabras calaron hondo en mi espíritu y decidí apropiármelas, por veraces y -sobre todo- por atractivas: Yo sería un liberal convencido, pero no antes de aquel día en que me había sido revelado. Era, por ende, un liberal del año 37.

     Por si fuera poco, Don Atanasio tenía un encargo que hacerme, el cual mostraba bien a las claras la confianza que tenía en mi honradez y buen criterio:

-          El mayor problema de Pozaldez es que allí te encuentras como incomunicado. Ni los periódicos llegan, sino hasta Medina, a dos leguas de distancia. ¿Sabes quien me lleva las penúltimas noticias? Pues un lugareño, Fredesvindo, que viene a Valladolid casi todos los lunes a vender cebada y avena para los caballos de los señores de la ciudad. Se pone en los portales de Cebadería, junto a la Plaza Mayor. Si tú quisieras hacerme llegar las noticias más importantes de aquí, no solo me tendrías informado, sino que podrías avisarme de cualquier peligro que me acechara, para poner a tiempo pies en polvorosa. No tendrías más que escribirme lo justo y dejárselo a Fredes los lunes de mañana. Estoy seguro de que Espinosa te perdonará algún retraso que sufras por ello en llegar al trabajo.

     Acepté de buen grado el encargo, indicándole que añadiría algún diario recién recibido en la ciudad, para así completar lo noticiado. Se mostró encantado y agradecido, hasta el punto de proponerme otro mandado, bastante más comprometido:

-          Me preocupa dejar esta casa sola, con cuanto guardo en su interior, no muy valioso, en verdad, pero muy querido para mí. Quiero que vigiles de vez en cuando, no sea que la asalten ladrones … o gentes peores. Toma esta llave para entrar y no te prives de hacerlo cuando observes desde fuera algo extraño, o si se producen motines o saqueos en la ciudad. Y, si te vieres incapaz de defender la fortaleza por ti solo -sonrió-, irás de mi parte al Señor Obispo[55], le darás la llave y la expondrás lo que pase: Él sabrá cómo comportarse. Aunque somos antitéticos en cuestiones de política, me tiene en mucha consideración por mi forma de llevar los juicios, que ha librado de la muerte a más de un recomendado suyo.

     Recibí la llave con la emoción y gratitud que son de suponer en un muchacho a quien una persona a quien admira le confía lo que de mejor posee. Don Atanasio concluyó:

-          ¡Bah!, seguro que no pasa nada y dentro de tres meses volvemos a vernos por la Universidad, tan campantes. Pero, hasta entonces, mucha vista y chitón. Nadie debe saber lo que aquí hemos hablado esta tarde ni, mucho menos, que te he confiado la llave de mi mansión.

***

     En aquel tiempo, no estaba yo para muchos encargos; hasta es posible que la tensión a que estaba sometido influyese en mi modesto rendimiento académico. Es el hecho que, quizá para tener la ocasión de verme en días de labor, Rebeca acudía con frecuencia al despacho a la caída de la tarde, con el pretexto de recoger a su padre y volver juntos a casa. Costumbre tan inocente dio lugar a que coincidiese un día con el joven Lino de Reynoso[56], hijo de Don José María, el gran conseguidor que delegaba parte de su trabajo en el escritorio de Ezequiel Espinosa. Bien lo conocía yo, pues éramos casi de una edad y estudiantes en la misma Facultad de Jurisprudencia, aunque no tuviésemos casi trato, por la diferencia de clase y cursar yo otras asignaturas de Letras. También coincidíamos en la Milicia de Escolares, donde Lino era mal visto y hasta ridiculizado pues, apenas con diecisiete años, por ser su tío Comandante de toda la Milicia vallisoletana, lo habían hecho sargento y abanderado del batallón, con su lógica presunción y engreimiento. De hecho, aunque me conocía bien de vista, ni se había dignado saludarme en el despacho, cosa que le pagaba yo con el mismo desprecio. ¡Cualquiera se habría atrevido a hacer lo mismo ahora, que el tal Lino ha ascendido hasta industrial destacado, diputado por nuestra provincia y entre los mayores contribuyentes de la misma!, aunque bien sepa yo lo fácil que le ha sido ascender con la ayuda de su familia y el apoyo del Partido Moderado, en el machito, va para nueve años[57].

     Quiso el infierno que el tal Lino fijase sus ojos en mi Rebeca, aunque solo fuese para para camelarla y pretender abusar de ella. Lo cierto es que, durante semanas, no perdía la ida por la venida, pasándose las horas muertas en el escritorio o paseando la calle, con la pretensión de ver a su capricho y hablar con ella. Comoquiera que Rebeca, en vista de esa persecución, dejase de acudir a buscar a su padre, Lino se informaría de dónde vivía y comenzó a hacer lo mismo por la calle del Jabón, hasta hacer perder a Rebeca la tranquilidad y a mí la paciencia, aunque he de reconocer que no se propasó hasta acercarse a ella o a seguirla, mientras fuese acompañada por mí. Pero el asedio tomó otra proporción cuando mi dulce amiga me hizo saber que estaba invitada, en unión de sus padres, a visitar la finca de los Reynoso en el paraje fluvial de La Flecha[58], de cuya visita volvió con un ramo de rosas rojas y el bochorno de unas proposiciones equívocas, que los mayores no habían podido o querido cortar. Ya les he dicho que, puesto a ser celoso, hasta los dedos se me vuelven huéspedes, pero en este caso fue Rebeca quien, por conducto de mi hermana, impetró mi ayuda, dado que no veía a sus padres propicios a prestársela. Fue cuando concebí una maldad, desde luego veraz y merecida, pero que solo ahora me atrevo a confesar pues, de haberse sabido entonces o poco después que yo era su muñidor, habría dado con mis huesos en alguna mala parte. Se lo contaré.

     Entre los testaferros de las subastas, eran fraudes comunes, entre otros, el de engañar a sus comitentes en el precio que hubieran tenido que pagar por los títulos de la deuda con que abonaban los inmuebles desamortizados que adquirían; como también exagerar gastos y hasta precios de remate, para así hinchar las comisiones. Por lo general, tales engaños no provocaban la reacción de los defraudados, bien porque todavía salían sobradamente beneficiados, bien porque no hubiera nadie que documentara la estafa. Así sucedía cuando los comisionistas actuaban de manera personal, pero ese no era el caso del intermediario, José María de Reynoso -padre de mi rival, Lino-, que no daba abasto para todos los contratos que emprendía, debiendo descansar conocimientos y actos mercantiles en sus empleados, esperando su silencio. En lo que a Espinosa respecta, era fiel en la reserva, pero no dejaba de reflejar en sus cuentas la verdad de las operaciones. Bastaría, pues, con cruzar sus datos con los libros de Reynoso para descubrir cómo este se quedaba con mucho más de lo que debía.

     Muy desesperado estaba yo para comportarme tal y como iba a hacerlo. Desde luego, no veía una salida sencilla, siendo Lino sobrino de Mariano Miguel de Reynoso, comandante de la Milicia y alcalde de Valladolid, por no referirme al poder económico de sus padres. Así que, ni corto, ni perezoso, tomé buena nota de varios fraudes importantes cometidos por Reynoso contra el más poderoso de sus clientes, Don Millán Alonso[59], e hice llegar a este la documentación con una nota anónima, en la que justificaba mi conducta como propia de una persona digna, que había sido atropellada en su honor y patrimonio por el logrero, José María de Reynoso, y por su engreído vástago, Mariano Lino, pretendiendo que Usía, como hombre justo y poderoso, ponga a dichas personas en el sitio que merecen, ya que no dudan en engañarlo en sus comunes negocios, faltando a la fidelidad y la honradez. No sabiendo cómo justificar mi conocimiento y posesión de las cuentas trucadas por Reynoso, aducía que buenos amigos que buscan hacerme justicia me han proporcionado las pruebas, que obraban en poder del Juzgado de Peñafiel[60] y de diversos vendedores de títulos de la deuda comprados por su comisionista.

     Aunque Don Millán y los Reynoso eran colegas en las instituciones y en el Partido Moderado, la bomba estalló e hizo ruido. El conseguidor, no solo perdió a su mejor cliente, sino que vio gravemente cercenado su crédito y honor. Y, lo que a mí me supo a gloria, su hijito tuvo que dejar de pisar fuerte durante un tiempo y, caso de que gallease, ahora había dejado de ser intocable y estaba yo dispuesto a plantarle cara dondequiera que fuese, con la esperada cooperación de Don Claudio Moyano, que tampoco tragaba las distinciones y ascensos en la Milicia, que no tuviesen por origen los méritos propios. En fin, todo empezó a pintar bien, al menos, durante el breve tiempo que -sin yo saberlo- faltaba para que mi situación y ambiciones se vinieran abajo. Y es que dice el refrán lobo a lobo no se muerden. Por el contrario, el escaldado Reynoso debió de dar en pensar quién estaría detrás de una jugarreta tan bien informada y decidió dar un buen escarmiento al que tenía el mayor número de papeletas en aquella rifa de sospechas, pues despidió a Espinosa, que hubo de cerrar su despacho. Claro que Reynoso no dio la cara, sino que lo justificó por la importante disminución del volumen de negocios; pero yo soy muy desconfiado en este asunto, como supongo lo sería Ezequiel, a juzgar por el rumbo que decidió tomar.

     En fin, como en el juego del dominó, la ficha de Millán tumbó la de Reynoso; la de Reynoso derribó la de Espinosa y esta, la mía. Pero fueron las dos últimas las que quedaron debajo de todas, es decir, sin trabajo y, por lo que hace a Ezequiel, con nulas posibilidades de encontrarlo en el mismo ramo del tráfico, o dondequiera que los Reynoso pudieran ejercer influencia. ¿Ven por qué les digo que sospechaban del padre de Rebeca? Y quién sabe si, a su vez, Ezequiel no tendría mi mosca detrás de su oreja. Lo cierto es que, de ser así, nunca me lo dio a entender.

***


Juan Álvarez Méndez, Mendizábal

      Volviendo al símil de las fichas, la que quedó más abajo pronto se levantó. No había olvidado yo el oficio de la imprenta. Antes de que hubiese acabado el mes de agosto, me había empleado en la imprenta de Aparicio, a un tiro de piedra de la casa de Don Atanasio[61], aunque no de corrector, sino manchándome de tinta grasa, como deploraba el profesor, a quien, de entrada, nada le dije. No ganaba tanto como con Ezequiel pero -¡qué quieren que les diga!-, con ser un oficio bastante sucio, lo encontraba más limpio que el del escritorio. Y, en último extremo, me daba para correr con los gastos universitarios y tener alguna atención con mis entrañables amistades.

     En cambio, Ezequiel se encontró con una situación de desempleo irremediable. Aunque su mujer tenía un taller de costura muy acreditado, no era hombre que se dejara mantener, permaneciendo ocioso todo el día. Por otro lado, había adquirido unos conocimientos que podría poner en práctica con éxito en cualquier parte donde no llegara el largo brazo de los Reynoso. Rebeca, llorosa, me lo hizo saber:

-          Mi padre está desolado y piensa en que nos marchemos enseguida a Madrid, donde espera reanudar con éxito el trabajo que aquí ya no podrá recobrar.

     Si Ezequiel estaba desolado, su hija y yo estábamos desesperados y nada dispuestos a renunciar a nuestra relación, pero éramos incapaces de encontrar una salida a nuestros problemas. En el colmo del desespero, imaginamos fugarnos para contraer matrimonio, si los designios de marcha de los Espinosa se cumplían. Josefa puso un punto de sensatez a nuestros ímpetus: Madrid no es el fin del mundo, ni todavía la familia de Rebeca ha hecho las maletas. Seguro que la madre tendrá que acabar la obra comprometida con sus clientas, y eso llevará un tiempo, puede que meses.

      En efecto, como dice el Evangelio, cada día trae su propia inquietud[62]. Y a nosotros, finalmente, nos la trajeron los carlistas, como había pronosticado el profesor Cantalapiedra.

 

 

6.      El corresponsal de Don Atanasio

 

     He tenido el acierto de quedarme con copia de los mensajes que envié a Don Atanasio en el verano de 1837, por conducto del bueno de Fredes. Aquellos manuscritos de letra endiablada los transformé luego, a ratos perdidos, en páginas impresas, hasta componer un pequeño folleto, del que tiré varios ejemplares. Ahora me va a servir para transcribir muchos de sus párrafos. Según los voy seleccionando para este relato, me percato de que en algunos de ellos hay mucho más que información: Encuentro mis primeros comentarios personales de aquella situación, tan movida y fascinante para un muchacho. No sé cómo me atreví a escribirlos para otra persona, tan respetable y experimentada como ya lo era el profesor Cantalapiedra. Lo cierto es que, en las breves contestaciones que me hizo llegar por el mismo correo, siempre mostró interés y gratitud por mis misivas, sin comentar ni, mucho menos, censurar mis apostillas u opiniones.

     En mi primer mensaje, apenas hubo marchado Don Atanasio para Pozaldez, recogía un dato curioso, aunque más para un médico que para un filósofo y terrateniente:

     Se comenta que, con los primeros calores del verano, han desaparecido los últimos casos de esa enfermedad benigna, parecida a un catarro fuerte, que los médicos llaman grippe[63], y que usted padeció el invierno pasado. Quiera Dios librarnos de más epidemias, que con la terrible del cólera y esta que le digo ya hemos tenido de sobra.

     A falta de noticias más relevantes para la fortuna y el futuro de mi corresponsal, hice en varias ocasiones alusión a la demolición de los conventos desamortizados, que recuerdo el enfado y la tristeza que me producían cuando pasaba junto a ellos. He aquí varios testimonios de esa inquietud:

     Prosigue a toda velocidad la destrucción por la piqueta pública de algunos de los mayores y más nobles conventos de esta ciudad. Es el caso, por ejemplo, del de San Bartolomé, o el de los Trinitarios Descalzos… Pena da ver cómo desaparece el cenobio de San Pablo, de los frailes Dominicos, dejando aislada la soberbia fábrica de la iglesia, que a saber si resistirá el embate de los golpes y de los elementos, ahora que ha perdido el apoyo de las edificaciones anejas y quizá la solidez de sus cimientos. Nadie sabe, por ahora, cuál será el futuro de tan gran solar, frente por frente del Palacio Real, pero hay quien dice que no saldrá a subasta, por respeto a la nobleza de la plaza y la vecindad del citado palacio, también pendiente de asignársele una función definitiva. Si los rumores son ciertos, ¿a qué haber derribado incontinente el convento, si no se tenía una idea clara de sus futuras titularidad y destino?

     En cambio, va quedando claro lo que va a hacerse con otros conventos, que seguirán siendo, por ahora, de propiedad nacional. El convento de San Agustín, aledaño del de San Benito, seguirá el destino de este último, incorporándose al recinto fortificado que denominan, quizá sin mucha propiedad, Fuerte o Alcázar, porque lo fuera en otro tiempo. Más triste sino espera al monasterio del Carmen Descalzo pues los grandes predios que atesoraba serán destinados al enterramiento de los vallisoletanos, formándose un gran Cementerio municipal que sustituya a los precarios de las iglesias. No puedo menos de reconocer que resulta pintiparado para tal servicio, al encontrarse tan alejado de la ciudad. No sé si sabe usted que la Milicia de Escolares -a la que me honro en pertenecer- ha realizado en aquella zona maniobras y ejercicios de tiro, supervisados a veces por su comandante, Don Claudio Moyano.

     Le supongo a usted perfectamente al tanto del problema que están teniendo las autoridades, a la hora de encontrar postores para los inmuebles urbanos, por efecto de que las leyes no prevén la división o parcelación de los mismos -a diferencia de lo ordenado para los rústicos-. En consecuencia, y siendo los conventos muy grandes, pocos se atreven a rematar en precios tan altos, no sintiéndose capaces, ni de asumir la construcción de tal número de casas, ni de perder en favor de los Ayuntamientos una gran parte de la superficie, para trazar nuevas calles, ampliar o rectificar las existentes, o formar plazas ajardinadas con todo o parte de las huertas, herbarios o cementerios conventuales. Eso es lo que viene produciéndose en Valladolid, de lo que el ejemplo más lógico y visible es el enorme predio del que fue convento de San Francisco, que el Estado ha empezado a derribar a su propia costa, decidiendo en su día la forma de urbanizarlo y de vender lo edificable por parcelas. De este convento, a diferencia de lo que viene acaeciendo con otros, ni la iglesia ni sus capillas van a respetarse, lo que marcará la triste suerte de tantísimas obras de arte. Sí, me consta que parte de esa riqueza mobiliaria llevará el camino de futuros museos, o de alhajar los edificios públicos o los palacios de los próceres; pero otra tanta se perderá entre los cascotes de las bóvedas y la ignorancia o la avaricia de los alarifes.

     Como es natural, una de mis cartas estaba dedicada a referir los fastos del 9 de julio, celebrados para conmemorar la entrada en vigor de la Constitución de aquel año 37[64], estrenada de modo un tanto vergonzoso, como una mera revisión de nuestra gloriosa Carta de 1812, y derogada por otra, apenas ocho años después. Nada de eso nublaba los fastos de aquel día, que se hermanaron en espacio y tiempo con la inauguración de la torre nueva del Consistorio que, a juzgar por su actual persistencia, habrá de durar bastante más que la Ley que con ella nació. Lo narraba yo con alguna prolijidad, imaginando que Don Atanasio habría sido feliz estando presente entre la gran familia liberal:

     El domingo 9 de julio, se proclamó la nueva Constitución, leyéndose en los sitios acostumbrados. Desde el Consistorio, una comisión de las primeras autoridades y de las corporaciones acompañaba a los lectores, en procesión que paraba en cada punto de lectura, no reanudando la marcha hasta que los setenta y siete artículos eran proclamados[65]. Cerraba la procesión la misma carroza en que fue recibido en Valladolid hace nueve años el rey Fernando VII[66], lo que evidencia la capacidad de ahorro de nuestro pueblo y que la madera, como dicen del papel, “lo aguanta todo”. En esta segunda salida pública, el carro de honor servía de sitial a tres ninfas, que representaban: una, a España, con la Constitución en la mano, y las otras dos, a la actual Reina de España y a su hermana, la infanta María Luisa Fernanda. La procesión y sucesivas lecturas duraron de ocho a once de la mañana. La tarde se reservó para los festejos populares, como una novillada en la Plaza Mayor -cerrada con las pertinentes talanqueras-, pasacalles, iluminación especial y fuegos y cohetes. El festejo vespertino se repitió al día siguiente, aunque con menor vistosidad.

     … En el mismo día 9 de julio, se concluyeron las obras en el vetusto edificio del Consistorio. En su virtud y de la decisión de la corporación municipal, nuestra Plaza Mayor pasará a llamarse de la Constitución, si es que los vecinos pincianos nos decidimos a usar su nombre oficial. Pero ¿de qué Constitución? Entre las gentes de bonísima vista, tanta como para alcanzar una alta esfera instalada en la fachada del Consistorio, puede leerse: A la inocente Isabel II y utilidad del pueblo vallisoletano. Año 25 de la Constitución española. Queda claro, pues, que la alusión es a la del año 1812, de la que la que ahora festejamos no deja de ser una mera revisión… Y, por lo que toca a la inocente Isabel II, si la lápida ha sido colocada para durar -como se supone-, pronto llegará el día en que no se sepa bien de qué delito es Doña Isabel II proclamada inocente, como aquel príncipe de Polonia que ignoraba qué delito había cometido por el solo hecho de nacer[67].

     Una semana más tarde, me era forzoso aludir a los momentos, mucho menos brillantes, que tuvieron lugar al siguiente domingo, 16 de julio, cuando se tuvo la idea peregrina de llevar el juramento de la Constitución a las parroquias de nuestra ciudad. Yo tuve ocasión de vivir la ocasión en la iglesia de El Salvador y registré así, para Don Atanasio, aquel episodio y los que luego lo prolongaron:

     El 16 de este mes, domingo, se juró la Constitución en las parroquias. Al tiempo del ofertorio se leyó íntegramente dicha Ley por un escribano y un regidor recibió el juramento a los concurrentes que, previamente alertados de ello, fueron muy pocos, así en El Salvador, como en otras varias parroquias de las que he tenido noticia. En seguida, el párroco, en lugar de sermón, echó una arenga. Doy fe de que, si esa era la intención, el hecho quedó en tentativa -como en Derecho criminal se dice, según usted bien sabe-. Al menos, el cura que me tocó en suerte se pronunció de forma fría y breve, con general satisfacción de los fieles, acaso por ser tan breve o, quizá, por resultar tan frío. Claro que, acto seguido se cantó un Te Deum, a cuatro voces -lo digo, porque lo cantaron entre cuatro-, sin duda porque los fieles no eran muy duchos en latines, pese a que eran numerosos los licenciados y bachilleres.

     Parecida ceremonia, aunque con mucho mayor aparato, se desarrolló en la Catedral, a las once de la mañana. Concurrieron a ella todas las autoridades. Según me han asegurado, en nuestro templo mayor se dijo la misa de corrido, siendo al final cuando se cantó el Te Deum, seguro que a muchas más voces que en El Salvador. Con todo, puede que tampoco se oyera mucho, pues hicieron coincidir el momento con el disparo de una salva de cañonazos desde el fuerte de San Benito.

     Por la tarde, con mi asistencia -pero fuera de filas-, hubo una parada de nacionales de todas las armas en el Campo Grande. Para dar más empaque al desfile, al ser los caballeros vallisoletanos tan pocos, vinieron algunos forasteros, hasta formar un escuadrón mediano[68]. También aquí hubo descarga de artillería: solo una, pues no se anda muy sobrado de munición y, contra lo que asevera el refrán, no es cosa de gastar la pólvora en salvas.


Vista histórica del Portugalete (Valladolid)

***

     Entre tantos fastos y la retirada de mi rival, Lino, de la circulación, el mes de julio pasó en un vuelo. Se iba cumpliendo el pronóstico de Josefa, en el sentido de que los Espinosa no podrían marchar así como así a Madrid -cuando menos, las dos mujeres- pues tenían muchos encargos pendientes y no era cosa de desairar a las clientas y perder muchos reales de ganar. Por otra parte, me iba acostumbrando a mi nuevo trabajo de impresión, bastante mejor pagado que en Santarén, dado que el negocio era mayor y más próspero. Así, casi había olvidado a los carlistas, cuando empezó a correr por la ciudad el rumor de que había una fuerte columna en sus proximidades, aunque se ignoraba su propósito y destino.  No tuve más remedio que acudir al cuartel de la Milicia para recibir información contrastada, aun a riesgo -como sucedió- de que me ordenaran presentación inmediata en mi unidad, provisto de uniforme y armamento, los cuales, como los alumnos poco dados a hacer los deberes, había dejado en casa.

     Mi reincorporación a las banderas duró muy poco, apenas unos días, como fui explicando a Cantalapiedra, al que suponía muy interesado por tales noticias:

     El día 31 de julio se supo en la Milicia que un tal Zaratiegui[69], con 13 batallones, había entrado en Peñafiel. Se ignoraba si avanzaría hacia el sur, dejando de lado Valladolid, o si seguiría la vía del Duero, teniendo a nuestra ciudad en su punto de mira. Por si acaso, nuestras autoridades pusieron al ejército y la milicia en estado de alarma, mandando así mismo doblar los turnos en las obras de fortificación. Aquella misma noche, los carlistas más conspicuos de la población volvieron a ser arrestados y conducidos en rehenes al fuerte de San Benito. También se establecieron rondas armadas y patrullas y puestos avanzados, y se enviaron correos a llamar a los nacionales de los pueblos para la defensa de la capital. Le cuento todo esto para que esté advertido, aunque el alboroto no parece tener mucho fundamento. El comandante Reynoso -lo sé de buena fuente- ha manifestado que los carlistas pretenden aproximarse a Madrid, para colaborar con la expedición del Pretendiente, siendo Segovia y la sierra su destino inmediato más lógico. Es una lástima que no podamos contar con más enlace que el amigo Fredes pues así podría tenerle informado al día, no de semana en semana, como hasta ahora…

     Mis impresiones optimistas en cuanto a la suerte de Valladolid quedaron confirmadas el pasado día 2 de agosto. Muchos nacionales de la provincia llegaron a la ciudad, realizando parada en el Campo Grande, en la que participé. Los arrestados del fuerte fueron puestos en libertad y, finalmente, a la caída de la tarde, entraron unos dos mil hombres de tropa de infantería y caballería, al mando del general Méndez Vigo, aunque creo que su propósito no es ya proteger la capital, sino perseguir a los carlistas, hasta alejarlos de la zona…

     El siguiente día 3, marchó, en efecto, toda la tropa de línea; en total, hasta 3.500 hombres, que se fueron reuniendo durante la noche. Por su parte, tras otra vistosa parada en el Campo, fueron yéndose los nacionales forasteros. La verdad, profesor, nunca había visto a tantos reunidos: calculo que serían tres mil infantes y doscientos cincuenta caballos. A mí me han dejado volver a casa, lo que me permitirá escribirle con mayor tranquilidad, así como reanudar el trabajo, aunque ya sabe usted que los patronos están obligados a pagarnos el jornal de los días en que estemos guarneciendo la ciudad por orden de nuestras autoridades.

          Transcurrió el mes de agosto sin más sobresaltos, ni en lo militar, ni en lo amoroso. La tranquilidad se instaló hasta tal punto, que Josefa, Rebeca y yo nos atrevimos a hacer alguna excursión larga, siguiendo las orillas del Pisuerga, ya que los pinares estaban bochornosos, debido a los fuertes calores reinantes. El domingo, 20 de agosto, alquilé un coche para desplazarnos hasta Simancas, en lo que fue el día más feliz que recuerdo. Pero la guerra acechaba, una vez más. Desde principios de septiembre, volvió a correr el rumor de que los facciosos de Zaratiegui, en vez de intentar coincidir con el Pretendiente, que estaba a las puertas de Madrid -cosa que yo supe bastante después-, habían abandonado la ciudad de Segovia y volvían a tomar el camino de Peñafiel, quién sabe si con la intención, esta vez, de apoderarse de Valladolid. Lo cierto es que escribí, una vez más, a Don Atanasio, para ponerlo sobre aviso:

     … Los rumores acrecen y se dice que el tal Zaratiegui, muy crecido por su éxito en Segovia, podría estar dispuesto a repetirlo con Valladolid, presa bastante más fácil en lo militar, aunque más prestigiosa, por ser la capital de la Capitanía General de Castilla la Vieja. Por cierto, hablando de Capitanía General, no sé si sabe que su jefe nominal es el general Espinosa de los Monteros, pero aquí todos obedecen sin rechistar al segundo en el mando, el general Méndez Vigo[70], que parece mucho más decidido y experto que su superior. ¡Con decirle que es Vigo, no Espinosa, quien ha echado una contribución de guerra de cuatrocientos mil reales!… Y, ante la urgencia, la ha hecho recaer exclusivamente sobre los mayores contribuyentes de la ciudad. Usted sabrá si puede alcanzarle estando fuera, y si realmente ostenta, o no, tan relevante posición económica.

     … Lo cierto es que, aunque se adelanta con bastante rapidez en las obras de fortificación para la defensa de la ciudad, ni de lejos me parecen suficientes para resistir un asedio vigoroso, aunque no tengan los carlistas numerosa artillería. Nuestra ciudad puede estar en peligro, y ello me lleva de la mano a asegurarle que su casa no ha sufrido hasta ahora asalto ninguno. Como mi trabajo queda casi enfrente, en la misma calle, tengo constancia de lo que le digo, sin llegarme hasta ella exprofeso ni, menos aún, usar de la llave para entrar y registrarla.

     Hasta aquí, pude hacer llegar a Don Atanasio mis cartas, por el procedimiento acordado. Así pasó el mes de agosto durante el que se dice que Zaratiegui llegó hasta Las Rozas de Madrid, a tres leguas de la Capital, no decidiéndose a pasar más adelante por la demora con la que se estaba comportando Don Carlos[71]. Repasó, pues, el Guadarrama, pasó por Segovia, que había conquistado semanas antes y, desesperando ya de poder ayudar a su Rey, abandonó la ciudad del acueducto y entró en la provincia vallisoletana. No anduvo lejos del profesor Cantalapiedra, dado que entró sin resistencia en Medina del Campo y, nuevamente, en Peñafiel. Nadie sabía qué objetivo perseguía, aunque tal vez no pretendiese otra cosa que hacer tiempo, por si era llamado en auxilio del parsimonioso Don Carlos. En Valladolid, los milicianos fuimos puestos en estado de prevención, pero yo seguí yendo a trabajar y cortejando a Rebeca más decididamente que hasta entonces. Ante la perspectiva de marchar de Valladolid, su madre no cogía más pedidos y las manos primorosas de su hija apenas tenían ya labor que bordar. La mayor libertad que el ocio le brindaba y la tristeza de una probable separación la llevaban a buscar mi compañía con más asiduidad que antes, incluso sin la presencia de Josefa. Y así, al atardecer, casi todos los días paseábamos por la ciudad, que aún se mantenía tranquila y confiada, pese a las alarmas militares y a la mayor premura con que se estaban realizando las interminables obras de fortificación.

 

 

7.      Los carlistas, por fin, en Valladolid

 

     Llegó septiembre y, con él, Zaratiegui. Ya antes de que asomase el general carlista, la ciudad había entrado en una especie de ebullición, al correrse la voz de que Don Carlos estaba a las puertas de Madrid y no parecía haber fuerza armada que pudiese enfrentársele. La lógica consecuencia fue que los liberales se volvieron -nos volvimos- más tibios y comprensivos; los carlistas pincianos, más visibles y atrevidos, y los ciudadanos sin adscripción empezaron a esconder las joyas, acaparar alimentos y comprobar la seguridad de puertas y ventanas. Seguro que contribuía a esos comportamientos el hecho de que la ciudad no se sintiera capaz de resistir el temido asedio, con las fortificaciones a medio levantar y la tropa, escasa y mal provista. En honor a la verdad, confesaré ahora que mis convicciones liberales se deshacían y no estaba lejos de imaginar un eventual cambio de casaca.

     Finalmente, el domingo día 17 se septiembre, cuando los fieles católicos acudían a las iglesias para cumplir con el precepto, se dio por seguro el rumor de que la facción de Zaratiegui, fuerte de unos siete u ocho mil hombres, había abandonado Peñafiel y se encaminaba a Valladolid, sin que nadie le estorbara el avance. Nos trajo a casa tal especie mi madre, al volver de La Antigua, y al punto se puso toda la familia en zafarrancho. Joyas y platería, dinero y documentos, bordados y telas preciosas, espejos y piano, tomaron la vía del desván, los sótanos con trampas disimuladas, o las viviendas de familiares o dependientes de toda confianza. Los escaparates de El primor fueron protegidos por contraventanas y las grandes puertas se afianzaron con los históricos travesaños de roble. Todo ello nos llevó hasta media tarde, sin apenas probar bocado. Y, mientras me afanaba en beneficio del negocio familiar, fui dando forma a una idea, que había estado rumiando, en vista del escepticismo político y de la escasa combatividad que apreciaba en las llamadas fuerzas vivas de la ciudad. Más adelante verán ustedes en qué consistió. Lo que sí les adelanto es que tenía mucho que ver con los encargos del profesor Cantalapiedra. En consecuencia, aunque no me fuera posible hacerle llegar mis informes, decidí tomar nota puntual de cuanto viera o supiera, para entregarle el testimonio en cuanto me fuera posible. Así le refería los sucesos del citado día 17 y de la tormentosa noche que lo siguió:

     El domingo día 17, por la mañana, se dijo que la facción de Zaratiegui, que se hallaba en Peñafiel, se había puesto en marcha y avanzaba sobre Valladolid, en número de siete a ocho mil hombres. Por la tarde hubo parada en el Campo Grande de todos los nacionales, unos seiscientos infantes y cuarenta caballos. Unidos a varias partidas sueltas, al regimiento de infantería de Borbón, 17º de línea, y algunos artilleros, se alcanzaba a duras penas la cifra de dos mil hombres armados, incluyendo las guardias de los fortines y cortaduras. Aún se hallaban las tropas en el Campo Grande, cuando llegó un posta, que trajo la noticia de que los facciosos ya se hallaban en Tudela de Duero, a tres leguas de Valladolid. A partir de ese momento, las seis de la tarde del citado día 17, se reunieron en la Capitanía General las autoridades civiles y militares de Valladolid, para tomar la resolución, bien de abandonar la plaza a los facciosos, bien la de defenderla con sus solas fuerzas, pues no se sabía que hubiese tropas liberales en las inmediaciones que pudieran socorrerla en los próximos días. La discusión fue enconada y duró hasta altas horas de la noche -ya en el día 18-, acordándose por mayoría y con el beneplácito del capitán general Espinosa, marchar de la ciudad toda su fuerza armada, así de línea como la Milicia, en número de unos dos mil hombres, pues se entendió que Valladolid, grande, llana y con endebles defensas exteriores, era indefendible y, por ende, resistir a los carlistas no traería sino muertes, daños y represalias, como era experiencia en otras ciudades que habían pasado por el mismo trance. Así mismo, se convino en que las personalidades liberales más caracterizadas pudieran incorporarse a dicha retirada, llamando en su lugar a los carlistas más significados de Valladolid para que, en calidad de Consistorio de circunstancias, mantuviesen el orden en la ciudad y negociaran con los invasores unos justos términos de ocupación. En todo momento, el Jefe Político de la provincia, coronel Don Joaquín de Alba[72], sostuvo el honor militar vallisoletano, decidiendo encerrarse en el fuerte de San Benito, con un numeroso y selecto plantel de militares, constitutivo de ocho compañías de distintas unidades de la plaza, así como una batería para disparar los diez cañones con que contaba el fuerte; no queriendo incorporar a más hombres de armas que los quinientos que formó, por entenderlo innecesario y excesivo para los víveres con que contaba[73], que fueron incrementados deprisa y corriendo en aquellas horas de turbación[74].  Por su parte, la columna armada al mando de Espinosa abandonó Valladolid durante la noche, camino de Toro, sin que fuese incomodada durante todo el trayecto[75]. Previamente, para correr más aprisa, habían renunciado a la artillería, dejando los cuatro cañones que tenían en poder de los resistentes del fuerte, aumentando así a catorce las piezas de diversos calibres de las que aquellos dispusieron.

     En consecuencia, los milicianos vallisoletanos obedecieron, de mejor o peor grado, la orden del Capitán General de abandonar la ciudad, aunque la misma comportase el incumplimiento de las normas constitutivas de la Milicia Urbana[76], cuya acción militar no debía rebasar los términos de la defensa de la ciudad o demarcación para la que hubiese sido creada. Desde luego, no fue ese prurito legalista el que me impulsó a escurrir el bulto y quedarme en Valladolid, aunque ello me supusiera un riesgo, incluso el de que me reclutasen voluntariamente los carlistas para sus batallones de castellanos[77]. Me encaminé subrepticiamente a la casa de Don Atanasio, en la calle de la Cárcava y allí oculté armas y uniforme, vistiendo la ropa menos vistosa y holgada que encontré en los armarios. Eché una cabezada y, ya de madrugada, salí a escondidas y, por las calles menos frecuentadas, llegué hasta mi casa, donde me recibieron sobresaltados. Les aclaré que la Milicia se había retirado vergonzantemente, cosa con la que yo no había transigido, y que estaba dispuesto a reanudar mi vida normal de trabajo, solo que con una razonable prevención: Me acogería a la facilidad que me proporcionaba el profesor Cantalapiedra de pernoctar en su casa, que estaba al lado de la imprenta de Aparicio, evitando así el riesgo de tropezarme con los carlistas. Por tanto, nada tenían que recelar de que no volviera por casa mientras durase la ocupación -que, a juzgar por casos análogos en otras ciudades, duraría poco-. Les rogué, finalmente, que se abstuvieran de visitarme o llevarme víveres o ropa, pues estaba suficientemente provisto, como lo evidenciaba los vestidos que llevaba, que había conseguido en los armarios de la vivienda de Don Atanasio.

     Mientras recogía una bolsa grande con mi ropa y algunas viandas, que se empeñó mi madre en entregarme, pedí a Josefa que pasara por casa de Rebeca y le rogara que bajase a despedirme, por si tardábamos en vernos o surgía alguna indeseable peripecia. Se negó a cumplimentar mi encargo a hora tan temprana: Espera a las ocho, que suele bajar por el pan. Si no aparece, ya subiré yo a su casa, con cualquier pretexto.


Juan Antonio Zaratiegui Celigueta

***

     A la hora anunciada por Josefa, apareció en efecto Rebeca portando la bolsa del pan. Aunque sorprendida, se mostró contenta de verme pues, según me dijo, estábamos en apuros:

-          Mi padre está indignado -explicó- de cómo esta ciudad ha decidido entregarse al enemigo, con evidente riesgo de incautaciones y saqueos. Ha jurado que, tan pronto sea posible, nos marcharemos de aquí, bien a Madrid, o bien a Talavera, donde tenemos mucha familia y propiedades. Y cuando mi madre y yo le hemos pedido un poco de paciencia, hasta terminar el trabajo comprometido, se ha negado en redondo. De hecho, nos ha ordenado ir haciendo el equipaje y que mi madre despida a Sofía, la oficiala del taller. Así que, suspiró, no sé si será la última vez que nos veamos en mucho tiempo.

     Soy persona poco decidida e inclinada a que cada cual tome sus propias decisiones y tenga la responsabilidad de las mismas. No obstante, en esta ocasión, asumí con total aplomo la tarea de pensar y resolver por los dos: Quizá no veía otra salida a nuestros problemas, o tal vez estaba cansado de hacer las cosas a medias, cuando estaba en juego nuestra felicidad, por culpa de un padre autoritario y de una guerra que cada vez se parecía más a una matanza ayuna de valores y de sentido. Sin más explicaciones y como lo más natural y premeditado del mundo, indiqué a Rebeca:

-          Ve, compra el pan y déjalo en casa. A continuación, sin hablar de ello con nadie, haz un hato con un par de vestidos y otro par de zapatos y vente conmigo a casa del profesor Cantalapiedra, donde estaremos a salvo por unos días: tú, de los disparates de tu padre, y yo, de los riesgos de la guerra en la ciudad. Obra en secreto y con toda rapidez pues el tiempo apremia y, de no hacerlo así, los carlistas o tus padres impedirán nuestros propósitos.

     Rebeca vacilaba, como es lógico, pero encontré la forma de vencer sus reticencias:

-          Si no vienes conmigo, me quedaré, arrostraré el reclutamiento de los carlistas y me enfrentaré con tu padre para evitar que te marches de Valladolid. Es mucho mejor opción que nos ocultemos por ahora.

-          Pero mis padres pensarán que me ha pasado algo malo, si desaparezco sin avisarlos.

-          Tal y como vienen haciendo en otras ciudades, los carlistas no pararán en Valladolid arriba de unos pocos días. Y, si la ocupación se alarga, siempre podremos enviar aviso a tu familia, o volver a casa.

     Tan deseosa estaba de acompañarme y eludir la decisión paterna, que aceptó mi precipitada petición, sin rechistar más. Subió a su casa y bajó a los pocos momentos con lo indicado. Por el momento, no había trazas de que los facciosos hubieran entrado en la ciudad. Se ve que querían estar seguros de que los liberales se hallaban a buen recaudo por el camino de Tordesillas. De hecho, Rebeca y yo no encontramos por las calles desiertas otra muestra de anomalía que la propia de la falta de gente y una curiosa ronda de dos curas, acompañados de varios sacristanes y de acólitos que hacían sonar sus campanillas. Intentamos ocultarnos a su vista pero, tal vez alarmados por nuestros respectivos hatos -que bien pudieran estar aparejados para el hurto-, nos interpelaron:

-          ¡Hermanos, volved a vuestras casas o encaminaros al trabajo! ¡Solo con tranquilidad y buen orden evitaremos la ira de Dios, en forma de dolor y de muerte!

     ¡De modo que eran una ronda para asegurar la ley y el orden! ¡No habían entrado aún los carlistas y ya estaban los curas dictando las normas públicas de conducta y vigilando porque se cumpliesen! La verdad es que, fuese de ensotanados o de uniformados, la vigilancia era necesaria: No fueron pocos los asaltos que se dieron la noche anterior, incluso con muertos.

     Sin más novedad, llegamos a la calle de la Cárcava y nos acogimos a la casa de Don Atanasio. Rebeca estaba extrañada de mi soltura, como pronto lo estaría de la elegancia de aquella mansión que, aún sin lujos, rebasaba con mucho el confort a que estábamos acostumbrados. Le mostré la cocina y el escusado y, seguidamente, la llevé a la habitación de Severina, la criada, único dormitorio que, con el del señor -que yo me había reservado desde el primer día que pernocté allí-, estaba bien aparejado, no habiendo más alcobas en la casa que la de huéspedes, apenas amueblada y con las camas sin disponer. Comprendí que mi amiga necesitaría tranquilidad para adaptarse a su nueva situación y le dije:

-          Voy a bajar en un vuelo a la imprenta, a ver si se trabaja o no. Si está abierta la abacería de aquí al lado, compraré algunas cosas. De todas formas, en la cocina tenemos abundancia de comestibles y anteayer compré media docena de panes que, aún sentados, bien nos vendrán para los próximos días. Y ponte cómoda. En el armario de tu habitación encontrarás ropa de casa, delantales y zapatillas. Eso sí, procura no hacer ruido ni asomarte a las ventanas. Mejor que piensen que la casa está deshabitada, no sea que vengan a importunarnos.

     Nada me preguntó. Mi tranquilidad se le contagiaba y, por lo demás, no hacía falta ser muy perspicaz para comprender que no era clara la autorización que podíamos tener para ocupar aquel remanso de paz y soledad. Tuve la grata sensación de que la persona amada confiaba plenamente en mí; de que tendría que pensar y decidir por los dos, que ya éramos uno desde que cerramos tras de nosotros la puerta de aquel hogar. Con todo, aún conservaba ciertos resabios del pasado, del tiempo en que tenía que explicar con detalle la realidad y los sentimientos. Acaricié su cabello, mientras le decía:

-          Vendré lo antes que pueda y te contaré…

     Apenas había llegado al portal, cuando comenzó un toque arrebatado y general de las campanas de la ciudad, anunciando, al fin, la entrada de los carlistas en Valladolid. El acontecimiento fue a eso de las diez de la mañana del 18 de septiembre, por las puertas de Tudela. No tardando, el rebato pasó a simple repique, ya que los campaneros tuvieron que seguir con su toque hasta la una de la tarde, en que acabó de entrar la tropa invasora en la ciudad: unos 8.000 hombres -según dijeron-, con 400 caballos, más dos cañones, un obús y las municiones precisas para dicha artillería. Eso anoté yo para ulterior conocimiento de Don Atanasio, y añadí:

     Al instante, el comandante general Zaratiegui publicó un bando por el que imponía pena de muerte al que insultase, maltratase o robase, tanto a su tropa, como a los vecinos. También se publicó otro bando para que se entregase en el Consistorio toda clase de armas, monturas, uniformes y otros arreos militares, incluidos los de la Milicia Nacional, así como los caballos. Al día siguiente, un nuevo bando invitaba a los jóvenes de Valladolid y de toda Castilla a sumarse voluntariamente al glorioso ejército de Don Carlos, el sedicente Rey de España. Con gente de la ciudad y de los pueblos se formó un batallón, que se incorporó a las tropas carlistas, aunque muchos desertaran nada más retirarse los facciosos de la ciudad, como luego se vio. Los presos que por opiniones políticas se hallaban en las cárceles y en la galera de las mujeres, fueron puestos en libertad, lo que espero abrevie el trabajo de usted, para el caso de que no vuelvan a prisión. La gente del pueblo, mostrando que su interés egoísta era muy superior a la fidelidad a su Reina, comenzó a deshacer los fortines de las calles, llevándose muchas de las maderas que los componían. Claro que el interés no era solo patrimonio de los pobres liberales: El mismo día 19, el comandante general Zaratiegui impuso una derrama entre los mayores contribuyentes de seiscientos mil reales…

 

 

8.      Un héroe militar y una parejita feliz


     Cuando Aparicio me vio aparecer por la imprenta quedó muy extrañado ya que había supuesto que partiría con el grueso de los milicianos y, de no ser así, que me ocultaría en casa para eludir cualquier peligro. Fueron él y otros compañeros de trabajo quienes me dieron algunas de las informaciones precedentes, mientras desde la puerta del taller oteaban la calle, sorprendentemente tranquila. El más atrevido se llegó hasta la cercana plaza de Santa María, confirmando el orden que parecía reinar en la población, mantenido de consuno por las guardias de carlistas perfectamente uniformados y por secuaces de nuestros regidores, que cumplieron a conciencia con el encargo provisional recibido de sus colegas liberales, tan inclinados en otros momentos a encerrarlos en el fuerte o en la cárcel. Aparicio comentó, a este propósito:

-          Si algo bueno tiene una guerra tan larga como esta, es que muchos aprenden que la paz se hará algún día y bueno será que conservemos vidas y haciendas. En otras ciudades por las que han pasado las expediciones de los carlistas, si los han resistido, han entrado a sangre y fuego y las han saqueado a conciencia; mientras que, si se rindieron y usaron como intercesores a facciosos de corazón, no han causado otro daño que tomar el botín que les permita mantenerse sobre el terreno, así como echar fuertes contribuciones que supongo se repartirán a prorrata, según sus grados. Eso es lo que se ha pactado para Valladolid, con la suerte de que el general que manda a los carlistas dicen que es hombre valiente y de palabra.

-          Pero ¿y la resistencia del fuerte de San Benito? ¿No irritará a los sitiadores y acabarán unos y otros a cañonazos?

     Aparicio se encogió de hombros y aventuró:

-          El coronel Alba es hombre de honor y de redaños, que parece contar con abundante tropa y buena artillería. No creo que sus enemigos le busquen las cosquillas. En mi opinión, disfrutarán en la ciudad de un merecido descanso y continuarán camino, bien retirándose hacia el Norte, bien yendo a encontrarse con su andariego Carlos V[78], que ha resultado tan viajero como el otro de su nombre.

     Todavía estuvimos charlando un largo rato y yo me enfrasqué en la composición de unas cuantas galeradas del folleto que tenía entre manos, pero, al dar la una, observando que empezaban a formarse en la calle grupos de gente ociosa y, los más, forasteros, Aparicio mandó cerrar las puertas de la imprenta, nos repartió unos reales que allí tenía y nos despidió hasta el siguiente lunes, día 25, en la confianza de que para entonces hubiesen abandonado la ciudad sus invasores. Yo hice ademán de pararme junto a uno de los grupos, hasta que perdí de vista a los compañeros. Luego retrocedí y, viendo que la abacería estaba cerrada, me metí a toda prisa en el portal de mi casa.

***

     Rebeca ya me esperaba con una comida de circunstancias, hecha a base de lo primero que había encontrado en las alacenas. Curiosamente, de lo que más escasos andábamos era de agua, pues en los días anteriores yo solo había acopiado el contenido de un cántaro y no grande. Si hubiera tenido llave, yo misma habría ido por más al Portugalete, se lamentó Rebeca. Esperaremos a mañana, a ver cómo marchan las cosas, decidí.

     Pasamos la tarde entre frecuentes visitas al balcón, para ver entre visillos la animación de la calle -no mucha, la verdad-, y reflexionando y aclarando las mil y una cuestiones que nos inquietaban. Mucho le llamó la atención mi familiaridad con el profesor Cantalapiedra, hasta llegar a hacerme guardián de su casa; pero, como es natural, toda nuestra preocupación se centraba en cómo afrontar la marcha de Rebeca a Madrid o a Talavera. Al verla junto a mí, tan cariñosa y sumisa, sentí un ramalazo de sentimientos de paciencia y serenidad. Le dije:

-          Si por mí fuera, no te dejaría marchar y trataría de impedirlo de la única forma que tu corta edad permite, es decir, contrayendo matrimonio, aunque fuera sin el consentimiento de tus padres[79]; pero tampoco me opongo a esperar el tiempo que sea preciso hasta convencerlos. Yo podría visitarte una o dos veces al año y, entre tanto, acabar mis estudios y conseguir una posición.

     Rebeca rechazó tal posibilidad, como impracticable:

-          ¡No sabes cómo es mi padre! Nunca consentirá en que me case contigo; mucho menos, cuando esté lejos de ti y me tenga rodeada por el resto de la familia. ¡Es muy capaz de concertar un matrimonio de conveniencia, con tal que sea alguien que comparta… sus creencias!

     De momento, no entendí lo que me quería insinuar:

-          ¿De qué creencias hablas? ¿Es un apostólico[80]? ¿Masón, tal vez?

     Rebeca negó con la cabeza y susurró:

-          Es que somos judíos.

     Me quedé boquiabierto y, al propio tiempo, totalmente desorientado. En tales circunstancias, me figuraba que la posibilidad de casarnos era inexistente, o poco menos[81]. Había caído la tarde y, reacios a encender alguna vela, apenas nos veíamos las caras. Quizá para tener algún tiempo de reflexión, le dije:

-          Voy a la cocina por el candil que Severina suele tener preparado con aceite.

     Lo prendí y regresé, pasillo adelante, hasta el salón. Al iluminársele fugazmente el rostro, el brillo de sus ojos me advirtió de que Rebeca lloraba en silencio. Coloqué el candil sobre un velador y, sin decir palabra, la levanté suavemente de su silla y la conduje hasta un diván, al que llegaba la tenue luz de un farol de la calle. Me senté a su lado, le tomé una mano y le dije:

-          En lo tocante a la religión, por supuesto que estoy bautizado pero soy de la escuela de mi padre, es decir: Dios y los evangelios, cerca; la Iglesia y los curas, lejos. Claro que mi madre y, en parte, Josefa son de muy otro parecer, pero unas y otros nos respetamos y ponemos a la familia por encima de todo. Así que ya ves lo bien preparado que estoy para vivir contigo, aunque seas más judía que Caifás.

     Rebeca sonrió con el símil y replicó:

-          En mi casa, todos vivimos el judaísmo de la forma privada y oculta que aconseja el trabajar y estar al servicio de personas que, en general, nos rechazan o desprecian. En lo que a mí se refiere, nunca me casaría con un hombre que compartiera esos sentimientos, pero tampoco estoy dispuesta a entregarme a alguien escogido por mi padre, por el motivo principal de ser de nuestra religión y nuestro pueblo.

     Aliviado por aquella confesión de intenciones, no quise, sin embargo, ocultar la gran dificultad de armonizar la moderación de nuestras convicciones con la legalidad a que en España estábamos sometidos:

-          Pues viendo cómo nos queremos y de qué modo pensamos, tendremos que hallar alguna manera de unir nuestras vidas sin que la sociedad labre nuestra desgracia y la de nuestros hijos.

     Rebeca contestó con la mayor seguridad:

-          Tú me has marcado antes el camino: nuestra Biblia común; solo que has equivocado la comparación. Habré de ser, no más judía que Caifás, sino tan judía como Rut.

     No pude sacarle una palabra más. Cogió el candil; me invitó a seguirla a la cocina y, en un santiamén, preparó un guiso de arroz, patatas y bacalao. Estaba radiante:

-          No he tenido tiempo suficiente para desalar el abadejo -se justificó-, pero la sal también es alegría y evita la corrupción. Toma este trozo de pan de mis manos, agregó; así compartiremos el pan y la sal.

     Sonaron las diez en el solemne reloj de péndola del despacho. Es tarde, dije, y mañana convendrá madrugar para ir a la fuente. Rocé su frente con mis labios y la acompañé hasta la puerta del cuarto de Severina. Le deseé buenas noches e hice ademán de tomar hacia mi dormitorio. Rebeca me lo reprochó:

-          Pronto empiezas a dejarme sola por las noches.

     Creo que, de entrada, respondí con una tontería:

-          Tienes razón. No me acordaba de que estamos en peligro por los carlistas.


Vista aérea actual de la zona de San Benito (Valladolid)

***

     Del folleto informativo que entregué a Don Atanasio cuando regresó a Valladolid en octubre, para comenzar el curso de 1837-38:

     Es opinión general que, mientras permanecieron acuartelados en Valladolid o acampados en las afueras, la columna carlista observó un comportamiento disciplinado y respetuoso hacia los vecinos. Podría decirse que la mayor excitación y escándalo vinieron provocados por la afluencia a nuestra ciudad de multitud de personas, conduciendo caballos y armas para las tropas del Pretendiente, venidos todos de los pueblos de la provincia; puede decirse que lo hacían voluntariamente pues muy pocos de ellos fueron invadidos por la facción. Tan solo me consta que hasta Tordesillas se desplazó una fuerza de mil y doscientos hombres, para asegurar que los huidos de Valladolid hasta Toro no tuvieran la idea de retornar. Lejos de ello, sintiéndose amenazados, se retiraron aún más lejos, a la fuerte plaza de Zamora; y todavía le pareció poco lejos a nuestro cobarde capitán general, Espinosa de los Monteros, que dejó a las tropas en la capital zamorana, de donde no quisieron escapar, y él, con su estado mayor, viajó hasta Ciudad Rodrigo, dispuesto a pasar a Portugal al menor peligro que imaginara. También sé que los carlistas enviaron un escuadrón de caballería hasta Medina de Rioseco, ignoro con qué intención.

     Aunque mi impresión del general Espinosa fuera tan deplorable, he de manifestar que su conducta mereció, de entrada, que lo destituyeran como capitán general de Castilla la Vieja y quedase a la espera de investigación y juicio; pero debía de tener padrinos poderosos[82], porque pronto volvió al servicio activo, nombrándosele gobernador militar de Cádiz, desde donde prosiguió su vida militar, que vino a concluir con el ascenso a Teniente General, meses antes de su muerte.

     Sin duda que parte fundamental en la actitud de las fuerzas carlistas la tuvieron las buenas cualidades de los dos generales que los mandaban: el comandante general, Don Juan Antonio Zaratiegui[83] y su jefe de estado mayor, Don Joaquín Elío[84], conocido este último del coronel Alba, defensor del fuerte de San Benito, sobre cuyo asedió informé con cierto detalle al profesor Cantalapiedra, debido a la notoriedad que el citado episodio tuvo en la España de aquella guerra:

     … Es probable que los facciosos, de ser empresa más fácil o permanecer más tiempo en Valladolid, hubieran intentado seriamente hacerse con el fuerte de San Benito; pero bien defendido este por una tropa de casi mil hombres, con catorce piezas de artillería y víveres abundantes, todo ello comandado por un coronel entendido y valiente, era demasiado para Zaratiegui y sus hombres. Por ello, aparte de tres cañonazos de amenaza -solo uno de los cuales alcanzó el fuerte- y ciertos intentos de iniciar el minado del terreno, pasaron los días sin hostilidades dignas de nota, entre rumores falsos de ataque inminente, corteses notas y mensajes de unos y otros, y hasta una entrevista de Alba y Zaratiegui en el Espolón de las Moreras, entre el fuerte y el Pisuerga. Todo, a raíz de la respuesta negativa del coronel defensor al requerimiento recibido el día 19 de septiembre, para que entregase el alcázar, pudiendo retirarse a tambor batiente y con banderas desplegadas, llevándose las armas portátiles y cuatro cañones, así como a los civiles que dentro del fuerte estuviesen, siendo unos y otros escoltados por los facciosos hasta alejarse de la ciudad, sin que se les hiciese fuerza o violencia alguna. Esta es, al menos, la versión que se ha dado de la reacción de Alba contraria a retirarse del fuerte, pero informes más objetivos y detallados introducen una importante novedad, que no deja en tan buen lugar, ni a Alba, ni a su interlocutor en las negociaciones, Elío. Según estos, el coronel defensor manifestó que, aunque no tenía miedo de luchar, pues fiaba en sus tropas, no quería causar estragos a la ciudad y estaba dispuesto a retirarse, con arreglo a las condiciones de tregua ofrecidas, más una cláusula adicional: la de que se le dejaría abandonar el fuerte llevándose toda la riqueza que en él había, ya que le estaba confiada por numerosas personas e instituciones para evitar su pérdida o incautación. Elío no aceptó esa condición y se separaron de manera cortés, aceptando la posibilidad de nuevas conversaciones, manteniéndose entre tanto las treguas y el compromiso de no adelantar con exceso en las obras de mina ni en las de fortificación. Yo ignoro el pormenor de las riquezas guardadas en el fuerte, pero se da por seguro que allí habían quedado depositados la documentación de las administraciones, el papel sellado, tabacos y otros bienes estancados, muchos bienes muebles valiosos de vecindario y las joyas, dinero y efectos personales de las muchas personas civiles que al fuerte se acogieron, con la aquiescencia de la guarnición. Así pues, el honor de la ciudad y del ejército liberal pendieron de un hilo: de un hilo de oro, según se ve.

 

 

9.      La marcha de los carlistas… y de Ezequiel Espinosa

 

     Saliendo lo menos posible a la calle -más por eludir a nuestras familias, que por temor a los posibles desórdenes públicos-, pasamos aquellos cortos días en la calle de la Cárcava, transcurridos los cuales Rebeca y yo sabíamos que ya nada podría separarnos, cualesquiera que fuesen las dificultades y la oposición que hubiéramos de arrostrar; hermosos y breves días que, según vinieron, se fueron al paso de las tropas carlistas, que se retiraron de Valladolid en la tarde del domingo, 24 de septiembre, aunque no tuvimos constancia de ello hasta el siguiente día. Así relataba yo el episodio para Don Atanasio en una de las últimas páginas de lo que, bien mirado, podría constituir una crónica de aquellos días en nuestra ciudad, que tan poco y mal historiados han sido hasta la fecha:

       El domingo, día 24, muy de mañana, debieron de saber los facciosos que una división de la Reina, al mando del Barón de Carondolet[85], que había pernoctado en Dueñas o en Torquemada, se acercaba a marchas forzadas a Valladolid, con efectivos de 6.000 hombres, poco mayores que los de Zaratiegui, pero apoyada por una batería de artilleros de la Legión Francesa[86], con seis cañones de a 12. A eso de las dos de la tarde, las tropas liberales aparecieron por el Carmen Descalzo, cruzando algunos disparos con los carlistas, que causaron seis muertos y dos decenas de heridos. Sin apenas mayores escaramuzas, los carlistas, ya aprestados de antes para la retirada, fueron saliendo por diversas puertas de la ciudad, principalmente las de Santa Clara y Tudela. En la zona de los Vadillos y San Isidro, hubo escaramuzas con las guerrillas, y sonaron algunos cañonazos, pero los facciosos lograron retirarse en buen orden por la carretera de La Cistérniga, dejando libre Valladolid alrededor de las cinco de la tarde. Los vencedores fueron entrando en la ciudad hasta las diez de la noche, pudiendo todavía, en cooperación con la guarnición del fuerte, hacer algunos prisioneros carlistas, a los que, en unión de otros traídos de los alrededores, se puso en prisión, hasta el momento en que fueran conducidos al Norte para canjearlos por prisioneros de guerra liberales. Como es ahora sabido, las fuerzas de Zaratiegui fueron a encontrarse en Aranda, días más tarde, con las que llevaba consigo Don Carlos en su retirada, lo que ha hecho surgir la especie de que, si abandonó Valladolid, fue voluntariamente, con el objeto de ayudar al Pretendiente. Si ello fue así, o no, es cosa que sabrán quienes lo estudiaren, pero en nada empece para la gloria del general Carondolet, cuyas decisión y rapidez liberaron a Valladolid, antes de cumplirse una semana de la vergonzosa huida de la mayor parte de sus defensores.

     Finalmente, exponía algunas consideraciones que, más que informar al profesor Cantalapiedra, pretendían cerrar mi crónica con unas valoraciones morales, mostrando bien a las claras mi desapego por aquellos que cambiaron de casaca, o por interés, o por cobardía:

      El 6 de octubre, en Retuerta, aldea de la provincia de Burgos que dista dos leguas y media del monasterio de Silos, el ejército cristino atacó a las tropas de Zaratiegui, que protegían la retirada del que ellos llaman su Rey. La derrota carlista originó la disolución y huida de los batallones de circunstancias que se habían formado con supuestos voluntarios, muchos de ellos vallisoletanos. Los pobres diablos fueron hechos prisioneros en su mayoría y traídos a Valladolid, como otros que se habían alborotado en los pueblos de esta provincia, o habían auxiliado a los facciosos. Así volvieron a llenarse las cárceles y el fuerte de prisioneros políticos y de guerra, que afortunadamente contarán con la rectitud y benevolencia de usted, para librarse de la muerte. Y, mientras tanto, los carlistas de Valladolid que se pavonearon en la tribuna de la Plaza Mayor junto a los oficiales facciosos, presenciando la parada militar del día 19 de septiembre, serán disculpados, bien porque solo hicieron su papel en la farsa de salida y entrada de la ciudad, bien porque -obispo y varios canónigos- los amparará el fuero eclesiástico. Ni tampoco les caerá ningún castigo condigno al general Espinosa, a su estado mayor, o al comandante de la Milicia, Señor Reynoso, que disimularán su vergüenza con la disculpa de la salvaguardia de la ciudad que, a lo que parece, aún habrá de estarles agradecida.

***

     Nuestro regreso a la vida familiar fue muy distinto, en razón de nuestras respectivas peculiaridades. En mi caso, ya había advertido a mis padres de mi ausencia, de sus motivos supuestos y de la casa en que pararía. Sería suficiente ahora con no informarles de que Rebeca había estado conmigo. Pero Josefa, dado el trato que con Rebeca tenía, pronto se enteró de que habíamos pasado juntos todos aquellos días su amiga del alma y yo. Supongo que nos conocía lo bastante bien como para adivinar toda la verdad de lo acaecido, mas tales dotes adivinatorias no fueron precisas, al atar cabos gracias a su privilegiada situación entre nosotros.

-          Vamos a ver, sátiro de pacotilla -gruñó mi hermana-, si me sacas de las dudas que, entre tú y el alma de cántaro de tu novia, me estáis creando con vuestras medias verdades.

-          Pregunta todo lo que quieras -repuse, inquieto por lo de sátiro-, pero no esperes que te conteste, a no ser que me jures absoluta reserva respecto de lo que pueda decirte.

-          Pierde cuidado. Estimo demasiado la tranquilidad de nuestros padres y el honor de Rebeca, como para ir con cuentos a nadie. Bástete eso, sin juramentos ni mandangas.

-          Está bien, pregunta.

-          Casi ni me hace falta, pero voy a ello. Según la versión que Rebeca ha ofrecido a sus padres y, de paso, a mí, tú estabas en peligro al haber desertado de la Milicia, por lo que te acogiste a la casa de tu querido profesor Cantalapiedra, que está muy cerca de la imprenta donde trabajas. Ella te acompañó por asegurarse de que llegabas con bien y de la dirección exacta de la casa donde pararías. Luego, se complicó la situación con la entrada de los carlistas y, temiendo por su vida y honestidad, aceptó el ofrecimiento de su dueño de quedarse también ella. Así, permanecisteis Rebeca y tú junto a tu profesor y a una criada añosa, llamada Severina, hasta que se retiraron los carlistas. A la mañana siguiente, el profesor y la criada ya se sintieron seguros, cerraron la casa y marcharon a Pozaldez, mientras vosotros resolvisteis retornar a vuestros domicilios. Para mayor seguridad de su vivienda y en prueba de confianza, Cantalapiedra te ha dejado la llave de su casa, hasta que regrese a Valladolid para empezar el curso.

     Era la versión que Rebeca y yo habíamos convenido, en la esperanza de que nuestros padres respectivos no hablaran entre ellos del caso; de modo que no tuve más remedio que afirmar su veracidad aunque, oída de labios de otra persona, me parecía muy poco verosímil.

-          Yo a ella, ¡pobrecilla!, no me he atrevido a desmentirla, prosiguió Josefa. Es más, corroboré lo de la llave, para dar a tu conducta un marchamo de honorabilidad. Pero a mí no me la pegas, y precisamente que tengas en tu poder la famosa llave es lo que me confirma que tú eres un tunante que se ha aprovechado de la desesperación de una chica enamorada, ante la presión de un padre que le cierra todas las salidas hacia su felicidad.

     Y, tras recordarme mi urgencia de la madrugada del día 18 de septiembre, para que avisara a Rebeca a fin de que yo me despidiera, me hizo saber que, entre la extrañeza y el deseo de ayudar, se había quedado vigilando desde un balcón de nuestra casa, hasta vernos marchar juntos, Fuente Dorada adelante, llevando ambos los típicos hatos de quien se va de casa por unos días. Y, además, estaba la famosa llave:

-          Ignoro el motivo y la manera como te habrás hecho con ella -dedujo Josefa-, pero es la prueba definitiva de que entrasteis en aquella casa por vuestra cuenta y riesgo. ¡A buenas horas un profesor respetable habría acogido a una muchacha desconocida en su casa, sin autorización de sus padres y acompañada de un joven que tenía toda la traza de ser su novio!

     Mi silencio fue de aquellos de el que calla, otorga. Luego, fue Josefa quien me aclaró la situación vigente:

-          Has tenido suerte de que Don Ezequiel se haya tragado lo de que no estuvisteis solos en la calle de la Cárcava, como también de que haya salido escopetado hacia Madrid, para hacer los preparativos necesarios. Parece que ha recibido la oferta de empleo de uno de los mayores compradores de bienes nacionales de Madrid y ha optado por partir ipso facto y dejar en Valladolid a su mujer y a su hija, hasta que tenga todo listo en la Capital, seguramente para Navidad. Pero, entre tanto, ha dado orden estricta a Doña Noemí de que no deje salir a Rebeca a la calle, si no es acompañada por ella. De hecho, a mí me ha puesto mala cara cuando he ido a visitar a su hija, como acostumbro.

     Estábamos empezando octubre; así que todo cuanto se pudiese hacer antes de que Rebeca marchara tendría que ser en poco más de dos meses. Y, no sé por qué, pensé que Josefa podría ser una ayudante indispensable; pero, para convencerla, el sátiro de pacotilla tendría que aparecer ante sus ojos como el paladín de una joven condenada a la infelicidad y el matrimonio forzado, por espurias razones de religión. En consecuencia, pasé a revelarle cuanto Rebeca me había confesado en nuestra primera noche. Según iba escuchando, iba asintiendo con mayor énfasis. Finalmente, sin dejarme casi acabar, afirmó:

-          Fíjate que no me ha pillado de sorpresa, por cosas que yo había visto en su casa y por su misma forma de llevar con tristeza y desmayo la relación contigo. No sé, hasta su insistencia en que yo os acompañase. Y nunca, en nuestras confidencias, dejaba caer la palabra matrimonio. Y, además, los nombrecitos: Rebeca, pase, pero Noemí, Ezequiel… y ¡anda que los abuelos! Todo cuadra.

     Permaneció en silencio, como pensando en algo cuya importancia se nos hubiera escapado. Preguntó:

-          ¿Con quién dices que se comparó, dentro del judaísmo?

-          Con Rut; ya sabes una de las mujeres famosas de la Biblia.

-          Pues tú, que eres estudiante aplicado, lee bien lo que se cuente de ella, por si estuviese ahí el quid de lo que piensa hacer con esa relación vuestra, que tantos dolores de cabeza va a daros a los dos.

-          O a los tres, rectifiqué.

-          ¡Ah, no, majo! Una cosa es que te aconseje como hermana y otra, muy distinta, que me lieis con vuestros asuntos.

-          No me refería a ti, Josefa, sino a que podría ser que Rebeca estuviese embarazada.

     Mi hermana era increíble. ¡Pues no se despachó exclamando, tan jubilosa!:

-          ¡Hombre, eso simplificaría mucho las cosas!


Sello de la Universidad de Valladolid

 

 

10.   Unas cosas se arreglan y otras no tanto

 

     Los facciosos se habían ido y Don Carlos volvió con las orejas gachas a su reducto vasco navarro, de donde ya no saldría sino para exiliarse en Francia. No obstante, la normalidad tardaba en establecerse en Valladolid. Carondelet y sus tropas permanecieron semanas acantonadas en la ciudad y su entorno, mientras los fieles liberales retornaban a la ciudad, tratando de cubrir su vergonzosa huida del 18 de septiembre con disculpas que -cosa digna de verse- argumentaban con hechos que ellos mismos inventaban y que la realidad había desmentido, como que en aquella fecha no había fuerza amiga que pudiese socorrer en breve a la ciudad, o que habían evacuado de mala gana su tierra, siendo así que no pararon de correr, por lo menos, hasta Zamora. Uno de los más empeñados en defenderse como gato panza arriba fue Mariano Miguel de Reynoso, el comandante de la Milicia y tío del ya por mí olvidado Lino. El comandante Reynoso publicó inmediatamente un folleto, que firmaron como borregos casi todos los mandos a sus órdenes, echando toda la culpa de su cobardía al capitán general Espinosa, de quien había procedido la orden general de retirada[87]. Los cómplices y los lerdos dieron en creer que tal vez tuviese razón y que, en todo caso, lo mejor era olvidar tan bochornoso momento histórico, pero otros tenían mejor criterio y mayor memoria. Es el caso del recuperador de Valladolid, Barón de Carondelet, como hacía yo saber al profesor Cantalapiedra, que seguía demorando su retorno a la ciudad, dado que el Rector había aplazado el comienzo del curso, hasta que la tropa del Barón abandonase la ciudad, recuperando así la normalidad y los habituales alojamientos para los estudiantes:

     Constatado que el peligro había pasado, las Milicias que habían abandonado la ciudad el 18 de septiembre decidieron que ya era hora de retornar a ella. Para perpetua vergüenza, Carondelet les ordenó que no entrasen en Valladolid hasta que sus tropas se hubieran marchado, ya que temía que hubiese pullas y enfrentamientos entre soldados y milicianos, al haberse corrido la voz entre aquellos de que estos habían huido por miedo. En efecto, hasta que las tropas foráneas no marcharon de la ciudad el 28 de octubre, no entró en Valladolid la Milicia. Eso sí, la entrada se produjo sobre las dos de la tarde del día 29 siguiente y doy fe de que fue con bandera al viento y fanfarria de música militar. Los recibieron algunas gentes del pueblo y parte de la guarnición de San Benito, que los hizo objeto de rechifla pues en el fuerte no se aceptó la disculpa de que los habían dejado solos para evitar que no hubiera víveres suficientes para todos.

     El 4 de noviembre ha llegado a Valladolid el nuevo capitán general, Don Manuel Lorenzo, que reemplaza al expedientado, Espinosa de los Monteros. Y, para enfado de los ciudadanos, liberales o serviles, se ha impuesto a todos una contribución de 300.000 reales, para continuar las obras de fortificación de San Benito. He oído decir a mi padre que el gremio del textil cargará con una prorrata de 25.000 reales.

     Para esos comienzos de noviembre, se fijó el comienzo del curso, en el que yo ya no me matricularía, por razones que más adelante explicaré. Llegó por fin Don Atanasio, con quien había vuelto a comunicarme por conducto de Fredes, tan pronto volvió este a mercadear con el pienso para las caballerías. Gracias a ello, la primera noticia que di al profesor sobre mi uso de su vivienda fue por escrito. Justifiqué mi decisión por la necesidad de vigilar de cerca la casa en ocasión tan peligrosa. Confesé que había consumido víveres y algunas velas, pero me ofrecí a correr con el gasto consiguiente, algo que Don Atanasio declinó, como yo esperaba. De todas formas, no pude evitar que se enterase por los vecinos de una cosa, que me echó en cara cuando fui a saludarlo y a devolver la llave:

-          Sanz, ¿estuvo usted en mi casa acompañado de una joven?

-          No creo que pueda decirse así, profesor. Es cierto que vino un par de veces por aquí mi hermana, pero fue para saber de mí y traerme algunas cosas de ropa y aseo, que precisaba.

     Don Atanasio pareció creerme, pues comentó:

-          Hay que ver lo que inventa la gente en cuanto ve junta a una pareja de jóvenes.

     Al escuchar lo de una pareja, me vino a iluminar el Espíritu Santo. Aprovechando la buena disposición en que parecía estar mi interlocutor, me decidí a preguntarle:

-          Por cierto, Don Atanasio, tengo un problema legal muy serio y no sé cómo afrontarlo. Si usted quisiera orientarme...

-          Claro. ¿De qué se trata?

-          Estoy enamorado de una muchacha judía menor de edad y su padre, no solo se opone a esa boda, sino que ha decidido marcharse a Madrid, donde seguramente la forzará a contraer matrimonio con alguien de su religión.

     Cantalapiedra sonrió y, casi sin haberlo pensado, me contestó:

-          Yo te diría que la dejases ir y así os evitaríais muchos problemas, ahora y en el futuro. He conocido más de un caso parecido y… Bueno, me has pedido consejo legal y te respondo en esos términos. No veo otra forma de solucionar vuestro caso de manera relativamente rápida y sencilla que bautizándose ella para ingresar, al menos aparentemente, en la religión católica. ¿Estará dispuesta? Las chicas judías suelen tomarse muy en serio estos temas de conciencia.

-          No sé -concedí-. No hemos hablado sobre ello.

-           Pues ese es el meollo de la cuestión, aseveró Don Atanasio. Lo de la negativa del padre lo tomarán los curas a beneficio de inventario, con tal de incorporar una oveja más al rebaño evangélico.

     Nos despedimos de una manera que me encogió todavía más el ánimo:

-          No dejes que nada te aleje de los estudios, me aconsejó el profesor; pero, por si no te veo más por las aulas, ya sabes dónde me tienes. Consejos y ayuda no te han de faltar, en trance tan peliagudo.

***

     Me gustaría creer que las buenas causas, cuando se necesita, reciben ayuda de lo Alto. En mi caso, siéndome imposible hablar con Rebeca a solas, y no estando ya bien acogida Josefa por Doña Noemí, vino en nuestra ayuda su oficiala, Sofía, a la que había vuelto a contratar para rematar el mucho trabajo pendiente, antes de que cerraran el taller y partieran para Madrid. Cartas y mensajes volaron entre la Fuente Dorada y la calle del Jabón, mínimo trayecto, pero imposible de recorrer a no ser en manos de nuestra amiga. Y uno de los primeros envíos ya marcó definitivamente el sentido y el resultado del resto. En él, me hacía eco del consejo de Don Atanasio y le sugería una conversión aparente al catolicismo. Yo mismo -añadía- abrazaría por ti la religión judía, si ello tuviera sentido en este país y me fuera consentido por los tuyos. La respuesta de Rebeca me aclaró, por fin, su alusión bíblica:

     … El consejo de tu profesor no me ha pillado de nuevas: Ya imaginaba que era nuestra única oportunidad. ¿Recuerdas mi alusión a Rut? Ella, en realidad, no era judía, sino moabita pero, con tal de no separarse de su suegra, la acompañó hasta Belén y le dijo: Donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; donde mueras tú, allí moriré y seré sepultada yo. Que Yavé haga esto y que solo la muerte nos separe a ti y a mí[88]. Si Rut hizo tanto por su suegra, ¿no haré yo lo mismo por mi amado? Desecha pues toda inquietud y ve a ver, en mi nombre, al párroco de Santiago para que te informe de cuanto sea preciso para nuestra boda, en la seguridad de que conozco aceptablemente la religión católica. Si él se negare, intenta lo mismo con tu párroco. Y recemos los dos a Yavé para poder unirnos en matrimonio antes de que regrese mi padre de Madrid…

     Acudí, pues, al día siguiente a entrevistarme con el párroco de Santiago y le presenté el caso de la forma más favorable que se me ocurrió: Como el de una muchacha que, inspirada por el ejemplo de sus buenas amistades, profesaba secretamente las creencias católicas, pero sus padres, no solo le impedían bautizarse -como era su deseo-, sino que parecían dispuestos a imponerle el matrimonio con algún pretendiente de su religión. El cura no se mostró, de entrada, favorable a casarnos precipitadamente:

-          Mira, hijo, una cosa es que tu amiga se bautice, estando preparada, para lo que no tengo inconveniente ninguno en ayudarla, y otra distinta que os caséis, deprisa y corriendo, sin contar con el consentimiento paterno. El riesgo que me dices  de forzarla a casarse con un judío me preocupa, pero eso puede evitarse con la ayuda de las autoridades civiles. No creo que sea parte del remedio el casarse contigo, que también eres menor y, a lo que intuyo, estudiante.

-          Se equivoca usted -repliqué-. Estudio en los ratos libres, pero trabajo desde hace tiempo en el ramo de la impresión. Ahora lo hago con Aparicio.

     Se le alegró la cara con mi referencia. Resultó que la parroquia imprimía sus obritas de piedad y los avisos en la imprenta en que yo trabajaba. Agregó:

-          En ese caso, te recomiendo que me traigas informes dados por tu patrón. Comprenderás que no te conozco y…

-          Soy hijo de Leoncio Sanz, el de la tienda de telas de Fuente Dorada.

     Estaba visto que tenía a Yavé de cara:

-          ¡Caramba, qué casualidad! Mi madre suele comprar allí y, como está tan mayor, a veces le traen la compra a casa. A lo mejor has venido tú alguna vez con ella.

-          Es posible -dije-. ¿Dónde viven ustedes?

-          En una casa del Atrio, frente a la entrada de la iglesia.

-          En efecto. Alguna vez he estado en ella.

     Las coincidencias dieron paso a las confidencias. Don Manuel prometió:

-          Voy a procurar ayudaros en lo que pueda, pero veo difícil abreviar los trámites tanto como me pides. Si hubiese alguna justa causa…

     Decidí actuar a la desesperada. No sé por qué, pero entendí que el pecado sería en este caso bien recibido:

-          Me da vergüenza reconocerlo, Don Manuel, pero la verdad es que hemos mantenido relaciones hace poco y es probable que mi novia esté embarazada.

     Como esperaba, el párroco se mostró muy comprensivo:

-          Ese es un pecado mortal, que tendréis que confesar formalmente y arrepentiros; pero, por otra parte, es el motivo más frecuente para pasar por alto la autorización paterna y agilizar el expediente matrimonial. Lo primero de todo será que tu novia venga por la parroquia. La examinaré de la doctrina y, si está preparada, pasaremos a bautizarla. Por cierto, ahora que caigo, con el bautismo se le perdonarán todos los pecados pero, tú, perillán, tendrás que confesarte y no será menuda la penitencia.

***

     A las ocho de la mañana del lunes, 11 de diciembre, siendo mis hermanos Josefa y Braulio los testigos, nos unimos en matrimonio Rebeca y yo, en la iglesia de Santiago, con las bendiciones de Don Manuel. Nos aguardaba, fría y escasamente amueblada, nuestra primera casa, en la calle Zapico, esquina a la plazuela de Los Arces. Un modesto rótulo en el portal rezaba: Rebeca y Sofía. Taller de costura y bordado. El marido de Rebeca seguiría ganándose el jornal de tipógrafo y ayudando a su padre en la tienda, habiéndose comprometido a continuar con el negocio, junto a sus dos hermanos. ¡Adiós a la Universidad y a los sueños de letrado! Pero, ¿qué quieren que les diga?: No lo añoré entonces, ni lo he echado a faltar después. Lo conseguido bien merecía la pena de renunciar a algunas ilusiones, que a saber si me habrían traído la felicidad.

     ¿Opinaba Rebeca lo mismo que yo, al verse olvidada y proscrita por sus padres? No podría asegurarlo. Lo único que puedo decirles es que siempre les hemos comunicado los cambios de domicilio y el nacimiento de nuestros hijos. Sabemos del estado y paradero de Ezequiel y Noemí, gracias a unos tíos de mi esposa que no han renegado de ella y le siguen teniendo ley.

     ¿Y qué se hizo de aquellos liberales pincianos del año 37? Tres lustros después se han dividido entre moderados y progresistas y andan peleados, aunque en las instituciones se repitan los apellidos de antaño, y los gerifaltes sean los mismos, con más barriga y menos pelo. De seguir haciendo de cronista para el profesor Cantalapiedra, ¿no creen que habríamos echado de menos, él y yo, las emociones de aquel año tan dramático, aunque solo fuera por retornar a la juventud y aliviar el hastío?


Zona vallisoletana del Campo Grande (litografía de 1852)  



[1] En el año (2020) en que se cumple el primer centenario de su muerte.

[2] Los vallisoletanos y los amantes del detalle pueden encontrar en Internet el excelente plano histórico de Valladolid, confeccionado en 1844 por Carlos Juan y Victoriano María Ameller, y publicado en 1846. Me acojo a este documento como clave para las denominaciones de calles, plazas y lugares.

[3] Libro de los Proverbios, capítulo 18, versículo 25.

[4] Libro de los Proverbios, capítulo 9, versículo 1. Tal vez venga a cuento, refiriendo el relato un joven que empieza sus estudios, transcribir, no solo este versículo, sino los siguientes: La sabiduría construyó su casa, la adornó con siete columnas; mató animales para el banquete, preparó un vino especial, puso la mesa y envió a sus criadas a gritar desde lo alto de la ciudad: «¡Vengan acá, jóvenes inexpertos!»…

[5] Obvias alusiones al infante Carlos María Isidro de Borbón y a la Primera Guerra Carlista, que comenzó en octubre de 1833.

[6] El bando liberal, dentro de la Milicia Nacional por él creada, recreó una institución propia de la Guerra de la Independencia: los batallones de estudiantes, que funcionaron en diversas Universidades españolas, entre ellas, la de Valladolid, como más adelante se detallará.

[7] Alusión personal a la Reina Regente, María Cristina de Borbón, y a sus hijas, Isabel II y la infanta María Luis Fernanda. Et sic de caeteris, expresión latina traducible aquí por y los demás.

[8] Los jefes supremos del poder ejecutivo en las provincias recibieron el nombre de Subdelegados Principales de Fomento entre 1833 y 1847.

[9]  Ley de 16 de mayo de 1835 por la que, de modo general, los bienes vacantes sin dueño conocido pasaban a ser propiedad del Estado. Efectivamente, el patrimonio de los conventos sujetos a exclaustración obligatoria (de entrada, casi todos los de varones) pasaron a considerarse nacionales y entraron, a partir del año siguiente, en la rueda de la Desamortización, llamada de Mendizábal.

[10] Según Juan Ortega y Rubio, Historia de Valladolid, tomo II, Imprenta Hijos de Rodríguez, Valladolid, 1881, p. 200. Otras alusiones en este relato a dicha obra se refieren, en conjunto, a las pp. 199-203.

[11] El ramal sur del Canal de Castilla, que finalizaba en Valladolid, empezó a funcionar en 1835 (marzo), si bien no estuvo a pleno rendimiento para la navegación hasta finales del año siguiente.

[12] Seguían siendo faroles de aceite, pero la inclusión de láminas reflectantes de latón orientaba la iluminación hacía abajo, potenciándola. Fue obligatoria su instalación en todas las capitales de provincia (Real Orden de 16 de septiembre de 1834), cumpliéndose en Valladolid a lo largo de 1835.

[13] La Real Orden citada en la nota anterior también estableció la creación del Cuerpo de Serenos y fijó sus obligaciones.

[14] El cólera morbo azotó la ciudad de Valladolid entre abril y septiembre de 1834, calculándose que mataría entre dos mil y tres mil personas, de una población que rondaba los 25.000 habitantes.

[15] Ángel Sanz tenía razón. Baste decir que, entre las Universidades en peligro, estuvieron las de Salamanca, Alcalá de Henares, Valladolid o Zaragoza. Como es sabido, la de Alcalá desapareció, trasladada o englobada por la de Madrid, de nueva creación.

[16] Claudio Moyano Samaniego (1809-1890), catedrático de la Universidad de Valladolid desde 1835, de Instituciones Civiles y, sucesivamente, de Economía Política (1836); rector de dicha Universidad entre 1844 y 1850. Se haría famoso por la aprobación de la Ley de Instrucción Pública de 1857 (Ley Moyano) cuando era Ministro de Fomento. A mayores, véase, Pedro Álvarez Lázaro, ficha biográfica “Moyano Samaniego, Claudio”, de la Real Academia de la Historia.

[17] Atanasio Pérez Cantalapiedra (1804 o 1806-1876), desde 1833 catedrático de “Filosofía y un resumen de su historia” en la Facultad de Letras de Valladolid; rector de dicha Universidad entre 1863 y 1869. A mayores, véase, Juan Antonio Cano García, ficha biográfica “Pérez Cantalapiedra, Atanasio”, de la Real Academia de la Historia.

[18] Imprenta y librería vallisoletana, activa entre 1800 y 1961. Entre 1833 y 1838, funcionó bajo el nombre de Viuda de Santarén, con establecimiento abierto en la calle Valseca, número 6, de Valladolid.

[19] Esta fama se mantuvo durante décadas: Vázquez de Mella, en la época de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) calificó a Nava del Rey de la Estella de Castilla.

[20] El propio Moyano bromeaba a propósito de su fealdad. Se dice que, al ser nombrado Ministro de Fomento (1853), blasonó de que sin duda sería el hombre más feo de todo el Ministerio. Comoquiera que, al entrar, se topó con un ujier que podía competir con él a ese aspecto, lo destinó a una dependencia recóndita del edificio, para que nadie pudiese decir que Moyano no había acertado en su pronóstico.

[21] El original inglés, titulado On the Principles of Political Economy and Taxation, se publicó en 1817, siendo su tercera edición (1821) la canónica y definitiva, aún en vida de su autor, David Ricardo (1772-1823), de familia judía sefardí de origen portugués. La primera edición española data de 1848-1850 y se considera que no fue capaz de captar, o de respetar, la esencia doctrinal del autor.

[22] Por la fecha a que se contrae el relato, había de tratarse de la llamada Desamortización de Mendizábal, por el nombre del Ministro que la propició y reguló, Juan Álvarez Méndez (1790-1853), que cambió su segundo apellido por Mendizábal, tal vez para enmascarar su sangre judía. Dicha Desamortización tiene como documentos legales fundamentales el Real Decreto de 19 de febrero de1836 (Gaceta de Madrid del día 21, pp. 1-3) y su Reglamento de 24 de marzo de 1836 (Gaceta de Madrid del mismo día, pp. 1-2).

[23] O columnas militares que, partiendo de la zona dominada por los carlistas en el Norte, recorrían los más diversos y alejados puntos de la España isabelina, buscando enfrentarse con las tropas de retaguardia y, sobre todo, llevar la guerra a todo el país, con sus secuelas de alarmas, violencias y saqueos, animando también a los jóvenes a sumarse a las fuerzas del Pretendiente. Más adelante, el relato se refiere a aquellas expediciones que más se acercaron a la capital vallisoletana hasta 1837.

[24] La ley de hierro (o de bronce) de los salarios afirma que estos tienden a fijarse naturalmente en la cuantía estrictamente precisa para cubrir las más perentorias necesidades del trabajador y, si acaso, de la familia a su cargo. Su aceptación por el socialismo (Lassalle, Marx) llevó a acuñar el concepto de fuerza de trabajo, como el valor de los artículos de primera necesidad imprescindibles para producir, desarrollar, mantener y perpetuar la vida y esfuerzo del trabajador; muy inferior, en general, al valor real del trabajo que el obrero ha entregado al patrono a cambio de su jornal. En el relato, Ángel Sanz a lo que se refiere es a que, lejos de poner la tierra a disposición de quien la trabajaba, la Desamortización entregó la propiedad rústica a capitalistas nobles o a personas de las clases alta y media alta, que hubieron de emplear a una plétora de arrendatarios, aparceros y jornaleros, a los que pasó a aplicarse la ley de hierro ricardiana.

[25] Era Filosofía y un resumen de su historia: véase antes, nota 16.

[26] Véase: Varios Autores (litografías de Santiago Llanta), Los Diputados pintados por sus hechos, 3 tomos, Imprenta de R. Labajos, Madrid, 1869-70, tomo 1º, pp. 207-209.

[27] Cantalapiedra se mantuvo apartado de las Cortes en los momentos en que Espartero estuvo perseguido. En la época de trono vacante (1868-1871) sostuvo la candidatura de Espartero para la Corona de España. 

[28] Véase Congreso de los Diputados, Histórico de Diputados 1810-1977, ficha de Atanasio Pérez Cantalapiedra. En periodo posterior a la narración de este relato por Ángel Sanz, Cantalapiedra fue Senador por la provincia de Valladolid, entre 1871 y el 18 de febrero de 1876, fecha esta última de su muerte.

[29]  Cantalapiedra era natural de Pozaldez y en su término y otros limítrofes radicaban sus tierras.

[30] Seguramente sería la Historia del descubrimiento de las tierras de los gigantes, obra anónima sobre ese mito de la Historia americana, publicada por primera vez, al parecer, en Málaga, a finales del siglo XVIII. Con carácter general, sobre Santarén y sus publicaciones, véase, Joaquín Díaz, La imprenta Santarén (1800-1961), Fundación Joaquín Díaz (funjdiaz.net), 2008.

[31] En el verano de 1836, hubo dos expediciones carlistas que amenazaron Valladolid o se acercaron a la ciudad: la de Basilio García (mes de julio) y la de Miguel Gómez (en agosto). Véase el testimonio de Hilarión Sancho, Diario de Valladolid (1807-1841), edición digital basada en la de Hijos de Rodríguez, Valladolid, 1887. Puede consultarse en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes (cervantesvirtual.com). También hay edición facsimilar: Valladolid. Diarios curiosos (1807-1841), Grupo Pinciano y Caja de Ahorros de Valladolid, Valladolid, 1989. Dicho texto me ha sido esencial para confeccionar este relato.

[32] Se trataba de Basilio Antonio García (1791-1844), general carlista conocido por El Logroñés, que avanzaba al mando de entre dos mil y tres mil hombres. Finalmente, la mayor cercanía que tuvo con Valladolid fue la ocupación de la villa de Peñafiel, a unos 55 quilómetros de la capital.

[33] La afluencia de la Milicia provincial duró aproximadamente una semana: del 19 al 25 de julio, cuando, tras una gran parada en el Campo Grande, sus integrantes se retiraron a los pueblos, una vez pasado el peligro. De los dos mil milicianos, se calcula que trescientos eran de a caballo.

[34] José Manso Solá (1785-1863), a la sazón Capitán General de Castilla la Vieja, con capitalidad en Valladolid.

[35] Cañones con el calibre teórico de ocho pulgadas -es decir, 20 centímetros-, habitual en la época.

[36] Algo más de ciento cincuenta metros.

[37] Artículo 2º del Real Decreto de 19 de febrero de 1836: “Se exceptúan de esta medida general los edificios que el Gobierno destine para el servicio público, o para conservar monumentos de las artes, o para honrar la memoria de hazañas nacionales.-  El mismo Gobierno publicará la lista de los edificios que con estos objetos deban quedar excluidos de la venta pública.”

[38] Palencia se encuentra a unos 50 quilómetros de Valladolid. La división estaba formada por unos 3.000 hombres, al mando del mariscal de campo carlista, Miguel Gómez Damas (1785-1864).

[39] Su nombre era Manuel Baragaño y había sido hecho prisionero en una escaramuza habida hacia el 10 de agosto de 1836, al parecer, en la zona de Teverga (Asturias).

[40] El doctor Valéns salvó la vida, adquiriendo luego notoriedad, como publicista y abogado del Colegio de Madrid. Para constatarlo, véanse sus libros, Obra filosófico-político-religiosa, Eusebio Aguado, Madrid, 1849, y Verdaderos principios de libertad, de igualdad y de fraternidad. Reflexiones filosóficas sobre la moral cristiana y sobre la libertad política, Eusebio Aguado, Madrid, 1851; así como la alusión al abogado Valéns en la publicación, El Faro Nacional. Revista de Jurisprudencia, volumen 7, pp. 446-452 (número del 14 de abril de 1859).

[41] Históricamente, se escribía Cárcaba, pero he preferido modernizar la ortografía de Ángel Sanz.

[42] En efecto: Abstracción hecha de que la Desamortización de Mendizábal se desarrolló a todo lo largo de unos quince años, pronto se agregó a ella la ampliación de Espartero (año 1841) y, transcurrida la Década Moderada, llegó la Desamortización General, o de Madoz (año 1855), que, en lo tocante a los bienes municipales, no fue derogada hasta 1924 (Estatuto Municipal de Calvo Sotelo).

[43] Se alude a José María de Reynoso y Abril, hermano del mucho más afamado, Mariano Miguel de Reynoso y Abril (1799-1863), alcalde, presidente de la Diputación y diputado por Valladolid y senador vitalicio del Reino. Ángel Sanz tuvo contacto con Don Mariano Miguel por haber sido este comandante de la Milicia Nacional vallisoletana durante la primera guerra carlista. De sus contactos con Don José María, nos dará cuenta más adelante, en el decurso de esta historia. Véase, sobre la familia Reynoso, Erik Reynoso y Marcial de Castro, Genealogía del Embajador, Don Francisco de Reynoso, autillodecampos.blogspot.com, entrada de 9 de febrero de 2014.

[44] Millán Alonso del Barrio (1795-1873), importante político y hombre de negocios vallisoletano. Véase breve nota biográfica, por Rafael Serrano García, en la página web de la Real Academia de la Historia.

[45] Para cuanto se refiere a la práctica de la desamortización de Mendizábal en Valladolid, véase Germán Rueda Hernanz, La desamortización de Mendizábal en la provincia de Valladolid (1836-1853), Dialnet 29211771, pdf, pp. 197-251. Dicho artículo dimana de la tesis doctoral del citado autor, leída en la Universidad de Valladolid en 1979, bajo el título: Aspectos socioeconómicos de la desamortización de Mendizábal en una provincia de Castilla la Vieja. Valladolid (1836-1853).

[46] Ángel Sanz echaba bien las cuentas:  Los que pujaban elevaron por término medio en las subastas de Valladolid los precios de los remates hasta un 220% de los iniciales. Gracias a ello, el Estado no llegó a perder dinero, pero tampoco los pujadores. Así que todos contentos…, menos quienes, no teniendo deuda a mano, pretendieran pagar con dinero contante.

[47] Excomunión completa o suspensión a divinis. Véase Alfonso García Gárate, La desamortización eclesiástica en el marco de las relaciones Iglesia-Estado, CEU edic., Madrid, 2011, 39 pp., accesible por Internet.

[48] La desamortización de Mendizábal mantuvo las normas de subasta fijadas por las Cortes, en su Decreto XIX, de 3 de septiembre de 1820, con una importante novedad: que podían presentarse ofertas en Madrid, además de en las Casas Consistoriales del pueblo capital del partido judicial en que radicasen los bienes.

[49] Este epíteto peyorativo alude a que se tratara de un profesional de las subastas y, en tal sentido, hiciera todo lo posible por confabularse con otros tales y por apartar a quienes no formasen parte de semejantes contubernios. Por supuesto, esta forma de alterar, incluso con violencia o intimidación, el precio del remate ha llegado hasta nuestros días.

[50] En efecto, casi pudo suceder tal cosa pues Mendizábal huyó a Gibraltar -y de ahí, a Londres- en el mismo mes en que fallecía David Ricardo: septiembre de 1823. Ignoro si Ángel Sanz puso en relación a ambos personajes por la circunstancia común de su procedencia judía (Mendizábal la tenía por vía materna).

[51] Establecimientos mercantiles del Valladolid de la época. Buxó era una sombrerería de la Plaza Mayor y Julián Pastor, una imprenta en la calle Cantarranas que, hacia 1840, estrenó la técnica de litografiado en la ciudad.

[52] Es decir, hacia 1823, cuando concluyó el Trienio Liberal y Fernando VII fue repuesto en su posición de monarca absoluto por el ejército francés conocido por Los cien mil hijos de San Luis.

[53] Teniendo en cuenta los múltiples avatares, favorables y negativos, que sufrió la Expedición Real a lo largo de los cinco meses que duró, es ocioso discutir sobre el número de hombres armados que la componían en cada momento. Inicialmente, se dice que serían unos once mil infantes y mil doscientos jinetes: De ser ello así, la cifra que da Don Atanasio P. Cantalapiedra puede ser excesiva.

[54] Así llega a denominárselo en ciertos libros: véase Josep Carles Clemente, Las guerras carlistas, edit. Sarpe, Madrid, 1985, p. 107. La verdad es que las dudas, que persisten, oscilan entre llamarlo Zarategui, Zaratiegui o Zariátegui. Ángel Sanz opta en el relato por la forma Zaratiegui, que parece la correcta. También el segundo apellido del General genera confusión: Celigueta o Celigüeta, pareciendo más correcta la primera de dichas grafías, coincidente con la fonética vasca del apellido.

[55] Era el gallego, José Antonio Rivadeneyra Villaguisada (1774-1856), que lo fue entre 1831 y 1856. Era a la sazón (1837) Prócer y Senador pero, a raíz de su favorable actuación para los carlistas en este año, se recogió en su diócesis y no volvió a intervenir directamente en política. Fue el último obispo vallisoletano, dado que en 1857 dicha diócesis paso a ser metropolitana (es decir, regida por un arzobispo).

[56] Sobre su padre y su tío, véase nota 43. Sobre él, Mariano Lino de Reynoso y Oscáriz (1818-1882), véase Casimiro González García-Valladolid, Valladolid: sus recuerdos y sus grandezas, tomo II, Imp. de Juan Rodríguez Hernando, Valladolid, 1901, pp. 453-457.

[57] Por fin tenemos una referencia cierta para fijar la fecha de estas Memorias de Ángel Sanz, sabiendo que la Década Moderada se inició en 1844. Si hacen ustedes la cuenta, les saldrá el año de 1853.

[58] Lugar muy próximo al casco urbano de Valladolid, a orillas del Pisuerga, donde las familias Oscáriz y Reynoso establecieron molinos harineros y, luego, fábrica de harinas, que permanecería activa, aunque en otras manos, hasta 1962. Véase, Antonio Fonseca, La desaparecida fábrica de harinas de La Flecha, vallisoletum.blogspot.com, entrada de 2 de mayo de 2012.

[59] Millán Alonso del Barrio (1795-1873), notable empresario y político vallisoletano que, en 1837, era diputado por la provincia y Presidente de su Diputación. Se calcula que, en la Desamortización de Mendizábal, adquirió unas 5.000 hectáreas de fincas rústicas, solo en la provincia de Valladolid.

[60] Es preciso recordar que, a partir de la Desamortización de 1820, la dirección, práctica y documentación de las subastas correspondía al Juzgado de Instancia del lugar en que radicasen las fincas. La mayoría de las adquiridas por Millán Alonso estaban situadas efectivamente en el partido judicial peñafielense.

[61] La imprenta de Aparicio, existente desde 1813, por lo menos, radicaba en las fechas del relato en la calle de la Cárcava. Véase, José Delfín Val, Sobre el impresor Manuel Aparicio, autor de un diario de la Guerra de la Independencia en Valladolid, Boletín de la Real Academia de la Concepción, Valladolid, 2017, pp. 97-106. Un tiro de piedra equivale a cuarenta o cincuenta metros (unos cincuenta pasos).

[62] Evangelio según San Mateo, capítulo 6, versículo 34.

[63] Sobre la epidemia de cólera del año 34, véase la nota 14. En cuanto a la de grippe -como entonces se escribía-, se produjo en los años 1836-37. Sobre las epidemias de gripe en la España del siglo XIX y el tratamiento médico que se les aplicaba, véase María Isabel Porras Gallo, Una ciudad en crisis: la epidemia de gripe de 1918-19 en Madrid, tesis doctoral de la Universidad Complutense de Madrid, versión mecanografiada accesible por Internet, Madrid, 1994, pp. 15-36 y 55.

[64] La Constitución de 1837 fue aprobada por las Cortes el 8 de junio y obtuvo la adhesión real el siguiente día 17. Efectivamente, como luego Ángel Sanz consigna, fue derogada por la Constitución aprobada el 23 de mayo de 1845.

[65] Aquí es muy probable que se confundiese el Señor Sanz pues, a los 77 artículos del Texto, se añadían otros dos artículos adicionales.

[66] Dicha visita se efectuó el 21 de julio de 1828.

[67] Obvia alusión al drama calderoniano La vida es sueño, estrenado en 1635.

[68] Los jinetes de la Milicia Nacional de Valladolid eran unos sesenta pero, dada la fecha veraniega tan intempestiva, es muy probable que se presentaran para la parada la mitad, o pocos más.

[69] La ulterior alusión a 13 batallones, que equivaldrían a entre cinco mil y seis mil hombres de infantería, parece exagerada: Zaratiegui inició su expedición, el 20 de julio de 1837, con unos tres mil efectivos, no siendo probable que los hubiera doblado en diez días con nuevas incorporaciones voluntarias, hechas en terreno enemigo.

[70] Santiago Méndez Vigo y García San Pedro (1790-1860). Resumen de su biografía, a cargo de José Luis Isabel Sánchez, en la página web de la Real Academia de la Historia. En el curso de las marchas y contramarchas de esos días, Méndez Vigo fue derrotado en una ocasión por Zaratiegui, en Nebreda (Burgos), villa del partido judicial de Lerma. En cambio, Méndez Vigo llevó la mejor parte en la acción de Torrelodones (Madrid), que forzó la retirada de Zaratiegui de los alrededores de Madrid.

[71] El Pretendiente carlista, con lentitud difícilmente explicable, no se presentó ante Madrid hasta el 12 de septiembre. El giro contrario en las negociaciones con la Reina Gobernadora y la inmediata aparición del poderoso ejército de Espartero, impulsaron a Don Carlos a retirarse hacia Guadalajara, contra la opinión de la mayoría de sus adictos. Así se salvó Madrid y el destino desfavorable del carlismo quedó definitivamente establecido en aquella guerra, aunque todavía durase dos años más en el Norte, y varios meses más aún en Levante, bajo la dirección del general Cabrera.

[72] Joaquín Manuel de Alba (o Alva) y Guillazo (1806-c.1875), malagueño. Militar laureado varias veces y jefe político o Subdelegado de Fomento, de Valladolid en 1837: véase ficha del biografiado, a cargo de José Luis Isabel Sánchez, en la web de la Real Academia de la Historia. Por mi cuenta, he averiguado que entre 1838 y 1840 fue jefe político, sucesivamente, de Zaragoza, Toledo y Granada. Ocupó cargos importantes en el Ministerio de Ultramar, tales como administrador de rentas en Puerto Rico (1860) y comisario regio en las negociaciones para la anexión voluntaria de la República Dominicana (1861). Vivía aún en 1872, en calidad de funcionario jubilado del Ministerio de Ultramar.

[73] Algunas fuentes aluden a que los defensores del fuerte eran unos mil. En cualquier caso, parece claro que Alba desechó ofrecimientos de aumentarlos y procuró librarse en cuanto pudo de los cuatrocientos presos políticos y militares, que estaban encerrados en San Benito, a los que, con licencia de los carlistas sitiadores, entregó a estos para que tomasen las prevenciones oportunas.

[74] Del compadreo entre cristinos y facciosos da idea el que los regidores carlistas, a petición del coronel Alba, le hicieran llegar 11 arrobas (unos 117 kilos) de tocino salado, horas antes de entrar en Valladolid las tropas de Zaratiegui.

[75] La distancia entre Valladolid y Toro es de unos 65 quilómetros.

[76] Su origen jurídico estaba en el llamado Estatuto Real de 10 de abril de 1834 (Gaceta de Madrid del 16).

[77] Zaratiegui logró reclutar, de un modo u otro, hasta tres batallones de burgaleses, uno de segovianos y otro de vallisoletanos, lo que tal vez dé una idea de la poca devoción de esta provincia por la causa de Don Carlos.

[78] Alusión a los dos Carlos V de la Historia de España: el Carlos I de nuestro país y V en Alemania, y el Pretendiente carlista, que se tituló Carlos V en los territorios españoles que dominó.

[79] Con arreglo a la legislación canónica, los varones de más de 14 años y las mujeres mayores de 12 podían contraer matrimonio válidamente, aun sin el consentimiento paterno. Ciertamente, tal unión no debía ser bendecida por los párrocos, de no haber justa causa para omitir la autorización paternal, pero lo cierto es que los sacerdotes hacían un uso bastante generoso de esa tolerancia canónica.

[80] Denominación peyorativa que se daba a los carlistas más reaccionarios o exaltados. Galdós la utilizó para titular así el penúltimo Episodio Nacional de la segunda serie.

[81] El tema es muy controvertido históricamente pero, por modo general, puede afirmarse que Ángel Sanz estaba en lo cierto: Los matrimonios mixtos solo pueden celebrarse por causas justas y graves, mediante dispensa canónica pontificia, que solía estar condicionada a que el otro cónyuge respetara la opción católica del contrayente de esa religión y -cosa peliaguda- a que los hijos fuesen educados en la religión católica. Véase, Luis Portero Sánchez, Los matrimonios canónicos en España, Revista Española de Derecho Canónico, vol. 18, nº 54, 1963, pp. 743-799, espec. pp. 745-754 (cuestiones históricas). Puede consultarse libremente por Internet.

[82] Sin que pueda asegurar una relación de causa a efecto, consta que el general Espinosa era miembro de la masonería.

[83] Sobre Juan Antonio Zaratiegui y Celigueta (1804-1873), véanse, con libre acceso por Internet: Jesús María Ruiz Vidondo y Jesús Tanco Lerga, Juan Antonio Zaratiegui Celigueta. Un militar para la historia, Revista de la Institución Príncipe de Viana, Pamplona, 2007, pp. 313-332, espec. pp. 325-326; Varios Autores, Galería militar contemporánea, tomo II, Hortelano y Compañía, Madrid, 1846, pp. 188-210, espec. pp. 202-204; Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera, Las expediciones carlistas en un inédito del General Zaratiegui, Aportes, 33, XII (1), 1997, pp. 3-22, espec. pp. 6-12 (fuente particularmente interesante).

[84] Joaquín Elío y Ezpeleta (1806-1876). Brevemente sobre él, Barón de Artagán, Cruzados modernos, edit. La Bandera Regional, Barcelona, c. 1910, pp. 60-65 (accesible por Internet).

[85] Luis Ángel de Carondolet (o Carondelet) y Castaños (1787-1869), general al mando provisional del Ejército isabelino que operaba en Castilla la Vieja. Véase, Emilio Montero Herrero, nota biográfica en la entrada de dicho general, en el Boletín de la Real Academia de la Historia.

[86] Durante la Primera Guerra Carlista, el bando isabelino, en virtud de la llamada Cuádruple Alianza (1834), recibió algún apoyo armado de Francia y de Inglaterra, que formaba las llamadas Legiones francesa e inglesa.

[87] Véase el folleto anónimo titulado Manifiesto de la Milicia Nacional de todas las Armas de la ciudad de Valladolid, Imprenta de Aparicio, Valladolid, 1837, 9 pp., accesible por Internet. El texto está fechado el 3 de octubre de 1837, y va firmado, además de por Mariano Miguel de Reynoso, comandante de la Milicia, y por su segundo, Esteban Salvador Garrán, por otros 76 miembros de aquella, con categoría entre la de comandante accidental y la de cabo segundo. Es muy ilustrativa la antefirma del comandante del Batallón, Reynoso: Salvando mi decoro… Complementariamente, véase, Jorge Luengo, Una sociedad conyugal: Las élites de Valladolid en el espejo de Magdeburgo en el siglo XIX, Universidad de Valencia, 2014, epígrafe 4.3.1 (accesible en abierto por Internet).

[88] Libro de Rut, capítulo 1, versículos 16-17.