jueves, 9 de mayo de 2024

MEMORIA SOBRE LA RESTAURACIÓN DE PORTUGAL

 

Memoria sobre la Restauración de Portugal

Por Federico Bello Landrove

 

     Un escribano de Valladolid, hijo de español y portuguesa, tendrá ocasión de entrar al servicio de la duquesa de Braganza, pocos años antes de que esta se convierta en reina de Portugal en 1640. Ello le dará excelente ocasión para vivir muchos de los sucesos de la época, que culminarán en la Restauración de Portugal, es decir, en su independencia de la monarquía hispánica, la cual ha proseguido ininterrumpidamente hasta nuestros días.


Monumento a los Restauradores (Lisboa)

 

1.      Un manuscrito de procedencia dudosa

 

          No fue precisamente en Sanlúcar de Barrameda[1], sino en El Puerto de Santa María, donde, haciendo honor a mi inveterada costumbre de husmear por las librerías de viejo, di hace unos años con un librillo empastado al estilo del siglo XVIII, resultado de encuadernar, sin mucha gracia ni dispendio, unas así llamadas Memorias de las cosas de Portugal, escritas por un curioso. Así, ni más, ni menos. Ninguna referencia a la identidad del autor, ni a la fecha en que fueran escritas, ni siquiera a qué asuntos portugueses eran los que habían despertado la curiosidad del escritor. Aunque no soy un experto, el tipo de letra empleado me recordó a otros muchos documentos del siglo XVII, y la grafía, corrida y fácilmente legible para avezados en la documentación de la época, hacía sospechar la mano de un habitual de la escritura.

     Conocía superficialmente al librero, de haberle comprado por internet un buen ejemplar del Gil Blas de Santillana de 1863, a un precio bastante asequible. No era este el caso de las Memorias que ahora concitaban mi interés, pues su dueño me las ofreció inicialmente por el alto precio de mil quinientos euros. Mi primera reacción fue la de rehusar de plano la compra y devolver el tomo a su lugar en la estantería. El librero, con una sonrisa socarrona, no aceptó la negativa así como así, sino que extrajo nuevamente el libro del anaquel, mientras pugnaba por que reconsiderase mi negativa:

-          ¡Jozú[2], qué prisa tiene usted! Claro, estará de turismo por aquí y no querrá perder el tiempo regateando con un viejo librero de colmillo retorcido… Pero no se precipite. ¿Dónde para usted por aquí cerca?

-          He venido a dar una vuelta por la provincia de Cádiz -repuse- y he hecho centro en un hotelito de Jerez.

-          Pues llévese el libro, sin compromiso; lo hojea tranquilamente y, si no le conviene, les deja el encargo de que me lo devuelvan por correo certificado, con gastos a mi cargo.

-          Y, si llegara a interesarme, ¿cómo discutimos el precio? -pregunté-. Lo digo porque, en cualquier caso, mil quinientos euros están fuera de mis posibles.

     El librero -de cuyo nombre no quiero acordarme- esbozó una media sonrisa de incredulidad:

-          Seguro que acabaremos poniéndonos de acuerdo -aseveró-. Pero le ruego que satisfaga una curiosidad mía -añadió-: ¿Por qué se ha fijado precisamente en ese manuscrito? ¿Acaso por su antigüedad?

-          En parte, sí -confesé-, pero también porque me interesa ese periodo histórico. Mi tesina de licenciatura versó sobre Don Juan José de Austria[3].

-          Luego es historiador -dedujo mi interlocutor-. Ya me había parecido que era usted un hombre de cultura.

     Me hizo gracia esa definición de mi humilde persona y le aclaré, minorando el calificativo:

-          ¡Tanto como historiador! Doy clase de historia a chavales de instituto.

     El librero llamó a uno de sus ayudantes y le encargó que envolviera cuidadosamente el tomo para que me lo llevase. Entre tanto, sugirió:

-          Pasemos a la trastienda. Que no se diga que un cliente mío pasa por El Puerto sin que lo invite a tomar una copita de fino[4].

     Pasamos al susodicho tabuco, tan forrado de estanterías como el resto de la tienda, de la que lo separaba una cortina estampada, sujeta a la pared con un cordón de borlas. En el centro del reducido espacio, una mesa camilla con tapete granate y tres o cuatro sillas con asiento de anea. Mi huésped abrió un armarito, practicado entre las baldas, y sacó una botella, un par de copas y un platillo de aceitunas. Me hizo los honores, se sentó frente a mí y, como si solo se tratara de charlar haciendo tiempo, me preguntó:

-          Habrá oído hablar usted de la duquesa roja, quiero decir, la vigente titular del ducado de Medina Sidonia[5]

-           Vagamente -contesté-. Creo que ese apelativo, así como los hechos y escritos que lo inspiraron, coincidieron con los últimos años del régimen de Franco, y yo entonces era un niño, que apenas seguía ese tipo de noticias.

-          ¡Claro!, concedió el librero. Además, no vive aquí. En cambio, nosotros tenemos el honor de ser casi vecinos de la duquesa. No sale mucho del palacio porque ya va mayor, pero es todo un personaje, y muy respetada, además… Pero no es de la señora de quien quería hablarle, sino de su padre, el anterior duque, que se las tuvo tiesas con los falangistas y los militares sublevados; y eso, cuando la guerra, que uno se jugaba la vida por menos de un pimiento.

-          ¡Hombre!, repliqué, siendo el duque de Medina Sidonia supongo que contaría con cierta tolerancia…

-          Por supuesto -reconoció el librero-. De no ser así, habría pasado a engrosar la larga lista de paseados[6] y de condenados a muerte que hubo por estas tierras; pero eso no quita para que fuese un tío bragado, a la altura de algunos de sus ascendientes… Pero no iba a eso -que cada vez estoy más chocho y me pierdo dándole a la sin hueso-. Lo que quería ponerle de manifiesto es que el libro que se va a llevar tiene, con toda probabilidad, una historia oscura que lo hace aún más interesante…, aunque, yo que usted, no se la andaría contando a cualquiera, que libros antes despreciados o empleados para hacer lumbre, ahora se reclaman por autoridades y fundaciones[7], como si fuesen la edición prínceps del Génesis.

     El empleado ya había dejado el libro de marras perfectamente empaquetado sobre la camilla y su principal y yo habíamos trasegado cada uno un par de copas de fino bien fresquito, pero el librero parecía dispuesto a contarme su prolija historia hasta la hora del cierre. Le advertí:

-          Perdone, pero tengo bastante prisa, pues tengo entrada con hora prefijada para visitar una bodega.

-          Tiene razón -admitió-, le estoy dando un buen rollo, pero no se apure, que le cuento el final como por telegrama. Resultó que el Alzamiento[8] les pilló a los duques veraneando en el extranjero: De hecho, la actual duquesa, la roja, nació en Portugal[9]. En octubre, finalmente, cuando los duques regresaron a Sanlúcar, se encontraron con que su palacio había sido ocupado por las fuerzas de Falange, que campaban por sus respetos y habían dañado o saqueado lo que les había dado la gana. El duque montó en cólera; habló con Queipo de Llano[10] y logró que le reintegraran toda la parte noble del palacio, para establecerse con su familia en ella. Por supuesto, cesaron casi del todo las sustracciones, pero lo robado, robado quedó. Y, aunque no pueda decirse que los falangistas de entonces fuesen muy aficionados a la lectura, el hecho es que algunos arramblaron con fondos de la biblioteca y del archivo palaciegos. Me consta por ciertas confidencias… y por el tipo y uniformidad de las encuadernaciones. En fin, que los birladores se cansaron de tener los libros escondidos en casa; con el tiempo, perdieron la vergüenza, y ellos o sus familias trataron de venderlos a los libreros de lance, como un servidor. Como es de razón, me negué a comprar los ejemplares que indudablemente procedían de palacio, incluso con su sello heráldico o el ex libris del ducado, pero sí acepté mercar otros, de procedencia dudosa, pero sin muestras indudables de su origen ducal. Pues bien, amigo profesor…

-          … Que el que voy a llevarme a Jerez es de esos sospechosos -concluí-. Pues, siendo así -bromeé-, va a tener que dejármelo a mitad de precio.

     El librero debió de creer que le hablaba en serio, pues replicó muy en sus puntos:

-          Se lo dejo en mil euros, ni uno menos. Y no piense que lo rebajo por malas razones, sino porque, como interesado por el tema, sé que hará usted un buen uso del libro y de su muy interesante contenido.

-          Pues no se hable más -rematé-. Aquí tiene mi tarjeta de crédito, que espero tenga efectivo suficiente, aunque estemos a fin de mes.

     De todo lo que acabo de contarles han pasado ya un buen número de años, suficientes para que la Duquesa roja y el librero de viejo de El Puerto hayan pasado a mejor vida. Así que, antes de que a mí me suceda lo propio, me decido hacer público el contenido de aquellas Memorias que compré a principios de este siglo y que seguramente nadie haya leído con detenimiento en los cuatro anteriores, a no ser su autor. Pero, como soy un realista bien informado[11], he resuelto hacer una síntesis de los textos que ahora publico y despojarles de los giros y vocablos que puedan resultar hoy menos inteligibles, por arcaicos. Dicho lo cual, paso a ofrecerles la primicia, acompañada -como es mi costumbre- de un aparato de notas, que permitan contrastar el relato con la así llamada verdad histórica, tal cual hemos llegado hoy a reconocerla[12].

Interior del Palacio de Medina Sidonia (Sanlúcar)

 

 

2.      Del autor, de su entorno y de sus antojos de censor

 

     Tengo para mí que nada de lo que voy a contar lo habría vivido, de no coincidir dos hechos que bien pueden tenerse por casualidades: mi conocimiento de la lengua portuguesa y la relación de mi padre con el linaje de Lerma[13]. Pero, antes de nada, quiero hacer mi presentación: MI nombre es Rodrigo Cardenal y Menezes, y vine a nacer en Valladolid en el año del Señor de 1603. De quiénes fueron mis padres y sobre cómo llegaron a conocerse habré de explicar pormenor algunos hechos, por resultar necesario su conocimiento para el esclarecimiento de buena parte de lo que aquí dejaré escrito.

     Era mi padre, Antonio Díaz Cardenal, maestro de obras del famoso arquitecto Francisco de Mora[14], vecino de Madrid, quien tantas y tan buenas fábricas dejó durante su no larga vida, así religiosas como civiles. Y es el hecho que el muy famoso y poderoso señor, Don Gaspar de Sandoval, Duque de Lerma[15], queriendo tener en su villa ducal una casa acomodada a su rango y riqueza, encargó al maestro Mora las trazas y erección de un palacio en la villa lermeña, allá por los primeros años de su privanza[16]. Como mi padre era entonces soltero, el arquitecto a quien servía lo escogió a él para que se desplazara hasta tierras burgalesas, a encargarse de los primeros trabajos de la nueva y suntuosa mansión del duque. Pero hete aquí que, apenas se había instalado en Lerma, recibió la orden de trasladarse a Valladolid -que acababa de recibir el honor de la capitalidad de España[17]-, con el objeto de dirigir las labores de transformación del palacio vallisoletano del duque de Lerma en el nuevo palacio real. Como es de razón, el encargo, a más de muy comprometido, presentaba la mayor urgencia. Quizá fuese esta la razón primordial por la que el duque y Mora le impusieron el mandato de llevar a cabo los trabajos de hermoseamiento de la forma más rápida y sencilla posible. Mi padre resumía la conversación entre los tres de esta manera:

-          No conozco otra forma más fácil y económica -afirmó mi padre- que la de alicatar los muros con azulejos de mayólica. Es un trabajo muy bello, en el que últimamente se están especializando en Portugal[18] y que es muy superior artísticamente a lo que hasta ahora viene haciéndose a la cuerda seca en Toledo, Valencia o Sevilla.

    Mora, en principio, rechazó la sugerencia, por lo que supondría de tiempo y gasto el traer azulejeros, y hasta improvisar hornos y talleres para la cocción y pintado de la loza, pero el Duque de Lerma aprobó de inmediato la iniciativa, añadiendo, a las ventajas de la originalidad y belleza del empeño, otra de tipo político, con la que los simples alarifes no habían contado:

-          El rey está muy interesado en complacer a sus súbditos portugueses y a la gran cantidad de magnates lusitanos que forman parte de su corte… No se hable más y pongámonos en marcha. ¿Dónde se encuentran los mejores artesanos?

-          En Lisboa, sin duda -contestó mi padre-.

-          Pues traigámoslos al punto y, si me place la obra del palacio real, veré de contratar otra tal para mi futura casa de Lerma.

     Claro está que, para llegar a esa fase de la obra, aún faltaban muchos años[19], pero muy pronto tendrían los artesanos portugueses nuevos trabajos en el Palacio de la Ribera, que para solaz y cacerías del rey se erigiría acto seguido en la otra orilla del Pisuerga[20], por no hablar de los contratos que fueron surgiendo para casas de la nobleza e iglesias de Valladolid, por imitación de los edificios reales. Con todo, el trabajo de loza artística a la portuguesa no acabó de cuajar en Castilla, tal vez por la mayor tradición de la cerámica talaverana y la mudéjar, o por un temperamento menos propenso a la decoración; de modo que los obreros venidos desde Lisboa y otros lugares lusitanos fueron regresando a su reino, no mucho después de que Valladolid perdiera la capitalidad y las construcciones al servicio del rey su áulica dedicación.

     Entre los alicatadores venidos de Lisboa -o, más precisamente, de Setúbal-, se instaló por unos años en Valladolid un capataz que, fiado de las buenas perspectivas de colocación en la nueva capital, trajo consigo a su esposa y a una hija joven y soltera, a la que conoció mi padre, prendándose de ella. Sus relaciones llegaron a buen fin, casándose en la iglesia de San Llorente[21] en el otoño del año 1602. De esa unión nací yo, al verano siguiente, en la propia villa vallisoletana, y de ahí me viene el apellido Menezes y mi perfecto conocimiento de la lengua de Gil Vicente[22] y de Camoens, que de tanto habría de servirme para aquellos acontecimientos en que estuve presente y que en estas memorias recogeré.

***

     Por aquellos días, más o menos, contrajeron matrimonio, Juana de Sandoval -hija mayor del duque de Lerma- con el heredero de la casa de Medina Sidonia[23], que pasaba por ser la más opulenta de los reinos de España y, desde luego, de toda Andalucía. Tardó aún dicho heredero, Don Manuel de Guzmán, casi veinte años en suceder a su padre en el ducado, mas, cuando lo hizo, decidió destacarse y aplicar buena parte de su riqueza a hacer de la ciudad de Huelva una pequeña corte, abandonando temporalmente la sede anterior del ducado, establecida en Sanlúcar de Barrameda. Además, reformó o construyó de nuevas fortificaciones, palacios y conventos, constituyéndose en mecenas de notables artistas y escritores de su época. Por supuesto, dio a sus tres hijos una esmerada educación y supo mantener en todo momento su posición preeminente en el reino, favorecido en ello porque, poco después de perder el duque de Lerma su privanza, la adquirió, con el nuevo rey, Don Felipe IV, el conde de Olivares[24], andaluz y Guzmán, como Don Manuel -el VIII duque asidonense[25]-, aunque de una rama de la familia de menor alcurnia hasta entonces.

     Terminadas las obras en Lerma y por recomendación del duque en desgracia, mi padre pasó a servir a Don Manuel, su yerno, como maestro de las obras del convento e iglesia de La Merced Descalza[26] y, por extensión y creciente confianza, de otras de las muchas que el duque emprendió, tanto en Huelva, como en otras localidades de su señorío.

     Quiere decirse, pues, que, a partir de los quince años, pasé a residir con mis padres y hermanos menores en la ciudad de Huelva y, por proximidad y obtención de una beca, cursé estudios de leyes en la universidad de Osuna[27], donde me licencié a los veintitrés años, con el propósito de seguir alguna carrera jurídica. Me sonrió la fortuna, en forma de munificencia del duque pues, habiendo quedado vacante una escribanía del número en la localidad de Niebla[28], Su Excelencia tuvo a bien adelantar los cinco mil ducados en que se remató, con cargo a los servicios que le venía prestando mi padre y a la obligación que yo contraería de restituirle lo prestado en un plazo de diez años; pasado el cual sin haber cumplido con mi compromiso, habría de enajenar la escribanía para saldar la deuda, si bien mi benefactor se obligaba a darme trabajo en su casa, en calidad de contable, de administrador o cualquiera otra que tuviera que ver con mi anterior oficio. Adelantándome a los hechos, confesaré que, gracias a mi trabajo y vida austera -ayudado en ello por mi vinculación a la Tercera Orden de San Francisco- pude liquidar enteramente mi deuda en cinco años, cuando todavía felizmente vivían mi padre y Su Excelencia, Don Manuel, que bien mereció el nombre de Bueno, por sus merecimientos propios, además de por los de su muy ilustre antecesor[29].

     Entre tanto, la única hija mujer del señor duque, a la que yo llevaba diez años, casi día por día, llegó a la edad de contraer matrimonio, que -según se dice[30]- fue preparado con mayor egoísmo que acierto político por su todopoderoso pariente, el conde-duque de Olivares, interesado en emparentar a la mayor familia noble de Portugal con una de Castilla próxima a él y, además, a la frontera entre ambos reinos. Don Manuel convino con el deseo del de Olivares; se acordaron capitulaciones con la casa de Braganza, de la que el novio era a la sazón heredero, y, el 12 de enero de 1633, se celebró el fastuoso enlace en la villa portuguesa de Elvas, no lejos de las sedes de las familias de ambos contrayentes, quienes, como es lógico, pasarían a residir en tierras lusas, en la localidad de Villaviciosa[31], distante de Badajoz no más de diez leguas.

     Para mi sorpresa, como dos meses después de contraído el susodicho matrimonio, Don Manuel me hizo venir desde Niebla, para hacerme la siguiente petición:

-          Rodrigo, conozco a tu familia y a ti mismo desde hace muchos años y tengo de vosotros la mejor opinión. En particular, te tengo por persona religiosa, honrada y experimentada en las cosas de la economía y, a mayores, eres hijo de portuguesa y hablas su idioma como los nacidos en dicha tierra. Por todo ello, considero que eres el más indicado para pedirte un favor muy importante, como padre y como amigo, sin necesidad de recordar pasadas atenciones que tuve cuando me necesitaste.

     Sin dudar, le contesté que contara conmigo para lo que se le ofreciera, que yo no tenía otro deber, ni otro placer, que el de servirlo. Lo que me pidió me dejó anonadado:

-          Mi hija Luisa, aunque todavía moza, es mujer culta y decidida. A veces pienso que no es casualidad que la sangre de su bisabuela corra por sus venas[32]. Pero me escribe que, en aquel grandioso palacio[33], ya que no damas y doncellas -que la acompañaron unas cuantas de las de aquí-, echa en falta a un hombre de plena confianza, en cuyas manos poner la administración de sus cosas y bienes personales y al que confiar la correspondencia y los mensajes íntimos que quiera cursar a sus padres y hermanos, o a otras personas de su amistad. ¿Querrías servir a mi casa asumiendo esas tareas, trasladándote a Portugal para cumplirlas? Yo me encargaría de que se te reservara la plaza de escribano, poniendo un sustituto en tu ausencia, y te pagaría el doble de lo que vengas percibiendo como honorarios de tu oficio.

     Después de lo que le había prometido inmediatamente antes, no me hallé con fuerzas para negarme, ni para disculparme siquiera. Acepté el encargo, con el compromiso de no demorarme más allá de lo preciso para que el duque advirtiera cortésmente a su consuegro de mi llegada. Se me entregaron mil ducados para viático y primeros gastos; me despedí de mi familia y emprendí el viaje a una tierra que yo no sentía extraña, ni personal, ni políticamente. Pronto comprobaría que, al menos, en este segundo aspecto, me había equivocado de medio a medio.

Patio del Palacio Real (Valladolid)

***

     A continuación, Rodrigo Cardenal se explayaba acerca de sus primeros tiempos en el palacio de Villaviciosa, al servicio de Doña Luisa de Guzmán, detallando circunstancias y avatares que no tienen que ver directamente con lo que me ha movido a publicar sus Memorias, a saber, el interés que puedan tener como testimonio de hechos y tiempos relacionados con la así llamada independencia de Portugal. Dejo, pues, pasar inéditos algunos pasajes de su relato, el cual retomo en el momento en que Rodrigo halló en la extensa biblioteca de la residencia bragancina una importante obra histórica que, aunque publicada un par de años antes, no había sabido hasta entonces de ella, ni de su sorprendente alusión a unas supuestas Cortes medievales, celebradas en la ciudad de Lamego… Pero dejemos que sea él quien nos cuente lo sucedido.

     Era el señor duque[34] muy aficionado a coleccionar libros -aunque ignoro hasta qué punto procuraba leerlos-, los que acogía en una espléndida biblioteca, de la que cuidaba con esmero por medio de varios servidores, a quienes gobernaba un viejo licenciado por Coimbra, que no simpatizaba en nada con que tocaran “sus libros” personas ajenas a la familia de su señor. En lo que a mí respecta, tras alguna discusión por pretender el acceso a la librería para consultar algunos volúmenes, había recibido de la señora duquesa el permiso para hacerlo, incluso tomándolos en préstamo, bajo recibo y con los compromisos de no sacarlos de palacio y restituirlos, a más tardar, al cabo de una semana. Mis lecturas predilectas eran las relativas a asuntos portugueses, pues quería conocer al máximo lo referente al país en que me encontraba, teniendo así, cuando menos, la oportunidad de mantener con sus naturales una conversación bien informada. Esta predilección me llevó hasta tomar prestado un voluminoso tomo, publicado en Lisboa un par de años atrás, intitulado Monarchia Lusitana, Tercera Parte[35], del que era autor un fraile bernardo, abad del convento de Nuestra Señora del Destierro de Lisboa y cronista mayor del reino. No me iba a ser fácil leerlo por completo en siete días, habida cuenta de que contaba con más de trescientos folios, pero no tuve mucha dificultad en llegar hasta los numerados del 142 al 145, en los cuales se aludía a la celebración de unas Cortes en Lamego, en tiempos del primer rey portugués, Don Alfonso Enriquez[36].

     El monje autor de dicha Historia recogía, primero, en latín, para luego traducir al portugués, el presunto contenido de las actas aprobadas por dichas Cortes. ¡Cuál no sería mi sorpresa al hallar en las mismas unas reglas generales y perpetuas para regular la sucesión en la corona de Portugal, de las que nunca había oído ni leído antes, las cuales hacían ilegal la transmisión del trono a Don Felipe II y a sus sucesores de la Casa de Austria, al ser descendientes de los reyes portugueses por línea de mujer[37], casada con persona no portuguesa[38]! Leyendo entre líneas, y dicho llanamente, el trono portugués correspondía legítimamente al actual duque de Braganza, pues tendría que haber heredado a su abuela, la infanta Catalina de Portugal, ya que ella sí que estaba casada con un natural del reino portugués, a saber, con Juan de Braganza, VI duque de dicha casa. Y, por consecuencia, nuestro Felipe IV, tercero de su nombre en Portugal, era un rey usurpador, como lo habían sido su abuelo y su padre. Con todo, el atrevido fraile sabía, como casi todos los consagrados a Dios, cubrirse las espaldas ya que, al transcribir las actas de aquellas supuestas Cortes, reconocía que él no las había visto personalmente, sino en un traslado de las mismas, que había encontrado en un cuaderno del archivo conventual de Alcobasa. Añadía que habían sido otros quienes le dijeron que lo hallado en su monasterio se correspondía con escrituras auténticas, conservadas en otros monasterios y catedrales del reino, y hasta en el mismo archivo de la Torre do Tombo, en Lisboa[39]. El fraile no se privaba de agregar que, en lo atinente a su propia consideración, juzgaba el contenido de tales actas de Cortes como probable y verosímil, a tenor de los demás hechos históricos.

     La sorprendente revelación del monje cronista, como el resto del contenido de su libro, había obtenido las pertinentes licencias, tanto de los rectores de su Orden, como del Ordinario y de la Santa Inquisición. Tampoco faltaba la autorización para publicar de la autoridad del Palacio, ni, para mayor desfachatez, una laudatoria dedicación de la obra “al Rey, nuestro señor”, a quien -como he dicho- en el pasaje citado se le venía a juzgar ilegal detentador de la corona portuguesa. Me preguntaba con qué escasa atención, o sobrada malicia, los censores daban de paso obras impresas tan relevantes como esta y que tanto daño podían hacer a la real majestad. Con todo, aunque no fuera historiador, no podía menos de comprender que la verdad no debe ocultarse por el hecho de que a algunos pueda perjudicar su divulgación; tanto más, tratándose de personas consagradas a Nuestro Señor, suprema Verdad. De buena gana, me habría dejado caer en el monasterio de Alcobasa y tratado de comprobar la existencia y antigüedad del documento en que fray Antonio decía haberse basado para plasmar la invención de las Cortes de Lamego[40]. Mas, para lograr con éxito dicho propósito, no habría necesitado menos que una carta de recomendación de Su Excelencia, el Duque; cosa muy inapropiada de pedir, habida cuenta de que el recomendante podía ser el menos interesado en que se escarbara y armase bulla sobre algo que ahora a él tanto comprometía, pero que en el futuro mucho podría beneficiarlo. Con todo, me resistía a dejar pasar aquella muy probable patraña, a la que el duque de Braganza pudiera ser ajeno, pero que, en cualquier caso, tanto dañaba los legítimos derechos y la firme posición del rey de España en tierras de Portugal. ¿Qué hacer?

     En aquellos momentos, mi padre seguía siendo persona diestra en su arte, muy solicitado por los arquitectos más afamados. La dedicación a su oficio había vuelto a llevarlo a Madrid, donde trabajaba a las órdenes del famoso, Francisco de Praves[41]. Le escribí, pues, una carta, a la que adjuntaba copia de cuanto fray Antonio Brandao decía acerca de la legítima sucesión a la corona portuguesa, y le rogaba que, a la mayor brevedad, lo hiciera llegar al rey, por el conducto seguro que tuviese por conveniente. Así lo hizo mi padre, confirmándome que la misiva llegó a manos de un secretario del Conde-Duque, sin que recibiera acuse de recibo o contestación ninguna, como era de esperar.

     Si mi llamada de atención tuvo algún efecto, es cosa que me permito dudar, a juzgar por lo que me ha sido dado conocer en todos estos años. Bien es cierto que el fraile que, con toda probabilidad, inventó las Cortes de Lamego murió pronto[42], como lo es que el duque tuvo varias llamadas para presentarse en la Corte de Madrid -todas las cuales desatendió, con uno u otro pretexto-. En cualquier caso, tranquilicé mi conciencia y, sin abandonar la prudencia, al menos conseguí que ello no me trajera ninguna secuela desfavorable.

 

 

3.       En que Rodrigo Cardenal ejerce de indagador

 

     En los años siguientes, Rodrigo Cardenal parece volcado en la atención de su señora, Luisa de Guzmán quien, año tras año, va trayendo al mundo a sus hijos, si bien dos de los cinco que tuvo entre 1634 y 1640 fallecieron nada más nacer[43]. Por otra parte, el fallecimiento del duque de Medina Sidonia, que le había conferido el encargo de cuidar y administrar los intereses de su hija, sucedido por el IX duque, Don Gaspar[44], alejará a Rodrigo de los asuntos asidonenses, máxime reputando al nuevo magnate como una persona mucho más débil y menos preparada que su ilustre progenitor. Puede decirse que, a partir de estos momentos, Rodrigo será menos Cardenal que Menezes, tomando una curiosidad creciente por los asuntos de Portugal, gracias a lo cual se convertirá en un relator impagable de los hechos y problemas de aquel conflictivo periodo. Cierto es que, hombre sedentario y cumplidor, apenas saldrá de Vila Viçosa y sus contornos, pero no perderá ocasión de informarse de cuanto suceda en el reino, favorecido para ello por su carácter abierto y afable, su proximidad al duque de Braganza y su probada religiosidad y pertenencia a la Venerable Orden Tercera de San Francisco.

Doña Luisa de Guzmán, duquesa de Braganza y reina de Portugal

 

     Veamos, pues, lo que tenga Don Rodrigo que contarnos acerca de los muchos y varios acaecimientos sucedidos entre 1634 y 1637, últimos años de verdadera paz en aquel reino portugués que, sin que nadie pareciera percatarse, caminaba resuelto y presuroso hacia su completa independencia.

     … Cuando yo llegué a Villaviciosa, acababa de partir para la guerra Don Eduardo de Braganza, segundo hermano del duque[45], de quien todos se hacían lenguas de su valor y otras prendas personales. La mayor parte de quienes la comentaban explicaban su decisión como la propia de un segundón de noble familia, que quería ganar gloria y fama por uno de los pocos medios que se le ofrecían en aquel tiempo. Mas otros paraban mientes en el hecho de que don Eduardo se hubiese enrolado en el ejército del Emperador[46], no en el de su señor natural, el rey de España, que era aliado de aquel y luchaba contra los mismos enemigos; más aún, habida cuenta de que la puesta de su espada al servicio de un monarca extranjero no había contado con el beneplácito del español, quien, al parecer, ni siquiera había sido informado. Decíase también que en aquellos días Don Felipe IV andaba ya en sospechas acerca de la fidelidad a su persona de la casa de Braganza, por lo que mucho le habría agradado la muestra de lealtad que hubiese supuesto que uno de sus miembros más distinguidos sirviera bajo las banderas españolas. En cualquier caso, cuando don Eduardo se tomó una licencia años después, regresando directamente a Portugal, las sospechas de doblez se recrudecieron, por más que él no diera motivo para ello; y bien que lo acabaría pagando con su libertad y, quizá, con su vida, contra todas las leyes del honor y la caballerosidad, que los reyes, antes y más que nadie, deberían observar[47] 

     … No resultaba fácil para alguien como yo, considerado español, aunque mi madre fuera portuguesa, y directamente vinculado con el servicio de la duquesa de Braganza, el ser abiertamente recibido por las buenas gentes del pueblo, y que me hablasen con plena libertad. La devoción que doña Luisa tenía por Nuestra Señora de la Concepción de Villaviciosa[48], a cuya iglesia acudía con frecuencia, hizo que se me ocurriera una forma ingeniosa para confraternizar con los lugareños de toda condición; y fue la de solicitar, con intercesión de la duquesa, que se me recibiera como hermano de la cofradía de la Señora de la Concepción[49], con todos los derechos y obligaciones inherentes. Mi buena disposición para las devociones cristianas y la saneada situación económica de la que disfrutaba para poder hacer obras de caridad, ayudaron a que se me recibiera por los cofrades muy afablemente, de modo que pronto hice amistad con bastantes de ellos y participé de sus alegrías y vicisitudes.

     … A juzgar por cuanto viví y escuché entre la gente del pueblo de aquellos lugares, tenían la firme convicción de haber sido conquistados por los españoles, que habían impuesto sus intereses y los habían privado de una independencia conseguida con las armas en la mano frente a moros y castellanos durante la Edad Media[50]. Los esfuerzos impositivos y militares que se les reclamaban desde Madrid, de modo cada vez más acuciante, eran tomados como muestra de que los españoles pretendían poner sus personas y sus bienes al servicio de sus propios designios e intereses, como lo probaba el hecho de que su imperio -conseguido con tanto arrojo y sacrificio- se estaba desmoronando, a manos de holandeses e ingleses, a causa de formar parte Portugal de la corona de España. Aquella gente rústica, de menestrales y labriegos, no entraba en honduras acerca de la política del conde-duque de Olivares, ni conocía los detalles de cómo, piedra a piedra, se iba desmoronando el muro de defensa de las libertades y derechos exclusivos concedidos por Don Felipe II en las Patentes de Tomar[51]. En suma, aquellas gentes llanas entendían que no se podía ser, a un tiempo, portugués y español -ellos decían castellano-, pues lo uno era incompatible con lo otro; por supuesto, ellos eran y se sentían exclusivamente portugueses[52]. Si eso había sido siempre así, o si lo había provocado la política igualitaria e intervencionista de Olivares[53], es algo que yo no podía elucidar, puesto que no me había sido dado el conocer otro gobierno y época que la de mi señor, Don Felipe IV, siempre con la privanza del Conde-Duque y bajo las exigencias de una o más guerras muy comprometidas[54]. Y tengo que confesar que mi señora, doña Luisa, participaba de mis impresiones, pues una de sus damas andaluzas, con la que yo mantenía una buena relación, me transmitió el siguiente juicio de la duquesa:

-          Créeme, Isabel, nada tenemos en común los portugueses y nosotras, como no sea el rey.

     Nada más agregó la duquesa, pero su dama y yo imaginamos que podría no estar lejos de nosotros quien pudiera disputar a Don Felipe la corona de Portugal.

Iglesia de la Virgen Patrona de Portugal (Vila-Viçosa)

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     Rodrigo Cardenal tuvo la oportunidad de tratar con personas representativas de aquellos estamentos que tradicionalmente se han considerado entre los más contrarios a la permanencia de Portugal en la monarquía hispánica, al menos, en los términos en que se estaba produciendo en el reinado de Felipe IV. Como ejemplo o modelo de otros varios de su misma clase social, recojo lo que en las memorias de Cardenal se refleja acerca de los puntos de vista de dos hidalgos[55] y de un jesuita, cuya existencia histórica está plenamente acreditada. 

     … En cumplimiento de mis gestiones para con el patrimonio de la Señora Duquesa, eran frecuentes mis visitas a la ciudad de Évora, a realizar operaciones de tráfico o de pago de impuestos, cuestión en que doña Luisa mantenía unos escrúpulos poco habituales en personas de tanta influencia y tan elevada condición. Estas tareas me dieron ocasión de conocer y tratar a numerosas personas que desempeñaban diversas funciones y oficios públicos; entre ellas, ninguna más importante que el corregidor de la ciudad, Don Andrés de Moraes Sarmento, quien, habiendo sabido que yo era español y servidor de condición ilustre de la duquesa de Braganza, me llamó a su despacho y mantuvo conmigo una larga plática, en la que no ocultó las preocupaciones que le daba su cargo, ni dejó de responder a mis preguntas, en lo tocante a los motivos por los que era evidente que los nobles y personas de rango en Portugal se apartaban cada vez más del servicio y la conformidad con la monarquía, así como de los remedios que deberían ponerse para volver a los tiempos mejores de los reyes anteriores.

     Pero Don Andrés tenía entonces[56] su mayor inquietud en cómo distribuir en su corregimiento el elevado impuesto que la Corte había ordenado repartir entre los contribuyentes de Portugal, para sufragar los gastos crecientes de la guerra[57], tanto en Europa, como para la defensa del Imperio lusitano. La turbación del corregidor tenía varias razones, siendo la primera de ellas lo crecido de la cantidad a recaudar, en unos momentos en que las cosechas no eran buenas, ni los rendimientos mercantiles lograban salvar los obstáculos derivados de la guerra y de la invasión del Brasil, de Angola y de las plazas de Oriente. Pero Don Andrés tenía motivos añadidos para mostrarse desolado, que me expresaba así:

-          Como hombre de leyes, comprenderá vuestra merced que no hay nada más difícil de vencer que la resistencia de los hidalgos y de los clérigos a perder aquellas exenciones y privilegios, por virtud de los cuales no tenían que pechar con tributos o contribuciones. Y, a mayores, ahora se les imponen nuevas y pesadas cargas sin que se haya reunido Cortes que lo hayan aprobado, contra lo que venía siendo la ley de este reino. Créame, señor escribano, mi situación es angustiosa. Y por si fuera poco todo ello, hay quienes desde los púlpitos enardecen a los díscolos, así como gentes de orden y de alcurnia que amagan en los conciliábulos, y reparten hojas y fijan pasquines sobresaltando al pueblo y llamando a la desobediencia.

-          Por su cargo, señor corregidor -repliqué-, no dudo de su información ni de su juicio, pero, si todo se limita a unas alteraciones debidas al pago de contribuciones que se consideran excesivas, no creo que haya como para alarmarse en exceso. Hasta es posible -aventuré- que Su Majestad y el Conde- Duque revisen sus cuentas y rebajen las cargas, si así se solicita…

-          No cuente con tamaña benevolencia -refutó Don Andrés-. La guerra con Francia no permitirá un alivio semejante. Por el contrario, mucho me temo que, a la exigencia de mayores impuestos, se añadan levas para ir a combatir por Europa, algo que los portugueses difícilmente aceptarán sin severa coerción… Pero ya veo que, al no pesar sobre vuestra merced la obligación, juzga liviana la carga que ella comporta. Tal vez si otras personas de crédito apoyasen mi opinión, acabarían por convencerle, aunque el escarmiento sea en cabeza ajena.

     No era mala la sugerencia que me hacía el corregidor, hombre sincero y de buena fe, pero, en mi opinión, apocado y falto de iniciativa. Mas no era necesario que me sirviera de su gentileza para comunicar con tales personas. ¿Qué mejor lugar para lograrlo que el palacio de los duques? Me bastaría con el apoyo de Doña Luisa, en caso de que los elegidos por mí se mostrasen reacios a sincerarse con un desconocido de mediana calidad.

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     En efecto, Rodrigo Cardenal tenía toda la razón al afirmar que el palacio ducal de Vila Viçosa era un espléndido lugar para cambiar impresiones con gentes importantes… siempre que estuvieran dispuestas a charlar, además de a conspirar. En aquellos años de 1635 y sucesivos, el duque de Braganza era el centro de los anhelos y las ambiciones sobre Portugal, desde los de los aspirantes a su separación de España, hasta los sentidos por los más celosos defensores de la unión de ambos reinos. Aquellos comprendían que era casi imposible en la época restaurar un Estado, como el portugués, sin poner a su cabeza a un rey de una gran estirpe, asentada en la tradición lusa. Estos, preocupados por las disidencias de la monarquía en época de guerra, trataban de ganarse por todos los medios a los hidalgos lusitanos de mayor alcurnia, procurando que trasladasen su residencia a la Corte de Madrid o, mejor aún, que asumieran algún cargo o empleo de los ejércitos o la administración españoles. Y una y otra de esas ambiciones contradictorias convergían en don Juan de Braganza, el más poderoso de los nobles portugueses[58] y el único que, por su parentesco con la anterior dinastía de Avís, podría ser proclamado rey con una sólida base por su sangre.

     Pues bien, entre los numerosos personajes recibidos en audiencia por el duque braganzano, Cardenal logró que uno de ellos le explicase, con aparente sinceridad, su punto de vista acerca de la situación reinante en Portugal y, en particular, los motivos de enfado y desagrado que los nobles como él sentían con aquella. Y no se trataba de un interlocutor cualquiera: el conde de Vimioso[59] sería uno de los más conspicuos actores en el famoso motín de Évora y, producido el alzamiento lisboeta del 1º de diciembre de 1640, apoyaría civil y militarmente la causa independentista.

     … Egoístamente -inició el conde sus confesiones-, los hidalgos portugueses poco habíamos de perder, y mucho que esperar, del rey de España como monarca nuestro. Vuestra merced, que conoce bien la casa de Medina Sidonia, sabrá que los privilegios y exenciones de que disfrutan los nobles castellanos eran superiores a los que teníamos los lusitanos con los reyes de la casa de Avís. Por otra parte, don Felipe I[60], para congraciarse con su nuevo reino y obtener la proclamación en las Cortes de Tomar, evitó cualquier intromisión de los españoles en este reino y distinguió a los hidalgos lusos con numerosos títulos y mercedes harto generosos.

-          Pero los tiempos cambian, Excelencia -observé-, y ahora, por necesidades de la guerra, nuestro rey y su valido, el Conde-Duque, están conculcando las leyes de hace sesenta años y, sin mucho escrúpulo, os cargan con nuevos impuestos y pretenden que contribuyáis, con vuestros bienes y personas, a eso que Olivares llama la Unión de Armas[61].

     El de Vimioso pareció sorprendido y halagado por mi sinceridad, hasta el punto de que se mostró menos severo que yo a la hora de valorar los incumplimientos legales de la monarquía, inclinándose por resaltar la responsabilidad que incumbía a los propios portugueses:

-          No es tanta la culpa del rey, como de sus malos consejeros. Estaba previsto que el Consejo de Portugal en Madrid y el Consejo de Estado en Lisboa fueran los mentores que permitieran gobernar al rey y a su virrey con conocimiento y acierto; pero hace años que se han enseñoreado de ambos Consejos dos endiablados cuñados, Diego Soares y Miguel de Vasconcelos[62], que tan solo viven para atesorar riquezas y premiar a sus protegidos. Bien podría decirse que ellos son los validos portugueses de Olivares, hasta el punto de que, aunque solo sean secretarios de entrambos Consejos, lo gobiernan todo de manera omnímoda, dejando de lado a los letrados e hidalgos de mayor valía de nuestra nación.

-          En cualquier caso -repliqué-, de quienquiera que sea la culpa, parece cierto que la nobleza lusa -de la que Su Excelencia es un digno representante- está muy insatisfecha últimamente de las decisiones que a su respecto se toman desde la Corte. Me refiero a cuestiones como que les alcance la nueva tributación, o que se les convoque a Madrid para apartarlos de sus tierras, y quién sabe si a formar parte de los ejércitos que combaten contra Francia.

     El conde pareció titubear, a la hora de exponerme su franco parecer. Finalmente, evadió en parte una respuesta comprometida:

-          Las grandes casas -como esta de Braganza, a la que servís- soportan las cargas sin descomponerse, y hasta eluden los mayores compromisos, con inteligencia y buenas componendas. Las dificultades son mucho mayores para los nobles de más bajo rango, que gimen agobiados bajo las cargas y el empobrecimiento que traen las continuas guerras. Me viene a la cabeza el símil popular sobre el riesgo de ahogarse y la estatura que tenga la persona en peligro. A muchos, el agua ya les llega al cuello y quizá no esté lejos el día en que, uniéndose al pueblo, se echen a la calle y provoquen y dirijan los disturbios.

     Por un momento, quise echar en cara a los hidalgos su parte de responsabilidad en los quebrantos populares. Le dije:

-          Es mi parecer, señor, que una de las razones de mayor cambio y complicación en el Portugal sin rey propio es algo que parece tan nimio, como que haya desaparecido la Corte lusa. Los hidalgos, sin nada que hacer, ni que esperar de Lisboa, han vuelto a sus solares y, desde ahí, no tienen otro remedio que vivir solo del producto de sus tierras, lo que es tanto como hacerlo del sudor de los labradores que las trabajan. Claro que el cultivo del maíz ha mejorado bastante el rendimiento del campo en Portugal[63]

     El conde de Vimioso sonrió con cierta ironía y concluyó:

-          Bien se ve que vuestra merced es bastante más que un escribano, de los de pliego y péñola, aunque, en el fondo, siga creyendo, como otros menos ilustrados, que los nobles no tenemos otro placer, ni otra labor en la vida, que la de sangrar a nuestros vasallos y renteros… Si algún día tenéis la fortuna de alcanzar algún título o, cuando menos, el hábito de alguna orden militar, ya veréis cómo la nobleza trae más cargas y deberes, que no honores y prebendas.

     Comprendí que había llegado demasiado lejos en mi llaneza para con el conde y opté por disculparme y darle las gracias por su afabilidad. Con ello perdí la oportunidad de consultarle cómo veía él la situación en la ciudad de Évora, donde moraba, y desde la que habían llegado a Villaviciosa rumores de revuelta. Pronto tendría confirmación de ello, sin necesidad de que nadie me transmitiese sus conjeturas.

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     Pocos se recataban a la hora de reconocer que muchos frailes y sacerdotes llegaban hasta usar de los púlpitos para excitar los ánimos de los fieles contra la política que llevaba a cabo el Conde-Duque en Portugal, tanto por lo que suponía de incumplimiento de las leyes del reino, como de daño y empobrecimiento de sus súbditos. Era de suponer que, si tan osados se mostraban en sus predicaciones, más activos aún estarían a la hora de conspirar en sus reuniones y conciliábulos. Era también vox pópuli que la palma en esta labor, así pública como oculta, la llevaban los padres jesuitas, tan influyentes en Portugal, como en España, o tal vez más, por el apoyo que habían recibido de los reyes para que ejerciesen labor de misión entre los indígenas del imperio. Y, aunque mi señora, Doña Luisa, tenía por confesor a uno de ellos[64], no me pareció prudente hablar con él de temas profanos. Decidí hacerlo con alguno de sus compañeros de Orden en Évora, lo que había de resultarme sencillo, habida cuenta de que los jesuitas, no solo tenían convento en la ciudad, sino que regentaban el Colegio del Espíritu Santo, que se consideraba por ellos y por muchos como una verdadera universidad[65]. En consecuencia, era grande su influencia en la urbe y numerosos los padres con los que podría conversar.

Universidad de Évora

     Me acogió amistosamente el padre Gaspar Correa, al saber que era yo un servidor de cierta categoría de la duquesa de Braganza, si bien mostró alguna reticencia, sugiriéndome que procurara visitar al padre Sebastián del Canto, superior del convento y del colegio en Évora[66]. Al replicarle que mi curiosidad no merecía tanta distinción, sonrió y, mientras paseábamos por el hermoso claustro del colegio, me explicó:

-          Como sabe vuestra merced, los jesuitas somos una Orden joven[67]y que, en lo atinente a Portugal, ejercemos nuestra labor casi siempre en ciudades de alguna importancia. Carecemos, por tanto, de los vínculos e intereses de nuestros hermanos, los sacerdotes seculares, así como de los de los frailes que moran en los campos, o llevan una vida de trabajo físico y clausura. Por esas y otras razones, sólo puedo hablarle de oídas acerca de algunas de las mayores inquietudes y razones de disgusto de otros sacerdotes y monjes, como podría ser la venta de los bienes de las capellanías, o la supresión de las exenciones fiscales para los titulares de las parroquias. En cambio, nosotros, los jesuitas, estamos más preocupados por el aumento de los privilegios y facultades para la Inquisición portuguesa, a imagen de la española, y por los rumores de que, ante la imposibilidad de recaudar por cabezas todo lo necesario, se va a llamar a la puerta de los judíos encubiertos de Lisboa y de Oporto, para que aporten un millón de cruzados, a cambio de darles las llaves del comercio con Brasil y con Oriente.

-          Pero los jesuitas de España -objeté- están en buenas relaciones con el Conde-Duque, como también lo está el Santo Padre[68]. ¿No será que su Orden pretende romper la unión de Portugal con España, sintiéndose heridos por ciertas leyes y medidas de la Corte, que parecen menoscabar las potestades lusitanas?

-          Ya le decía yo -se lamentó el padre Correa- que debía hablar con el padre superior, quien tiene mucho mejor criterio y ciencia que yo, un humilde hijo de San Ignacio. Todo lo más que puedo contestarle es que el pueblo sufre: Se lo agobia a impuestos; sube como la espuma el precio del trigo y otros alimentos; so pretexto del embargo por la guerra, se dificulta la pesca de la sardina y la exportación de la sal… Y ahora se rumorea que se harán levas de soldados portugueses para luchar en favor de España en los campos de batalla de Europa. Comprenderá vuestra merced que los pastores de la Iglesia no podemos ser indiferentes al sufrimiento de nuestro rebaño, por más que seamos hombres de paz y de concordia.

-          Según eso, concluí, ¿puede refutar su paternidad la especie de que numerosos clérigos, incluidos los de su Orden, predican desde los púlpitos contra las leyes del rey, que dicen injustas, y que se conciertan con hidalgos y jefes del pueblo para incumplirlas, incluso mediante el motín?

-          Absolutamente, en lo que yo sé y a mis hermanos respecta. No tiene más que ver la tranquilidad que se respira en esta ciudad de Évora y en su entorno, como habrá podido constatar viniendo de Villaviciosa hasta acá.

     Le repliqué con una socarronería, que supongo no le pasaría desapercibida:

-          Me tranquiliza mucho la opinión de Su Paternidad que, por supuesto, transmitiré a mi señora, la duquesa, para que así mismo le sirva de sosiego…, aunque la supongo al corriente de todo cuanto sucede, gracias a su elevadísima posición.

 

 

4.      Se barrunta la tormenta


  

Vista parcial de la ciudad de Évora

 

     No fue el primer motín popular en Portugal en aquellos años[69], pero los sucesos de Évora, entre agosto de 1637 y marzo de 1638, al extenderse cuando menos por todo el Alentejo y los Algarves, fueron seguramente los más graves, forzando para conseguir su total dominación, una verdadera campaña militar[70]. Para las Memorias de Rodrigo Cardenal, tuvieron la importancia añadida de la proximidad de la ciudad eborense a Vila Viçosa, así como la evidente repercusión en la vida del duque de Braganza y su entorno. Por ello, no es extraño que nuestro narrador se explayara a la hora de relatarlos. Cosa distinta es que su testimonio de los sucesos sea en todo momento digno de crédito, aunque si puedo asegurar que se ajusta con notable exactitud a lo que hoy conocemos de ellos que, en lo que respecta a lo escrito en lengua española, creo que no ha avanzado mucho en los últimos cien años[71].

     Por cuanto he podido averiguar, tengo por cierto que los sucesos de Évora tuvieron por causa, a más de una mala cosecha y gran carestía de víveres aquel año, el haber pregonado y ordenado la exacción de los impuestos llamados de la sal, del real de agua y de la sisa, decididos por el gobierno del Conde-Duque sin previo acuerdo en Cortes, sino como regalía de Su Majestad. El malestar popular por su cobro resultó tan extendido en todo el reino de Portugal, que el valido de la virreina, Doña Margarita[72], optó por sustituir esos tres impuestos por una carga de medio millón de cruzados, a repartir entre todas las cámaras[73] del país, correspondiendo a los regidores[74] adoptar las prevenciones oportunas para distribuir su montante entre las gentes de su cuidad y territorio. Era regidor de Évora don Andrés Moraes, del que antes algo ya he dejado dicho[75], persona poco resuelta y de corto juicio quien, tras reunir a los próceres eborenses y constatar su disgusto por la derrama y sus advertencias de que entre los populares existía un hondo malestar, tuvo la ocurrencia de convocar e intentar convencer a los dos sujetos que le dijeron destacados en la dirección de los gremios de la ciudad. Eran estos, según me han referido, un tan Sisenando y otro, apellidado Barradas[76], que no se presentaron ante el regidor en su palacio hasta ser acompañados por una multitud del populacho, que permaneció expectante en la plaza mientras ellos dos subían a entrevistarse con don Andrés. No debió de ser muy cordial el encuentro, ni conformes los pareceres pues, al cabo de un rato, el tal Sisenando abrió el balcón y excitó a la muchedumbre con el anuncio de que querían detenerlo y maltratarlo, lo que seguramente era falso[77]. Los apostados en la plaza, de inmediato, asaltaron el palacio y saquearon sus muebles y pertenencias, librándose el regidor por muy poco de ser asesinado, gracias a que huyó y se refugió en el vecino convento de San Francisco. De allí a poco, disfrazado de villano, tomó el camino de España y de la Corte, concluyendo así su poco afortunada administración.

     Todo lo que he relatado hasta hora sucedió el día 20 de agosto del año de 1637. A partir de esa jornada y durante varios meses, la ciudad eborense quedó bajo el desgobierno de la gente del pueblo, aunque tengo para mí que hidalgos y clérigos hubo, y numerosos, que dirigieron ocultamente los acontecimientos. Y es que, al producirse en los primeros momentos del motín múltiples desmanes, tales como asalto de casas de afectos al gobierno de Su Majestad, quema de libros en archivos y registros públicos y asalto a la cárcel y liberación de los presos, las autoridades de la ciudad hubieron de comprender que tal situación no podía prolongarse. Consiguientemente, se reunieron de consuno en la iglesia de San Antón, a llamada del arzobispo, don Juan Coutiño, los condes del Basto y de Vimioso, el marqués de Ferreira, el Comendador Mayor de la Orden de Avís y algunos otros magnates. De allí salieron en procesión, con la cruz alzada, y convocaron a los jefes de los sediciosos, para proponerles una reunión conjunta en San Antón, donde los nobles les propusieron el cese de todas las violencias y abordar con calma el asunto de los impuestos. Entre tanto, los principales ejercerían su mediación y, ante todo, se procuraría evitar cualquier castigo por los hechos recientemente sucedidos. Pero los populares, desconfiando de los próceres, les obligaron a pronunciarse a favor o en contra de la sublevación y de sus causas, es decir, por ellos o contra ellos. No sabiendo los nobles cómo actuar, optaron por retirarse a sus casas, dejando en poder de los levantiscos el control y mando de la que, a partir de entonces, sería llamada la Junta de San Antón, que gobernaría los asuntos en Évora y otros lugares sublevados, hasta que las tropas españolas restaurasen el orden, a comienzos del año siguiente. Molestos por el abandono de la mayoría de los hidalgos, las turbas volvieron para asediar los palacios y apedrear las ventanas de los que consideraban más favorables a España. Con valor digno de encomio, el conde del Basto se ofreció como víctima propiciatoria, tanto él como su casa, logrando con sus valerosas palabras aplacar las iras populares.

     A partir de estos momentos, comprendiendo que al tumulto había de suceder el orden y el gobierno, por injustos que fueran, la Junta de San Antón comenzó a dictar órdenes y bandos, con el apoyo y la práctica de los jesuitas de la ciudad, entre los que se contaron los padres Del Canto, Peres Pacheco, Correa, Lopes y otros, por más que procurasen actuar de modo encubierto para eludir ulteriores castigos. Buena prueba de la intervención jesuítica fue que los frailes de las demás Órdenes de la ciudad optaron por mantenerse al margen de los acontecimientos, pese a que bastantes de ellos compartieran sus sentimientos, y todo por no secundar a quienes parecían querer controlarlo todo. Aunque no he de decir nombres, mis hermanos franciscanos[78] me han asegurado la verdad de estas apreciaciones.

     … Mientras todo esto acaecía, la duquesa Margarita de Saboya parecía tomar las noticias con una tranquilidad exasperante, aunque parece ser que carecía de fuerzas para optar por la solución militar. Todo lo que inicialmente acordó fue encargar la represión a los tribunales, como si el motín fuera cosa de unos pocos. En consecuencia, el levantamiento se extendió por todo el Alentejo y hasta los Algarves, como pronto tuvimos angustiosa constancia en Villaviciosa, lo que luego explicaré. Y fue entonces cuando empezamos a oír hablar del famoso Manuelinho de Évora[79], como el presunto cabecilla de la sublevación y como la persona que firmaba -o en cuyo nombre se extendían- cuantos bandos, decretos, órdenes de destierro, castigos personales e incautaciones de bienes ordenaba la Junta de San Antón. Personaje misterioso para quienes no fueran eborenses, llegó hasta decirse de él que era un muchacho imberbe, escogido por los amotinados para aminorar por la edad su responsabilidad. Finalmente, supimos que se trataba de un sujeto adulto y corpulento, posiblemente flaco de mente, que era famoso en la ciudad por sus dichos curiosos y sus recitaciones; lamentable espantajo usado para ocultar a quienes movían los hilos del tinglado, al que se llevaba de un lado a otro, a ocultas y por sorpresa, aparentando que poseyera el don de la ubicuidad. Y así, extendió la sombra de su poder, sin que nadie se resistiera, a no ser las ciudades de Elvas y Moura, que se mantuvieron fieles al rey. Por cierto que, cuando todo el suceso hubo acabado, Manuelinho desapareció sin dejar rastro, como un segundo rey Don Sebastián, siendo lo más probable que encontrase la muerte a manos de sus propios fautores, o en algún encuentro con las tropas castellanas venidas para acabar con la rebelión[80].

     … Entre tanto, la virreina doña Margarita prosiguió con su tolerante paciencia hacia los revoltosos, enviando a Évora como regidor a don Jerónimo Ribeiro, que ya lo había sido antes con general aplauso, así como al famoso predicador dominico, fray Manuel Macedo, pero uno y otro hubieron de regresar a Lisboa sin conseguir siquiera ser escuchados; como tampoco lo fue el hidalgo eborense, Fernando Martín Freire, quien pudo comprobar que la titulada Junta de San Antón estaba dividida en sus pareceres y sus miembros no osaban imponer su criterio a los jesuitas y los populares. Vistos estos y otros[81] fracasos, entendióse al fin en Lisboa que la solución había de venir de Madrid, seguramente por la fuerza de las armas, ya que los rebeldes no cederían por menos que la supresión de los impuestos nuevos, la fijación del donativo con mero carácter temporal y el perdón completo de todos sus desmanes; exigencias muy bien vistas en otros lugares del reino lusitano, si bien la hoguera de la sublevación no logró prender, como se pretendía, en las tierras de las riberas del Tajo, logrando sofocar su fuego en Setúbal y en Lisboa, donde había tropas suficientes para atajarlo.

     … Pasaba el tiempo y el mismo pueblo alzado empezó a sentir la necesidad de volver a sus hogares y reanudar el trabajo. Ello debió de impulsar al Conde-Duque a comportarse con algún rigor, poniendo como condiciones para aceptar un acuerdo el que se avinieran a pagar los tributos rechazados y que la pacificación fuese inmediata. Al mismo tiempo, llegó a Évora la noticia de que se aprestaban los tercios para entrar de inmediato en Portugal, lo que exacerbó los ánimos, con la ayuda de los sermones y libelos de los jesuitas. Tan tensa se volvió la situación, que el arzobispo y los nobles de la ciudad y su entorno se ofrecieron a adelantar el pago del encabezamiento. También el Conde-Duque optó por ceder, enviando como emisario al conde de Linares[82], quien era uno de los portugueses de más predicamento en la Corte. Pero, cuando el conde se presentó en Évora fue recibido con tal hostilidad, que estuvo a punto de ser ejecutado por los revoltosos. Esa fue la gota que hizo rebosar la indignación del rey y de su ministro, dando lugar a la entrada en el Alentejo de los tercios, mientras en los Algarves lo hacían las tropas aprestadas por el duque de Medina Sidonia, por orden real. Eso sucedió en las semanas finales del año de 1637, sin que los sediciosos ofrecieran mayor resistencia. A partir de la forzada sumisión, hicieron aparición en la zona tribunales especiales de justicia, cuyos magistrados eran todos naturales del reino de Portugal. Así, la corte de Évora fue presidida por don Diego Fernandes Salama, corregidor de Corte, auxiliado por los alcaldes del crimen, Jerónimo Ribeiro y Sebastián de Faria. Las diligencias comenzaron el mes de enero de 1638 y la sentencia se dictó el 16 de marzo del mismo año. Fueron condenados a la horca los susodichos, Sisenando Rodrigues y Juan Barradas, si bien lo fueron en ausencia, no llegándose a cumplir lo mandado por haberse escondido hasta que, no mucho después, se produjo la así llamada independencia de Portugal. El resto de los condenados lo fueron a penas menores, diciéndome quienes conocen Évora mucho mejor que yo que en su mayoría eran malhechores y delincuentes habituales, para quienes la cárcel era poco menos que su destino habitual. Por descontado, ningún jesuita fue objeto de juicio ni condena, aunque algunos de ellos fueran desterrados de la ciudad. Dícese que la severidad fue mayor en los Algarves, cosa que yo no he podido comprobar por mí mismo. En cualquier caso, toda dureza entonces y en los dos años siguientes habría de quedar en nada, ante la ruina del poder real que trajo consigo la mala marcha de la guerra en Europa, la sublevación de Cataluña y, por último, la de todo Portugal.

     … Terminaré mi exposición de los sucesos de Évora recordando que, una vez dominados, el rey ordenó a muchos nobles y eclesiásticos de la zona, considerados los más peligrosos para el buen gobierno de Portugal, que se trasladasen a Madrid, con la excusa de informar a Su Majestad de un asunto de importancia. No todos acudieron a la llamada, pero tengo la certeza de que los que lo hicieron, lejos de ser confinados o puestos en prisión -como en un principio pudo temerse-, regresaron más tarde a Portugal, sin recibir maltrato ni castigo ninguno.

Visión imaginaria de Manuelinho y sus camaradas

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      Los sucesos de Évora no dejaron de tener honda repercusión en Vila Viçosa y, desde luego, en la vida de la familia ducal de Braganza, obligando al duque a observar una conducta timorata o, cuando menos, circunspecta, que algunos historiadores han juzgado indigna de su posición y propia de un carácter apocado y poco apto para mandar[83]. No parece ser esa la opinión de nuestro relator, Rodrigo Cardenal, que fue testigo privilegiado de los acontecimientos y se ganó en ellos el respeto y la inclinación de don Juan de Braganza, que hasta entonces lo había considerado solo como servidor de su esposa y de la casa de Medina Sidonia. Veamos cómo expone lo sucedido Cardenal en sus memorias.

     Bien tuvimos entonces la muestra del ímpetu y la veleidad del populacho, cuando rompe todas las trabas que las autoridades le imponen… A los pocos días de iniciados los sucesos de Évora, empezó a cundir por las calles del pueblo de Villaviciosa el clamor de reconocer al duque de Braganza como rey propio de Portugal. Ignoro hasta qué punto era ese un deseo de algunas buenas gentes del pueblo, o un intento de los junteros de San Antón y de los jesuitas para dar a la revuelta la autoridad y relevancia de que hasta entonces carecía. Lo cierto es que las turbas acabaron por presentarse ante el palacio, reclamando la presencia del duque, quien, en un principio, optó por hacer caso omiso. Mas, comoquiera que el tumulto fuera creciendo y se iniciara el apedreamiento de la fachada de la casa, formóse en su interior una especie de consejo de familia y de allegados, del que tuve el honor de ser, si no un partícipe, sí testigo presencial. Por respeto a la discreción que debo a mis señores, eludiré tratar de la discusión y de los pareceres ofrecidos por cada cual, pero sí tengo que reconocer que la decisión final fue urdida por el inteligente y astuto padre Vieira, quien propuso una representación teatral en dos actos, por así decir. Ante todo, para calmar los ánimos del populacho, se asomarían a la ventana la duquesa y su hijito Teodosio[84], pretextando no poder hacerlo el duque, por hallarse guardando cama por enfermedad. Posteriormente, aplacado el tumulto, sería el momento de que Don Juan, haciendo oídos sordos a cualquier sugerencia de proclamación real, se ofrecería como mediador con la Corte de España, para hacerle llegar de buenas maneras las peticiones de los eborenses[85].

     Como es natural, no todos los servidores de la casa estaban dispuestos a arrostrar los riesgos de abrir la ventana y dirigirse a los manifestantes, para hacerles saber la supuesta enfermedad del duque y la inmediata aparición ante ellos de su esposa y de su heredero, a fin de mostrarles su dedicación y su afecto. Fue entonces cuando me ofrecí para hacerlo, revestido del hábito e insignias que, como terciario franciscano, me correspondían. Mi ofrecimiento fue aceptado y con breves palabras devotas, pedí a todos los presentes al pie del palacio la paz y la calma que merecían las dignísimas personas que ante ellos iban a comparecer. Todo salió a pedir de boca y, tras las aclamaciones a la duquesa y a su hijito, la multitud se disolvió y tornó a sus casas. El confesor de los duques, tal vez lamentando con envidia no haber sido él quien diese la cara en mi lugar, alabó no obstante mi gesto y mis palabras, recibiendo de mí una justa réplica que mucho me loó la duquesa en privado:

-          Repare su paternidad -dije al jesuita- que la sencillez franciscana suele ser más eficaz que la astucia jesuítica.

     … Que yo sepa, nada hizo el duque más allá de dirigirse a Su Majestad ofreciendo su mediación, como he dejado dicho. El palacio se mantuvo en calma y los duques optaron por no salir del mismo, más allá de cazar o cabalgar por los parques y campos circundantes. Me parece indudable que, del mismo modo que yo humildemente procuraba estar al tanto de los sucesos de Évora, tanto y más lo harían los duques, recibiendo en audiencia a personas de la mayor calidad. Sin embargo, no tuve constancia de ello, hasta que se presentó en Villaviciosa el conde de Linares, quien venía desde la Corte, donde moraba de continuo, con un mensaje del Conde-Duque para el duque de Braganza.

     En realidad, lo que pretendía el de Linares parecía no ser otra cosa que aquello para lo que había estado dispuesto el duque de Braganza semanas antes, a saber, ofrecer sus buenos oficios para aplacar la situación, llegando a una buena componenda con los levantiscos. Pero ahora estos tenían conocimiento de que las tropas españolas estaban preparadas para entrar en Portugal desde Badajoz y Ayamonte, lo que había exacerbado los ánimos y hecho perder a Olivares toda credibilidad. Así pues, aun reconociendo a don Miguel de Linares su buena fe y lo acertado de su oposición en el Consejo de Portugal Madrid a la política de Diego Soares y de su cuñado Vasconcelos, el duque rehusó comprometerse ahora con lo que el Conde-Duque pretendía. El conde no tuvo más remedio que presentarse en Évora sin apoyo y por sorpresa, estando a punto -como en otro lugar he dicho- de morir a manos de los sediciosos y, pocos días después, los tercios invadían el reino, poniendo fin a la sublevación en todo el Alentejo.

     … No es aventurado opinar que Olivares quedaría chasqueado y receloso por la negativa del duque a seguir sus pautas. De hecho, lo convocó para que acudiese a Madrid a despachar con Su Majestad, como a otros nobles y eclesiásticos a quienes se tenía por desafectos a su política. Don Juan, de manera respetuosa, pero firme, rehusó abandonar el territorio luso, aduciendo que era tradición de su familia la de no salir nunca del solar patrio; tanto más, siendo el único varón adulto de su estirpe capaz de reaccionar, si se recrudecían los desórdenes y volvían a estar el peligro su esposa y sus hijos pequeños. De igual forma, rechazó ocupar ningún cargo fuera de Portugal, por elevado que aquel fuese, como el de virrey de Milán. Durante un tiempo, me consta que los duques estuvieron muy preocupados porque, aprovechando la proximidad del ejército que comandaban los duques de Béjar y Nochera, cabía la posibilidad de que Olivares mandase prender al de Braganza; circunstancia en que -como quien dice- don Juan se mantuvo con un pie en el estribo. Nada de lo temido acaeció, sino que, por el contrario, en una de tantas acciones poco comprensibles del Conde-Duque, hizo llegar al duque bragancino, la credencial de su nombramiento como Gobernador Militar de Portugal, con el propósito definido de supervisar y preparar las defensas del reino contra un probable ataque francés por mar[86]. Su Excelencia no tuvo otra alternativa que la de aceptar el cargo, por poco grato que ello fuese para el pueblo, pero, con astucia digna del padre Vieira, suavizó la hostilidad de sus compatriotas, poniendo las condiciones de no tener que residir en Lisboa y de poder acudir a dicha capital de modo encubierto. El desempeño de dicho cargo fue simultáneo con la llamativa e impolítica decisión de suprimir en Madrid el Consejo de Portugal, sustituyéndole por dos Juntas a la medida de los adictos a Olivares, una en la Corte y otra en Lisboa.

     … El levantamiento de Cataluña contra el rey en junio de 1640 y la ulterior invasión del principado por las tropas francesas, animó a Su Majestad a reproducir los esfuerzos para que los portugueses participaran en la guerra al lado de los españoles, cada cual con arreglo a su clase y sin las exenciones acordadas en las Cortes de Tomar. En el otoño, Olivares convocó de modo general a la nobleza lusa a Madrid, para organizar su expedición al frente catalán. Esta vez Braganza no estuvo solo en sus excusas: Todos los hidalgos declinaron el llamamiento, colocándose en una situación de desobediencia, que presagiaba para muy pronto una rebeldía aún mayor.

Vista actual del palacio ducal de Braganza en Vila-Viçosa

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     Este capítulo de las Memorias se cierra con acontecimientos producidos en los años de 1639 y 1640, durante los cuales, por circunstancias que Rodrigo Cardenal nos referirá, nuestro narrador tuvo la oportunidad de asomarse a los complejos vericuetos de la vida política lisboeta. Para ello, tuvo antes que romper sus lazos con la casa española de Medina Sidonia, asumiendo la condición de portugués naturalizado, gracias a la cuna de su madre y al apoyo decidido del duque de Braganza quien, pese a sus naturales titubeos y precauciones, estaba a punto de convertirse en el nuevo rey de Portugal.

     … A poco de suceder en el ducado de Medina Sidonia a su añorado padre, el nuevo titular, don Gaspar[87], empezaron a menudear los retrasos en el pago de la asignación que se me había concedido para atender a mis gastos y manutención en Villaviciosa, mientras servía a doña Luisa de Guzmán, habiendo tenido por ello que abandonar mi oficio de escribano del número en Niebla. Llegó a ser la mora tan dilatada, que hube de convencerme de que, por la tácita, don Gaspar había decidido librarse de la carga de mi sueldo, entendiendo que bien podría su hermana correr con su abono, puesto que era ella la beneficiaria de mis servicios. En vista de ello, expuse la situación a la duquesa de Braganza, aprovechando los momentos en que su esposo había reparado en mi desempeño durante los sucesos de Évora, al encararme con los revoltosos que cercaban el palacio. Doña Luisa debió de hablar de ello con su marido, pues a los pocos días me ofreció la posibilidad de entrar al servicio de la casa de Braganza, siempre que abandonase previamente el del ducado asidonense. Ello era tanto -o así lo entendí- como desnaturalizarme castellano y pasar a ser portugués. Bien es verdad que, por aquel entonces, una cosa u otra no eran tan dispares, pues que ambos reinos obedecían al mismo rey y formaban parte de España. En consecuencia, comprendiendo que mi trabajo y mi inclinación me vinculaban a los Braganza, opté por viajar hasta Andalucía, para despedirme formalmente del duque de Medina Sidonia y vender a buen precio el oficio de escribano del que seguía siendo titular, aunque la verdad es que no conseguí ni una cosa, ni otra. Su Excelencia andaba enfrascado en la campaña militar de los Algarves, aunque el mando efectivo de las tropas correspondiera -por su escasa inclinación por las cosas de la guerra- a su primo, el marqués de Ayamonte[88] y al más bregado, marqués de Valparaíso[89]. Y tampoco pude conseguir un precio satisfactorio por la venta de mi oficio, pues la mala situación económica del momento y el mal uso que del mismo había hecho mi sustituto, lo habían devaluado hasta poco más de la mitad de lo que yo había pagado años antes. En fin, con tres mil ducados y el corazón entristecido, regresé a Portugal, imaginando que mi ausencia de aquellas tierras de mi juventud habría de ser larga, y quién sabe si definitiva. Por el camino, escuché rumores acerca de la dureza con que la hueste del de Medina Sidonia se estaba comportando en los Algarves, que pronto recibirían la visita del magistrado portugués, Pedro Vicora da Silva, quien, por lo que se supo luego en Villaviciosa, también había sido más severo con los algarveños levantiscos de lo que lo habían sido sus compañeros con los alentejanos.

 

 

6.      De mis andanzas por Lisboa antes de su insurrección

 

     El nombramiento real del duque de Braganza como Gobernador de las Armas de Portugal me dio la oportunidad de salir de Villaviciosa y frecuentar Lisboa y su entorno; pues, habiendo conseguido el duque que se le aceptaran en Madrid sus condiciones ya sobredichas[90], usó de mis servicios, como persona de su confianza y nada conocida en el país, para que lo acompañara en su séquito y, en ocasiones, lo sustituyera o actuase como emisario en algunas tareas subalternas. De hecho, apenas recuerdo una ocasión en que Su Excelencia rindiera una visita descubierta y solemne a la ciudad lisboeta: Fue ello en 1639, a poco de ser designado Gobernador militar, y tuvo el principal objeto de encontrarse con la virreina, tanto por cortesía, como porque formalmente seguía teniendo la condición de Capitana General de Portugal, otorgada por Su Majestad años antes[91]. Como es de razón, ni estuve presente en la entrevista, ni conozco cuanto se discutiera en ella, pero me permitió trabar conocimiento con diversos personajes, de la casa o el entorno del duque los unos, de los oficios y la hidalguía del reino los más. He de reconocer que, en cuanto no me fuera necesario, nunca invoqué mi origen castellano y, conforme a la tradición portuguesa, empecé a utilizar como apellido primero el Menezes materno, trocando el Cardenal en Cardeal, cuantas veces me fue necesario…

     … Entre los muchos asuntos de los que me llegó noticia en mis viajes a Lisboa, ninguno más sorprendente para mí que el de la visita a dicha ciudad de don Duarte, el hermano menor del duque, quien, como he dejado dicho, llevaba varios años combatiendo en el centro de Europa bajo las banderas imperiales, circunstancia que había determinado el que yo no lo conociese. Dijéronme los servidores de la casa de Braganza en Lisboa, que el año anterior[92] don Duarte había regresado a Portugal de manera encubierta, para tratar de ciertos asuntos privados, procurando eludir el trato con otras personas. Me llamó la atención que mi comunicante agregara “principalmente, si de hidalgos se trataba”. Le pregunté de buena fe cuál podría haber sido el motivo y, con cierta reserva, me respondió que don Duarte no quería que estorbasen sus planes con proposiciones apuradas, pues no pretendía otra cosa que regresar de nuevo a sus deberes militares. Andando el tiempo, hube de colegir que el hermano del duque había tratado de evitar que lo tomasen por suplente de este en las intrigas que ya se tramaban para conseguir no tardando que Portugal se sacudiera el yugo de Castilla, al decir de quienes se estaban conjurando para ello[93]. Consiguió su propósito, esbozando remotas promesas, y partió de nuevo para la guerra, de donde ya no habría de volver, aunque sí supo de la elevación de su hermano, don Juan, al trono portugués.

     Tiempo después, cuando el duque de Braganza ya era rey de Portugal, su esposa, la reina Luisa, me hizo una confidencia muy reveladora, lamentando, al mismo tiempo, la triste situación de su cuñado, a la sazón encerrado en una cárcel lombarda por orden del rey de España:

-          No creas, Rodrigo, que don Duarte abandonó Portugal en 1638 por amor a las armas, sino por allanar el camino de su hermano, facilitando así que pudiera marcar los tiempos de su aclamación[94], con prudencia y en seguridad. De hecho, dicen quienes entonces se lo escucharon que estaba dispuesto a regresar a Portugal a luchar por la patria y por su hermano, tan pronto dispusiera Dios la restauración[95] del reino lusitano.

El Conde-Duque de Olivares

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     De los numerosos servidores que el duque de Braganza mantenía en Lisboa, para representación suya y de los intereses de su casa, ninguno era más valioso que don Juan Pinto Ribeiro[96] que, por sus cualidades de honradez y conocimiento de leyes, había sido designado por el duque agente y representante suyo en todos los negocios que le importaban en la capital y sus tribunales. Me constaba el aprecio que Su Excelencia le tenía pues, en aquel mismo año de 1639, don Juan Pinto había recibido el hábito de caballero de la Orden de Cristo y, poco después, la encomienda de Santa María de Gimunde de dicha Orden[97]. Bien creo yo, no obstante, que los servicios que había prestado hasta entonces eran puramente privados, por así decir, y aún no tenían que ver con las conspiraciones que algunos hidalgos ya tramaban para separar a Portugal de España y reemplazar como rey a Don Felipe, por Don Juan de Braganza[98], aunque sea difícil de creer que desconociese tales maquinaciones, viviendo el Lisboa y siendo persona de calidad y bien informada.

     … No se me escapa que, en algunos de mis viajes de ida y vuelta entre Villaviciosa y Lisboa, pudiera ser que yo fuese portador inocente de varios de los mensajes que se cruzaron por aquellas fechas entre los conspiradores y el duque, mezclados con los recados y cartas que se me entregaban en la oficina braganciana para su porte. Algo así me dieron a entender las palabras de don Juan Pinto durante el viaje que hicimos juntos, de Lisboa a Villaviciosa, con el pretexto de recibir el beneplácito y la firma del duque en la solución de un pleito en que litigaba contra el conde de Odemira. Mi compañero de viaje, de forma ligera, me advirtió:

-          ¡Qué vida más asendereada lleva vuestra merced, señor escribano! Pero no está lejano el día en que no hayáis de transitar más entre Lisboa y Villaviciosa, al menos, de forma tan incómoda, a lomos de cabalgadura.

-          Es el sino de quienes modestamente servimos a los hidalgos, por altos que ellos sean. Solo los reyes suelen estar en condiciones de ofrecer a su servidumbre carruajes para el transporte. (Le dije lo precedente con evidente malicia, imaginando la suerte que pronto podía alcanzar al duque)

-          Pues siendo como decís -replicó mi acompañante con parecida astucia-, habremos de conformarnos con un caballo o una buena mula, pues no creo que Don Felipe se acuerde en Madrid de sus fieles súbditos de la Lusitania.

     Aquellas jornadas fueron de muchas idas y venidas, conciliábulos y reuniones en el palacio de Villaviciosa. Finalmente, don Juan Pinto partió hacia Lisboa, con una escolta que me hizo suponer que su misión fuera de la mayor importancia. En cambio, yo recibí de mis señores la indicación de permanecer con ellos en la casa, aunque con equipaje ligero preparado para un próximo viaje. Ello me impediría ser testigo de presencia en los hechos cruciales del siguiente 1º de diciembre en Lisboa, que más adelante referiré según me fueron relatados por personas dignas de crédito.

     Como suponía, la marcha para Lisboa del letrado Pinto Ribeiro tuvo mucho que ver con el destino del duque de Braganza. Resultó que, hacia el mes de octubre anterior, los conspiradores contra el rey Don Felipe tuvieron encuentro con don Juan Pinto, en el que le echaron en cara la excesiva prudencia del duque a la hora de aceptar que fuese proclamado rey de Portugal. Pinto Ribeiro les replicó que, a esas alturas de los preparativos, lo que procedía era que fuesen ellos quienes decidieran la forma y el momento, como mejores conocedores que eran de la situación; hecho lo cual, no deberían esperar el plácet de nadie, pues don Juan de Braganza cumpliría con sus obligaciones para con la patria. Y, aunque esas palabras satisficieron a los conjurados, don Juan Pinto no se conformó sin hacer una última consulta con su señor, siendo esa la ocasión en que viajó hasta Villaviciosa en mi compañía. Una vez en palacio, logró convencer al duque de que no se volviera atrás en el último momento, sino que se preparase para viajar a Lisboa, tan pronto se tuviera seguridad de que el levantamiento había tenido éxito. El duque consintió y extendió una carta de plenos poderes para dos de los principales hidalgos prestos a sublevarse, siendo ese el documento que a toda prisa y escoltado portó hasta Lisboa don Juan Pinto, como he dejado dicho [99].

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    Reza un adagio que “teniendo estos amigos, no me hacen falta enemigos”. Pienso que algo así hubo de pensar el Conde-Duque cuando se percatara del comportamiento del marqués de la Puebla, primo suyo y persona de su confianza, a quien puso desde el primer momento al lado de la virreina, doña Margarita, como asesor y superintendente, tratando de equilibrar la decisiva influencia que en la vida política de Lisboa ejercía el secretario de Estado, el lusitano don Miguel de Vasconcelos[100]. Bien es cierto que el marqués, hombre ya mayor y que había sido presidente del Consejo de Hacienda, hubo de recibir su nombramiento casi como un castigo o, cuando menos, un descenso en su carrera. Lo cierto es que, bien por llevar la contraria al todopoderoso Vasconcelos, bien por juzgarlo lo mejor para la suerte española en Portugal, el marqués, don Francisco por nombre, convirtió las jornadas y sesiones en el Palacio de la Ribera[101] en un verdadero campo de Agramante, hasta que la virreina optó por seguir decididamente los consejos e indicaciones de Vasconcelos, quizá por orden o sugerencia del propio Conde-Duque. A partir de entonces, el marqués, aun sin hacer dejación de sus poderes ante doña Margarita, empezó a mezclarse con hidalgos portugueses poco favorables a España, incluso conspiradores contra el rey, haciéndose lenguas de los abusos y concusiones que Vasconcelos en Lisboa, y su cuñado, Diego Soares, en Madrid, perpetraban a la hora de repartir cargos y mercedes entre los portugueses; como también censuraba a su propio primo, el Conde-Duque, por multiplicar los impuestos y ofender a los sacerdotes con el asunto de las capellanías[102]. Quizá no se deba ser muy severo en el juicio del marqués, pues él mismo, un tanto perdido en medio de una sociedad de la que todo ignoraba, pidió al cabo de un año a su poderoso primo retornar a Madrid, a lo que este, con la volubilidad que lo caracterizaba, le denegó la solicitud, provocando en él una reacción de hostilidad hacia el gobierno de Olivares, que estuvo a punto de acabar en traición. Los portugueses no le pagaron con la benevolencia su comportamiento arbitrario y equívoco pues, una vez consumada la Restauración, el marqués permaneció tres años encarcelado, hasta que fue libertado mediante un canje. Dícese que, a su regreso a Madrid, coincidente con la caída de Olivares, no se le castigó por su conducta en Lisboa, sino que obtuvo favor de su rey, que lo designó para uno de sus principales Consejos[103].

     Si tuve puntual conocimiento de estos y otros sucesos que se producían en el interior del Palacio, fue gracias a la facundia y la benevolencia del magistrado don Tomé Piñeiro[104], cuya relación conmigo y con estas memorias bien merece un apartado especial.

Don Juan IV de Portugal

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     Antes de que Rodrigo Cardenal nos relate sus andanzas con Tomé Pinheiro da Veiga por Lisboa, permítanme señalar que este notable magistrado portugués ha acabado por hacerse relativamente famoso en España, por su espléndida narración del viaje que realizó a la Corte -a la sazón radicada en Valladolid- en los meses de abril a julio de 1605, coincidente con los grandes festejos celebrados en ella para conmemorar el nacimiento del heredero de la corona -el futuro Felipe IV-, así como la coincidente venida de una gran embajada británica para ratificar el tratado de paz de Londres (1604), entre Inglaterra y España[105]. La relación de tales fastos, así como de la vida social en la villa y corte vallisoletana, quedó vívidamente reflejada por Pinheiro en un relato escrito poco después -en 1606 o 1607, probablemente-, que su autor dejó manuscrito, sin imprimir, aunque se hicieron de él varias copias. De una de ellas, un ilustre erudito lusitano, profesor en Coimbra[106], promovió, al fin, su impresión ¡en 1911![107], que fue vertida al castellano cinco años más tarde[108], con mediana difusión. Suele recordarse que en la obra a que me refiero, la Fastiginia, se tiene la primera referencia histórica a la primera parte del Quijote, impresa precisamente en 1605[109]. En fin, me callo y dejo que, a partir de ahora, sea Cardenal quien nos ponga al día de su encuentro con Pinheiro, más de treinta años después de que este pasara en Valladolid unos meses tan divertidos.

     En los días finales del mes de octubre de 1640, don Juan Pinto Ribeiro me comisionó para llevar una nota de su parte al archivo de la Torre do Tombo, dirigida al canciller mayor del reino, don Tomé Piñeiro, a quien yo, ni conocía, ni siquiera había oído mentar. Supongo que usó de mis servicios a tal fin, precisamente, por la circunstancia de ser yo un desconocido en Lisboa, y tener el mensaje mucho que ver con la jornada de sublevación que se preparaba. Pero, por lo mismo, me resultó laborioso que el canciller me recibiera en persona, hasta que, después de esperar más de una hora, hube de encararme con uno de sus oficiales y aducir que mi señor, el duque de Braganza, habría de quedar muy descontento por su deservicio. Reaccionó al punto aquel quídam y me condujo al despacho del prócer, viejo como de setenta años, pero firme, y de gesto serio, aunque no severo. Recibió de mi mano la misiva y me mandó sentar mientras comprobaba su procedencia, sin romper el sello ni rasgar el sobre. Luego, más amistoso, me dijo:

-          Disculpe la espera, pero no me es habitual el recibir a criados del señor duque, sino, directamente, a don Juan Pinto.

-          La verdad, Ilustrísima, es que soy algo más que un propio, pues sirvo a mis señores los duques por haber entrado en un principio en la casa de la duquesa, como administrador y consejero.

-          ¿Cómo así?, inquirió con curiosidad. La duquesa vino para casarse desde España, pero vos no parecéis español por vuestra perfecta habla portuguesa.

-          A estas alturas, señor, soy portugués a todos los efectos, pero hubo una época en que tuve el oficio de escribano del número en tierras de Andalucía, donde me formé, aunque nací en Valladolid, de madre portuguesa, y crecí en Madrid, donde mi padre trabajaba de maestro de obras para uno de los grandes arquitectos de allá.

     Escucharme la referencia a la villa de mi nacencia y echarse a reír fue casi todo uno. Se explicó brevemente:

-          ¡Qué buenos recuerdos me trae la alusión a vuestra tierra de origen! Allí pasé los meses más amenos y movidos de mi, por lo demás, laboriosa vida.

     Y, hablando y hablando, uno y otro vinimos a tener otras coincidencias, como la de que, en aquella su visita a Valladolid, don Tomé hubiese conocido a mi padre, cuando se realizaban los trabajos de construcción para el palacio de recreo de Su Majestad en la otra orilla del Pisuerga. Comoquiera que nuestra conversación se alargara y, como es lógico, el canciller tuviera que despachar otras audiencias y asuntos, me despidió con estas palabras:

-          Puede decir a su mandante que, una vez haya leído su nota, le daré contestación. Si vuestra merced no tiene otros compromisos, podría visitarme mañana por la tarde en mi casa, frente al Convento del Carmen, y servirme de correo a tal fin. Le prometo que no faltará un buen refrigerio, y ameno coloquio, que nos traerá a entrambos recuerdos de tiempos más felices, cuando se podía ser un buen portugués sin dejar de ser, a la vez, un buen español.

     Comuniqué a don Juan Pinto la invitación que me había hecho el señor Piñeiro y los motivos por los que se había mostrado tan afable conmigo. Pinto me animó a aceptar, con estas irónicas palabras:

-          Afortunado sois, pues la mesa del canciller mayor es famosa en toda Lisboa por su selecta esplendidez, como corresponde a un epicúreo acaudalado, sin familia para la que reservar sus bienes[110]. Acuda pues y, antes de que las libaciones pasaren a mayores, recuérdele que ha de daros una carta en respuesta de la mía del día de hoy.

     ¡La carta! Poco le faltó a don Tomé para leerme su contenido, tras haber sido igualmente expansivo al referirme la larga vida de cargos y de oficios que iba dejando atrás. Pese a ser un hombre del común y de familia de cristianos nuevos, la buena posición de su padre y sus propias prendas le permitieron estudiar leyes en Coimbra y ejercer su conocimiento con proverbial laboriosidad. Comprendí que el éxito mundano de mi anfitrión provenía de la feliz conjunción de un profesional severo y laborioso con una persona de trato exquisito, buen conversador, sibarita y jovial[111]. Aún ahora, con setenta años cumplidos, tenía ante mí a un conversador incansable, de privilegiada memoria y que me hacía olvidar con su gentileza la diferencia social que a ambos separaba. Sin alarde ni presunción, mi interlocutor había ido alcanzando las cotas más elevadas en los oficios procesales de Portugal: fiscal de la Corona; magistrado del supremo Tribunal del Palacio; supervisor del Tesoro, y, ahora, canciller mayor del reino. Mas, como él me confesaba con amargura:

-          He servido a dos Felipes[112] con la mayor fidelidad, dentro de lo que la ley permite u obliga. Siempre he entendido que el rey, aunque morase en Madrid y hablase castellano, lo era a todos los efectos de Portugal y, como tal, he defendido sus derechos y regalías con denuedo… Supongo que Pinto Ribeiro os habrá puesto al corriente de que toda mi vida he hecho valer las potestades y defendido los bienes de la Corona contra toda clase de menoscabos, procedieran estos de los concejos, de los nobles o de la mismísima Iglesia. Seguramente, no soy muy popular en el reino, pero todavía se me respeta y, ante el albur de grandes mudanzas, se dignan avisarme y muestran interés por mi actitud ante ellos.

     A buen entendedor… Claro que consideré pertinente guardarme las ganas de preguntarle por su decisión, que podría servir de ejemplo para otros muchos portugueses de su condición. Mas no fue preciso que me hiciera muchas conjeturas. Don Tomé me entregó la carta para Pinto Ribeiro, con estas palabras:

-          Deber de los reyes es saber defender sus estados, como lo es de sus súbditos el servir a quienes reinen con patriotismo y lealtad. Así me he comportado hasta ahora, y no es cosa de mudar de costumbres a la vejez.

     Me acompañó hasta el zaguán y ordenó a uno de sus criados que, armado de espada, me acompañase hasta mi casa, o hasta que dejara su misiva a buen recaudo. Se despidió con una expresión que yo no conocía y que me produjo un estremecimiento:

-          Hasta la vista, pero, si no hemos de vernos más, véanos Dios en el cielo.

     Felizmente, habríamos de vernos algunas veces más en este mundo, del que el canciller mayor -según se decía- tanto había disfrutado hasta entonces.

Estado actual de la iglesia del convento del Carmen (Lisboa)

 

7.      Un solo día de Lisboa y no muchos más en Portugal


     ¡Primero de diciembre de 1640, en Lisboa! Uno de los días más grandes en la historia de Portugal; comienzo exitoso y mínimamente violento de la independencia moderna del reino o, por decirlo con la palabra más usada -entonces y ahora- de su Restauración. Lástima que, según lo que Cardenal ha dejado escrito poco más arriba, el cachazudo duque de Braganza le ordenase permanecer junto a él, en el palacio de Vila Viçosa, con el equipaje preparado para partir, si la fortuna favorable así lo dispusiera. Con todo, el esfuerzo de nuestro narrador por recoger el núcleo de los sucesos de Lisboa en aquel día fasto nos permitirá conocer -aunque sea de segunda mano- su versión de los acontecimientos. Y a fe que, consultados los relatos más correctos y afamados de aquella jornada[113], el que nos ofrece seguidamente en sus memorias se ajusta cabalmente a aquellos. Prestémosle, pues, atención.

     Dícese que, en la misma mañana del sábado, 1º de diciembre de 1940, los conjurados que iban a asaltar inmediatamente el Palacio se confesaron y oyeron misa en una iglesia próxima; mas es cosa que juzgo poco probable, habida cuenta de su número de unos cien[114], que sin duda, por su calidad y yendo armados con espadas, puñales y algunas armas de fuego, habría llamado poderosamente la atención, pese a lo temprano de la hora… Según lo acordado, reunidos en la explanada de Palacio, al dar las nueve de la mañana, invadieron por sorpresa este, sin que la guardia pudiese apenas ofrecer resistencia, siendo varios de sus miembros heridos y, al menos dos de ellos, muertos, entre los cuales un capitán, al que arrojaron por la ventana[115]. Al odiado secretario, Miguel de Vasconcelos -cuya muerte habían acordado de antemano- lo persiguieron y encontraron, aunque se dice que trató de ocultarse dentro de un armario; lo pasaron por las armas, a espada y de un escopetazo, y lo arrojaron por una ventana a la plaza. Así mismo, fueron eliminados dos individuos de la localidad de Albergaría: uno por exclamar “viva el rey Felipe” y otro, al parecer, por alguna cuestión pendiente con uno de los conjurados[116]. Superada así la resistencia de los guardias, los sublevados se dirigieron a las dependencias donde suponían se hallaba la virreina. Encontraron las puertas cerradas, por lo que procedieron a derribarlas. En tanto lo lograban, se toparon con algunos jueces que salían de las salas de los tribunales, y se oyeron voces induciendo a darles muerte, lo que fue felizmente evitado por la intervención de uno de los hidalgos, don Juan da Costa, quien les hizo ver que desconocían cuál era el partido que seguía cada uno de los magistrados.

     … Para su desventura, acertó a estar a la sazón en Palacio don Sebastián de Matos y Noroña, arzobispo de Braga y, como tal, primado de la Iglesia lusitana. Al verlo, uno de los conjurados -de quien se dice que, precisamente, era un clérigo[117]-, se dirigió a él con la espada desenvainada y le exigió que vitorease al rey Don Juan IV, a lo que el arzobispo, entre retador y timorato, exclamó: “¡Viva quien quiera vuestra señoría!”. Ofendido por la reticencia, el sacerdote hizo ademán de acometer al primado, pero fue efectivamente detenido por otro de los asaltantes del palacio. Finalmente, cuando los invasores lograron derribar la puerta, vieron que la virreina, Doña Margarita, se encontraba asomada a la ventana, exhortando a la multitud que se iba reuniendo alarmada al pie del palacio, a fin de que depusiera su actitud, para lo cual prometía rectificar los abusos del ya difunto secretario Vasconcelos, al tiempo que les aseguraba su intercesión para que el rey Don Felipe no castigara la sublevación, ni la muerte del susodicho secretario…

     Me permito hacer aquí un inciso en la narración de Rodrigo Cardenal pues, de ser cierto que, ya desde los primeros momentos, se había reunido una multitud en la explanada del Palacio (la zona llamada entonces Terreiro do Paço), sufriría una notable alteración la versión canónica de los sucesos del 1º de diciembre de 1640, que quiere dar a entender que el pueblo prácticamente no se había enterado de lo acaecido hasta que estuvo acabado. En cualquier caso, quedaría por ver el alcance de dicha presencia popular, tanto en el desarrollo y éxito de la empresa restauradora, como en el esfuerzo ideológico de los bragancianos para diferenciar radicalmente la aclamación de Don Juan IV de los movimientos y motines populares, según la tesis de los 40 Fidalgos como agentes exclusivos del movimiento lisboeta. Pero sigamos el relato de Cardenal:

     Los conjurados, sin ningún miramiento, retiraron de la ventana a la virreina y se dice que le explicaron que aquello no era un simple motín contra el mal gobierno de Vasconcelos, sino el destronamiento del rey don Felipe en Portugal, que sería reemplazado por el duque de Braganza. Seguidamente, la forzaron a firmar una orden por la que ordenaba a los alcaides y oficiales de todas las fortalezas que guardaban Lisboa que rindieran sus armas a los hidalgos que portasen los pertinentes documentos firmados por ella; con lo que, al haber sido acatado casi sin vacilación, puede decirse que acabó la jornada de Lisboa con el pleno triunfo de la sublevación, lo que los conjurados inmediatamente fueron a comunicar al señor duque, que esperaba en su palacio de Villaviciosa el resultado de los acontecimientos.

     … Es llano que uno de los temores de los hidalgos sublevados fue el de que la gente del pueblo organizase tumultos, provocase saqueos o daños y, por cualquier modo, ejecutase venganzas o llevara a cabo ejecuciones, más allá de las que se habían producido en el interior del Palacio… Con el fin de evitarlo, el arzobispo de Lisboa, que estaba a favor de los levantiscos, a petición de su cruciferario, el padre Nicolás de Maya, organizó aquella misma mañana una procesión en acción de gracias, lo que tuvo el efecto anhelado de evitar cualquier desorden, a la vez que fue para muchos la ocasión de enterarse de cuanto acababa de ocurrir en la ciudad, así como de los objetivos y consecuencias que con ello se pretendían.

Prendimiento de Margarita de Saboya (cuadro historicista por Caetano Moreira)

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     Es de suponer que Rodrigo Cardenal, después de haber viajado tanto a Lisboa en las semanas anteriores al alzamiento del 1º de diciembre de 1640, estaría deseoso de acudir cuanto antes a la capital lisboeta para ser testigo presencial de los sucesos que se producirían en los días siguientes; pero fue así solo en pequeña parte, al haberse gestado en aquellos momentos la decisión que marcaría su inmediato futuro: Por más que el duque le profesara afecto y lo considerara ya como un servidor de su casa, era la duquesa quien lo había recibido, años atrás, por su consejero y administrador, y quien más gustaba de su presencia y compañía. Era, pues, al servicio de la Señora al que, en lo sucesivo, también habría de seguir, si bien con las correcciones que suponía el que una duquesa medio española se convirtiera en reina de Portugal. Esto es lo que está en la base de las ausencias y falta de información de propia mano que parecen destilar las páginas de las memorias que siguen, aunque no pueda negárseles interés y ecuanimidad.

     … Las noticias felices de la aclamación en Lisboa de Don Juan como rey de Portugal llegaron a Villaviciosa al día siguiente, domingo, dos de diciembre, de manos de dos hidalgos mensajeros de todos sus compañeros. La nueva fue inmediatamente llevada a Évora, por orden del duque, por lo que fue esta ciudad -que tanto había se había distinguido pocos años antes por su resistencia al gobierno del Conde-Duque- la primera en reconocer a Don Juan por rey con el formal beneplácito de este. Con todo, tras este rasgo de decisión y de firmeza, el duque regresó a su palacio de Villaviciosa, tomándose con cierta parsimonia los preparativos de su viaje a Lisboa, que decidió razonablemente emprender él solo, en compañía de un corto séquito, dejando expectantes en el palacio a su mujer y a sus hijos, que solo lo seguirían cuando la situación en la capital estuviese de todo punto decidida y pacificada. Por ese motivo, hube yo de permanecer asimismo en Villaviciosa, como persona de la confianza y servicio de doña Luisa…

     Partió, al fin, el duque en un coche, acompañado de los emisarios que le habían traído la embajada de los conjurados, así como del marqués de Ferreira y del conde de Vimioso, que hasta entonces habían residido en Évora, y de algunos hombres de armas[118]. Según luego me fue relatado por quienes lo vivieron, el duque siguió viaje por tierra hasta las inmediaciones de Lisboa más, en llegando al lugar llamado Aldea Gallega[119], la comitiva abandonó carruajes y caballerías, para subir a un bergantín, en el que hicieron el corto trayecto hasta los muelles de la capital, a la que llegaron en la mañana del día de San Nicolás, 6 de diciembre, con tal temporal de lluvia, que apenas unos cuantos caballeros los esperaban a pie firme. Don Juan y los suyos corrieron a refugiarse de las inclemencias en el Palacio de la Ribera, donde fueron acudiendo diversos hidalgos y otros próceres. Hacia las tres de la tarde, habiendo amainado la lluvia, fue concentrándose en la explanada del Palacio una considerable multitud, con gran entusiasmo, saliendo Don Juan a un balcón para dirigirles una salutación…

     … En los días siguientes apenas cesó el diluvio, hasta el punto de que las calles estaban desiertas y tuvieron que suspenderse los festejos previstos, en particular, luminarias y fuegos de artificio, que solo pudieron lucir en las pocas noches en que cesó el aguacero.

     … El día acordado para la coronación, que era el sábado, 15 de diciembre, se reunió en Palacio la mayor parte de los grandes del reino, que habían ido llegando de todas las comarcas del mismo, recibiendo Don Juan su juramento de fidelidad, como rey de Portugal. Seguidamente, se formó un gran cortejo por el orden que el ceremonial imponía, aunque muy deslucido por el aguacero, del que tan solo podía librarse, y a duras penas, Su Majestad, que iba a caballo y bajo palio, ya que todos los demás cortesanos habían de transitar a pie y con la cabeza descubierta. Así hubo de llegarse hasta la catedral, para la ceremonia religiosa de la coronación, oficiada por los regentes del reino, los arzobispos de Braga y de Lisboa. Concluida esta ceremonia, Don Juan IV y su comitiva regresaron a Palacio de la misma guisa y chubasco… Dícese que, del frío y la mojadura, muchos de los hidalgos enfermaron, lo que algunos juzgaron un presagio de las desdichas que podrían venir para Portugal, por haber traicionado al poderoso rey de España.

     Mientras todos estos hechos se sucedían en Lisboa, Villaviciosa ardía en noticias y preparativos para trasladar lo más necesario de la casa al palacio lisboeta. En verdad, las nuevas eran casi todas felices pues, de manera que se consideró milagrosa, por intercesión de la Purísima Virgen, todo el reino aclamaba a su nuevo rey con entusiasmo y emoción. En estos sentimientos -como suele suceder- era el pueblo quien de manera más decidida y desmesurada se expresaba. Nos llegaban noticias de Aveiro, Braganza, Guarda y otros lugares, relativas a saqueos de casas de partidarios de Don Felipe, destrucción de registros y archivos, y otros desmanes habituales en estos casos. Más reconfortantes eran las actitudes de los estudiantes de Coímbra quienes, tan pronto fue oficial la noticia del triunfo de Don Juan, se desprendieron de sus manteos y corrieron jubilosos por las calles vitoreando al nuevo soberano, mientras las autoridades universitarias reconocían al nuevo rey y organizaban fiestas y actos académicos[120]. Todo coincidía con mi opinión de que el pueblo portugués -seguramente, más que sus próceres- no había aceptado de buen grado la unión con España y, menos que nunca, desde que el gobierno de Olivares diera al traste con lo acordado en Tomar, aunque fuese por verdadera necesidad.

     … Por fin, el día de San Juan Evangelista, 27 de diciembre, la señora duquesa, ya reina, acompañada de sus hijos y de un corto séquito -entre el que me contaba-, llegó a Lisboa, a bordo de una goleta entoldada, con mucho acompañamiento de otras embarcaciones. A su lado, como camarera mayor, se hallaba la marquesa de Ferrera, de quien algunos decían que ocupaba dicho oficio mal de su grado. A diferencia de lo acaecido cuando llegó Don Juan, el tiempo era bueno y, en la plaza ante la que atracamos, una gran copia de gente nos recibió con vítores y aplausos. En seguida, nos trasladamos a Palacio… Hubo tres noches de fuegos y luminarias, que es la forma más tradicional de celebrar en este país los festivos acontecimientos. Todos disfrutábamos con tan plácida y sentida forma de cambiar a un rey por otro, aunque nos pareciera a veces estar soñando, y los más agoreros opinaran que todavía vendrían malos tiempos… Oí decir a una señora, cuyo nombre no conocía, que bueno era el nuevo rey, pero estaba por ver cómo serían los que lo rodearan y aconsejasen: “Si no acierta en elegir a sus lados[121], dentro de pocos meses será muy infeliz”, pronosticó.

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     … Apenas en enero siguiente, reuniéronse en Lisboa Cortes generales del reino de Portugal, en las cuales se declaró ilegítimo, de origen y de ejercicio, el reinado en Portugal de los reyes de España y se confirmaron en todos sus puntos la aclamación y restitución a Don Juan IV de sus derechos al trono, procediéndose por los representantes de los tres estados al juramento de fidelidad al soberano [122]. Pero para mí fue más importante que, por las mismas fechas, se procedió a conformar la Casa de Su Majestad la Reina y, en dicha organización me correspondió ejercer el cargo de secretario para los asuntos y correspondencia tocantes con los reinos de España, además de mantener el oficio de administrador de los bienes de doña Luisa procedentes de su dote y herencia de su familia ducal española. Era esta última una tarea aún por pesquisar, pues era de suponer que, como represalia de la independencia portuguesa, la ahora reina de Portugal fuese privada de cuantos bienes de su propiedad radicasen en España…

Plaza del Rocío (Lisboa)

 

 

8.      Las conspiraciones fallidas del año 1641


     Está claro que lo que menos le podía beneficiar a Rodrigo Cardenal era implicarse en intrigas palaciegas y conspiraciones políticas, siendo -como era- un lusitano recién naturalizado, que despertaría más suspicacias que confianza, tanto en España, como en Portugal. Pero su presencia en la Corte lisboeta y el hallarse al servicio de la reina Luisa de Gusmão le obligaron a conocer hechos y a tomar parte en sucesos que, con sinceridad y prudencia, no dejó de plasmar en sus memorias. Como todos ellos acaecieron en 1641 y este relato está resultando muy extenso, les adelanto que no iré más allá de ese año en la presente publicación del relato de Cardenal. De todos modos, no se pierde mucho con ello pues, por el motivo que fuese, el autor interrumpió abruptamente su narración en los sucesos producidos dos años después. Ignoro la causa, pero es probable que fuese la de enfermar gravemente o haber fallecido…, si es que la incuria o la censura no obraron una inmisericorde poda de los últimos folios de su historia.

     Por lo demás, es notorio que, de manera prácticamente sincrónica, se produjeron en el año de 1641 dos conspiraciones -una, en Portugal; otra, en Andalucía-, probablemente relacionadas y, en cierto modo, opuestas, ya que la portuguesa pretendía acabar con el reinado de Juan IV, retornando al gobierno de Portugal por el monarca hispano de la casa de Austria; en tanto que la andaluza pretendía confusamente su separación del resto de la corona de Castilla, pasando a tener como monarca, al parecer, al duque de Medina Sidonia. Una y otra conjuraciones siguen planteando abstrusas preguntas y cuestiones irresueltas, pero no es este el lugar de detallarlas, ni soy quién para dar mi parecer sobre ellas. Dejaré, pues, que sea Cardenal quien nos cuente sobre el tema todo cuanto sepa.

     En verdad, Don Juan IV actuó con la mayor rapidez y diligencia para conseguir que prosperara la restauración de su monarquía. Apenas le habían jurado en enero de 1641 las Cortes en Lisboa, mandó embajadores y firmó tratados con Francia y con las Provincias Unidas, que a su vez se hallaban entonces en guerra con España. El fruto de estos acuerdos no se hallaría en sazón de un día para otro pero, al menos, provocó alarmas en las costas españolas del océano, ante el temor de que las escuadras de dichos dos países y la de Portugal se concertaran para atacar los convoyes de América, o para asaltar algún puerto desprevenido, singularmente en el litoral entre la desembocadura del Guadiana y el estrecho de Gibraltar, zona cuya capitanía general ostentaba, con poco conocimiento y menos interés, el duque de Medina Sidonia, hermano de mi señora, la reina Luisa. Pero todo eso, como digo, eran esperanzas para el futuro, y aún ni eso, pues los aliados holandeses no dejaron de presionar sobre el norte del Brasil, conquistando el territorio de Pernambuco, que era el de mayor riqueza azucarera de aquellas tierras…

     … Aun sintiéndose portugueses, y hasta habiendo tomado parte en la aclamación y juramento de Don Juan, era cosa sabida que muchos hidalgos y altos oficiales de las oficinas y tribunales mantenían inteligencias con la Corte de Madrid, donde seguían viviendo y medrando amigos y familiares suyos. Tengo para mí que la principal razón para su desapego hacia la dinastía de Braganza era el de dar por cierto que, en pocos meses, los ejércitos castellanos invadirían Portugal, que no los podría resistir, estando desguarnecido de fortificaciones y sin tropas dignas de consideración. En eso se equivocaban, pues por aquellos días se hicieron denodados esfuerzos y sacrificios por parte de las autoridades y del pueblo luso, principalmente en las zonas fronterizas con España de las que se suponía vendrían los mayores ataques: Extremadura, Andalucía y Galicia. Y, en el lado contrario, la guerra con Francia y la defección de Cataluña iban a impedir a los españoles reunir un número suficiente y bien pertrechado de tropas para cumplir con éxito la tarea de reconquistar el territorio lusitano…

     … Dícese que la conjuración contra Don Juan se preparó en la primavera temprana del año de 1641, tan próxima a su aclamación que no es extraño que se le oyera decir al rey que, para tratar de acabar con él tan temprano, a son de qué lo habían jurado como rey tres meses antes… Si el fin de la trama era indudablemente el de deponer al rey de Portugal y volver a la obediencia de la corona de España, nunca estuvo claro que los comprometidos hubiesen decidido hacerlo dándole muerte. De hecho, la cabeza de la conjuración era el arzobispo de Braga, don Sebastián de Noroña[123], de quien no era de suponer tan sanguinaria determinación. Otros conspiradores de nota eran el marqués de Vila Real; su hijo, el duque de Caminha; los condes de Armamar, Castañeira y Val de Reis; el Inquisidor General del reino, don Luis de Melo; el obispo electo de Malaca; los magistrados de la Casa de Suplicación, Paulo y Sebastián de Carvallo; el escribano de cámara del rey, Luis de Abreu de Freitas; el oficial mayor de la Secretaría de Estado, Antonio Correia; el guardia mayor de la Torre do Tombo, Cristóbal Cogomiño; los comerciantes de Lisboa, cristianos nuevos, Pedro Baeza, Jorge Gomes Álamo y su hijo, Bartolomé Correa de Francia y Simón de Sousa Serrao, de quien se dijo que había ofrecido un millón de cruzados para financiar la conjura; y los nobles de bajo rango, Manuel Valente y Diego de Brito[124]

     … He oído de personas dignas de crédito que el desvelamiento de la conjura fue consecuencia de querer extender esta más allá de lo prudente, captando al mayor número posible de personas aparentemente proclives a sus pretensiones. El arzobispo Noronha, habiendo sabido que el conde de Vimioso[125]se encontraba molesto con Su Majestad, por haberlo destituido de su cargo militar en el Alentejo, pensó que ello lo animaría a sumarse a la confabulación, razón por la que lo tentó en tal sentido. El conde, aparentando solidaridad, sonsacó al arzobispo cuanto pudo acerca del movimiento y, cuando estuvo bien informado, pasó toda su información al rey. Pero tengo para mí, como después precisaré, que otros, antes que el de Vimioso, acudieron al rey o a sus cortesanos de confianza para denunciar la conjura contra aquel o, al menos, fueron tan ligeros de lengua, que sus indiscreciones sirvieron al mismo fin… En fin, eran tiempos recios, cuando un ejército castellano de unos diez mil hombres pasó la frontera y cercó las plazas de Olivenza, Elvas y Mourao[126], aunque hubo de abandonar los asedios sin haber conseguido rendir ninguna de ellas. Mas fue lo bastante, tanto para que los conspiradores se apresuraran, como para que el rey resolviera cercenar las intrigas y, sin ahondar más, castigar con severidad a algunos de sus más destacados promotores…

     La denuncia del contubernio por el contador de la Hacienda, don Luis Pereira de Barros, hecha directamente al rey, basada en que los conjurados le habían animado a incorporarse a la intriga, dio lugar a que Don Juan, sin más dilación, ordenase la detención de sus principales promotores, así como de algunos otros partícipes que anduvieran por Lisboa[127]. Ello se hizo el domingo, 28 de julio, formándose de inmediato un tribunal de seis hidalgos fieles al rey para juzgar a todos los presos, a los que ese mismo día condenó a muerte, salvo al Inquisidor General, que fue absuelto. El arzobispo de Lisboa fue exonerado de la pena capital, sustituida por la de prisión de por vida, la cual sería ya muy corta, pues falleció a los pocos meses, según se dice, de arrepentimiento, por haber sido causante de tanto dolor y desgracia. En ese mismo día, el rey y la reina recibieron peticiones de perdón para los hidalgos condenados a ser degollados, pero todas fueron rechazadas, incluso la del duque de Caminha, de quien era notorio que su culpa no era la de haber traicionado al rey, sino la de no haber denunciado a este la conjura, cosa tal vez demasiado pesada, habida cuenta de que su padre estaba entre los confabulados. Dícese que mi respetado Canciller, Don Tomé Pinheiro, a la sazón, procurador del rey, expidió un libelo muy severo, contrario a que se usara de piedad con los reos; como también opinó así el Secretario de Estado, don Francisco de Lucena[128], quien llegó a ofrecer un cuchillo con que degollar a los condenados, del que se decía que lo había traído de Madrid como recuerdo, ya que había sido el usado en su día para ejecutar a don Rodrigo Calderón[129]

     … Las sentencias fueron cumplidas al día siguiente, 29 de julio, en la plaza del Rocío[130], donde se montaron los estrados, con afluencia de una gran multitud que, según los momentos, vitoreó al rey y clamó en favor de la muerte de los condenados, en tanto en ocasiones mostró respeto y tristeza, o se comportó de modo indecoroso, llegando a despojar al cadáver del marqués de Vila Real de sus zapatos y medias, obligando a que los cuerpos fuesen inmediatamente recogidos en el convento de carmelitas descalzos, donde pasaron la noche… Fueron degollados, como privilegio de nobleza, el citado marqués; su hijo, el duque de Camiña, y los condes de Armamar y Val de Reis. A continuación, fueron ahorcados y descuartizados los plebeyos, Manuel Valente, Diego de Brito, Pedro Baeza y Bartolomé Correa de Francia, exponiéndose sus miembros durante tres días en las puertas de la ciudad… Del despojo de los bienes del duque de Camiña se formó un patrimonio llamado del Infantado, con el objeto de mantener los gastos y el boato del infante heredero de la corona.

Palacio de la Ribera y Terreiro do Paço, antes del terremoto de 1755 (Lisboa)

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      Mientras en Portugal se sucedían los acontecimientos historiados en el apartado anterior, en tierras de la Andalucía occidental se preparaba, a imitación del ejemplo catalán, una rebeldía contra el gobierno del Conde-Duque de Olivares, con la probable intención de separarse de la corona de España, contando con la ayuda de Portugal y, tal vez, de Francia y de las Provincias Unidas[131]. Los promotores de este movimiento secesionista eran el duque de Medina Sidonia -con el que se contaba para encabezar el nuevo Estado- y su pariente, el marqués de Ayamonte. Entre otras muchas cosas, queda por ver si la pretensión indicada estaba llamada a abrazar toda Andalucía, contando con una hipotética cooperación de los numerosos grupos de moriscos que, pese a la expulsión general de 1609, habían permanecido encubiertos en el llamado reino de Granada[132]. Para la comprensión de esa conjura andaluza, así como para aproximarse al contacto de la misma con el renacido reino de Portugal, pueden ser de notable interés las siguientes páginas de las memorias de Rodrigo Cardenal.

     … Mientras en Portugal sucedían todas estas cosas, en su frontera con Andalucía la situación era de casi completa calma, pese a que, de la parte portuguesa, se fortificaban las plazas más cercanas al río Guadiana y había constancia de que, de parte española, el duque de Medina Sidonia, por orden del Conde-Duque, había levantado tropa como de unos mil hombres de su señorío y otros limítrofes, con la finalidad de invadir las tierras lusitanas. Tampoco las incursiones y el pillaje eran allí tan numerosos como en otros lugares de la frontera. En Lisboa se era del parecer de que la reina Doña Luisa, hermana del duque asidonense, hubiera mediado entre su marido y su hermano, a fin de que no padeciese saqueos o ruina el patrimonio ducal, que bastante estragado se hallaba por los despilfarros de don Gaspar y los gastos que se veía obligado a realizar en la manutención de sus tropas, hasta el punto de habérsele oído decir que Olivares había perdido a España con sus tributos y que él estaba a punto de perder sus estados, a lo que no estaba dispuesto… Otro tanto sucedía con su primo, el marqués de Ayamonte, don Francisco, menos rico, pero igual de manirroto que su pariente, para quien ejercía de lugarteniente de sus tropas, amén de mal consejero, por ser más malicioso y decidido que el duque. Digo esto porque, por mi relación anterior con la casa de Medina Sidonia y mi escribanía en Niebla, conocía de primera mano a los dos personajes y sabía de la estrechez en que se hallaban sus haciendas respectivas.

     … Por más que la inacción militar del de Medina Sidonia fuese llamativa, no tuve motivo de sospechar que aquella significase un contubernio con su cuñado, el rey de Portugal, y una traición a Don Felipe IV, hasta que, de forma casi simultánea, aparecieron por Lisboa el padre franciscano, fray Nicolás de Velasco, del convento de su Orden en Ayamonte[133], y el administrador del duque de Medina Sidonia, don Luis de Castilla. Era de suponer que el franciscano fuese emisario del marqués de Ayamonte, síéndolo Castilla del duque, su señor. Y, aunque la reina no me ordenase expresamente acogerlos y atenderlos en lo que necesitasen, pronto uno y otro hubieron de encontrase conmigo, o hacerse los encontradizos, con distintos motivos o pretextos: Fray Francisco, por ser yo terciario franciscano de estricta observancia, como ya he dejado dicho; don Luis, por conocernos de los tiempos en que serví al anterior duque, don Manuel, hasta que asumí el oficio de escribano del número en la villa iliplense… Algunos dicen que el propósito de la venida de fray Nicolás y de Luis de Castilla a la Corte de Lisboa fue el de alertar al rey de Portugal sobre la conspiración que se estaba preparando contra él y que, si bien es verdad que la habían emprendido lusitanos, se daba por cierto que tras ellos estaba la inducción y el apoyo del monarca castellano[134].  Pero yo soy de la opinión de que ambos emisarios fueron enviados por el duque y el marqués para concertarse con Don Juan IV, poniendo en su conocimiento lo que en Andalucía tramaban y recibir su ayuda en hombres y dinero. Mas he de reconocer que, pese a mi posición cercana a la reina, esta no me reveló cosa alguna de lo que se tramara, sino que hubiera quedado ayuno de noticias, de no ser por la indiscreción y disparatado comportamiento del franciscano, como seguidamente relataré.

     Había en aquellos días en las prisiones de Lisboa numerosos españoles que habían sido sorprendidos en los meses anteriores por la independencia de Portugal y, considerados sospechosos por las nuevas autoridades, habían pasado a llenar las mazmorras de los fuertes y presidios de todo Portugal. Concibió entonces fray Nicolás la peregrina idea de hacerse pasar por uno de tales reclusos, para así ganarse la confianza de otros prisioneros y sonsacarles cuanto supieran de la conjura que contra el de Braganza se preparaba. Sospechando del fraile y queriendo aprovecharse de su credulidad, don Francisco Sánchez Márquez, antiguo contador de la Contaduría Mayor de Cuentas de Portugal, verdadero preso en Lisboa, entró en tratos con fray Nicolás, ofreciéndosele para cuanto deseara, a cambio de que le gestionara su liberación y entrada en España. El francisco, aunque por entonces no juzgaba oportuno abandonar la misión que le había confiado el marqués de Ayamonte, no solo accedió a lo que el contador le pedía, sino que le aseguró un puesto mejor en Andalucía, ya que Sánchez le había hecho creer que, de retornar a Madrid, le pedirían cuentas por ciertas irregularidades en su gestión como pagador del ejército. Fray Nicolás, haciendo alarde de grandezas, le aseguró que, una vez en tierras andaluzas, conseguiría para el contador un título de nobleza, esperando por su parte nada menos que ser nombrado cardenal. Aquel embeleco concluyó con la entrega al liberado, Francisco Sánchez, de unas cartas comprometedoras para el duque de Medina Sidonia, de las que se dice que algunas estaban firmadas por el mismísimo rey de Portugal. Resulta ocioso decir que, tan pronto se hubo encontrado en Castilla, Sánchez, en lugar de encaminarse a las tierras del duque de Medina Sidonia, se dirigió a la Corte madrileña, donde entregó la correspondencia facilitada por fray Nicolás de Velasco al Conde-Duque, que sería quien, a la postre, procurara al delator una recompensa similar a la que se le había ofrecido, a saber, una plaza de consejero honorario de Hacienda, con una renta anual de tres mil ducados.

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     … La reina, Doña Luisa, que había sentido de las indiscreciones de fray Nicolás, y veía cómo su hermano se hallaba cada vez más comprometido en una trama cuyos preparativos se alargaban, al no concertarse efectivamente los portugueses con sus aliados franceses y holandeses, sentía honda aprensión por el futuro de don Gaspar de Guzmán y la casa de Medina Sidonia. Movida, pues, la reina por el amor que tenía a su único hermano vivo y por la poca confianza que sentía hacia la reflexión y mesura de él y de su asociado, el marqués de Ayamonte, escribió a aquel una carta -tal vez, a espaldas de su propio esposo, el rey-, advirtiendo al duque asidonense de los peligros que le acechaban y sugiriéndole que abandonase su muy incierto propósito de erigirse en rey de Andalucía, y que, ante cualquier riesgo de ser descubierto y detenido por orden de Su Majestad, Felipe IV, huyera a Portugal, desde donde podría en su momento retornar a Andalucía con el apoyo de las tropas portuguesas y, en su caso, de la flota combinada. Seguidamente, me convocó ante ella para rogarme que fuese yo quien, como buen conocedor de aquellas tierras, llevase la misiva a su hermano, el duque, al tiempo que me revelaba el contenido de la misma, para que constatase que su propósito no era otro que el de evitar a don Gaspar amenazas y peligros…

Gaspar de Guzmán, duque de Medina Sidonia

     … Dudo de que estuviese en mi sano juicio cuando acepté aquel mandado, que podría suponer mi muerte, caso de ser descubierto llevándolo a efecto. Cuente en mi favor mi devoción a Doña Luisa y la circunstancia de que, en aquellos primeros días de agosto de 1641, mucha gente cruzaba la frontera sin dificultad. De hecho, me sumé como uno más de su séquito a la servidumbre de doña Luisa de Velasco, condesa de Castelnovo, que había sido autorizada por la Corte portuguesa a trasladarse de Lisboa a Castilla, abandonando definitivamente Portugal[135], como otras tantas personas de alcurnia que, o bien eran españolas, o bien querían seguir fieles al rey de España. Esa coincidencia me facilitó la entrada en Badajoz, sin ser molestado, y desde allí tomé el camino hasta Sanlúcar, donde esperaba encontrar al duque de Medina Sidonia, procurando evitar las rutas principales y hacerme acompañar de muleros y hasta de contrabandistas.

     … Al llegar a Sanlúcar, encontré allí a la señora duquesa y a sus hijos, pero no a don Gaspar, que había sido llamado días antes a la Corte, por su primo el Conde-Duque, por razones que se ignoraban, pero que yo en seguida comprendí; tanto más, cuanto que me informaron de que también había sido llamado el marqués de Ayamonte; solo que este, temiendo ser hecho prisionero, había optado por la decisión absurda de permanecer en sus tierras, hasta ser detenido en ellas por tropas al mando del marqués de Peñaranda. En vista de todo ello, me decidí a pedir reservadamente audiencia a la duquesa, doña Juana, exponiéndole muy sucinta y superficialmente la misión que me había traído hasta el estado de su marido. Finalmente, le entregué a ella la carta de la reina de Portugal, rogándole con el mayor interés que viera cómo hacérsela llegar a su marido, de la forma más disimulada posible. Seguidamente, alquilé un jabeque para navegar hasta Ayamonte y, desde allí, crucé por la noche el Guadiana hasta Castromarín[136], frontero de la plaza ayamontina, desde donde emprendí por la posta el regreso a Lisboa.

     … Mucho lamentó la reina mi informe de las cosas de Andalucía, pues era paladino que la conspiración del duque de Medina Sidonia y el marqués de Ayamonte había sido descubierta, siendo de esperar que ambos nobles -como en su día los portugueses conjurados contra su rey- acabasen en el patíbulo… Y, aunque mi viaje hubiese resultado infructuoso, complació a la reina mi acatamiento de sus deseos y -según ella- el valor y la pericia demostrados en dicho cumplimiento. La satisfacción fue aún mayor cuando Doña Luisa tuvo conocimiento de que, sin perjuicio de otros castigos y menoscabos para la persona y ducado de su hermano[137], el rey Don Felipe le había perdonado la vida. De la concesión de dicha gracia se tuvo conocimiento en Portugal por la extravagante manera de la que usó el duque, Don Gaspar, para mostrar su adhesión al rey de España y su indignación para con el de Portugal. Consistió aquella en retar al Su Majestad, Don Juan IV, para que con él luchara en singular combate, por haber empañado el honor de su familia y esparcido sospechas sobre su fidelidad acrisolada. Y, a la espera de la posible aceptación por el rey lusitano, Don Gaspar, en unión de otros caballeros y de nutrida hueste, se mantuvo a la espera durante ochenta días en Valencia de Alcántara, entre el 1º de octubre y el 19 de noviembre de 1641. Comoquiera que Don Juan tomara a broma el desafío, no haciendo de él el menor caso, Don Gaspar, terminado el plazo, penetró en tierras de Portugal y realizó alguna devastación en las tierras fronterizas, regresando seguidamente a Garrovillas, donde permaneció de guardia varios meses, por orden expresa del rey, Don Felipe.

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     Como ya indiqué antes, dejo aquí -finales del año 1641- la transcripción de las memorias de Rodrigo Cardenal y Menezes. Tan solo añadiré un apunte sobre el destino que cupo al marqués de Ayamonte, Don Francisco Manuel de Guzmán y Zúñiga. Por delito de lesa majestad, fue condenado a pena de muerte, con confiscación de todos sus bienes, sentencia dictada en 1646. En espera de una ejecución que, al dilatarse más de dos años, hizo pensar más en un indulto real, que no en una mera suspensión de la sentencia, el marqués permaneció recluido en el Alcázar de Segovia. Finalmente, por diversas razones políticas -singularmente, una rebelión en Aragón, encabezada por el duque de Híjar-, el rey ordenó cumplir la pena capital, lo que se llevó a cabo por degollación en el citado alcázar, el día 12 de diciembre de 1648. El marquesado de Ayamonte pasó por sucesión a la hermana del ejecutado, doña Brianda de Zúñiga[138].

Así se escribe la historia (a veces)

 

                



[1]  Se resalta el hecho porque Sanlúcar de Barrameda fue la sede histórica del ducado de Medina Sidonia, donde actualmente sigue ubicándose el palacio más destacado propiedad de dicha familia noble.

[2]  Una de las pronunciaciones “a la andaluza” de la interjección impropia, ¡Jesús!

[3] Juan José de Austria (1629-1679), político y militar español, hijo bastardo reconocido de Felipe IV. Como general, tuvo participación destacada, aunque no afortunada, en diversas campañas de la guerra hispano-portuguesa por la independencia del país luso (1641-1668).

[4] Tipo de vino de Jerez seco, que suele tomarse muy fresco, con aperitivos salados (frutos secos, aceitunas, conservas de pescado, etc.).

[5] Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura (1936-2008), XXI duquesa de Medina Sidonia (1957-2008). Aunque pueda parecer mentira, creo que su apasionante vida carece de una biografía digna de tal nombre. En lo que interesa a este relato, entre sus numerosos trabajos históricos, está el titulado Historia de una conjura: la supuesta rebelión de Andalucía, en el marco de las conspiraciones de Felipe IV y la independencia de Portugal, Diputación Provincial de Cádiz, Cádiz, 1985. En él, con base en documentación de su archivo ducal, la autora niega que hubiese una verdadera “conspiración” por parte de su antecesor.

[6] Forma coloquial de aludir a los asesinados por motivos políticos en nuestra guerra civil (1936-1939).

[7] Entre esas fundaciones, destaca para el caso la Fundación Casa de Medina Sidonia (1990), accesible por internet en la página web, fccasamedinasidonia. com.

[8] Forma de aludir al inicio de la guerra civil aludida en la nota 6, producido en 17/18-07-1936.

[9] En concreto, el 21 de agosto de 1936, en la localidad de Estoril (distrito de Lisboa).

[10] Gonzalo Queipo de Llano y Sierra (1875-1951), militar español que, durante la citada guerra civil, ostentó el mando del Ejército del Sur del bando sublevado contra la República.

[11] Poema haiku, obra de Mario Benedetti, Rincón de Haikus, múltiples ediciones a partir de 1999. El poema dice así: Un pesimista / es solo un optimista / bien informado. Yo prefiero definirlo como un realista bien informado, pues me temo que los optimistas no cambien de registro tan fácilmente…

[12] El texto correspondiente a las Memorias figura escrito en letra cursiva o “bastardilla”. Las observaciones o apostillas mías lo están en letra redondilla.

[13] En realidad, el linaje de Lerma obtuvo la consideración de condado en 1484, pasando a ducado en 1599, consideración que, con grandeza de España, mantiene en la actualidad (2024).

[14] Francisco de Mora (1583-1610), gran arquitecto español, maestro mayor de las construcciones reales y de las de la villa de Madrid, quien dejó la mayor parte de sus obras en la capital de España y alrededores.

[15] Francisco de Sandoval y Rojas (1553-1625), I Duque de Lerma, valido de Felipe III entre 1598 y 1618.

[16] El palacio ducal de Lerma se inició en 1601 y pudo darse por concluido hacia 1615, a falta de algunas obras complementarias.

[17] Valladolid fue capital de los reinos de España entre enero de 1601 y marzo de 1606, cuando la Corte retornó a Madrid.

[18] No viene al caso entrar en detalles sobre la azulejería portuguesa, ni siquiera la de la época. En internet hay interesantes artículos en español que resumen el tema, como, por ejemplo: Museo Nacional del Azulejo, El azulejo en Portugal: arte de identidad, patrimonio mundial (artsandculture.google.com); ARTIS-Instituto de História da Arte da Faculdade de Letras da Universidade de Lisboa, Breve historia del azulejo en Portugal (sietelisboas.com).

[19] Como he dejado apuntado en la nota 16, el alicatado y otros detalles terminales del palacio ducal de Lerma (Burgos) se ejecutaron entre 1615 y 1618, aproximadamente.

[20]  Sobre el Palacio Real de Valladolid, propiamente dicho, véase la extensa monografía de Javier Pérez Gil, El Palacio Real de Valladolid, sede de la Corte de Felipe III (1601-1606), “Arquitectura y Urbanismo”, nº 60 (2006), Universidad de Valladolid, Valladolid, 2006. Sobre el llamado “Palacio de la Ribera”, nunca concluido y hoy casi sin vestigios, Javier Pérez Gil, Jardines y parques en la Huerta de Felipe III de Valladolid, Cuartas Jornadas sobre “El Bosque” de Béjar y las Villas de Recreo en el Renacimiento, Béjar, 2002, pp. 179-197 (con libre acceso por internet).

[21] Denominación de época para la iglesia vallisoletana de San Lorenzo, de cuya obra primitiva restan al presente (2024) la torre y la portada.

[22] Tal vez la alusión a este gran dramaturgo vimaranense (1465-1536) no sea muy acertada, ya que la mayor parte de su obra más conocida fue escrita en lengua castellana.

[23] El matrimonio se celebró en 1598, es decir, el mismo año en que el padre de la novia se convirtió en valido del nuevo monarca, Felipe III.

[24] Gaspar de Guzmán y Pimentel (1587-1655), valido de Felipe IV desde el inicio de su reinado (1621) hasta 1653; conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor (desde 1625), fue por ello conocido como el Conde-Duque.

[25] Manuel Alonso Pérez de Guzmán (1579-1636), VIII duque de Medina Sidonia entre 1615 y 1636.

[26] Véase Juan Miguel González Gómez y Manuel Jesús Carrasco Terrizo, La iglesia de La Merced de Huelva, Boletín Oficial del Obispado de Huelva, nº 209 (junio-agosto de 1976), pp. 1-30 (accesible en internet). La iglesia de La Merced desempeña actualmente las funciones de catedral de la diócesis de Huelva.

[27] Una de las más importantes universidades de España entre las hoy desaparecidas. Radicó en la ciudad sevillana de Osuna; funcionó entre 1548 y 1824, con fundación y patrocinio de la casa de Ureña-Osuna.

[28] El condado de Niebla, después de múltiples avatares históricos, estuvo “asociado” a la casa de Medina Sidonia, al ser ostentado por los todavía herederos de este ducado. Así, Don Manuel Alonso Pérez de Guzmán (véase nota 25) fue el XI conde de Niebla, hasta ser investido como VIII duque de Medina Sidonia.

[29] La casa de Medina Sidonia toma su origen del caballero castellano, Alonso Pérez de Guzmán (1256-1309), quien, por sus méritos, fue apodado El Bueno. De hecho, durante algún tiempo, los duques de Medina Sidonia se apropiaron del epíteto de su ilustre predecesor.

[30]  En efecto, a día de hoy todavía siguen existiendo dudas sobre si -por varios y contradictorios motivos- el Conde-Duque de Olivares estuvo, o no, conforme con este vínculo matrimonial que, si bien potenciaba a sus parientes Guzmanes, también creaba una relación peligrosa entre dos grandes casas, a un lado y otro de la frontera. El tiempo acabaría por dar la razón a quienes recelaron de tal unión matrimonial.

[31] Obviamente, se trata de Vila Viçosa, localidad en el actual distrito de Évora, separada de la frontera española únicamente por el municipio de Elvas. Aprovecho esta nota para señalar que, siempre que sea posible, utilizaré para vocablos lusos la ortografía española, como, por otra parte, hizo Rodrigo Cardenal en sus memorias.

[32] Se alude a la famosa princesa de Éboli, Doña Ana Mendoza de la Cerda (1540-1592). Véase, entre la abundante y discutible literatura sobre ella: Manuel Fernández Álvarez, La princesa de Éboli, Espasa, Madrid, 2010.

[33] Durante la Edad Media el solar de la casa de Braganza fue su castillo mansión de Guimarães. A comienzos del siglo XVI, habiendo optado por trasladarse a la región del Alentejo, los Braganza iniciaron la construcción de un fastuoso palacio para su residencia, cuya construcción fue avanzando -y modificándose- lentamente a lo largo de dicho siglo y de la primera mitad del XVII. Al convertirse en reyes de Portugal (1640), los titulares del ducado se trasladaron a Lisboa, pasando a ser el palacio de Vila Viçosa residencia de recreo y para las “vacaciones” veraniegas.

[34] Se alude a Don Juan, VIII duque de Braganza (1604-1656), que ostentaba el ducado desde 1630. Con el tiempo, llegaría a convertirse en el rey Juan IV de Portugal (1640-1656).

[35] Antonio Brandão, Monarchia Lusitana, Terceira parte, impreso por Pedro Craesbeck, Lisboa, 1632. Puede consultarse en la www.liburutegibiltegi.bizkaia.eus y -junto con la cuarta parte- en la www.purl.pt. Está escrito de portugués. El doctor, fray Antonio Brandão (1584-1637), fue monje cisterciense ligado al gran monasterio de Alcobaça, importante historiador y Cronista Mayor del Reino de Portugal (1628-1637).

[36] Afonso Henriques (1109-1185), o Alfonso I de Portugal (rey entre 1139 y 1185). Las supuestas Cortes de Lamego, de las que fray Antonio Brandão no señala fecha precisa, se habrían celebrado en los primeros años del reinado de Alfonso I, presumiblemente en 1139 (o entre 1139 y 1143).

[37] La traducción portuguesa de las actas de Lamego en esta materia sucesoria se halla, precisamente, en el folio 144 de la obra citada en la nota 35. Esquemáticamente, venía a decirse que las mujeres tenían derechos de sucesión, pero no podían casar con extranjeros. En caso de que esto sucediera, su esposo no podría reclamar el título de Rey de Portugal, ni gobernar junto con su esposa, de modo que el país nunca fuera gobernado por un rey extranjero. En esa misma situación, la reina no podría transmitir los derechos hereditarios a sus propios descendientes (el subrayado es mío).

[38] En concreto, con el emperador Carlos V.

[39] Nombre con el que es conocido el Archivo Nacional (otrora, General o Central) de Portugal. Fue fundado en el siglo XIV y continúa en pleno funcionamiento en la actualidad. Corresponde al gran historiador luso, Alexandre Herculano (1810-1877), en su Historia de Portugal (la octava edición, de 1875, puede consultarse íntegra en la www.purl.pt), el haber hecho pública la constatación de que las actas de las Cortes de Lamego no obraban archivadas en la Torre do Tombo, confirmándose así la opinión dominante en la moderna historiografía de que dichas Cortes no se celebraron en realidad.

[40] Invención no pequeña, pues la versión “original” latina de sus actas ocupa un total de tres caras de un in folio, escritas a doble columna. Véase nota 35.

[41] Francisco de Praves (1586-1637), hijo del también afamado arquitecto, Diego de Praves, trabajó principalmente en Valladolid y Madrid, llegando a ser Maestro Mayor de Obras de Felipe IV. Véase, Concepción Ferreiro Maeso, Francisco de Praves (1586-1637), Junta de Castilla y León, Valladolid, 1995.

[42] Fray Antonio Brandão murió en 1637, siendo así que la carta de Rodrigo Cardenal fue escrita en 1634.

[43] Don Juan de Braganza y Doña Luisa de Guzmán (o Gusmão) tuvieron cinco hijos entre 1634 y 1640: Teodosio, Juana y Catalina, que sobrevivieron, y Ana y Manuel, que fallecieron al nacer. Posteriormente, tendrían otros dos hijos, Alfonso (nacido en 1643) y Pedro (nacido en 1648), que llegarían a ser, sucesivamente, reyes de Portugal.

[44] El VIII duque de Medina Sidonia falleció en 1636, sucediéndole Don Gaspar Alonso Pérez de Guzmán, que fue titular del ducado entre 1636 y 1645, en circunstancias de las que más adelante se tratará.

[45] Eduardo (Duarte) de Braganza (luego, de Portugal) (1605-1649). Hermanos menores de don Juan y de él fueron Catalina (fallecida niña, en 1610) y Alejandro del que, aunque debió de ser conocido por Cardenal -pues murió en 1637-, este nada dice en sus memorias.

[46]  En concreto, Fernando III de Austria. La guerra era la de los Treinta años (1618-1648), en la que estaba a punto de producirse la entrada decisiva de Francia (1635) en contra del Imperio y de España.

[47]  Al sospecharse con fundamento que Eduardo de Braganza iba a regresar a Portugal para apoyar la causa de su hermano, Juan IV, el rey de España pidió y obtuvo del Emperador de Austria que lo detuviese y se lo entregara (1641), procediendo seguidamente a encarcelarlo en Milán hasta su muerte (1649), desoyendo las insistentes gestiones de Portugal para lograr su liberación. Pese a la sospecha de Cardenal, no hay base para creer que don Eduardo fuese asesinado, si bien la prolongada prisión pudo acelerar su muerte, producida cuando solo contaba 44 años de edad.

[48] Sobre la iglesia, cofradías y devociones de Nuestra Señora de la Concepción de Vila Viçosa, véase: Maria Marta Lobo de Araujo, Servir a dos Senhores: A real confraria de Nossa Senhora da Conceição de Vila Viçosa através dos seus estatutos de 1696, Callipole, nº 9 (2001), pp. 126-139. Sobre la devoción de Doña Luisa de Guzmán, véase p. 128, y sobre la continuidad de las cofradías desde la Edad Media, pp. 129-130. El artículo puede encontrarse por internet en la página web, repositorium.sdum.uminho.pt.

[49] Sobre dicha cofradía, a tenor de los estatutos de 1696, véase el trabajo citado en la nota 48.

[50]  Puede venir a punto aquí el famoso grito de Almacave, una invención paralela a la de las Cortes de Lamego, pero que era creída y sentida por el pueblo portugués de forma generalizada: Nos liberi sumus, Rex noster liber est, manus nostrae nos liberaverunt (En portugués: Nós somos livres, o nosso Rei é livre, e as nossas mãos nos libertaram). En español, “Somos libres, nuestro Rey es libre, nuestras manos nos libertaron”.

[51] En las Cortes de Tomar (1581) se fijaron los criterios legales por los que el reino de Portugal pasaba a integrarse en la corona de España. De manera general, véase: Elena Postigo Castellanos, La casa de Habsburgo, la monarquía de España y el reino de Portugal (las Patentes de Tomar, 1581 – el tratado de Lisboa de 1668), en el libro colectivo “Encontros e desencontros ibéricos. Tratados hispano-portugueses desde a Idade Média”, pp. 139-153, espec. pp.140-146.

[52] Esta impresión nacionalista de Rodrigo Cardenal es generalmente aceptada por los historiadores modernos, no sin excepciones, como la del especialista en estos temas, el francés Jean-Frédéric Schaub, por ejemplo, en el artículo, Le Portugal au temps du Conte-Duc d’Olivares (1621-1640), Casa de Velázquez, Madrid, 2001 (puede consultarse en la web, books.openedition.org). En mi modesta opinión, es posible que el nacionalismo portugués no jugara el principal papel en el golpe de Estado de 1640, pero sí fue decisivo para su rapidísimo y clamoroso triunfo interno, así como para su enérgica defensa frente al exterior, tanto en el Portugal metropolitano, como en el imperio (en especial, en Brasil).

[53] A título de ejemplo, véase, R.A. Stradling, Felipe IV y el gobierno de España (1621-1665), Cátedra, Madrid, 1989, espec. pp. 124-133, 180-192 y 265-272 (El original inglés fue editado en 1988 por la universidad de Cambridge).

[54] En particular, la Guerra de los Treinta Años y la entablada con las llamadas Provincias Unidas (vulgo, Holanda).

[55] Ha de tenerse en cuenta que el vocablo portugués fidalgo no coincide con el español hidalgo, pues implica una consideración nobiliaria más elevada o, cuando menos, no necesariamente del rango inferior de la nobleza. Para mayores detalles, véase: António Manuel Hespanha, A nobreza nos tratados jurídicos dos séculos XVI a XVIII, Penélope, nº 12 (1993), pp. 27-42.

[56] Cardenal no concreta la fecha de la entrevista, pero, por el contexto histórico, se deduce que sería cercana al año 1637.

[57] El gasto creciente se debía, sobre todo, a la declaración de guerra de Francia, gran potencia en la época. La carga tributaria adicional a repartir había sido fijada, según autores, entre 1 y 1,2 millones de cruzados.

[58] Véase la extensa nota biográfica sobre el VIII duque de Braganza -luego, rey Juan IV de Portugal- de la que es autor Rafael Valladares Ramírez, en el Boletín de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es). En ella se afirma que el citado magnate era señor de cuarenta y cinco lugares y de ciento setenta mil vasallos (otras fuentes rebajan esta última cifra a los cien mil).

[59] Se trataba del V conde de Vimioso, don Afonso de Portugal e Castro (1591-1649), que ostentaba el título desde 1619. En 1643, Juan IV premiaría su fidelidad con el título de marqués de Aguiar.

[60] Alude a Felipe II de España. El Portugal, los Filipes (I, II y III) equivalen a nuestros Felipes II, III y IV, respectivamente.

[61] Término empleado por el Conde-Duque, a partir de su “Gran Memorial” de 25 de diciembre de 1624, para referirse a la necesidad de que España combatiera en las guerras como un todo uniforme, no -como hasta entonces- cargando Castilla con la mayor parte del esfuerzo bélico.

[62]  Sobre las controvertidas figuras de Diogo Soares y Miguel de Vasconcellos, puede tenerse una idea suficiente con sus respectivas notas biográficas en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es), a cargo de Jean-Frédéric Schaub. Sobre Vasconcellos se volverá más adelante, en el decurso del relato.

[63] La introducción del cultivo del maíz -procedente de América- fue más generalizada en Portugal que en España, debido al mayor índice de pluviosidad de las tierras lusitanas.

[64]  Rodrigo Cardenal no nos da su nombre, pero bien pudiera ser el del famoso padre, Antonio Vieira (1608-1697), que fue en efecto confesor de la reina Luisa de Guzmán en momentos en que ya había llegado al trono, como también fue importante consejero de su marido, Don Juan IV. Con todo, la identidad es dudosa pues, en la fecha a que se refiere el relato, es probable que Vieira no hubiese alcanzado privanza con la familia de los Braganza o, incluso, que todavía anduviera evangelizando por las misiones de Brasil, su tierra nativa.

[65]  El Colegio universitario del Espíritu Santo fue fundado en Évora por decisión del cardenal infante Don Enrique -luego, rey Enrique II- en 1559 y se mantuvo en activo hasta la expulsión de los jesuitas en 1759. Actualmente, forma parte de las instalaciones de la Universidad de Évora, fundada como tal por las autoridades civiles en 1979.

[66] Los nombres, castellanizados, corresponden a jesuitas realmente presentes en Évora en la época. Otros padres eborenses, también destacados por su oposición a la política española en Portugal, eran Álvaro Peres Pacheco y Diogo Lopes.

[67] La Compañía de Jesús fue aprobada por el papa, Paulo III, en 1540.

[68] Véase, José Julián Lozano Navarro, La Compañía de Jesús y el poder en la España de los Austrias, Cátedra, Madrid, 2005, espec. pp. 177-287 (de libre consulta por internet en digibug.ugr.es).

[69] Quizá el motín más notable anterior al de Évora fue el llamado de las mazorcas, producido en Oporto en 1628.

[70]  En mi opinión, el mejor libro en español sobre las campañas militares de los ejércitos españoles en Portugal sigue siendo el del investigador y literato, Serafín Estébanez Calderón, titulado: De la conquista y pérdida de Portugal, Madrid, Colección de Escritores Castellanos, 2 vols., Madrid,1885 (accesible por internet, por ej., en books.google.com.bo). Lamentablemente, el libro no se refiere al sometimiento de los amotinados de 1637-1638, quizá por no implicar una verdadera contienda entre dos ejércitos stricto sensu.

[71] Para contrastar el relato de Rodrigo Cardenal, he empleado los siguientes artículos, ya antañones: Aurelio Viñas Navarro, El motín de Évora y su significación en la restauración portuguesa de 1640, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 1924, pp. 321-339, y 1925, pp. 29-49 (véanse espec. pp. 337-339 y 29-36). Los artículos (continuación uno de otro) son accesibles por internet, en la www.cervantesvirtual.com.

[72] El valido (en teoría, secretario del Conselho de Estado radicado en Lisboa) era Miguel de Vasconcelos (o Vasconcellos), aludido en la nota 62. La virreina, Doña Margarita, era la prima del rey Felipe IV, Margarita de Saboya (1589-1655), virreina de Portugal entre 1634 y 1640. Nota biográfica sobre ella, a cargo de Rafael Valladares, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es).

[73] Cámara viene a equivaler en portugués a nuestro ayuntamiento.

[74] Nueva salvedad idiomática: el regidor portugués de la época equivalía al corregidor castellano.

[75] En efecto: véase el capítulo 3 de este relato.

[76] Los nombres completos eran Sisenando Rodrigues y João Barradas. Se afirma que Sisenando era juiz do povo y Barradas, escribano.

[77] La cuestión es dudosa. Lo que sí parece cierto es que Sisenando y Barradas no se enfrentaron abiertamente al regidor, sino que se escudaron reiteradamente en la circunstancia de que no tenían mandato del pueblo para acordar el pago de una contribución que era tan repudiada; de modo que, aunque ellos le diesen su beneplácito, de nada iba a servir.

[78] Se recuerda que Rodrigo Cardenal era terciario franciscano.

[79] La obra histórico-literaria más famosa sobre este curioso y enigmático personaje histórico es: António Francisco Barata, O Manuelinho d’Évora. Romance histórico (1637), Imprensa Literária, Coimbra, 1873, espec. pp. 238 y siguientes. Puede consultarse por internet en archive.org. Hago la salvedad de que se trata de un relato en prosa, no de lo que los españoles entendemos por un romance.

[80] Una tradición, recogida en el Romance citado en la nota 79, le hace morir en el año 1643, durante los combates entre portugueses y españoles por la posesión de la localidad pacense fronteriza de Cheles.

[81] Como los del jesuita, padre Manso, y el dominico, Juan de Vasconcellos, que parece ser que fueron los últimos emisarios de la virreina.

[82] Miguel de Noronha (1585-1647), IV conde de Linhares, antiguo virrey de la India portuguesa y miembro del Consejo de Portugal. Habiéndose mantenido fiel en todo momento al rey de España, fue cabeza del condado español de Linares (1643), que sería elevado a ducado en 1667. Referencia biográfica, a cargo de Félix Labrador Arroyo, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es).

[83] Véase Joaquim Pedro de Oliveira Martins, História de Portugal, vol. 2º, 4ª edic., Vieira Bertrand, Lisboa, 1887, pp. 123-124: inepto… fraco… egoísta… natureza mesquinha (puede consultarse en internet: pt.scribd.com). Con todo respeto, yo disiento de tan peyorativo juicio del gran historiador decimonónico.

[84] Teodósio de Bragança -luego de Portugal- (1634-1653), hijo mayor vivo de los duques de Braganza, que contaba a la sazón tres años de edad, y que no llegaría a reinar por su temprana muerte, víctima de la tuberculosis, a los 19 años.

[85]  Para conocimiento de los lectores, aclaro que lo único estrictamente imaginario del relato es lo referido a la participación en los hechos del narrador, Rodrigo Cardenal, de cuya existencia e intervención no estoy en condiciones de afirmar otra cosa que su verosimilitud.

[86] El nombramiento tenía la fecha de 28 de enero de 1639.

[87]  La sucesión en el ducado se produjo en marzo de 1636.

[88]  Se trataba del V marqués de Ayamonte, don Francisco Antonio de Guzmán y Sotomayor (1606-1648), del que se seguirá hablando en estas memorias, en el capítulo 7.

[89]  A la sazón, don Francisco González de Andía-Irarrazábal y Zárate (1576-1659), quien, entre otros cargos anteriores al de la campaña portuguesa, había tenido el de capitán general de Galicia.

[90] Es decir, no tener que fijar su residencia en Lisboa y poder hacer de incógnito los viajes y visitas que precisara para cumplir los deberes de su cargo.

[91] Lo era desde 1634. Para auxiliarla en esos menesteres militares, el Conde-Duque le asignó un asesor castellano: Gaspar Ruiz de Escaray, hasta entonces miembro del Consejo de Guerra en Madrid.

[92] Cardenal se refiere al año 1638.

[93] Las sospechas de nuestro narrador eran certeras. Sobre la base de documentos de la época, se resume los conciliábulos entre don Duarte y algunos conjurados en: Rafael Valladares, Sobre reyes de invierno. El diciembre portugués y los cuarenta fidalgos (o algunos menos, con otros más), Pedralbes.Revista d’historia moderna, nº 15 (1995), Barcelona, pp. 103-136, espec. pp. 115-116 (accesible en internet en la página Dialnet.unirioja.es).

[94] Aclamação es la palabra portuguesa con la que habitualmente se nombra la proclamación como rey de Juan IV de Braganza, previa o simultáneamente aceptada por este, a reserva de su coronación y de la adhesión de las Cortes generales del reino.

[95] Restauração es la palabra portuguesa para designar la total independencia de Portugal respecto de los reinos de la corona de España, a partir del año 1640.

[96] Aunque con mucha menos extensión (47 páginas) de la que el personaje biografiado merece, véase: Gualter Cardoso, João Pinto Ribeiro, figura-chave da Restauração, Sociedade histórica da Independéncia de Portugal, Lisboa, 1990.

[97] Aunque la decisión en ambos casos era del rey, lo que quiere dar a entender Cardenal es que aquel actuó a petición expresa y efectiva del duque de Braganza.

[98] La opinión de Rodrigo Cardenal es compartida, no sin discrepantes, por numerosos historiadores, que llegan hasta afirmar que Pinto Ribeiro no entró en las reuniones conspirativas hasta mediados de octubre de 1640, si bien en el siguiente mes y medio su mediación entre los conjurados y el duque de Braganza fue decisiva para el éxito del golpe de Estado del 1 de diciembre de 1640.

[99] Ese relevante papel de João Pinto Ribeiro en el final de la conspiración braganciana está detallado en un manuscrito de la época, obrante en la Academia de Ciencias de Lisboa, Serie Vermelha, ms. 669, ff. 7-35 vto. Lleva el rótulo de Como foi o suceso da aclamação do Nosso Senhor Rei D. João IV (hay impresiones contemporáneas, a partir de 1996-1997; la de 2007, a cargo de Evelina Verdejo, publicada por la Universidad de Coímbra, es accesible por internet en la www.uc.pt). Los plenipotenciarios del duque de Braganza a que se alude en el relato fueron D. Miguel de Almeida (1560-1650), conde de Abrantes, y Don Pedro de Mendonça (1592-1652), alcaide mayor de la plaza fortificada de Mourão.

[100] Sobre este tema es muy concluyente el resumen de Jean Frédéric Schaub, La Restauración portuguesa de 1640, Chronica Nova, nº 23 (1996), pp. 381-402, espec. pp. 397-401. Francisco Dávila y Guzmán (1580-1647), V marqués de Loriana y I de la Puebla de San Bartolomé, tiene resumen biográfico, a cargo de Miguel Ángel Rengel Manzanas, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es).

[101] Palacio real de Lisboa entre principios del siglo XVI y el terremoto de 1755, que lo destruyó. Frente a él se abría una amplia plaza, o Terreiro do Paço, que con el tiempo daría lugar a la Plaza del Comercio.

[102] Política de supresión y desamortización de los bienes de las numerosísimas capelas portuguesas, que minoraba extraordinariamente los emolumentos del clero y ofendía los derechos de la Iglesia en la materia, como el colector apostólico en Lisboa, Alessandro Castracani, denunciaba con gran virulencia.

[103] Una vez más, Cardenal estaba bien informado: el marqués de la Puebla fue nombrado consejero de Estado.

[104] Tomé Pinheiro da Veiga (c. 1570-1656), magistrado y político portugués, fiel y esforzado servidor de los reyes de Portugal, Felipe II, Felipe III y Juan IV.

[105] Puntual noticia de tal embajada en: Patrick Williams, El Duque de Lerma y el nacimiento de la Corte Barroca en España: Valladolid, verano de 1605, Studia Historica: Historia Moderna, vol. 31 (2009), Salamanca, pp. 19-51, espec. pp. 23, 31-35, 40-41 y 44-47 (accesible por internet en: revistas.usal.es).

[106] Se trata de José Pereira de Sampaio (1857-1915). Nota biográfica del mismo: Ricardo Vélez Rodríguez, José Pereira de Sampaio Bruno (1857-1915). O homem e la sua obra, Colóquio Antero de Quental dedicado a Sampaio Bruno. Aracaju, 1995, pp. 83-104 (accesible por internet en la www.ensayistas.org).

[107] Fastigínia, edição de Sampaio Bruno, Biblioteca Pública Municipal do Porto, Porto, 1911.

[108] Fastiginia, o Fastos geniales, traducción del portugués y anotaciones a cargo de Narciso Alonso Cortés, con prólogo de José Pereira de Sampaio, Imp. Colegio de Santiago, Valladolid, 1916 (accesible por internet: bibliotecadigital.jcyl.es). Hay ediciones posteriores, a cargo del Ayuntamiento de Valladolid, en 1973 y 1989.

[110] Lo cierto es que, aunque Pinheiro da Veiga se mantuvo soltero de por vida, tuvo dos hijos de una manceba, a los cuales reconoció.

[111] Pero lo cortés no quitaba lo valiente: Pocas cartas recibiría el rey Felipe IV tan duramente críticas, como la que le dirigió Pinheiro da Veiga en 1632, a propósito del nuevo gravamen a los funcionarios de justicia, llamado de la media annata. En aquel entonces, Pinheiro era magistrado del supremo tribunal de justicia portugúes (en versión lusa, desembargador do Paço). Véase: Rafael Valladares, Sobre reyes de invierno, citado en la nota 93, pp. 109-110.

[112]  Los reyes de Portugal, Felipe II (1598-1621) y Felipe III (1621-1640). Para España, habría que añadir una unidad al ordinal de los monarcas y extender el reinado del segundo de ellos hasta 1665.

[113]  Además del sustancial manuscrito citado en la nota 99, he contrastado el relato de Rodrigo Cardenal con algunos textos de la época: Anónimo (casi con seguridad, el conjurado y testigo directo, padre Nicolau da Maia Azevedo), Relaçao de tudo o que passou na felice aclamaçao do mui alto e poderoso Rei D. João o Quarto, nosso Senhor, cuia monarquía prospere Deus por largos años (Dedicada aos Fidalgos de Portugal), imprenta de Lourenço de Anveres, Lisboa, 1641 (accesible en la www.arlindo-correia.com), y reeditado por Atlántida, Coímbra, 1939; Pedro Luis de Menezes, Conde da Ericeira, História de Portugal Restaurado, tomo 1º, edición de Antonio Pedrozo Galvão, Lisboa, 1720, pp. 45-112, espec. pp. 99-106 (accesible en archive.org). Entre los resúmenes modernos, véase: Rafael Valladares, Sobre reyes de invierno, cit. en la nota 93, pp. 118-123.

[114] Aunque la tradición quiere que el asalto al Paço da Ribeira fuera perpetrado por Cuarenta Fidalgos (los Quarenta da Fama), hoy se da por seguro que fueron bastantes más, y no solo fidalgos, sino personas de menor condición caballeresca: los llamados nobres. En el documento citado en la nota 99, se ofrece por su autor original (el anónimo que, casi con seguridad, es Nicolau da Maia Azevedo) una lista de participantes en la aclamación, que incluye a ciento tres personas: 69 fidalgos o hijos y hermanos suyos, y 34 nobres.

[115] La Historia ha conservado su nombre: Diego Garcer. Los vigilantes de servicio pertenecían a la llamada Guardia Tedesca.

[116] Los nombres de las víctimas eran Francisco Soares y el oficial, António Correia.

[117] Se suele dar por cierto que fuese el padre Nicolau da Maia de Azevedo (1591-fecha incierta), beneficiado de la parroquia lisboeta de São Mamede y cruciferario del arzobispo de Lisboa, don Rodrigo da Cunha. A dicho clérigo se le atribuye, precisamente, la autoría de la citada, Relaçao de tudo o que passou na felice aclamacão do muy alto e poderoso Rey D. João o Quarto…, accesible en la web arlindo-correia.com.

[118] El relato del viaje del duque, del de la duquesa, y de los actos de coronación han sido contrastados con la versión del fraile agustino español, testigo presencial, Antonio de Senyer, en su libro Historia del levantamiento de Portugal, imprenta de Pedro Lanaja y Lamarca, Zaragoza, 1644 (276 páginas, más otras muchas fuera de paginación), espec. pp. 88-91 (accesible, por ejemplo, en la web, liburutegibiltegi.bizkaia.eus).

[119] Aldea Galega da Merceana, en el municipio de Alenquer.

[120] Véase, André Simões, Os clássicos na literatura da Restauração: Os applausos da Universidade de Coimbra, en Maria Cristina Pimentel y Paula Morão, A Literatura Clássica ou os Clássicos da Literatura, Lisboa, 2013, pp. 63-80, espec. pp. 63-64.

[121] Respeto esa forma desusada de referirse nuestro narrador a las personas que favorecen, aconsejan o protegen a alguien, según el diccionario de la Real Academia.

[122] Para conocer el contenido de tales capítulos o asientos de Cortes, véase: Assento feito em cortes de los tres estados dos reynos de Portugal da acclamaçaõ, restitução e juramento dos mesmos reynos ao muito alto e muito poderoso senhor rey dom Ioaõ o Quarto deste nome, imprenta de Paulo Craesbeeck, Lisboa, 1641. Modernamente, véase: António Manuel Hespanha, La restauración portuguesa en los capítulos de las Cortes de Lisboa de 1641, en Varios Autores, 1640. La monarquía hispánica en crisis, Centre d’Estudis d’Historia Moderna “Pierre Vilar”, Barcelona, 1991, pp. 123-168.

[123] Sebastião de Matos de Noronha (1586-1641), arzobispo de Braga (1636-1641). Nota biográfica, a cargo de María Rosario Themudo Barata, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es).

[124] La enumeración de implicados y meramente sospechosos no tiene pretensiones de completitud. Probablemente, la lista más amplia que he manejado es la de Mafalda Soares da Cunha, en su artículo Elites e mudança política. O caso da conspiração de 1641, en Brasil-Portugal, Belo Horizonte, 2005, pp. 325-343 (accesible por internet en la web, dspace.uevora.pt).

[125] Afonso de Portugal, V conde de Vimioso entre 1637 y 1643. Su fidelidad a la Corona fue premiada con el marquesado de Aguiar, del que fue su primer titular.

[126] Véase Rui Ramos (coord.), Bernardo Vasconcelos e Sousa & Nuno Gonçalo Monteiro, História de Portugal, D. Quixote, Alfragide (Amadora), 2021, p. 309.

[127] Un buen resumen de los sucesos de 28 y 29 de julio de 1641 en: Cidália Aldeia, História. Ducado de Caminha foi criado ha 400 años, O Caminhense, 18-V-2020 (accesible en la web, jornalc.pt). La autora no pone en duda que, detrás del complot, estaba la mano del rey de Castilla y de sus acólitos, con el objeto de matar a Juan IV y forzar el retorno de Portugal al dominio castellano.

[128] Francisco de Lucena (c. 1580-1643), importante político portugués de la primera mitad del siglo XVII, Secretario de Estado del reino luso entre 1640 y 1642. Breve referencia biográfica, a cargo de Coronel Valdez dos Santos, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es). Curiosamente, Francisco de Lucena fue también degollado por motivos políticos en Lisboa, el día 28 de abril de 1643, aunque posteriormente fue rehabilitada su memoria.

[129] Don Rodrigo Calderón fue ajusticiado en la Plaza Mayor de Madrid, el día 21 de octubre de 1621.

[130] La plaza lisboeta del Rocio, o Rossio, es actualmente (2024) llamada de Pedro IV.

[131] Lo mejor, entre lo poco que hasta ahora se ha escrito sobre el tema, sigue siendo un artículo, ya añejo: Antonio Domínguez Ortiz, La conspiración del Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Ayamonte, Archivo Hispalense, tomo 34, nº 106, Sevilla, 1961, pp. 133-159 (accesible en la web, archivoypublicaciones,dipusevilla.es), espec. pp. 140-145.

[132] Aparentemente, se trata de una fabulación del político andalucista, Blas Infante, basada en una presunta conspiración morisca, encabezada por un tal Tahir al-Hor, natural de Gádor (Almería). En cualquier caso, no tiene base histórica solvente. Véase, Juan Beneyto Pérez, Las autonomías: El poder regional en España, Siglo XXI de España, Madrid, 1980, pp. 156 et alt.

[133] El convento de San Francisco de Ayamonte fue fundado en 1417. Sufrió graves daños por el terremoto de 1755 y fue definitivamente abandonado en 1835, cuando la Desamortización. Actualmente solo queda la iglesia de dicho monasterio.

[134]  Esa es la tesis del historiador portugués, Consiglieri Sá Pereira, A Restauração de Portugal e o Marquês de Ayamonte. Uma tentativa separatista na Andaluzia, Libraría Guimarães, Lisboa, 1930; una opinión que no es compartida por otros historiadores, en particular, españoles.

[135] Eran los momentos en que la antigua virreina, Margarita de Saboya, fue autorizada a abandonar Portugal, en unión de otras personas de su entorno; pero, habiendo enfermado gravemente, la virreina hubo de realizar el viaje muy lentamente, no llegando a Badajoz hasta finales del citado mes de agosto.

[136] En portugués, Castro Marim, entonces plaza fuerte,

[137] Las prisiones y destierros sufridos por el duque de Medina Sidonia, así como las multas que tuvo que pagar, las tropas que hubo de mantener y la pérdida de la plaza de Sanlúcar -que pasó a ser de realengo- y de su cargo de capitán general de las Costas de Andalucía, fueron, junto a pleitos por las alcabalas de las salinas y las almadrabas, motivos de grave descrédito y empobrecimiento del duque y de su casa que, aunque pudo recuperarse en parte, no alcanzó en el futuro la posición preeminente que había ostentado entre toda la nobleza española.

[138] Para detalles adicionales, véase el artículo, ya citado, de Manuel Fernández Álvarez, La conspiración del duque de Medina Sidonia…, pp. 143 y 153-155.