miércoles, 28 de enero de 2015

EL SUICIDIO POR AMOR (I): PRESENTACIÓN DE LA SERIE




Suicidio por amor (I): Presentación de la serie


Por Federico Bello Landrove


     La compra, por mi parte, de un hermoso ejemplar de la conocida obra de Durkheim, El suicidio. Estudio de Sociología, me acabará poniendo ante relatos y reflexiones de una antigua dama desconocida, en materia de suicidios por amor. ¿Quieren ustedes seguirme en la lectura de un ajado manuscrito de mano femenina? Pues aquí empieza la serie. Lleguen en ella hasta donde les plazca.


1.   Un libro viejo y una charla de café


     Para los amantes de lo antiguo –entre los que me cuento-, nada más divertido que asistir a una almoneda. Allí se recuerda, se aprende y, si a mano viene, puede comprarse un retazo de historia a muy buen precio. En aquella ocasión, se desmantelaba el Colegio Mayor Pelayo, tras setenta años de servicio a los universitarios de Castellar. Los cinco o seis mil volúmenes de su biblioteca se ponían individualmente a la venta, tras la selección o escamoteo previo de las mejores obras, camino de los seminarios de la Universidad o de las librerías de tutores, colegiales y aprovechados. Encaminé mis pesquisas a la signatura de Derecho Penal y Criminología, por aquello de la dedicación profesional, y allí me lo encontré.


     Se trataba de una primera edición de la traducción española de la conocida obra de Émile Durkheim, El sucidio: Estudio de Sociología, aparecida en Madrid, allá por 1928. Extenso, famoso y sólidamente encuadernado, el libro me pareció una ganga, por las trescientas pesetas a que se ofrecía. Pagué, lo puse bajo el brazo y, muy ufano, me encaminé a tomar el habitual aperitivo con los colegas. Dejé el volumen sobre la mesa, como al desgaire, y en seguida picó Joaquín, abogado de ilustre saga de criminalistas, quien lo tomó, hojeolo y ponderó:


-          Excelente ejemplar y casi con tantos años como yo. Veo que lo has tomado del Pelayo.

-          Oye, oye, que de tomar nada. Mis buenos dineros me ha costado, aunque bastante menos de lo que vale: Como están liquidando...

-          Perdona, chico, y no creas que me corroe la envidia –se disculpó el veterano abogado-. De hecho, tengo en casa un Suicide de 1897. Lo adquirió mi abuelo quien, como sabrás, era un denodado positivista, profesor universitario y letrado de postín. Y, además, el tal libro tiene tras de sí una historia y un anexo del mayor interés.


     Los contertulios nos disponíamos a escuchar una de esas sabrosísimas anécdotas con que Joaquín salpicaba nuestras pláticas. Sin embargo, aquél mediodía debía tener cierta prisa, pues excusó la historia:


-          Lo siento. No es materia a tratar con premura, entre pestilentes efluvios de calamares fritos. Si queréis, una tarde en el café os pondré al corriente del tema... y con el susodicho libro ante vuestros ojos.


     Esa tarde tardó en llegar más de un mes. Así era mi admirado amigo, tan poco dado a urgencias, como fiel cumplidor de sus compromisos. Cuando le vino en gana, apareció con el libro prometido y, al presentárnoslo, manifestó:


-          Observad el ex libris y el apéndice manuscrito. Es lo relevante para el relato casi policial que voy a hacer, contando con vuestra benévola atención.


     En efecto, en la portada del tomo, enmarcada por grecas y dos palmeras, figuraba la siguiente referencia: Zorita. Nº 376. 1900. Al final del libro, figuraban varios cuadernillos de papel rayado, cubiertos por menuda escritura redondilla a pluma, bajo la rúbrica El suicidio por amor, que yo he tomado prestada para la transcripción de los varios relatos que encierra.

     La encuadernación del tomo distaba de ser la original; por el contrario, su cartoné evidenciaba una datación circa 1950.


     Para nuestra sorpresa, Valentín, el maestro, tan pronto vio la parte manuscrita, dijo:


-          Se trata de una letra de mujer, habituada a escribir y con una grafía anterior a nuestra Guerra.


     Joaquín asintió:


-          Ciertamente. Y, por varios de los casos de suicidio que narra, estaría por asegurar que perteneció a la familia de los Zorita, propietarios primeros del libro. Ya sabéis que una rama de esa familia, tan castellarense ella, estuvo afincada en la cubana Cienfuegos, hasta la declaración de guerra por los Estados Unidos. Luego retornaron a nuestra ciudad y, aprovechando su capital y experiencia, montaron una tienda de tejidos y confección, y participaron en empresas de harinas y azucareras.


     Decidí intervenir:


-          Entonces, si sabes todo eso, ¿cuál es el enigma?


     Prosiguió Joaquín:


-          No solo doy eso por sentado, sino que estoy por asegurar que mi abuelo se esforzó en hacerse con este libro, por ser un texto clásico de la Escuela Positiva, aunque los puristas pongan en duda su naturaleza criminológica, opinando que sus claves y su relevancia son sin duda propias de la Sociología.


-          ¿Entonces?


-          Entonces, amigo Federico, el meollo de la cuestión es el siguiente: Los relatos de la Zorita escritora, ¿son verídicos o imaginarios? ¿Puede darse uno u otro calificativo a todos ellos, o hay parte y parte? Naturalmente, yo tengo mi personal punto de vista, pero me agradaría contrastarlo con el tuyo, como persona versada en la Historia y la Literatura fin de siglo.


          Era un ditirambo, pero acepté el reto, más por curiosidad que por amor propio:


-          De acuerdo. ¿Cuánto tiempo me das para hallar la solución?


-          Yo creo que seis meses pueden ser suficientes: a mes por caso. Eso sí, fotocopia el manuscrito y me lo devuelves cuanto antes. Total, como ya tienes la traducción castellana de El suicidio...


-          Cuando se presta un libro, se pierde un amigo –salté un poco amoscado-.


-          A ti, nunca –enfatizó Joaquín-. De perder un amigo, ese sería el libro.



2.   Reflexiones de una dama desconocida


     El apéndice manuscrito comienza por una breve introducción, en la que su autora enlaza la obra de Durkheim con sus propios pensamientos e inquietudes. Sin duda, resulta de la máxima importancia para desentrañar su personalidad, pero nada aporta a la parte –digamos- casuística y literaria de los comentarios. Así pues, me van a permitir que la extracte, remarcando las consideraciones que me han parecido más pertinentes. Vamos con ello:


     … ¿Vive nuestro tiempo una era de suicidios amorosos por imitación, como el de la fiebre de Werther, un siglo atrás? Don Émile no excluye esas epidemias, aunque pone en duda que las pocas golondrinas que voluntariamente ponen fin a su vida puedan adelantar la llegada de la primavera, en el inmutable ciclo social de la evolución. El hecho es que yo he conocido de cerca algunos casos, que me llevan a la perplejidad, incluso a nivel individual. ¿Es que existe en realidad el suicidio por amor? Y si, como parece, la respuesta tiene que ser positiva, ¿hasta qué punto no pueden otros motivos encubrir o cooperar a su producción? ¡Ah, si yo les contara! Y lo voy a hacer. Encerraré mis pesquisas y mis experiencias entre las páginas de este libro provocador, como quien entierra en un panteón al ser querido y echa la llave, anhelando y temiendo, a un tiempo, que su espíritu lo visite por las noches…


     … ¿Fueron mis suicidas unos psicópatas? ¿Actuaron por egoísmo o de manera altruista? ¿Eran del tipo lánguido o del epicúreo? ¿Querían realmente morir y escogieron libremente el modo de lograrlo?  Arduas preguntas que yo no puedo responder, al carecer de datos suficientes y de conocimientos científicos. Ni siquiera me atrevo a afirmar, con el Autor, que su mundo se derrumbaba, ni que se sintieran frustrados, o que su vida careciese de sentido. El suicidio es tan ilógico cuanto previsible, tan inexorable como casual, tan ínsito como provocado. ¿Quién osará decir que de esa agua no beberá? ¿O qué balanza será capaz de pesar el valor y el desvalor de una vida?...


     … Claro, -dicen- es natural: Fulano acababa de enviudar, o Zutana había sido abandonada de su amante; aquel no alcanzaba mérito a los ojos de su amada, o esotra había visto morir en los brazos al hijo de sus entrañas. Pero muchísimos más, en parecidos o peores trances, encuentran el consuelo en la religión, el apoyo de su familia, la esperanza de un mejor futuro, o en el Más Allá. ¡Ah, la ambigüedad, la educación, la suerte!... Y el ser mujer, por supuesto…


     Las necesidades sexuales de la mujer tienen un carácter menos mental, porque por lo general su vida mental está menos desarrollada…Como la mujer es un ser más instintivo que el hombre, para encontrar la calma y la paz, no tiene más que seguir sus instintos. Naturaleza y civilización, subjetividad y vida social: calma y paz con las primeras, tensiones y desarreglos en las segundas. Así opina el señor Durkheim. ¿Sabrá él lo difícil y rechazado que está en la vida pública el que la mujer, o el hombre, decidan dar rienda suelta a sus fuerzas naturales?


***


     Con esa pregunta concluyen las dos páginas y media de la Introducción al folleto, escrita por la dama desconocida de nuestro relato para los seis episodios suicidas, que a continuación narró. Tengo para mí que formó pieza separada entre las páginas del libro hasta que alguna mano sensible, al reencuadernarlo, resolvió integrar el manuscrito con el texto impreso, a modo de apéndice al mismo. ¿Sería, tal vez, alguna mujer de la familia de mi contertulio, el abogado Joaquín Merediz? El hecho es que la guillotina recortó las prolongaciones del cuaderno, hasta decapitar algunas palabras, y que la lezna perforó el mínimo margen, de modo que ciertas voces quedaron enhebradas por el bramante, como los ahorcados por su dogal –valga el símil, dado el asunto del que estamos tratando-. Con todo, su lectura no es materialmente penosa y el contenido es legible en su integridad. Por tanto, no tengo excusa para trasladarles las fotocopias –ya, un tanto brunas- del manuscrito, siguiendo casi textualmente el relato de la dama, por el mismo orden en que ella colocó los diversos episodios. No obstante, he juzgado oportuno dedicar a cada caso una separada historia de esta serie del Suicidio por amor, lo que me obliga a emplear subtítulos de mi cosecha y exclusiva responsabilidad. Cuando haya transcrito para ustedes los seis episodios de autolisis –como ahora llaman algunos amantes del Griego al suicidio-, les contaré cómo acabó mi apuesta con Merediz. Ello les permitirá conocer las presuntas identidades de los suicidas y de sus amantes, para deleite de curiosos y aficionados a la Historia.


     Vamos, pues, con el primero de los casos, que he decidido denominar, de forma ambigua y tópica, El bizarro general. Mas, para acceder al mismo, mis amables lectores habrán de pulsar el registro o abrir las páginas que específicamente llevan dicho título. Espero que lo hagan pues creo no se han de arrepentir. Adiós.



domingo, 11 de enero de 2015

EXPIACIÓN


 

Expiación


(Novela breve al modo romántico)



Por Federico Bello Landrove

 

     Una pareja de adolescentes, separados por el clasismo y el carácter autoritario de las familias de antaño, vivirán su particular purgatorio hasta que la muerte venga, en último extremo, a unirlos. El relato se desarrolla en ciertos lugares de Francia y de Argelia entre 1815 y 1860. El autor recurre –espera que lícitamente- a ciertos efectos y tópicos, así como a algunos excesos, que deliberadamente enlazan esta novela breve con la tradición romántica vigente en la época de la trama.

 

 

 


1.  El retorno



     El viajero siente una creciente pesadez en los párpados y el sopor se apodera de sus sombríos pensamientos. A la sensación de alivio experimentada por abandonar sin contratiempo la estación de Austerlitz, le sucedió la curiosidad -¡siempre curioso, incluso ahora!- hacia sus compañeros de viaje, hacia el brillante entorno de su compartimento –herrajes latonados, barnizadas maderas, espejos rutilantes-, hacia los paisajes cada vez más campestres que devora velozmente el convoy. No era, por supuesto, su primer viaje en tren, pero sí la vez primera que lo tomaba para regresar hacia su ciudad natal y más allá, por aquella línea recién terminada. ¡Todo había sido tan rápido! Dar en alquiler el pequeño apartamento de la calle Garancière; vender en bolsa su modesto capital mobiliario; echar el cierre a la teneduría de libros, liquidando a los empleados generosamente, pretextando una grave enfermedad. Nada de despedidas amistosas ni sentimentales. Ni una palabra a sus compañeros de la tertulia y el Comité. Un baúl facturado, con la plata, los viejos libros indispensables, algunos recuerdos. Apenas la ropa imprescindible en una pequeña maleta, que le da un aspecto de viajero ocasional de cercanías. Unos quevedos tratan de alterar su fisonomía, tan gastada y anodina como la ropa que viste, holgada e invernal.

 

     ¿Cómo fue aquel primer viaje a París, a sus dieciocho años? Apenas recuerda el interminable camino de posta, el vaivén de la diligencia, la opresión en el pecho, al alejarse de la casa paterna camino de lo desconocido. Deja que los ojos se le cierren para visualizar aquel primer escritorio, gigantesco y forrado de estanterías llenas de libros de comercio, de la casa Perregaux, Laffitte y Compañía. Corría 1817. Luego, años de estudio y de trabajo bien hecho, hasta llegar, de la mano todopoderosa de su principal, a agente de embargos y subastas de la Casa de banca. El matrimonio con Delphine, parienta lejana de la señora Laffitte, tan frío como conveniente; los hijos, cuyas sombras infantiles se entrecruzan con los gritos y los disparos de las barricadas de Julio. Fueron tiempos gloriosos, en que la fortuna parecía sonreírle, cuando de la mano de su mentor alcanzó el cargo de juez del Tribunal de Comercio del Sena. Cuidado, André, que todo el que sube baja, y más en estos tiempos. ¡Qué razón tenía su padre, avispado tendero de la rue du Grand Marché! Un par de años después, todo pareció hundirse: Su banquero, en la oposición; él, como hechura suya, de vuelta al escritorio; su matrimonio, en trance de separación. Pero Francia y él mismo –la juventud perdida- retornan a la vida burguesa, al rápido discurrir de la rutina. Atraído por la amable y patriarcal figura de Laffitte, decidió ahogar el tedio implicándose en los cenáculos liberales.

 

     Un brusco frenazo lo despierta, justo cuando la sólida y famosa Casa de banca estaba a punto de quebrar en su imaginación, arrastrada por los empréstitos demasiado generosos y los gastos excesivos de Laffitte, volcado en la política. Fue el gran momento de su vida –tiene que admitirlo- cuando, codo con codo con el gran banquero y sus más fieles, lograron salvar el negocio, vendiendo con sensatez el gran patrimonio de aquel y trabajando todos por el futuro y por el ejemplo, como un día replicó a su mujer, acostumbrada a tiempos de mayor bonanza. De aquellos sacrificios nació la Caja General, donde le esperaban mayores expectativas que logros. El señor Apoderado Principal, con despacho propio en la primera planta del edificio, no las tenía todas consigo. Pagó las deudas de antaño, colocó dignamente a sus hijos y puso a nombre de su mujer un pequeño capital que le rentase lo justo para vivir decentemente. Luego, ahorró para sí y rezó –es un decir- para que Jacques Laffitte et Cie. saliese adelante y por muchos años. Difícil iba a resultar, habida cuenta de la edad del banquero. Así fue: En el año en que él cumplía cuarenta y cinco, el patrón fallecía con los setenta y siete cumplidos. Lo tenía pensado y decidido: Asistió emocionado a las magnas exequias fúnebres, empaquetó sus cosas y abrió por su cuenta una oficina de contabilidad y asesoría financiera. No le fue mal ni bien. La honradez y la prudencia traen mucho trabajo y pocos dividendos. De pronto, todo vuelve otra vez a ponerse patas arriba: Es el 48.  Debería haber usado de la experiencia. Acepta gestionar de manera encubierta los intereses económicos de Guizot en el exilio y no se esconde ni enmudece en las tertulias cuando Luis Napoleón da el golpe de Estado de diciembre de 1851. La policía lo tiene fichado y registra su oficina en busca de pruebas de contubernio con los emigrados. Encuentran una breve esquela que él no ha sido capaz de quemar, por respeto al gran escritor: Gracias por su generoso anticipo, que le reembolsaré tan pronto mi situación lo permita, Víctor Hugo. Desde ese momento, inicia la liquidación de su patrimonio. Se convoca el plebiscito imperial y resuelve no esperar más, no tentar a la suerte. Decide retirarse sigilosamente a una pequeña ciudad lejana, levemente conocida. Alquila allí con nombre supuesto un pequeño departamento en la rue de la Châine, dispuesto a sepultarse en vida a la vera de Saint Germain.

 

     Ahogando un bostezo, mira por la ventanilla. Estación de Juvisy. ¡Dios mío!, pese al vapor, qué viaje tan largo, de vuelta de todo, fracasado, temeroso; tal vez, perseguido; atrapado en el tejer y destejer de esta Francia Penélope, que ya lo tenía todo con los Girondinos y se ha empeñado en romperse y desangrarse durante sesenta años, para acabar convertida en una dictadura sin libertad y sin gloria.

 

     El tren reanuda su marcha y el viajero se pregunta –aunque sepa la respuesta- si han merecido la pena su viaje de ida y los afanes y los días de sus últimos treinta y cinco años. Se encoge de hombros y se arrebuja en el gabán, entumecido y friolento. Dejemos ya el pasado: más me vale pensar en lo que hacer a partir de mañana.

 

-          Perdón, señor, ¿sabe a qué hora llegaremos a Orléans?

-          Lo ignoro. No voy allí y es la primera vez que viajo en esta línea.

 

     Cierra nuevamente los ojos y una ola de angustia le sube hasta la garganta. Tanto le daría bajarse en cualquier estación del recorrido. Es un viajero que teme, que huye, que nada espera.  El pálido sol invernal apenas se atreve a desgarrar la niebla.

 

     Es ya de noche cuando el tren se detiene en su ciudad natal, donde solo una hermana mantiene la persistencia de su familia. Se cala hasta las cejas la proletaria gorra de visera que ha aparejado para el viaje, juzgando incómodo el sombrero. Súbese el cuello y cierra las solapas del gabán, recelando ser conocido por alguno de los nuevos viajeros que abren y cierran la puerta del compartimiento, en busca de acomodo. Como es natural, nadie lo reconoce. Pasado el peligro, devora en frugal cena las pocas viandas que le quedan del viático y permanece en vela para no pasar de largo su estación de destino. Luchando con el sueño, se levanta y sale al pasillo, donde el veloz relente de la noche entumece sus músculos y el humo de la locomotora le provoca lágrimas. Y así, frío, rígido, lloroso, se encamina hacia su voluntario destierro, en compañía de la soledad y los recuerdos.

 

 

2.   Una luminosa imagen del pasado

 

     El apartamento de la calle de La Châine no era sino una fracción desgajada de un hôtel de los típicos en aquella zona de la ciudad, erigidos a partir del siglo XVII, trazados en profundidad: una estrecha y elegante fachada a la vía pública, seguida de amplio zaguán, del que arrancaba el tiro de la solemne escalinata que conducía a la planta noble. Las habitaciones y dependencias de la casa, a excepción del gran salón, se disponían en torno de un patio porticado que, en el mejor de los casos, se encristalaba para atenuar las inclemencias del tiempo. Finalmente, en fondo, un pequeño jardín, a las veces huerto, celado por una tapia de mampuesto, franqueada por un portón de servicio.

 

     Madame Duménil, mi casera, me había alquilado tres habitaciones del principal,  independizadas del resto con una estrecha escalera de barandilla y pasos de roble, que terminaba frente por frente a mi puerta de entrada. El gabinete tenía vistas a la calle, pero los dos dormitorios y la mínima e improvisada cocina tomaban luces del ándito del patio, lo que forzaba a mantener constantemente iluminadas las piezas con velas o quinqués. No era este el mayor inconveniente del departamento, pues el mobiliario con el que contaba era heterogéneo y un tanto avejentado. La cocina, por su parte, no tenía otra ventilación que una lucerna, horadada en un extremo para sacar el tubo de la chimenea. La señora, tras ponderar la antigüedad del ajuar y las glorias de la familia –cuya piedra de armas decía ser la que fungía de hito central en el patio- había minimizado las deficiencias con agudeza:

 

-          Estará tan tranquilo, como si toda la casa fuese suya. Figúrese, mi sirvienta y yo, solas la mayor parte del tiempo. Por cierto, si llega a arreglarse con ella, podría cocinar para usted, además de hacerle la limpieza del piso, como hemos convenido. Viviendo solo, se supone que guisar no será su fuerte y siempre es mejor para la salud la buena comida casera.

-          Tomaré en consideración su oferta, al menos, hasta que vaya conociendo la ciudad y haciendo amistades con las que compartir el yantar.

-          En eso tiene razón. No es grato comer solo. Yo le invitaría a acompañarme, pero ya sabe usted cómo son de murmuradoras las gentes provincianas…

 

     En el fondo, lo que me decidió a alquilar aquellos aposentos degradados, por los que podía vagar el espectro de du Guesclin, era lo recatado de la zona, en el confín de la parte histórica de la villa, a poca distancia de las orillas del Clain, contorneadas de amenos paseos. En cualquier caso, se trataba de una vivienda provisoria, de un refugio recoleto, siempre que mantuviese las distancias con mi casera y su fámula. Conociendo mi modo de ser, imaginaba que llegaría a amar aquel reino de yedra y ajados blasones, a la vera de Saint Germain, cuyas campanas iban a reglar mis horas.   

 

 
 



***

 

     Sucedió a los dos meses de haber llegado a Poitiers. Contra mi costumbre, estaba paseando despaciosamente por la Grand’Rue, con especial atención a los escaparates de las tiendas de telas, pues iba llegando la primavera y, con ella, la perentoria necesidad de completar mi vestuario. Una presencia femenina, a mi lado, me sobresaltó. No pude resistirme a preguntar:

 

-          Perdón, ¿no es usted Mathilde Brossart?

 

     La interpelada se volvió hacia mí, con una mirada inexpresiva, que achaqué a no haberme reconocido; porque, lo que es, yo no tenía dudas sobre su identidad. Agregué:

 

-          Soy Coutan; André Coutan.

 

      Apenas oyó estas palabras, Madame Brossart me echó los brazos al cuello y, sin reparar en la afluencia de gente, me estampó tres sonoros besos en las mejillas. Mi primera impresión de alegría pronto se mezcló con la inquietud de ser reconocido y la sorpresa de una salutación tan efusiva y cariñosa. En tiempos pasados, las diferencias sociales y de edad nunca permitieron semejante familiaridad.

 

     Pero, ¿quién era Mathilde Brossart y qué había significado en mi vida hasta aquel momento? Fuerza es que les ponga al corriente del más triste y decisivo episodio de mis años mozos, en el que la hermosa y magnífica Mathilde tuvo un significativo papel.

 

     Fue en mi época tornesa, allá por los quince años. Era yo un aventajado alumno del liceo Rabelais, con especial aplicación a las matemáticas que, poco tiempo después, marcarían mi destino profesional. Como ya he dejado dicho, mi padre era tendero, con establecimiento de carnicería abierto en la calle del Grand Marché, de cuyo tráfico vivía toda nuestra familia. Allí acudía a comprar semanalmente la señora Brossart en una airosa calesa, dejando hecho y pagado el encargo, que luego habría de llevársele a su casa de la calle Beaujardin. 

 

     Un día, hallándome yo en la tienda repasando las cuentas y asentando los totales en el libro, acertó a entrar Mathilde para su compra semanal y mi padre, ni corto ni perezoso, me presentó:

 

-          Este es mi segundo hijo, André, una lumbrera para el cálculo. Acaba de sacar la medalla de honor de su curso en el liceo.

 

     La señora sonrió y me tendió la mano, que besé con el mejor estilo que pude, improvisando una gentileza. Intercambió conmigo unas breves frases y, al terminar, se dirigió a mi padre:

 

-          Philippe, si no es molestia, envíe hoy el pedido por el muchacho. Tal vez tenga algo para él.

 

     Lo que nuestra clienta me tenía preparado era dar clase particular a Éric, su hijo varón, diablillo de diez años, cuya inteligencia corría pareja con la distracción y la indolencia. Tres veces por semana, a la caída de la tarde, había de desplazarme al chalet de la calle Beaujardin para ayudar a mi alumno con los deberes, las demostraciones y, sobre todo, la ordenación matemática de su mente; tarea ardua, por no decir imposible, que sus padres habían hecho descansar sobre mis débiles hombros, con la esperanza de que un muchacho poco mayor que él pudiese llegar mejor a sus entendederas. ¡Cuántos sesudos profesores no habrían pasado por semejante trance antes que yo y con iguales o peores resultados!

 

     Aunque la labor fuese penosa y de escasos progresos, yo la asumía de buen grado, no tanto por la modesta soldada que caía en el monedero paterno cada quincena, cuanto por el atractivo de aquella mansión y de las hadas que la habitaban. La señora Brossart, en la espléndida lozanía de sus treinta y dos años, era el modelo perfecto de la mujer burguesa de provincias, tan atractivas y finas por fuera, como limitadas y clasistas en su interior. Agradecida de mis desvelos por Éric, como del trato privilegiado que recibía en la carnicería de mis padres, correspondía con frecuentes atenciones, invitándome a merendar antes de las clases, o prestándome diarios y revistas recién llegados de París, con las últimas noticias sobre el gran Napoleón o el Congreso de Viena. Tan superficial intimidad –por así decir- solo habría sido suficiente para conocer de pasada a la gentil Ivette, su hija adolescente, tan obediente y estudiosa, cuanto su hermano resultaba díscolo y haragán. Hubo de darse una feliz casualidad para unirnos sentimentalmente y ella fue la pesca de la trucha en el Cher.

 

     Para explicarlo, forzoso será aludir a Monsieur Brossart, el cabeza de familia, notario de profesión y profundamente enamorado de las prendas de su esposa, en particular, de las posesiones de la misma en término de Saint Genouph. Vástago decadente de la nobleza de toga, era un concienzudo profesional, así como un perfeccionista en todo lo que emprendía. De la mañana a la noche vivía entregado a sus escrituras, actas y testamentos, en un destartalado despacho de la calle de la Sinagoga. El escaso tiempo libre lo repartía entre la tertulia del Café del Teatro y su desmedida afición por las monedas y medallas antiguas, que llenaban vitrinas y cajoneras, ordenadamente colocadas en bandejas forradas de damasco rojo, con la precisión de un museo. Quiere decirse que, en aquella casa, su señor era la señora y, a la espera de que el hijo creciese y asesara, cualquier varón podía sentirse en ella protagonista, respetado e imitable: al menos, yo lo apreciaba así.

 

     Pues bien, aquel notario tan amante de su familia, como poco inclinado a frecuentarla, se transfiguraba los domingos, cuando en compañía de su mujer e hijos, hacía en la calesa familiar, de madrugada, el corto camino hasta las tierras de ella. Una vez allí, el caballero tomaba sus amadas cañas de pescar y el cebo fresco, preparado por el viejo criado Adrien, y recorría a pie el sendero hasta el río Cher, donde se las había con las lancurdias de la poza de Colin, en desigual combate, que concluía con el primer toque de campana convocando a Misa de doce. Y digo desigual, pues los anhelados salmónidos, caso de que existieran, se abstenían de acercarse al notario como a la peste. Sabido ello por mí, lo comenté con mi padre, depredador del Loira en sus años mozos, quien me transmitió algunos sabios consejos sobre cebar y lanzar, que yo hice llegar a mi vez al notario. Este los acogió con desdén de académico pero lo cierto es que, al viernes siguiente, Madame me dijo, al acabar la clase:

 

-          Si no te importa madrugar, el domingo podrías acompañarnos a la finca. Mi marido te invita a comprobar sobre el terreno el acierto de tus indicaciones de pesca.

 

     Aquél famoso domingo bien pudo llamarse el de los ciprínidos pues, con gran rechifla del señor Brossart, estuvimos toda la mañana sacando del agua, y devolviendo al río, barbos, gobios, tencas y carpas. El notario rugía y juraba, hasta estallar finalmente en grandes carcajadas y chistes acerca de los pescadores del Loira y su cebo mágico. Pero, a eso de las once y con un par de gobios como carnada, unos soberbios tirones nos hicieron saber a ambos que algo grande había picado. El combate fue largo y fiero, hasta el punto de que, por primera vez en años, la campana tocó en vano para mi respetado anfitrión. No se trataba –como ambos llegamos a pensar- de la grande maman, es decir, la vieja trucha gigantesca que todo pescador dice haber visto una vez, sino de sendos lucios de vara y media de largo, que sin duda predaban las pobres truchas lugareñas y las tenían aterrorizadas. Percatóse de ello el notario y, de camino a casa, me echó el brazo por los hombros y predijo:

 

-          Mira, André, que hemos hecho hoy una labor utilísima. Puede que no hayamos pescado truchas, pero hemos acabado con las fieras que las alejaban.

-          Es probable, señor, pero habrá que comprobarlo en semanas sucesivas.

-          Por supuesto. Aquí estaremos los dos el domingo para verlo.

 

     Sucedió como Brossart barruntaba. Las truchas empezaron a menudear en su cesta y a hacer las delicias de toda la familia, asadas a las brasas. El éxito convirtió mi presencia dominical en indefectible y deseada. Pulí mis maneras y mejoré mi dicción y cultura, sin perder por ello de vista cuál era mi puesto en aquella convivencia festiva, ni lo frágil de mi fortuna. Con todo, mi humildad y cortesía hubieron de ganarme el aprecio y confianza de mis anfitriones… y el cariño de la pequeña Ivette, de mí tan deseado.

 

 

 

***

 

      Las tardes de domingo, mientras el notario echaba la siesta y hablaba de cultivos y cuentas con capataces y renteros, la señora leía o bordaba bajo techo, cuidando que su marfileña tez no soportara la agresión del sol y el viento. Entre tanto, Éric, Ivette y yo recorríamos los alrededores de la casona, curioseando y hablando de mil cosas. Mi alumno pronto de desligaba de nosotros, todavía muy niño para tan sesudas pláticas, y se retrasaba zuzando los perros o jugando con sus coetáneos de la finca. Ese era el momento glorioso para que aquella pareja de adolescentes sintiera la paz y el calor de la naturaleza, se mirase a los ojos y rozara sus manos, empeñadas en encontrarse, mientras formaban el ramo de flores silvestres que, a la caída de la tarde, ofrendaríamos a Mathilde cuando, bajo una sombrilla turquí, paseaba junto a la casa, antes de tomar el carruaje de vuelta a Tours. No puedo creer que aquella dama tan perspicaz no penetrara en los secreto que los dos chiquillos llevábamos escrito en la cara. Tengo para mí que estaba conforme con que el alma de su hija conociera las sencillas dulzuras del primer amor de labios de aquel chico tan serio e inofensivo, que se había cruzado en sus vidas de manera casual y efímera. Seguro que ella apreciaba el armonioso efecto que mis ternuras despertaban en aquella flor, que se abría a la vida tan cálida y segura de sí. ¡Cómo dudar de que quería lo mejor para su hija, ahuyentando en lo posible el dolor y la flaqueza del primer amor! Pero lo que pasaba por alto –como todas las madres del mundo- eran las consecuencias indirectas y remotas de dirigir y controlar los sentimientos filiales, por muy cercanos e infantiles que sean quienes los experimentan. Me digo con frecuencia que fuimos juguetes del destino y títeres en las manos de nuestra mentora. Pero la conciencia me replica al instante: Eso es la vida. ¿Qué hicisteis, qué hiciste tú para luchar por ella, por vuestro amor?

 

 
 

3.   En la ciudad de los cien campanarios

 

     Mathilde, al fin, me desligó de su abrazo, todavía arrebolada y con los ojos brillantes. ¡Dios mío, que se habría hecho de su piel tersa y bruñida, de su erguida y airosa esbeltez!

 

-          Pero, ¿cómo tú por aquí? –inquirió-. ¿Vives en Poitiers? ¿Te has retirado? ¡Oh, perdona tantas preguntas juntas! ¡Cuántos años! Lo menos treinta, ¿verdad?

-          Y más. Pero hace un poco de frío y transita mucha gente. ¿Por qué no entramos en ese café?

-          ¡Huy, no, que sor Marguerite está al llegar y podría no verme, o parecerle mal! Tan solo me he quedado rezagada tratando de ver escaparates, mientras ella entraba a comprar unos cirios en la tienda de Lange.

 

     Señaló vagamente hacia la izquierda, poco más allá. Supuse que acompañaba ocasionalmente a una monja conocida, pero ella me adivinó el pensamiento y precisó:

 

-          Ahora vivo en esta ciudad, de pensionista con las Agustinas Hospitalarias de la Santa Cruz. Tienes que venir a visitarme. Nos permiten recibir dos veces por semana, los lunes y los jueves, a la hora del té.

-          Entonces, su familia, su casa de Tours…

-          Ya te contaré. No lo olvides, lunes y jueves. Tendrás que anunciar por adelantado tu visita en la portería del convento.

 

     Su voz se había vuelto de repente baja y solemne, mientras pinzaba con energía mi antebrazo. Apenas asentí, noté la presencia de la hermana, que se nos acercaba con paso rápido, portando una amplia bolsa de hule marrón, de la que sobresalían dos gruesos velones pascuales.

 

-          Hermana, le presento a Monsieur Coutan, un antiguo amigo de mi familia. Me ha prometido  una visita, tan pronto lo permitan sus ocupaciones de banquero.

 

     Sor Marguerite cambió su severo rictus, al oír la palabra mágica. Suavicé sus efectos:

 

-          Empleado de banca, simplemente, y en busca de acomodo. Son tiempos difíciles…

-          Y con los precios por las nubes –apostilló la monja, mirando hacia los cirios-. Ahora, si nos disculpa…

 

     Mathilde se colgó de su brazo y me dijo como despedida:

 

-          Estás como siempre. Seguro que te habría reconocido, si no fuera porque cada vez veo peor.

 

     Me quedé contemplándolas discretamente hasta perderlas de vista. Luego, torné a mirar el escaparate de las telas, a guisa de espejo. Como en un relámpago, resucitó la imagen de Mathilde, bajo la sombrilla azul, recibiendo de nuestras manos juveniles un ramillete de flores silvestres. Me estremecí y pensé: ¿Quedará todavía algo, en nuestro cuerpo o en nuestro espíritu, para poder afirmar, de verdad, que somos los mismos de antaño?

 

***

    

     Regreso a casa y vuelvo, una vez más, a rememorar aquellos tiempos de Tours. ¿Qué pudo llevarme a hacer, de la forzada separación, una definitiva ruptura? Es obvio que nuestros amores juveniles no podían durar así, que la diferencia de clase tendría que interponerse. Ni mis padres ni los suyos podrían aprobar un noviazgo formal, a la vista de todo el mundo. Debimos presentirlo por las objeciones y reservas, minúsculas pero constantes, que íbamos sufriendo para poder encontrarnos, para estar a solas un momento, para tomarnos de la mano tiernamente. Mi padre era, para eso, bastante más explícito y expeditivo: ¿Adónde crees que vas, haciéndole la corte a esa señoritinga? O bien, dedícate a estudiar y ayudarnos con el negocio, que tiempo tendrás de pelar la pava con alguien conveniente. Mi madre –Dios la bendiga-, enérgica y realista como buena vasca, ya había escrito a sus parientes de Bayona, conocidos de los Laffitte, para conseguirme un trabajo prometedor en París, con el aval de mis excelentes calificaciones en el liceo. Solo esa vía era la correcta para aspirar a una boda de categoría, siempre que la novia esperase y el hijo del carnicero medrara en el mundo de la banca.

 

     Hoy alabo a mi madre y le doy la razón, pero ayer, mozo y enamorado, lo quería todo y al momento, despreciando las convenciones sociales, pero torpe y débil para la resolución de que el amor precisa. No pedía de Ivette una paciente espera, sino su decidido apoyo a mi atrevimiento. La pobre, enamorada y tímida, vacilaba, pero me dejaba hacer. Imaginé alcanzar el éxito por la vía expeditiva de invitarla a ella y a su hermano –como carabina- a una función de ópera que daban en el teatro des Cordeliers, con ocasión de la visita de Decazes a nuestra ciudad. Todavía me acuerdo de la obra a representar, El Califa de Bagdad, título que despertó la curiosidad de Éric. Yo estaba dispuesto a pedir personalmente el permiso al señor Brossart, como más asequible que su esposa, pero Ivette me suplicó que dejara en sus manos la tarea de ablandar a sus padres.

 

     Aquella tarde, embutido en un agobiante traje de etiqueta tomado a préstamo, llegué en un coche de punto a la puerta de los Brossart. El corazón me latía tan apresurado, que dudaba si podría hablar de seguido. No me hizo falta, de todos modos, pues la criada me hizo pasar directamente al gran despacho de la planta baja, donde el notario se hizo esperar un buen rato. Finalmente, entró, esbozó un frío ademán de saludo y me soltó una filípica, en términos que no dejaban lugar a dudas sobre nuestro inmediato futuro:

 

-          Ivette y tú sois dos chiquillos demasiado jóvenes como para formalizar vuestras relaciones, ni hacerte ver de la gente como su acompañante o su pretendiente. Es algo que mi mujer y yo siempre hemos creído que tenías asumido y que no osarías comprometer a nuestra hija con una conducta, que entendemos simplemente fruto de tu corta edad y falta de experiencia en la vida de sociedad.

-          Pero Ivette y yo…

-          Mi hija comparte plenamente nuestra forma de ver las cosas. En todo caso, nunca hará nada que suponga desobedecer o disgustar a sus padres. No hay duda de que ella te aprecia mucho; razón de más, para que no la agobies ni le causes dolor.

 

     Estaba dicho todo. Nos mantuvimos en silencio durante unos instantes y, luego, Brossart se levantó en señal de despedida. Debió verme tan cortado y compungido que brotó en él la vena del antiguo compañero de pesca y, con su mano estrechando la mía, aconsejó:

 

-          Nada hay que el verdadero amor y el tiempo no consigan. Estudia, trabaja, lábrate un porvenir. Vivimos tiempos de cambio y de grandes esperanzas. Lucha y, tal vez, algún día…

 

     Me acompañó hasta la salida. Afuera, esperaba el coche. Lo despedí y, como un autómata, me encaminé al teatro y revendí mis tres billetes. No fue un final brillante, pero sí sensato. Sin yo percatarme de ello, trocaba el oro de la ilusión por la plata del criterio. Había terminado mi adolescencia.

 

***

 

     No volví por casa de los Brossart, ni hice por comunicarme con Ivette. Supongo que deseo y posibilidades de ello tuve, pero me apartaban el amor propio y el ansia de olvidar. A fin de cuentas, ni ella me había apoyado –según su padre-, ni había otro camino para volver que el del ascenso social. Madame, a su vez, dejó de ir por la carnicería, lo que mi padre tomó a una ingratitud para con él. Estos burgueses, siempre tan hinchados. Los ascos que le hacen a mi hijo no se los hacían a mis chuletas –decía, empleando una analogía que habría hecho reír al propio Blanqui-.

 

       Al fin, con mi décimo octavo cumpleaños, llegó la invitación de París para que acudiese a la casa de banca Perregaux, Laffitte y Compañía, a fin de someterme a los exámenes de ingreso en la misma. No era un acceso libre pero iba recomendado, amén de mi buena preparación. No obstante, apuré hasta el último momento para repasar y poner al día mis conocimientos contables; de tal suerte que, cuando cogí la diligencia para la Capital, Ivette meramente formaba parte de un pasado dichoso que, como mi mocedad, no volvería más.

 

***

 

     Dejé pasar tres semanas antes de decidirme a visitar a Mathilde en el convento. Después de todo, si ella había abierto a mi vulgar infancia luminosos caminos, también los había cerrado luego, sumiéndome en una oscuridad aún más dolorosa. Oscuridad. Esa había sido su sugerencia de despedida, tal vez tan exagerada, cuanto niños y viejos usan para hacerse compadecer y servir. ¿Qué le debía yo, ni por qué su natural senectud tendría que despertar mi piedad? Por otra parte, ¿no me había refugiado yo en Poitiers, tratando de pasar desapercibido para la Policía? Y hete aquí que una anciana charlatana me delata a la primera de cambio, poniendo ante la avidez de una monja lamentosa mi antigua profesión de banquero. Y, por cierto, ¿de dónde le habría venido ese dato? ¿Se habría interesado por mí, luego de mi marcha de Tours? Al fin, tomé la decisión de rendir visita a Madame por una vez, evitando suspicacias y mezquindad.

 

     Para la entrevista, las hermanas de la Santa Cruz pusieron a nuestra disposición una salita dignamente amueblada y convenientemente surtida de cuadros e imágenes sacros, cuya mesa central de taracea estaba de antemano aparejada con servicio de té para dos personas, así como de un platito imitación de Sèvres, colmado de pastas caseras, indudable fruto de la cocina conventual. Los aromáticos efluvios que desprendía la tetera suscitaron las primeras palabras de Mathilde quien, vestida y alhajada con excelente gusto, resplandecía al recibir los rayos del sol poniente, que bañaban su espalda de dorada claridad:

 

-          ¡Estas monjas, querido, saben de rezos pero omiten servir el té en su momento! Tomémoslo antes de que se enfríe.

-          Supongo que no será esta la única privación de la señora Brossart en este convento, ni la mayor -repliqué con ironía-.

-          No lo sabes tú bien –sonrió-. No obstante, hay quien opina que son mucho mayores las ventajas y probablemente tenga razón.

-          Intuyo que sus achaques de la vista tendrán mucho que ver con la determinación de ser atendida por tan seráficas doncellas.

-          Ciertamente, André: Las cataratas van a más de día en día. Ya no me atrevo a salir sola a la calle y me resulta casi imposible leer.

 

     Así pues, esa era la causa irremediable y  progresiva de su pérdida de visión, que habría de llevarla a la ceguera, no tardando. Me estremecí. Ella lo intuyó y decidió desviar la conversación por muy otros derroteros. Así que, mientras dábamos buena cuenta de la magra merienda, hube de resumirle tres décadas de mi vida, con la lógica omisión de mis cuitas políticas y desavenencias con el régimen del recién proclamado Emperador. Al concluir, buscó una de mis manos y, estrechándola entre las suyas, resaltó solemne:

 

-          Así pues, querido, hete aquí, cincuentón, separado, sin empleo, residiendo en una ciudad dormida y tomando el té con una vieja medio ciega. La verdad, André: para tal viaje, mejor habría sido quedarte en Tours, a la vera de tu familia y diplomarte en Comercio. ¿Quién sabe si…?

-          ¿Si los buenos amigos me habrían reabierto las puertas de su casa y de su corazón? Lo dudo. Era demasiado poco para ellos y aún no sé si sigo siéndolo.

 

     Mi espontáneo exabrupto la desconcertó por unos momentos, pero pronto reaccionó:

 

-          El mundo es como es y resulta vano intento resistírsele. De todas formas, si nos equivocamos entonces, solo el futuro lo ha podido decir y bien que hemos penado por ello.

 

     Se hizo el silencio durante un intervalo que me pareció eterno. Mathilde, al fin, prosiguió:

 

-          No querría abrumarte con desgracias, que bastante tendrás con las tuyas. Tampoco deseo que pases a sentirte culpable: mejor es juzgar tales a los demás, aunque no sea lo más justo. Solo me impulsa a sincerarme la posibilidad, por remota que sea, de enmendar mis pasados yerros y llevar un poco de felicidad a quien tanto ha sufrido por vuestra forzosa separación, hasta el punto de haber arruinado su vida.

-          ¿Se refiere usted a Ivette?

 

     Por toda contestación, me hizo el siguiente relato:

 

-           Eludiré cualquier alusión personal a culpas y errores. Es el caso que Ivette, consternada por tu ausencia y falta de noticias, al cabo de tres años aceptó nuestras sugerencias de reconocer la imposibilidad de reanudar vuestras relaciones y que aceptara las atenciones de un joven teniente de Fusileros, y en su momento, la oferta de matrimonio que aquel le hiciese. Así acaeció y, a los veinte años, se vio ligada a un hombre que, ya por su baja estofa, ya porque sus sentimientos fueran un mero capricho, le hizo desde muy pronto difícil la vida, con sus devaneos y maltratos. Su padre y yo no supimos de su desgracia hasta bastante tiempo después, dado que los ascensos y el deseo de hacer una brillante carrera que disimulase su baja extracción y sus excesos, fueron llevando al militar de plaza en plaza, hasta dar con sus huesos en Argel, en los tiempos de la conquista. Entre tanto, en los primeros años de matrimonio, habían tenido dos hijos, niño y niña, que fueron para mi Ivette el único consuelo y dedicación aunque, al mismo tiempo, el dogal que la mantuvo ligada al padre, a fin de evitar sufrimientos a sus hijos y, en particular, que él se los llevara consigo, de llegarse a una separación.

 

     Mathilde hizo una pausa, como si esperase a que las palabras calaran en mi ánimo. La verdad es que, en un primer momento, las sentí ajenas y hasta experimenté un perverso sentimiento de satisfacción, como de justicia cumplida. No queriendo traslucir tales pensamientos, me abstuve de hacer comentario alguno. Así pues, mi interlocutora, sin interrupción por mi parte, tuvo que proseguir su exposición:

 

-          Coincidiendo con esa marcha a Argel, murió mi esposo. Éric, tu antiguo alumno, había concluido ya la carrera de Derecho –precisamente, aquí, en Poitiers- y marchado a Burdeos, como pasante en un bufete de prestigio. Fue entonces cuando Ivette, tan reservada y celosa de sus sufrimientos, decidió paliar mi soledad y mis temores y empezó a escribirme  una carta por semana, tan amable y minuciosa, como falsa.

-          ¿Y eso? ¿A qué se refiere con tan duro epíteto?

-          Por supuesto, a no hacer alusión alguna a los problemas con su marido, ni a las incomodidades y privaciones de las tierras en que, a ella y a sus hijos, les tocaba vivir. Con sus cartas intentaba consolarme, no darme más preocupaciones.

-          Entiendo. Muy loable de su parte pero contraproducente a la postre. Descubierta la falacia, usted ya no podría creer las buenas noticias, ni aunque fueran ciertas.

 

     La señora Brossart hizo un gesto dubitativo. Seguidamente, de entre sus ropas extrajo un pequeño mazo de cartas, sujeto con una cinta rosa. Me preguntó: ¿No quieres leer alguna?

 

     Tomé las cartas, aunque sin voluntad ninguna de leerlas. Su roce me estremeció. La escritura de los sobres me hizo recordar los rasgos olvidados de apuntes escolares y breves esquelas, que yo había acariciado en una vida anterior. Las devolví:

 

-          No quiero alargar en exceso nuestra entrevista –me disculpé-. Pero dígame algo del contenido de las últimas cartas. ¿Cómo están Ivette y sus hijos?

-          He ahí la cuestión y de eso quería hablarte. Hace cosa de un año que he dejado de recibir noticias de mi hija. En su última misiva, me anunciaba que su marido estaba pendiente de un nuevo traslado, del que todavía desconocían el destino; que no me preocupara, si tenía que dejar de escribir durante un tiempo; que, además, su hija iba a casarse y los preparativos las tenían muy ocupadas. Pero yo creo que el silencio es ya demasiado largo y, dada la catadura de mi yerno y lo peligroso del lugar, me temo alguna desgracia.

-          No lo veo probable. De haber sucedido algo grave, seguro que la familia o las autoridades les habrían informado. De todos modos, ¿ha hablado usted de esto con Éric?

-          Éric… Entre la política y la mala pécora de su mujer, se limita a tenerme encerrada entre estas cuatro paredes para que me cuiden las monjitas. No sé si te he dicho que, desde que Luis Napoleón ganó las elecciones del cuarenta y ocho, ha subido mucho también él. Ahora es subprefecto no lejos de aquí, en Loudun.

-          Con que subprefecto, ¿eh? –dije fingiendo indiferencia-. Espero que haya aprendido algo de matemáticas, por lo menos, para entender nóminas y presupuestos. Pero, en fin, teniendo ese cargo, seguro que habrá pulsado las teclas precisas para dar con su hermana.

-          Eso me dijo él, que estaba bien de salud y haciendo el equipaje para Marsella. Pero a su madre no la engaña: O no hizo gestión alguna, o algo serio me está ocultando. Lo leo en su cara las pocas veces que viene a visitarme.

-          En fin, Mathilde, es casi de noche. He de hacer todavía algunas gestiones. Estoy seguro de que todo son aprensiones vanas de una madre demasiado preocupada. Me marcho, pero volveré no tardando, si sigo en Poitiers. Eso sí, tengo una cosa que pedirle.

-          Lo que esté en mi mano…

-          Que no le diga a Éric que me ha visto. Yo también hice mis pinitos en política y no precisamente a favor del petit Napoléon.

-          Descuida, hijo –concedió con una sonrisa-. Mi pobre Lucien, que en gloria esté, era más republicano que Saint Just. Las pasó de a quilo cuando las guerras de la Vendée. Y eso que él era notario; así que tú, siendo hijo de un carnicero…

 

     Calló bruscamente, comprendiendo que se había metido en terreno ofensivo. Decidí seguirle el juego y aprovechar para despedirme lo más rápidamente posible:

 

-          En efecto, señora Brossart, mi difunto padre se inclinaba por el socialismo, pero casi todos sus clientes eran burgueses; de modo que no le quedó más remedio que contemporizar. A fin de cuentas, terneras, corderos y lechones no tienen ideas políticas, que se sepa.   

 

 

4.   Un encargo piadoso



     Dicen que la ociosidad no es buena consejera. Si hubiese tenido algo que hacer, aparte pensar y recelar, es posible que las noticias del triste sino de Ivette habrían sido una mera anécdota a enterrar entre las ocupaciones de la vida diaria. O, si hubiera habido alguien con quien comentarlas y de quien recibir un buen consejo, habrían supuesto como mucho una provechosa lección sobre las vueltas que da el mundo, o acerca de las injusticias de la vida. Pero sin nada que hacer y con la sola proximidad de mi casera, terminé por obsesionarme con el relato que me había hecho Mathilde y a soñar con su hija, tal como era cuando nos amamos.

 

     Una y otra vez hacía por rememorar literalmente nuestra conversación y por no rendirme ante la evidencia de una viejecita medio ciega, que contaba tristes historias sin la intención de repartir culpabilidades pero, eso sí, eludiendo la gran parte de responsabilidad que tenía en el fracaso amoroso de su hija. ¡Qué fácil había sido negar el pan y la sal al hijo del carnicero, para abrir de par en par las puertas de su casa a un bizarro teniente, del que no sabían nada y que, para colmo, resultó proceder de familia humilde, de baja estofa! En mi esfuerzo por escapar de aquellos deletéreos recuerdos, llegaba a suponer en Mathilde las más aviesas intenciones. De no estar yo separado y con ciertos posibles, ¿me habría abierto su corazón? ¿Iría por ahí su no explicada sugerencia sobre su propósito de enmienda y de llevar finalmente a Ivette un poco de felicidad?

 

     Entre esas sospechas y su ominoso parentesco con un subprefecto del nuevo Gobierno, debería haber escapado de Poitiers, rumbo a cualquier parte. Pero pudieron más la curiosidad y la cortesía. Después de todo –me decía-, ¿qué mal podía haber en conocer sus intenciones y decidirme luego en consecuencia? Así pues, tras casi un mes de soliloquios y meditaciones, me hallé en la puerta del convento de la Santa Cruz, anunciando mi visita a la señora Brossart para el jueves siguiente.

 

***

 

      Nada había cambiado desde nuestro anterior encuentro, a no ser el sorprendente recado de la hermana portera al recibirme:

 

-          De parte de la madre priora, que tendrá mucho gusto en saludarle cuando termine su visita a Madame Brossart. Si pudieran acabar antes de vísperas…

-          Mi reloj atrasa y desconozco sus horarios. Avísenme cuando sea el momento y acudiré con mucho gusto.

 

     Mathilde, al exponerle tan llamativa cita, aventuró:

 

-          La comunidad se ha quedado sin administrador. Mejor dicho, lo han tenido que echar por infiel. La hermana Marguerite le hablaría de usted y la superiora me preguntó. En cuanto saqué a relucir los nombres de Laffitte y los Péreire…

-          Un momento. Yo no he trabajado para los hermanos Péreire y, en cuanto a Laffitte, ¿quién le ha dicho que yo…?

-          En Tours, todo se sabe. ¿O es que piensas que te olvidamos cuando te fuiste? Mi marido, sobre todo, lamentó siempre que te hubieses tomado nuestras reticencias tan a pecho. ¡Ah, si hubieses regresado a visitarnos, o hubieras tenido alguna palabra para Ivette!

-          El té se enfría, Mathilde: tomémoslo y luego seguimos. Pero, ante todo, ¿cómo va de salud?

 

     El calor de la infusión pareció calmar el de mi indignación interna. ¡Pues no iba a resultar yo el culpable de todo! Junto al plato de pastas, otro de merengues evidenciaba que, para aquella comunidad, empezaba a ser un visitante especial.

 

-          Bueno, querida amiga, dejemos el pasado y vengamos a lo que ahora le interesa. Es posible que no me quede mucho más tiempo en Poitiers. Así que, sin rodeos, dígame lo que espera de mí, o qué puedo hacer por la felicidad de Ivette, como dijo la otra tarde.

-          Empezaré por donde acabé entonces. Te dije que, desde hace un año, había dejado de recibir cartas de mi hija y que, conociéndola, no puedo creer que ello se deba a una mudanza, ni a los preparativos de una celebración familiar. Es más, si se han trasladado a Francia y se va a casar mi nieta, tanta mayor razón para que me visitase y me hiciera llegar la invitación para asistir a la ceremonia. No, no; hay algo que no encaja.

-          Pero fue la propia Ivette quien se lo escribió…

-          … Tal vez para no inquietarme y ganar tiempo.

-          Y Éric indagó y no halló motivos de preocupación…

-          Hace mucho tiempo que se desinteresó por su hermana y su morbosa insistencia en seguir dentro de la jaula del león, como él llama a la tozudez de Ivette por no separarse de Georges, su marido. En fin, no dudo de que se haya informado, pero sí de que me diga la verdad, si esta es amarga.

-          Bien, estamos en que no cree a sus hijos. ¿No lo ha intentado con alguna otra persona? No sé…, tal vez escribiendo al Ministerio de la Guerra, para averiguar el actual destino de su yerno.

-          De eso no hay duda. Hasta hace tres meses, seguía en Orán, donde ha permanecido los últimos años. Ha ascendido a comandante y parece que tiene algún grado de invalidez para el servicio. Por motivos de confidencialidad, no me han aclarado nada más.

-          Pues me parece bastante, si quiere usted seguir con la encuesta. A alguien conocerá en Orán, o en algún otro lugar de la colonia.

-          ¿Crees que es cosa para encomendar a cualquier desconocido? ¿Cómo reaccionaría mi hija, o hasta qué punto puedo yo confiar en que me dirán la verdad? No, André. Si me atreviera a pedírselo a alguien, ese serías tú.

 

     Era lo que, en el fondo, había temido y anhelado a un tiempo, desde que la desaparición de Ivette me había sido comunicada. Y, por si albergaba alguna reticencia, Mathilde prosiguió:

 

-          Dirás que por qué no me aventuro yo en el viaje. Estoy casi ciega y mi salud es delicada, pero arrostraría cualquier peligro o incomodidad por encontrarme con ella. Pero el caso es que Éric ha debido de dar indicaciones muy estrictas a las monjas de que me vigilen y no me dejen salir sola en ningún momento. Además, él es quien administra mis propiedades y apenas me llegan regularmente unos cientos francos, para algún pequeño capricho.

-          Es triste llegar a viejo, como decía  Laffitte, aún con todo su poder e influencia.

-          Y que lo digas. Dependes de otros y, en el mejor de los casos, los mueve el interés, no el cariño, ni siquiera la gratitud. Y conste que no lo digo por ti, que no has vuelto a la  señora Brossart por su brillante y severo pasado, sino por la lástima que ha despertado en tu buen corazón.

-          Tampoco es que tenga mucho que hacer y en Poitiers apenas conozco a nadie.

 

     Mathilde se sonrió de mi fingido cinismo. Matizó:

 

-          Lo cierto es que no he apreciado en ti lástima sino, si acaso, piedad. Mas no es a esta a la que apelo, al pedir tu ayuda, sino a algo más profundo y comprometedor. Si te pido que viajes a África, no es simplemente para que busques a mi hija, sino para que la auxilies de la forma que te sea posible. Si ella supiera que has vuelto, seguro que te haría la misma petición, siempre que no la traicionase el orgullo. Me consta que Ivette nunca dejó de quererte en secreto o, cuando menos, de acordarse de ti con cariño.

 

     Ni me conmoví, ni le contesté. Sencillamente, me pareció una increíble añagaza para doblegar mi claudicante voluntad. Ella insistió:

 

-          ¿Por qué crees que el otro día te mostré sus cartas, sino para que leyeras alguna y te vieses citado en ella? Lamentablemente, no las he bajado hoy pero te prometo que lo que digo es cierto. Por tanto, hijo, ve a Orán y vuelve a Francia con ella. Todavía estáis en buena edad y vuestro valor y constancia podrá conseguir lo que otros os impedimos conseguir otrora.

 

-          Tardía es la confesión, a más de inexacta. También Ivette y yo tuvimos mucho que ver en aquel desastrado final de nuestra relación. Está bien, Mathilde, cruzaré el mar y cumpliré su encargo de ida pero, en cuanto al regreso, solo Dios sabe cómo habrá de ser y lo que nos deparará el destino.

 

     Unos golpecitos en la puerta de la sala precedieron a la entrada en ella de una hermana, fornida y cuarentona, con una sonrisa beatífica y los brazos cruzados a la altura del crucifijo de plata que pendía de su cuello.

 

-          A la paz del Señor; disculpen la interrupción, pero las obligaciones mandan… Así que este caballero es el banquero de París, tan honrado como ducho en su profesión. Yo soy la madre Chantal, priora de la Santa Cruz. Pues verá; no sé si Mathilde le habrá contado…

 

     En efecto, Mathilde me había contado. Al salir del convento, llevaba conmigo un mandado de piedad y una oferta de trabajo. Tal vez, una carga demasiado pesada para asumirla en una sola tarde. Pero -¿quieren creerlo?- me sentía ligero, firme, contento. Dicen que la vida consiste en amar y trabajar. De ser ello cierto, volvía a despertar a la vida.

 

 

5.   Los vivos y los muertos

 



     Hice la travesía de Marsella a Orán en la goleta La Plaisante, gastándome mis buenos francos para ocupar un camarote individual. El resto de los pasajeros era lo que podía esperarse del lujo del barco, que su publicidad aseveraba: funcionarios civiles, comerciantes y militares de media graduación, pocos de los cuales evidenciaban su propósito de aposentarse en la colonia viajando con esposa e hijos. Ello me hizo reflexionar sobre el hecho de que el marido de Ivette hubiese llevado tras él a África a toda la familia. Fumando una pipa en cubierta con un capitán de legionarios, saqué el tema y él me informó:

 

-          La pacificación es un hecho desde hace unos cinco años. Las ciudades principales, singularmente Argel y Orán, se van poblando de europeos: franceses, españoles, italianos… Yo pienso que no se vive mal, pero las mujeres son escasas y los niños no tienen apenas donde estudiar, más allá de la escuela primaria. Con todo, lo decisivo es por qué se va a Argelia. Los comerciantes se enriquecen fácilmente y los campesinos pueden encontrar la tierra de promisión. Lo más duro es para los funcionarios y para nosotros, los militares, que tenemos que pechar con los moros, valientes y traicioneros donde los haya. Y con una paga similar a la de Francia, no se vaya usted a creer.

-          No conocerá a un comandante de zuavos…; Georges Morin creo que se llama.

-          Me suena su nombre, pero no creo haber coincidido con él. Llevo solo dos años en África y los campamentos de la Legión Extranjera están fuera de las ciudades. Yo dirijo el destacamento de Djebel-Taleb. ¡Bravos soldados, los zuavos! En cambio, a nosotros nos toca instruir y controlar a los peores tipos de Francia y de la inmigración, verdaderos indeseables y muy levantiscos. En fin, con disciplina y tiempo, se llega a hacer de ellos buenos combatientes…, si no les da por desertar.

 

 

     Tal vez fuera esta mi conversación más larga durante la travesía. La mayor parte del tiempo la pasé mareado en mi cámara o dando vueltas a la táctica del encargo que me había sido confiado. Para empezar, una pátina de respetabilidad: Sería un empleado de banca, comisionado por mi empresa para ver de abrir una sucursal en Orán. Mis conocimientos del oficio y algunos nombres dejados caer al azar darían al engaño una apariencia verosímil, si la Gendarmería se empeñaba en buscarme las vueltas, como desafecto al Emperador de los Franceses. Seguidamente, rapidez y discreción. Se trataba de comprobar cuanto antes cómo se encontraba Ivette y, si acaso, hacerle llegar por tercera persona una carta de mi puño y letra para instarle a reanudar la correspondencia con su madre. No tenía el menor propósito de hacerme ver de ella y hasta dudaba en firmar la carta de otra forma que como Un amigo leal, u otra ambigua fórmula por el estilo. En resumen, haría lo necesario para poder informar y, en su caso, tranquilizar a Mathilde. En cuanto a la felicidad de Ivette, que se encargase la interesada de buscarla.

 

     Con la ciudad de Orán en la línea del horizonte, reaparecí por cubierta, con mis dos maletas perfectamente hechas y la carta para Ivette, redactada y lista para entregar. Un secretario de juzgado, con el que había coincidido a la mesa en el barco, me preguntó:

 

-          ¿Ya tiene usted alojamiento en la ciudad?

-          Pensaba buscar algún hotel en la zona céntrica.

-          No lo haga: Todos son caros y malos. Le recomiendo una pensión excelente, donde yo me alojé durante un par de años, hasta que contraje matrimonio. Está a la entrada de la Casbah, pero ofrece esmerada limpieza y total seguridad.

-          ¿Dan comidas?

-          No le aconsejo la comida de las pensiones: demasiado especiada para nuestros estómagos. Los cafés a la europea son más aconsejables. Y el mejor, sin duda ninguna, el Marignan.

 

     En un instante, garabateó nombres y direcciones y me entregó el papel. Añadió:

 

-          Dígale a Madame Rivière que va de mi parte. Y no se le ocurra hacer ningún alarde de riqueza. En esta tierra de truhanes, fijan los precios en función de la fortuna que imaginan a cada cliente.

 

***

 

 

El establecimiento de la señora Rivière llevaba al hispánico rótulo de La Posada, según unos, por pura tradición histórica, en tanto otros aludían a la nacionalidad del marido de la posadera, fallecido años atrás. El núcleo de la construcción era la airosa escalera que, describiendo una amplia espiral, llevaba a los dos pisos de que constaba el edificio y, finalmente, a la terraza del mismo. Recibía espléndida luz por una cúpula ochavada, de ventanas ojivales, coronada por una media naranja inmaculadamente enjalbegada. Las habitaciones del primer piso eran las propias para huéspedes, mientras las del piso superior servían al acomodo de la dueña, su familia y la servidumbre. En el piso bajo, al que se accedía por un gran portón bajo arco de herradura, se hallaba la recepción, el comedor y las piezas para baño, almacenes y fumadero. El gran vestíbulo servía de lugar de lectura, espera y conversación, a la vez que daba acceso a un coqueto jardín interior, precedido por luminoso invernadero o estufa y cerrado por celosías de madera. La calle de acceso a la pensión se perdía, colina arriba, entre escalinatas y callejones, que paulatinamente convertían la luz y la geometría del puerto en una colmena, sombreada y rumorosa, a los pies del Castillo de Santa Cruz.

 

     Por lo demás, la ciudad iba adquiriendo la racionalidad y los edificios que podían esperarse de su carácter de capital de Departamento, puerto importante y fuerte guarnición. Acababa de terminarse el Hôtel de la Prefectura y acondicionarse el Château Neuf como cuartel de los spahis y del Segundo de Zuavos, que suponía sería la unidad del marido de Ivette. Más arriba, impresionaba la mole del hospital militar Baudens, donde me figuraba habría sido el comandante atendido de sus heridas de guerra. El Ayuntamiento, la Gendarmería y la Justicia ocupaban más modestas o provisionales ubicaciones, a la espera de tiempos mejores. Cerca de mi pensión, avanzaba la cimentación de una iglesia, que iba a llevar la advocación de San Luis. ¿Y para la educación de los hijos de los inmigrantes? Alguna institución religiosa hay, que los atiende. De liceos, nada por ahora, si bien está en proyecto uno público, al nivel de Francia. Es cuanto puedo decirles de Orán, al modo de un viajero curioso. Por lo demás, comprenderán ustedes que mis objetivos eran muy otros que el de hacer turismo.

 

     Así pues, tan pronto me ambienté en la ciudad y constaté que la Policía no se ocupaba de mi presencia, tomé la carta y encamineme  a la calle Philippe, al último domicilio conocido de Ivette. Verdad es que ya había ido hasta allí días antes, para explorar el terreno. Era un modesto hotelito de dos plantas, protegido por una verja y medio escondido entre la frondosidad de rododentros y terebintos. Desde las aceras, haciendo como si paseara o esperase la llegada de alguien, no había sorprendido una sola seña de vida en el inmueble, cuyas ventanas, celadas por persianas de madera, parecían ojos enceguecidos por el sol.

 

     Esta vez, tan decidido como me permitía el violento batir de mi corazón, así con firmeza la manija del portón y empujé la hoja. No se movió: era obvio que estaba cerrada con llave. Miré con mayor atención hacia el interior. Todo presentaba la misma apariencia de días atrás, con esa pátina de descuido y desaseo, que induce a pensar en una ausencia prolongada. Me decidí a preguntar en la propiedad contigua.

 

-          ¿El comandante Morin?  Hace meses que cerró la casa y marchó para Argel.

-          Soy un amigo de la familia, que anda preocupada con su estado de salud. ¿Sabe si volverá o cuál sea su actual paradero?

-          Lo ignoro. De hecho, se ausentó sin despedirse. Unos dicen que precisaba cuidados que en Orán no podía tener. Otros, que lo iban a repatriar a Francia, en vista de que estaba inútil para el servicio. Pero, si quiere mayores precisiones, puede preguntar en el Cuartel de Zuavos o, tal vez, en la Gendarmería.

 

     Ninguna de esas sugerencias me satisfizo. Regresé muy despacio a La Posada. La carta para Ivette me quemaba en el bolsillo y en cada matrona con sombrilla que me cruzaba creía ver el rostro de Mathilde.

 

 

***

 

     Decidí proseguir mis indagaciones en la capital argelina, aunque ello supusiera un dispendio adicional para el que no me encontraba bien dispuesto. Pregunté al personal de la pensión:

 

-          Tengo que trasladarme hasta Argel. ¿Qué me recomiendan: viajar en diligencia o por mar?

-          El cabotaje, sin duda ninguna –me respondieron-. La situación en tierra no está todavía bien pacificada.

-          Así que el señor nos deja –terció Madame Rivière-.

-          Pues sí. Lo malo es que no es para regresar a Francia, sino para encontrar a una persona que yo hacía en Orán, pero se ha ausentado y sin dejar señas.

 

     La posadera –que atendía por el apodo cariñoso de Momine- mostró cierto interés y yo estaba locuaz aquella mañana, con la secreta esperanza de que alguien me echase una mano, sin tener que acudir a los canales oficiales. Después de todo, Orán era una pequeña ciudad, donde los europeos aún no eran muy numerosos. Le hice seña de dirigirnos al invernadero y nos sentamos en uno de los bancos que corrían adosados al muro. De manera breve, expliqué la misión que me había llevado a Orán y el fracaso relativo de aquella mañana. Concluí:

 

-          Por razones políticas, no querría significarme; así que, si pudiese ayudarme, le quedaría muy agradecido. Se trata de un oficial de zuavos, gravemente herido en la guerra, el comandante Morin.

 

     Momine, con los ojos muy abiertos, inquirió:

 

-          ¿Dice usted que su verdadero interés era encontrar a la mujer, no al marido?

-          Así es, pero suponía que este sería mucho más conocido.

-          Y que el encargo viene de los parientes de ella…

-          En concreto, de su madre. Es buena amiga mía desde la infancia.

 

     Ella sonrió. Dejó pasar unos momentos, antes de proseguir:

 

-          No creo que sea necesario que se tome la molestia de ir hasta Argel para dar con Ivette. Yo puedo darle todas las referencias que necesita.

 

     Y, ante mi perplejidad y creciente emoción, me hizo el siguiente relato:

 

-          Conocí a lvette en el año cuarenta y seis, poco antes de la rendición de Abd el-Kader. Georges, su marido, había empezado a venir por La Posada todos los martes por la tarde, pues se entendía con una peluquera italiana, joven y de buen ver, con quien compartía la habitación número siete, hasta la anochecida. El entonces capitán estaba perfectamente de salud y paseaba muy gallo por el Bulevar y la Plaza de Armas, acompañado a veces de su mujer, morena, de cara agradable y algo metida en carnes –así, como yo-. Todo eso fue anterior a que a él le alcanzase una bala cerca de Mers el-Kebir, que lo dejó casi paralítico de ambas piernas. Aunque mi relación con el militar era puramente profesional –por así decir-, lo fui a visitar a petición de su amante, mientras estuvo en el hospital, y allí trabé amistad con su esposa; lo suficiente para darme cuenta de que las relaciones entre ellos no eran buenas, ni mucho menos…

-          Muy natural, por lo que usted me dice de sus infidelidades. Y supongo que las cosas irían a peor, con el genio que lógicamente se le pondría al volverse casi un inválido.

-          Puede figurarse. Creo que ya la maltrataba de antes, pero a raíz de la herida y de sus consecuencias dolorosas, los malos modos y los insultos eran frecuentes.

-          ¿Incluso en público, en el sanatorio?

-          No, no: en la casa que ha encontrado cerrada esta mañana. Para entonces, ya habíamos congeniado y yo los seguía frecuentando, no para hacer de alcahueta, sino por afecto y lástima hacia Ivette. Y todavía más, cuando murió el hijo.

-          ¿Qué me dice? ¡Tan joven! ¿También en la guerra?

-          No tal. Es cierto que el muchacho estaba preparándose para ingresar en el Ejército -¿qué otra cosa iba a hacer, con pocos estudios y escaso patrimonio?-, pero murió en la gran epidemia de cólera del año cuarenta y nueve. Puede usted figurarse que la madre quedó desolada. Su marido –ya comandante por méritos de guerra y sin apenas poder ir por el cuartel-, se volvió aún más irascible; bebía mucho y perdía los estribos. La tenía como a una criada a su servicio. La pegaba con cierta frecuencia, incluso valiéndose de sus muletas.

-          ¿Pero no la auxiliaba nadie? ¿Y su hija?

-          No era tan tonto como para ponerse violento en presencia del servicio. En cuanto a Francine, a quien el padre despreciaba por su amor y parecido con la madre, esta trató de alejarla cuanto pudo de aquel triste y estragador ambiente, acogiéndola al seguro del internado de las Trinitarias. Las propias monjas, de acuerdo con Ivette, le buscaron un novio conveniente en Argel y, tan pronto cumplió los dieciocho años, se celebró la boda en la intimidad, con el pretexto del reciente fallecimiento de su hermano y del estado de salud del padre. En el fondo, me consta que mi amiga no quería que viniese nadie de Francia y conociera su desgracia. En cuanto al novio, era un modesto aduanero del puerto de Argel y su familia carecía de posibles para hacer el viaje.

-          Bien, Momine, no quiero cansarla más. Para mi encargo bastará con que me dé algunos detalles de la muerte de la pobre Ivette.

-          Poco es lo que se sabe de seguro, y eso que, después de la muerte de su hijo, cada vez venía más por aquí. Se quedaba a veces varios días, cuando más agresivo estaba el comandante. Más de una vez hubimos de emplear todas nuestras atenciones para curar sus golpes. No sé si debería decírselo pero, para aliviar el sufrimiento o conciliar el sueño, fue acostumbrándose a fumar algunas drogas que por aquí se emplean habitualmente. Hizo amistad con un afamado morabito, que suele bajar a Orán para enseñar en la mezquita del Pachá y traer medicinas y remedios a quien se los pide. Ivette lo tenía en gran estima y no hacía ascos a sus consejos y ungüentos. Bien puede usted creer que aquel santón y una servidora fuimos su paño de lágrimas en la última etapa de su vida.

-          ¿Cuándo y cómo acabó esta?

-          El cuándo es sabido: hace un año, a poco de celebrarse la boda de Francine y partir esta para Argel. Del cómo, ya le he dicho que lo ignoro. Parece que fue una muerte repentina, que dio que hablar entre los vecinos, los cuales conocían bien la agresividad de su marido. Pero no hubo nada de eso: Yo, que la vi de cuerpo presente, atestiguo que no tenía ninguna huella de violencia y que su rostro mostraba una gran placidez. De todos modos, la Policía no hizo mayores averiguaciones, ni se practicó autopsia. Así que habrá que decir como ella, días antes de morir: Llevo conmigo la vida y la muerte. Soy la dueña de mi destino.

-          A saber lo que la inculcó el tal morabito. En cualquier caso, bien puede decirse, con una máxima más nuestra, que finalmente descansó en paz.

-          Ciertamente. En pocas ocasiones será más exacto ese tópico.

 

***

 

     No quise que me acompañase nadie al cementerio de El-Hamri, donde reposaban los restos de Ivette y de su hijo, en modesta sepultura rematada por una cruz con ángeles tenantes. La mañana era fresca y estaba cansado de la caminata. Me senté junto a la tumba y me dio por pensar en el triste sino de aquel primer amor, nacido a orillas del Cher. ¡Bien que habíamos pagado la imposición o la cobardía! Después de todo, yo había sido el más afortunado, llevando una vida normal en mi país y estando ignorante de los sufrimientos de Ivette, hasta que ella hubo acabado definitivamente de padecerlos. Ahora quedaba Mathilde, a quien habría de edulcorar las noticias, para que pudiera tener una vejez lo más tranquila posible. Aunque, a fin de cuentas, ella era la mayor responsable de nuestras cuitas, nacidas de una ruptura por orgullo de clase y de la pésima elección de marido para su hija. Me alcanzó una ráfaga de viento y sentí un escalofrío. Me levanté, recé una oración y sentí la necesidad –como cuando niños- de hacerle una promesa a Ivette, apasionada, sincera, eterna. Pero el aire me susurraba mentira, mentira. Y yo pensaba qué ofrecerle. Y el viento, falso, falso. Entonces comprendí que todas aquellas promesas de antaño, todas, habían quedado irremisiblemente incumplidas. Y sentí que las palabras eran hueras; las reflexiones, frías; mis propósitos, baldíos. Todo se marchitaría, como las flores frescas que había dejado sobre la lápida. Mi corazón clamaba ¡justicia, penitencia! Y los pájaros de aquel jardín de silencio cantaban ¡amor, purificación! Paso a paso, sin perderle la cara, me fui alejando de la sepultura, hasta alcanzar la senda de salida y allí aceleré el paso y dejé de mirar al pasado.

 

***

 

-          Así que nos deja usted, amigo André. Ya ha cumplido su encargo, por lo que se ve.

-          A medias, Momine. Ahora tendré que administrar la verdad para no llevar tanto sufrimiento a mi mandante. Y no sé cómo hacerlo.

-          Tal vez le ayude, para aminorar el dolor ajeno, tener paz en su propio corazón. He estado pensando en usted todos estos días, procurando entender su forma de ser y, sobre todo, constatar sus sentimientos. No sé si se lo merece, ni si acertaré en mi resolución pero, en fin, allá va. ¿Quiere usted saber lo que pensaba Ivette de usted?

-          Mujer, si no era algo malo… La verdad es que no traje a su vida mucha felicidad.

-          Todo lo contrario. Jamás oí de sus labios una palabra responsabilizándole de su dolor. Ella era fuerte y generosa. Asumió su error y su debilidad y disculpaba en todo momento a sus padres y a usted. Pasé la hermosa página de André y fui al matrimonio con Georges profundamente enamorada. De todo lo malo que vino después, solo mi esposo es responsable.

-          No opino yo lo mismo. De hecho, siempre he lamentado mi estupidez y mi flojera, por más que fueran fruto de la inexperiencia. Y, desde que he sabido las consecuencias, me siento profundamente culpable.

-          Esa es una carga de la que yo no puedo liberarlo. Es usted responsable en parte de lo malo, pero también le dio a Ivette sus mejores momentos, que le sirvieron de recuerdo y estímulo durante toda su vida. Vaya, pues, lo uno por lo otro. Nadie es perfecto, ni hay amores perpetuos. Para lo eterno dicen que está la otra vida, ¿no?

 

     Tomé la mano de Momine y la besé con gratitud. Permanecimos en silencio. Finalmente, contesté:

 

-          La otra vida: hermoso consuelo. Pero ya en esta tuvimos la posibilidad de unirnos en cuerpo y alma y la dejamos pasar, para desgracia nuestra y alegría de quienes tramaban nuestra separación.

 

***

 

     Hacia la medianoche, creí escuchar una suave llamada a mi puerta. Callé. Se repitió y, en un susurro, una voz femenina pronunció mi nombre. Salté de la cama, me puse la bata y abrí. Era Momine:

 

-          Nuestra amiga no te habría dejado solo en tu última noche de Orán. Permíteme que, aunque indigna, haga sus veces durante estas horas.

 

     La tomé del brazo, cerré la puerta y acaricié su cabello suelto. Me echó los brazos al cuello y musitó:

 

-          Si lo deseas, puedes llamarme Ivette.

 

 
 



6.   La decisión


-          ¡André, por fin ha llegado! Ivette me ha escrito.

 

     Aparentando sorpresa y emoción, tomo la carta, con matasellos de Orán, y exclamo:

 

-          ¡Ya era hora de que cumpliese la palabra que me había dado! ¿Y qué cuenta tu hija?

-          A duras penas he sido capaz de leer el remite y reconocer sus rasgos. Anda, léemela, que no quiero depender de las monjas para ciertas cosas.

-          Mujer, son buenas, aunque un poco cotillas. Trae acá ¡y pobre de ella si no ha merecido la pena tanta espera!

 

     Leo pausadamente las dos holandesas de apretada escritura, que con tanto esmero he escrito días atrás, procurando imitar la letra y las expresiones de la difunta Ivette, cuyo conocimiento me ha sido dado por la propia Mathilde, al prestarme las auténticas misivas de su hija, que obraban en su poder. Déjamelas, que no puedo resistirme a recordar su ternura y enterarme de lo que dice sobre mí –había yo pretextado-.

 

     Cuando acabo la lectura, Mathilde tiene los ojos húmedos y no cesa de hacerme comentarios: ¡Vaya por Dios, otro ramalazo del cólera! ¡Cuánto afán por cuidar de su marido, con lo poco que se lo merece! ¡Lo que daría por ver a mis nietos! ¡Ojalá Francine tenga más suerte con el matrimonio que su pobre madre!

 

-          Bueno, te dejo con tus emociones, que yo tengo que trabajar –respiro aliviado y la dejo sola, encaminándome al pequeño despacho que las hermanas reservan al administrador del convento-.

 

     Seguro que son ustedes de buenas entendederas. No obstante, bueno será que les aclare un par de cosas. La primera, que al volver de Argelia, acepté la oferta de convertirme en administrador de la Comunidad de las Agustinas Hospitalarias. Y la segunda es que, con plena aprobación por su parte, la gentil Momine se convirtió en reexpedidora de las cartas para Mathilde, que yo le enviaba desde Poitiers, a fin de hacerle creer que su hija seguía mandándole la correspondencia desde Orán. Como ven, un fraude muy bien tramado, contando además con los anhelos y la cortedad de vista de la anciana destinataria.

 

     … O, al menos, eso creía yo hasta el día en que encontré a la puerta de mi hôtel de la calle de La Chaîne, un severo fiacre negro, con el cochero en el pescante y un policía montando guardia. Un tanto inquieto, subí las escaleras y, cuando me disponía a entrar en mi departamento, la sirvienta me advirtió:

 

-          Monsieur Coutan, aquí hay un señor que quiere verlo. Lleva esperando un buen rato.

 

     No tuve, pues, más remedio que entrar en las habitaciones de Madame Duménil, donde esta se encontraba en animada conversación con un caballero, sentado de espaldas a la puerta del salón. Saludé, se volvió y me encontré ante un individuo elegantemente trajeado, casi de mi edad, gordo, calvo y con un rostro sonrosado, que me miraba con una sonrisa algo irónica, pero amplia y acogedora.

 

-          ¡Demonios, André, no vengas con que no te acuerdas de mí! Tú estás tan esbelto y serio como cuando me enseñabas la regla de tres y el máximo común divisor.

 

     Sin duda, me hallaba ante Éric Brossart, o lo que quedaba de él cuarenta años después.

 

     La verdad es que el señor subprefecto de Loudun estuvo cariñosísimo conmigo. Comprendió que lo primero era tranquilizarme sobre el objeto de su visita, que nada tenía que ver con motivos profesionales:

 

-          Ya sé –me dijo- que andas por aquí desde hace una temporada. Nada temas. El Emperador va mostrándose tanto más tolerante, cuanto más se va afianzando su gobierno. Por otra parte, tus crímenes no son tan graves, que merezcan el patíbulo –rió de buena gana-. Además, aquí está tu alumno Éric para devolverte tus desvelos, pasados y presentes, si fuere necesario.

 

     Lo de presentes le puso en el camino de explicar su visita, una vez la señora Duménil entendió que estaba de más en aquella charla de amigos y se despidió para echar una miradita al puchero.

 

-          Voy a serte sincero –prosiguió Éric-, entre otras cosas porque por mi madre estarás al cabo de la calle de ciertas cosas. Por ejemplo, de que mi esposa y ella no se pueden ver, lo que me impide acogerla en mi casa, como sería mi mayor deseo. Lo del pupilaje de las monjas fue lo mejor que se me ocurrió como alternativa. Por ella, habría seguido en Tours, pero apenas puede valerse por sí misma y, además, quiero tenerla cerca de mi actual residencia. Ya sabes –guiñó un ojo- que, como para las matemáticas he seguido siento un zote, ahora me dedico a la política.

-          Conozco, en efecto, cuanto me has dicho. Te agradezco la intercesión para que la Policía me deje ganarme la vida en paz; y, si lo haces, por la compañía y ayuda que pueda prestar a tu madre, nada tienes que agradecerme. Soy yo quien estará siempre en deuda con ella.

-          ¿A pesar de lo de Ivette? ¡Qué metedura de pata aquella! No diré que tú valieras mucho –bromeó-, pero infinitamente más que aquel tenientillo, todo bigote y botas. En fin, reír por no llorar, que bien que lo hicieron mi hermana y mi madre durante tantos años. Por cierto, ¿qué tal encontraste a Ivette en Orán?

-          ¡Acabáramos! Tu madre te ha contado…

-          Sí, que ella ha reanudado su correspondencia. ¡Qué acierto has tenido, chico! Cuando yo indagué y me enteré de su muerte, no me atreví a confesársela a mamá y salí como pude, con pretextos y explicaciones tontas, tratando de ganar tiempo y no hacerla más infeliz. Y ahora vienes tú con las cartas fingidas y me das sopas con honda. ¡Vaya novela! ¡Cómo se nota que eras amigo y confidente de Víctor Hugo!

-          Por favor, Éric, no digas ciertas cosas ni en broma, que puedes perderme.

 

Mi interlocutor estalló en una carcajada. Luego, prosiguió:

 

-          Para concluir, André. Apoyo plenamente la argucia y me tienes enteramente a tu disposición. Por si los emolumentos de las monjas no te son suficientes, ya he hablado de ti al prefecto, para que no te pongan dificultad alguna si quieres abrir alguna oficina de contabilidad, como en París. También te haré llegar una cantidad todos los meses, para los gastos y atenciones que tengas con mi madre, pues ella no puede manejar el dinero, estando casi ciega.

 

Me levanté de un salto:

 

-          ¡De ninguna forma! No te consiento que me trates como a un lacayo.

-          Bah, pamplinas, André. Para mí, siempre serás un amigo, pero yo también tengo mis deudas morales con mamá, las cuales no puedo satisfacer directamente sin incomodar a mi esposa. Acepta lo que te gire y empléalo en comprarle lo que se te ocurra y en todo tipo de distracciones. Por aquí no hay mucha ópera –subrayó malicioso- y El Califa de Bagdad está ya muy polvoriento, pero algo se te ocurrirá, aunque solo sea para compensar tantos rezos y menús de Cuaresma. En fin, tenme al corriente de cualquier alteración… Y ahora, no te escabullas, que nos vamos a comer tú y yo a Rochefort. Pero antes voy a despedirme de tu casera. ¡Chico, que verborrea! Sabe de Poitiers y sus gentes más que toda la gendarmería. A ti parece respetarte mucho, aunque le resultas demasiado hermético y taciturno. La verdad es que Lamartine no lo habría dicho mejor.

 

***

 

     Ni el compromiso de concesión de la licencia me decidió a abrir una oficina de contabilidad. El salario que las monjas me pagaban llegaba con creces para cubrir mis gastos. La Comunidad tenía fincas y casas por todo el departamento de Vienne y más allá, lo que me obligaba a viajar una o dos veces por mes. Pero, sobre todo, la atención de Mathilde me llevaba mucho tiempo, entre escribir sus cartas a Ivette, imaginar y redactar las supuestas respuestas de esta y sacarla a pasear y distraerse casi todas las tardes. Fácil es de comprender que la tarea más complicada era la de meterme en la mente y las manos de la difunta, para redactar una misiva quincenal, coherente y extensa, la cual habría luego de seguir el conocido periplo, de Poitiers a Orán y regreso. Afortunadamente para mi empresa, Mathilde había perdido ya casi del todo la vista; de modo que la imitación de la grafía me llevaba cada vez menos tiempo. No quise prescindir del matasellos oranés, por temor a que las monjas se fueran de la lengua con su anciana pupila.

 

     En una de mis sesiones de amanuense, Mathilde interrumpió el dictado para decirme:

 

-          Querido André, llevo dándole vueltas a la idea mucho tiempo y creo que podría resultar muy positiva, tanto para Ivette, como para ti. ¿Qué te parece si le sugiero a mi hija que deje a su marido y se reúna con nosotros en Poitiers?

-          Mujer, no creo que su dignidad le permita abandonar en ese estado a Georges, por malvado que haya sido para ella. Además, están los hijos.

-          Ya van mayores y Francine acaba de casarse y marcharse a Argel. Fíjate, sola en casa  con semejante monstruo. Además, cada carta que recibo me confirma más que ella te quiere. ¿No tuviste tú la misma impresión cuando la visitaste en Orán?

-          Desde luego que no. Una cosa es que tengamos bellos recuerdos, y hasta que me esté agradecida por cuidar un poco de ti, y otra, que el pasado y el presente se unan, como si no hubiesen pasado cuarenta años. Por otra parte, yo no...

-          No me vengas con esas, André, que te conozco demasiado como para que me engañes. Lo que pasa es que te has vuelto muy precavido y un tanto comodón. Ivette sería ahora la compañera ideal para lo mucho que todavía os queda por vivir. Por otra parte, no te sugiero otra cosa que una relación amistosa. Yo, que antaño os impedí casaros, no voy ahora a imponeros el matrimonio.

-          Bueno, bueno, Mathilde; por mí no ha de quedar. Escribiremos a Ivette lo que propones y que ella decida.

 

     A partir de ese día, no había epístola que no insistiera en la conveniencia de poner fin a su vida con el comandante y en lo mucho que la queríamos y necesitábamos junto a nosotros. Naturalmente, Ivette iba excusándose y dando largas, hasta provocar el amargo reproche verbal de Mathilde, quien me llegó a decir:

 

-          André, acabaré por no conocer a mi hija. Si otro que ella me la hubiese mostrado tan terca y desagradecida, no lo habría creído.

 

     En fin, así iba transcurriendo mi vida. Poco a poco, Mathilde se había convertido en mi principal razón de ser, en esa promesa que no me había atrevido a definir y formular ante la tumba de Ivette, pero que ahora veía con toda claridad convertida en hechos, más que en palabras. No pedía más: vivía en paz y me sentía incluso afortunado. No solo expiaba mis culpas en este mundo, sino que podía disfrutar de mi amor renacido al tibio fulgor del atardecer, con una sola condición: no pensar en sacar a mi amada del mundo etéreo de la imaginación.

 

***

 

     Mi vida apenas evolucionaba, pero el mundo seguía girando en derredor. Prueba de ello, recibimos un día la visita –inesperada, como casi todas las suyas- de Éric. Recuerdo que fue por los días en que la emperatriz Eugenia dio a luz al Príncipe Imperial.

 

-          Lamento tener que alejarme de vosotros –nos dijo- pero me han concedido lo que puede considerarse un ascenso y no puedo rechazarlo, desairando con ello a mis valedores. Me han nombrado subprefecto de Cherburgo.

-          ¡Repámpanos! –bromeé-. Dicen que llueve mucho por allá.

-          No es eso lo que más me preocupa –respondió, sonriendo-, sino que el trabajo será mayor y la distancia demasiado larga, como para visitaros con frecuencia.

-          Tampoco ahora lo hacías, querido; y tus hijos, no digamos –se lamentó Mathilde-.

-          No siempre se puede hacer lo que se desea y, por otra parte, Nicole y tú… Bien, vamos a lo que hoy toca, que es algo para lo que necesito la aprobación de vosotros dos.

 

     En pocas palabras, el subprefecto encareció lo positivo que para Mathilde y para mí había sido nuestro reencuentro y se deshizo en elogios hacia mi comportamiento. Luego, se refirió a la ceguera ya prácticamente total de su madre y a los trastornos renales que empezaban a aquejarla seriamente, para los que el frío del convento es como un puñal. Finalmente, fijó la conclusión:

 

-          En suma, creo que lo mejor para todos sería que tú, mamá, dejaras el convento y te fueras a vivir con André, donde os parezca bien: en Tours o aquí; en el pequeño apartamento de Madame Duménil o en nuestra vieja mansión tornesa. Por supuesto, no se escatimaría a la hora de contratar el servicio, ni de establecer la atención médica, que podría llegar hasta la visita diaria de algún doctor prestigioso. ¿Qué me decís?

 

     Mathilde parecía ilusionada y no dudó en contestar:

 

-          Nunca he congeniado con las monjas y André es ya como un hijo para mí. Lo que él diga será también mi voluntad.

-          Pues lo que yo digo no puede ser otra cosa que sí. Entre la hermana Chantal y yo, creo que tu madre saldrá ganando conmigo. Eso sí, no quiero volver a Tours ni, menos aún, a vuestra antigua casa. Es un caserón y me trae recuerdos tristes. Madame Duménil es muy servicial y su criada, de toda confianza. Así que puedes irte tranquilo y que Normandía te sea propicia.

 

     Éric hizo un gesto dubitativo, se levantó y dijo:

 

-          Voy a darle la noticia a la madre superiora. No creo que le agrade mucho pues la pensión que perciben de mí es muy suculenta.

 

     En efecto, la nueva no le sentó nada bien. De hecho, a los pocos días, prescindieron de mis servicios como administrador, con el pretexto de que se habían enterado de mi condición de separado. No lo sentí, pues el cargo suponía –como ya he dicho- viajar a menudo y, por tanto, dejar sola a Mathilde. Opté por llevar la contabilidad de algunos comercios y de una pequeña sucursal bancaria, trasladando a casa los libros de comercio siempre que podía. Éric, por su parte, se mostraba bastante generoso en sus remesas.

 

 

7.   Una visita y un obsequio


     La salida del convento supuso, entre otras facilidades, la de no tener que enviar las cartas a Momine para que las reexpidiese desde Orán. Cuando así se lo comuniqué, agradeciéndole los servicios prestados, me contestó con un amable mensaje de despedida, en el que, entre otras cosas, me informaba de que el comandante Morin estaba cada vez más imposibilitado, hasta el punto de haberlo recluido en el gran hospital militar de Argel, para ser atendido como inválido de guerra. Francine y su aduanero, por fin, habían conseguido retornar a Francia, según su deseo. El hôtel de la calle Philippe había sido vendido a unos comerciantes alicantinos de éxito. En cuanto a La Posada, está en el mismo sitio donde la dejaste, algo más vieja –como su dueña- y con el espíritu de la sufrida Ivette rondando en la noche. Así que, si quieres encontrarte con ella de nuevo… Puntos suspensivos: sugeridor final para una relación robada.

 

     Sin advertir a Mathilde, me dirigí a Éric para exponerle lo mucho que emocionaría a su madre una visita de la hija de Ivette, ahora que andaba por algún puerto o ciudad fronteriza del país. Al mes siguiente, contestó a mi misiva: La pareja residía en Cerbère y ya se había dirigido a ellos para encarecerles la conveniencia de visitar a su abuela, girándoles previamente una cantidad para el viaje. Así mismo, les había puesto en antecedentes de la mentira inocente que manteníamos, a fin de que no revelaran la muerte de Ivette y avanzaran la fecha de su matrimonio a no más de un año atrás.

 

     La respuesta de Francine la tuvimos directamente. En carta a su abuela, le revelaba como recientes su matrimonio y el traslado a Francia, y le anunciaba para el mes siguiente una corta visita, dado que su marido no podía acompañarla por razones de trabajo y ella no quería dejarlo solo durante largo tiempo. Excuso reflejar la gran alegría de Mathilde, tanto mayor y más agitada, cuanto menos tiempo iba faltando para el feliz encuentro.

 

-          La última vez que la vi era una niña de siete u ocho años, que partía con sus padres y hermano para Argel. Señor, Señor, ¡qué pena no poderla ahora ver!

-          Emplea los ojos del alma, como dice sor Chantal –le contesté yo, con segundas-.

-          No era con los del alma con los que miraba mi dinero, ni al capellán, replicó con una indignación que le hizo olvidar su previa tristeza.

 

     Días después, Mathilde sufrió un primer episodio de uremia. Respondió bien al tratamiento prescrito, pero decayó visible y prolongadamente en lo psicológico. A este paso, no voy a llegar a ver a mi nieta; y a mi hija, ¡para qué hablar!

 

***

 

     La aparición de Francine, tan emotiva para su abuela, fue también para mí profundamente conmovedora. En muchos aspectos era muy diferente a su madre: Su aventajada estatura, que la acusada delgadez potenciaba; su tez morena y el cabello color ala de cuervo; aquel dominio de las situaciones, fruto de la espontaneidad y de un carácter vivo, la alejaban de mi recuerdo de Ivette, haciéndome suponer una herencia paterna. En cambio, los ojos vivísimos, la nariz suavemente aguileña, la voz grave, la risa franca cantarina, todo eso era de su madre, haciéndomela recordar constantemente. De hecho, mi imagen de Ivette –arrumbada en la sima de la memoria, salvo en los sueños- se enriqueció desde entonces con infinidad de detalles, rasgos y gestos que, a buen seguro, me llegaron desde el más allá encarnados en su hija.

 

     Supongo que a Francine le sucedería todo lo contrario. Casi nada podía hallar en mí que respondiese a la descripción que su madre podría haberle hecho. Tal vez por ello, inevitablemente decepcionada, no encontré en su trato y conversación el afecto y la intimidad que yo esperaba. ¿Y este carcamal, arrugado y huesudo, pudo enamorar a mi madre?, pensaría sin duda, mientras me miraba de soslayo, cuando paseábamos los tres por aquellas calles envejecidas, que no le traían otros ecos que el hueco y rítmico de nuestros pasos.

 

     Consideré, pues, doblemente acertada mi inicial resolución de dejar a la abuela y la nieta el uso exclusivo de mi departamento, trasladándome yo –pared por medio- a una habitación de la casona Duménil, donde Madame me abrumó a preguntas sobre la recién llegada. A través del tabique común, me llegaban los rumores y las risas de las charlas entre Mathilde y su nieta, que se prolongaban hasta la medianoche. Fue Francine quien escribió la carta a su madre en aquellas tres semanas que estuvo entre nosotros. Pero lo más emotivo para la abuela fue saber que su nieta se hallaba embarazada. Inmediatamente, tomó las decisiones correctas, aunque un poco excesivas:

 

-          ¡... Y de tres meses, con lo peligroso que es este momento! Nada, nada, tranquilidad, paseos y a la camita temprano. André, hay que avisar al doctor Marcoul para que venga a reconocer a Francine: A saber cómo serán los médicos por allá abajo. Y nada de alargar tu estancia aquí. Por mal que me sepa, debes volver cuanto antes a tu casa... André, infórmate de la mejor forma de hacer el viaje de vuelta, sin pasar por caminos mal asfaltados.

-          Deja de preocuparte, Mathilde. En vista del estado de Francine, la acompañaré hasta dejarla en los brazos de su esposo. Yo me encargo de todo.

-          Sois imposibles –rió nuestra protegida-. En fin, escribiré enseguida a mi marido para que salga a encontrarse con nosotros en Perpignan.

 

***

 

     Finalmente, no fue preciso mi concurso como enfermero para la embarazada. Sucedió que un colega del doctor Marcoul, profesor de la  Facultad de Poitiers, se trasladaba hasta la de Montpellier, para una sesión clínica sobre cirugía de la aorta. Gentilmente, se brindó para atender a Francine en el viaje, si fuere necesario. El aduanero fue advertido de que saliese a esperar a su esposa a la ciudad monpelerina, y todo arreglado.

 

      Un par de días antes de la partida, Mathilde se vino abajo, ante la razonable probabilidad de no volver a ver a su nieta. Hube de retornar a mi apartamento para atender a la anciana, durmiendo de cualquier manera en un diván del gabinete. Francine se sentía un poco culpable de la neurastenia de su abuela y hubimos de calmarla con tisanas de valeriana con unas gotitas de láudano. En su última tarde entre nosotros, mientras la ayudaba a terminar y cerrar el equipaje, allegó suavemente la puerta encristalada de su dormitorio, para tener un aparte conmigo. En un principio, titubeó, como dudando del acierto de aquel paso:

 

-          André, supongo que, aunque no hayamos hablado de ello hasta hoy, no tendrá ninguna duda de que conozco su antigua relación con mi madre, así como la triste forma en que aquella concluyó.

-          En efecto, ni sobre eso, ni acerca de la benéfica influencia que, según dicen sus parientes, tuvo el recuerdo de la misma durante toda la dramática vida de ella.

-          Desde luego. Puede estar seguro de su positivo efecto. No deja de ser una contradicción –agregó-: Quien ha amado alguna vez guarda en su alma ese recuerdo como su mayor bendición aunque, ante futuros desengaños, la memoria le haga sentir una tristeza y una frustración aún más profundas.

-          Todos tenemos experiencia de pérdidas y equivocaciones en el pasado. Luego, se nos abren nuevos caminos, procuramos enmendar los yerros y seguimos adelante. Yo así lo hice y el tiempo cicatrizó viejas heridas…, hasta que supe de la tragedia que había vivido tu madre.

-          Le comprendo. Cuando ella me contó vuestros amores, yo también lo maldije, por haber huido ante las primeras dificultades, en vez de luchar por la felicidad de ambos. Mi madre, desde luego, no compartía mi indignación. Me figuro que no quería empañar la belleza de aquellos momentos y sublimaba a quien la había hecho feliz por un tiempo.

-          Bien, pues aquí me tienes, tal y como he llegado a ser, despojado de los trampantojos de una novia enamorada y primeriza. Qué desilusión, ¿verdad?

-          Pues, no, de ninguna forma. Como mujer joven, que vive en su mundo, ocupada ante todo en traer al mismo una nueva vida, tengo que reconocer que no es en mi casa donde mora el espíritu de mi madre, sino entre estas paredes. He podido comprobar que son mi abuela y usted quienes viven con ella; ¡qué digo: para ella! Hasta le ha inventado una nueva vida, hecha de esperanzas y de retornos.

-          Todo sea para hacer menos penosa la vejez de tu abuela.

-          Un fraude muy bien intencionado, que mi madre inició con el firme designio de que nadie sufriese por su dolor, sino ella misma. Estoy convencida de que, de vivir, lo habría aprobado y juzgado una muestra inestimable de cariño por su parte. Pero, después de haber convivido estos días con ambos, me voy con una duda, de la que tal vez pueda sacarme. ¿Quién es el más engañado, el más feliz con la falacia, mi abuela, o el inventor para mi madre de una nueva y prometedora existencia?

 

     No supe que responder, ni creo que la pregunta de Francine esperase contestación. Cerré el último bulto y me volví hacia ella:

 

-          Creo que ya está todo –le dije-

-          Todavía falta una cosa, replicó.

 

     Con cierto esfuerzo, sacó de su dedo cordial el anillo que portaba y me lo entregó. Era una gruesa sortija de plata, finamente labrada en altorrelieve, con una pequeña piedra de olivino por remate. Pese a mi reticencia, insistió:

 

-          Era de mi madre y quiero que lo conserve como recuerdo tangible.

-          De ningún modo. ¡Quitártelo tú para dármelo a mí, que ni siquiera soy de la familia!

-          ¿De veras? Bueno, da igual. Ella lo llamaba Esperanza de amor, tal vez por el color verdoso de la gema. Así que nadie más indicado que usted para heredarlo.

-          ¡Ay, Francine, ya no tengo edad ni motivos para esa esperanza!

-          Yo diría que ella tampoco los tenía pero ¿quién soy yo para poner en duda la palabra de mi madre?

 

     Al día siguiente, Francine partió. Guardé el anillo en una cajita de gemelos, al fondo de un cajón de mi armario ropero, y nada comenté del regalo a Mathilde. Tal vez temía que, como recuerdo de Ivette, me reclamara su posesión. O, más bien, que se convirtiera en un fetiche, acabando por poseerme a mí, en vez de yo a él.

 

 

8.   El final de esta historia


     Han pasado dos años desde la visita de Francine. Mathilde va apagándose como un quinqué en que se agota el petróleo. Apenas sale ya de casa, limitando sus paseos a recorrer penosamente el ándito de nuestro hôtel, del brazo de algún caritativo lazarillo. El doctor Marcoul le pronostica poco tiempo de vida y se limita a prescribir calor e hipnóticos. En mi deseo de acompañarla y hacerle más llevaderos estos tristes días, tampoco yo salgo de casa, si no es por necesidad y a la carrera. Trabajo cada vez menos y dedico el tiempo libre a escribir estas míseras notas, a modo de examen de conciencia, más que rendición de cuentas. He ampliado a una o dos a la semana las cartas que nos envía Ivette, para mayor emoción y entretenimiento de su madre. ¿No estaré delatándome? Hace unos días, al concluir la lectura de una de ellas, pregunté a Mathilde:

 

-          Madre, ¿fallecerá algún día el comandante y podremos tener, al fin, a tu hija con nosotros?

-          André querido, tú y yo sabemos que Ivette no volverá jamás.

 

     ¿Desespera o es que ha descubierto el engaño? Prefiero cambiar de tema y le leo y comento las páginas que he dedicado a la pesca de la trucha con su difunto marido y a las escapadas del pequeño Éric, que su hermana y yo deseábamos tanto. Mathilde sonríe y me regala su mayor cumplido:

 

-          ¿De veras me encontrabas entonces tan hermosa?

-          Eras nuestra mujer ideal. Ivette y yo soñábamos con que ella llegara a ser como tú.

-          El mundo es injusto y nos hace desgraciados. En el fondo, mi hija habría podido ser feliz con un notario de provincias aficionado a la numismática y yo, amando a un joven que tan solo pudiera ofrecerme el regalo puro y apasionado de unas flores silvestres recién cortadas. 

 

***

 

     Aquella noche terminamos la lectura de La dama blanca. Como de costumbre, Mathilde la había seguido desde la cama, abrigada con una toquilla malva y unos mitones a juego, frutos del caritativo tricotar de la señora Duménil. Sentado junto a la estufa de mayólica, cerré el libro, fantaseando todavía sobre aquel relato de desigualdades sociales y fantasmagorías, con el que me sentía curiosamente identificado. Todavía camino de nuestro pequeño mundo, que giraba en torno de la lámpara amarillenta de sobremesa, me puse en pie y encamineme hacia el lecho de la anciana, para arroparla y darle el beso de buena noche. Como en aquel primer encuentro en Poitiers, asió firmemente mi brazo y susurró:

 

-          Júrame que no abandonarás nunca a Ivette y que la desposarás tan pronto fallezca su marido.

-          Así será, si ella no me lo impide.

-          ¡Aún así! Ella te ama y te necesita, lo confiese o no.

-          Está bien, madre. No volveré a dejarla. Lo juro.

 

     Me soltó y puede irme retirando lentamente a mi alcoba. En la puerta recordé que no le había preparado el somnífero. Retrocedí con tal objeto, pero ella se negó:

 

-          Esta noche no me importa velar; y, si he de dormir, lo haré reconfortada por tu promesa y con el perdón de Dios.

 

      Estas últimas palabras me impresionaron mucho más que el solemne juramento anterior, que yo sabía completamente vano. ¿Encerraban algún misterio o era su pura escenografía?  Lo cierto es que, apenas llegado a mi dormitorio, me puse a transcribirlas con aprensión. ¡Curioso sino para un añoso contable, dejarse prender en las redes de la fantasía! Cerré los ojos por unos instantes y se me figuraron las flores de otrora, trenzadas en lúgubres guirnaldas.

 

***

 

     No fue una falsa inquietud, sino una premonición. A la mañana siguiente, al entrar la criada para levantar a Mathilde, la encontró yerta, mas con el rostro expresivo de una suave placidez. Por consejo del prefecto, procedimos a embalsamar el cadáver y a trasladarlo hasta Tours, donde quedó temporalmente depositado en la capilla-panteón de la familia Brossart. Tres días después, llegó Éric y enterramos a su madre en la cripta del monumento. Acto seguido, regresé a Poitiers, en unión de mi antiguo discípulo y de su esposa. Allí llevamos a cabo la triste y poco grata tarea de recoger y dar destino al ajuar y objetos personales de la finada. Fue entonces cuando tuve la oportunidad de comprobar la indiferencia con que la nuera trataba los recuerdos de su difunta suegra, no salvando del desecho más que los pocos de verdadero valor económico. El resto se convino en trasladarlo en una carreta al convento de la Santa Cruz, para que sus monjas le dieran el destino caritativo que tuviesen por conveniente. Éric dejaba hacer con total pasividad, hasta el punto de que, en un aparte, le manifesté mi desacuerdo con su forzado desprendimiento:

 

-          ¿No te arrepentirás? Ahora, el dolor te embarga pero, más adelante, puedes querer materializar la memoria de tu madre y ya será tarde. Por otra parte, Francine…

-          Querido André, no quiero discutir con mi mujer. Coge tú lo que quieras, que bien merecido lo tienes, y deja que lo demás cumpla un objetivo benéfico.

-          Si es por ayudar a los pobres, no seré yo menos generoso. Después de todo, para recordar a tu madre, con la memoria me vale.

-          Pues dejémoslo estar. En cuanto a mi sobrina, descuida, que recibirá su parte en la herencia sin escatimar un solo franco.

 

     Nos despedimos con cierta frialdad y el pequeño departamento quedó desangelado y vacío, perdiendo poco a poco el olor de Mathilde y el eco de su voz, todavía fresca y firme. Con esa sensación de angustia ante el inevitable desvanecimiento de  su presencia, me fui aquella noche a la cama, prometiéndome combatir el dolor con el regreso al trabajo y, tal vez, algún viaje al sur, para conocer al hijito de Francine. Llegué a oír las once en el solemne reloj de péndulo de Madame Duménil y, al poco, me quedé dormido.

 

***

 

     Soñé que una Ivette adolescente y yo mismo –más joven que ahora, pero en todo caso adulto- nos casábamos en la capillita de su casa de campo en Saint Genouph. Ni oficiaba sacerdote alguno, ni había otros testigos que Éric niño y sus rústicos compañeros de juegos, cuyas carreras y gritos nos llegaban del exterior, a través de una puerta entreabierta. Ella llevaba un vestido blanco de novia y un ramo de florecillas campestres, como tantos otros que recogimos en aquel tiempo feliz. Yo, severamente atildado, al modo de mi época en la banca Laffitte, tenía prisa por acabar la ceremonia, temeroso de que la misma fuese descubierta e interrumpida. Afanosamente escudriñaba mis bolsillos, tratando de encontrar no sé qué, sin lo cual no nos era posible proseguir. En esto, vi que Ivette tendía la mano, en la que mostraba el anillo que Francine me había obsequiado. ¡Justo: eso era, el anillo de boda! Temblando, lo deslicé en su dedo anular, a guisa de alianza. La capilla, la casa, Éric, todo se desvaneció y solos los dos íbamos caminando de la mano, paseando despaciosamente por una senda desconocida, bordeada de cipreses. Una niebla luminosa, como cuando el sol está a punto de rasgarla, nos iba absorbiendo. Íntimamente, me sabía perdido, pero mi novia avanzaba segura y su mano me arrastraba dulcemente hacia delante, la mano que ornaba aquella gema del color de la esperanza…

 

     Desperté sobresaltado. ¿Habría rapiñado la sortija aquella urraca de Nicole, mientras tenía mi alojamiento a su merced? Revolví toda la ropa del armario, hasta dar al fin con aquella presea de Ivette. ¿Cómo la llamaba ella? ¡Ah, ya, Esperanza de amor! ¡Pobre amada mía! ¡Qué poco imaginaba que la muerte la visitaría tan joven aún! ¿Y qué frase recordaba Momine de ella? Algo así como llevo conmigo la vida y la muerte; soy la dueña de mi destino. ¿Aludiría también a la joya? ¿O, tal vez, se trataría de alguna presunta fuerza mágica, infundida por aquel morabito de Orán?

 

     Con la curiosidad de mis preguntas sin respuesta y el cariño renovado por el sueño, saqué la sortija de su improvisado joyero y la examiné con emoción y nostalgia. La coloqué en el meñique izquierdo y acaricié una y otra vez sus relieves de plata y el facetado olivino del ápice. Y entonces se produjo el milagro: Oprimí un mínimo resorte y la parte superior del anillo se levantó con suavidad, dejando ver una cavidad parcialmente ocupada por un líquido brillante y viscoso, de color verde malaquita. Entonces, como en un relámpago, comprendí.

 

     Comprendí por qué era verde el color de su esperanza. Comprendí el señorío de Ivette sobre su destino. Comprendí la intensidad de su dolor y su ansia de amar, su vida y mi sueño, su pasión y mi indiferencia, su muerte repentina y mi moribunda existencia. En suma, entendí que aquel fluido espeso y añejo era el veneno que ella había ingerido cuando ya no pudo resistir más.  Lo tenía ante mí, precisamente ahora, cuando mi vida iba a volverse vacua e inútil. Una tras otra, se acumulaban las señales: el regalo de Francine, la muerte de Mathilde, el sueño de amor cumplido, el hallazgo del tósigo…

 

     Olfateo la ponzoña. Rozo su superficie con mi dedo y poso la yema en la lengua. Sí, no dudo de que mi vida ya no tiene sentido, si me resisto a seguir de la mano de Ivette la senda onírica. Pero, por otra parte, ¿quién sabe lo que la muerte nos depara? ¿Está más viva, es más verdadera la memoria con sus recuerdos, o el otro mundo, hecho de espíritus? ¿Qué elegir, cómo acertar o, al menos, cómo sufrir menos?

 

     No puedo llegar a conocer el fin, pero sí voy a elegir la senda. Seguiré la misma suerte que Ivette, mi amor, mi dolor, mi víctima. Esa será, en último extremo, la suprema expiación de mi pecado.

 

     Disuelvo el veneno en medio vaso de agua. El color de la esperanza se torna incierto al tintineo de la cucharilla, que imprime al líquido un movimiento vortiginoso. Lo ingiero de golpe y procuro llevar mi relato a término. Noto que me voy desprendiendo del cuerpo y me siento ingrávido. Es hora ya de emprender el camino sin retorno y, tal vez, sin final…