miércoles, 19 de mayo de 2021

REHACIENDO UNA VIDA

 

Rehaciendo una vida

Por Federico Bello Landrove

 

          ¿Quién no ha imaginado alguna vez el camino alternativo por el que podría haber pasado su vida y hasta ha intentado dar marcha atrás en el tiempo, al menos, con la ayuda de la literatura? Lo extraño de este relato es que a su protagonista ni se le había pasado por la cabeza cambiar su itinerario vital, pues se sentía orgullosa del mismo. ¿Qué fuerza podría llevarla a renegar de su pasado y tratar de rehacerlo de modo totalmente distinto? ¿De qué color sería la magia con que pudiese conseguirlo?



1.   La novela de una vida


     Buscó acomodo en un hotel cercano al aeropuerto y se impuso vencer por las bravas el famoso desfase horario. Advirtió al recepcionista que se olvidasen de limpiar la habitación hasta que lo indicara expresamente. Tomó un interminable baño templado, mientras daba cuenta de una jarra de jugo de tomate, acompañada de un par de cápsulas hipnóticas; cerró a cal y canto persianas y cortinas; obturó los oídos; se plantó el primer camisón que encontró en la maleta pequeña y deslizó lentamente su cuerpo entre las sábanas, hasta alcanzar la máxima extensión de los miembros. Luego, puso el despertador de su móvil a las dos de la tarde del día siguiente y, mientras se volvía del lado izquierdo, en típica postura fetal, susurró para sí misma:

-          A soñar con los angelitos.

     Le costó cosa de media hora encontrarse con esos espíritus alados. Aún bullía en su cabeza el maremágnum que a todos nos ha inquietado alguna vez, pero que en pocas ocasiones -como en el caso de Alicia- hemos logrado tener a la mano, ordenado e incluido en un portafolio. Ello nos va a dar la oportunidad de saber de su propietaria cuanto necesitemos, para luego seguirla en este viaje iniciático. Como se ha prometido a sí misma dormir la friolera de veintiuna horas, tendremos tiempo más que suficiente para nuestras indagaciones.

***

     La gran confusión a la que me refería con el vocablo maremágnum se descompone en una serie de cuatro preguntas tópicas, que lo único que tienen determinado es el orden en que se formulan: ¿quién soy?; ¿de dónde vengo?; ¿adónde voy?; ¿qué hago aquí? Decía que nuestra bella durmiente tiene muy claritas las respuestas. Al menos, es lo que se deduce del ejemplar de hace una semana, del Heraldo de Panamá, en cuya página 9 viene una amplia entrevista con la Catedrática de la Universidad Católica, doña Alicia del Moral, con motivo de su jubilación. Estoy seguro de que es a quien tenemos a nuestro lado, durmiendo, pues la fotografía le hace justicia, y aún mejora el original: No cabe duda de que es fotogénica… y de que, peripuesta y maquillada, está mucho mejor que al natural, después de un viaje de trece horas con escala en Nueva York. Pero no divaguemos y hagamos un resumen pertinente, al hilo de las preguntas trascendentales que hemos planteado hace un momento.

     La Profesora del Moral nos recibe en su chalé de la urbanización Las Gaviotas, bien cerca del campus universitario donde ha impartido enseñanza durante veinticinco años, hasta convertirse en una de las maestras más conocidas y respetadas en la docencia de la Preceptiva literaria, una materia que ella misma ha ejercitado ejemplarmente a lo largo de dos novelas, cuatro libros de relatos breves, un poemario y, por supuesto, los libros de texto usados por decenas de promociones de estudiantes…

     Seguro que, de no hallarse dormida, Alicia habría mascullado algo, como lo siguiente:

-          En efecto, treinta años desasnando a catervas de muchachotes de ambos sexos, que tendrían que haberse quedado, si acaso, en la secundaria, dedicándose luego a vender seguros o a cultivar bananos y caña. Veinticinco años en la Facultad, y, antes, otros diez en un colegio de señoritas, luchando porque se reconocieran mis méritos, pese a haber nacido al otro lado del Atlántico y pronunciar la jota como Dios manda. Y, en lo tocante, a la literatura, ¡bah!, experiencias personales y sutiles naderías, que ni tranquilidad ni tiempo he tenido para mis cosas.

     Es suficiente, Profesora, que ya sé que, cuando se embala, habla por los codos y le canta las verdades -cuando menos, sus verdades- al lucero del alba. Sigamos, pues, con la lectura:

     La casa es un verdadero museo de objetos y recuerdos de España, de donde llegó doña Alicia hace más años de los que a ella le gusta recordar. La terraza del salón se abre al Pacífico, apenas velado por un primer plano de guayacanes y palmeras. - Es lo mejor de la mansión -reconoce-. Acodada en la veranda de la planta alta, he pasado muchas horas, soñando despierta y anhelando infructuosamente atisbar el famoso rayo verde…

-          ¡Memeces! -replicaría la entrevistada-. Es verdad que, sin esta casa a mi medida, sin este rincón de Castellar en el Istmo, me habría muerto hace años; como lo es también que la contemplación del océano embellece mis días y me hace comprender lo pequeño y efímero de mis penas. Pero, de eso a quedarme embobada, escudriñando el rayo de las narices, va un abismo. Hace una eternidad que la hija de mi madre ya no espera rayos verdes, ni príncipes azules, ni futuros de color de rosa. Con ver la luz del sol, si acaso dispersada en un buen arco iris, me doy con un canto en los dientes.

     … Superados años atrás graves trastornos de salud, no obstante ha decidido jubilarse voluntariamente, con unánime sentimiento de pena de sus colegas y alumnos. ¿A qué se ha debido el tomar esa decisión? – Los años -contesta- no pasan en balde y la salud nunca la he recuperado plenamente tras la grave enfermedad a que te refieres. En fin, espero volcarme ahora en viejos proyectos literarios, abandonados durante demasiado tiempo, precisamente, por la falta de este…

-          ¡La maldita enfermedad de las seis letras!¡Tanto pelear, sufrir y gastar, para ganar apenas una década y volver a sentirlo nuevamente agarrado a mis vísceras, como un gato salvaje! No creo que me dé tregua para hacer otra cosa que sacar de dentro de mí esa novela de mi vida, que dé cuenta de lo que he sido y, si a mano viene, me haga un huequecito en los libros de literatura que me he pasado media vida enseñando. ¡Pero a ti voy a andarte con detalles, periodista de vía estrecha, que todavía me acuerdo de que hacías burla de mis elles, cuando os leía pasajes del Quijote! En el fondo, hay primicias que deben ocultarse, hasta que la obra esté en el escaparate de las librerías.

     “Pocas personas venidas de fuera han sido tan capaces, como la profesora Del Moral, de integrarse en nuestra tierra y llegar a nuestro corazón”. Eso dijo el Rector Benavides en su homenaje de despedida y desde este diario damos fe de ello. – No ha sido fácil, amiga Ermelinda -aclara-. Hubo tiempos duros –“recios”, diría Teresa de Jesús-, pero, en fin, con paciencia, todo se alcanza” -dijo también ella- y, a fin de cuentas, bien está lo que bien acaba, por citar a otro gran clásico.

-          ¡Anda, que no me las hizo pasar moradas mi señor esposo, que tenía todos los derechos por ser panameño de familia bien, mientras yo era una extranjera sin oficio ni beneficio, como si dijésemos! Y, luego, mis colegas, empezando por el hipocritón de Benavides que, desde que colgó los hábitos, anda despendolado detrás de cualquier profesora joven o en apuros. No voy a negar que la tierra sea hermosa y que haya hecho aquí muchos amigos, pero he tenido la suerte del enano. ¡Mira que irme a apasionar como una chiquilla del ilustre vate y dramaturgo, Rubén Valladares Howard, quien, cuando no tuve más remedio que mandarle a freír churros, me cerró las puertas de ateneos y editoriales! Aquí me tienes, publicando gracias a ediciones de autor y a la benevolencia de algunos castellarenses, que todavía se acordaban de mí. ¡Menos mal -ironiza- que les llegué al corazón, aunque, en lo que a los caballeros respecta, creo que les llegué, más bien, a otro sitio, bastante más abajo!

     Supongo, Alicia, que seguirá usted entre nosotros, ahora que el trabajo ya no la ata a Panamá… - Por supuesto -asegura-. Desde que murieron mis padres, la mayor parte de mi familia la tengo aquí… Bueno, no toda: Uno de mis hijos tuvo que emigrar a los Estados Unidos -como tantos panameños-. Pero, siguiendo con lo que me preguntas, no tengo intención de viajar a España más que esporádicamente, para visitar a los buenos amigos que todavía están entre nosotros. Ya conoces el triste sino de los viejos, que tienen a casi todos sus conocidos en el cementerio (risas)…

-          Sí, sí, risas. Lo que es, una verdad como un templo. Unos ya no están y a otros da pena verlos…, como a mí misma, que prefiero pasar de largo por delante del espejo. En fin, no tenía intención, pero me he convencido de que no hay mejor lugar para hincarle el diente a la novela que en Castellar, entre recuerdos, conocidos y sabor local. Así que aprovechemos la inercia, y lo que hay que hacer, hacerlo pronto. Total, un pasaje de avión y una llamada al Hotel Imperial, y ya estamos en marcha. ¿Por cuánto tiempo? ¡Cualquiera sabe! Desde luego, hasta que tenga en borrador la primera parte; esa que pienso empezar por cuando pisé por primera vez el Instituto, acabándola cuando -¡necia de mí!- salí para Panamá perdiendo el culo detrás de Rafael, nada más acabar la carrera.

     Bien, amigos, basta ya de Heraldo de Panamá. Parece que Alicia respira más suave y se revuelve en el lecho; no vaya a ser que… No, vuelve a resoplar. Aprovechemos para echar un vistazo a las notas que, bien en su casa, bien en el avión, ha ido redactando, a modo de guion o esquema de la novela. Ella presume mucho de que va a resultar algo grande, pero me da la impresión de que aún no ha trabajado en el proyecto casi nada. O, como dirían los escritores optimistas, que lo tiene todo en el magín.

***

     Sinceramente, después de haber leído la entrevista del Heraldo y hojeado el par de folios de notas preparatorias de su novela, me ratifico en lo intuido: Alicia tiene, hoy por hoy, el libro en el cerebro, lugar en que, como es lógico, no podemos entrar. Me da la impresión de que, por partes, capítulos y epígrafes, la Profesora nos va a regalar con la historia completa de su vida que, la verdad sea dicha, apenas precisa de ser adornada: Es de aquellas en que la realidad supera la fantasía o, por mejor decir, no es preciso faltar a la verdad para que no se pierda una buena historia. Si acaso, tal vez merezca la pena transcribir un párrafo que podría tener su acomodo en un prólogo de la obra, o en el resumen de la misma con que suelen obsequiarnos los editores en la contracubierta. En su estadio actual de elaboración, dice así:

     Llevo en el alma la novela de mi vida, cada vez más larga, según me he ido demorando en escribirla, esperando a columbrar su final y tener tiempo para redactarla a mi sabor… Tengo un objetivo: presentarme ante los lectores como la mujer fuerte e indómita que he sido, a cambio de haber sufrido mucho y, también, hecho sufrir. Desde mi pequeñez, me gustaría servir de modelo y defensora para una generación de mujeres, calificada peyorativamente de intermedia, vale decir, acomodaticia… Un escritor siempre espera el éxito. Si este llegare en mi caso, espero que sea por contar la historia que ahora tienen en sus manos.

     Yo, que conozco bastante bien a Alicia, creo que dice la verdad: Puede ser la historia de su vida, pero no una autobiografía más. Ella no pretende exhibirse, ni justificarse, ni aprovecharse para hacer literatura de una peripecia vital tan asendereada. Lo llamaría un ejercicio de afirmación de rebeldía y de su militante feminismo. Claro que puedo equivocarme, pero no lo creo. ¿Que qué credenciales exhibo? Tienen razón: A estas alturas no me he presentado todavía. Soy Alejandro Escandón, profesor adjunto de la cátedra que fue de Alicia hasta la semana pasada, y ahora, del primer paniaguado que designe el Gran Canciller de la Universidad Católica. Lo que Monseñor Arzobispo no podrá quitarme es el cargo, o la carga, de albacea literario de Alicia, para cuando llegue la luctuosa ocasión. Se lo debo, a tenor del encargo que me hizo hace unos meses y que yo acepté sin rechistar:

-          Alex, encanto, en cuanto muera, coges todos mis papeles literarios y académicos y los quemas, sin salvar ninguno.

          ¿Seré capaz? Yo no lo creo, pero, como dicen que decía Goethe, “no hay ningún crimen que no me sienta capaz de cometer”.

 

 

2.   El tiempo detenido


     El tren de alta velocidad llegó a la estación de Castellar a las siete en punto de la tarde. Al bajar, aspiró un desagradable olor a gasoil y carbón que creyó más propio de Tanzania o del centro de la India. ¡No está mal como olor local! -se dijo-. Solo faltan el botijo y el bocata de tortilla. El altavoz avisó: Tren Talgo, procedente de Madrid, con destino… Miró de soslayo el convoy a su derecha. Parecía haber encogido con la lluvia, que había tamborileado en las ventanillas entre Villalba y Medina. ¡Menos mal que ha parado de llover!, pues, aunque le apetezca desentumecer las piernas, no tendrá más remedio que encontrar un taxi para transportar las maletas.

     El primer vehículo de la fila es un carcamal, negro, brillante y pulido, con un conductor tocado con la gorra de visera de antaño. Trata de recordar cómo demonios se llamaba aquel modelo de Seat, idéntico a este de imitación. ¿O es que, realmente, se trata de una antigüedad? Tras indicarle: Hotel Imperial, comenta al conductor:

-          ¡Qué bien conservado tiene este coche! Debe de ser difícil y caro conseguir un modelo retro así.

-          No crea que es tan antiguo, señora. Lo compré en el cincuenta y siete, pero ya tiene sus buenos setenta mil quilómetros y ni una avería.

     Alicia se encoge de hombros y luego sonríe. Si este buen hombre es capaz de considerar no muy longevo un vehículo de cincuenta y seis años de antigüedad, a ella debe de juzgarla un guayabo. Lo cierto es que el coche, habiendo apenas circulación, devora las calles que llevan al centro de la ciudad, ya de anochecida.

-          ¿Puede ir un poco más despacio?, le ruega. Hace mucho que no vengo por Castellar y todo me resulta curioso.

-          Como guste la señora. Solo quería probarle que el taxi va como la seda, a pesar de sus años -replica el chófer, con cierto retintín-.

     Le da la impresión de que la ciudad está más vetusta y menos iluminada que la última vez que vino, cuando la muerte de su madre, hace casi una década. El taxista parece tener cuerda para rato:

-          No me extraña que le sorprendan muchas cosas. Tenemos desde hace un par de años un alcalde que se ha propuesto darle la vuelta a la ciudad… Claro, no es un político, sino un empresario, y esos suelen ser activos y eficaces… No sé si lo conocerá usted; Santiago Pesquera se llama y fue el que trajo la fábrica de automóviles a Castellar, hace diez años… Falta hace que cambie cosas, empezando por pavimentar las calles y ordenar mejor el tráfico, que los que estamos todo el día al volante…

     Pero ya han llegado. Alicia pregunta:

-          ¿Qué le debo?

-          Marca trece cincuenta.

-          ¡¿Trece cincuenta?!, repite escandalizada, tendiendo no obstante al taxista un billete de veinte euros.

     El conductor echa un vistazo y se lo devuelve, algo mosca:

-          Lo siento, señora, no acepto moneda extranjera: solo pesetas.

     ¡Ahora comprende el alcance real de la tarifa! Vuelve a guardar los euros, sin dar mayor importancia al fiasco. ¿Le importa ir bajando las maletas mientras cambio moneda en el hotel?

     Todo arreglado. El mozo sube el equipaje hasta el segundo piso: Una habitación estupenda, con vistas a Correos. Alicia rellena con parsimonia la hoja de admisión, mientras charla con el veterano recepcionista:

-          Cárgueme la carrera del taxi en la cuenta. Mañana mismo iré a cambiar moneda al banco. Apenas traigo unos cientos de euros que troqué en Panamá.

-          ¡Qué curioso!, replica el empleado. No he oído hablar hasta ahora de esa moneda. ¿Es la de su país?

-          En efecto -miente con soltura-. Y no me extraña que no la haya visto hasta ahora. Cuando salimos al extranjero, los panameños solemos venir con dólares.

     Está empezando a mentir con descaro: Ahora, los panameños. Es verdad que ha presentado el pasaporte de esa República, pero no es menos cierto que tiene doble nacionalidad y conserva la española. ¡Bueno!, mejor así. Está empezando a mosquearse con tantos atavismos y prefiere distanciarse de este mundillo de chufla, mala pasada sin duda de un subconsciente empeñado en que reviva el pasado para mejor embutirlo en su novela. ¡Pues no está escuchando el Dame felicidad, de Enrique Guzmán! Decide no esperar el arcaico ascensor, de portezuela de madera y cristal al gotelé, y echa escaleras arriba, rauda como una chiquilla. A la puerta de la 212, la espera el mozo, sonriente:

-          Me he permitido correr las cortinas y abrirle la cama. Viniendo de viaje y a la hora que es…

-          Muchas gracias, amigo, pero ya ha visto que no tengo moneda española.

-          ¡Por Dios, señora, ni lo mencione! ¿Bajará a cenar? El restaurante es muy bueno y está abierto hasta las once.

-          ¡De acuerdo! Resérveme mesa, si es que lo considera necesario.

-          No en estos días, pero ¡espere a que llegue la Semana Santa! Entonces es la plétora.

     Alicia se extraña de escuchar semejante palabra de labios de un botones de hotel. ¡Claro, estamos en la meca del castellano!, se dice.

-          Y ¿cuándo cae este año la dichosa Semana Santa?

-          Bastante tarde. El 12 de abril será Viernes Santo, el día de la Procesión General. La señora habrá oído hablar…

-          Desde luego, lo corta, y hasta la vi de niña y de mocita unas cuantas veces.

     Al quedarse sola, ya no le extraña nada no encontrar en la habitación un aparato de televisión, ni un secador eléctrico, ni otros avances comunes en cualquier hotel, por poca categoría que tenga… Por cierto, la propaganda del Imperial lo presentaba como de cuatro estrellas y completamente modernizado, cuando esta versión camp apenas tiene dos y se parece más a la Fonda del Peso que otrora fue, que no a lo prometido en internet. En el armario de luna de dos cuerpos cabe holgadamente todo el equipaje, que coloca con desgana, amontonándolo casi. En el fondo de un cajón, deposita el portafolio con su tesoro de papel. Antes de darse una ducha, coge el móvil para llamar a su hijo Vicen y confirmarle la llegada a destino sin novedad. Estaba por asegurarlo, desde antes de iniciar la marcación: Está averiado o fuera de cobertura. Llama a recepción:

-          ¿Tendría la amabilidad de facilitarme la contraseña para el wifi?

-          ¿Mande?... ¿Podría repetir, que no la he entendido?

-          Nada, perdone, era por el teléfono móvil.

-          Lo siento, no tenemos más toma telefónica que la de la cabecera de la cama.

     La cosa se está poniendo cargante. Menos mal que de la ducha surge agua caliente, y que en el restaurante le sirven un rape con langostinos que se sale del mundo. El televisor es un Sylvania, con señal en blanco y negro, igualito al que había en el bar donde su padre tomaba café y, en un momento en que fija su atención en él, un locutor, todo sonrisa con bigotito, desgrana la noticia del día: Se cierra la prisión federal de Alcatraz, donde vivió a lo grande Al Capone durante unos cuantos años. Despide al caballero de la dentadura perfecta y la emprende con un postre de flan con nata, homenaje insólito por su retorno a los días de Mary Castaña. Decide gastar una broma al amable camarero, al borde de la jubilación:

-          Aquí tiene. Pagaré con la tarjeta de crédito.

     No parece haberle sentado bien al mesero su iniciativa de pagarle con dinero de plástico, cuya existencia ignora. Cárguemelo, entonces, en la cuenta de la 212, ofrece como alternativa, mientras abandona con apuro el restaurante. Acude a recepción para recoger su llave y se queda mirando el calendario de pared a su izquierda: Marzo, sí, ¡pero de 1963! Por si acaso hay más cambios, pregunta a quien la atiende:

-          ¿A cuántos estamos hoy?

-          A veintiuno, señora. Hoy ha entrado la primavera, aunque no será como en su tierra. Aquí pasamos del invierno al verano en un santiamén.

     No se me ha olvidado todavía, sabihondo, piensa Alicia; y, por si el móvil continúa muerto al día siguiente, recuerda la forma clásica:

-          Por cierto, apunte que mañana me llamen a las ocho.

-          Descuide la señora; aunque en este hotel tenemos un despertador de seguridad.

-          ¿Sí?

-          El reloj del Ayuntamiento, aclara el recepcionista. Está aquí al lado y, la verdad, resulta difícil no oírlo.

     Ya en la habitación, prefiere no pensar en los turbios sucesos de aquella tarde: El consabido baño tibio, una dosis moderada de benzodiacepinas y a contar ovejas. Lleva ya unas cuantas, cuando el solemne carillón municipal deleita a los circunstantes con las campanadas de las once. Sus ecos le despiertan los recuerdos del abuelo Isaac y se deja llevar por ellos:

-          Supongo que en tus tiempos el reloj sería otro y menos retumbante su sonido. De otro modo, los concejales habríais salido para el cementerio sin la inestimable ayuda de los fascistas.

     El abuelo debe de estar en algún cielo muy lejano, pues no la responde; así que emboca los tapones en los oídos, da media vuelta y susurra:

-          Creo que mañana va a ser un día muy interesante.

 

 

3.   Entre las sombras del pasado



     Se despierta temprano y, de modo inconsciente, enciende todas las luces, buscando algún halógeno o LED, o una pantalla plana de televisor, que la devuelva al presente, pero no hay tu tía. La lámpara de incandescencia con tulipas floreadas sigue centrada en el techo, y no hay más aditamento por las paredes que los grabados del Voyage pittoresque de Laborde. Se acicala someramente y baja a desayunar, inquieta por el problema del dinero, que a saber cómo podrá solucionar en un banco. El camarero es otro y la mira con cierta intención. Piensa Alicia si el retorno al sesenta y tres incluirá que los demás la vean juvenil, pero se responde con una lógica, que empieza a ser sumisa de esta nueva irrealidad real: ¡Qué va; en 1963 yo andaba por los catorce años y este chorbo tendrá lo menos treinta! Tardará una tostada completa, una taza de café con leche y medio zumo de naranja en descubrir de lo que se trata: ¡Oh atrevimiento máximo: Lleva pantalones! Sonríe recordando las peloteras de algunos profesores de su Facultad con las pioneras pantalonudas, en primero de carrera. En fin, para presentarse ante un bancario, mejor será pasar por respetable. Retorna a la habitación y se plantifica la única falda que ha metido en el equipaje. Tan pantorrilluda, como la pobre mamá, susurra. O, como pontificaba el insufrible Rubén Valladares Howard, a cierta edad, mejor tener con las mujeres las miras más altas.

     Imaginándose lo peor, encamina sus pasos a la calle de Espartero, donde en los buenos tiempos -que, al parecer, son los de ahora mismo- florecían las sedes principales de los bancos en la ciudad, conforme al conocido adagio de que Dios -es un decir- los cría y ellos se juntan. El palacete de impoluta caliza alba parece chistarle, llamando su atención: Banco Regional, como se llamaba antaño. ¡Mira que si está Nicomedes, como cuando iba con papá de niña!... ¡Justo! En la ventanilla número 3, sin ordenador, ni móvil, ni otras gollerías. ¿Se acordará aún de mí, de la chavalita de las coletas, ávida de caramelos de menta y limón, justo los que otros chiquillos desechaban? Aún se acuerda de su apellido y con él se atreve a saludarlo:

-          Buenos días, señor Lafuente. A ver si me soluciona usted este apuro.

-          Buenos días, señora. Usted dirá.

     Se lo cuenta del modo más racional que se le ocurre. Pensaba quedarse solo unos días en España, para lo que traía dólares bastantes, pero la enfermedad de una amiga muy querida la obliga a alargar la estancia indefinidamente. ¿Qué puede hacer?

-          La cosa no es difícil de solucionar -responde Nicomedes-, siempre que tenga usted crédito en algún banco de Panamá. Una carta suya avalada por mi director, o una llamada telefónica a los empleados conocidos de allá y, en una semana o así tendrá aquí los dólares. Con el pasaporte debidamente visado, los podrá cambiar por pesetas, a razón de una cierta cantidad al mes. En cuanto al tipo, anda en las 55 pesetas por dólar.

-          Está bien, hagamos los trámites que me dice. Entre tanto, cambiaré los dólares que ya tengo, a ver si puedo hacer frente a los gastos hasta entonces.

-          ¿No tiene familiares en Castellar que puedan echarle una mano?

     Piensa Alicia que más le vale no meterse en berenjenales. ¡Menos más que, para los documentos oficiales, sigue teniendo como segundo apellido el de su divorciado esposo!:

-          No tengo familia por acá. Estoy de hotel.

-          Ya… Vamos con los trámites del cambio de moneda.

     Terminadas las gestiones, el empleado la despide, acompañándola hasta la puerta. Ella no puede por menos de decirle:

-          Tengo que hacer un regalo de compromiso. ¿Puede recomendarme una buena confitería?

-          Sin duda, señora: La Delicada, al principio de la calle de Las Angustias. Puede indicar que va de parte de Nicomedes, el del banco. Tienen cuenta en esta casa.

***

     Salió a la calle con el corazón desbocado. Una cosa era regresar a un pasado de objetos y canciones, y otra, muy diferente, que pudiera encontrarse con las personas amadas u odiadas, tal y como eran en su adolescencia. Claro está que, como en el caso de Nicomedes, no la reconocerán, hecha un vejestorio, sin la amable resignación que brinda el que por todo el mundo pase también el tiempo. ¡Pero buena era la Profesora, para venirse abajo y echarse a llorar en un rincón! Irguió su maciza figura y, con cierto descaro, empezó a pasar una mirada franca por cuantos viandantes se cruzaba. La memoria le hervía y jugaba malas pasadas. En todos creía encontrar un aire a…, un parecido con… ¿Es, no es? No, no puede ser, no coincide la edad, o era más baja, o estaba más calvo. Pero, con todo y con eso, no le cabía duda: Aquí, una compañera del Instituto; allá, el dependiente de unos almacenes; acullá, una vecina de su tía Mercedes. Caminando a lo tonto, llegó al parque, El Campo, como lo llamaban todos los castellarenses. Compró El Noticiero en un quiosco y se sentó a leerlo en un banco, entre sol y sombra, al resguardo de la trasera del Teatro del Prado. Se le llenaron los ojos de lágrimas al ver, al pie de la mancheta, la solemne afirmación: Director, Miguel Delibes Setién. Mucho había sentido, tres años atrás, la muerte del gran escritor, a quien ya tendría que ser in memoriam la dedicación que pensaba hacerle de la novela de su vida. Por lo demás, era noticia de primera plana que el salmantino pantano de Santa Teresa había empezado a producir electricidad, estando preparado para una potencia máxima de veinte mil kilovatios/hora. ¡Arrea!, en la página de regional, leve percance del Talgo de Madrid en la estación de Venta de Baños. Pues menos mal que se había bajado antes porque, en la España de Franco, un leve percance de tren era el eufemismo de un descarrilamiento en toda regla.

     Decía antes que doña Alicia era, como los buenos falangistas -perdóneseme la comparanza-, inasequible al desaliento. Ella había venido a Castellar a recordar e inspirarse, ¿no? Pues, ¡qué mejor que ser testigo presencial de aquellos tiempos, hasta ahora borrosos! ¿Verdad o mentira? ¿Alucinación o magia blanca? ¡Allá películas! Carpe diem, o la ocasión la pintan calva. Y, hablando de películas…

     Se metió entre pecho y espalda tres gofres, rezumantes de miel, y, con la glucosa por las nubes, decidió hacer el recorrido de los muchos y buenos cines del centro de Castellar, a ver si los pillaba en un renuncio. Ni por esas. Ella, que era una cinéfila empedernida, recordaba al dedillo las cintas de entonces, año arriba, año abajo. Y allí estaban, guiñándole el ojo desde las carteleras: El León de Esparta y la encantadora Diane Baker, con su faldita corta plisada, que acercaba la moda espartana a la yeyé; West Side Story, que Alicia revisaba una vez al año en DVD, sin que dejasen de humedecérsele los ojos con la canción, María; próximamente, 007 contra el Doctor No -¡no sabían los castellarenses la que se iba a organizar, con aquel agente, llamado James Bond!-; y, con nuevas emociones, El camino, un Delibes pasado por manos respetuosas, aunque algo pedestres.

     Había tomado ya la vía del hotel, cuando en los soportales se dio de manos a boca con su admirado profesor de francés. Le parecía imposible que no la reconociese, con su vitola de alumna favorita, le bouton de la rose de Ronsard, como un día la ponderó ante toda la clase. Pone su mejor sonrisa y se arrebola como entonces, pero el tropezón solo arranca de Monsieur Soler una sombrerada y dos palabras:

-          Disculpe usted.

     Empieza a sentirse como en casa. Hasta concilia el sueño en una siesta reparadora, sin necesidad de somníferos. La digestión, perfecta. Serán los aires del cerro de San Cristóbal, bromea, mientras el escandaloso reloj municipal desgrana la zarabanda de las tres. Con todo, la profesora Del Moral es todo, menos acomodaticia:

-          Esta tarde, sin falta, tengo que hacer algunas comprobaciones. Después, devolveré la llamada a Alex, o mejor le escribo, que menuda tarifa tiene una conferencia de tres minutos con Panamá.

***

     Se encuentra perfectamente, pero hay una buena tirada hasta el cementerio. Coge un taxi y le indica:

-          Déjeme como a medio quilómetro de la puerta, que quiero pasear un poco.

     La verdad es que lo que quiere es regresar voluntariamente al pasado, cuando el camino del camposanto estaba flanqueado, a cada docena de pasos, por cipreses enormes, o que lo eran para su medida de niña. Tiempo después, cuando tuvo que hacer el mismo recorrido para despedir a sus deudos más queridos, los árboles sufrían los males de la tala y el desmoche. ¡Hay que disfrutar de la ocasión, qué caramba! O, tal vez, se trate de que demora la inevitable respuesta a la pregunta que martillea en su cabeza: ¿Estarán en sus sepulcros?

     Se orienta mal en todo lugar; más aún, en un laberinto de tumbas, apenas visitado. Al menos, la de sus padres no tiene pérdida: cuadro 1, nada más entrar, a mano izquierda. Llega hasta ella y no se atreve a mirar la lápida. Al fin contempla de soslayo las inscripciones en el mármol que reverbera bajo el sol de la tarde: el abuelo Isaac -1936-; la abuela Benita -1958-; tío abuelo Beltrán -1961-. ¡Y no hay más! La lógica onírica se impone. Papá y mamá están vivos -o, por lo menos, no muertos- en este Brigadoon mesetario.

     Dando tumbos, acaba hallando el cuadro 48, en el que tendría que radicar la sepultura de tía Mercedes y su esposo. Recorre dos veces todo su perímetro y se cuela entre las tumbas, hasta asegurarse de que no han llegado todavía. Más contenta que unas castañuelas, se pasa por la oficina de la entrada, a fin de consultar el libro de inquilinos. En efecto, Francisco Alvarado y Mercedes Soria no figuran enterrados allí, ni tampoco como propietarios de sepultura. Como no había hecho desde sus años de liceo, entra espontáneamente en la capilla del camposanto y se sienta en soledad, sin apenas mirar al Crucificado y a la Virgen del Carmen, que presiden el recinto. Un rayo de sol entra por la ojiva del ventanal y va a posarse en el ramo de flores, ya ajadas, que algún fiel colocó, días ha, sobre el altar. Como impelida por un resorte, Alicia se adelanta, echa un duro en el cepillo y prende una vela con el pábilo centelleante de otra:

-          Por los que no tardaremos en venir y porque, hasta entonces, seamos iluminados.

     La generosidad tiene su premio, en forma de un taxi que acaba de dejar a un doliente.

-          ¿Qué empresa de autobuses tiene la concesión de los viajes a Madrid?, pregunta.

-          La Popular, contesta el taxista.

-          Lléveme a donde paren los autocares, le indica.

-          En el Paseo del Poeta, aclara el conductor. ¡A ver cuándo nos hacen una estación de autobuses!

     Un chófer de La Popular le asegura que, por razones que la empresa no le ha comunicado, quedan interrumpidos hasta nueva orden los viajes, no solo a Madrid, sino a cualquier otro punto fuera de Castellar. No me haga mucho caso -le confía-, pero tengo para mí que es cosa de las reservas de gasolina. Así somos los españoles: gastar a lo loco sin pensar en el futuro. Desde que empezaron a vender los Seiscientos

     Alicia se encoge de hombros y lo deja con la palabra en la boca. Se llega acto seguido a la estación de ferrocarril. Apenas veinticuatro horas más tarde y ¡qué distinta le parece de aquella a la que llegó! Busca las taquillas y pregunta por el precio de un billete de segunda en el AVE.

-          Será en el exprés o en el Talgo -le gruñe el empleado-, pero no se moleste en aclarármelo. Todos los servicios están suspendidos hasta nuevo aviso… ¿No quiere saber por qué?

     Pues no, no quiere. Ya va camino de la cantina, en la busca infructuosa de un buen café. Mientras deglute esforzadamente un cruasán de ayer, se sorprende a sí misma, con esta reflexión, un poquito soez:

-          ¿Para qué coño necesito yo marcharme de Castellar, mientras no haya terminado la primera parte de mi novela?

***

     El tibio anochecer, un tanto neblinoso, la acoge en el ámbito amigo de los soportales, a la luz algodonosa de las farolas que penden del arquitrabe. Aunque están a punto de cerrar, entra en la tradicional librería Santander, dispuesta a agotar sus pesquisas:

-          ¿Tiene algún libro de Alicia del Moral?... No me diga que no de memoria: acuda al fichero, por favor.

     El aprendiz, molesto, va con el cuento al oficial de dependiente, que se aproxima, servicial e informado:

-          Lo siento, señora, pero no caigo ahora en libros de esa escritora. ¿Podría darme algún título, o alguna pista?

-          ¡Bah, déjelo! Es una novelista panameña. Quizá no hayan llegado sus libros a España.

-          Tiene usted razón; no siempre… El que sí tenemos es uno de un peruano, un tal Vargas Llosa. Se llama La ciudad y los perros. No sé si lo conocerá usted.

-          Perfectamente -presume-. Es un gran escritor y tengo para mí que algún día le darán el Premio Nobel… Pero dígame, ¿cuál es el último bombazo entre los españoles?

     El librero se echa a reír:

-          ¡Huy, bombazo! ¡Dios la oyera! Que vendamos cincuenta ejemplares de un libro ya es una maravilla… Parece que está volviendo la novela histórica. Aquí tengo una, la primera de una serie de Episodios Nacionales…

-          ¡No apunta alto ni nada el autor!, bromea Alicia. ¿Quién es, si puede saberse?

-          Una pareja, aclara el empleado: Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. Se titula Héroes de Cuba. Van a empezar la colección, más o menos, por donde acabó Galdós.

-          Ya veo. Pues que tengan suerte. Por apellidos no va a quedar… Y dígame, ¿Qué ha escrito el gran Delibes últimamente?

-          ¡Ese sí que va camino del Nobel!, exclama el dependiente, con calor. Conocerá usted, sin duda, Las ratas, porque ya salió el año pasado.

-          Por descontado, confirmó Alicia: un novelón. Pero ¿y este año?

-          No se puede escribir una novela propiamente dicha todos los años, ni siquiera Delibes. Pero tampoco es mala cosecha esta del 63: La caza de la perdiz roja, una obrita encantadora, y anuncia un libro de viajes, que se llamará Europa, parada y fonda.

-          Pues, nada amigo, muchas gracias, concluye Alicia. Póngame una perdiz y me la envuelve para regalo.

     Sale de Santander más chula que un ocho: Tiene una muestra tangible de que el sueño -si es que lo es- resulta tan cierto como la vigilia, o más. No ha dudado en escribir una dedicación para Alex, del tenor literal siguiente:

     Para el profesor Alex Escandón, desde un mundo nuevo que, por esta vez, queda del lado oriental del Atlántico. Castellar, 22 de marzo de 1963 (sí, de 1963). Alicita del Moral.

 

 

4.   Un visitante de muchísimo cuidado



     El 23 de marzo, Santo Toribio, promete ser un día de fuertes emociones. Ya está bien de reencontrarse con cines que se decían derruidos, o con profesores despistados. Lo primero, pasarse por la calle del Jabón, que ha eludido el día anterior para no llevarse el berrinche de ver su casa de tres pisos y fachada de ladrillo de toda la vida, reemplazada por un mamotreto de seis plantas y ático, con pretenciosas losetas de caliza de Hontoria. Le tiemblan las piernas cuando, desde la Fontana de Oro, tuerce y emboca aquella calle histórica, luego calleja y ahora ennoblecida como peatonal. ¡Sí, sí!, peatonal: Si no da un salto, se la lleva la Velosólex de un repartidor con prisa, quien aún ha tenido el tupé de soltarle un insulto. Y es que su calle está como siempre, vamos, como entonces. En efecto, constata, aún no repuesta del susto, que el número 3 sigue donde estaba, con aquel portal de boca de lobo, que decía su abuela; los cuatro balcones por piso, equitativamente repartidos entre las dos manos; las persianas verdes colgando por fuera de las barandillas, escondiendo del sol mañanero las habitaciones recién adecentadas; las novísimas antenas televisivas en hache, asomando por el tejado…

     Se demora en la esquina, anhelando que aparezca por el portón alguno de sus padres, o, incluso, su hermano Carlos, que, aunque bastante bruto y despectivo, todavía de muchacho era soportable; pero no, ya es tarde, o demasiado pronto. A esta hora de las nueve y media, papá llevará una hora en la tienda, atendiendo a las parroquianas o trasteando en el obrador. Carlos recibirá su primera lección de la mañana -tal vez, la de Literatura, que tanto lo encocora-. Y mamá…, mamá ya andará cocinando el primer plato, hasta que llegue el momento de coger la aguja, o la Singer de pedal, para coser los vestidos de las clientas o las monerías para su muñequina…, que ya está echando cuerpo de mujer y acercándose a la edad de merecer. No, no es la hora. Mejor vuelve al hotel y se pone a escribir su vida, de una repajolera vez. Solo que…, ¡¿quién dijo miedo?! Está a cinco minutos de La Delicada -Confitería y repostería. Casa fundada en 1932- y tiene verdaderas ganas de volver a probar los bombones rellenos de otros tiempos. Hasta puede ir recomendada: Me lo aconsejó don Nicomedes, el del banco. Vamos a ver si pasamos la prueba todos, musita. Y, para el caso de que siga siendo tan desconocida para los suyos como para el Professeur Soler, todavía podrá endulzar la amargura con un pionono, de esos que tía Mercedes obsequia, gratis et amore, a quienes hacen una compra regular, es decir, de veinticinco pesetas para arriba.

***

     Un rato más tarde, Alicia sale de la dulcería con la cabeza caliente y las manos vacías. Bueno, no seamos aguafiestas. ¡Cómo iba a reconocer su padre, con los cuarenta recién cumplidos y su prestancia a lo Robert Taylor, a una hija sesentona, con la voz cascada de tanto abusar de ella en las clases y la tez ajada por el insufrible sol tropical! Bastante que ha podido volver a verlo, rozar su brazo al desgaire y escuchar sus palabras, educadas y pulcras como las de un orador tribunicio. ¡Y su tía! Estaría por asegurar que descubrió en Alicia algo, familiar e íntimo, de aquella hija que de ella fue, a falta de las de la sangre; pero en seguida pasó a la trastienda, que se le quemaban las exquisiteces en el horno, tan oronda como siempre, con esas carnes prietas y generosas y sus delantales níveos, con cenefa de encaje. Y lo de las manos vacías de Alicia también tiene su gracia:

-          No puedo consentir -argumentó su padre- que vaya usted cargada por la calle, mientras tenemos la furgoneta aparcada aquí al lado. La señora tendrá su compra en el hotel a la hora de comer, por si desea regalarse con ella, o tomarla de postre.

     Y allí quedó la caja de medio quilo de bombones, surtido extra, y la docena de pasteles, para los que ya tenía previsto destino. Como si lo viera, imaginaba a tío Paco repartiendo con la Citroën 2CV, gris azulada, con esa soltura que le daba su pasado de conductor profesional.

     Ahora sí que podía ser hora de que su madre hiciese una escapada al mercado o a llevar la ropa acabada, que casi nunca le consentía a ella repartir. ¿Por qué no, mamá: Es que tienes miedo de que la estropee? Y su madre: Hija, tú a quemarte las pestañas con los libros que, para andar callejeando, me basto yo.

-          ¡Pobre mamá!, hecha una azacana, por culpa de la maldita guerra. Claro que luego hubo otras batallas, particulares, y en esas su hija casi pierde hasta la vida, susurra.

     De nuevo en la calle del Jabón pero, esta vez, no piensa desistir tan pronto. Tiene suerte. Ahí sale su madre, Elvira Soria, la azacana que se pasa la vida trasteando, en lo mejor de su edad, esbelta, bella, distinguida, con la melenita de permanente, el traje de chaqueta azul marino, los zapatos de tacón alto, que refuerzan su estatura prócer. Alicia apenas puede sofocar un grito, tiende los brazos, no puede contener las lágrimas. No sé qué habría pasado si un caballero, alarmado por la exclamación, no se dirige a ella, tomándola por el brazo:

-          ¿Se encuentra mal, señora? ¿Quiere que la acompañe a alguna parte?

     Masculla una respuesta mientras, por la otra acera, Elvira los rebasa y toma el camino de los soportales. Su hija comprende lo inoportuno, y aún peligroso, de abordarla, y responde a su atento e improvisado interpelante:

-          No es nada, no se preocupe. Me suelen dar bajadas de tensión.

***

     No ha sido una buena idea la de esperar a la salida de clase a la Alicita que ella fue, pues las ocho y media es noche cerrada en marzo y, de otra parte, en los días de diario de los años sesenta las niñas se recogían en sus casas tan pronto acababan las lecciones. La verdad es que, a eso de las tres y media, la había visto salir del portal, con aquel jersey rojo de cuello redondo y malla prieta, fruto de la calceta navideña de su tía, y la falda escocesa por debajo de la rodilla, como corresponde a una jovencita que empieza a marcar sus formas, aunque todavía lleve calcetines. Pero lo que la ha emocionado, hasta el punto de reír y lagrimear a un tiempo, han sido esos dos moñitos sobre las orejas, recogido de aquellas coletas que fueron martirio de su cabello, fuerte y rizado. De buena gana, se habría acercado a ella para averiguar, entre otras cosas, si le seguía encantando el latín -¡vaya gustos de tonta!, que diría su hermano- y si la cartera pesaba tanto como antaño y despedía el inconfundible olor a bollo suizo recién horneado, para la merienda. Pero, en seguida se le habían unido Ana Mari y Lucía, las inseparables, y no había querido interrumpir su conversación. Tan solo las había seguido hasta la Penitencial de La Cruz, tratando sin fruto de captar algún fragmento de su charla. Luego, muy despacito, se había vuelto al hotel dispuesta a empezar la novela, solo para sufrir un ataque agudo de leucofobia, que es su forma fina de nombrar el pánico a comenzar una obra. Cierra el portátil que, a Dios gracias, le funciona en este Castellar antediluviano -salvo internet, naturalmente-, y pone en funcionamiento el transistor Vanguard, que ha tenido que comprar en una tienda de la calle San Jaime, si no quería verse peligrosamente envuelta en el silencio de la habitación. Mueve nerviosamente el botón del dial, hasta encontrarse con una aguda e insinuante voz femenina, que le aconseja lo que, en realidad, iba destinado a los mozos: Dile… que… su amor es para siempre… Vamos, justo lo que le recitó una y otra vez entre las sábanas el inefable literato Rubén Valladares, hasta toparse con que la amada eterna tenía un cáncer, y este, mutilador. Habría cuadrado mejor que la cantase Luis Aguilé, pero qué más da. Ya suena otra: Cúlpale a la bossa nova… de lo que pasó. ¡Exacto! Si no hubiese sido por las discotecas pioneras y lo bien que bailaba el estudiante panameño, ella no se habría ido de Castellar y andaría de paseo por el Campo con una pareja de nietos… Tate, ya está empezando a fabular, pero en sentido opuesto: No su vida real, dura, intensa y palpitante, sino esa rutinaria, fofa y teledirigida que pudo tener. ¡Vade retro! El ritmo de la lluvia, en francés: Esa es mejor, aunque Monsieur Soler, al tropezársela, se haya despachado con un simple ademán de quitarse el sombrero.

***


     Decía que no había sido acertado preparar el encuentro para el final de las clases. Sus ojos, ya de suyo algo miopes, empiezan a sufrir de nictalopía o, como ella lo define, que no ve de noche tres en un burro. Con la bandeja de pasteles en la mano, se acerca, vergonzosa, a las rejas del Instituto de donde, en confusa barahúnda, salen cientos de féminas, desde minúsculas niñas a espigadas señoritas, entre las que ha de encontrarse la mediana grey de las chicas de cuarto curso. Aunque se desoje, buscándola por su indumentaria, resulta imposible apreciar los colores a la apagada luz de las farolas de la plaza. Cuando empiezan a clarear los grupos, se le ocurre colocarse en el cruce de las calles que Alicita y sus amigas pueden tomar, rumbo a sus casas, pero ya es tarde. Se da por vencida y allí queda, en la esquina de Capitanía, como una lela, con la bandeja de dulces y una moquilla incipiente, fruto del biruji en aquella encrucijada. De pronto, tiene un arranque de los suyos. Se encamina a la puerta principal del palacio, encara al cabo de guardia y le espeta:

-          Tome estos pasteles, cabo. Obsequio de una patriota emigrada.

     Y, antes de que pueda rehusarlos, echa con garbo por la calle del León, de regreso al hotel, tratando de calmar el enfado consigo misma. Para olvidarlo, recita mentalmente las muchas cosas que habría preguntado a su alter ego y compañía, mientras engullían los dulces y les transmitía como propios los recuerdos de una antigua alumna de cuando la República, recibidos en realidad de su tía Mercedes. Por más que… ¡a buenas horas iban a haberse sincerado con una abuela desconocida, por el mero hecho de que les contase batallitas y repartiera pasteles! Quizás haya sido mejor así. A fin de cuentas, ella bien sabe lo que llevaban en su corazón las chicas del 63 -y de otros muchos años-, como Alicita, como Ana Mari y Lucía, como… todas. Lo cantaba Françoise Hardy, aunque acabó aceptando las palabras de la versión española de Los Mustang: Todos los chicos y chicas felices presienten anhelos de amor… pero yo sola estoy, nada sé del amor. ¡Vaya rima pobre!

      Se sumerge en la bañera para echar fuera el frío, que la ha calado hasta los huesos, y se queda adormilada… ¡Las diez y media! Se pone lo primero que encuentra en el armario -un pantalón, por supuesto- y baja como un tiro hasta el restaurante. El maître la acoge solícito, como a huésped conocida: Hemos cerrado ya la cocina, pero algo habrá por ahí, bromea. Pues tendrá que ser para dos -le contesta, sonriente-, señalando con la cabeza al caballero que también acaba de entrar, no sabe si por la puerta de la calle o la que da a la hospedería. El empleado se encoge de hombros. De buena gana despediría al intruso, al que no conoce, pero no le va a hacer un agravio comparativo… La verdad es que el individuo le resulta agradable: Emana un efluvio familiar a Varón Dandy, la colonia favorita de su padre. Hacía siglos que no había vuelto a olerla, claro que ya no se atreve a aseverar nada…

-          ¿La molestaría, si la acompaño en la mesa? -pregunta cortés el caballero, desde la mesa contigua, donde de inicio se ha sentado-. Resulta tan desangelado comer dos personas solas en un salón vacío…

     Se siente algo incómoda, pero opta por ser cortés y le hace ademán de que se acomode enfrente de ella. El perfume de hombre acrecienta su intensidad, hasta resultar un poco cargante. Su emisor, apenas sentado, le tiende la mano y se presenta:

-          Ángel de Arriba, a sus pies.

-          Alicia del Moral, encantada. Bueno, ahora constato que, con usted enfrente, la cena no va a resultar desangelada.

-          ¡Y de Arriba, nada menos! -le sigue la broma-. No vaya a tomarme por un espíritu réprobo.

-          Conozco el apellido -¡ya salió la profesora!-, pero lo de arriba no alude al Cielo, sino a que proceda de las tierras mas altas, según los dos sentidos de una vía, comparados en un lugar determinado.

-          ¡Válgame Dios!, ríe Ángel. Ya veo que no cree usted en ángeles, ni de los de arriba, ni de los de abajo.

-          Pues la verdad es que no tengo experiencia con los ángeles, pero sí estoy bastante cierta de la presencia y comunicación con los espíritus de los difuntos.

     Está visto que no hay cosa peor que picar a doña Alicia, pero pronto pliega velas: No es cosa de revelar intimidades a un desconocido, aunque se eche Varón Dandy. Yo, que la conozco a fondo y desde antiguo, podría contarles algunas cosas al respecto, pero prefiero dejarlo para un momento ulterior.

     La vichyssoise está deliciosa e implica una pausa en la conversación. Luego, mientras esperan el tártar de salmón con aguacate, Ángel retoma la charla, como si fuese a explicar lo más natural del mundo:

-          Si cree usted de alguna manera en lo sobrenatural, no le extrañará el compromiso que he asumido -no confesaré dónde ni con quién-. Se trata de ofrecer a una mujer la posibilidad de cambiar su destino, recuperando la edad en que podría hacerlo… Yo creo que es una buena acción por mi parte, pues se me ha asegurado que, si dicha mujer se muestra receptiva, será mucho más feliz de lo que ha sido en la vida actual.

     Por razones que ya no necesito explicar a mis lectores, Alicia deja de fijar su mayor atención en el plato y pregunta:

-          Y suponiendo que ella acepte, ¿qué tipo de vida le espera? Eso de ser mucho más feliz es muy relativo…

-          Y tanto -concede Ángel-; como que cada cual es dichoso de manera diferente. Por eso, la oferta es completamente abierta: La propia mujer escribirá la vida que desea -al menos, en esquema o argumento-. Ese será su destino.

-          ¡Valiente disparate! Ya veo a la afortunada pidiendo ser Sofía Loren, o la Reina de Saba.

     Ángel sonrió y puso las cosas en su sitio:

-          Yo solo le he expuesto las líneas maestras del plan. Si le interesa -recalca-, puedo ofrecerle algunos detalles.

-          Sí, por favor, aunque le advierto que soy escritora y este encuentro haría la fortuna de cualquier novelista medianamente dotada.

-          Permítame dudarlo, señora del Moral. La gente es muy poco creyente en estos días, y lo mismo se reían de usted. Pero, en fin, voy con la corrección a sus temores de un disparate de peripecia vital. Esa mujer reemprenderá su vida desde el momento clave en que le parezca que equivocó el rumbo. Para entonces, ya tendrá una personalidad y unos condicionantes de los que no podrá salir o, por mejor exponer, tendrá que ser coherente con ellos. Por poner un ejemplo: ¿Cuándo cree usted que tomó la decisión que marcaría su destino, camino de la desgracia? Tómese un tiempo para contestar, si le place, pues no siempre es fácil responder a esa pregunta.

     ¡Buena era Alicia para tomarse tiempo antes de lanzarse a la piscina! Además, había dado cien mil vueltas al tema, sola o acompañada:

-          Cuando acababa de cumplir los catorce…, pero no le daré más información.

-          Ni falta que hace -replica Ángel, que también tiene su carácter-. Pues a sus catorce, y con lo responsable que me huele que siempre fue, no tendría ya muchas opciones de convertirse en actriz de cine, ni en hija de papá opulento. Además, recuerde el objeto de esta especie de retorno al pasado: hacer más feliz a una misma y a las personas que la rodean. Vale decir, evitar sufrimientos, no conseguir triunfos ni gollerías.

     Del tártar ya no quedan ni las espinas. El camarero les trae dos impresionantes copas Melba. Pero se ve que, estando a los postres, Ángel empieza a estar ansioso por concluir:

-          Nos queda la condición final. La afortunada solo podrá influir en su futuro…, o en su pasado -no sé cómo decir-, mediante la transcripción de sus anhelos y decisiones, pero nunca interviniendo directamente en la vida o la libertad de la niña o la joven que vuelva a ser. Esta no tiene que sentirse controlada, ni dirigida. Es más: La única promesa firme que cumplirá quien me ha mandado es la de que la nueva vida tomará el rumbo corregido por la elección esencial de origen. El resto serán simples sugerencias, tanto más realizables, cuando más racionales sean y con mayor fe se escriban.

          El camarero, servicial, vuelve a acercárseles:

-          ¿Tomarán café los señores?

     El caballero asiente. Alicia imagina que le va a ser difícil conciliar el sueño después de esta conversación: Para mí, una manzanilla, encarga.

     Mientras diluye el azúcar, decide hacer a Ángel, a prevención, la pregunta que cada vez la ronda con más fuerza:

-          ¿Cómo sabrá la mujer afortunada que ha sido ella la elegida para este experimento?

     Ángel vuelve a reír de manera franca y jovial:

-          No creerá que ando cenando todas las noches con mujeres hermosas por el mero placer de disfrutar de su compañía…

     Apuran a una sus infusiones. Ángel se limita a decir, voy a estirar las piernas…, ¡huy!, perdón, a desplegar las alas, y sale, sin más, por la puerta a la calle. Alicia le responde con un hasta mañana, tomando el camino de la habitación. Pero, en el fondo, sabe que no volverá a ver nunca más a ese caballero que huele como su padre; al menos, no en este mundo.

 

 

5.   Promesa cumplida



     ¡Quién nos iba a decir que aquella profesora, que pasaba por fría y lógica, iba a tener su ramalazo de espiritista! No me lo podía creer cuando me lo contó en secreto nuestra común colega, Candelaria Ojeda, que es bastante dada a estos temas parapsicológicos, lo que yo ridiculizaba:

-          Sí, sí, tú ríete -se quejaba-, pero mucha gente sesuda ha acabado por reconocer el fenómeno de la vida de ultratumba y la posibilidad de comunicarnos con los espíritus de los difuntos. Ahí tienes, sin ir más lejos, a nuestra Alicia.

-          ¿Te refieres a la profesora del Moral?, pregunté asombrado.

-          En efecto, y no se trata de un espectro cualquiera, sino de un abuelo suyo al que mataron en vuestra guerra.

-          Ya…; a ti te lo iba a contar.

     Cande se molestó con que la hiciera de menos y, tal vez por ello, me dio toda clase de detalles. Hacía unos años que Alicia, sabedora de las creencias de su profesora ayudante, le había pedido su cooperación para descifrar si sería o no una alucinación la imagen que, generalmente en sueños, se le presentaba con frecuencia, manteniendo con ella diálogos plenos de sentido y ofreciéndole consejos que, de seguirlos, resultaban exitosos.

-          Observa, Alex, que no me dijo quién se le aparecía, sino solo que lo hacía con frecuencia y que ella lo reconocía perfectamente, por las fotografías subsistentes.

-          De acuerdo, Cande. Sigue adelante.

-          Pues que, una tarde, aceptó visitar en mi compañía a una médium muy prestigiosa, conocida mía. Apenas había yo hecho la presentación de mi acompañante, la espiritista se dirigió con seguridad y aplomo a Alicia para decirle: Observo que usted no es una novicia en el mundo de los espíritus, puesto que mantiene frecuente y cariñosa relación con uno de ellos. Y, ce por be, le dio toda clase de detalles sobre la fisonomía y apariencia de la aparición, su carácter benéfico y la feliz ligazón que se había entablado entre ellos. Solo le faltó por concretar un dato, tan importante, como para que tú mantengas tu incredulidad: No precisó que se trataba del espíritu de su abuelo materno, del que le llegó tanta y tan buena fama a Alicia, nacida mucho después de su muerte, que ella supo insistir e insistir, con amor y nostalgia, hasta que el tal Don Isaac se le presentó en sueños.

     La revelación de Cande me pareció muy curiosa, y hasta no digo que no me hiciese valorar de forma algo diferente la personalidad de nuestra catedrática. Pero la verdad es que, si les cuento todo esto, es para que puedan entender mejor lo que sigue y, tal vez, juzgarlo más verosímil. Por lo demás, desde que escuché a Alicia animar a nuestros estudiantes a reflexionar sobre el sentido y la realidad de la transmigración de las almas, para profundizar en la literatura hindú, empecé a pensar que la profesora se estaba pasando de la raya.

***

      Ahora comprenderán la forma que tuvo Alicia de intentar cerciorarse sobre la identidad y veracidad de Ángel de Arriba, antes de jugarse lo que le quedaba de vida a la carta de un caballero perfumado que la camelase mientras cenaban un tártar de salmón. No me atrevo a afirmar que Don Isaac apareciese al conjuro del carillón municipal, cuya renovación había aprobado la mayoría republicano-socialista en el año treinta y dos. Lo que sí puedo asegurar es que el abuelo tardó un buen rato en aparecerse a su nieta, a juzgar por lo que esta dejó escrito, lo cual merece ser literalmente reflejado aquí, dada la seriedad y respeto que merecen las cosas de los espíritus:

     Desesperaba ya de comunicarme con él aquella noche, dada su tardanza, y había llegado a pensar que, bien por su nimiedad, o bien por su contenido, mi preocupación quedaría fuera de su incumbencia. Al fin, el abuelo Isaac se me apareció como siempre, escuchó mis inquietudes y, al final, me aconsejó: “Muñequina, somos libres de aceptar el sufrimiento, no por masoquismo, sino por expiar nuestras faltas y aplicarlo, junto al de Cristo, Nuestro Señor, a la penitencia de las almas más necesitadas. Nada más habría de decirte, si no fueras carne de mi carne y mi corazón no se conmoviera por el dolor de mi familia. Piensa en tus padres y en el bien que podrías hacer a los tuyos, compartiendo tu vida con ellos”. Pero, abuelo, insistí: ¿Ese Ángel viene de Dios? Y tampoco tuvo a bien responderme de forma directa: “El Espíritu sopla donde y como quiere. La Verdad de su mensaje es entrevista por la fe y probada por los frutos del amor”. Muy pocas veces fue mi abuelo tan aparentemente ambiguo pero, insisto, aparentemente. Yo, al menos, solo necesité repasar por unos momentos mi vida y las de los míos, para comprender cuál habría de ser mi comprensión y mi respuesta.

     Creo yo que también tendría su fuerza el verse sumergida, o secuestrada, en un mundo que había retrocedido cincuenta años, cuya realidad era difícil de negar después de unos cuantos días en el Castellar de sus años mozos. El hecho es que aquella profesora de pedernal resolvió en aquella noche cambiar la novela de su vida pasada por la de su existencia futura, a partir del momento en que, hallándose en la encrucijada, tomase el camino alternativo al que la había llevado al dolor y, casi casi, a la auto destrucción. Pero dejemos que sea ella misma quien nos dé alguna pista sobre el porqué de una decisión tan rauda:

     Todavía en Panamá, se habían iniciado esas punzadas, esos desarreglos que advertían de que mi tiempo empezaba a agotarse, aunque yo no quisiera confirmar el diagnóstico, ni someterme a terapias carentes de utilidad. Hablé con los médicos de mi confianza y, gracias a ellos, me proveí de una farmacia ambulante y de las normas posológicas pertinentes. No había, pues, tiempo que perder, pero la obra ya estaba en mi cabeza, como la estatua de Miguel Ángel en el mármol: Bastaba con extraerla de mi interior… Pero ahora, no solo las páginas, sino la mente, estaban en blanco y corría el riesgo de parir una memez sobre la vida rutinaria y sumisa de una madre de familia de provincias. Algo decente tendría que hilvanar para armonizar mi rebeldía con el amor y la compañía de mis padres; mi escasa paciencia, con la burricie de mi hermano; mi carácter drástico, con las burdas intromisiones de mi tía -mi segunda madre- en mi terreno personal. Del resto, bastaría con seguir las lecciones de Balzac: ¿Qué pueden importar la profesión, el ambiente, el número de hijos? Un modesto estanque de provincias puede resultar un aguachirle o agitarse, al embate del genio, con el hervor de un océano.

     Sea como fuere, el océano tenía que empezar a encresparse antes del Viernes Santo, 12 de abril, o las cosas empezarían a torcerse. Esa era la fecha del año 63, en que la tímida e inexperta Alicita había empezado a desmoralizar a su enamorado, renunciando a confesarle que compartía sus sentimientos. El magno acontecimiento -nada menos que la declaración del primer amor- había sido tan breve y casero, que no podía menos de sonreírse al recordarlo. Las palabras tal vez no fueran las mismas, pues su memoria no era ya del todo fiel, pero persistía el rubor y -¿por qué no decirlo?- el enfado por haber sido sorprendida sin saber qué decir. La cosa había empezado de un modo anodino en aquel lugar y en aquel momento: La familia Escandón vivía en un tercer piso de la calle Miguel Juárez, por donde pasaba la Procesión General de la Pasión, y tenía la gentileza de invitar a ciertos amigos y familiares a presenciarla, con comodidad y buenas vistas. Jerónimo, el hijo mayor de los inquilinos, recién llegado por vacaciones desde Madrid, en cuyo Liceo Francés estudiaba, había rogado a su madre, de manera un tanto sibilina, que invitase a Alicita del Moral al balcón, cosa que había admitido la señora, extendiendo el obsequio a la madre de la niña, que era su modista habitual. Elvira, no teniendo suficiente confianza para acudir, había delegado el papel de carabina en Carlos, su hijo mayor, a quien prometió doblarle la propina del domingo, si se avenía a cumplir tan indeseado cometido.

     Era habitual que, mientras se esperaba el paso del cortejo, los Escandón ofrecieran un refresco a sus invitados, una parte sustancial del cual la constituían los apetitosos suizos y pastas de La Delicada, acompañados de bebida acomodada a los gustos y edades de los concurrentes. Casi dos horas después, cuando la Procesión llegaba al paso del Cristo de las Ofensas, Alicita no pudo resistir más cierta necesidad fisiológica y, aunque roja de vergüenza, se dirigió a Jero, que llevaba toda la tarde a su lado, prestándole la máxima atención, y le pidió orientación para llegar al retrete, sin perderse por aquel complicado caserón. Accedió encantado el muchacho, que la esperó hasta que hubo acabado. A mitad del pasillo, Escandón el mozo tomó suavemente del brazo a la niña, al tiempo que le susurraba al oído:

-          Alicia, tengo que decirte algo.

     Encendió la luz del cuarto de la criada -de los pocos vacíos esa tarde, al no tener balcón a la calle-; entraron y entornó la puerta. Alicia quedó inmóvil, mirando fijamente al suelo, mientras Jero desembuchaba las cuatro palabras mágicas que le ahogaban en el pecho:

-          Es que te quiero.

     La amada levantó la vista, hasta fijar la mirada en el rostro del chico, que esperaba su sentencia con la mayor de las emociones. Mas, fuese por la sorpresa, la timidez o el pudor -de ningún modo por no compartir sus sentimientos-, la única palabra que brotó de sus labios fue un casi inaudible, gracias. Y, tras unos momentos de silencio e inmovilidad, Alicia abrió la puerta y emprendió el regreso a su puesto en el balcón, seguida a prudente distancia por el chasqueado Jero. El Cristo ya se alejaba con su carga de dolor. ¿Puedo llamarte dentro de unos días?, insistió el chico, aún a riesgo de ser escuchado por los circunstantes. Alicia hizo un gesto de asentimiento, mientras el corazón le batía en el pecho a ritmo mucho más ligero que el de la banda de tambores que marcaba el paso de los cofrades, ajenos al drama que se representaba sobre sus puntiagudos capirotes.

     La llamada telefónica se produjo, por fin, el martes de Pascua, 16 de abril. Alicia ya no la esperaba, pues sus vacaciones habían concluido el día anterior, pero no así las de Jero, adaptadas al calendario escolar francés de las vacaciones de Pascua. En cualquier caso, esta vez la muchacha estaba prevenida, y muy aleccionada por su madre. Claro está que no era del caso -Alicia lo comprendía- el trasladar a su amigo las consideraciones sobre la diferencia de clase social o lo absurdo que era el decirse enamorado de una niña a la que apenas se conocía; pero sí había dos argumentos que no cayeron en saco roto y Alicia los hizo suyos, con mayor o menor convicción:

-          … Yo ya he empezado las clases y tú te tendrás que marchar a Madrid en unos días. ¿Por qué no lo dejamos hasta las vacaciones de verano? Entre tanto, podríamos cartearnos…

-         

-          No, por favor, no vengas a buscarme a la salida de clase, que sería la risión de mis amigas… No, no es principalmente eso. Es que todavía no he cumplido catorce años. Es muy pronto aún para que salgamos juntos o para estar seguros de nuestros sentimientos… Pues yo no, Jero. No diré que no me gustes, pero no estoy segura de quererte. ¿Por qué no esperar un tiempo… ¡Qué sé yo!, un año, tal vez -Elvira le había sugerido un par de ellos, pero no era cosa de espantar a un chico tan vehemente-.

     Tiempo después, dio en imaginar Alicia que tal vez las cosas habrían salido mejor, si la dulce Gigliola Cinquetti hubiese cantado su famoso No tengo edad un año antes. ¡Era tan convincente! Pero no fue así. Jero se marchó frustrado para Madrid, acabó allí ese año el bachiller y, quizá para alejarse de la pérfida Alicita, continuó en la Capital los estudios, pese a que eligió una carrera -la de Derecho-, que podría haber cursado en Castellar. En fin, quizá resulte ridículo llamar primer amor a una tarde de Viernes Santo y una llamada telefónica, pero -ya lo saben- Alicia ha fijado en ellas su Rubicón, el riachuelo que no se atrevió a cruzar, perdiendo con ello su oportunidad imperial. De hecho, sin prisa ni pausa, se ha puesto al teclado para cambiar la historia. ¿Quieren conocer el resultado? Seguro que merece la pena, aunque no sea más que por ser la única página que dejó escrita sobre su nueva vida. Por lo demás, les aseguro que no es de lo mejor de su péñola:

     Jero invitó a Alicia a que lo siguiese hasta su habitación para enseñarle los libros, tan peculiares, que entonces estudiaban en el Liceo Francés. Se sentaron en el diván, codo con codo, con el libro de Física y Química como elemento de unión -el MacGuffin, que habría dicho Hitchcock-, pero, al cabo de unos momentos, el muchacho cerró el manual y, rozando intencionadamente con su mano el antebrazo de Alicita, le susurró:

-          Alicia, quiero decirte una cosa… Que te quiero.

     La mocita, aunque sorprendida y vergonzosa, optó por poner la sinceridad por bandera y, como correspondía a sus sentimientos, le respondió:

-          Yo también te quiero.

     Jero le tomó la mano y se la besó, sin decir palabra. En cambio, ella no quería dejar pasar la ocasión de transmitirle la inquietud que había sembrado su madre, al adivinar el interés que su hija sentía por el chico de los acaudalados Escandón, acrecentado por el hecho de que él pasara la mayor parte del tiempo en Madrid:

-          Tú eres mayor que yo y menos tímido. Ayúdame a mantener y expresar el cariño que te tengo.

     Jero se puso muy serio y dio a su compromiso la fórmula de mayor fuerza de la que era capaz:

-          Te juro que no consentiré que nada ni nadie se interponga entre nosotros.

     Alicita no lo conocía bien, pero no tenía buena opinión general de la firmeza y el respeto de los chicos por sus promesas:

-          Y no dejes de compartir conmigo las dudas y las dificultades que te surjan por nuestro… amor -finalmente, había pronunciado la palabra mágica, suprema-.

     El muchacho, afirmó con plena convicción:

-          Por supuesto, Alicia. Nuestro amor es cosa de los dos.

     En la lejanía empezaba a escucharse la rítmica y monótona melodía de la primera banda de cornetas y tambores. Se miraron, levantáronse al unísono y echaron, pasillo adelante, rumbo al balcón que les serviría de palco. Mantuvieron las manos enlazadas hasta entrar en el comedor, cuya gran mesa cuadrada aún mostraba los copiosos restos de la merienda recién concluida.

     Lo dicho, una página literariamente pobre, llamada, no obstante, a cumplir su único objetivo: Dejar las cosas atadas y bien atadas. Pero ¿daría resultado?

***


     Alicia tuvo la respuesta a tal pregunta a mediados de julio cuando, a fuerza de dejarse caer por La Delicada, había acabado por ser casi una más entre aquella querida familia, aunque siguieran sin abrírseles lo ojos respecto de su identidad, algo que ella agradecía para no incumplir la exigencia de Ángel: no interferir en el rumbo del destino, más que mediante su escritura secreta. Aunque la confitería no tenía salón de té, en cuanto entraba, su padre o su tía invariablemente acogían a la señora de Panamá, con el ruego consabido:

-          Por favor, pase a la trastienda y tómese un café -o un refresco-, que tiene cara de cansada -o que hace un bochorno tremendo-.

     Una vez en el obrador, lo más lejos posible del horno, junto a la bebida brotaban las exquisiteces, sobre un velador con tapa de mármol. Salvo que hubiera mucho movimiento de clientes, Mercedes la acompañaba, como si un sexto sentido la atrajera hacia aquella mujer, en el ocaso de su vida, que otrora había hecho las veces de la hija que le negó Dios. Hablaban de todo y de nada. Alicia, mayormente, le contaba cosas de América, destacando las grandes diferencias que había con España, sobre todo, en avances técnicos. Más de una vez, hubo de morderse la lengua, al cometer anacronismos, que dejaban estupefacta a su interlocutora:

-          ¿Qué es esa maravillosa Internet de que me habla?

-          Nada, Mercedes: una técnica de comunicación a distancia, que están ensayando los americanos. Como hay tantos en Panamá, debido al Canal…

     El día de la Virgen del Carmen, se encontró con que también su madre y su tío andaban por la dulcería, para hacer frente al incremento de compras generado por la festividad. Al percatarse, estuvo a punto de escurrir el bulto, pero mamá Elvira la descubrió:

-          Pase adentro, doña Alicia, que por ahí anda mi hermana trasteando.

     Aceptó la invitación, aunque creyó captar en la expresión de Elvira un dejo de enfado. Mercedes, que veía crecer la hierba, le puso un té con canela y le guiñó el ojo:

-          Hoy amenaza tormenta -dijo-. Hemos discutido, pero es que hay cosas que mi hermana, aunque sea muy buena y se crea muy lista, no sabe cómo tratar.

     Sin dejar de atender el trabajo, le contó:

-           Mi sobrina -esa que se llama como usted- está pirrada por un chico de buena familia, conocida nuestra desde hace muchos años. Como el muchacho también está por ella y volvía a Castellar de vacaciones, no se le ha ocurrido mejor cosa a Elvira que mandar a la niña a pasar el verano a San Pedro de Maslejos, con unos primos nuestros.

-          ¿Y qué razones tiene para ello: acaso la corta edad de Alicita?

-          Si solo fuera eso… El motivo principal es que teme que los Escandón -que están en una posición muy buena- prohíban a su niño que se interese por la hija de un confitero y una modista. ¡Figúrese que cortedad de miras!

-          Allá en Panamá -replicó Alicia-, la influencia americana ha limitado bastante el clasismo, pero quizás en España esté mucho más presente.

-          No voy por ahí, aclaró Mercedes. Hace treinta años, los Soria y los Escandón estábamos a la par en fortuna y los superábamos nosotros en cultura. Es verdad que la guerra nos hundió y hemos tenido que salir como pudimos, y casarnos con hombres muy buenos, pero de nivel inferior. En cambio, los Escandones, montados en la camisa vieja y el estraperlo, se han hecho de oro. Pero ahora, gracias a nuestro trabajo, vamos saliendo adelante y mejorando de posición. La guerra está ya muy lejos y me reconcome que mi propia hermana se haga de menos y pretenda que su hija no puede aspirar a lo mejor, olvidando que lleva la sangre del concejal y médico, Isaac Soria, esa que unos canallas vertieron junto a la tapia del cementerio. ¡No lo puedo entender!

-          Quizá sería mejor que su hermana no interviniese de forma tan negativa, haciendo sufrir a la niña, apuntó Alicia, temerosa de pasarse de la raya, a tenor de las indicaciones del caballero De Arriba.

-          ¡Claro está! Pero para evitarlo estoy yo, que quiero a esa chiquilla tanto como su madre, y mejor que ella, según lo que estoy viendo. No consentiré que se oponga a que se quieran… Ni yo ni, por lo que se ve, el muchacho.

     Alicia prestaba la máxima atención, aguzando las orejas para no perder ripio:

-          Me ha escrito muy reservadamente Alicita que el chico -Jerónimo se llama- se ha apuntado, contra su forma de pensar, a un campamento del Frente de Juventudes que hay a quince kilómetros de Maslejos, gracias a lo cual irá a visitarla todos los fines de semana y algún día más que pueda, pues hay autocar mañana y tarde. Así que, con un poco de suerte -contenía la risa-, van a ennoviar bastante más íntimamente que si hubiesen permanecido todo el verano en Castellar.

-          Bueno, Mercedes -concluyó Alicia, fingiendo seriedad-, espero que los chicos no sobrepasen los límites de lo conveniente para su corta edad.

     Mercedes reía y reía, y su oronda humanidad se agitaba rítmicamente, como si el obrador se hallara en el epicentro de un seísmo.

 

 

6.   El final de la historia


     Como albacea literario de Alicia del Moral, ya he metido la pluma en la historia, atreviéndome a narrarla al alimón con la Profesora, o con ese sujeto mítico que los expertos denominan el narrador omnisciente. Desgraciadamente, a partir de ahora tendré que tomar la iniciativa en exclusiva, por un motivo ineluctable, que ustedes, sin duda, imaginarán.

     El 20 de agosto de 1963 -según el calendario de Castellar-, o el 20 de agosto de 2013 de la Era Cristiana, falleció en el Hotel Imperial doña Alicia del Moral y Soria, a los sesenta y cinco años de edad, víctima de un cáncer colorrectal con metástasis a otros diversos órganos. En verdad, en el informe de autopsia -realizado por morir en un hospedaje, sola y de manera repentina- el forense hizo constar también intoxicación medicamentosa por ingestión masiva de benzodiacepinas. Llámalo hache, habría dicho la finada, quien, en todo caso, no hizo más que adelantar sin dolor un final inevitable. Aunque las relaciones no eran, lo que se dice, fluidas, su hermano en España y su hijo mayor en Panamá se repartieron las gestiones que concluyeron con el traslado de sus restos y efectos personales hasta Ciudad de Panamá. A última hora, la Universidad Católica nos comunicó el óbito y la fecha de las exequias, pudiendo -Cande y yo, entre otros- hallarnos presentes en el entierro.

     Cosa de un mes más tarde, recibí la llamada del hijo de Alicia, citándome en una conocida cafetería para hacerme entrega de un sobre, que su madre había dejado a mi nombre. De inmediato supuse que se trataría de la prevista novela de su vida y demás trabajos literarios que hubiese pergeñado durante su estancia en España. Imaginé que el envoltorio tendría un considerable volumen, capaz de alimentar durante una hora un buen fuego, si es que la autora no había acordado un indulto -y yo me decidía por obedecer su inmisericorde mandato-. Sin embargo, el sobre apenas abultaba; hasta el punto de que me atreví a preguntar al intermediario:

-          ¿Esto es todo lo que su madre dejó para mí?

-          Por supuesto -respondió con desabrimiento-. No acostumbro a quedarme con lo que no es mío.

     Así pues, tomé lo que sí era mío y marché para casa, presto a leer lo que quiera que hubiese escrito Alicia en los últimos meses de su vida.

***


     Lo que dejó escrito es, con las licencias mínimas para hacerlo más vívido y pintoresco, lo narrado en los folios precedentes, más una brevísima nota. Queda claro, pues, que la novela que Alicia llevaba ya acabada en la mente cuando partió hacia Castellar, no fue escrita, por las razones expuestas en las páginas precedentes. Pero ¿por qué no aprovechó las últimas semanas de su vida para novelar la vida nueva de Alicita, a partir del día en que ella y Jero se declararon su amor? ¿Qué sentido tiene el que la Alicia senior no marcase el destino de su otro yo, más allá de ponerla en el camino del amor? Se me ocurren diversas causas, desde los dolores y la proximidad de una muerte anunciada, hasta un acto absoluto de fe en la certera voluntad de Dios, pasando por una última muestra de rebeldía a lo Alicia del Moral: Alicita habría de seguir su camino, sin más intromisiones que las que Elvira, Mercedes, los Escandón y compañía ejercieran sobre aquella pareja de adolescentes enamorados. Ojalá -lo deseo de corazón- consiguiesen forjar por sus propios medios un futuro juntos.

     Tal vez debería acabar aquí esta historia, pero el hombre propone y la mujer dispone: en este caso, la mía. Es ello que, cuando le hice a mi Susana un resumen de lo leído, no se conformó y leyó el texto de punta a cabo un par de veces. Al concluir, me recordó con malicia:

-          Álex, tú eres Escandón, de los Escandones de Castellar de toda la vida, ¿no?

-          Por supuesto, y bien sabes cómo y por quién acabé en esta tierra del canal entre los océanos.

-          De hecho, querido, Jero fue tu padre, y tu madre, la esposa con la que se casó en el año 1973.

-          Exacto. Y, para que no me pidas innecesaria confirmación, te diré que fue ese Jero, abogado de pro, quien, habiendo yo optado por las Letras y estando en España desorientado y sin trabajo, escribió a una catedrática, amiga suya, que ejercía en una buena Universidad panameña, para que me recibiese entre sus ayudantes. Claro que yo no conocía las interioridades entre ellos y, en particular, que hubiesen tonteado en sus años mozos. De hecho, lo he sabido al leer estas páginas.

-          Tonteado, dices… ¿Y si la cosa llegó a mayores y, en esa vida mágica que apunta Alicia, se hubieran casado y tenido descendencia?

     ¡Acabáramos! Mi santa esposa estaba pretendiendo meterme en el ajo y, hasta si se terciaba, cambiarme la madre. Me sentía confuso y algo enfadado. Susana prosiguió:

-          Comprendo que la posibilidad es remota, pero yo que tú, me informaría en Castellar y, como Alicia está enterrada aquí, pediría una prueba de ADN.

     No comprendo, dado mi carácter, cómo pude contenerme y no la mandé a cierta parte. Por el contrario, me sentí escritor, por una vez en mi vida, y le repliqué:

-          Querida, lo último que debes pedirle a todo buen literato es que destripe el secreto de una historia de misterio.

***

     ¿Y qué decía la nota de Alicia? Algo muy apropiado, para acompañar la historia de un amor declarado en Viernes Santo:

En tus manos encomiendo mi espíritu

     Yo la entendí como una prueba más de que Alicia había cambiado la rígida afirmación de su personalidad por la confianza en sus semejantes, yo, en particular. Hubo de venir mi esposa, una vez más, con su veta de objetividad y realismo. Tradujo así a lo profano el texto de aquella palabra con ecos sacros:

-          Tanto daría que hubiese escrito: átame esa mosca por el rabo.