miércoles, 28 de diciembre de 2022

LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

 


La búsqueda de la felicidad

Por Federico Bello Landrove

 

     La brillante efeméride de presentar públicamente el poemario de amor de toda una vida desencadena en su autora una cascada de ensoñaciones, andando y desandando los caminos recorridos, tejiendo y destejiendo los motivos y las consecuencias de elegir unos u otros. Imaginación y realidad disuelven sus límites hasta no percibir, ni ella ni nosotros, la frontera entre el sueño y la vida.




1.      Las vísperas

 

-          ¡Hasta mañana, Pilar, y perdona si te he molestado!

     La interpelada escuchó la fórmula de despedida y la disculpa como quien oye llover. Ni se movió del sillón en que estaba sentada, sin apartar la vista del poemario que tenía en sus manos. Una moderada taquicardia revelaba la excitación que involuntariamente le había producido Reme, la amiga que acababa de ausentarse, con aquellas cuatro palabras, que, en sí, nada tenían para ofender, ni para molestar siquiera:

-          ¡Qué envidia me das!

     Desde luego, no parecía la valoración más pertinente, aunque hubiese sido dicha solo para animar. Ni tampoco hacía ninguna falta encomiar su destino, precisamente la víspera de su gran día, en que se iba a presentar solemnemente en su Facultad aquel libro de poesías que compendiaba su trayectoria vital y que -según las pocas, pero autorizadas, opiniones de quienes habían anticipado su lectura para intervenir en la pública mostración- la consagraría como una gran poetisa del amor, discípula y continuadora del gran Salinas[1]. A ella, siempre tan en sus puntos, le daba grima que la parangonasen con otros espléndidos compañeros de vocación, que eran ya famosos y con obra inmortal en la mitad del camino de su vida. No era ese su caso, aunque se sintiese todavía llena de vida y de bastante buen ver. Aunque ya jubilada de una vida volcada en la docencia, le costaba mirarse al espejo y descubrir otra cosa que la imagen, fresca y tersa, de su adolescencia en Castellar, del otro lado del océano. Y casi otro tanto le sucedía con la casa de ahora que, aunque amplia, luminosa y acariciada de la brisa marina, seguía siendo el trasunto de aquella otra, cálida, heteróclita y oscura, de la que saliera para embarcarse, tantos años atrás: los mismos muebles macizos, alegrados por la taracea; los espejeantes adornos de plata; los ingenuos paisajes con la firma de su padre; los innumerables bibelots para los que su madre había tejido infinitos tapetillos de perlé.

     ¡Qué envidia me das, qué envidia me das! Susurra enfadada, una y otra vez, esa absurda frase, que jamás se le habría ocurrido pronunciar a su amiga, de no haber venido rodada por las circunstancias. Reme -¡cómo no!- iba a ser la principal oferente en el acto del siguiente día, a quien correspondería desgranar sus poemas y relacionarlos con su peripecia vital. Siempre respetuosa, había querido compartir por anticipado sus pensamientos con la homenajeada. Pero, en este caso, la movía una vaga inquietud:

-          Digo, Pilar, que no te parecerá mal que haga una alusión a lo difícil que ha sido tu vida en muchos momentos, y a lo que esto puede haber influido en tu vena poética.

    Pili se había puesto en guardia: Si algo detestaba es que le tuviesen lástima y, casi a la misma altura de enfado, el que valorasen su vocación poética como una mera sublimación de sus tristes experiencias. Contestó a su amiga:

-          Enfoca tu loa como Dios te dé a entender, pero sin hacer de mí una mártir, que tampoco la cosa ha sido para tanto. Esto sí te pido: Ni una referencia al hombre inmenso y único. Solo faltaría conjurarlo en mi gran día y darle ocasión para regodearse luego de él, como si fuese fruto de su pujanza.

-          Descuida, promete Reme, aunque, a fin de cuentas, muy pocos tomarán mañana asiento en el salón de actos, para quienes nuestros recuerdos de antaño tengan corporeidad o consistencia.

     Pili se queda mirando a su amiga de siempre, entre la admiración y la ironía. No solo es su rostro dulce y sonriente, su cuerpo menudo y grácil, los que la mantienen perpetuamente joven, sino esa cualidad de ignorar o pasar por alto aquello que resulta tristemente irremediable. ¡Que los demás ya no recuerdan; que los fantasmas ya no tienen un rostro bajo la sábana!... ¡Y un cuerno! Bien sabe ella lo que va a decirse de sus Ensueños y quimeras, que ya ocupan en el paraninfo un hermoso atril de bronce, junto a su fotografía, y se derraman en rimero incontenible hasta el humilde búcaro con rosas blancas. Sí, sabe bien lo que se afirmará, como se ha hecho desde que el mundo es mundo y a algún visionario se le ocurrió trenzar una metáfora sobre el amor: Que la poesía nace del dolor, del adiós y del fracaso. Y no necesita que nadie, ni siquiera con buena intención, le recuerde a la persona que los grabó a fuego en su cuerpo y en su alma, para siempre.

     Y en esto:

-          ¡Qué envidia me das!

     ¡La muy boba! ¿Qué sabría ella de la intensidad de su sufrimiento y de su soledad? La estúpida frase, aunque fuese improvisada, despertó todo su mal genio. Afortunadamente, mañana por la mañana la buena de Reme tendría que hallarse amistosa y tranquila, preparada para presentar sentidamente su libro. Se contuvo y limitóse a echarla de su lado con un educado pretexto:

-          No sabes lo que dices. Anda y toma el portante, querida, que, con tantas emociones, se me está levantando dolor de cabeza.

***

-          Niña, ¿a qué hora quieres cenar?

     La estridente voz de la tata Angelina interrumpe su duermevela, justo ahora que departía mentalmente con su compañera Flor, sucesora en la cátedra, sobre el desarrollo del acto de mañana. ¡Y eso que la charla era un poco tirante! Imagen y timbre la han llevado, como en alas de golondrina, de su colega de ahora, a su mentora de la adolescencia, aquella Doña Manolita Andrade, que tachaba rotundamente con tinta roja sus delirios de entonces, germen menos doloroso, pero igualmente sentido, de los de ahora. Hasta le parece sentir el repeluzno de antaño cuando, en su hora mejor, había olvidado en un bolsillo lejano la alocución de fin de curso. Aunque, si de allí había salido entre la brillantez y el aseo, no iba a ser cincuenta años y muchos mundos después cuando se arrugase ante tan propicia concurrencia…

-          ¡¿No me has oído, Pili?!, reitera la misma laringe chirriante, ahora asomando desde la puerta de la cocina.

-          No me apetece nada, Nina. Deben de ser los nervios, pero aún tengo el almuerzo en el estómago.

-          Te prepararé una manzanilla con anises.

-          Déjalo. Estoy cansada y mañana tendré que madrugar. Me voy a la cama, a ver si cojo pronto el sueño.

-          Entonces, te haré una valeriana.

-          ¡Pero no me la traigas abrasando, como acostumbras!

     Por si las moscas, Pili saca del botiquín un envase de Luminal[2], somnífero que de vez en cuando tomaba su madre, en tiempo de Maricastaña, y lo guarda en el cajón de la mesilla, que a la tata le da coraje verle tomar esos potingues de señoritingas con esplín. Se pone el camisón, y ahueca y dobla la almohada, dispuesta a repasar por enésima vez los apuntes para el discurso de mañana. Tiempo justo, pues ya asoma la buena de Nina por la puerta, con la tisana echando bombas; incluso se ha percatado de que pretendía esconder de su vista los folios.

-          ¡Pero bueno!, gruñe Nina, ¿vas a dormir o a desojarte con esas monsergas?

-          Anda -replica Pilar, para librarse momentáneamente de su presencia-, acércame una servilleta, no sea que pingue.

     Al instante, saca el matute de la mesita y engulle un par de comprimidos con la valeriana, que aún le quema la lengua.

     Pocos minutos más tarde, Nina regresa; recoge los folios dispersos sobre la colcha, retira el servicio y apaga la luz, no sin contemplar por unos instantes el dulce rostro de la poetisa, que ya viaja por el éter en brazos de Morfeo.

-          ¡Lástima que sus padres no puedan verla mañana!, suspira Angelina. En cambio, una, que no entiende ni papa, todavía anda por aquí, dando guerra, a tropecientos quilómetros de su pueblo.

 

 



2.      La cencellada

 

     La niña camina sola por el impreciso sendero que la niebla abre y cierra con ella, ahogando el crujido de sus pasos sobre la tierra escarchada. La vaga claridad que el sol pugnante difunde a través de la bruma trueca en diamantes los tupidos cristales de hielo que penden de ramas y acículas, mutando aquel entorno de soledad y de silencio en recinto informe de poética belleza, aparejado para la Navidad. También ella, vestida de blanco, mojada, arrecida, parece formar parte del paisaje, por el que avanza casi a ciegas, impelida por una fuerza que nace de no sabe qué recóndita esperanza.

     Al fin, en un desgarro de la niebla, se insinúa la glorieta en que desemboca el camino, junto a otros varios, por los que columbra al muchacho que se acerca. Su rostro le resulta atractivo; sonríe y hace ademán de saludo, rogándole que lo espere, insinuándose con gesto arrogante y esa cálida entonación caribeña, que disipa la calígine y la atrae a un vórtice de calidez.  Ella, cansada de caminar entre penumbra y ávida de cordialidad, se acoge al cenador, revestido de camelias, pensamientos y rosas de heléboro.

     El pretendiente la abarca, la abraza, la oprime. Su voz la confunde y su vaho la asfixia. A duras penas se suelta de las manos que asen sus vestidos y huye a través del emparrado de jazmines y glicinias, cuyas ramas sarmentosas y vacías se extienden como los brazos ominosos de trasgos de la fosca. La niña corre desalada, desandando el camino, haciéndose cada vez más pequeña, rumbo hacia el pasado, no menos brumoso que el porvenir, pero donde sabe de cierto, por un arcano sentimiento sutil, que la espera él, tan ciego, tan débil, tan necesitado, pero, al propio tiempo, tan fatal, tan… tan suyo.

     Una campana tañe, lenta y solemne, en la lejanía. Se desvanece la niebla, se pierde la esperanza y la niña, agitada y sudorosa llega a tiempo de contar las cinco últimas campanadas de la medianoche en el vecino reloj del ayuntamiento.

 


3.      El templo del dolor

 

-          ¡Que se vayan todos!

     Aunque recién salida del quirófano, apenas trasladada a planta, la voz de la mujer suena firme, imperiosa. Uno a uno, padres, hijos, sanitarios, van abandonando la cabecera de la cama y desapareciendo de su vista tras la mampara cromada que soporta la leve cortina de plástico gris. ¡Dios mío -piensa por un instante-, qué tenue separación de mi dolor y el que aqueja a los demás ocupantes de esta enorme sala, que ya acogió a mi abuela en parecido trance! A fin de cuentas, si su sangre es mi sangre, si su tumor es como mi tumor, ¡qué de extraño hay en que la nieta se acoja al mismo lecho, al mismo bisturí, al mismo templo, blanco y rojo, del dolor!

-          ¡Tú quédate!, agrega, suavizando la voz, al apreciar que también él se dispone a abandonarla.

     Sí, no cabe la menor duda, él no es el hombre inmenso y único, sino aquel muchacho, tan querido de su madre, pura apariencia, fachada, fachenda, que la esperaba -bulto encogido, silente, inexcusable- en un banco, a la vera del camino nebuloso, el día de la cencellada. En efecto, no es el fatuo inmenso, el desertor único, que la ha dejado sola, cara a cara con la terrible enfermedad. Pero lo cierto es que también él, aunque todo compromiso y atención, parecía querer escabullirse, escurrir el bulto entre los demás. ¡Y eso sí que no! Ella necesita tener la certeza de su protección, de su apoyo, de su amor, precisamente en este momento, cercenado su pecho, demediada su feminidad.

     Aparta la sábana y, sin dejar de mirarle a los ojos, va retirando las vendas y apósitos que cubren la herida funesta, la oquedad deforme, la asimetría cruel. Lo hace con morosidad, suavemente, sin experimentar dolor ni emoción apenas. Por fin, la mutilación queda al descubierto, sin que ella baje los ojos, siempre clavados en los de él.

     Ni una palabra, ni un estremecimiento, ni una lágrima. Esbozando una sonrisa, se arrodilla junto al lecho y va inclinando lentamente la cabeza, hasta que acaricia el valle que antaño fue colina y deposita un beso sobre lo que fue placer de los dos y ahora apenas recuerdo y huella. Luego, se incorpora, le cubre el pecho con la sábana y musita:

-          ¿Recuerdas, Pili, que, cuando nos conocimos, apenas te apuntaban los senos?

     Una pausa y agrega:

-          ¡Quién pudiera, despojado y sencillo, volver al amor de nuestra infancia!

     La mujer lo ve alejarse, embebido en el escenario de cuanto la rodea, hasta quedar sola, aislada, en el regazo del éter en que flota su cama; un lecho que va recobrando la textura de la madera de cerezo y los boliches ennegrecidos de tanto acariciarlos. Una…, dos…, tres…, cuatro campanadas. ¡Todavía! Enciende la luz y rebusca los folios con el texto de lo de mañana. En vano. ¡Esta Nina! Apaga y susurra de memoria las frases solemnes, rimbombantes, que Doña Manolita ha pulido hasta convertirlas en hechura de su mano… La voz se amortigua y la mente, en un último destello de conciencia, conduce sus manos al pecho, íntimo y tibio, supuesto emblema de su femineidad.

 

(Por gentileza de Peakpx, titular del copyright)

 


4.      La mesa común

 

-          ¡Que hable el abuelo! ¡Que hable!

     Por la apariencia y número de los familiares que se sientan en torno a la mesa, se diría que el abuelo debe de cumplir lo menos setenta años. Sin embargo, cuando, al fin, reclamado con insistencia, se levanta, sigue siendo la persona que ella viene admirando desde su tierna infancia: alto, robusto, de cabello entrecano y ese bigotito pulcramente recortado, que alguien diría de falangista, si no fuese porque él está todo lo lejos de la política extremista, cuanto debe estarlo una persona laboriosa y pacífica. Pero ¡chitón!, que los cubiertos han demandado silencio tintineando contra las copas. El orador suele ser sentido y breve. Ella se ve, como años atrás, escondiéndose con el bloc de dibujo bajo el mostrador, cuando su padre, entre chato y chato, se acuclilla junto a ella, le coge el lápiz blando y, con un par de trazos sabios y firmes, le bosqueja el búcaro con flores o el mobiliario de una sala con perspectiva caballera. Siente ganas de abrazarse a sus fornidas pantorrillas para agradecerle su ayuda de emergencia, pero su cuerpo ingrávido, envejecido solo por dentro, se siente desplazado hasta la silla intermedia entre la presidencial del homenajeado y la que ocupa él, el constante, el predestinado, el figura, como coloquialmente lo apoda su padre, ponderando por demás sus cualidades.

     El abuelo desgrana recuerdos, se deshace en elogios hacia su esposa, en gratitud hacía aquella familia, siempre presente y unida, cuya pareja inicial de hijos ha sufrido un crecimiento exponencial en aquellas chiquillas y jovenzuelos que aportan a la mesa mocedad y sonrisas de circunstancias. ¿De quién será cada uno, de ella o de aquella chica, apenas envejecida, con quien su hermano ennovió, todavía en el instituto? Repasa las caras, tratando de encontrar parecidos y afinidades, y sufre un desagradable estremecimiento al vislumbrar en alguno la morenez cetrina del aspirante del trópico.

     Su padre ha dicho. Levanta la copa y los demás se incorporan y siguen su ademán, respondiendo al brindis, que todos asumen:

-          ¡Por que sigamos juntos por siempre!

     Sin perder la sonrisa, la abuela pone el punto de sensatez:

-          Bueno, bueno… ¡De hoy en un año!

     Ella, al entrechocar las copas, busca el rostro de él, esperando ver su sonrisa o, quizás, recibir un beso. Él, serio, solemne, muy en sus puntos, fija la mirada en el exquisito rostro de la abuela, la flor de su linaje, el indestructible lazo de seda de su unión espiritual.

      El comedor parece desvanecerse y ajuar y rostros se difuminan en las sombras. Vacilante, la niña se levanta de la mesa y acude apresurada a descorrer las cortinas del mirador. Por unos instantes teme otear ceibas, reinitas y magas, pero no: Son los plátanos de Castellar de toda la vida, las urracas, los gorriones…

-          Todo como siempre -susurra-. ¡Quién pudiera decir con razón, no como recurso poético: ¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito; …ni el pasado ha muerto, ni está el mañana—ni el ayer—escrito![3]

 

 

5.      El olvido freudiano[4]

 

-          ¡Pili, hija, que ya son las ocho!

     Pese a lo temprano de la hora, la voz de su madre resuena cantarina, mientras entreabre la contraventana, por la que penetra inmisericorde la viva luz de los primeros días veraniegos. Ella, adolescente, niña de nuevo, sacude la galbana y se levanta presurosa, sin calzar siquiera las chinelas, camino del cuarto de baño, en cuya bañera se sumerge mientras, al tiempo que el aseo, repasa mentalmente las emocionantes expectativas que ha de depararle aquel día.

     Unos discretos golpes en la puerta le advierten de que ha de ir pensando en volver a la realidad cotidiana, de la que se ha abstraído hasta el punto de adormecerse. Vuelve a vestir el inveterado pijama de lunares celestes y recompone las improvisadas trenzas nocturnas, justo a tiempo de escuchar la voz imperiosa de tata Nina, gritándole desde la cocina:

-          ¡Bella durmiente, que se te va a enfriar el chocolate!

     Con todo, desanda el pasillo hasta su cuarto sobre cuya cama, como por ensalmo, han aparecido los dos folios de letra apretada que encierran el discurso de despedida del instituto que, en nombre de sus compañeras, habrá de pronunciar coram populo en su paraninfo. La tata, fiel a su aforismo cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento, retira de un manotazo los papeles de sobre la mesa, con una disculpa plausible:

-          Con lo boba que estás, solo falta que los vayas a pringar de chocolate.

***

     De pronto, la saca de su abstracción un timbrazo largo y chirriante. Mamá interrumpe por un momento el cepillado de su melenita y mira de soslayo su Longines dorado:

-          ¡Cielos, exclama, las once y cuarto ya!

     Pili se levanta escopetada de la banqueta y replica alarmada:

-          Será Reme, que había quedado en venir a buscarme para ir juntas al acto.

     Echa una carrera hasta el balcón más cercano y, en efecto, contempla a su amiga, hecha un brazo de mar, esperando en la acera.

-          ¿Quieres subir?... ¿No?... Pues ahora mismo bajo.

     A toda marcha, se pone la rebeca verde oliva sobre su ligero vestido rosa, dobla los folios y los embute en uno de los bolsillos. Su madre, vigilante, la espera a la puerta de entrada, vaporizador de Miss[5] en ristre. De repente, la para en seco y reprocha:

-          ¡Pero Pili!, ¿a dónde crees que vas, para ponerte una simple rebequita de hilo? Anda a cambiarte inmediatamente y ponte el chaquetón blanco de fiesta.

     Todo en un momento: Cambio de indumento; pulverización con la fragancia que huele como el amor; beso robado en el flequillo y empujoncito hasta las escaleras.

-          ¡Qué pena que no dejen entrar a padres! ¡Se nos habría caído la baba de escucharte!

-          Es que no hay sitio, mamá -explica la niña, una vez más-… Ya os lo contaré todo cuando vuelva.

     En la calle ya calienta. Nada más doblar la esquina, Pili se despoja de la prenda festiva, la dobla cuidadosamente y se la echa al brazo. Reme, tan rutilante como ella, no deja de tirarle la consabida pulla:

-          Estás de dulce, cariño. ¡Lástima que no te vea él!

***

-          Estoy como un flan, profesora.

-          Siempre es así antes de empezar -la tranquiliza Doña Manolita-. Ve a sentarte y a charlar con las compañeras que, en cuanto salgas y leas la dedicatoria, los nervios se habrán evaporado.

     El director anuncia el siguiente evento, aquél en que Pili, en nombre de toda su promoción, se supone que manifestará su gratitud al Centro y dará la emocionada despedida a los siete años felices vividos en el mismo. La niña se levanta y camina hacia el estrado. Sus manos hurgan en los bolsillos del chaquetón, de forma cada vez más ansiosa, tratando de encontrar los folios del discurso, pero es en vano. La claridad del relámpago precede al rayo que está a punto de fulminarla: ¡El maldito espiche[6] se ha quedado en casa, en la rebeca verde oliva! Sus ojos se dirigen, como en súplica, al rostro hierático de la catedrática de Literatura, y sus piernas, vacilantes, suben los tres escalones y la llevan hasta el atril que, sobre el entarimado, señala el puesto del orador y el lugar donde colocar los inexistentes papeles: Sus papeles… ¿Sus papeles? ¡Pero si esos están en su mente, en su corazón, dentro de ella! Los otros, los olvidados, no son suyos, sino creación y estilo de la buena y rígida de Doña Manolita, la que tacha con tinta roja cualquier veleidad de salirse del tiesto.

     Pues, siendo así…

***

     Bastantes minutos más de los seis o siete inicialmente programados, una ovación que le parece atronadora e interminable acoge el final de su discurso, entretejido de sabrosas anécdotas escolares y de sentidas e ilusionadas inquietudes por los múltiples y diversos caminos a recorrer, iluminados por las enseñanzas allí recibidas y con el instituto como norte y faro, al que regresar de tiempo en tiempo, como al hogar.

     Al cerrarse el acto, las compañeras, sonrientes, la estrujan y agobian con sus parabienes. Doña Manolita llega tan lejos como su empaque y amor propio le permiten:

-          Se salió con la suya, Cazorla. Con todo, no ha estado mal… Sobre todo, esas alusiones a Borges y a Simone de Beauvoir[7], aprendidas, por cierto, en mi cátedra…

-          La más sustancial -le replica con acritud- ha sido la relativa a Karl Maeser[8] que, por cierto, no debo a sus comentarios de textos.

     El director, Don Luis Solórzano, interrumpe el tenso intercambio de pareceres -tal vez, deliberadamente-:

-          ¡Bravo, Pili! Es lo más divertido y certero que he escuchado en el salón de actos en mucho tiempo. ¡Y sin guiaburros[9]!

-          Como las arengas de Julio César -responde la niña a su querido profesor de Latín-. Seguro -añade, crecida- que cruzó el Rubicón sin usar de ningún mapa.

     Solórzano se echa a reír, complacido por el ejemplo:

-          ¡Muy cierto! -reconoce, pero luego matiza-, aunque no preveía en aquel momento que acabaría desangrado al pie de la estatua de Pompeyo.

     Excitada y fogosa, baja la escalinata y rebasa la verja a la plaza. Un pensamiento hace que se detenga en seco y rememore aquel mensaje que él le había inculcado cuando todavía era una muñeca en sus manos:

-          Sé tú misma, pero dando siempre tu mejor versión.

     ¿Habría dado también él su mejor versión y la esperaría, para seguir juntos por el inmenso e ignoto jardín de senderos que se bifurcan? Escruta la gran plaza, aplanada por el inclemente sol de mediodía. Nadie. Nada. Soledad.

-          ¡Vas a coger una insolación! -la increpa Reme, que la ha alcanzado-.¿Qué demonios haces aquí plantada?

-          Estaba esperando en vano la felicidad, responde Pili, ambiguamente-.

     Sonríe con amargura y se apoya en el brazo de su compañera del alma. El grandioso escenario se desvanece, mientras Reme, imitando la voz de Doña Manolita, pontifica:

-          No olvide, Señorita Cazorla, que las personas felices no tienen historia.


 


6.      Los caminos que se unifican

 

     Ella vuelve a encontrarse en la misma glorieta del parque, antaño obscurecida por la niebla, pero ahora, según avanza, los senderos se van juntando y la vía que escoge resulta cada vez más inexorable. La tarde va cayendo y las sombras se adueñan de los caminos, cada vez más largas y desdibujadas. Diríase que, al fondo, a lo lejos, las veredas confluyen en un punto de fuga, en el que todas van a morir. El cansancio y el hastío la invaden, y ni siquiera anima su paso torpe la curiosidad por descubrir si muerte y nascencia coinciden, si el Universo se replica en un eterno retorno.

     La anciana, vacilante pero de rostro terso y juvenil, fija casualmente su atención en las sombras que comparten con ella viaje, familiares algunas, ignotas las más, ensimismadas y decadentes. Y todas con un libro bajo el brazo, el libro de su vida, ¡que ella todavía no porta, pues el ofrecimiento es mañana! La angustia de su privación la paraliza. Trata de salir de camino trillado, mas la maleza rasga sus ropas y ahoga su aliento. ¿Cómo rendir viaje al final de su vía sin ese libro que todos llevan, cada quien con sus vivencias, sus buenas o malas obras, su búsqueda del camino que supuestamente conduce a su felicidad? Si aún pudiera esperar a mañana…

***

-          ¡Arriba, perezosa! -exclama la tata Nina-. Ha llamado Doña Flor; que va a venir a buscarte dentro de una hora para llevarte hasta la Universidad en limusina.

     Pili, sin saberse dormida o despierta, se frota los ojos, todavía pitañosos, y vislumbra sobre la cómoda dos ejemplares de sus literarios Ensueños, que tanto había echado de menos. Prorrumpe en una carcajada, abraza a la Nina y trata de despegar su oronda humanidad del suelo. Luego, toma de la mesita los libros y bromea:

-          Con limusina o en el coche de San Fernando, no olvidaremos, por si acaso, el libro de la vida.

     Y la tata, que tiene su cultura bajo el pelo de la dehesa:

-          ¡Jesús, mi niña! ¡Qué tendrá que ver Santa Teresa[10] en todo este enredo al que te empeñas en llevarme…!  

     Pili ató cabos con su vieja tata, que la seguía inspirando desde el otro barrio: En la casa de mi Padre hay muchas moradas… pues voy a prepararos lugar[11]. ¡Qué felicidad, al final del camino, un lugar en la casa paterna, asignado y dispuesto, sin tener que elegir, que decidir, que equivocarse, como casi siempre ella!

     Sin levantar mano de su libro, reclina su cuerpo en el sofá, cierra los ojos y lenta, confiada, sabiamente, recorre el último tramo del camino.

 


    


[1] Alusión a Pedro Salinas Serrano (1891-1951), considerado como un gran poeta en temas amorosos, en especial, por su tríptico de poemarios, La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento, publicado entre 1933 y 1939.

[2] Específico que tiene como principio activo el fenobarbital. Empezó a fabricarse en 1912 por la casa alemana Bayer.

[3] Antonio Machado, poema El Dios Ibero.

[4] Alusión a la tesis de Sigmund Freud acerca de olvidos que, en realidad, son mecanismos subconscientes de defensa o -como en este caso- del deseo de fondo de eludir lo que se considera molesto o intranscendente para el sujeto.

[5] Fragancia de la casa parisina Dior, comercializada en 1947, de la que se afirmaba, con ditirambo recogido más adelante, que olía como huele el amor.

[6] Descarado anglicismo, procedente del vocablo speech, que hasta ahora (2022) no admite el diccionario de la Real Academia Española, despreciando su uso corriente en español. Equivale a discurso o perorata, con un cierto sentido peyorativo.

[7] Jorge Luis Borges (1899-1986) escribió (1941) El jardín de los senderos que se bifurcan. A Simone de Beauvoir (1908-1986) se atribuye la frase, las personas felices no tienen historia, que Roger Gérard Schwartzenberg (1943) extendió a los pueblos felices.

[8]  Karl Gottfried Maeser (1828-1901), educador y teólogo mormón, autor del consejo, sé tú mismo, pero siempre en tu mejor versión, al que luego se alude en el relato.

[9] Vulgarismo en paulatino desuso, no admitido oficialmente, alusivo a los textos empleados por los oradores que no son capaces de exponer oralmente sin leer guiones escritos.

[10] Santa Teresa de Jesús (1515-1582), en lo que aquí interesa, es autora de dos famosísimas obras, impresas en 1588, conocidas como El libro de su vida y Las moradas del castillo interior.

[11] Véase, Evangelio según San Juan, capítulo 14, versículo 2.

lunes, 12 de diciembre de 2022

MÍA ES LA VENGANZA...

 

 

Mía es la venganza…

Por Federico Bello Landrove

 

     Inspirado en hechos reales acaecidos en una capital andaluza en noviembre de 1977, construyo un relato de tonos policiacos, cuya pretendida enseñanza es esta: Dejemos de lado la venganza o, si queremos aceptar el planteamiento bíblico, pongámosla en las manos de Dios.

 

 


1.      Prefacio

 

     De la página de sucesos del Diario de Madrid, correspondiente al 15 de febrero de 2019:

     Un trágico suceso conmocionó ayer, a eso del mediodía, el barrio de Las Habaneras de esta capital. Cuando dos atracadores armados entraron en la sucursal bancaria existente en el número 19 de la calle Melindres de dicho barrio, ordenando a todos los presentes que se echasen boca abajo en el suelo, una de las clientes desobedeció la orden y, sacando una pistola, se enfrentó a los delincuentes, quienes, a su vez, dispararon sus armas contra ella, resultando muerta en el acto. Seguidamente, los malhechores huyeron en un vehículo negro en que los esperaba otro compinche, sin apoderarse de ningún dinero. Algunos testigos afirman que uno de los atracadores resultó herido, al ser alcanzado por un disparo de la fallecida.

     La finada era una mujer joven, de quien, por ahora, se desconocen más datos.   

      Datos adicionales -como es habitual- figuraban en las esquelas publicadas en diarios de Madrid y de Zamora. De ellos se infería que la difunta se llamaba Rosario Abad Pereña, de 34 años de edad, soltera (cuando menos, no se citaba a marido ni hijos), inspectora del Cuerpo Nacional de Policía. De hecho, era la Jefatura Superior de Policía madrileña la que había encargado la inserción de la esquela en los diarios de Madrid, mientras que la zamorana tenía un carácter estrictamente familiar, a expensas de su madre y su hermana. Bueno será, pues, que intentemos completar esas referencias por algún medio más informal, como el de dejarnos caer por el velatorio y tener los oídos atentos a los comentarios de los asistentes. Uno de ellos nos pone sobre aviso de que algo raro puede haber en el caso de la inspectora Abad, muerta en acto de servicio, no porque lo estuviera en aquellos momentos, sino por la exigencia legal para todo policía de salir al paso de los delincuentes, evitando el crimen allí donde esté en trance de producirse. Quienes están charlando a la puerta de los tanatorios deben de ser, por su apariencia y conversación, colegas de la difunta:

-          Tenía que suceder, más tarde o más temprano -asevera uno, ya veterano-. Parecía como si la vida le importase un pito…

     El otro, mucho más joven, va a contestar algo, pero finalmente calla. El primero vuelve a la carga:

-          Y todavía cuando uno está preparado y sabe a lo que va, pase; pero figúrate, así, por sorpresa, y teniendo que sacar el arma del bolso de mano… Un suicidio.

     Su interlocutor sigue en silencio, con la mirada baja y el gesto impertérrito. Eso parece molestar a su colega más locuaz, que lo interpela:

-          Tú que eras compañero suyo de unidad y que salías muchas veces con ella de patrulla, ¿no piensas que había algo extraño en su manera de jugársela ante el peligro?

     El preguntado se encoge de hombros y aventura:

-          Quizás fuera por el hecho de no tener familia y de hacerse valer en los momentos difíciles, por ser mujer.

     Ha sido una forma, como otra cualquiera, de salir del paso, pero la verdad es que el joven policía sabe más, mucho más, acerca de los motivos de la conducta de Charo. Otra cosa es que esté dispuesto a ponerlo al alcance del primer curioso que pretenda hurgar en la vida de su compañera, ni siquiera ahora que su duelo se presta a las confidencias. De hecho, los comentarios y preguntas de su colega le han quitado las ganas de hablar con nadie, por el momento. Busca un banco algo apartado de la entrada al tanatorio, se sienta y, como disculpa de su evasiva, enciende un cigarrillo. Entorna los ojos y parece como si una sombra espectral se sentase a su lado y le susurrara, con aquella voz que no ha dejado de oír en los últimos dos días:

-          ¡Vaya por Dios, Enriquito! Al final me has ganado la apuesta: yo me he ido primero; solo que tendrás que venir a cobrarte al otro barrio. Pero bien sabes tú lo que hay detrás de todo esto, aunque hayas tenido la gentileza de guardarme el secreto. Y eso que… ¿sabes una cosa? Me trae al fresco que lo parles a quienes, de verdad, les interese, o los pueda ayudar. Es lo que, ¿recuerdas?, me impulsó a contártelo cuando estabas en el hospital hace un año, con una bala en las tripas, para que no siguieses haciéndote el héroe, tomándome como modelo digno de imitación. ¡Bien sabes ahora, y por mí misma, que he sido lo contrario, un fracaso como persona y como policía! En fin, chico, cuídate y no dejes escapar a esa forense que te hace tanto tilín.

     Ha acabado el pitillo y se está quedando frío sentado ahí, a la sombra. Se levanta y, sin despedirse, emprende lentamente el camino de vuelta a los velatorios. Aún le parece escuchar la voz de Charo, en una última frase:

-          Seguiremos hablando en otra ocasión.

     Quince días después, Enriquito recibió una llamada desde una notaría de Madrid, próxima al domicilio que había sido de Charo. Inmediatamente supuso que su compañera le hubiese legado algo por testamento. En efecto, le hicieron entrega de un sobre tamaño folio, en el que, de puño y letra de la finada, podía leerse: A la atención de D. Enrique Valle Pereda, para entregar a mi muerte. La dirección y el número del móvil completaban la referencia.

     El destinatario no quiso esperar para abrir el sobre a encontrarse en su casa. Se acogió a la primera cafetería que encontró y allí pudo comprobar que su contenido era un rimero de folios escritos a ordenador. En el primero de ellos, con letra negrita tamaño 20 y subrayado, iba el título que la autora había asignado al relato que encabezaba:

La venganza es un plato que se sirve frío… y con frecuencia se indigesta

     Bajo el rótulo, una dedicatoria, así mismo impresa en caracteres destacados, rezaba simplemente:

A  E.V.P., a quien tanto gustan los relatos policiacos.

     Enrique, quizá equivocadamente, entendió el gesto de Charo como una incitación a publicar el texto. Considerando el cumplir la presunta voluntad de su compañera como un deber moral, se lo pasó sucesivamente a varios editores, todos los cuales lo rechazaron por parecido motivo:

-          Es interesante y no está mal escrito, pero con ciertas personas no se juega.

     El último de aquellos impresores timoratos, le hizo una sugerencia como alternativa:

-          ¿Por qué no intenta publicarlo en alguna página web conocida, o en algún blog que se dedique con éxito a dar a la luz cuentos para mayores? Si le conviene, puedo hacerle algunas sugerencias a tal respecto.

     Y hete aquí que el sugeridor era -y es- buen amigo mío, y yo, a falta de otros méritos, no me amilano fácilmente. Así pues, Enrique y un servidor llegamos pronto a un acuerdo, con la siguiente base: Publicaría el relato íntegro, sin más modificaciones que las mínimas para encubrir -mejor, desdibujar- la identidad de ciertas personas o lugares que no tenían por qué verse sacados a la luz pública y, en ocasiones, a la pública vergüenza. Esta es la tarea a que ahora, a finales del año 2022, doy cumplimiento, tras someterla a la consideración de mi mandante. Este tan solo me hizo un a modo de reproche:

-          ¿No sería mejor respetar el título que imaginó Charo?

-          Creo que no, repliqué. El que te propongo se ajusta mucho mejor a lo que acabó por pensar y sentir la autora, fuese ella religiosa o no[1].

     El policía se me quedó mirando unos instantes, como pensándose su decisión:

-          Sea como propones -concluyó-, pero ni una sola licencia más.

-          Te lo aseguro -prometí-. Además, estoy convencido de que los lectores agradecerán que nadie se entremeta entre Charo y ellos.

 

 

2.      Charo nos cuenta (primera parte)

 

     Mi despedida protocolaria del Jefe Superior de La Rioja me estaba resultando embarazosa: Nunca hubiera pensado que un señor tan importante se preocupara de que una inspectora del montón fuese a perder un año de su vida -y, de paso, la plaza de Logroño- por especializarse en algo tan etéreo en materia penal como la mediación entre los delincuentes y sus víctimas. Yo le había ofrecido ya toda clase de explicaciones, pero el comisario jefe insistía, como si buscase algún motivo oculto en mi extraña decisión:

-          ¿No será que te encuentras incómoda en tu trabajo? -aventuraba-. Si es así, dímelo y pondremos remedio, que -la verdad- no andamos sobrados de mujeres policías en este Jefatura y cada vez nos sois más necesarias.

-          Estoy muy a gusto, comisario, y en la unidad me tratan de maravilla. Es solo que la labor de mediación penal tiene mucho futuro y quiero adelantarme a su implantación legal y especializarme en alguna Universidad de prestigio.

     Mi interlocutor pareció tirar la toalla y, resignándose, me preguntó:

-          ¿Has pensado ya en dónde vas a matricularte?

     ¡Claro que lo sabía!, pero, como quedaba cerca de la capital riojana, no quise darle ideas; de modo que le mentí, una vez más:

-          No lo tengo claro todavía. Estoy mirando varios másteres: prestigio, precio…

-          Usted, Rosario, es de Zamora, ¿no?

-          En efecto. Allí siguen viviendo mi madre y mi hermana pequeña.

     El jefe superior hizo un gesto de estar al corriente de mi situación familiar. Se me quedó mirando unos momentos, como si quisiera recordarme algo. Luego se incorporó y, desde el otro lado del buró, me tendió la mano, sonriendo:

-          En fin, inspectora, mucha suerte en sus estudios y a ver si, pasado el año de excedencia, puede regresar por estos pagos.

-          Nada me agradaría más… Muchas gracias, señor comisario.

***

     No era aquel comisario el único en considerar equivocada mi decisión. También mi madre me echó una buena bronca cuando, muy a última hora, le informé de mi petición de excedencia para dedicarme a estudiar por un año en una universidad; ¡y en la del País Vasco!, para más delito. Verdad es que, cuatro años atrás, tampoco había visto con buenos ojos que tomara el derrotero de presentarme a las oposiciones para inspectora de policía, pese a que ya hubiese yo asomado la oreja completando mis estudios de Derecho con un grado en Criminología. Por aquellas fechas, año 2010, no eran muchas las mujeres que optaban a ingresar en lo que aún era una especie de reducto para machotes[2]. Por mi parte, comprendía su disgusto: No sería fácil para ella que una de sus dos hijas ejerciera la profesión en la que el abuelo había encontrado la muerte de un modo tan execrable. Y ahora, que ya había empezado a acostumbrarse, gracias a la placidez de Logroño y al final del terrorismo de ETA[3], venía yo a decirle que dejaba mi grato destino para perfeccionar estudios en la Universidad vasca -¡nada menos!-, con el propósito de volver al cabo de un año a un puesto policiaco, a saber cuál y en dónde. Yo misma me echaba a reír, como una tonta, al recordar la gran alegría que tuve en su momento cuando, gracias a mi buen número en el escalafón, había podido librarme de las comisarías de Euskadi, quedándome al otro lado de la muga. ¡Y ahora me iba voluntariamente a Bilbao[4] por el irresistible argumento de que allí se preparaba en mediación mejor que en otras partes! Claro que yo había pretendido nadar y guardar la ropa, es decir, que me concedieran una licencia por estudios, no retribuida, pero, al menos, con reserva de plaza, mas pinché en hueso: Si quería un año sabático, sería a base de una excedencia y regreso luego dondequiera que hubiese una plaza vacante. En fin, todo fuera por mi abuela, que en gloria esté. Acepté el envite y alguna recompensa tuve en un principio: La mediación empezó a ponerse de moda en toda España, incluso para los procesos penales a delincuentes mayores de edad[5]. ¡Quién sabe si algo que yo había buscado como pretexto podría convertirse en la llave de mi progreso profesional!

     Acabo de citar a mi abuela, en concreto, a Carmina, la madre de mi madre, que tanta influencia tuvo sobre mí, tanto en vida, como después de dejarnos, víctima de un cáncer de estómago, a los pocos años de sacar yo las oposiciones. Ella fue quien, poco antes de faltar mi abuelo, su marido, tomó la resolución de abandonar la ciudad de Miramar, en la que vivía el matrimonio y había nacido mi madre, y establecerse en Zamora, de donde ella era natural y estaban avecindados dos de sus hermanos. Con el tiempo, aquel piso grande y luminoso, que daba a la Plaza de la Marina, acabaría convirtiéndose en un gineceo -como jocundamente lo calificaba mi madre-, bajo la inflexible e indiscutida autoridad de mi abuela, verdadera matriarca de aquel femenino cuarteto, que integrábamos con ella y con mi madre, mi hermana pequeña, Alicia, y yo misma. Claro está que, por muy mujeril que fuese el grupo, nosotras no habíamos nacido por partenogénesis, sino de la coyunda de mi madre con el apoderado de la declinante razón social Calvo, Herrero, Barrueco y Compañía, tradicional almacén de tejidos y confección, sujeto al que mi madre había tenido la dudosa suerte de conocer en las oficinas de la Caja de Ahorros Provincial[6], en la que ella fungía de subdirectora del departamento de créditos. Como es natural, yo entonces no estaba en condiciones de enterarme de lo que aseveraban las lenguas viperinas -la de mi abuela, entre ellas, por más que nunca lo hablase conmigo-, a saber, que Don Darío Abad, mi futuro padre, había buscado en Olga Pereña, no tanto su belleza y otras muchas buenas cualidades, sino la manera de recomendar sus peticiones a la Caja de dinero prestado -del que su achacosa empresa estaba angustiosamente necesitada- o, cuando menos, de buscarse un modus vivendi saneado, a la sombra de su mujer y de su suegra. Si ello fue así, o no, quizá pueda inferirse de lo que sucedió al cabo de cinco años de matrimonio, a poco de nacer mi hermana y cuando yo andaba por los tres años: Mis padres se separaron de hecho y, poco después, mi progenitor solicitó y obtuvo el divorcio de mutuo acuerdo, con objeto de contraer nuevo matrimonio con una empleada de El Corte Inglés de Valladolid, ciudad a la que se había trasladado él en busca de trabajo. Poco lo vimos a partir de entonces, aunque mi madre, seguramente para explicarlo de la forma que menos nos doliera su desapego, tenía siempre a mano alguna disculpa: Lo mal que Zamora le había tratado profesionalmente; el tiempo que le llevaban sus nuevos hijos, tan pequeños; lo embarazoso que le resultaba visitarnos en la casa de nuestra abuela… Esta tragaba, por no dejarla por mentirosa, lo que tuvo su mejor recompensa cuando me oyó cierto día replicar a mi madre, pequeñaja y todo que aún era yo entonces:

-          Pues no sé por qué tiene papá miedo de la abuela, si es un primor…

     En fin, quizá me pasé un poco en el epíteto, aunque no sería por falta de sinceridad, pues era lo que pensaba entonces, y todavía hoy no me apeo de juzgarla la persona más importante de mi vida, como ya he dejado dicho. Tiempo es de que vaya relatando el porqué.

***

     Siempre fui el ojito derecho de la abuela Carmina, y no por mérito mío. Todo empezó por el hecho de que, trabajando fuera de casa mis padres, fue mi abuela la que me crio, incluso cuando vivíamos en casas diferentes. Luego, tras la ruptura de mis padres, al pasar a vivir las cuatro mujeres en la misma casa, la abuela se convirtió en el centro y norte de la familia, a lo que contribuía sustancialmente el que pudiera dedicarse con exclusividad al hogar, toda vez que la pensión de viudedad que cobraba, así como las indemnizaciones percibidas por morir mi abuelo en acto de servicio y víctima del terrorismo, le habían permitido comprar el piso en que vivíamos y no tener que trabajar para mantenerse. En cambio, mi madre no dejó de estar al servicio de la Caja de Zamora, con la tranquilidad de que sus hijas quedaban bien atendidas. Y cuando me refiero a la atención dispensada por mi abuela, me refiero a todos los aspectos del cuidado de unas niñas, incluido el control y ayuda en los deberes escolares, los consejos de conducta y cuidado personal, y -¡cómo no!- los relativos a cómo tratar a los chicos, equilibrando la prudencia con la espontaneidad. La respuesta de mi hermana Alicia y la mía eran un remedo de aquel ejemplo evangélico de los dos hijos a quienes su padre les encargaba ir a trabajar al campo. Yo, seria y firme, empezaba rebotándome, para luego recapacitar y cumplir, más o menos, lo ordenado o sugerido. Alicia, incapaz en principio de negarse, acababa por dejarse llevar de la comodidad o del criterio de las amigas, desobedeciendo con gran frecuencia. Tal vez fuera eso, así como mis buenos resultados como estudiante, lo que alimentase el favoritismo hacia mí de Carmina, a tenor de la opinión que un día sorprendí cuando ella charlaba con nuestra madre:

-          Que Dios me perdone, hija, y ojalá que no acierte en todo, pero en Charo me parece estar viendo a tu padre, mientras que Alicia me recuerda al botarate de Darío… Claro que, a lo mejor, es la que acaba teniendo más suerte en la vida…

     Sin mayores vicisitudes, curse la enseñanza secundaria y el bachillerato en el hermoso instituto Claudio Moyano[7], bien próximo a nuestra casa. Pese a los consejos y facilidades de mi madre, no sentía ninguna inclinación por el cálculo ni la actividad bancaria. Así, tras muchos titubeos, acabé inclinándome por seguir estudios universitarios de leyes. Antes de concederme la venia, hubo en casa consejo de familia, en el que se llegó a un acuerdo provisional: Si la chica respondía con sus calificaciones, estudiaría la carrera, aunque ello supusiera un considerable dispendio; eso sí, mi madre fijó una condición inapelable:

-          Ni pensar en que te traslades a vivir a Salamanca. Irás y vendrás todos los días en el autobús, como hacen la mayoría de los estudiantes zamoranos[8].

     Las cosas me pintaron bien y, en especial, me encantó el estudio del Derecho Penal; de manera que recibí de muy buena gana las sugerencias de alguno de los profesores de prácticas para completar las lecciones teóricas con las enseñanzas de Criminología, que entonces pugnaban por encontrar un digno acomodo académico[9]. Yo estaba en segundo curso de Derecho y, si me esforzaba y conseguía cierta liberación de asistir a todas las clases, aún podría acabar a un tiempo la licenciatura en Derecho y la diplomatura en Criminología[10]. Pero aún había una dificultad más, y era la pecuniaria. Desconfiando de que mi madre me autorizara, acudí a la abuela y le expuse mis planes, pidiéndole ayuda:

-          ¿No querrás abarcar demasiado?, me preguntó. Y conste -añadió- que no es que desconfíe de tu capacidad y esfuerzo, sino de que peligre tu salud física o mental. Una cosa es que seas una chica formal y otra que olvides las distracciones y alegrías de la juventud.

-          Por probar… -respondí-. Eso sí: no le digas nada a mamá, que sea una sorpresa.

      La abuela sonrió con malicia y asumió el sigilo junto con el dispendio. Mi trabajo me costó, pero estuve a la altura. Al finalizar el curso en junio de 2009, había alcanzado las dos titulaciones y, por añadidura, había encontrado mi vocación profesional.

***

     Supongo que, con el tiempo, los estudios de Criminología alcanzarán una difusión más variopinta, pero en mis días apenas recibían otro interés que el de los policías y los guardias civiles, más unos pocos abogados penalistas. No es extraño, pues, que mi presencia despertase cierta sorpresa, ni que algunos atrevidos, como mínimo diez años mayores que yo, me interrogasen:

-          ¿Es que piensas preparar oposiciones a la Policía?

     Me quedé atónita. La verdad es que, pese al precedente del abuelo y a la poca salida que aquellos estudios tenían para la vida jurídica corriente, ni se me había ocurrido convertirme en agente del orden. De hecho, no hice mucho caso, hasta la segunda o tercera vez que me hicieron la misma pregunta. Entonces decidí mostrar algún interés y contesté:

-          ¿Son muy difíciles los exámenes? Y ¿cómo tratan a las chicas que se presentan?

     Mis interlocutores se miraron entre ellos y contestaron vagamente:

-          Todo depende de que te presentes a la Escala Básica o a la Ejecutiva[11]. Y, en lo referente a las chicas, no parece que haya discriminación: De hecho, cada vez se van presentando más y aprueban en mayor número. Si estás interesada, podemos presentarte a alguna compañera…

     En realidad, fue mi abuela quien, con la oportuna discreción y sin que yo se lo pidiera expresamente, hizo una gestión con uno de los amigos de mi abuelo, ahora jefe superior de policía en Sevilla. Las explicaciones que le dio la tranquilizaron en cuanto a mi seguridad personal y al trato que, como mujer, podría recibir en el Cuerpo. Por lo demás, le recomendó un par de academias donde preparar bien los exámenes y, por último -según ella me transmitió- el jefe superior prometió su recomendación, si por fin decidía presentarme:

-          No todos han olvidado a tu abuelo, ni nos han dado la espalda, comentó mi abuela.

-          Mejor que no me conozcan como nieta de mi abuelo -objeté-. Con todo lo que me has contado, ¡como para fiarse de ciertos compañeros!

-          Mujer, aquellos ya estarán jubilados o criando malvas, replicó. Y, de todas formas, no necesitas que nadie te regale nada. Seguro que entras a la primera.

 

 

3.      Charo nos cuenta (segunda parte)

 

     Muchos años hubieron de pasar para que, entre mi abuela y mi madre, me pusieran al corriente de algunos detalles acerca de la muerte de mi abuelo en el año 1978, tiroteado por etarras en Fuenterrabía cuando iba a coger su vehículo en el aparcamiento del hotel en que residía, para acudir a su trabajo en la comisaría de Irún[12]. Al parecer, los criminales nunca fueron identificados. A este respecto, un día se le escapó a mi abuela:

-          … No se conoce a los criminales o, por mejor decir, los que le dispararon, que a otros culpables bien los conozco yo.

     Ni que decir tiene que, por el momento, mis peticiones de aclaración de tal aseveración no fueron atendidas.

     Un poco más expresiva se mostraba mi madre que, cuando sucedió aquello estaba a punto de cumplir diez años. Así nos lo explicaba a Alicia y a mí, cuando nos mostramos extrañadas de que el abuelo viviera de hotel y solo, en lugar de en una casa, con su familia:

-          Mi pobre padre debía de sospechar que, tal y como estaban las cosas en aquel entonces, tenía muchas posibilidades de no salir vivo de Guipúzcoa. Así que nos obligó a mamá y a mí a permanecer en Miramar, con el pretexto de que su trabajo en el norte sería breve y volveríamos a reunirnos en Andalucía al cabo de un año, o así. En consecuencia, se instaló en un hotel de Fuenterrabía que, como nos escribió, es mucho más sano que Irún, para el alma y para el cuerpo. Fijaos lo bien que el abuelo contaba cuentos para que nosotras estuviésemos todo lo tranquilas que fuera posible.

     En resumidas cuentas, algo había que querían olvidar o, tal vez, que no nos quemara la sangre, como pasaba con ellas. Todavía tuve una muestra más de ello cuando, a punto ya de emprender viaje a Ávila para seguir el primer curso en la Escuela Nacional de Policía, mi abuela se sintió obligada a llamarme a capítulo y advertirme:

-          Charo, hija, no andes por ahí contando que tuviste un abuelo policía, que murió en un atentado. A nadie le importa y, a estas alturas, quien más quien menos, todos quieren pasar página.

-          No se me ocurriría blasonar de ello -repliqué, algo mosca-, pues quiero que me traten como a cualquiera que no tenga que ver con el Cuerpo.

-          Lo sé, querida, y ya sé que nunca presumirías del abuelo para conseguir ningún favor. Solo quiero decirte que, mientras estés en la Academia, procures ser una Abad en lugar de una Pereña. Me entiendes, ¿no?

-          Te entiendo, abuela, aunque no comprendo los motivos.

-          Pues, lo que es yo, no tengo ganas de explicártelos.

     Me lo dijo tan seria, que me prometí que, si algún día me urgiera saberlo, primero intentaría conseguirlo por terceras personas.

***

     Apenas llevaba un año trabajando en Logroño, cuando mi madre me dio por teléfono la triste noticia:

-          Le han diagnosticado a la abuela un cáncer de estómago. Parece que está bastante extendido.

-          Pero ella aún es joven -balbuceé-… Habrá que probar operándola.

-          Los médicos no las tienen todas consigo -matizó mi madre-. Están haciendo pruebas para comprobar si ha habido metástasis.

     Me faltó tiempo para pedir unos días de permiso y acudir a Zamora, junto a mi abuela. Me la encontré aparentemente tranquila y dispuesta a luchar contra la enfermedad, o a aceptar sus letales consecuencias, en función de lo que opinasen los facultativos:

-          Ya he cumplido los setenta y lo tengo todo hecho en este mundo -afirmó-. Lo importante es no daros demasiado trabajo con mis achaques y, si es posible, no sufrir mucho para acabar como todos sabemos.

     En seguida cambio de conversación y me asaeteó a preguntas sobre La Rioja, mi trabajo y -lo que nunca hacía- sobre mis amistades masculinas. Me eché a reír de esto último y le tendí una revista del corazón, que había comprado para entretener el viaje:

-          Anda, abuela, entretente con los amores de las famosas, que yo bastante hago con tener a raya a los delincuentes.

     ¡Cuántas veces he maldecido mi inocente ocurrencia! Desgraciadamente, aquella malhadada revista contenía algunas otras noticias, a más de los amoríos de costumbre. Me percaté de ello a la mañana siguiente. La abuela estaba demudada, pálida como un cadáver. A mi comentario al respecto -que yo achacaba a posibles dolores físicos-, se limitó a indicarme:

-          Vente para mi cuarto, que tenemos que hablar.

     Cerró la puerta tras nosotras y, en voz muy baja, me indicó que leyese una de las noticias de la revista de marras, que ocupaba solo media página, fotografía incluida. Procedí a la lectura y me quedé como estaba: ¿Qué teníamos nosotras que ver con el hecho de que autoridades y famosos hubiesen estado presentes en la inauguración de un club de campo en la localidad turística sureña de Cañadas? Le devolví la publicación con cara inexpresiva y esperé su inmediata aclaración.

-          Pero ¿no sabes quién es ese Jaime Campoy, de quien se dice en la noticia que es el alcalde de Cañadas y que patrocina el torneo de golf que sirve para inaugurar ese club de campo?... ¡Maldita sea! -prosiguió-: ¡Qué verdad es aquello de mala hierba nunca muere!

     No sé por qué intuí que aquellos exabruptos tenían que ver con la muerte de mi abuelo. El caso es que, con cierta displicencia, contesté:

-          Y ¿cómo quieres que esté al tanto de quién sea ese sujeto, si vosotras no queréis hablar a fondo de aquella época y de sus tristes consecuencias para la familia?

     La abuela dejó pasar unos segundos, intentando tranquilizarse. Luego, procuró explicarse de la forma más lacónica posible:

-          Ese Campoy fue el verdadero culpable de que trasladasen forzoso a tu abuelo de Miramar a Irún y de que lo pusieran en el punto de mira de los pistoleros de ETA. Gracias a ello, hizo una fortuna de la que, como se ve, ha venido disfrutando durante cuarenta años. Bien pensé yo que, a estas alturas, podría haber muerto, o estaría retirado, ¡pero no! Ahí lo tienes, ¡hasta metido en política! ¡Me va a llevar Dios de este mundo y aquí se quedará ese canalla, disfrutando de su mal ganado patrimonio!

     Estaba tan excitada, que decidí no preguntarle nada por el momento. Nos quedamos en silencio, sentadas frente a frente, con la mirada perdida. Finalmente, con voz firme y gesto severo, me conminó:

-          Voy a ponerte al corriente de todo lo que pasó, pero habrá de ser cuando entienda llegado el momento. Hasta entonces, no intentes sonsacarme y prométeme que no contarás a tu madre ni a Alicia lo que aquí acabamos de hablar.

     Me quedé tan decepcionada por aquella demora, que le hice la promesa solicitada, pero de forma bastante irónica:

-          Te lo prometo, aunque, la verdad, no creo que me hayas revelado nada que valga la pena contarse.

***

     Pasaron tres meses y estaba claro que la vida de la abuela Carmina se iba apagando de día en día. Yo no lo puedo afirmar por mí misma, pero las cartas de mamá no dejaban lugar a dudas. La cirugía era inútil y tan solo se trataba ya de que los dolores y las alteraciones digestivas fueran lo menores posible. Algo me decía que la evolución de aquella cruel enfermedad estaba siendo alterada -no sé si para bien o para mal- por la reaparición del Señor Campoy en la vida de la paciente. Hubo algo, en cuanto relataba mi madre, que me llamó la atención:

     … La abuela se pasa largos ratos, siempre que puede, metida en su habitación, escribiendo cuartilla tras cuartilla, que luego guarda bajo llave en una gaveta de la cómoda. Se pone muy nerviosa cada vez que le preguntamos para quién es la carta y no hemos sido capaces, ni a bien, ni a mal, de descubrir cuál es su contenido. Alicia piensa que pueda tratarse de una especie de memorias de sus tiempos mozos, o de cuando la desgracia de vuestro abuelo. En todo caso, puede ser bueno que esté ocupada  parte del tiempo, olvidando en la medida de lo posible dolores y quebrantos…

***

     Me acuerdo bien: fue en la mañana del 12 de marzo de 2015. La abuela me llamó al móvil, cosa que casi nunca hacía, esperando a que fuese yo quien tomase la iniciativa. Me dijo con la mayor naturalidad:

-          Ya estoy preparada para hablar contigo. Te ruego que vengas este fin de semana, porque presiento que no me queda mucho antes de que tengan que sedarme, hasta el punto de dejarme inconsciente.

     Era un jueves y no tenía servicio especial durante el resto de la semana. Respondí:

-          De acuerdo, abuela. Estaré allí el sábado, aunque no creo que las cosas estén tan apuradas como barruntas.

     En efecto, dos días después me hallaba ya en Zamora. Carmina, tan pronto dejé el equipaje y descansé un rato, me esperaba de punta en blanco. Se explicó de la forma escueta que solía:

-          Me apetece ir a misa a Cristo Rey. Acompáñame, Charo, no vaya a ser que me dé un vahído.

     En el camino, la abuela sacó del bolso un sobre voluminoso, que me entregó al tiempo que hacía ademán de silencio. Tan solo agregó: Cuando hayas leído todo, hablaremos.

     La iglesia estaba abierta, pero no había misa a esa hora. Dijo:

-          Da igual, entremos. No nos vendrá mal, ni a ti, ni a mí, tener unos minutos de recogimiento.

     Después de comer, con el pretexto de echarme una siesta, me retiré al dormitorio, decidida a escudriñar el contenido del sobre. Lo primero que aparecía eran unas cuartillas, de puño y letra de la abuela, intituladas, Circunstancias que llevaron a la muerte de tu abuelo. Debajo estaba la copia de un testamento notarial, otorgado por la abuela el 27 de febrero anterior. Aunque extrañada de que me diese a conocer sus últimas voluntades, está claro que me decidí sin dudar por leer, antes que nada, el famoso informe que meses atrás me había prometido. No creo que resultase demasiado larga su lectura para nadie. No obstante, en lo que sigue voy a procurar abreviarlo, sin eludir detalle alguno que pueda ser de interés o de importancia. En fin, así es como queda el relato de mi abuela, pasado por la censura de lo bueno, si breve…

     A finales del mes de noviembre de 1977, un voraz incendio consumió todo lo principal de las instalaciones de la empresa metalúrgica Olivares, la industria más importante de aquel entonces en la ciudad y provincia de Miramar, que ocupaba a unos 500 obreros. Desde el primer momento, hubo grandes sospechas de que hubiese sido provocado, pues la sociedad propietaria estaba en mala situación económica y sus instalaciones, muy céntricas, se prestaban para usar su solar como base para un barrio o urbanización de clase alta. Aunque en manos de una sociedad anónima, la industria era en la práctica casi familiar, pero los herederos directos del fundador habían abandonado su dirección en manos de un joven y emprendedor economista, llamado Jaime Campoy, quien estaba casado con la hija única del mayor accionista, Matías Olivares. Don Matías, médico de profesión, había ido descansando el negocio sobre los hombros de su yerno y él, viejo y aquejado de un cáncer, se había traslado a Madrid para mejor tratarse de la enfermedad.

     Campoy -supongo que con autorización de los socios- trató infructuosamente de liquidar la empresa o, cuando menos, reducir su plantilla a la mitad, pero los obreros votaron en contra, por entender que la crisis de la empresa era falsa, queriendo tan solo acabar con ella para una especulación inmobiliaria. En vista de ello, Campoy promovió expediente de crisis en la Delegación de Trabajo. Corrían los tiempos de la Transición y las autoridades ya no daban siempre la razón a los patronos. Consecuencia: la Delegación de Trabajo rechazó el expediente, al parecer, por no entender bien explicada su solicitud.

     Las cosas, ya muy tirantes, se complicaron todavía más con la aparición en Miramar de un sindicato muy conflictivo, conocido como la AOA, es decir, Asociación Obrera Asamblearia, que decidió apoyar a los obreros de Olivares con manifestaciones y acciones violentas. De hecho, se les acusó de haber quemado el espléndido coche que Campoy tenía aparcado en un garaje colectivo cercano a su casa, mediante un artefacto incendiario o explosivo, que alcanzó también otros vehículos, pero sin daños personales. Esto sucedió dos días antes del incendio de la fábrica, al que antes me referí.

     Los resultados del incendio fueron tan graves, que la reconstrucción de las instalaciones de Olivares se juzgó inviable, por más que la empresa tenía concertada, como es natural, una elevada póliza de seguros.

     Las sospechas acerca de la culpabilidad por el incendio se repartieron entre Jaime Campoy y los activistas de la AOA, aunque la de estos últimos era poco verosímil, siendo también ellos gentes del mundo del trabajo. Lo cierto es que se abrieron actuaciones judiciales, en las que lógicamente se reclamó la investigación e informe de los bomberos y de la policía. A tu abuelo lo nombraron secretario del atestado de investigación, a las órdenes de un inspector jefe, como instructor. El comisario principal de la provincia de Miramar les dio la orden -según él, transmitida por el gobernador civil- de actuar con la mayor rapidez y de no hacerse eco, ni prestar atención, a rumores ni probabilidades, sino a hechos ciertos y comprobados. Les dio, como razón de todo ello, la de que la ciudad estaba a punto de estallar y que, había que evitar por todos los medios que el incendio de Olivares, ya irremediable, se extendiese a los medios obreros de toda la provincia, y aún de Andalucía entera.

     Con estos precedentes, puedes figurarte cuál fue el resultado de las indagaciones. Tu abuelo estaba indignado de que el comisario no hacía más que meter baza y poner límites y dificultades en su labor. Como no contaba con el apoyo del compañero que, como jefe, instruía el atestado, ni tampoco tenía muy buena opinión del juez al que había tocado el asunto, pidió audiencia al comisario jefe provincial y le presentó su renuncia a seguir de secretario del atestado, advirtiendo que, si no se le concedía, estaba dispuesto a exponer al juez todas y cada una de las cosas extrañas en la investigación del caso, de las que era conocedor. Te puedes figurar la bronca que se organizó. Finalmente, a los pocos días, lo relevaron, no sin manifestarle el enfado que tenían el gobernador y el jefe superior por su comportamiento, tan indisciplinado y poco cooperador. Creo que algo parecido sucedió con el informe de los bomberos del parque municipal, cuyas conclusiones fueron retocadas por el alcalde antes de pasarlas al juzgado. Finalmente, se archivaron las diligencias judiciales. La empresa cerró definitivamente, despidiendo a todos los obreros con la pertinente indemnización. Los propietarios de Olivares vendieron el solar a una inmobiliaria creada para explotar su urbanización y, con ello, todos se hicieron super millonarios. Figúrate lo que suponían diez hectáreas de terreno edificable en el mejor sitio de expansión de la Miramar de entonces. Por cierto, el barrio que se creó recibió el nombre de Olivares, que supongo seguirá llevando.

     ¿Y qué pasó con tu abuelo? Para nuestra sorpresa, de la postergación y las malas caras, pasaron de golpe, al cabo de unos meses, a ascenderlo por los méritos contraídos al grado de inspector jefe, nombrándolo para la comisaría de Irún. Era un sistema que se utilizaba entonces para cubrir forzosamente las plazas en el País Vasco, que nadie quería voluntariamente, por razón del terrorismo. En resumen, le tocó la china, como recompensa por los servicios no prestados en el caso Olivares. Yo le pedí en todos los tonos que pidiese la excedencia o, incluso, que se negase a ir, tirando de la manta sobre los motivos de tan inicuo traslado, pero él decidió acatar la orden, ante la posibilidad de que cualquier otra decisión fuese aún peor para nuestro futuro. Era un hombre tranquilo y valiente, que decidió correr el riesgo, con la vana esperanza de poder salir con vida de allí al cabo de un año o dos. Resolvimos, para su sosiego y la seguridad de tu madre, que ella y yo permaneceríamos en Miramar mientras tu abuelo siguiese en Euskadi. Olga, tu madre, tenía entonces nueve años y era feliz en tierras andaluzas.

     En fin, bien sabes que tu abuelo no sobrevivió al terrorismo de ETA, gravísimo en aquellos años. Difícil habría sido que los criminales no le tomasen como objetivo, habiéndole nombrado sus superiores jefe del servicio de información de su comisaría: otra gracia, de la que yo me enteré posteriormente, pues tu abuelo nada me dijo. La mañana del día 28 de agosto de 1978, al salir de su hotel de Fuenterrabía para dirigirse al trabajo, dos o tres individuos lo esperaban y lo tirotearon hasta matarlo. No se les ha identificado hasta ahora.

     Te preguntarás, en vista de todo lo que te he contado, por qué le tengo tanta inquina a Jaime Campoy, cuando no tuvo parte directa en la muerte de tu abuelo. La razón es que, según me informó hace muchos años un compañero suyo, digno de todo crédito, la decisión de mandarlo al País Vasco fue de sus jefes, sí, pero provocada directamente por el tal Campoy quien, conocedor de la integridad de tu abuelo y temeroso de que revelase cuanto sabía y le fastidiase el negocio, movió todas sus influencias para quitarlo de delante de la forma que fuese. Pero todo esto no es para contarlo fríamente, ni para ponerlo por escrito. Si quieres saberlo, te lo contaré de palabra en cuanto tú me lo pidas.

***

     Como es natural, leí con sumo interés todo el texto, que para mí recogía hechos en gran parte desconocidos. Y, como igualmente es lógico, quedé sobre ascuas por lo escrito en el último párrafo, aunque yo -como policía y mujer objetiva- no las tenía todas conmigo, acerca de la solidez de las fuentes, ni de hacer del Señor Campoy el centro de la responsabilidad en la muerte de mi abuelo. De todos modos, tendría que esperar a que mi abuela despejase todas las interrogantes. Y quizá aclarase algunas el testamento cuya copia obraba en mi poder. Con gran interés procedí a leerlo. Era brevísimo en su parte dispositiva. Como no podía ser de otra forma, instituía a su hija única Olga, mi madre, en los tercios de legítima estricta y de mejora. En cuanto a la parte de libre disposición, me nombraba a mí heredera, aclarando que la porción se me adjudicaría en dinero o, en su defecto, en títulos valores susceptibles de venderse inmediatamente. En suma, que me quedé como estaba, o más incómoda todavía, pues ¿qué explicación podría yo dar a mi hermana Alicia sobre la predilección que me mostraba la abuela?

     Cuando me pareció que era hora de salir de la habitación, tras aquella siesta tan poco apacible, encontré a las otras tres mujeres de la familia en el cuarto de estar, viendo la televisión. Inmediatamente, abuela Carmina me interpeló:

-          ¿Qué, has dormido bien y te has repuesto ya del viaje?

-          No creas -contesté con segundas-, apenas he pegado ojo.

-          Entonces -replicó con un guiño apenas perceptible-, ¿estás en condiciones de llevar a tu abuela a merendar chocolate con churros?

     Mi madre y mi hermana se quedaron de piedra. Yo comprendí al punto lo que, en el fondo, quería Carmina:

-          De acuerdo, acepté. Hace años que no pruebo los churros de Zamora.

     La abuela se levantó, dispuesta a acicalarse, y explicó a las otras dos, para que no se molestasen:

-          Para las pocas veces que viene, dejadme disfrutar de mi nieta riojana.

 

 

4.      Charo nos cuenta (tercera parte)

 

     Siempre recordaré aquella tarde de los churros, que merendamos en el Parador[13], completando nuestra charla, solas y en grata penumbra, en el patio cubierto del palacio. La memoria imborrable no se debe únicamente a la importancia de lo que tratamos, sino a la previsible circunstancia de que fue la última vez que vi a mi abuela realmente con vida, es decir, fuera del hospital y sin sufrir la agonía.

     Contra lo que era habitual en ella, Carmina no entró directamente en materia, sino que comenzó preguntándome qué había sentido yo un rato antes, al leer su relato de lo sucedido a mi abuelo en Miramar y en el País Vasco. Le contesté que me había parecido una canallada, merecedora de un severo castigo que, por desgracia, ya era imposible de procurar, bien por fallecimiento de los responsables, bien por la indudable prescripción de los hechos. La abuela no me replicó de inmediato, sino que optó por completar primero su informe escrito, en el punto que había quedado incompleto y pendiente de llenarlo ella de viva voz. Aunque su explicación no fue un relato de corrido, sino una serie de puntualizaciones dialogadas, creo preferible exponerlo aquí todo seguido, poniendo en boca de mi abuela lo que ella me fue narrando, de la manera que yo recuerdo:

     Aunque solo fuera porque por ley me lo debían y porque yo tenía que sacar adelante a una hija todavía niña, está claro que solicité o acepté la pensión y todos los beneficios económicos, ciertamente cuantiosos, que suponía para la viuda y los hijos la muerte de un inspector jefe de la policía en el ejercicio de sus funciones y por un acto terrorista. Por supuesto, no tuve ocasión de manifestar mi desprecio a la condecoración que le dieron a título póstumo, pues se la impusieron prendida en la bandera de España, sobre el féretro en que tu pobre abuelo estaba todavía de cuerpo presente. Pero cuando, estando nosotras ya en Zamora, me llamó el comisario jefe provincial de Miramar, para que acudiese a un homenaje que le iban a tributar en el día de los Ángeles Custodios[14] del año siguiente a su asesinato, me despaché como puedes figurarte, le colgué el teléfono y, por supuesto, si es que finalmente lo homenajearon, yo no estuve allí. Supongo que el rifirrafe transcendería en ciertas esferas, porque poco tiempo después apareció por Zamora, sin avisar, un compañero del abuelo, jefe de la brigada de policía judicial de Miramar. Había venido a pasar las navidades en un pueblo de Salamanca, donde vivían sus padres, y decidió pasarse por nuestra casa de Zamora, para ver cómo nos encontrábamos.

     Claro está que se trataba de un pretexto, pues el hombre a lo que realmente venía era a advertirme de que tuviese cuidado con irme de la lengua o montar algún escándalo, pues había gente en Miramar a la que no le había caído nada bien mi desplante con el comisario y estaban dispuestos a todo, con tal de que quedara definitivamente enterrado el tema del incendio de Olivares. Yo le eché en cara que le preocupara tanto el entierro del incendio y tan poco el de su compañero Germán Pereña, y que se estaba comportando como el perfecto correveidile. El visitante se tragó mis palabras, pero me contestó que había venido espontáneamente y de tapadillo, no para esconder las vergüenzas de sus superiores, sino para revelarme toda la verdad y ponerme de evidencia a quién tenía que temer y por qué. Y así fue como supe quién había estado, en realidad, detrás de todo aquel sucio asunto del traslado del abuelo, y quién seguía dispuesto a acabar con su familia, si yo trataba de continuar la labor de mi marido y descubría a los verdaderos responsables del incendio de la fábrica.

     Fue ese policía quien me confesó que, cuando tu abuelo decidió no seguir el juego de la investigación fraudulenta, Jaime Campoy no se conformó con que se retirara del asunto, pues temía que acabara por revelar al juez todo cuanto sabía. Campoy fue quien sobornó al gobernador para que se tapara el asunto. El gobernador, a su vez, influyó para que los jefes de policía quitaran de delante a tu abuelo, no sé si sobornándolos o mediante amenazas para su futura carrera. El ascenso amañado y el consiguiente traslado a Euskadi fue la fórmula que adoptaron, entonces bastante corriente para castigar a funcionarios díscolos. Lo de ponerlo en el punto de mira de los etarras fue también obra de Campoy, intrigando para que en Irún le diesen un puesto de máxima exposición, y quién sabe si dejándolo caer en el oído de ciertos terroristas, con pago del trabajito o sin él. Incluso esto lo conocía el policía que me hablaba, porque, cuando en Miramar se enteraron de que en Irún habían hecho a tu abuelo jefe del servicio de información, se llevaron las manos a la cabeza y preguntaron a unos y a otros acerca de quién habría sido el responsable de tamaña canallada, a lo que el comisario jefe acabó por reconocer: Pues el mismo que urdió lo del traslado. Desde el principio tenía en la cabeza el quitar de en medio a quien podía desbaratarle el negocio.

     No vayas a creer que disculpo o que perdono a los policías y a las autoridades que consintieron los desmanes de Campoy y se dejaron influir o sobornar por él, pero a estas alturas, los que no hayan muerto andarán con un pie en la sepultura -como yo-, tomando el sol en los parques o al calor del brasero de la mesa camilla. Solo ese canalla tiene la caradura de andar presumiendo de sus millones en el papel satinado de las revistas y haciéndose nombrar alcalde de uno de los pueblos más importantes de Miramar. Es lo que me quema la sangre y me está amargando los últimos días de mi vida, que debería pasar en sosiego, poniéndome a bien con mi conciencia. Y es solo ahora, casi cuarenta años después, cuando me obsesiona el que se haga justicia, aunque ya no pueda ser yo la mano que la ejecute.

     Por mi mente pasó, como un relámpago, la idea de que lo que pretendía mi abuela era convencerme para que fuese yo, su nieta favorita, la continuadora de sus sentimientos y de sus propósitos de lo que, aunque ella lo llamase justicia, para el común de los mortales no era sino venganza. No quise por el momento preguntarle de modo directo qué era lo que esperaba de mí, sino que, dando largas, aludí al testamento:

-          He visto que, dentro del sobre que me diste esta mañana, había una copia de tu testamento…

     Casi sin querer, había llegado al fondo de la cuestión:

-          Sí -afirmó-, fui al notario hace unas semanas, para legarte todo cuanto podía, respetando la legítima de tu madre. Es con el objeto de que puedas cubrir gastos, en el caso de que aceptes el encargo -llámalo la misión, si quieres- que dejo a tu conciencia para después de mi muerte… De todas formas, si decides no asumir mi petición, no por ello voy a cambiar el testamento, aunque tuviese tiempo de hacerlo: Tu verás qué haces con lo que voluntariamente te dejo.

     Las dos nos quedamos calladas, sentadas en un banco, en la silenciosa penumbra del claustro del Parador. Fueron unos momentos de tensión, de esfuerzo de ambas mujeres por no ser cada una de ellas la primera en dar o demandar explicación, sabiendo una y otra lo que podría decirse. Finalmente, fue Carmina quien cedió:

-          ¿No vas a preguntarme lo que quiero de ti?

-          Me lo figuro, abuela -repliqué-. Será algo relacionado con lo que decías antes de hacer justicia; pero, la verdad, no sé cómo hacerlo, ni hasta qué punto.

-          No seré yo quien te lo imponga: Para eso eres cauta e inteligente y, como un don del cielo, tienes por tu profesión más conocimientos y oportunidades que casi nadie. Mira si confiaré en tu buen criterio y en tu cariño hacia mí, que ni siquiera quiero saber cuál será tu decisión. Lo dejo todo en tus manos, que bastante tengo con afrontar los pocos y duros días que me restan.

     Su confianza en mí acabó por desarmarme. Le adelanté una respuesta que quizá no hubiese sido la misma, de apremiarme a que le diese la contestación:

-          Vete en paz, abuela, que yo haré por ti la justicia que tú no has podido.

     Nos abrazamos y así permanecimos hasta que fue cediendo la emoción. Luego, salimos a la plaza, ya caída la noche. De camino a casa, la abuela me advirtió:

-          Por encima de todo, ten mucho cuidado, no sea que pare mientes en lo que hagas el inspector N., que fue quien me reveló todas las sucias interioridades del caso, de las que antes te he hablado. Podría atar cabos y… Bueno, eso en el supuesto de que continúe con vida, pues no he vuelto a saber de él desde que vino a Zamora a visitarme.

-          Descuida, abuela. Tendré toda la prudencia del mundo, sobre todo con los que, por su edad, puedan recordar lo sucedido en aquellos años… ¡Hay que ver el peligro que tenéis los setentones!, agregué, intentando arrancarle una sonrisa.

     Al llegar a casa, mi madre estaba preocupada de nuestra tardanza. La abuela le cortó en ciernes la protesta, con ironía:

-          Últimamente, Olga, tengo muy poca prisa en llegar adonde tengo que ir.

 

 

5.      Charo actúa (primera parte)

 

        Curiosamente, la primera consecuencia del plan de Carmina no tuvo que ver directamente con este, pero ya me resultó profundamente desagradable. Tan pronto mi madre fue a recoger en la notaría la copia del testamento -ella no tenía una de antemano, por lo que desconocía su contenido- y lo leyó, me telefoneó a Logroño y, dando por sentado que mi abuela me lo hubiese adelantado en secreto, me preguntó de buenas a primeras:

-          Oye, Charo, ¿a ton de qué te ha dejado la abuela la tercera parte de su herencia?

     Comprendí que lo mejor era sincerarse, aunque solo hasta cierto punto:

-          Traté de quitárselo de la cabeza, pero ya sabes lo terca que era… Se empeñó en dejarme algún dinero para que completara mi especialización profesional y me comprase un coche mejor que la carraca que tengo.

-          Pues a ver cómo se lo explicamos a tu hermana cuando se entere. Ya sabes lo envidiosilla que siempre ha estado de ti, por la preferencia de la abuela.

     Reaccioné de inmediato, tratando de evitar cualquier desavenencia familiar:

-          No le digas nada a Alicia. Desde ahora, renuncio a aceptar la ventaja y en paz.

-          De ninguna manera -rechazó mi madre-. Es voluntad de la abuela y no hay por qué contrariarla. Ya procuraré yo dorarle la píldora. En fin, ¡qué verdad es que herencia rima con desavenencia!

     Si ahora recuerdo todo esto no es para andar con cotilleos, ni por lamentar que mi hermana Alicia me haya mirado desde entonces como una codiciosa que se trabajó a la abuela Carmina para agenciarse un cuarto de millón[15]. La razón de contarlo es la de reflejar que, con todas las desazones que me dio, el aceptar aquel dinero me impulsó a la acción de justicia, tanto como la promesa hecha a mi abuela in articulo mortis. Invertiría hasta el último céntimo, si era necesario, en aquello para lo que la cantidad se me había confiado, sin escatimar gastos ni abreviar preparativos. Si algo sobrase, lo donaría para obras de caridad, las que fuesen. No pensaba quedarme con nada en mi propio interés y beneficio.

     En suma, para mí, como para el general clásico[16],  la suerte estaba echada; solo que en mi caso el modesto caudal del Rubicón había sido sustituido por la aceptación del pago anticipado de servicios aún no prestados. Tiempo era de exprimirse el cerebro para estudiar cómo hacerlo.

***

      Durante un tiempo, estuve sin ideas, pero ¡cómo iba a tenerlas, si ni siquiera había decidido hasta dónde llegar en mi justicia! Entendí que no sería perder el tiempo el estudiar a mi futura víctima, para saber más sobre ella de lo que mi abuela y la revista me habían dado a conocer, y bien pronto tuve una sorpresa mayúscula.

     En efecto: Según la interpretación de la abuela, el Jaime Campoy de la faena a mi abuelo y el actual alcalde de Cañadas eran la misma persona: aquel vejete a quien se veía en la foto mostrando el trofeo que se entregaría al ganador del torneo de golf. Pero no: El alcalde era el cincuentón orondo y calvo, que posaba a la derecha del anterior. El equívoco se explicaba por el hecho de que se trataba de padre e hijo y, según una mala costumbre muy generalizada, ambos tenían el mismo nombre de pila. Así que, para empezar, me tocaba diferenciar los datos y circunstancias de uno y otro a fin de evitar enojosas confusiones. Como es natural, acudí a Internet y de allí extraje el siguiente esquema:

·         Jaime Campoy Recio (Campoy, padre). Nacido hacia 1940, o en año algo anterior, probablemente en Miramar. Colegiado como abogado en la corporación profesional miramareña desde 1965, figurando en la actualidad como letrado no ejerciente. Casado con Asunción Olivares Langle, de cuyo matrimonio tiene un hijo, Jaime Campoy Olivares. Ligado por razones familiares a la empresa Talleres Metalúrgicos Olivares, S.A., de la que llegó a ser presidente del Consejo de Administración, hasta la desaparición de la sociedad y de la fábrica, por el incendio de 1977. Participación ulterior en varias empresas, principalmente inmobiliarias, con sede en Miramar y en Madrid. Actualmente, sigue figurando como presidente o consejero delegado de dos empresas constructoras y una de exportación de productos alimenticios (lo que quiere decir que, pese a su edad avanzada, continúa activo en el mundo de los negocios).

·         Jaime Campoy Olivares (Campoy, hijo). Nacido en 1968, en Miramar. Licenciado en Derecho y Ciencias Económicas. Casado con María del Mar Vera Rodríguez, de cuyo matrimonio tienen tres hijos: Matías, Felipe y Elvira. Dedicado, como su padre, al mundo de los negocios de construcción y agro-alimentarios, viene compatibilizando su profesión con la política activa desde el año 1999, en que se presentó a las elecciones municipales en las listas del Partido Popular, saliendo elegido concejal para el ayuntamiento del importante pueblo de Cabañas -la tercera población de la provincia-. En las elecciones de 2015, dentro de las listas del partido político VOX[17], encabezó la candidatura más votada, siendo elegido alcalde del municipio. Según el Diario de Miramar, ya antes de llegar a la alcaldía, Campoy había protagonizado sonados enfrentamientos con otras autoridades, por su actitud intransigente, si no hostil, hacia los inmigrantes sin papeles y los de religión islámica que, según él, socavan los cimientos de nuestra civilización y pretenden hacer de Andalucía una continuación de los aduares africanos. Y las historias habían continuado, ya con Don Jaime de alcalde, siendo la última pelotera, hasta la fecha, el rechazo municipal a que se erigiese una mezquita sobre el abandonado colegio de la Purísima Concepción, en pleno centro de la localidad. Supongo que la llamarían la mezquita de Badocor, pues sería como la de Córdoba, solo que al revés, había bromeado el alcalde, a propósito de lo sucedido siglos atrás con la catedral cordobesa[18].

     Era muy poco, ciertamente. Bien sabía yo que, aunque fuese arriesgado, no tendría otro remedio que viajar a Miramar, si no quería convertir el plan en una chapuza. Claro que tal cosa no tendría mucho sentido mientras no concretase lo que pensaba hacer y cómo. En cualquier caso, el hecho de conocer la tierra de mi madre me tentaba, y viajar hasta allí de manera furtiva era toda una atractiva tentación para una policía que siempre había actuado a la descubierta. Fue entonces cuando concebí la idea de pedir una licencia anual en mi trabajo, aprovechando la generosidad de la abuela, para tener libertad y tiempo de cumplir con mi obligación -ya empezaba a considerarla así-. Y también fue en aquel otoño de 2015, cuando me vino la inspiración, conforme a la que elaboraría toda mi acción ulterior. ¡Pero si era algo clarísimo! -pensaba yo-. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Y es que era el mismo Campoy -el hijo- quien había construido su propia ratonera.

***

     Voy a explicar lo de la inspiración y la ratonera. Hacía ya bastante tiempo que se había hecho famosa la fetua[19] del ayatolá iraní, Jomeini, contra el escritor británico, Salman Rushdie[20], pero el carácter tan especial de los hechos y de los personajes hizo que yo no atase cabos con mi problema. Por el contrario, la inspiración acabó por llegarme gracias a los hechos tan luctuosos de la fetua contra el semanario parisino, Charlie Hebdo, producidos en aquel mismo año de 2015[21]. Y la ratonera tendría que ser la conducta política de Campoy, que seguramente ya se habría situado en el punto de mira de los musulmanes de su pueblo, al negarse a autorizar la construcción de una mezquita sobre un terreno que habían comprado con tal objetivo. Una ayudita por mi parte y el impetuoso alcalde podía acabar cayendo en el garlito.

     No tardé en comprender que el núcleo de mi plan tenía una consecuencia no menor: Que acababa metiendo en el mismo saco a Campoy padre -objetivo único de la venganza de mi abuela- y a Campoy hijo, que era quien, con sus palabras y resoluciones, podía armar la ratonera de los islamistas. Pero cómo estaría ya de decidida a actuar y de entusiasmada de mi ingenio, que opté por considerar aquel dos por uno como uno de tantos efectos colaterales, por los que todos los días acaban cayendo inocentes y con culpables. Por más que, ¿quién había dicho que el alcalde de Cabañas fuera un angelito? También él llevaba viviendo toda su vida a cuerpo de rey gracias a las fechorías de su padre. Y, por otra parte, él mismo se había metido en el ojo del huracán, ofendiendo o contrariando a los muslimes: Bien podría suceder que estos reaccionaran con violencia contra él, sin necesidad de que yo los excitara.

     De todos modos, decidí tomarme las cosas con calma, no sé si por estudiarlas a fondo, o para dar tiempo a que el viejo Campoy estirase la pata por causas naturales. Leí un montón de cosas sobre las fetuas; busqué la disculpa perfecta para pedir una excedencia anual, sin despertar muchas sospechas; me empapé cuanto pude del caso Olivares, aunque no había dejado muchas huellas útiles en los medios de comunicación; y, lo que más me gustó, me zambullí en los planos y las imágenes de Miramar, hasta aprenderme de memoria calles, monumentos y direcciones. Sin prisa, pero sin pausa, pues me había fijado un término para tener todo listo y viajar en cuerpo y alma a aquella ciudad: el plazo concluiría a finales de septiembre del año siguiente, 2016, cuando tenía que empezar el trabajo sobre mediación llamado a servirme de coartada.

     Como ya dije al principio, no tuve mayores dificultades para desligarme de la Policía durante un año, aunque ello me costase perder la plaza de Logroño y tener que reingresar en su día en cualquier destino que a la sazón estuviere vacante. Más fácil me fue conseguir de los profesores de Bilbao que me dispensaran de asistir puntualmente a las clases del grado en Mediación, para lo que pretexté circunstancias familiares. Con gran simpatía, el director del curso -que era un burgalés muy afecto a la Policía Nacional- encareció mi comportamiento y currículo:

-          Vamos, vamos, inspectora -ponderó-. Nada menos que pedir la excedencia en su trabajo para venir a graduarse en esta universidad. No se hable más: Con su diplomatura en Criminología por Salamanca y su experiencia profesional, las clases de aquí le resultan superfluas. Estúdiese las normas del Gobierno Vasco sobre la materia y, por supuesto, vaya redactando el trabajo académico de grado, lo que puede hacer en cualquier lugar en que haya una buena biblioteca. ¿Tiene ya pensado el tema para su disertación?

-          Quiero sugerirle alguno que enlace el conocimiento criminológico con la posibilidad de una mediación… Algo así como El informe criminológico para la derivación de un caso a mediación intrajudicial.

-          ¡Perfecto! No lo dude y a ello. Eso sí, cada mes o par de meses, mándeme un breve informe de la marcha del trabajo y yo la responderé. Claro que, si se llega por aquí siempre que pueda…

-          Sin duda, profesor. Muchísimas gracias y espero no defraudarlo.

     Bien, todo listo. Solo faltaba hacer creer a mamá y a Alicia que andaría por el País Vasco, aunque procurando cambiar de aires siempre que pudiese, pues seguía sintiendo, si no alergia, sí cierta intolerancia al ambiente de aquellas tierras. Mi madre lo comprendió perfectamente:

-          No cuentes con que vaya a visitarte me espetó-. Más bien deberías ser tú la que…

-          Solo en vacaciones. Zamora está lejos de Bilbao y no tiene ninguna biblioteca satisfactoria para preparar mi trabajo.

     Mejor aún lo comprendió Alicia, que seguía enfurruñada conmigo a más no poder, desde lo de la herencia:

-          No pienso ir a verte, ni aunque necesites de una enfermera para que te cuide.

     Y es que no sé si he dicho ya que mi hermana iba a cursar el último año de Enfermería.

***

     Contemplo retrospectivamente mi comportamiento de aquellos días y me sorprendo de ver en él los resabios suspicaces de la inspectora de policía, pero no los escrúpulos de conciencia de una mujer con buenos sentimientos. Digo esto porque, cuando por fin tomé el tren para Miramar, llevaba entre mis primeras ocupaciones las encaminadas a descartar cualquier duda de que el incendio de Olivares hubiera sido provocado por los empresarios, pero pasaba por alto cualquier inquietud acerca de las personas inocentes que podrían verse afectadas por mi vindicativa intervención en su pequeña historia. Compréndase la verdad de mi aserto, al constatar cuáles eran los puntos esenciales que podrían condicionar mi actuación:

     1º. Si el incendio fue provocado por los patronos de Olivares, ¿por qué no denunció enérgicamente a estos la empresa aseguradora que tuvo que pagar la indemnización por los daños? ¿O es que hubo algún acuerdo del tipo contubernio entre unos y otros?

     2º. Echar toda la culpa de los desmanes a Campoy, ¿no era una simplificación errónea? ¿No estaría manipulándolo en la sombra el empresario Matías Olivares, del que Campoy era, además de factótum, su yerno?

     3º. En su día, se había planteado la hipótesis de que el incendio hubiera sido causado por esbirros de la AOA (Asociación Obrera Asamblearia). Por improbable que fuese, ¿podía descartarse por completo la intervención de esa Asociación en el incendio?

     Solo cuando hubiese despejado esas incógnitas pondría en marcha mi plan. Y estaba claro que, para conseguir respuestas, debía entrar en contacto con las personas adecuadas, contando con que los testigos directos habrían fallecido en su mayoría en los casi cuarenta años transcurridos desde noviembre de 1977.

     De todas formas, lo primero era sentar mis reales en un alojamiento tranquilo, céntrico y lo menos controlado posible por mis colegas miramareños, en el bien entendido de que no contaría con medios especiales, como una identidad supuesta o documentación falsificada. Desde el principio, imaginé la oportunidad de dar de lado hoteles y pensiones, acogiéndome a la facilidad de los alojamientos turísticos, tan abundantes en aquella zona. A través de una de esas páginas piratas de Internet, di con una señora mayor viuda, Doña Ana Mari, que ofrecía un apartamento amueblado en la zona del Parque Viejo, con alquiler bajo mano y posibilidad de contratar la ocupación por trimestres prorrogables. Una fianza trimestral era todo cuanto hube de confiarle sin recibo, en esa especie de acuerdo entre caballeros de industria. Para entenderme con ella, le di el nombre de Olga, heredado de mi madre para la ocasión.

     Mayores dificultades para el anonimato comportaba mi necesario acceso a la biblioteca universitaria de Derecho, para preparar en Miramar mi trabajo de grado. Gracias a mi carné de la Universidad del País Vasco, conseguí una especie de pase homologado, sin necesidad de inscripción formal, con la disculpa de que mi estancia en Miramar era circunstancial y por periodos breves. Con ello quedaba cubierta mi infraestructura en la ciudad. El resto, mi plan, quedaba a la prudencia y la inteligencia de una servidora, sin olvidar una dosis suficiente de buena suerte.

     Para tomar contacto físico con la ciudad, decidí dedicar dos o tres días a recorrer su parte céntrica, señalando en ella los edificios más representativos. Por descontado, el más interesante de ellos era, para mí, el que los viejos de la localidad seguían llamando la casa Olivares, una magnífica edificación de esquina en estilo modernista, de bajo y tres pisos, distribuidos de la siguiente forma: el bajo, para atención al público; el principal, de oficinas; segundo y tercero, para viviendas, donde se suponía que moraban los Campoy, padre e hijo; un terrado, al modo usual andaluz, coronaba el edificio, con airoso paramento en cornisa. Tomé con el móvil algunas fotografías y dejé para mejor ocasión el averiguar quien vivía encima del otro, si el padre o el hijo. Lo que sí había descifrado antes es que el viejo Campoy, ya viudo, convivía con una criada de las de toda la vida, en tanto que su hijo lo hacía con su esposa, Marimar, y con la hija soltera, llamada Elvira, pues sus hijos varones se habían independizado, viviendo uno de ellos en Madrid, para estar al frente de los negocios familiares en dicha capital.

***

     Seguro que sería por asociación de ideas, pero lo cierto es que el individuo que tenía frente a mí en aquella cafetería de la Puerta de Bayana me recordaba mucho al actor Edward G. Robinson[22], con una edad intermedia entre Double indemnity y Soylent green[23]. Me lo había recomendado un compañero suyo en el Diario de Miramar, a quien yo había acudido buscando información y pretextando ser una estudiante de doctorado en Derecho, en busca de algún caso famoso sobre el que hacer un trabajo académico:

-          Indalecio Viciana es el hombre indicado -me aseguró-. Lo sabe todo de la Miramar de aquella época de la Transición. Más de una vez hablamos del caso Olivares. Al cumplirse el cuarto de siglo del incendio, pretendió colar en el Diario un amplio reportaje sobre sus consecuencias laborales y urbanísticas, pero el director se lo rechazó. Si logras que te conceda una entrevista, a lo mejor te dice el porqué.

     Me guiñó el ojo y me dio el número del móvil del compañero jubilado. Dile que vas de mi parte -me aconsejó-, aunque, desde que se retiró, no ha vuelto a aparecer por el periódico.

-          Así que estás interesada en desenterrar el asunto Olivares -inició el periodista jubilado la conversación-. ¿Y cómo has dado con él? Porque, por tu manera de hablar, deduzco que eres de Madrid para arriba.

     Arriesgando un poco mi anonimato, decidí revelarle una pequeña parte de la verdad, suficiente para ponerlo a favor de hacerme confidencias:

-          Soy de Salamanca, que es donde estoy cursando el doctorado. Una familia amiga, de Zamora, me habló una vez de que a uno de sus miembros, inspector de policía, lo habían trasladado al País Vasco para que no descubriese la verdad de lo sucedido aquí, y ETA se lo había cargado en Guipúzcoa…

-          En Fuenterrabía, para ser exactos -precisó Indalecio-. Yo trabajaba entonces como redactor de sucesos y casos criminales, y tuve ocasión de conocerlo. ¿Cómo se llamaba? Con el tiempo transcurrido, lo he olvidado.

     Podía ser verdad, pero yo supuse que me estaba probando. En cualquier caso, contesté:

-          Germán Pereña. Estudié la carrera con una nieta suya.

-          ¡Una nieta! ¡Cielos, cómo pasa el tiempo! Creo recordar que en aquel tiempo tenía una hija pequeña.

-          Olga, completé. Todavía se acuerda con cariño de Miramar.

     Había dado con la llave para abrir la memoria de Indalecio, pero aún tenía que dar con la clave para que abriese la boca. El hombre se mostraba reacio:

-          Ha pasado mucho tiempo, pero todavía vive gente que podría ofenderse si vuelven a salir a la luz ciertas opiniones y sospechas. Fíjate que el asunto acabó por archivarse sin responsabilidad para nadie. Insistir ahora en lo contrario podría entenderse como difamación y costarle caro a quien culpase a alguien en particular.

-          Entiendo lo que me dice -coincidí-. Por eso, además de no citar para nada la fuente, solo le pediría aclaración sobre hechos que no supongan implicar, ni levantar más sospechas, a las personas que todo el mundo supuso que habían provocado el incendio. Y en ese todo el mundo incluyo al inspector Pereña, según lo que manifestó a su mujer y fue la causa de su represalia.

-          Siendo así… -el periodista vacilaba-. Bien, veamos, ¿qué es lo que quieres saber, dejando a un lado a esos que -según dices - todo el mundo responsabilizó en su día?

-          Para empezar: Si estaba tan claro que el incendio era provocado y que los principales sospechosos y únicos beneficiarios eran los empresarios, ¿cómo es que la compañía aseguradora no puso dificultades a la hora de pagar una indemnización supermillonaria?

     Indalecio sonrió con complicidad y, al cabo de unos momentos, respondió a mi pregunta con otro interrogante:

-          ¿Y por qué sabes tú que la compañía pagó a Olivares la cantidad máxima fijada como cobertura del riesgo en el contrato?

-          Los periódicos lo recogieron entonces en sus páginas y, a título de propaganda, la propia aseguradora, Previsora Mediterránea, lo difundió a bombo y platillo…

-          … Aunque tan generosa Previsora tuvo que ser reflotada con capital de las cajas de ahorros pocos años después, completó la frase mi interlocutor.

     Indalecio se arrellanó en la silla, sin hablar palabra, mientras daba cuenta de un par de gambas con gabardina y de la mitad de la caña que había pedido. Luego, se echó hacia adelante, fijó sus ojos en los míos y, en voz baja y pausadamente, me explicó:

-          Como comprenderás, la actitud de la Previsora en el proceso era de gran importancia, pues tenía sus propios peritos en incendios, muy competentes y especializados, a los que no se podía acallar con dos gritos del gobernador -como a los policías-, o del alcalde -caso de los bomberos-; ni tampoco sobornar pues, de haber probado el fraude y evitado la indemnización, la compañía los habría gratificado con entre el cinco y el diez por ciento de lo que se hubiese ahorrado. Por otra parte, si la aseguradora se conformaba con pagar y se retiraba de la causa, ello sería un argumento casi decisivo para los que sostenían que no estaba acreditada la intencionalidad del fuego, ni -menos aún- que lo hubiese provocado la empresa asegurada. ¿Cómo lograr la cuadratura del círculo, quedando contentos a un tiempo Olivares y la Previsora? Aparentemente, de manera muy sencilla: Como los Olivares y Campoy no tenían el menor interés en reconstruir las instalaciones de la empresa, podían renunciar a cobrar la indemnización: Así la compañía de seguros ya no tendría interés en demostrar que el incendio había sido intencionado. ¿Qué te parece?

-          De entrada, muy sencillo; pero si alguien indagaba en la contabilidad de la Previsora, vería que no habían salido de su patrimonio los cuatrocientos millones de pesetas que -según dicen- suponía la indemnización, y se habría descubierto el pastel.

-          ¡Ahí le duele, futura doctora!, aprobó Indalecio. Era más difícil, pero menos comprobable, cobrar el cheque y devolver luego su importe, con cargo a los enormes beneficios que Olivares iba a sacar de la edificabilidad de su solar. Ya te figurarás cómo…

     En efecto, me lo imaginaba, pero lo que yo quería es que me lo confirmase aquel periodista que se las sabía todas. Así pues, puse cara de boba y nada dije, esperando que él se contestase a sí mismo.

-          Pues cometiendo otra sinvergonzonada más -resumió-. La Previsora no recuperó lo que había abonado, pero sus principales gestores fueron compensados con participaciones gratuitas en el capital de la Inmobiliaria Olivares Residencial, o con pisos y locales de negocios puestos a su nombre por la cara. Total, ¿qué suponía regalar cuatrocientos millones a aquellos tipos, si el pelotazo era veinte o treinta veces superior?

     ¡Aclarado! Pero el periodista añadió algo más:

-          En lo que voy a indicarte no hay duda, ni riesgo de cometer calumnia. La Inmobiliaria Olivares se constituyó como sociedad anónima, pero tres de sus socios tenían el ochenta por ciento del capital: Asunción Olivares Langle, esposa de Campoy e hija única del ya finado, Matías Olivares, tenía la propiedad del treinta por ciento; su marido, Jaime Campoy, del diez por ciento; y el constructor más importante de Miramar, Salvador Torres, de un cuarenta por ciento. Asunción ponía los solares. Salvador traería el capital y la experiencia para construir. ¿Y Campoy? … No seas mal pensada: Su modestísimo diez por ciento era tan solo una muestra del cariño que le profesaba su esposa, quien, como antes su padre, quiso poner a Don Jaime al frente del nuevo negocio. Claro que Salvador Torres no era tan despreocupado como el Doctor Olivares y, al año de empezar a funcionar la sociedad, colocó como presidente del consejo de administración a un hombre de su confianza. Circuló entonces por Miramar una chanza. Torres habría apartado a Campoy del cargo con esta frase sibilina: Desengáñate, Jaime. Tú no vales para maquinista, sino para fogonero.

 

 

6.      Charo actúa (segunda parte)

 

     Llevábamos reunidos más de una hora. Indalecio Viciana se revolvió en el asiento y miró un par de veces su reloj, pero yo aún tenía otro asunto que aclarar con él. Así se lo hice saber:

-          ¿Qué me dice de los sindicalistas de la AOA? ¿Tuvieron algo que ver con el incendio? Ya sabe que, unos días antes, habían volado el coche de Campoy…

     Indalecio volvió a sonreír con un dejo de ironía:

-          ¡Qué suerte tuvieron los verdaderos culpables con que salieran de entre las sombras aquellos herederos de la FAI[24]. Así pudieron sembrar las dudas acerca de la autoría del fuego…

     Quedó en silencio unos instantes, para concluir seguidamente:

-          Te voy a dar el nombre de una persona que sabe de lo que te interesa mucho más que yo. Es un tipo cabal, sincero y de total confianza. Cuando le eches la vista encima, dile que te envío yo y que tienes que ver con la familia del inspector Pereña. No encontrarás mejor carta de presentación.

-          ¿Dónde podré encontrarlo?

-          Ni idea, chica. Déjate caer por La Chanca y pregunta por El Brótola. Allí todo el mundo lo conoce… Otra cosa es que vayan a dar referencias así como así a una desconocida… Tendrás que componértelas como tu perspicacia te dé a entender.

     Aunque no me hacía mucha gracia, volví por la redacción de El Diario para recabar información de Manuel Albox, mi enlace en el periódico. Me recibió muy efusivamente y lo primero que hizo fue preguntarme por Indalecio:

-          ¿Qué tal te fue con el viejo sabueso? ¿Lograste hacerle hablar? ¡Anda que no sabe ni nada el bueno de Inda!

-          Algo me contó -respondí a la defensiva-. Por cierto, me dijo que sería interesante que analizara la posible participación de la AOA en el incendio. ¿Tienes algún contacto en esa asociación?

     Mi interlocutor, entre la desilusión y la sorpresa, replicó:

-          Indalecio te ha tomado el pelo: ¡Mira que desviar tu atención hacia esa caterva de desgraciados, a los que quisieron hacerles pagar el pato sin comerlo ni beberlo! Además, ya son historia, un grupo de vejetes que se reúnen en el centro cultural de La Chanca[25] para trasegar chatos de Jumilla y blasonar de lo que hicieron hace cuarenta años.

     Casi sin querer, había logrado encontrar el cabo del hilo que podía llevarme al ovillo, vale decir, al Brótola. Todo estribaba en dejarme caer por ese centro de La Chanca y sonsacar a las viejas glorias sindicales entre chato y chato. Seguro que lograba pescar a aquella brótola[26], presuntamente tan escurridiza.

***

     No me costó mucho, pese al dédalo de callejuelas que caracterizaba al barrio, dar con el modesto edificio al que identificaba una placa de cerámica colocada en su fachada:

Centro Sindical y Cultural

“Padre Rufino”

     Busqué de primera intención la dependencia destinada a bar, pedí el consabido chato de vino de Jumilla y, con la espontaneidad a que se prestan las gentes del sur, me dirigí a tres individuos mayores, de rostro arrugado y curtido, que estaban acodados en la barra, mirándome de soslayo:

-          Buenos días tengan ustedes -saludé-. Perdonen la molestia, pero soy una profesora que está preparando un trabajo sobre la Transición en Miramar y querría hablar con alguien que hubiera vivido el movimiento sindical de aquella época.

     Uno de los interpelados puso en cristiano mi florido requerimiento:

-          Vaya, que la señora quiere informarse sobre la Asociación… Precisamente está ahí el secretario del centro.

     Me hizo un discreto ademán para que lo siguiera y se acercó a una de las mesas, donde tres individuos departían animadamente con tres vasos de vino, unas aceitunas y un periódico sobre la mesa.

-          Niño -dijo mi presentador al más joven-, aquí la señora, que es profesora, y ha venido por lo de la AOA.

     Seguramente sería por su joven edad, pero la verdad es que el secretario del Centro no parecía simpatizar mucho con aquella mítica Asociación:

-          Verá usted -me confió-, la intención era buena: seguir la tradición anarquista de nuestra tierra, dando de lado a los sindicatos centralistas y de partido, que entonces empezaban a funcionar, y no dejarse llevar al huerto de las componendas con los empresarios. Pero no tardaron en entrar en la Asociación individuos provocadores y violentos, que la indispusieron con la mayoría de los trabajadores y dieron lugar a las represalias y la persecución de las autoridades y de la policía. Acabaron por echar a la AOA la culpa de todos los desmanes…

-          Sí, como el del incendio de la fábrica de Olivares -concreté, llevando el agua a mi molino-.

-          Cierto -contestó el secretario-. Aquello hizo sufrir mucho a la Asociación y a todo el barrio, aunque bien sabe Dios que no tuvieron nada que ver en ello.

-          Pero sí con la destrucción del coche del presidente de Olivares -apunté-.

-          Es posible -replicó mi interlocutor, encogiéndose de hombros-, aunque nadie cantó, y bien que lo intentaron. Varios del barrio fueron torturados, y a un pescador joven lo dejaron caer desde una ventana de la comisaría y lo dejaron lisiado para toda la vida.

-          ¡No me diga! -exclamé, exagerando la sorpresa-. Claro que, por aquellas fechas, se escaparon unos cuantos detenidos por las ventanas, y más de uno no lo contó.

-          Velay. Por lo menos, al Agustín Carrillo no le dieron matarile.

-          ¿Sigue viviendo por aquí ese Carrillo?, pregunté.

-          Sigue -afirmó el secretario-, pero no creo que quiera hablar con usted. El Brótola es muy suyo.

-          ¿El Brótola, dice? Pues indíqueme donde encontrarlo que, con ese apodo -bromeé-, seguro que logro pescarlo.

     El secretario me miró boquiabierto. Luego fue hasta la puerta y a un chaval que pasaba, le encomendó:

-          Quiyo[27], lleva a la señora adonde vive El Brótola.

     El veterano pescador estaba sentado a la puerta de su casa, un pequeño cubo de planta baja, sin otras aberturas visibles que la puerta y una ventana, enjalbegado primorosamente. El quiyo me lo señaló a cierta distancia y siguió calleja adelante, dejándome unos segundos para maquinar de qué forma le entraría al Brótola, que no me diese con la puerta en las narices. Decidí jugar con su curiosidad, como dicen que hacía Dian Fossey con los gorilas de montaña[28], y que se me perdone la comparanza. Así que, ni corta ni perezosa, lo saludé con una amplia sonrisa y le dirigí la siguiente frase:

-          Agustín Carrillo, ¿verdad? He venido desde Bilbao solo para hablar con usted.

     Diez minutos más tarde, en la penumbra de la habitación delantera de la casa, estábamos sentados a una camilla, al amor de un brasero de cisco que demandaba el frescor de aquel otoño avanzado, con una frasca de vino tinto de pitarra, dos vasos y unos encurtidos que picaban como demonios. Agustín -aún no osaba llamarlo por su mote- había recibido en silencio la explicación de mi presencia en Miramar, llena aún de reservas mentales, como si yo no hubiese tenido otro objetivo que el de informarme con certeza sobre el caso Olivares. Concluida mi breve exposición, El Brótola contestó a la misma de manera igualmente superficial:

-          Pues si eso es todo lo que desea saber la señora, puedo asegurarle que los sindicalistas de la AOA no tuvimos nada que ver en el asunto. Si lo sabré yo que, en los días que me tuvieron detenido en la comisaría, dándome de golpes, ni una vez me preguntaron por el incendio de la fábrica: Solo por el artefacto casero que pusimos al coche de Campoy en el garaje donde lo guardaba.

-          ¿Por qué, precisamente a Campoy y no a Matías Olivares?, pregunté.

-          ¡Toma!, porque ese mal bicho era quien estaba de verdad al frente de la empresa y el que estaba preparando el pelotazo urbanístico que se veía venir.

     Me pareció oportuno sacar a colación lo de su cojera, aunque solo fuese por cortesía. Agustín me lo confirmó y añadió un detalle decisivo para mis ocultas intenciones:

-          Los  grises[29] me cogieron de las pantorrillas y me pusieron boca abajo por la parte de afuera de una ventana. Debieron de descuidarse; se quedaron con mis pantalones en las manos y yo fui a dar con mi cuerpo en el patio, varios metros más abajo. Se armó un buen bochinche y, si no llega a ser por un inspector que estaba en otra habitación, yo creo que me hubiesen dejado morir, o me habrían apiolado, para que no contase lo sucedido. En fin, eran tiempos duros. Yo no canté y, tras superar la conmoción y el derrame cerebral, conservé la vida con una cadera destrozada y la mano izquierda prácticamente inútil. Pero lo que más siento -le parecerá mentira- es no haber podido darle las gracias al policía que me montó en un coche y, contra viento y marea, me llevó al hospital en calzoncillos. No sé si su humanidad no le jugaría una mala pasada, porque creo que, a raíz de aquello, lo largaron al País Vasco.

     Me quedé de piedra. Le pregunté, por si acaso:

-          ¿No se llamaría Germán Pereña? Era un policía que estaba investigando el fuego de Olivares.

-          No puedo decirle -contestó mi interlocutor-. En el camino del hospital perdí el conocimiento; estuve varios días en coma y, cuando me dieron el alta, los policías volvieron a amenazarme si los denunciaba y, como supondrá usted, me encerré en casa por el momento y luego fui a casa de mi hermano en Motril, hasta que las cosas se fueron olvidando.

-          Lo mismo se acuerda de su cara -aventuré yo-. Creo que por aquí llevo una foto suya, que me entregó hace poco tiempo su familia -mentí, pues la llevaba siempre conmigo-.

     Le mostré la fotografía de mi abuelo, que era de su carné de policía, debidamente retocada y ampliada en un estudio de Zamora. El Brótola la cogió y salió con ella a la puerta, a fin de tener suficiente luz para verla. Dio un grito y regresó hasta mí, jadeante y demudado:

-          Es él -aseguró-. No lo querrá creer, pero está tal como tantas veces aparece en mis sueños.

-          Es la única forma en que podrá aparecérsele -le retruqué-, porque lo asesinaron en Euskadi a los pocos meses de que lo trasladaran allí, por obra y gracia de Jaime Campoy.

     Y, de manera precisa le fui contando al Brótola los detalles y circunstancias que habían originado dicho traslado y la ulterior y casi inevitable ejecución de mi abuelo por los etarras. Al concluir, el pescador se limitó, por el momento, a afirmar:

-          Ya tengo un motivo más para odiar y maldecir al Campoy y a toda su parentela.

     Se levantó y fue hacia la parte trasera de la habitación. Descorrió una cortina de cretona, lo que me permitió columbrar una pequeña cocina, con una mesa, un par de vasares y un lar azulejado. Prendió un anafe y me explicó:

-          Es solo un momento. Hoy almorzará usted en mi casa, aunque la comida será muy modesta.

-          Acepto encantada -repliqué-. Así podremos seguir charlando.  

 

***

      Dos huevos fritos y un plato de chanquetes churruscantes fueron los mudos testigos del acuerdo que se fraguó en aquél mismo día y lugar, entre el pescador lisiado y la presunta profesora llegada del País Vasco. Y tengo que decir que, entre el buen apetito y la animada conversación, nunca me supo mejor lo que los canonistas llaman -o llamaban- una frugal colación.

     El viejo marinero podría ser lo que ahora llamamos un discapacitado, pero las cazaba al vuelo. Animado por la cordialidad y el vino, se me quedó mirando de hito en hito y me soltó una andanada confianzuda:

-          Tú no has venido a verme para que te cuente la historia de mi vida, sino para que te eche una mano en algo que andas maquinando.

     Era verdad, pero me sentí molesta por aquella forma tan directa, casi despectiva, de poner en duda mi veracidad. Le contesté:

-          Te aseguro que, cuando entré por esa puerta, solo buscaba información. Luego, nuestra común vinculación con el inspector Pereña, desconocida hasta ahora, puede haber cambiado las cosas.

-          La mía -matizó- ya te la he dado a conocer. ¿Cuál es la tuya? Porque no me dirás que llevas una fotografía suya en el bolso por casualidad…

     Estuve en un tris de revelarle que era su nieta, pero me contuve in extremis:

-          Por ahora, solo estoy en condiciones de asegurarte que actúo en nombre de su familia… Es más, concretaré que cumplo la última voluntad de su viuda, fallecida hace un año.

-          Te creo -concedió-; pero todavía te falta por aclarar qué te toca con esa señora y qué es lo que ella te encargó antes de morir.

     Eludí de nuevo contestar a la primera cuestión y resolví afrontar la respuesta de la segunda:

-          Agustín, voy a dar por sentado que estás dispuesto a colaborar con cualquier persona de tu confianza, que esté decidida a que esa gentuza de los Campoy pague por sus fechorías o, cuando menos, no pueda disfrutar de su fortuna ni darse la gran vida. ¿Es así, no es cierto?

-          Es lo que llevo soñando desde hace casi cuarenta años, pero no voy a clavarles un cuchillo en las tripas, arruinando así mi vida y, a lo peor, marrando el golpe.

-          ¿Y si yo te dijera que tengo un buen plan, del que saldríamos indemnes y cuyo fracaso es prácticamente imposible?

-          Explícate.

     A grandes rasgos -pues aún no tenía nada mejor que ofrecer- le expliqué mi idea de poner a los Campoy en el punto de mira de los muyahidines, mediante una grave provocación falsamente imputable a aquella familia, que tendría credibilidad gracias a la actitud intemperante y combativa del alcalde Campoy hacia los musulmanes de Cañadas. En el fondo, el plan podría quedar en nada, si los clérigos o los muftíes no lanzaban una fetua contra ellos o, al menos, inducían a atacarlos, pero la experiencia indicaba que, si la provocación era grave, los islamistas entrarían al trapo. Finalmente, obrando con prudencia y valiéndonos de personas fiables, podríamos eludir la acción de la justicia, que tampoco podría reprocharnos penalmente las brutalidades que los fundamentalistas desencadenaran por tan modesta razón.

     El Brótola me escuchó sin pestañear siquiera. Al concluir mi exposición, solo me preguntó:

-          ¿Cómo andas de guita? Conozco a gente en este barrio que podría ayudarnos en la faena, pero hace falta dinero para ello.

-          ¿Cuánto sería necesario, más o menos?

     El pescador sopló y quedó en suspenso unos segundos, como calculando las diversas partidas precisas. Me contestó ambiguamente:

-          Unos miles. Diez mil, tal vez.

-          Entonces -concluí, sorprendida por un montante tan bajo- puedes darlo por hecho; y hasta bastante más, si fuere preciso.

     Agustín negó con la cabeza:

-          La cosa no es difícil: ¡Si hasta parece cosa de broma! Y tampoco te creas que por pagar mucho van a servirte mejor. Aquí, cien euros son un capitalico.

     Por el momento, me pareció que no valía la pena ir más allá. Las navidades se estaban echando encima y el proyecto estaba todavía muy verde. La mayor parte del plan tendría que madurarlo yo, pero había cosas que él podría trabajar mejor sobre el terreno. Así se lo hice saber. Me replicó de una forma que rezumaba energía y determinación:

-          No te preocupes, que yo ya sé lo que tengo que hacer. Cuando vuelvas a Miramar después de las fiestas, tendré muchas cosas ya a punto. Eso sí -agregó-, no vengas por aquí. Llámame y quedaremos en algún sitio discreto.

-          Pero ¿tienes móvil?, pregunté tontamente, como si aquella casucha y aquel lisiado fueran incompatibles con la tecnología informática.

     Se echó a reír al apreciar mi asombro. Me dio una respuesta que acabó por descolocarme:

-          ¡Qué te crees! La Chanca ha cambiado mucho desde los tiempos de Goytisolo[30].  

 

 

7.      Un profeta para una venganza

 

     Regresé a Miramar el 20 de enero de 2017, habiendo avanzado muy poco en pergeñar el plan, pues estaba atrasadísima en la preparación del trabajo de fin de grado. El director del mismo me llamó cortésmente la atención, por lo que tuve que escudarme en ilusorios problemas de salud de mi madre. Esta, por su parte, no dejaba de echarme en cara el que hubiese ido a pasar las navidades en Zamora para dedicarme, no a la familia, sino únicamente a esos estudios tan importantes, pero que a saber adónde te van a llevar. Al final, me limité a leer una breve biografía de Mahoma y tomar en ella notas de lo más discutible o disparatado de la vida del profeta. Para conseguir el mayor parecido posible con el caso del Charlie Hebdo, me centré en algunas cuestiones comunes con las ridiculizadas en dicho semanario, añadiendo algunas otras que igualmente me llamaron la atención. Hice una lista pormenorizada de diez temas, que podían servir para excitar la indignación de los musulmanes creyentes. Sobre tales temas, construí algunas frases, que resumieran bien a las claras lo ridículo del contenido biográfico o coránico en que se basaban.

     Llamé nada más llegar a Agustín, que me citó en una bodeguilla de la calle Real del Barrio Alto. Para evitar su probable crítica a mi poca operatividad, empecé por poner encima de la mesa mi lista de eslóganes y le solté con toda la guasa:

-          Ahí tienes los textos. Ya solo falta escribirlos sobre sábanas o pancartas y encontrar a los valientes que los pongan en lugar bien visible, donde les escueza a los Campoy.

     El Brótola cogió el folio y tardó un rato en leer y entender aquellas diez o doce frases, perfectamente legibles al estar impresas y en caracteres bastante grandes. De ello y de sus movimientos de labios, deduje que lo de la lectura no era su fuerte. El caso es que pareció no entender buena parte del texto, cosa lógica en una persona que no estuviera al tanto de la vida y obra de Mahoma. Finalmente, emitió su juicio:

-          No está mal. Hay algunas cosas que yo no entiendo, seguramente, por no tener estudios, pero si a ti te parecen bien… Si fuera yo, pondría alguna cosa relacionada con la manera de pensar de Campoy y los líos de la mezquita de Cañadas. Así no cabría duda de que todo el escándalo que se va a montar es idea suya.

-          Me parece una idea estupenda -le contesté sinceramente-. Y tacha las frases que te parezca que no se entienden bien: No quiero que a la gente que las lea le pase lo que a ti.

     Le entregué un bolígrafo, pero él no se atrevió a eliminar nada, sino que puso una cruz delante de lo que no le gustaba.

     Terminada la labor de expurgo, mi cómplice esperó a que hubiese guardado folio y boli, para explicarme, muy orondo, sus avances en aquellas pocas semanas. Para empezar, pidió formulariamente mi permiso para un sorprendente cambio en el sistema y alicientes para reclutar a los que habrían de colocar los pasquines provocativos:

-          Si los contratamos por dinero, como pensé en un principio -explicó-, serán sujetos poco de fiar y que nos sacarán todo lo que puedan para no delatarnos, si la policía los aprieta. En cambio, si se presenta el asunto como de sentido político, para tomar el pelo y fastidiar al tal Campoy, yo puedo moverme entre gente conocida y que lo tome como cosa suya, por tocarles las narices al padre que acabó con el trabajo y las ilusiones de quinientos obreros, y al hijo que va presumiendo de patriota y de ser más español que los Reyes Católicos.

-          No sé qué te diga -vacilé-. Tú sabes mucho mejor que yo cómo buscar a gente segura y que no nos vaya a dejar a la primera de cambio con las posaderas al aire. En lo que sí te insisto es en que no te preocupes por el dinero, que a veces, como dice el refrán, lo barato es caro.

     Al contestar, me dio una lección -creo que con toda la intención del mundo-:

-          Los señoritos y los delincuentes se mueven mayormente por el dinero, pero por La Chanca y Pescadería conozco a muchos que, como yo, todavía se dejan guiar por sus ideas.

     Debió de notar que la andanada podía haberme molestado, porque matizó:

-          Tampoco somos muchos, no vayas a creer. Hay que conocer el percal y escoger bien el género; sobre todo, evitar a los hijos de Allah, que cada vez son más y más influyentes en el barrio.

     Los dos nos echamos a reír. No obstante, Agustín se demudó y pareció descubrir algo importante, hasta entonces desapercibido:

-          Estoy pensando que habrá que encargar que pinten las pancartas a personas de fuera del barrio, distintas de las que vayan a colocarlas. No te quiero contar la que habría si pusieran a secar a la puerta en la calle Capitana una sábana, en que estuviese escrito me cago en Mahoma.

     Comprendí al punto dicho peligro y se me ocurrió al vuelo que podíamos conjurarlo sin mayores dificultades:

-          Al hilo de lo que dices, pienso que no será tan difícil pintar en una tela una frase breve, con letras muy grandes. Yo no soy una manitas, pero vamos…

-          Oye, niña, que a mí me han salido los dientes manejando pinceles y brochas. A ver si vas a pensar que mi casa y la barca de mi padre se las encargábamos a Perceval[31]… ¡Vamos, que, si a eso vamos, tú me pasas los textos y yo me encargo de lo demás!

-          ¡Vale, vale!, concordé. Y, si te parece, así podrá mantenerse en secreto lo que pone en los lienzos para los que los que los coloquen, hasta el momento en que los desplieguen.

     Mi última sugerencia me hizo recordar que nada habíamos concretado aún sobre el lugar y el tiempo de la colocación de los carteles. El Brótola ya tenía pensados todos estos puntos:

-          Pondremos colgaduras en la casa de los Campoy en el centro de Miramar. Las tenderemos desde el terrado, sujetándolas a la cornisa. Como la casa tiene tres pisos, no habrá problema por el largo del letrero. Yo me encargo de todo lo preciso para que no se descuelguen o las retuerza el viento…, aunque habrá que rezar para que no sople fuerte el levante.

-          Me parece muy bien -aprobé-. Hay que evitar en lo posible entrar en las viviendas, aunque se suponga que están deshabitadas por el momento.

     Agustín torció el gesto y puso cara de circunstancias. Pronto aclaró el porqué:

-          Había pensado en entrar para encartelar también Villa Asunción, el chalé que Campoy hijo acaba de construirse a la orilla del mar, en Punta Ágata. Que yo sepa, todavía le están dando los últimos toques y amueblando el interior, de modo que no lo habitan. De todos modos, no es fácil colocar allí nada colgante, porque la tapia casi impide ver el interior desde el camino. Lo mejor, en este caso, serían unas pancartas clavadas a la pared o a los postes, porque todavía no han quitado los letreros de obra.

-          ¡Superior!, exclamé. Sobre la propaganda de la constructora podemos colocar la de Mahoma.

     Creí que habíamos terminado, por el momento, pero El Brótola se quedó como pasmado:

-          ¿No me preguntas por la fecha en que convendrá que hagamos todo el montaje?, inquirió, al fin.

-          Tienes razón, Agustín, perdona… ¿En qué día habías pensado?

-          Hay que tener todo listo para principios de abril. El 9 es Domingo de Ramos y los días santos son el 13 y el 14. En esas fechas, toda la familia Campoy toma la ruta de Sevilla y, con las festividades, a duras penas abren las oficinas de los pisos de abajo. Tengo amistades que conocen a Carmelica, la criada de toda la vida del viejo Campoy, y podrán confirmar cuando se marchan este año.

-          ¡La criada!, me lamenté. Otro estorbo más. A esa seguro que no se la llevan a Sevilla.

-          En efecto -sonrió mi interlocutor, con suficiencia-, pero ella aprovecha para subir a la sierra a visitar a su familia. No falla.

     Entre mi deseo de seguridad y las ganas de chincharle, me dio por preguntar por qué era tan seguro el viaje de los Campoy a Sevilla. Agustín me respondió hasta con floritura:

-          Seguro, no: inexorable. Hace un montón de años que los Campoy forman parte de la junta de gobierno de una hermandad sevillana; incluso, el viejo fue hermano mayor durante unos años y supongo que el hijo estará haciendo méritos para llegar ahora al cargo. Y no se trata de una cofradía cualquiera, que es la hermandad del Cachorro[32].

     La petulancia del miramareño tuvo adecuada respuesta en la que escuchó de mis labios:

-          ¡Qué me vas a decir a mí de esas cosas de la Semana Santa, si soy de Zamora[33].

     La indiscreción cometida mereció la pena, solo para ver la cara de panoli que se le quedó al Brótola. Claro que ¡vaya usted a compararle a un andaluz las procesiones de Zamora con las de Sevilla!

***

     Una vez sola en casa, en el apartamento frente al Parque Viejo, me puse a pensar y llegué a la conclusión de que había quedado poco más que para redactar dicterios contra el Profeta. Todo lo demás iba a descansar en las manos y en el magín del Brótola y de sus muchachos de La Chanca. Era para mí una posición muy cómoda; tanto más, cuanto que la operación mezquita me iba a resultar poco menos que gratis. Desde luego, mi genio no me permitía estar cómoda con una postura tan pasiva, pero ¿qué le iba a hacer, si había dado con un colaborador que, por sobrados méritos, me había comido la tostada? No había más respuesta sensata que esta: hacer mi parte lo mejor que pudiese. Así que empecé a imaginar mejoras en la confección de las pancartas, a cual más rebuscada y, probablemente, menos útil. Recuerdo algunas que, según estoy escribiendo, aún me hacen sonreír. Tal es el caso de la de incorporar al artefacto algún sencillo dispositivo de emisión de luz del tipo led, bien para enmarcarlo, bien para siluetear las letras; algo que podía ser razonable solo en el caso del montaje en Villa Asunción, si es que el camino no estuviera suficientemente iluminado. O el de traducir alguna ofensa al árabe, en su grafía peculiar, para que fuese entendida más directamente por los destinatarios. También tuve la ocurrencia de meter alguna falta conspicua de ortografía, para dar a entender falsamente que los autores de la fechoría eran gente de poca cultura, cosa que, por lo que a mí respecta, mi liberaría de sospechas. Al final, por fas o por nefas, estas sugerencias y otras tantas fueron desechadas, salvo la de no tildar las letras mayúsculas, práctica que siempre he considerado bastante cursi.

      En todo caso, lo más importante era dar con algunas frases breves, que hirieran en lo vivo a los musulmanes y, al propio tiempo, tuvieran cierto fundamento histórico[34]. Siguiendo los consejos de Agustín Carrillo, reduje al mínimo los textos, dejándolos en seis, que creo recordar literalmente, sin necesidad de consultar sus fotografías:

-          Si Mahoma hubiese vivido en nuestro siglo, lo habrían encerrado con razón en un manicomio.

-          ¿Cómo podía leer el profeta la revelación de Allah y transmitirla, si era analfabeto?

-          El milagro más creíble de Mahoma es el de que hizo dar siete vueltas a la Luna y metérsele por las mangas de su chilaba.

-          ¡Pobrecito Mahoma, que tuvo quince mujeres, sin respetar que fuesen niñas ni ajenas!

-          Mahoma no escribió el Corán: lo redactó como quiso un califa a los veinte años de la muerte del profeta chiflado.

-          La mezquita de Cabañas será la de Ben-Amear, si llega…, que no llegará.

     Todavía quedaba por decidir si -como era plausible- acompañábamos los textos con algunas ilustraciones alusivas, para lo que las caricaturas de la revista Charlie Hebdo habían marcado el camino. Eran sencillas de dibujar, pero había que tener buena mano y usar varios colores. Tendría que discutirlo con el Brótola. A ver en dónde me citaba esta vez… A fin de cuentas, nos sobraba de todo: ideas, tiempo, dinero, buen rollo… Estuve a punto de ir a dar gracias al santuario de la Patrona de Miramar, pero me contuvo un ominoso pensamiento: ¿No era una mala acción lo que estábamos a punto de consumar? Se imponía la procrastinación, al modo de Escarlata O’Hara:

     Ahora no puedo pensar en ello. Me volvería loca si lo hiciera. Ya lo pensaré mañana[35].

 

 

8.      Sonido, cámara… ¡acción!

 

Esta vez la cita fue en una taberna muy típica de la calle Jovellanos donde, pese a la discreción exigible a nuestros encuentros, Agustín acabó por dar la nota. Apenas le entregué el papel con los textos para los pasquines, empezó a reírse a mandíbula batiente y parecía no poder parar. Se contenía, respiraba y ¡vuelta a carcajearse sin rubor ninguno! Acabé por molestarme y le pregunté muy seria por el motivo de su hilaridad, a lo que se limitó a mostrarme el folio, señalando con el dedo aquello de la mezquita de Ben-Amear. Entre risotada y risotada, El Brótola farfulló algo sobre lo simpático que estaría Mahoma con la chilaba levantada y el chorrillo mojando un alminar. Con mi gesto más severo, lo conminé a que escuchase en silencio y atentamente el cambio que iba a proponerle:

-          Claro que, si el nombre de la mezquita te parece poco digno, podríamos cambiarlo por el de mezquita de Beni-Mea.

     A raíz de mi sugerencia, tampoco yo pude evitar contagiarme de su risa. Poco a poco, recuperamos la normalidad, centrando nuestra atención en las tapas de bacalao frito y riñones a la plancha, con un buen tinto de Albuñol.

-          Veo que te han parecido bien los letreros sugeridos -dije a Agustín-. Voy a mostrarte unas copias de los dibujos que tanto éxito tuvieron en Francia hace un par de años. Ya sé que es abusar de tu trabajo, pero si pudieras imitar alguno…

     Los echó un vistazo y pareció conforme:

-          Son bastante fáciles de imitar, tanto el dibujo como el color. Iría bien colocar uno en cada tela, relacionado con lo que se diga en ella.

     Había una cosa que me preocupaba especialmente:

-          ¿Dónde piensas montar el taller? Ten en cuenta que el tamaño de las telas ha de ser bastante grande, y que habrá que tenderlas luego para que se seque la pintura.

-          Ya había pensado en ello, contestó. Me parece que no habrá más remedio que utilizar mi casa, aunque tengo muy poca luz y es bastante húmeda en esta época. Me tranquiliza que tengamos tiempo de sobra.

-          Lo de hacerlo todo en casa me parece lo mejor -juzgué-. El problema es que me vean cuando vaya a ayudarte.

     El Brótola rechazó la sugerencia de modo tajante:

-          De eso, ni hablar. Me las compondré solo perfectamente.

     Saqué del bolso un sobre y lo puse sobre la mesa, del lado de Agustín:

-          Ahí van tres mil euros -le aclaré-, para los primeros gastos.

     Emitió un silbido admirativo:

-          Con eso, tendré para convertir mi casa en el estudio de la Escuela de Artes… Veré qué me agencio sin llamar la atención, para mejorar la iluminación y secar rápido la pintura.

     Por lo pronto nada más había de que tratar. Agustín se despidió, hasta que -según me dijo- me invitara a la exposición de las obras maestras del arte cartelista. Como algo habíamos comentado al respecto, me sugirió:

-          Puedes volverte para Euskadi para avanzar en tus trabajos. Aquí las cosas quedan a mi cargo.

***

      Se notaba que El Brótola estaba en su salsa. Había tomado las riendas del plan como si hubiese sido suyo, y la cosa empezaba a cargarme. En cualquier caso, poco podía hacer yo, desconocedora de lugares y personas, fuera de decir amén a lo que me iba comunicando con cuentagotas el viejo pescador. A mediados de marzo, ya no me dejó el genio y viajé a Miramar, dispuesta a permanecer allí, a prevención, hasta el momento en que todo hubiera terminado. De todas formas, llevaba en la cabeza una cosa nueva: ¿Merecería apoyar de algún modo la publicidad del golpe?  Mira que si, después de todo el esfuerzo, retiraban las colgaduras cuando apenas las hubiese visto nadie, y el asunto pasaba sin ninguna relevancia…

     Agustín recibió la sugerencia con cierto escepticismo:

-          Una cosa como esta -afirmó- corre como la pólvora, y más en un lugar tan céntrico. Otra cosa es lo del chalé de Punta Ágata, que en esta época del año no está muy concurrido… No sé, podemos retrasar un poco la hora de la colocación, y que los chicos hagan fotos con el móvil al marchar, para hacerlas llegar a algún periódico y alTwitter ese; anónimamente, desde luego.

     En cuanto al fondo de la cuestión todo iba como la seda, según Agustín. Los chicos eran de primera, totalmente entregados y hasta divirtiéndose un montón con el encargo.

-          Habrá que compensarlos con algún dinerillo, pero nada de cantidades fuertes. No conviene que se pasen luego con los gastos, ni que piensen que están detrás personas importantes.

-          Ya sabes que tengo a tu disposición lo que juzgues oportuno, para ellos… y para ti.

-          Vuelve a hablar de pagarme y te dejo las sábanas pintadas para el ajuar.

     Me disculpé y Agustín hizo un gesto de sentimiento, añadiendo:

-          El tiempo todo lo borra y no es probable que la policía entre en sospechas de los antiguos obreros de Olivares, ni, menos aún, lo relacione con el inspector Pereña. Lo lógico es que busque pistas por el lado de los cachorros de VOX y del asunto de la mezquita de Cañadas. No obstante, yo te pediría que no volvamos a vernos en una temporada. Yo que tú, me volvía al Norte y seguía el asunto por los medios. Si todo sale bien, va a ser sonado.

     ¡Y dale, con dejarme de lado! Hice un ademán ambiguo, pagué la consumición y, antes de que me diese tiempo de incorporarme, El Brótola se levantó y desapareció, calle adelante. En aquel momento no se me ocurrió pensar que tal vez no volvería a verlo.

     Tenía un largo trecho hasta mi apartamento y decidí aprovechar el tiempo para imaginar algunas iniciativas que podría tomar para conseguir, sin mucho ruido, la mayor difusión de lo que habría de pasar. Las ideas de Agustín me parecían buenas, pero decidí potenciarlas, por más que la cosa tuviera algún riesgo. Entre otras, se me ocurrió enviar una carta al Diario de Miramar, anunciando próximas novedades en el tema de la mezquita de Cañadas, encaminadas a apoyar al alcalde y contrarrestar la campaña de los musulmanes. Con ello, excitaría la atención de mi conocido Manuel Albox, el redactor de sucesos, al tiempo que dirigiría las sospechas hacia gente del partido político de Campoy. Otra iniciativa, que me pareció excelente, fue la de comunicar expresamente al consulado de Marruecos en Miramar lo sucedido -cuando aconteciera-, para calentar los ánimos de quienes más próximos podían estar al poder de lanzar una fetua por motivos religiosos.

     Por la noche estuve sopesando la conveniencia de ausentarme de Miramar en el día señalado, que sería finalmente el Viernes Santo, 14 de abril, una fecha cuya connotación republicana[36] había sido jubilosamente recibida por El Brótola. No cabía duda de que mi ausencia favorecería el que no se sospechase mi implicación en el asunto, pero me sabía mal no ser testigo de su realización, para disfrutar y, en su caso, tomar alguna decisión de última hora. Finalmente, opté por obedecer a mi factótum, aunque con ciertas condiciones, que puse en su conocimiento a la mañana siguiente, en un mensaje que le envié a su celular:

     Antes de marchar, es obligado que reconozca el material y que fijemos el dinero que he de entregarte. Llámame cuanto antes.

     No sin abundantes rezongos y gruñidos, Agustín aceptó que, al anochecer me pasara por su casa, donde, bajo unas arpilleras, tenía dobladas las sábanas y enrolladas las pancartas. Con morosidad y delectación me fue mostrando todo el trabajo que, si en la caligrafía no tenían otra virtud que la de la claridad, en los dibujos me llamó la atención su viveza y el gran parecido con las caricaturas del original francés, hasta el punto de entenderse perfectamente sin necesidad de bocadillos. Particularmente divertida era la representación de Mahoma orinando contra la base de un alminar, sobre el que un grafiti aconsejaba jocosamente, Ben Amear. También constaté que el artesano se había esmerado en conseguir que las sábanas colgasen en su día de modo firme y vertical, haciendo en su parte baja un dobladillo, gravado con varillas de acero para encofrar. Más allá de lo dicho, El Brótola no quiso que anduviese husmeando por entre las herramientas, colas y otros trebejos, que ocupaban casi completamente el espacio acotado para dormitorio, incluso debajo del catre. De manera que mi limité a sacar unas fotografías de las colgaduras y le pedí que me enviase otras, cuando ya estuvieran colocadas en las fachadas de la casa y del chalé.

     Ni yo me atreví a hacerle preguntas sobre el momento y la forma en que sus muchachos y él pensaban actuar, ni él quiso ponerme al corriente de ello por propia iniciativa. Se limitó a coger y contar los diez mil euros que le entregué, afirmando:

-          Es suficiente. La señora quedará satisfecha.

     Me acompañó un corto trecho, hasta desembocar en la calle Valdivia. No tiene pérdida -me aseguró- sigue toda la calle abajo, hasta dar con la carretera de Málaga y pide allí un taxi, que ya no es hora de que andes por ahí de pingo.

     Le estreché la mano e inicié una frase de despedida:

-          Cualquier cosa que se te ocurra, no dudes en telefonearme.

     Agustín, medio en broma, medio en serio, replicó:

-          Pues ahora que lo dices, no me importaría saber de verdad cómo te llamas, a qué te dedicas y qué te toca con el bueno de Don Germán, que en paz descanse. Pero no hay prisa. Por ahora, cuanto menos sepamos uno de otro, mejor nos irá.

***

     Alargué mi estadía en Miramar unos días más. Ante la razonable perspectiva de no regresar en una larga temporada, me apetecía hacer turismo urbano y, en especial, recorrer todos los lugares de que había oído hablar a mi madre. El último día, eché al correo una breve carta dirigida al periodista, Manuel Albox, en la que, más o menos, venía a decirle:

     Me he enterado por buena fuente de que el alcalde de Cañadas está hasta las narices de los musulmanes y su campaña en pro de la construcción de una gran mezquita en el centro del pueblo. De acuerdo con su padre y con los mandamases del partido VOX, está a punto de tomar una medida muy provocativa y que, como yo le he escuchado, salga el sol por dondequiera. ¡Atención a los próximos días y a la peculiar celebración que se quiere hacer de la Semana Santa!

     Por el momento, resolví esperar la evolución de los acontecimientos, antes de meterle el dedo en el ojo al cónsul general del Reino de Marruecos en Miramar. Opinaba -creo que con fundamento- que nada sería de más efecto que el ludibrio de Mahoma multiplicado por la prensa y las redes sociales. Habría que esperar unos pocos días.

     Llegué a Zamora y, entre el enfado de mi madre y de Alicia, me encerré en casa y descarté toda participación en los oficios y las procesiones. Mi hermana lo censuró:

-          ¿No has oído nunca aquello de a Dios rogando y con el mazo dando?

     Mi réplica la dejó sin argumentos:

-          ¿Y quién te ha dicho que yo no ruego a Dios en la intimidad de mi cuarto? 

***

     A eso de las cuatro de la mañana del Viernes Santo, recibí un mensaje en el móvil, procedente de Agustín Carrillo, acompañado de varias fotografías, con el siguiente texto: Todo resuelto satisfactoriamente. Ahora a esperar.

     De inmediato me levanté y me puse ante el ordenador, dispuesta a rastrear las redes sociales y las páginas electrónicas de los medios. Naturalmente, dados el momento y la festividad del día, era casi imposible que encontrase nada hasta pasadas unas horas. Mi preocupación era la de que los servidores y paniaguados de los Campoy descubrieran las colgaduras y pancartas antes que el público, retirándolas sin que hubiesen alcanzado notoriedad. Finalmente, a eso de las diez, mandé un mensaje al consulado marroquí en Miramar, a través de Facebook, acompañándolo de las fotografías remitidas por El Brótola, pero sin revelar directamente los lugares en que habían sido tomadas, a fin de que no presentasen una denuncia de inmediato para retirar los textos ofensivos. En el comunicado les decía:

     Acaban de mandarme unos amigos estas fotografías, que han tomado al pasar muy de mañana por algunas calles de Miramar. Como simpatizante de todas las religiones, opino que conductas como esta no deben quedar impunes.

     A partir de mediodía, fueron apareciendo los pasquines en las redes sociales y los mensajes -generalmente, jocosos o preocupados- se hicieron virales. De los tuiteros, pasaron a las páginas de la prensa informática, con una doble alegría para mí pues, además de la difusión, daba la impresión de que las colgaduras seguían luciendo en la casa de los Campoy. En cuanto a las pancartas de Villa Asunción, las preguntas que se hacían permitían suponer que el lugar no había sido todavía identificado.

     Por su parte, el consulado contestó públicamente en Facebook lo siguiente:

     Agradecemos a nuestros muchos amigos españoles que compartan su indignación con los hechos blasfemos producidos esta mañana en Miramar contra nuestra religión y su Profeta. Estamos en contacto con las autoridades de España para identificar a los autores de tan execrable ofensa, que en ningún caso quedará sin recibir un severo castigo.

     Estaba tan contenta y, a la vez, tan nerviosa, que decidí romper por unas horas con mi servidumbre del ordenador. Mientras comíamos, pregunté a mi progenitora:

-          ¿Vais a ir a la procesión de Nuestra Madre[37]?

-          Como todos los años, terció Alicia. Contamos contigo para que guardes la casa.

-          Para eso tendrás que fiarte del portero, porque pienso acompañaros, para pedirle una gracia a la Virgen.

-          ¿Qué apruebes esos exámenes tan importantes?, preguntó mi madre, con retintín.

     Negué con la cabeza y respondí con ambigüedad calculada:

-          Que la abuela pueda descansar, por fin, en paz.

***

     Días más tarde, recibí carta del Brótola, en el apartado de correos de Zamora que nos serviría de punto temporal de contacto. No podía ser más escueta: Por aquí, todo bien. Deja que sea yo quien me ponga en contacto contigo, de ser necesario. Si ahora te escribo, es para que veas cómo Campoy se ha puesto chulo y él solito se ha dejado encerrar en la ratonera, como tú la llamabas.

     El Diario de Miramar se hacía eco de una conferencia de prensa que -vaya usted a saber por iniciativa de quién- había ofrecido Campoy, hijo, nada menos que en los locales de la agrupación provincial de VOX, cuyo presidente -según reflejaba una fotografía- lo había acompañado en el estrado, e intervenido personalmente en algunos momentos. Lo más jugoso eran las contestaciones a preguntas de nuestro redactor -por supuesto, Manuel Albox-, que no me cabía duda de que yo le había inspirado con mi mensaje, antes de que se produjese el acontecimiento. De manera literal, se recogía la batería de preguntas y respuestas, tal y como sigue:

-          Entonces, ni usted, ni su partido han tenido nada que ver en esta provocación…

-          Ya se lo he dicho. Los que hayan sido se han aprovechado de que estábamos fuera de Miramar, concretamente en Sevilla, a donde acudimos siempre en Semana Santa.

-          ¿Cómo podían tener esa información los autores? ¿No serían personas próximas a ustedes?

-          ¡Qué quiere que le diga! Cuando la policía los identifique, podré contestar a esa pregunta.

-          ¿Por qué escogerían los delincuentes su casa y su chalé para perpetrar esa fechoría?

-          Para empezar, no creo que lo sucedido sea un delito, ni siquiera una fechoría. Está dentro de la libertad de expresión, como el asunto de París de hace dos años. Y, si entonces las multitudes salieron a la calle pregonando que todos eran Charlie, ahora tendrían que manifestarse al grito de todos somos Campoy…, aunque no creo que haya lugar, porque los islamistas no se atreverán a venir a por nosotros, sabiendo que estamos preparados.

-          El alcalde de Cañadas -interviene el presidente provincial de VOX- sabe que cuenta, no solo con las excelentes fuerzas españolas de orden público, sino con todos los afiliados de nuestro partido, que lo defenderán, a él y a su familia, hasta morir, si es preciso…, que no lo será.

     El periodista del diario hermano, La Voz, pregunta:

-          Para aliviar la tensión, ¿piensa usted ser más abierto en el asunto de la mezquita?

-          ¡Nunca consentiré que la levanten en un antiguo convento de monjas, en el centro del pueblo! ¡Antes autorizaré su conversión en un hipermercado, o en una sala de fiestas!

-          O en unos urinarios…

     Entre la hilaridad de los presentes, el Señor Campoy sigue la broma:

-          Tendré en cuenta su sugerencia, por si hubiese algún profeta enfermo de próstata.

     Al concluir la lectura, no pude por menos de comentar en voz alta:

-          Si este tío no mereciese castigo por canalla, se lo tendría ganado por imbécil.

 

 

9.      Viene la venganza, la retribución de Dios[38]

 

     A finales de junio de aquel mismo año 2017 leí el trabajo académico de fin de grado y, seguidamente, solicité formalmente mi reincorporación a la Policía. Me destinaron a la comisaría de Móstoles, teniendo la gentileza de dejarme elegir entre los puestos vacantes para mi categoría. Pensando en mi especialidad en mediación y aprovechándome de mi sexo, solicité la unidad de Menores y, al cabo de pocos meses, por traslado de un compañero, me tocó dirigirla. Un colega de la policía judicial resumió en pocas palabras la opinión sobre mi trabajo:

-          La verdad es que has caído con el pie derecho.

     Así era, ciertamente, aunque la procesión fuera por dentro. Pasaba el tiempo y no había reacción conocida de los musulmanes fanáticos. No era lógico y, de hecho, si hubiese sido omnisciente, podría haberme enterado de que la ominosa fetua que estaba aguardando ya había sido emitida por las autoridades religiosas de Fez, ligadas a la universidad islámica de Qarawiyyin[39], y estaría en marcha el proceso de ejecución de la pena capital que la misma estatuía. Pero yo estaba in albis, principalmente, porque no quería despertar sospechas; sobre todo, desde que El Brótola me había echado un rapapolvo cuando, incumpliendo su voluntad, había vuelto a dirigirme hacia él, esperando que me perdonaría por el generoso contenido de mi mensaje:

     Ya que tu no quieres nada, dime cómo hacer llegar el dinero a los necesitados de La Chanca.

    ¡Métete el dinero y los mensajes por donde te quepan!, fue su lacónica respuesta. A la que añadió una conminatoria advertencia: Y despréndete de ese móvil.

    Andando el tiempo -no mucho-, comprendería su excitación.

***

     ¡Para que voy a detallar a los buenos conocedores los sucesos de los que están perfectamente enterados! Los resumiré, de todos modos. El lunes, 8 de enero de 2018, sobre las nueve de la noche, un comando armado de muyahidines allanó las viviendas que, en el mismo inmueble de Miramar, ocupaban los Campoy, padre e hijo, y, en unos minutos de acción vertiginosa, decapitaron a aquellos y ametrallaron a cuantas personas se encontraron, entre las cuales los diarios informativos aludieron a María del Mar Vera Rodríguez, esposa del alcalde Campoy; a la criada del viejo Campoy, Carmela, y a dos vigilantes privados que estaban contratados, tratando de evitar lo que, a la postre, resultó inexorable. El tiroteo alertó de inmediato a diversos agentes de policía, que acudieron a la casa, encontrándose con los ejecutores cuando salían de ella. Se produjo un intercambio de disparos, en el curso del cual resultaron muertos dos agentes y tres de los fundamentalistas. Otros cuatro miembros del comando se inmolarían, al resultar rodeados por guardias civiles en el puerto deportivo de la ciudad, cuando se disponían a abandonarla a bordo de una lancha rápida, aprestada al efecto. Resultaron heridos en la refriega otro policía y Elvira Campoy, la hija del susodicho alcalde de Cañadas, a la que los asaltantes dieron por muerta, tras tirarla por las escaleras interiores de la vivienda.

     Llevaba tanto tiempo imaginando y esperando aquellas noticias, que no me embargó ningún sentimiento, ni de alegría, ni de culpa. Los Campoy bien se merecían su desastrado fin, que no les había evitado, ni el dinero, ni el presunto valor y apoyo de sus correligionarios políticos. Y, en cuanto a las demás bajas, eran de lamentar, pero no pasaban de ser esos daños colaterales, de los que tanto se venía hablando en las guerras contemporáneas. Ciertamente, habían caído dos compañeros míos, pero su sacrificio no había sido en vano, ni llegaba más allá del cumplimiento del deber, para el que todos los agentes del orden estamos obligados y entrenados.

     Hubo de ser, pues, otra persona quien me conmoviera, hasta el punto de lo que me ha acabado sucediendo. Y no era, por cierto, ningún desconocido. Su carta estuvo a punto de no llegarme -y a saber qué habría sucedido si hubiese sido devuelta al remitente, por ser desconocido el paradero de la destinataria-. Sí, efectivamente, la misiva era del Brótola y, por una vez, fue bastante prolijo. Y, aunque acabé por destruirla, tratando de borrar sus efectos obsesivos en mi conciencia, la recuerdo casi de memoria, por lo que me atrevo a plasmar su contenido en lo que sigue:

     No sé cómo ni por qué la policía ha atado cabos y me anda siguiendo los pasos. Me he convertido en un peligro, en el hilo por el que inevitablemente llegarán hasta los chicos de La Chanca que nos ayudaron y también hasta ti. A estas alturas no me siento con ganas, ni fuerzas, para resistir interrogatorios ni torturas, ni tampoco para ir a la cárcel, sabe Dios por cuánto tiempo…

     Asumo mi final con la mayor tranquilidad. He vivido, gracias a aquel buen policía, cuarenta años más de los que me habría correspondido. Justo es que le devuelva el favor, evitando que alguien tan cercano a él vea deshecha su vida, por realizar lo que un día ambos creímos que era justo y merecía la pena: Que los canallas no duerman en paz[40] y acaben pagando por sus crímenes…

     Tan solo lamento que la muerte no haya bendecido con su descanso a Elvira, la hija de Campoy, que arrojada por las escaleras y dada por muerta por los islamistas, habrá de pasar lo que le quede de vida en una cama, tetrapléjica, sin que el dinero mal adquirido por su familia le sirva para nada más que alargar su tormento…

     Un día te dije que te metieses el dinero por donde te cupiera. Lo sigo manteniendo porque la amistad y la justicia no se pagan con el parné. Gástalo como quieras, pero, si te sobran una perras, me gustaría que dijeran una misa por mí en la iglesia de San Roque, ante el Cristo del Mar. No soy muy creyente pero, como diría mi madre, quien es pescador no puede olvidarse la Virgen del Buen Aire…

***

     Cumplí anónimamente con la manda de Agustín y, en cuanto al resto de la herencia, lo entregué a la Fundación de Huérfanos del Cuerpo Nacional de Policía, con el pretexto de que había sido un modo impuesto por mi abuela. Días más tarde, me llamaron de la Jefatura Superior. Me recibió el Comisario Principal, para darme personalmente las gracias, aunque yo insistí en que todo había sido voluntad de mi abuela. El jefe superior estaba peligrosamente al tanto del caso de mi abuelo, pues ponderó:

-           Son muy de valorar los nobles sentimientos de su abuela, después de la desgracia de su marido.

-          Precisamente por eso mismo -repliqué- estaba especialmente sensibilizada con la situación de los huérfanos de la policía, en lo económico y, especialmente, en lo moral.

     Captó mi indirecta, tragó saliva y se recompuso:

-          En efecto, la privación repentina de un padre es lo peor de todo. Ahí tienes a los huérfanos de los de Miramar de hace unos meses: nada menos que cinco chiquillos.

     El recuerdo de aquel suceso fue a mí a quien, ahora, me hizo sudar.

     Creo que mi preocupación era vana, porque mi interlocutor prosiguió:

-          En fin, basta con la heroica entrega de tu familia al Cuerpo Nacional para que te pregunte si hay algo que quieras pedirme y esté en mi mano concederte.

     Lo venía pensando desde que recibí la última carta del Brótola, y me atreví a solicitarlo, aprovechando la oportunidad:

-          En Móstoles estoy demasiado cómoda. Si pudiera entrar en los GRECO[41]

     Le di una sorpresa mayúscula y, como era lógico, no tuvo más remedio que bajarme los humos:

-          Eso requiere preparación y tiempo… Pero, si solicitas el traslado a Madrid capital, ordenaré que te asignen un servicio que no puedas calificar de cómodo.

-          Muy agradecida, señor comisario. Pediré nuevo destino inmediatamente y se lo haré saber.

***

     He ahí las razones, amigo Enrique[42], por las que he venido jugándome la vida desde entonces, entre la admiración, la incomprensión o la censura de nuestros compañeros. Tú, por motivos en los que no quiero entrar, optaste más de una vez por incurrir en lo que nadie más ha hecho: imitarme. Y bien que lo lamento, porque has estado más de una vez a punto de morir, sin razón personal ninguna. Para que en lo sucesivo no sigas por ese camino, es por lo que he escrito para ti estas páginas, bien demostrativas de que, lejos de ser la policía modelo -como tú me llamabas-, o la pirada de Tetuán[43] -como me apodaban los más-, tenía buenas razones personales para despreciar la vida, que por mí perdieron, por igual, granujas e inocentes. Pero para ti, sea suficiente cumplir honradamente con tu deber:

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros[44]

 





[1] No os venguéis vosotros mismos, amados míos; sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor (Romanos, 12:19). San Pablo alude al pasaje del Deuteronomio, 32:39. Similar idea y dicción en Hebreos, 10:30.

[2] Puede ser curioso consignar que, pese a que la ley autorizó en 1980 el acceso de la mujer a la Policía Nacional, el primer ingreso femenino se produjo en 1982 y, durante bastantes años, el número de mujeres policías fue tan reducido, que se sentía su déficit en numerosos servicios y actividades. A fecha de hoy (finales de 2022), los datos que ofrece el Ministerio del Interior son estos: el 16,7% de los policías nacionales son mujeres y, en las oposiciones de 2021, ingresó un 32,6% de féminas.

[3] La banda terrorista ETA puso fin a sus actividades sangrientas tras un comunicado de 20-X-2011, es decir, cosa de un año después de que Rosario Abad, nuestra narradora, ingresara en la Policía.

[4] Exactamente, es en Lejona (Leioa) donde radica la sede central de la Universidad del País Vasco.

[5] Naturalmente, no pretendo poner a los lectores al día de la normativa sobre mediación en España. Me remito a algunos textos, todos localizables en Internet: Juan Barallat López, La mediación en el ámbito penal, Revista Jurídica de Castilla y León, nº 29 (enero 2013), 17 pp.; Margarita Roig Torres, La justicia restaurativa en el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal como manifestación del principio de oportunidad, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, 8-4-1922, 30 pp.; Gema García-Rostán Galvín, Víctima y mediación penal, Anales de Derecho. Universidad de Murcia, nº 26 (2008), pp. 445-456; Ley Orgánica de Responsabilidad Penal de los Menores de 5-1-2000 (BOE del 13), art. 19 (la conciliación o la reparación, causa de sobreseimiento); L.O. 1/2015, de 30 de marzo (BOE del 31), de modificación del Código Penal, art. 84.1.1ª (posibilidad de condicionar la suspensión de condena al cumplimiento de acuerdos restaurativos); Ley 4/2015, de 27 de abril (BOE del 28), del Estatuto de la víctima del delito, art. 15 (posibilidad y requisitos de la mediación). Para el País Vasco, véase: Protocolo de Mediación de 2008, sustituido por el de 19-4-2011.

 [6]  La Caja de Ahorros Provincial de Zamora fue fundada en 1965 y se fusionó con otras diversas cajas de la región en 1990, para dar lugar a Caja España. Olga Pereña, madre de nuestra narradora, continuaría como trabajadora de esta última entidad, hasta su jubilación anticipada en el año 2016, un par de años después de que la entonces Caja España-Duero fue absorbida por la entidad andaluza Unicaja Banco, con la consiguiente reducción de personal.

[7]  El Instituto Claudio Moyano de Zamora inició su construcción en 1902, inaugurándose a efectos académicos en 1919. Actualmente (2022), tras un importante periodo de reformas (1989-1992), continúa afectado a la susodicha actividad de docencia pública.

[8]  La distancia entre Zamora y Salamanca es de unos 60 quilómetros, lo que implica que el trayecto en autobús de línea tenga unos cincuenta minutos de duración.

[9]  La Universidad de Salamanca tuvo los estudios de Criminología como título propio desde el curso 1996-97, equiparándose a las diplomaturas que, por entonces, compartían con las licenciaturas las titulaciones universitarias. Es a partir de 2012 (por tanto, después de que pasara Rosario Abad por las aulas salmantinas), cuando la Criminología alcanzaría la consideración de grado (equivalente a las licenciaturas de planes de estudios precedentes), con una duración de ocho semestres y un total de 240 créditos. En 2015, se implantó en Salamanca el doble grado en Derecho y Criminología que, a no dudar, habría hecho las delicias de nuestra narradora.

[10] Véase lo dicho en la nota 9. El grado de cuatro cursos en Derecho, sustitutivo de la vieja licenciatura de cinco, se implantó en la Universidad salmantina en el año 2010, tras acabar Rosario Abad sus estudios.

[11] Son las dos escalas o niveles del Cuerpo Nacional de Policía, con oposiciones diferentes. Para presentarse a los exámenes de la Ejecutiva, se precisa una titulación universitaria.

[12] Fueron tantos los asesinatos de ETA, que no todas las fuentes coinciden en las cifras. Aproximadamente, fueron 146 los policías nacionales fallecidos por dicha causa, de entre ellos, 14 en el año 1978, anualidad que, con sus 65 víctimas mortales, ocupa el tercer lugar en tan sangrienta estadística.

[13] El parador de Zamora radica desde 1967 hasta el presente (2022) en el céntrico palacio de los Condes de Alba de Aliste (erróneamente, se alude a Condes de Alba y Aliste), erigido a mediados del siglo XV, aunque la mayor parte de los elementos antiguos conservados datan del siglo XVI.

[14] Los Ángeles Custodios son los santos patronos del Cuerpo Nacional de Policía. Su fiesta se celebra el día 2 de octubre.

[15] Lógicamente, se sobreentiende que se trata de euros.

[16] Cayo Julio César, en un conocidísimo episodio histórico acaecido en el año 49 antes de Cristo.

[17] Partido político español fundado el 17 de diciembre de 2013, siendo las elecciones locales de 2015 las primeras a las que concurrió. La mayoría de los iniciales miembros de dicho partido de habían desgajado del Partido Popular, como debió de suceder con Carlos Campoy Olivares.

[18] Alusión al hecho de que la mezquita mayor de Córdoba acoja desde el siglo XIII la catedral cristiana. Véase, Miguel Salcedo Hierro, La Mezquita, Catedral de Córdoba: templo universal, cumbre del arte, vivero de historias y leyendas. Publicaciones de la Obra Social y Cultural de Cajasur, Córdoba, 2000.

[19] Es la forma -a mí no me gusta- que la Real Academia Española aconseja utilizar preferentemente para aludir a la fatwa o fatua, institución islámica importante y bastante imprecisa en la práctica, que en el contexto del relato alude a una especie de condena sin juicio emitida por una autoridad religiosa o jurídica mahometana, para sancionar a quien haya cometido un ultraje contra el Islam. Dicha condena puede ser ejecutada por cualquier fiel que tenga la oportunidad de ello.

[20] Por considerar blasfema su obra, Versos satánicos (1988). La fetua fue emitida el 14 de febrero de 1989, con el contenido de condena a muerte. La dificultad para ejecutarla dio lugar a que se pusiera precio a la muerte de Rushdie, hasta alcanzar, cuando menos, una cifra de 3,3 millones de dólares. En agosto de 2022, en la ciudad de Nueva York, un individuo musulmán trató de matar al escritor durante una conferencia, llegando a herirlo de gravedad, ocasionándole pérdida total de visión en un ojo y de la movilidad de una mano, entre otras lesiones. Salman Rushdie nació en el año 1947.

[21] Unas caricaturas irreverentes de Mahoma desencadenaron una presunta fetua, en cumplimiento de la cual un grupo de musulmanes armados causaron en enero de 2015, en París, una matanza de doce personas: once periodistas y un policía.

[22] Edward Goldenberg Robinson (1893-1973) nacido rumano, como Emanuel Goldenberg, fue un notable actor estadounidense de cine y teatro, famoso por su dedicación al cine negro.

[23] Double indemnity (Billy Wilder, 1944), conocida en España como Perdición, trata de un intento de fraude a una compañía de seguros, que logra evitar el personaje encarnado por E.G. Robinson; motivo que pudo crear en Charo Abad la “asociación de ideas”. Soylent green (Richard Fleischer, 1973), en España titulada Cuando el destino nos alcance, es una película de ciencia ficción, en la que Edward G. Robinson, ya a las puertas de su muerte, representó a un personaje que colabora con la Policía.

[24] Fracción de sindicalistas anarquistas desgajados de la CNT, fundada en 1927, caracterizada por el uso constante de la acción directa, es decir, de la violencia. Tuvo gran importancia histórica en España hasta el final de nuestra guerra civil (1939).

[25] Chanca es una palabra de posible origen árabe que, según el diccionario de la Real Academia Española, significa en Andalucía, depósito a manera de troje destinado a curar boquerones, caballas y otros peces para ponerlos en conserva. De ahí su uso como topónimo para diversos barrios y parajes.

[26] La brótola es un pez del orden de los gadiformes (Phycis Phycis y otras especies afines), que se ha pescado y consumido abundantemente en el litoral mediterráneo andaluz, en especial, la variedad llamada brótola de roca.

[27] Abreviatura onomatopéyica por chiquillo, frecuente en Andalucía.

[28] Se trata del conocido episodio narrado en el libro Gorilas en la niebla (1983) por la propia Fossey, y trasladado con el mismo título al cine en 1988, bajo la dirección de Michael Apted.

[29] El uniforme de la Policía Armada española fue de color gris hasta 1978, en que fue reemplazado por el marrón. Así, los llamados hasta entonces grises pasarían a ser conocidos como los maderos.

[30] Véase, Juan Goytisolo, La Chanca, Librería Española (París) y Seix Barral (Barcelona), 1962. Puede leerse en Internet: rodriguezacevedo.files.wordpress.com, con interesantes Apéndices. Se afirma que el viaje del autor al citado barrio tuvo lugar en 1956.

[31] Jesús Pérez de Perceval del Moral (1915-1985), ilustre y famoso pintor y escultor almeriense, figura más relevante del llamado movimiento indaliano.

[32] Oficialmente, Pontificia, Real e Ilustre Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Madre y Señora del Patrocinio en su Dolor y Gloria. Data del siglo XVII, aunque sus orígenes remotos puedan llevarse hasta mediados del XVI. La imagen del Cristo (1682), obra del imaginero Francisco Ruiz Gijón, recibe el nombre popular de El Cachorro por una leyenda, según la cual el escultor se inspiró para el rostro de la imagen en el de un gitano agonizante a causa de una reyerta, quien tenía dicho apodo.

[33] Evidentemente, Charo aludía a la belleza y relevancia de las celebraciones de la Semana Santa de Zamora. En 2015 la Junta de Castilla y León, con la supervisión del Ministerio de Cultura del Gobierno de España, la declaró Bien de Interés Cultural, siendo así la primera Semana Santa de España en ostentar dicha declaración.

[34] Cualquier biografía básica de Mahoma nos dará la pista del fundamento de las frases usadas por Charo Abad. Por su corrección, calidad literaria y fácil acceso, me permito recomendar la siguiente: Washington Irving, The Life of Mahomet, Londres (John Murray) y Leipzig (Bernhard Tauchnitz), 1850, accesible plenamente por Internet (books.google.es). He manejado también su traducción española, por Jesús Fernández Zulaica: Washington Irving, Mahoma, Salvat, Barcelona, 1985.

[35] Últimas frases, que cierran -en muy otro contexto que el del relato de Charo Abad- la inolvidable película, Lo que el viento se llevó (Víctor Fleming, 1939).

[36] Se alude al hecho de que la Segunda República española fue declarada un 14 de abril, pero del año 1931.

[37] Nuestra Madre de las Angustias, imagen de devoción popular en Zamora, que procesiona en la noche del Viernes Santo, con su Real Cofradía, fundada, como tarde, en el siglo XVI.

[38] Libro de Isaías, 35, 4. El texto ha de ponerse en relación con el recogido en la nota 1 y, naturalmente, no procede de Charo Abad, sino de mi personal división de su relato en capítulos, cada uno con su título.

[39] O Al-Karaouine, una de las más antiguas e importantes del mundo musulmán, fundada en 859.

[40] Es difícil no encontrar en esta expresión el reflejo de la película de Akira Kurosawa, titulada en España, Los canallas duermen en paz (1960), cuyas similitudes con el relato de Charo Abad son muy sugestivas.

[41] Siglas de los Grupos de Respuesta Especial para el Crimen Organizado. Son unidades altamente especializadas de investigación del Cuerpo Nacional de Policía dedicadas a la lucha contra las mafias, el crimen organizado y el tráfico de drogas. Iniciaron sus actividades hacia 2005.

[42]  Enrique Valle Pereda, como recordarán, es el policía compañero de Charo Abad, para quien esta escribió el relato, que le sería entregado después de su muerte.

[43]  Comisaría madrileña en que prestó servicios Charo Abad hasta su muerte, en febrero de 2019.

[44] Apropiación del famosísimo primer verso del poema de Luis Cernuda (1902-1963), titulado 1936, aparecido en su poemario Desolación de la quimera (1962). También se apropió de este verso, con buenos motivos, la traducción española del excelente libro de Ronald Fraser, Blood of Spain, cuyo título español es: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española (1ª edición, 1979).