miércoles, 19 de noviembre de 2025

IGLESIA Y REVOLUCIÓN (MEMORIAS DE UN PROFESOR DE PARÍS)

 


Iglesia y revolución (Memorias de un profesor de París)

Por Federico Bello Landrove

Dedicado a Ana Cristina Tolivar Alas, que tanto gusta de las cosas de Francia

 

     Un competente y moderado profesor de Derecho canónico de la universidad de París tiene la ocasión de conocer y participar activamente en el complejo y apasionante mundo de la elaboración de las leyes de la Revolución francesa que harán perder a la Iglesia gala la mayor parte de su poder legal y económico y convertirán a sus eclesiásticos en poco más que funcionarios estatales. Recojo en este relato lo más jugoso de las páginas que dicho profesor, Henri Fayard, dejó escritas como testimonio de sus vivencias en los años 1789 a 1791, las cuales no han sido publicadas hasta el presente.

 

Alegoría de un obispo constitucional o revolucionario

1.      En París, por no quedarme otro remedio

 

Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo


·             5-05-1789. Los Estados Generales se reúnen en Versalles por separado (clero, nobleza y estado llano).

·         17-06-1789. Los Estados Generales, reunidos la gran mayoría de sus representantes, forman la Asamblea Nacional, siendo Bailly elegido su presidente.

·         20-06-1789. Juramento de los representantes, reunidos en el edificio del Jeu de Paume, de no separarse hasta dotar a Francia de una Constitución.

·         23-06-1789. Sesión real, o comparecencia del rey ante los Estados Generales. Simultáneamente se produce un intento regio de usar las tropas para disolver la asamblea, pero fracasa al negarse las tropas a tirar contra el pueblo que bloqueaba las puertas del lugar de reunión de aquella.

·         26-06-1789. La mayoría de los representantes del clero se unen definitivamente al tercer estado (estado llano), incluso varios obispos, entre ellos Talleyrand.

·         30-06-1789. Los Estados Generales pasan formalmente a ser la Asamblea Nacional Constituyente de Francia.

·         7-07-1789. A propuesta de Talleyrand, se suprimen los mandatos imperativos.

·         8-07-1789. Luis XVI reconoce como tal la Asamblea Nacional Constituyente.

·         14-07-1789. Tras la organización y el armamento conseguidos en las jornadas anteriores, el pueblo de París toma la fortaleza-prisión de la Bastilla.

·         15/16-07-1789. Se crea, a nivel local de París, la primera sección de la Guardia Nacional. El rey acepta los hechos consumados y ordena la retirada de las tropas que amenazaban la capital. La Asamblea nacional se congratula, no sin preocupación, del levantamiento del pueblo parisino.

·         17-07-1789. Luis XVI visita en triunfo el ayuntamiento de París, haciéndole los honores la Guardia Nacional. Se inicia el derribo de la Bastilla.

*** 

     Era mi costumbre de todos los años la de pasar la mayor parte del verano en la villa de Boulogne-sur-Mer, en contacto con su grata naturaleza y gozando de la tranquilidad de aquella pequeña localidad marinera[1], en la que había heredado de mi difunta esposa una casita de dos plantas, muy cerca de la noble iglesia de San Nicolás. Me acompañaba en aquellas semanas de descanso mi veterana ama de llaves, en tanto que mi criado permanecía en París cuidando de mi casa de la capital. Y no otra intención tenía en el año de gracia de 1789, una vez llegaron las vacaciones en la Universidad y en los tribunales, que constituían mis centros de ejercicio profesional. Mi edad, que frisaba en la cincuentena, me había hecho escéptico respecto de la posibilidad de grandes cambios políticos, aunque vinieran precedidos de un hecho tan insólito, como la convocatoria y reunión de los Estados General del reino, que llevaban ciento setenta y cinco años sin congregarse. ¡Y si todavía se hubiesen juntado en París! Pero Versalles me resultaba un tanto lejos para asistir a aquel espectáculo, que no empezó con buen pie: Por dos veces se aplazó la solemne inauguración, hasta consumarse al fin el 5 de mayo.

     Mientras concluía mis tareas e iba preparando el equipaje, empezaron a llegarme noticias y rumores que aludían a enfrentamientos y tensiones de los diputados con el rey, hasta el punto de que -como en otros tiempos había sido moneda corriente- las asambleas estaban a punto de ser disueltas, llegando a encontrar cerradas las puertas de los salones donde se reunían. Luego, de pronto, se escuchó que los representantes del tercer estado se habían juramentado para no volverse a sus casas, a no ser bajo la amenaza de las bayonetas. Incluso, se decía que habían pedido ayuda y unidad a los delegados del clero y de la nobleza, a fin de formar una única asamblea, tildada por ello de nacional, con la pretensión de redactar una Constitución, al modo y ejemplo de la república de los Estados Unidos de América. Se aseguraba que los nobles, en su gran mayoría, habían rechazado tal sugerencia; no así los clérigos, que se habían dejado convencer muchos de ellos, quizá -digo yo- por sentirse más ciudadanos rasos que hombres de iglesia. Y, entretanto, yo, erre que erre, dispuesto a viajar hasta la orilla del mar, como si lo que pasaba a diez toesas[2] de París no me interesara más que lo que acaecía en la China. Pronto me percataría de mi equivocación, pero tuvo que ser mi criado, Plantin, quien, mucho mejor informado que yo, me desaconsejara el viaje.

     En efecto, al no ser yo tan arrojado como para abandonar mi residencia cuando los disturbios y callejear por París en busca de noticias, hubo de ser mi criado quien me trajera estas a casa, al tiempo que fortalecía mi resolución de mantenerme a resguardo. Por tanto, fue el bueno de Plantin mi fuente de información, la cual fui ampliando yo más tarde, cuando cesaron los disturbios y el orden volvió, en lo que cabe, a las calles de la capital.

     Era cosa sabida en la ciudad -yo la conocí en el Parlamento[3]- que esta se encontraba prácticamente sitiada por numerosos regimientos traídos de provincias por orden del rey, esperando el momento de entrar en París y acabar con sus veleidades levantiscas, que no hacían sino apoyar y reproducir las actitudes de la asamblea de Versalles, la cual había sufrido, días antes, un intento ladino de disolverla por parte del rey. Según Plantin, el 30 de junio una multitud se dirigió a la prisión de la Abadía con la intención de libertar a los presos políticos allí detenidos. El príncipe de Lambesc, gobernador militar de París, al frente de fuerzas mayormente de alemanes, cargó contra el populacho a la altura de las Tullerías. Entonces, un regimiento de guardias franceses[4], actuando de manera decidida y mandados por sus oficiales, se enfrentaron a las otras fuerzas armadas de la capital y confraternizaron con el pueblo, que pudo mantener así el control de la ciudad.

     Los desórdenes no eran cosa solo de París, sino que se rumoreaba que los levantamientos campesinos brotaban por toda Francia, de lo que en la capital teníamos noticia indirecta por la disminución de las entradas de alimentos, particularmente, de grano, que entonces debería haber empezado a afluir en cantidad por la nueva cosecha. Decíase que escaseaba la harina; subía el precio del pan y, como es habitual en estos casos, se achacaba buena parte de la responsabilidad a los acaparadores. Ante el riesgo de sufrir violencia y robo por el camino, opté por demorar el previsto viaje a Boulogne y permanecer en mi residencia, esperando acontecimientos.

     No es mi propósito escribir una pequeña crónica de aquellos días, pero no eludiré recoger la versión que de los hechos más relevantes me transmitió Plantin -quien tengo por cierto que alguna parte tuvo en ellos- y yo escribí de inmediato[5]. Comenzaré por los acontecimientos de los días memorables del 13 y el 14 de julio de 1789, que concluyeron con la toma de la Bastilla.

***

  Entre el 30 de junio y el 13 del mes siguiente, fue generándose una tensión, fruto del temor de que los regimientos concentrados por orden del rey en las inmediaciones de París asaltasen finalmente la ciudad. Este estado de ánimo desembocó por fin, el 30 de junio, en una actitud de violenta firmeza por parte de un gran número de ciudadanos -fue, creo, la primera vez que oí esa palabra en los labios de un criado para referirse a la plebe o al populacho- que se concentraron en asambleas y acudieron al ayuntamiento, donde se enseñorearon del edificio y empezaron a tomar decisiones por aclamación. Fue la principal de estas la de organizarse y armarse a modo de milicia. La falta de armas fue paliada gracias a los asaltos del edificio general del Guardamuebles -allí se custodiaban numerosas armas empeñadas o decomisadas- y del cuartel general de la policía, donde la fuerza apenas opuso resistencia. Mientras se constituía como guardia armada lo mejor o más granado de la plebe, lo peor y más violento de la misma se dedicó al desorden y al pillaje, destruyendo las casetas y barreras de los fielatos y puestos de guardia de entrada a la ciudad e incendiando los conventos de Saint Lazare y Saint Denis, así como numerosos edificios de dichos barrios.

     En la mañana del 14 de julio, la multitud, a fin de proveerse de armas y municiones suficientes -estas se echaban a faltar más que aquellas- ocupó el gran cuartel de los Inválidos, sin que los soldados de la guardia, totalmente desmoralizados y sin un mando decidido, ofrecieran verdadera resistencia. Los populares se incautaron de las armas allí existentes -unos 32.000 fusiles, más algunos cañones y culebrinas-, las cuales fueron repartidas entre los asaltantes, junto con la pólvora y las poco abundantes municiones disponibles.

Visión imaginaria del asalto a la Bastilla

     Seguidamente, el pueblo acudió espontáneamente a la Bastilla que, como se sabe, era desde el siglo XVI la principal fortaleza de vigilancia sobre Paris, aunque actualmente no tenía otra función que la de prisión, con la mala fama de albergar a presos políticos o sin acusación concreta, que se suponía eran víctimas de toda clase de privaciones y torturas. Según mi criado, el objetivo de caer sobre la fortaleza no era tanto el de poner en libertad a los reclusos, cuanto el de hacerse con más armas y, paralelamente, evitar que su guarnición las emplease contra el pueblo.

     Los efectivos armados de la Bastilla alcanzaban a la sazón la cifra de 125, al haber sido aumentada la guarnición habitual de inválidos con unos 30 guardias suizos. Todos ellos estaban al mando del marqués de Launey, hombre enérgico, pero de carácter voluble y mando poco operativo, defectos que se evidenciarían en aquel día, el más importante de su vida. La fortaleza, aunque impresionante por su arquitectura, no estaba pensada en modo alguno para resistir un asedio, incluso breve, pues carecía de almacén de víveres, siendo estos adquiridos diariamente de suministradores de la capital.

     Desde el mediodía, una multitud armada bloqueó completamente la Bastilla y se inició al propio tiempo un proceso negociador con Launey, a fin de que rindiera la fortaleza o, al menos, permitiera al pueblo que entrase en la misma. Las conversaciones se desarrollaron entre idas y venidas y suspensiones momentáneas, lo que los sitiadores aprovecharon para tomar sin grandes pérdidas los dos puentes levadizos que permitían superar los fosos que cercaban la fortificación y que constituían su mejor defensa. Durante la tarde se desarrolló un tiroteo intenso, que duró unas cuatro horas. Se dijo -y así lo creyó la multitud- que los defensores de la Bastilla no respetaron bandera blanca de tregua, lo cual irritó mucho al pueblo y le llevó a cometer los crímenes que luego se dirá. Dos acontecimientos fueron decisivos para que los atacantes se salieran con la suya: 1º. El emplazamiento de uno o dos cañones frente a la puerta principal de la fortaleza, que saltaría con facilidad al impacto de los proyectiles. Era el punto flaco de un edificio que, por la estructura de los muros, parecía indestructible. 2º. La incorporación al ataque de dos compañías de la guardia francesa; un refuerzo importante por la calidad de sus disparos y el respeto a su uniforme.

     Al atardecer, de manera bastante imprevisible, el marqués rindió la posición. El pueblo entró en masa en el patio de armas y, seguidamente, liberó a los siete presos que había en las mazmorras, ninguno de los cuales tenía el concepto de preso por motivos políticos. Los defensores fueron a duras penas respetados, salvo Launey y dos oficiales de la guardia, que fueron ejecutados al instante. El resto de la tropa fue conducido entre vejaciones al ayuntamiento, donde las autoridades del momento los liberaron poco después, libres de cargos.

     Aunque ha habido quienes opinasen que el asalto a la Bastilla fue tarea fácil, poco más que un simulacro de combate, no fueron pocas las personas que efundieron su sangre en la ocasión. Se sabe con certeza el número de muertos entre la guarnición: cuatro durante la refriega y tres más en el criminal episodio de venganza antes relatado. Mucho más oscuro es el dato de las bajas entre los atacantes. He oído que los muertos pudieron llegar a cien, mientras que los heridos serían unos sesenta. Yo, ni afirmo, ni niego.

***

     Plantin volvió a casa el 14 de julio a hora avanzada, con buena información de lo sucedido aquel día en París, aunque me aseguró que no había tomado parte activa en ello. De hecho, no observé que portase arma alguna. Escuché con atención su relato, pero le amonesté con suavidad por habernos tenido en vilo al ama de llaves y a mí, por si su tardanza hubiera sido fruto de algún percance. Me prometió ser prudente en lo posible, si bien recabó mi permiso para pasearse por el centro de la capital, una vez hubiese cumplido sus obligaciones domésticas, incluso la de ayudar en las compras al ama de llaves. Así hizo los días 15 y 16 de julio, jornadas de euforia de los parisinos, no solo por el triunfo de la Bastilla, sino porque las tropas reales, lejos de cumplir órdenes de entrar manu militari en la ciudad, se negaron a acatarlas, haciendo defección buena parte de sus efectivos, incluidos los extranjeros. Me dicen que la alegría ciudadana contrastaba con los sentimientos encontrados de la Asamblea Nacional, al enterarse de la toma de la fortaleza. Mirabeau se hizo portavoz del parecer de la mayoría, poco inclinada a que la plebe tomase la iniciativa política y, a través del Comité de Electores de París, nombrase, por sí y ante sí, a las nuevas autoridades, entre las cuales se encontraba el ilustre y respetado profesor y astrónomo Bailly -entonces presidente de la Asamblea Nacional-, como alcalde de París, y el marqués de La Fayette, como comandante de las fuerzas irregulares armadas para la defensa de la ciudad. De todos modos, al ceder el rey ante los hechos consumados en su capital, los diputados hicieron lo propio y mostraron una exultación más aparente que real.

     Naturalmente, estas interioridades no me fueron transmitidas por el bueno de Plantin, que de las calles parisinas me trajo noticias más obvias. El pueblo de París continuó con su tarea de armarse para defender la ciudad, formándose en aquellas jornadas la famosa Guardia Nacional, que extendería luego su organización a otros muchos lugares de Francia, constituyendo una gran Federación. Todas las facciones patrióticas de la ciudad confraternizaron sinceramente y nació la escarapela tricolor[6], como signo evidente de adhesión de sus portadores a la revolución. Mi criado me indicó que, pese a la euforia, los ciudadanos no estaban confiados pues las tropas reales vivaqueaban a las puertas de París, por lo que la guardia armada mantenía servicios de vigilancia y patrulla día y noche. Y hacían bien: Según me enteré más tarde, el rey estuvo a punto de huir a escondidas a Metz para ponerse allí al frente de tropas fieles a su mando. La intentona no cuajó por las posturas contradictorias de los familiares y consejeros del rey, así como por las dificultades prácticas de atravesar el país en las condiciones imperantes.

     Concluiré el relato de las aventuras de mi criado por aquellos días con los acontecimientos del día 17 de julio, cuando el rey, pleno de cinismo, accedió a la petición del ayuntamiento de París y giró visita a la ciudad. He de confesar, con cierta vergüenza, que decliné la insistente sugerencia de Plantin, para que acudiera en su compañía a contemplar aquellos fastos, dado que las calles estaban perfectamente guardadas por la milicia y la multitud rebosaba satisfacción y fraternidad. No quise, pues, acudir a la plaza del ayuntamiento anónimamente, pero días más tarde hube de hacerlo a título personal con un encargo de la Universidad, como explicaré en el capítulo siguiente. En fin, reuniré la versión del criado con otros datos que posteriormente recabé, para dejar constancia de aquel hermoso día con el siguiente resumen: 

      Enterado en Versalles de la situación tan desfavorable en París para los realistas, Luis XVI reculó en sus designios antes expuestos y optó por engañar a propósito de sus verdaderas intenciones. Por de pronto, ordenó que las tropas que cercaban París volviesen a sus guarniciones originarias y acordó el retorno del popular Necker, para ponerlo de nuevo al frente del ministerio de Hacienda. El ayuntamiento de París rogó al rey que, al menos temporalmente, visitase la ciudad, a lo que Luis XVI accedió, mientras su hermano, el conde de Artois, huía hacia tierras alemanas, en unión de numerosos cortesanos destacados. El viernes, 17 de julio, el rey se presentó en París, ocasión que se aprovechó para que la Guardia Nacional hiciera su aparatosa aparición en público, con uniformes y armas todavía de circunstancias, pero en tal número, que hubo de impresionar al rey, cuyo recorrido cubrió a ambos lados y le rindió honores en la Place de Grève[7]. El gentío era inmenso y se mostró en general tan favorable al rey, que este tuvo que juzgar que su visita había sido todo un éxito, aunque no por ello decidió alargarla. En el ayuntamiento se pronunciaron numerosos discursos de salutación, muy protocolarios, que el rey escuchó en silencio, aunque tuvo el gesto de prender de su sombrero una escarapela tricolor, saludando así desde la balconada al gentío que lo aclamaba en la gran explanada. De seguido, Su Majestad tomó el camino de vuelta a Versalles, de modo que las grandes fiestas populares organizadas en los diversos barrios de la capital tuvieron un carácter estrictamente popular, como pude constatar por los celebrados en mi suburbio -el de Saint Marcel-, en unos momentos que salí a la calle para verlos, acompañado por Plantin y el ama de llaves.

     En aquel mismo día se decidió por los responsables municipales el derribo de la Bastilla, cuya demolición se inició de manera inmediata, dedicando parte de sus restos a repartirlos entre los patriotas en París y por toda Francia, como recuerdo de tan glorioso triunfo de la revolución.

    

       

2.      La génesis de una fecunda colaboración

 

     Nada me habría llevado a salir de mi casa y acudir a la Universidad aquel jueves, 23 de julio, a no ser una esquela urgente del conde Angran d’Alleray, que me hizo llegar a mi domicilio parisino, en el número 28 de la calle Fossés Saint Marcel, por medio de un criado de su casa. Me extrañó recibir un mensaje de parte de un personaje que, aunque profesor de la facultad de Derecho a la que yo pertenecía como colaborador de las cátedras de Derecho canónico, no había tenido mayor relación conmigo que la puramente ocasional y protocolaria. Se ve -me dije- que, en estos momentos tan revueltos y oscuros, la gente notable echa mano de cualquiera que todavía permanezca en París, a pesar de hallarnos en periodo vacacional y a los peligrosos tiempos que corren. Pero todavía no he dado razón del texto de la misiva, que a la letra era el siguiente:

     Al recibo de la presente, le ruego se constituya en la sede de la Universidad, a fin de cumplir una comisión muy urgente y de la más alta importancia para la institución.

    Su nombre para desempeñar tal encargo me ha sido vivamente recomendado por nuestro común y respetado amigo, el señor Durand de Maillane.

     Con mi mayor consideración,

     D’Alleray.

     Había pasado ya el mediodía y el servicio estaba poniendo la mesa para el almuerzo. Decidí, no obstante, probar al paso solo un bocado y, mientras vestía ropa de paseo, pregunté a mi criado por el estado de las calles próximas. Su respuesta me tranquilizó, aunque solo en parte:

-          Señor -me dijo- desde que la Guardia Nacional patrulla, fusil al brazo, el populacho se ha retirado a sus barrios y refugios. Con todo, si yo fuese usía, no me engalanaría con el atuendo suntuoso con el que habitualmente acude a la Facultad y seguiría la ruta de las vías más concurridas.

-          Agradezco tus indicaciones -contesté- y prepárate para acompañarme, en prevención de algún mal encuentro. Tú verás -agregué- si es oportuno que te proveas de algún bastón u otro medio de defensa.

     Felizmente, no tuvimos ningún encuentro ominoso. Las calles que recorrimos estaban tranquilas y poco concurridas. Anduvimos en cinco minutos el camino hasta la Universidad, sin tropiezos ni detenciones. Allí sí que las puertas estaban guardadas por presuntos guardias nacionales -lo pongo bajo sospecha, pues sus uniformes y credenciales dejaban mucho que desear-. No me fue necesaria una identificación en regla pues uno de los miembros de la fuerza aseguró en voz apenas audible a su comandante que, en efecto, yo era el abogado Fayard, pues había defendido a su hermana en un pleito matrimonial. Convinieron en dejarme pasar, no sin antes excluir de tal autorización a mi criado, quien habría de esperar mi salida al raso, en la explanada. Recuerdo que pensé en lo poco que parecían haber avanzado los usos sociales a pesar de las precedentes jornadas revolucionarias.

***

     El cometido para el que Maillane me había recomendado a d’Alleray era tan sencillo, como ridículo en el fondo. La Asamblea de Electores de París había requerido a la Universidad para que, de manera inmediata, manifestase explícitamente si daba su adhesión a que el famoso astrónomo, Jean Sylvain Bailly, fuese nombrado alcalde de la capital, así como a que el admirado marqués de La Fayette lo fuera en calidad de comandante de la Guardia Nacional parisina. Como es sabido, los profesores de las diversas facultades de la Universidad de París formaban por sí mismos un distrito electoral de los en que se había dividido la ciudad, habiendo elegido en su momento a dos diputados enviados a los Estados Generales. Pues bien, cuando se recibió, días atrás, la petición oficial de que la Universidad se pronunciase sobre las citadas propuestas de nombramientos, los profesores, por ausencia o pon evitar comprometerse, habían hecho oídos sordos -tampoco es que hubieran sido el único distrito renuente en pronunciarse, dicho sea en honor de la verdad-. El caso es que ahora el segundo aviso llegaba con aspecto de conminación, por lo que los pocos profesores presentes de la facultad de Derecho -yo no vi en el salón a otros que d’Alleray y Laverdy- habían recibido el encargo de responder favorablemente en nombre de todo el profesorado universitario. Lo curioso es que, yendo dirigida la contestación a gentes de lo más diverso en cultura y profesión, los profesores habían desechado utilizar el francés, recordando la tradición de emplear el latín como primera lengua oficial de la institución. ¡Y aquí era ella! No bastaba con un latín de andar por casa, como el que usualmente se empleaba en las aulas, sino que habría de utilizarse una lengua clásica y pura, para general satisfacción y conocimiento, no ya de los electores del comité, sino de cualesquiera extranjeros, de aquellos que empezaban a fijarse en los sucesos de Francia con interés y cierta prevención. Ahí era donde entraba yo que, a juicio del profesor Maillane, había demostrado suficiente maestría latina en mis no escasos opúsculos canónicos, desde mi ya añeja tesis doctoral sobre Las circunstancias históricas que dieron lugar al acuerdo de 1516 entre la Santa Sede y el Reino de Francia, trabajo académico que había tenido el honor de que fuera dirigido por el mayor canonista francés del siglo, que no era otro que Pierre-Toussaint Durand de Maillane, el cual, embebido actualmente por sus ocupaciones de diputado de la Asamblea Nacional en Versalles, no había querido que se mezclasen sus tareas a nivel nacional con el punto de vista sobre una cuestión meramente parisina, con la que además tenía una opinión discrepante. En efecto, Maillane no juzgaba oportuno que el equilibrado y respetable Bailly, diputado nacional de gran influencia, se alzase además con el puesto muy relevante de alcalde de París, alcanzando así un poder político excesivo y descuidando inevitablemente sus funciones en la Asamblea de Versalles. Así que mi antiguo maestro echó mano de mí para que le cubriese la ausencia… y la opinión personal.

     Al punto pude percatarme de que lo que se pretendía de nosotros, los sufridos profesores de Derecho que estábamos en París dando la cara, era bastante más que una impoluta transcripción de un acuerdo en latín digno de Cicerón. Lo cierto es que, si la Universidad se había inclinado unos días antes por refrendar la promoción de Bailly y de La Fayette, no había llegado a reflejarlo y suscribirlo en sus libros de actas. Por tanto, lo que había de hacerse aquella tarde era incluir en los registros un acuerdo antedatado, al gusto de los requirentes, que por el momento no figuraba, ni en latín ciceroniano, ni en el francés repulido de la Academia. Los dos profesores que me acompañaban parecieron sentirse incómodos de que un advenedizo poco conocido, que ni siquiera era catedrático, fuese testigo de un renuncio tan palmario. D’Alleray se excusó conmigo de manera tan torpe como innecesaria:

-          No estamos haciendo otra cosa que ajustar, con la inexcusable rapidez, la verdad escrita a la real. Contamos con el mandato de las autoridades académicas y, por otra parte, no está el horno para bollos en estos días.

     En consecuencia, redactamos una breve fórmula de adhesión de nuestra academia a la nominación de Bailly para alcalde y de La Fayette como jefe de la guardia nacional de París. Mis colegas eran tan duchos en latín como para casi no necesitar de mis servicios. Apenas tuve que ratificar el sustantivo marchio, como equivalente aproximado al título de marqués que ostentaba el segundo de dichos candidatos y, sobre todo, revestir de una fórmula comprensible el concepto de Guardia Nacional, tan novedoso. Sugerí con éxito la expresión res militaris urbana, toda vez que el nombramiento de La Fayette como praefectus era por el momento solo para París. Acabamos felizmente el trabajo en un par de horas, con la ayuda de un amanuense y un secretario. Más compleja prometía ser la decisión sobre la mano que habría de llevar inmediatamente el mensaje al ayuntamiento, donde habitualmente se reunía la Asamblea de Electores, destinatario de aquél. Nadie, entre los pocos circunstantes, estaba dispuesto a andar por las calles con un documento oficial ciertamente relevante, ni era cosa de solicitar que hiciera de correo alguno de los guardias nacionales de la entrada, como si se quisiera eludir la reprimenda por el retraso. Cansado de esperar una decisión y deseoso de echar al estómago algo más que el bocado embaulado a mediodía, me ofrecí:

-          Señores, dije, en mi condición de abogado de la curia parisina, más que como profesor, conozco al señor Moreau de Saint-Méry, que creo es uno de los presidentes de la Asamblea de Electores. Dejen que yo lleve este hermoso texto latino hasta sus manos, presentándole excusas por nuestra tardanza en redactarlo. Eso sí, no es cosa de presentarme en el ayuntamiento como un quídam. Exijo que me acompañe un ujier de la Facultad y que pongan a mi disposición un coche para trasladarme hasta la plaza de Grève. Es lo menos que puede esperar un profesor en cumplimiento de una importante diligencia oficial.

     Mientras se me aprestaba lo requerido, tuve la buena ocurrencia de bajar hasta el zaguán y exponer al teniente de la guardia la gestión que se me había encomendado. Bastaron las palabras ayuntamiento y La Fayette para que pusiera a mi disposición a dos guardias montados para que me escoltasen hasta mi destino. No olvidé llevar conmigo al bueno de mi criado, que había permanecido a la espera durante unas tres horas, que supongo amenizaría con algún refrigerio.

***

     Dos días más tarde, el domingo 25 de julio, Maillane me recibió en su casa de la calle Saint Honoré. Se había trasladado momentáneamente allí desde Versalles, a fin -según me dijo- de pulsar el ambiente y comprobar de propia mano la situación en París.

-          La verdad -agregó- es que ya no tiene sentido que la Asamblea continúe celebrando sesión en Versalles, pero no es menos cierto que los constantes desórdenes de París no parecen aconsejar que nos traslademos a este avispero. ¿No ha sufrido usted -añadió- ningún mal o inconveniente en estos últimos días? ¿Y qué puede decirme de la situación en la Universidad?

-          La verdad -le resumí- es que he procurado permanecer en mi residencia, de suerte que han sido mi criado y mi ama de llaves quienes me han traído noticia de cuanto acaecía en el exterior, a saber con qué fidelidad y completitud. En todo caso, los dramáticos acontecimientos de días pasados es poco probable que se repitan. Las tropas que amenazaban la capital se han retirado y esa fuerza armada tan extravagante, que ha sido denominada Guardia Nacional, patrulla por todas partes y parece haberse hecho con el control de las calles. Yo mismo he tenido ocasión de comprobarlo anteayer, cuando hube de acudir a la Sorbona y luego al ayuntamiento, como usted bien sabe.

-          ¡Claro que lo sé! -exclamó- y le agradezco infinito que aceptase cumplir mi solicitud con tanta prontitud y acierto. Lo mejor que podemos hacer por nuestra Universidad es impulsarla a seguir las directrices políticas que van imponiéndose. De otro modo, mucho me temo que sus autoridades se vuelvan sospechosas y sus actividades sean entorpecidas… Pero no es para expresarle mi gratitud por lo que le he mandado recado, sino porque, abusando de su solicitud y grandes conocimientos, quiero proponerle una tarea importante y del mayor interés.

El canonista y político Durand de Maillane

     El profesor Maillane me detalló los trabajos de la Asamblea en lo tocante al futuro de la Iglesia en Francia, un tema de sustancial transcendencia y que a ambos, como católicos y canonistas, nos tocaba de un modo especial. Ciertamente yo, a estas alturas de mi vida, era más un abogado civilista que un profesor de Derecho eclesiástico. Tampoco era mi deseo implicarme en el tormentoso mundo de la política, aunque solo fuese colaborando con un diputado del tercer estado, como era Maillane. Pues, a fin de cuentas, eso era lo que quería de mí. Procuró impulsar mi aquiescencia con la mayor persuasión:

-          Le supongo al tanto de que la mitad de los diputados del clero se han integrado en la Asamblea Nacional, renunciando expresamente a constituir un estamento político con asamblea propia. La mayoría de ellos comparten las ideas de libertad y de grandes concesiones de la Iglesia en beneficio de lo que ahora ha dado en llamarse la nación. En estas circunstancias, no cabe duda de que esperan a la iglesia de Francia grandes cambios y sacrificios. De quienes somos hombres de leyes y conocemos bien el camino del Derecho canónico a través de los siglos, es de exigir que promovamos el que las grandes conmociones que nos aguardan se lleven a cabo de forma legal y respetuosa de la tradición histórica. Desde luego, como diputado, yo me propongo entregarme sin descanso a esta esforzada tarea. ¿Querría usted ayudarme? Con su prudencia y conocimientos, seguro que su cooperación y consejos me serían de gran valor. En todo caso, nuestros esfuerzos no serán vanos en servicio de Francia y de nuestra religión.

     El compromiso, caso de aceptar, podía llegar a ser absorbente. Así se lo resalté a Maillane, recordándole que mis trabajos de abogado eran numerosos y constituían mi principal fuente de ingresos. Él me prometió que en ningún caso me pediría que abandonase París ni que mi labor adoptara la formalidad de dictámenes:

-          Yo le haría llegar -precisó- los proyectos de leyes o decretos sobre los que tenga que pronunciarme y votar, o las minutas de mis discursos o informes a la Asamblea y sus comisiones. Bastaría con que usted me diera su punto de vista sobre todo ello, a tenor de su recta conciencia y de su reconocida competencia en las cuestiones eclesiásticas. Con eso tendré bastante para reflexionar y formar mi parecer. Y, por descontado, si en alguna ocasión estuviere usted imposibilitado de atender mis solicitudes, bastará con que me lo haga saber, quedando yo tan agradecido como si hubiera podido contar con su opinión.

     Poco a poco, la proposición de Maillane me había ido pareciendo más y más tentadora. Para mi vergüenza, he de reconocer que sus atractivos no se cifraban tanto en ayudar a un buen maestro y amigo ni en servir a la patria y la religión, cuanto en conocer al punto y de primera mano lo que se estuviera cociendo en aquel mundo turbulento y confuso de la Asamblea Nacional; y eso, sin necesidad de viajar hasta Versalles ni de mezclarme con la plebe levantisca y los vociferantes secuaces de los políticos de moda. Finalmente acepté lo que se me sugería. Maillane me estrechó la mano en señal de gratitud y, seguidamente, puso en mis manos un cartapacio, cuyo contenido me resumió de esta manera:

-          Justo a tiempo, amigo Fayard. No creo que se tarde más de una semana en resolver algunas de las más peliagudas cuestiones que habremos de decidir en materia religiosa. Aquí tiene usted unas notas de por dónde van las discusiones y de lo que, en principio, opino yo sobre tales temas. ¡Casi nada!: Libertad religiosa, supresión de los diezmos y derechos de pie de altar de la Iglesia y desaparición del clero como uno de los tres estados en que ha venido organizándose la sociedad francesa hasta ahora. Ayúdeme cuanto pueda y, en unos pocos días, hágame llegar el resultado de su labor por conducto de mi mayordomo.

-          Sin problema -exageré-. Son temas sobre los que he reflexionado tanto a lo largo de mi vida, que podría contestar sobre ellos al instante. Claro que, en consideración a usted, me tomaré el breve tiempo del que disponga.

     Maillane sonrió benévolo y concedió:

-          Efectivamente, en muchos casos la primera impresión es la acertada, siempre que no la guíen intereses egoístas o ideologías extremas y excluyentes. Si lo sabré yo, pese a llevar solo dos meses debatiendo en la Asamblea con algunas de las mayores lumbreras de la inteligencia francesa.

Vista actual del ayuntamiento de París

 

 

3.      La ubérrima cosecha de agosto


Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo


·         4-08-1789. La Asamblea Nacional deroga todos los privilegios históricos del clero, que deja de ser prácticamente un estamento o estado de Francia, tras haber dejado de serlo teóricamente el 30 de junio de 1789, cuando los Estados Generales separados pasaron a formar una única Asamblea Nacional Constituyente.

·         4-08-1789. El clero pierde sus derechos de recaudar diezmos obligatorios y derechos de pie de altar, sin indemnización o compensación concreta e inmediata por ello.

·         8-08-1789. Discurso del marqués de Lacoste en la Asamblea, que pasa por ser el primero en que se sugirió la incautación por la nación de los bienes del clero.

·         12-08-1789. Creación dentro de la Asamblea Nacional del Comité eclesiástico, formado por quince diputados, para preparar los estudios y ponencias de índole religiosa.

·         26-08-1789. Aprobación por la Asamblea Nacional de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que el rey sancionará el 5 de octubre siguiente.

·         28-08-1789. La Asamblea Nacional rechaza considerar la religión católica como la oficial de Francia.

***

          Desde mi punto de vista, pese a las reticencias de algunos de los diputados del clero, no había mucho que discutir acerca del que pronto sería el artículo 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, a saber, la proclamación del derecho a la libertad religiosa. No parecía posible entrar en matices ni disquisiciones concretas en tan general y solemne momento y así lo apuntaba Maillane en sus notas, poniendo de manifiesto, además, que las corrientes filosóficas y políticas de nuestro tiempo probablemente impedirían seguir estableciendo relaciones privilegiadas entre la iglesia católica y el reino de Francia, hasta el punto de cercenar la libertad de creencias y de culto. Reconocía mi maestro que las tendencias ideológicas de la Asamblea apuntaban más bien a polemizar en torno al siguiente punto: Si resultaría necesario declarar expresamente restringida la libertad religiosa por razones de orden público recogidas en la ley. Según una opinión bastante generalizada, la solemne Declaración de Derechos, llamada a constituir el frontispicio de la futura Constitución, estaba muy condicionada por las posiciones de La Fayette y de Mirabeau[8], lo que garantizaba una postura bastante equilibrada y próxima a los objetivos y la mentalidad de los filósofos ilustrados. Por lo demás, el profesor Maillane no parecía estar muy interesado en poner trabas a la libertad religiosa y de cultos sino, en su momento, a valorar la conveniencia de dar a la religión católica un papel constitucional de cierta preponderancia. Por mi parte, opté por adelantarme a algunas de las cuestiones que en el futuro marcarían las relaciones fundamentales con la Iglesia católica y preparé un esquema de temas relevantes conexos con el derecho a la libertad religiosa, así como de las respuestas que juzgaba más acertadas a los mismos. He aquí dicho bosquejo:

     Aun en el caso de que algunos de los representantes de la Iglesia en la Asamblea se permitieren discutir el derecho de todos los franceses a profesar otras religiones -o ninguna- y a ejercer los pertinentes actos del culto, estoy seguro de que su oposición habría de ser estrictamente minoritaria, incluso entre los diputados de su estado. Con todo, no puede despacharse sin preocupaciones adicionales este derecho, que no es meramente de opinión, sino que será muy fértil en todo tipo de consecuencias, como el derecho a ejercer proselitismo de la propia religión; la autorización de centros docentes promovidos y dirigidos por entidades religiosas, dentro de ciertos límites de contenido; la desaparición de las prohibiciones de residencia en Francia de los integrantes de ciertas confesiones religiosas, como los protestantes y judíos, exiliados en otras épocas, o la igualdad de derechos civiles y políticos de todos los ciudadanos, cualquiera que sea su religión.

     Es de suponer que la Asamblea nacional, dada su naturaleza civil, no pueda admitir la subordinación de las leyes que de ella emanen, ni de los decretos del gobierno nacional, a la voluntad de los creyentes y las resoluciones de sus pastores. Por consiguiente, veo lógico e inevitable que se ponga una restricción a la libertad religiosa, consistente en no atentar contra el derecho igual de todas las demás religiones y en no enfrentarse abiertamente contra la Constitución del reino. A fin de cuentas, eso no sería nada diferente de los límites de cualquier otro derecho pues ninguna sociedad civil puede sostenerse si hace de mejor y superior condición la libertad de conciencia y de culto que las demás manifestaciones de la libertad.

     Maillane recibió mi resumen por el conducto prefijado y, días más tarde, me hizo llegar con carácter urgente la siguiente información:

     A partir del pasado día 20 -de julio-, se ha estado discutiendo vivamente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que con ese nombre está llamada a presidir nuestra futura Constitución. Hoy, día 26, la hemos aprobado por una gran mayoría. Consta de un preámbulo y diecisiete artículos. En lo que a usted y a mí concierne específicamente, su artículo 10 ha quedado redactado de la siguiente forma: “Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas, siempre que su manifestación no turbe el orden público establecido por la ley”.

     Observará, amigo mío, que dicho texto evidencia el temor a que se hubiera suscitado una viva discusión, si la libertad religiosa hubiese sido objeto de una regulación especial. Así, en la forma en que ha quedado, tal libertad queda englobada en el tratamiento genérico de la libertad de expresión, como si la manifestación de la religión no difiriese ni fuese más relevante que la de sostener una moda en el vestir, una teoría médica o la calidad de los aspirantes a una alcaldía. Gracias a esa mezcolanza, ha pasado casi sin discusión la ambigua excepción del “orden público establecido por la ley”, con arreglo a la cual las cortapisas a la libertad del culto público pueden ser casi ilimitadas.

     No crea usted [9] que los miembros de la Asamblea más preocupados por el futuro del catolicismo en Francia han cedido sin luchar a que se orillase por ahora el tratamiento más profundo y especial de la cuestión religiosa. Aunque hayan tenido que condescender con que el tema se soslaye en la Declaración de los Derechos, buena parte de los diputados que son obispos u otras jerarquías del clero han suscitado la discusión de la cuestión teórica más relevante, a saber: Aceptando el general respeto de todas las religiones, ¿no ha de reconocerse a la católica un rango preferente en Francia? Dicho de otro modo: ¿Habrá de ser reconocida la religión católica como la oficial del reino? En mi opinión, la iniciativa no tiene visos de prosperar, entendida como un honor o privilegio del catolicismo en Francia. No obstante, me interesa mucho conocer su opinión al respecto y ello, con carácter de máxima urgencia, pues me temo que la moción se discuta y vote de manera harto precipitada. ¿Cabría la posibilidad, por esta vez, de que se trasladase a Versalles y pudiésemos cambiar impresiones personalmente? Así tendría usted la oportunidad de asistir a alguna de las sesiones de la Asamblea y podría presentarle a varios de los diputados más ilustres o afamados. Algunos de entre ellos han sido nombrados, como también yo mismo, para formar parte del llamado Comité Eclesiástico de la Asamblea, que está encargado de preparar los trabajos de esta en materias que atañen a la Iglesia, proponiendo el texto de las leyes o decretos pertinentes.

     El ofrecimiento de Maillane era tentador, pero yo no estaba dispuesto a hacer excepciones en mi condición de no desplazarme de París y, menos aún, de manera tan precipitada. Por otra parte, la incorporación estable de Maillane al Comité eclesiástico me hacía temer que sus requerimientos de estudio y opinión fuesen cada vez más agobiantes, perjudicando mis asuntos como abogado y mi propio descanso. Además, si los esfuerzos de las jerarquías del clero estaban abocados al fracaso, ¿qué sentido tenía discutir ahora su pertinencia? En fin, redacté un memorando en el que, entre otras cosas, decía:

     Creo que hay que diferenciar lo que una mención expresa de la Iglesia católica puede representar en la ley o, incluso, en una futura Constitución. No creo que los tiempos estén en Francia como para reconocer al catolicismo el carácter de religión oficial de la nación, en la medida en que ello suponga privilegios. En cambio, será inevitable reglar en el futuro las relaciones entre el Estado y la religión que profesa la inmensa mayoría del pueblo francés, a la que, por otra parte, acaba de privársele de buena parte de los ingresos que le eran precisos para su sostenimiento. Tal vez, con prudencia y calma podría gestionarse un nuevo convenio con la Santa Sede que sustituya el multisecular de 1516 o, cuando menos, suponga su necesaria corrección. Me parece, Monsieur de Maillane, que, no solo la Asamblea, sino el rey y la iglesia francesa en su conjunto tendrían mucho que decir para el caso de proponer al Santo Padre un nuevo modus vivendi entre el Estado y la iglesia francesa.

     Permita que me congratule por su nombramiento para formar parte del nuevo Comité de asuntos eclesiásticos, junto a otros catorce ilustres miembros de la Asamblea, en su mayoría, clérigos. Como es natural, no conozco a varios de ellos, pero hay otros cuyos nombres e ideas me resultan familiares, como Lanjuinais, Treilhard y Martineau, colegas míos del foro, cuya postura política juzgo moderada, aunque seguramente viciada por sentimientos anticlericales.

Reproducción imaginaria del juramento del Jeu de Paume

***

     Señalaba hace un momento que, para los últimos días de aquel mes de agosto, la iglesia francesa había sido ya despojada de buena parte de los ingresos que le eran precisos para su sostenimiento. En efecto, en la noche del 4 al 5 de agosto, no solo se derogaron todos los privilegios legales de que gozaba el clero como uno de los estados de Francia, sino que la Iglesia perdió, por espontánea y generosa renuncia de sus representantes en la Asamblea, las principales fuentes de ingresos que su clero regular tenía para sostenerse, a saber, los diezmos y los llamados derechos de pie de altar. Debió de ser tanta la precipitación en la adopción de tales acuerdos, que se cometieron groseros errores, como el de confundir los citados derechos eclesiásticos con privilegios feudales, o el de aceptar una peor condición del clero frente a la desaparición de los derechos de la nobleza, pues estos en su mayor parte tenían que ser redimidos mediante indemnización, mientras que la Iglesia no percibía compensación alguna por las fuentes de ingresos perdidas. Cuando tuve constancia de lo acordado en aquella velada tan decisiva, hice llegar a Maillane una refutación de cuanto en ello encontraba de injusto o equivocado para la Iglesia. Escribí lo siguiente:

     Es un craso error el confundir los diezmos con los derechos que los nobles heredaron de sus privilegios y periclitadas tareas feudales. El diezmo, aunque transmutado en una especie de impuesto obligatorio por la cooperación del Estado, no dejaba de ser una institución religiosa, ya establecida en el Antiguo Testamento, cuya finalidad no era la de privilegiar a personas ociosas, sino la de retribuirlas por su dedicación general a la sociedad, a través del culto, la predicación y las obras de misericordia. Si acaso, podría haberse discutido su obligatoriedad para aquellas personas que fuesen absolutamente irreligiosas o profesasen otra religión que la católica. Y lo que digo de los diezmos, lo afirmo con más convicción aún de los derechos de pie de altar, que los fieles abonaban según sus posibilidades, por reclamar de los párrocos su intervención en bautizos, matrimonios, misas de todo género y funerales; intervención que implicaba, tanto la realización de actos especiales de culto, cuanto la llevanza de los registros y la inscripción de cuanto afectara al estado civil de las personas. Es cierto que, tras la supresión de esas formas de financiar a las parroquias y, por ende, a las diócesis, se anuncia de manera aún ambigua que el Estado contribuirá con su presupuesto a mantener a los ministros de la Iglesia, pero eso es tanto como entregar esta al arbitrio y benevolencia de las autoridades civiles, perdiendo inevitablemente la moderada independencia de que hasta ahora venían disfrutando.

     No es menos cierto que, la Asamblea, con la iniciativa y aplauso de sus diputados nobles, ha tenido buen cuidado de cohonestar la renuncia y desaparición de los derechos y privilegios de contenido económico, con la fijación de la pertinente indemnización, que habrán de pagar los miembros del tercer estado que quieran redimir tales cargas. Creo que esa condición ha tratado de fundarse en el pleno respeto de la propiedad privada, reconocido en la Declaración de los Derechos. En suma, los nobles mantendrán sus privilegios de valor patrimonial hasta que los que cargan con ellos puedan pagarles la condigna compensación. Pues bien, si eso es lo justo y legal para los nobles, ¿por qué no se ha reconocido otro tanto en favor de los sacerdotes? ¿Por qué sus diezmos y derechos de pie de altar son derogados sin ninguna compensación directa e inmediata? Nada puede justificarlo; tanto más, cuanto que, en los casos en que los párrocos y otros derechohabientes han arrendado los diezmos a laicos a cambio de una renta, dichos arrendatarios sí habrán de ser compensados económicamente por los diezmos ya adelantados, pero todavía no percibidos. Yo no encuentro otra explicación en el fondo que la de hacer de peor condición a los eclesiásticos que a los nobles. Los motivos de esa discriminación pueden ser dispares y numerosos, pero las consecuencias serán en todo caso las de hacer a la iglesia de Francia más pobre y menos libre. ¡Triste futuro para la hija primogénita de la Iglesia!

     En realidad, el ataque definitivo a las propiedades eclesiásticas ya estaba en marcha, simultáneamente con la supresión de los diezmos y los derechos de pie de altar. El día 8 de agosto, cuando todavía coleaba el asunto de si tal supresión se haría con o sin compensaciones, un diputado de la nobleza, el marqués de Lacoste, reclamó explícitamente que los bienes de la Iglesia, amortizados a su favor, pasaran a considerarse de propiedad nacional, para así extender la riqueza entre los campesinos que la cultivaban y atender en su caso, con el precio de la ulterior venta de los mismos, las urgentes necesidades del presupuesto nacional, al borde de la bancarrota. Por el momento, la sugerencia pareció caer en saco roto, aunque ya otros diputados, como el bretón Le Chapelier, abogado muy influyente en su región, habían apoyado la moción con el argumento legal de que el acervo de inmuebles en manos de la Iglesia suponía una acumulación del todo excesiva para cubrir sus reales necesidades y, sobre todo, procedía en su inmensa mayoría de herencias y donaciones de reyes, señores y particulares, que no habían tenido la intención de convertir a los obispos y órdenes religiosas en ricos propietarios, sino en meros administradores de unos bienes que no tenían otros objetivos que el caritativo y el de servir al culto a Dios. Y esas finalidades -opinaban algunos diputados- podían perfectamente ser atendidas por la representación de la nación, convirtiendo previamente el patrimonio eclesiástico en bienes nacionales.

     Este tema, que acabo de resumir, fue el siguiente que me encomendaría Maillane para su estudio y valoración. Como él mismo me escribió al hacer su presentación: No creo que le resulte tan nuevo como algunos aquí creen, pues la historia de Francia es pródiga en episodios de expropiación de bienes de la Iglesia por el rey para hacer frente a situaciones de gran urgencia y gravedad. Si acaso, la originalidad de la proposición radica en hacerla general y en que la ordene, no el rey como defensor fidei, sino la Asamblea nacional, menoscabando la libertad y la conservación de la Iglesia.

     Púseme, pues, a la tarea encomendada, de lo que daré cuenta a ustedes en el siguiente capítulo de estas memorias.

 

 

 

4.      La confiscación de los bienes eclesiásticos

 

Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo

 

·         24-09-1789. Discurso del diputado por el tercer estado, Pierre Samuel Dupont de Nemours, sobre los bienes del clero y su necesaria expropiación.

·         6-10-1789. El rey, la familia real y la Asamblea Nacional se trasladan por voluntad popular, de Versalles a París.

·         10-10-1789. De manera formal y explícita, el obispo de Autun y diputado elegido por el clero, Charles Maurice de Talleyrand, promueve la nacionalización de los bienes eclesiásticos.

·         12-10-1789. El influyente conde de Mirabeau, diputado por el tercer estado, pronuncia un discurso en la Asamblea en defensa de la susodicha nacionalización.

·         13-10/2-11-1789. Discusión por la Asamblea del tema de la nacionalización de los bienes eclesiásticos.

·         2-11-1789. La Asamblea Nacional decide nacionalizar los bienes de la Iglesia por una mayoría del 58,5% de los 972 votos emitidos.

·         19/21-12-1789. Se adopta la decisión de que los bienes de la Iglesia nacionalizados se pongan a la venta paulatinamente y de manera pública (subasta).

·         15-03-1790. Se aprueba que los susodichos bienes vendidos puedan ser objeto de división, concentración y reventa libres por sus adquirentes (desamortización).

·         1-04-1790. Creación de los títulos de la deuda llamados asignados, con la garantía de los bienes eclesiásticos aún no vendidos[10].

·         4-05-1790.  Aprobación de la Ley general para la venta de los bienes eclesiásticos, la cual será objeto de numerosas reformas parciales durante su vigencia.

*** 

Retrato de Talleyrand hacia 1790

     Como he dejado dicho en el capítulo precedente, previendo la avalancha inmediata de mociones en pro de la expropiación de los bienes amortizados de la Iglesia francesa, me puse a la tarea de ordenar y resumir mis ideas al respecto, haciendo llegar a Maillane el fruto de mi trabajo. De mi conversación con él en Versalles deduje ya la probabilidad de que dicha expropiación acabase por convertirse en una auténtica confiscación, en la medida en que el Estado no estuviera en condiciones ni disposición de abonar a los propietarios la pertinente indemnización. Bien es cierto que se apuntaba, como alternativa, la de que las autoridades civiles incluyeran en el presupuesto nacional una importante partida para sueldos y pensiones de los clérigos que sirviesen al pueblo en las diócesis y parroquias, pero todo ello de manera un tanto ambigua y como promesa de futuro. En cualquier caso, el discurso del marqués de Lacoste del 8 de agosto fue la línea conductora para mis reflexiones, que acabaron por tener el siguiente contenido:

     No se le ocultará, profesor, que, como en otros tiempos de ataque al patrimonio de la Iglesia, concurren motivos teóricos y razones prácticas para que las autoridades civiles obren de esa manera. La teoría nos dice que siempre ha subyacido a tales incautaciones el designio de minorar el efectivo poder de la Iglesia, privándola de sus bienes de forma más o menos imperativa y no compensada. Aunque es seguro que en la Asamblea Nacional hay muchas opiniones y sensibilidades, no es dudoso que en nuestro siglo dominan los políticos y hombres cultos que consideran anacrónico y contraproducente, así en lo social como en lo económico, que obren en manos de la Iglesia tantos y tan desaprovechados bienes, en especial, inmobiliarios. Me parece que su opinión, Monsieur Maillane, no está alejada de dicha postura.

     Pero para los hombres de leyes -como es el caso de usted y el mío- nos puede interesar y afectar más el argumento que se ha generalizado entre los partidarios de expropiar los bienes del clero, consistente en sostener que la Iglesia no ha tenido nunca una verdadera y libre propiedad de los mismos, sino una especie de fideicomiso para administrarlos en bien de las necesidades del culto y del clero, como también para ayuda de los menesterosos. Prueba de ello -se dice- es que tales bienes están “amortizados”, es decir, no puede disponerse de ellos en provecho de determinadas personas, ni enajenarse para que sirvan a otros fines. De ser ello cierto, es claro que: 1º. La Iglesia no podría invocar la soberana protección de la propiedad, que la Declaración de los Derechos confiere a los dueños civiles de la riqueza. 2º. Que puede entrar a discutirse si los eclesiásticos están capacitados y dispuestos a cumplir efectivamente con su deber de “administrar” bien los bienes que simplemente les están confiados o si, por el contrario, resultaría más acertado y conforme a la voluntad de los antiguos donantes el que fuese el Estado, u otras autoridades civiles más localizadas, quienes se encargasen de cumplir tal voluntad.

     Es en estos puntos, profesor, donde entiendo que un jurista no puede dejarse doblar la mano por leguleyos o profanos en Derecho. La Iglesia la recibido la mayor parte de las riquezas de las que es dueña, bien por compra, bien por herencia o donación de los fieles. Si estos han puesto expresamente algún modo al donativo o algún fideicomiso a su legado, pueden tener las autoridades cierta fuerza legal para investigar si el clero está cumpliendo con la voluntad expresada por el donante o el causante de la manda y obrar en consecuencia, promoviendo en los tribunales la revocación del beneficio. Pero si el donante o el testador ha hecho en favor de la Iglesia pura y simple cesión de bienes o derechos, nadie tiene facultad para completar lo que supuestamente se quiso decir, en perjuicio de los eclesiásticos y sin discutir la cuestión en los tribunales. No insistiré más sobre esta cuestión ante quien seguramente es la mayor autoridad de Francia en Derecho canónico, por más que también yo -como sin duda conoce- he dedicado buena parte de mi práctica forense a pleitos sobre toda clase de beneficios eclesiásticos[11].

     Aclarado en cierta medida el componente teórico de la expropiación de los bienes de la Iglesia, pasaré a esbozar sus motivos prácticos, que es en los que mayor énfasis se pone por la Asamblea, con una sinceridad que honra a sus diputados, aunque esté lejos de justificar su conducta pues, en su sentido de oportunismo político, no es justo “hacer de la necesidad virtud”. Comprendo que la grave situación económica por la que pasa nuestro país anime a los diputados -como otrora a los monarcas- a echar mano de los bienes eclesiásticos para venderlos en beneficio del Estado, evitando así por el momento la bancarrota pública; pero tal incautación no está lejos de constituir un verdadero expolio, del que se hace víctima a la Iglesia, sin otro criterio selectivo que el de que dicha víctima es enormemente rica y carece de la fuerza necesaria para defenderse del despojo. Lo menos que podría concederse es que, como en otros tiempos, la desamortización solo alcanzase a una pequeña parte de los bienes del clero, pero no ha sido ese el criterio de la Asamblea porque -como antes indiqué- no solo se pretende sacar al reino momentáneamente de su insolvencia, sino trasladar dicha quiebra a la Iglesia, por motivos políticos y filosóficos. En efecto, la consecuencia de expropiarla sin indemnización de todos sus bienes irá acompañada, no tardando, de la de dejar en manos del gobierno civil la atención del culto y la manutención de sus ministros. Creo, Monsieur Maillane, que esa es la fórmula que en los países protestantes se implantó a partir de la Reforma del siglo XVI, la cual el tiempo y la costumbre han ido atemperando con la asunción por las comunidades religiosas del deber de sustentar por sus medios a sus ministros. Sucede, no obstante, que la tradición católica, de la que Francia ha formado parte hasta ahora, era la de que los fieles atendieran las necesidades de la Iglesia mediante los diezmos y las donaciones, entre vivos o mortis causa. Y son esas fuentes seculares de generosidad de los fieles las que ahora, de un plumazo, la Asamblea ha cegado. ¿Puede creerse que, de la noche a la mañana, los franceses se convertirán en suecos o en ciudadanos de los Estados Unidos de América para asumir sus deberes como cristianos, mediante fórmulas y criterios que les son completamente exóticos?

     Claro está que la voluntad de los diputados no es el único dato a tomar en cuenta. De todas partes de Francia llegan noticias a París de revueltas y actos de violencia por parte de los campesinos, que pretenden imponer sus designios, no siempre coincidentes con los de la Asamblea. Sin cumplir sus decretos ni esperar sus decisiones, muchos labriegos han dejado de pagar las rentas a los propietarios; los extorsionan para arrancar de sus archivos los títulos de propiedad; ignoran la obligación de pagar por redimir los derechos y servidumbres no propiamente feudales; incluso forman partidas y se asocian para partir los grandes fundos de los señores en pequeñas parcelas adecuadas para su cultivo familiar. Al miedo sentido en esta capital, y en otras ciudades, cuando las tropas del rey las rodeaban con el propósito de cercenar sus libertades recién adquiridas, ha seguido otro gran miedo, provocado por los campesinos, que asaltan los castillos y se niegan a vender el grano ya cosechado, generando así hambre y carestía. No es extraño, pues, que, haciendo -ahora sí, correctamente- de la necesidad virtud, algunos diputados se sientan impulsados a otorgar a los campesinos más necesitados lo que siempre reclamaron con justicia: la propiedad de las tierras, debidamente parceladas para que puedan ser cultivadas directamente. Y esta oportunidad, que el respeto de la propiedad privada hace inviable en el caso de las tierras señoriales, encuentra ahora una ocasión pintiparada con la nacionalización de los fundos de la Iglesia, que ya han sido incautados y no pueden permanecer por mucho tiempo bajo la administración del Estado. Con todo, yo me pregunto: ¿Cómo será posible entonces que las tierras eclesiásticas permitan cubrir con toda urgencia la inabarcable deuda nacional? ¿Cómo podrá lograrse a corto plazo que los campesinos menesterosos, que cultivarían pequeñas heredades de mera subsistencia, puedan generar cosechas copiosas, que no solo los alimenten a ellos, sino a todo el país?

     En verdad, con mis reflexiones me estaba adelantando a los acontecimientos, pues la nacionalización de los bienes de la Iglesia aún no había sido acordada, aunque la Asamblea parecía ya contar con ella en pocas semanas, a juzgar, entre otras cosas, por la creación dentro de ella del Comité Eclesiástico. Pero antes de tomar tan relevante decisión, se produjo un acontecimiento que probablemente cambió el curso de lo que ya empezaba a llamarse la revolución[12]. Me refiero al traslado de la Asamblea Nacional a París, junto con el rey y su familia, el 6 de octubre, quedando provisionalmente instalada en el antiguo palacio del arzobispo, junto a Nôtre Dame, hasta que un mes más tarde pasó a tener su sede estable en el espacio que ocupaba el picadero de las Tullerías. Ello me permitió mantener desde ese momento una relación inmediata y directa con el profesor Maillane, como también asistir a numerosas sesiones de la Asamblea y conocer o tratar a varios de los diputados que más intervinieron en los asuntos relativos a la Iglesia.

***

     Apenas llevaba tres días la Asamblea Nacional en su nueva sede del palacio arzobispal de París, cuando saltó nuevamente a discusión el asunto de la posible nacionalización de los bienes del clero. Esta vez no fue ningún diputado seglar o del bajo clero el promotor, sino uno de los obispos que habían sido elegidos para representar al primer estado: el prelado de Autun, monseñor De Talleyrand. Para quienes -como yo- no lo conocíamos, supuso una gran sorpresa que un obispo promoviese una iniciativa que era tan lesiva para la Iglesia. De cualquier forma, su argumentario era el tan discutible como manido principio de que, en el fondo, aquella no era una verdadera propietaria de sus bienes, al modo que lo eran los ciudadanos o instituciones civiles. Prueba de ello -señalaba- era que los eclesiásticos no podían disponer de ese patrimonio, que por ello quedaba amortizado, es decir, sin posibilidad de enajenarse. A mayores, la Iglesia ejercía sobre dichas propiedades una especie de usufructo o de administración, que la obligaba en buena práctica a dedicar sus frutos o rentas al sostenimiento del culto y de sus ministros y, complementariamente, a ejercer la caridad con los menesterosos. Estas restricciones a enajenar y disfrutar -opinaba el obispo de Autun- facultaban al Estado a disponer de los bienes de la Iglesia, tras nacionalizarlos, para atender el pago urgente de las deudas nacidas del déficit galopante de las finanzas del reino.

      Una vez más, expuse a Maillane mi conocida crítica a la confiscación de los bienes eclesiásticos, basada en negar a la Iglesia su condición de legítima propietaria de los mismos desde tiempo inmemorial. La prohibición general de enajenarlos, como el deber-moral o jurídico, según los casos- de afectar su posesión y beneficios al culto y sus ministros, no eran razones para desconocer ese derecho de propiedad ni, menos aún, para que el Estado se irrogara el derecho de usurparlo, por el mero hecho de que hubiese sido un pésimo administrador y en muchas ocasiones, un manirroto. A mayor abundamiento, recordé a Maillane la falsedad de entender la amortización como una prohibición absoluta de venta: ¡Cuántas veces, destacaba yo, la Iglesia ha vendido o gravado bienes propios para atender necesidades urgentes o especiales, por decisión de sus pastores y, en su caso, licencia del Santo Padre! Y nunca se ha puesto en duda la legalidad de tales actos de disposición. Ítem más, los nobles también han tenido durante siglos amortizados muchos de sus bienes, sin posibilidad siquiera de disponer mortis causa en contra del derecho de mayorazgo, consolidado inmemorialmente para mantener la prestancia de la casa noble correspondiente. ¿Y qué resolvió la Asamblea el 4 de agosto pasado, cuando abolió el mayorazgo como una parte indeseable de los antiguos señoríos? Pues, simplemente, que a partir de aquel momento los nobles dispondrían de sus bienes con equidad, en beneficio de todos sus hijos. ¿Qué supondría, según eso, el acabar con las amortizaciones eclesiásticas? Ni más ni menos que permitir civilmente que párrocos y obispos pudiesen enajenar los bienes de la Iglesia, con las limitaciones canónicas que el Papa estableciese. Eso, para el caso -en verdad, discutible- de que la amortización eclesiástica se juzgase señorial y trasnochada, lo que entiendo no responde a las razones de caridad y amor de Dios que tras ella paladinamente se encuentran. Y, en cuanto a la ayuda que la nación puede tener la esperanza de hallar en su iglesia, bastaría con la resolución de que los bienes de esta tributasen los impuestos pertinentes -cosa que actualmente no merece ni discutirse-, así como mantener la práctica inveterada de los donativos gratuitos para atender las necesidades civiles más perentorias, siempre previo acuerdo del Estado y la iglesia de Francia, como esta ha venido haciéndose con evidente generosidad.

     Maillane me agradeció las observaciones críticas precedentes, indicándome que no eran muy diferentes de las de muy destacados miembros de la Asamblea elegidos por el primer estado, como el arzobispo de Aix, monseñor Boisgelin, o los famosos y respetados abates Maury y Sieyès. Me ponía en antecedentes de que monseñor Talleyrand había sido en años anteriores uno de los llamados “agentes generales del clero”, es decir, los defensores de los bienes eclesiásticos ante la administración y los tribunales, así como uno de los más espléndidos dadores del donativo gratuito al rey, que alcanzó más de quince millones de libras en el año 1782, cuando nuestra nación combatía duramente contra Inglaterra. Finalmente, el profesor Maillane me hacía saber sutilmente que su punto de vista no era muy diferente del de Talleyrand, siempre que se encontrase una fórmula satisfactoria para Iglesia y Estado, a fin de que la expropiación de los bienes de aquella no supusiera la privación de lo más necesario. “Tal vez una nacionalización parcial fuese lo más correcto -concluía-, pues con los siglos el clero ha ido atesorando propiedades excesivas y, lo que es aún peor, inútiles, en manos de terceros o muy mal administradas”. Y añadía:

     Actuando en la Asamblea, si se quiere resultar eficaz, no hay más remedido que despojarse de la toga del profesor o del magistrado, y adquirir la ductilidad y la sensatez del buen político. En el caso del obispo de Autun, el despojo incluye también el de la mitra y el báculo. No me cabe duda de que, a trueque de tanto desprendimiento, Monseñor De Talleyrand podrá correr más desembarazadamente hacia la notoriedad y la fortuna.

     Dos días después del aldabonazo de Talleyrand, el famoso tribuno Mirabeau -que se había hecho un muy destacado hueco entre los más influyentes políticos y grandes oradores de la Asamblea- presentó al fin una moción para que fuesen nacionalizados los bienes del clero. Maillane me hizo llegar un resumen del famoso discurso de aquel del 12 de octubre, que produjo un gran efecto en el auditorio pero que, en mi opinión, estaba lleno de errores y embaucamientos. Sus líneas maestras eran las siguientes:

·         Solicitó que la Asamblea decretara que la propiedad de los bienes eclesiásticos pertenecía a la nación, de modo que esta pudiera disponer de ellos y proveer a la manutención de los pastores.​

·         Propuso que el salario mínimo de los curas no fuese inferior a 1.200 libras anuales, asegurando así la subsistencia del clero secular mientras se apropiaba la riqueza eclesiástica para enfrentar la crisis financiera del Estado.​

·         Sostuvo que el clero como tal ya no existía como un "orden", que la propiedad eclesiástica era equivalente a una sucesión sin herederos y que, por tanto, podía ser reclamada por el Estado. Además, citó precedentes en los que el rey —como en 1749 Luis XV— limitó las facultades del clero para recibir bienes y llegó a confiscar propiedades de órdenes religiosas expulsadas de Francia, como la Compañía de Jesús.

 

Retrato del conde de Mirabeau

     Si bien se mira, aparte de desatinos legales fácilmente rebatibles, Mirabeau revelaba un malicioso interés por la fijación a los eclesiásticos de una renta perfectamente prefijada -cuando todo lo demás de la cuestión permanecía en la oscuridad-, en una cantidad mínima que venía a suponer casi el doble de lo que hasta entonces venían percibiendo los párrocos más pobres a cargo de los bienes de la Iglesia[13]. Recuerdo que, en conversación con Maillane, le manifesté mi admiración por la astucia del diputado, al colocar en la portada de su proyecto de ley un sueldo generoso para el clero, que engatusaría a sus representantes y los llevaría a votar a favor de la propuesta, para no enfrentarse con quienes los habían elegido. Mi profesor refutó mi pronóstico, si bien hubo de reconocer que Mirabeau había obrado con gran inteligencia. Se expresó así:

     Puede usted estar seguro de que la mayoría de los diputados del clero votarán en contra de la nacionalización, pero no es menos cierto que habrá dos importantes minorías que, o bien votarán a favor, o bien eludirán comprometerse, absteniéndose o  no acudiendo en su día a votar en la Asamblea.

     Me atreví a pedirle que me adelantase cuál sería su posición en esa votación futura y, para el caso de que fuese favorable, qué condiciones y sugerencias haría para que la ley fuese aprobada con un texto lo más justo posible. Maillane no puso reparo alguno en satisfacer mi curiosidad, sino que se manifestó de la siguiente forma:

     No olvide que soy diputado por el tercer estado en la circunscripción de París y, aunque nuestro amigo el obispo de Autun promovió con éxito en su momento la supresión del mandato imperativo[14], no considero que deba apartarme del general sentir del pueblo, salvo que una resolución repugne a mi conciencia, lo que no es el caso de esta. En consecuencia, presentaré a la Asamblea, como miembro del Comité Eclesiástico, una propuesta que evite los mayores excesos de la nacionalización a fin de preservar la función social y espiritual de la Iglesia. En mi opinión, una ley justa debería incluir las siguientes modulaciones: Primera, la nacionalización no debe suponer la inmediata desposesión de los bienes, en particular, cuando sirvan al alojamiento de sus actuales ocupantes. Segunda, deben negociarse compensaciones inmediatas y concretas de los bienes que se expropien, como podría ser el que la Iglesia recibiese una parte moderada del precio de venta de aquellos. Tercera, debe evitarse la venta total e indiscriminada de los bienes eclesiásticos, excluyendo de la expropiación aquellos que sirvan a la subsistencia del clero parroquial y a la de las órdenes religiosas de beneficencia o caridad. Y cuarta, respecto de los bienes eclesiásticos que no se enajenen, el Estado podría mantener el control y reorganización de su administración por los eclesiásticos beneficiarios. Esas son condiciones muy razonables, aunque me temo que la ley no las acoja, a juzgar por el extremismo que aprecio entre los diputados de mi estado. De cualquier manera, le ofrezco la posibilidad de asistir desde la tribuna a alguna de las sesiones. Prometen ser muy interesantes y supongo que durarán varias semanas.

     La inadecuación y provisionalidad de la sede de la Asamblea en el palacio arzobispal dificultaron decisivamente el que pudiera lograr asistir a las sesiones de la misma, salvo a una de ellas, en la que se enfrentaron las tesis contrarias del abate Maury y el abogado normando Thouret. Este último defendió que todos los bienes de la Iglesia fuesen puestos a la venta, pero debidamente parcelados y con un sistema de pago aplazado del precio, de modo que se pudieran hacerse con ellos las clases menesterosas.

     La discusión del decreto de nacionalización de los bienes eclesiásticos, iniciada el 13 de octubre, concluyó con su votación, el día 2 de noviembre. Teniendo en cuenta que una buena parte de los representantes de la nobleza y del clero[15] habían ido perdiendo interés por asistir a las deliberaciones de la Asamblea desde que esta empezó a reunirse en bloque, no por estamentos, puede decirse que fue una de las votaciones con mayor participación de cuantas se celebraron en aquellos años: un total de novecientos cincuenta y cuatro diputados -si no me equivoqué con la cuenta- emitieron su parecer, de manera nominal, no ya por estados, lo que hizo casi imposible determinar cuántos nobles o clérigos votaron a favor. Lo que sí es seguro es el resultado final: 578 votos favorables a la incautación, 346 contrarios y 40 abstenciones. Posteriormente, Maillane me ofreció su impresión: Apenas hubo unos cuantos nobles que se inclinaron por el sí; los populares masivamente votaron a favor y, en cuanto a los eclesiásticos, los obispos y otras dignidades optaron por la negativa, pero casi la mitad de los representantes del bajo clero la apoyaron. Se ve que la generosa oferta de sueldo hecha por Mirabeau había surtido efecto.

     Por lo demás, el contenido del decreto -en gran parte, obra de Talleyrand, según me informó Maillane- era muy escueto y poco preciso como texto legislativo, salvo en lo concerniente a la dotación para los miembros más bajos del clero, que podían sentirse satisfechos de cómo habían salido de aquella vergonzosa incautación. En todo caso, quedaba claro que las buenas componendas sugeridas por los moderados habían sido rechazadas en su totalidad. Los detalles habrían de quedar para alguna norma posterior, con el grave inconveniente, entre otros, de que la entrada en vigor de la nacionalización no se aplazaba hasta que estuvieran prestas las partidas presupuestarias para subvenir a los gastos y necesidades eclesiásticas. De aquí derivarían perjuicios para la Iglesia y buenas oportunidades para que sus enemigos políticos le causaran daños irreparables, como tendré ocasión de exponer cuando, en el capítulo siguiente, me refiera a la supresión de la mayoría de las órdenes religiosas en Francia.

     Dada su brevedad, inserto aquí el decreto de la Asamblea de 2 de noviembre, cuyos dos artículos quedaron redactados como sigue:

     1º. Todos los bienes eclesiásticos quedan a disposición de la nación[16], con la carga de proveer, de una forma conveniente, a los gastos del culto, al mantenimiento de sus ministros y al alivio de los pobres, bajo la vigilancia y de acuerdo con las instrucciones de (las autoridades de) las provincias.

     2º. En las futuras disposiciones para atender al cuidado de los ministros de la religión, no podrá fijarse como dotación de ningún sacerdote menos de 1.200 libras anuales, excluidos el alojamiento y los huertos que de él dependan.

 

 

5.      El largo camino hacia la Constitución Civil del Clero

 

Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo


·         17-12-1789. Treilhard, presidente del Comité Eclesiástico de la Asamblea Nacional, presenta una moción en pro del cierre de los conventos, liberando a frailes y monjas de sus votos, en especial, los solemnes y perpetuos.

·         17-12-1789. Martineau, diputado y miembro del Comité Eclesiástico, presenta un informe sobre la Constitución Civil del Clero, ya en estudio.

·         19/21-12-1789. Se acuerda por vez primera poner a la venta los bienes nacionalizados procedentes de la expropiación a la Iglesia.

·         22-12-1789. Se acuerda, dentro de los estudios acerca de la Constitución Civil del Clero, que obispos y párrocos sean designados por los ciudadanos mediante elección, con criterios coincidentes a los de las Asambleas departamentales.

·         6-02-1790. El Comité Eclesiástico empieza formalmente el estudio global de la Constitución Civil del Clero.

·         13-02-1790. La Asamblea Nacional acuerda la nulidad de los votos monásticos y la supresión de las Órdenes religiosas, con excepción de las dedicadas a labores educativas, hospitalarias y de caridad en general.

·         15-03-1790. Nuevo impulso a la venta de los bienes antes eclesiásticos.

·         17-03/9-07-1790. Periodo de discusión y elaboración en la Asamblea Nacional de la Constitución Civil del Clero y el consiguiente presupuesto para implementarla.

·         22/29-03-1790. El papa Pío VI manifiesta su oposición a las decisiones de la Asamblea Nacional francesa acerca de la supresión monástica y de las previsiones de la futura Constitución Civil del Clero; una oposición que por el momento no se hará pública, a ruego personal del embajador de Francia, cardenal Bernis.

·         1-04-1790. Creación de los asignados, originales títulos de la deuda con la garantía de los bienes eclesiásticos incautados y forma de pago de las deudas para con la Administración.

·         4-05-1790. Aprobación de la ley general sobre la venta de bienes eclesiásticos que, en lo sustancial, regirá dicha operación a todo lo largo de la Revolución.

·         20-05-1790. El Comité Eclesiástico termina su estudio de la Constitución Civil del Clero, que presenta a la Asamblea para su discusión y eventual aprobación.

·         Mayo de 1790. Se desarrolla una venta masiva de bienes eclesiásticos, incluso por encima de los 400 millones de libras inicialmente acordados. Discusión sobre la conveniencia de que los bienes sean vendidos en pequeños lotes para que puedan ser adquiridos por agricultores modestos, para su cultivo directo.

·         1-06/9-07-1790. Discusión de la Constitución Civil del Clero por la Asamblea Nacional.

·         10-07-1790. Llega a manos del rey Luis XVI un sumario confidencial del papa, que rechaza severamente la política y medidas de la Asamblea Nacional respecto de la Iglesia católica.

·         12-07-1790. La Asamblea Nacional aprueba por gran mayoría la Constitución Civil del Clero, pero los representantes de este se manifiestan mayoritariamente en contra.

***

     Pocos días después de aprobarse la nacionalización de los bienes eclesiásticos, el conde de Mirabeau, en la cima de su fama y su prestigio, recibió un sofión inesperado de la Asamblea. Aunque la norma aprobada el 7 de noviembre no iba dirigida expresamente contra nadie, era obvio que la prohibición de simultanear los cargos de diputado y de ministro afectaba particularmente al gran tribuno, que era de los poquísimos diputados tan bienquistos por el rey, como para incorporarlos al Gobierno, en concreto, como titular de Hacienda. Maillane me lo comentó en los pasillos del palacio arzobispal, de donde la Asamblea estaba a punto de partir para su nueva sede en las Tullerías. Tenía una sonrisa maliciosa cuando dijo:

-          Mal día para Mirabeau quien, pese a su listeza, no esperaba que sus colegas le cortasen las alas en su objetivo, cada día más evidente, de jugar a dos barajas, la del rey y la del pueblo.

-          Yo no entro -repliqué- en esos entresijos políticos, pero me alegro del revolcón, por su manera falaz de presentar la confiscación de los bienes del clero como una medida de lo más jurídica y conforme con la tradición de las leyes anteriores, en especial, de la época de Luis XV.

     Mi interlocutor se percató entonces de que el diputado a quien criticábamos se hallaba próximo a nosotros. Sin pedirme parecer, Maillane me cogió del brazo y me fue llevando mientras conversábamos hasta el grupito en que Mirabeau se hallaba, como era su costumbre, comentando algún asunto con voz tonante. Mi profesor esperó a que el orador parase para tomar aliento y, con voz meliflua, le aclaró, ante mi sorpresa:

-          Señor conde, permita que le presente al antiguo alumno mío, del que le he hecho mención algunas veces al exponerle temas canónicos. Como profesor y abogado de prestigio, está muy versado en las medidas restrictivas en materia religiosa tomadas en tiempos del ilustre abuelo de nuestro rey.

     Mirabeau captó al momento la ironía en la alusión a Luis XV y, contra lo que yo esperaba, hizo un alto en su perorata a los otros diputados y me estrechó la mano con una efusión casi dolorosa.

-          Estoy seguro de que su ilustre amigo -dijo dirigiéndose a Maillane- habrá sabido disculpar mi atrevida analogía de las decisiones tomadas hace varias décadas con las que ahora hemos de adoptar. Posiblemente habría sido mejor presentar la nacionalización completa de los bienes del clero como una medida tan nueva, como lo es nuestra revolución -si se me permite denominarla así-, y fruto de la necesidad económica en que se halla la nación, más que de ideas filosóficas que pretenden reducir la fuerza de la Iglesia a unos niveles moderados y puramente espirituales.

     A partir de esta introducción, Mirabeau fue entrando en calor, subiendo el tono y disertando, como si estuviera ante la Asamblea, acerca de la excesiva masa de bienes de que la Iglesia disfrutaba, de lo poco que muchos de ellos servían para cumplir sus píos objetivos y de lo justo del compromiso asumido por el Estado de atender suficientemente las necesidades del culto y de sus ministros. En un momento de respiro, le pregunté directamente, tratando de hacerle descender al mundo de lo concreto:

-          ¿Se sabe con precisión cuál es el alcance de todos los bienes nacionalizados y el valor en que podrían tasarse? Y ¿cuánto se cree que habría de importar en el próximo presupuesto la partida para atender el culto y a sus ministros?

     Aunque me consta que Mirabeau -como su padre- era una persona que conocía bien la economía del país y sus exigencias financieras, se quedó cortado y me miró con una extrañeza en la que yo quise interpretar el reproche de un gran hombre que, en medio de una exposición de magnas ideas, se ve interpelado por una persona vulgar que le pregunta por cuestiones prácticas de pura intendencia. Antes de que me contestase, Maillane nos advirtió de que acababan de llamar a los diputados para reanudar la sesión de la Asamblea. Mirabeau hizo un gesto de disculpa y se despidió de mí con estas palabras:

-          Me ha sido muy grato charlar con usted. Quedo a su disposición para continuar la conversación en el punto en que tenemos que cortarla… Maillane puede servirnos de intermediario para una nueva entrevista, aquí o en lugar más tranquilo.

     Podría, para presumir, imaginar el encuentro ofrecido, pero la verdad es que no llegué a hablar nuevamente con Mirabeau, a quien solo volví a ver desde la tribuna de la Asamblea. Lo cierto es que, ni yo solicité de Maillane que nos sirviese de enlace ni, por supuesto, su ilustre colega volvería a acordarse de aquel modesto letrado que se desenvolvía a mitad de camino entre las leyes antiguas y las hodiernas preocupaciones.

*** 

Retrato del papa Pío VI

     No tardarían mucho en empezar a imponerse las prosaicas cifras matemáticas, aunque también encubrían, en mi opinión, tendencias políticas y filosóficas claramente contrarias a la Iglesia. A primeros de diciembre de 1789, me hizo una visita en mi casa un Maillane bastante más nervioso de lo que en él era habitual.

-          Fayard, me dijo, estoy empezando a sospechar que, aprovechando la dependencia del clero de la generosidad presupuestaria del Gobierno, va a producirse un doble efecto, que colocará a la iglesia de Francia en una situación de dependencia del poder civil, no lejana de la sumisión plena. De una parte, van a adoptarse todas las medidas posibles para reducir al máximo la cantidad que el Estado haya de desembolsar para atender las necesidades de culto y clero. De otra, va a aprovecharse la dependencia económica de la Iglesia respecto del Estado, para separar a nuestra católica nación de la Iglesia universal, extremando el galicanismo secular que nos ha venido caracterizando.

     De manera un tanto excesiva, me eché a reír y repliqué desdeñosamente:

-          ¿Qué otra cosa esperaba usted de la radical confiscación de los bienes de la Iglesia y de la obligación asumida por el Estado de reemplazar sus rentas con partidas del presupuesto? Cualquier persona avisada y con conocimientos históricos podría haber llegado a esas conclusiones. Experiencias hemos tenido en Francia, en Austria y en otros países, de las que la actual en nuestro país solo se diferencia por su magnitud y por la radicalidad de las ideas de los más influyentes de nuestros diputados, que no están lejos de aspirar a la descristianización de la hija primogénita de la Iglesia[17], considerándola una señal de libertad y de progreso.

     El profesor se sintió sin duda molesto por mis palabras que, en lo que a él atañía, resultaban un tanto injustas. Con todo, no quiso polemizar y prosiguió con lo que era motivo de su visita:

-          El diputado Martineau lleva ya muy avanzado un borrador de lo que va a llamarse la Constitución Civil del Clero[18]. Será el texto legal que regulará las relaciones políticas y económicas del reino de Francia con la Iglesia católica, en sustitución del viejo acuerdo de 1516. Hasta aquí, todo normal y aún necesario, si bien…

-          Si bien, profesor -le interrumpí-, con la pequeña diferencia de que no nos tomaremos la molestia de recabar la intervención y la aquiescencia del papa; y, además, sin necesidad de combatir en Marigny[19].

-          Eso está por ver -rezongó Maillane-, pero, por lo pronto, la CCC será discutida y aprobada por la Asamblea sin presencia de representantes papales, como no se tenga por tales a los obispos y sacerdotes que tienen la condición de diputados. En fin, me he permitido traerle algunos documentos para su estudio, rogándole que los ponga en relación con el número actual de miembros del clero, monasterios y parroquias que hay en todo el país. No pretendo unas cifras exactas -cosa imposible-, sino una aproximación que me permita responder con conocimiento de causa a las propuestas de mis colegas del Comité Eclesiástico.

     Recibí los aludidos papeles y me comprometí a cumplir lo interesado, a la mayor brevedad posible. Maillane me lo agradeció vivamente y se despidió con estas palabras:

-          En mayo, entré a los Estados Generales con la convicción de que podríamos hacer muy poco. Ahora tengo la sensación de que podemos estar llegando demasiado lejos.

***

     Los documentos que me fueron entregados implicaban importantes avances en el futuro contenido de una ley que ni siquiera había empezado a discutirse todavía. Muy pronto se confirmarían tales adelantos. El presidente del Comité Eclesiástico, Treilhard, presentaría el 17 de diciembre una moción a la Asamblea, sugiriendo la liberación a los monjes y monjas del deber de cumplir sus votos monásticos, cerrando seguidamente los conventos y compensando a los religiosos exclaustrados con una cantidad, hasta que encontrasen un medio de subsistencia. No había en tal propuesta ninguna intención antirreligiosa explícita, sino que se argumentaba con la libertad individual y la conveniencia de dar una salida realista para aquellas comunidades monacales que, al incautarse el Estado de sus conventos y abadías, no podrían sostenerse. Con todo, de forma apenas velada, Treilhard evidenciaba su opinión de que los clérigos regulares contemplativos eran miembros inútiles de la sociedad, dado que excluía de la supresión de las Órdenes religiosas a las que se dedicasen a labores útiles -enseñanza, atención de hospitales- o de caridad. Ahora comprendía el interés de Maillane por los números, dado que era un objetivo primordial de muchos diputados el de reducir cuanto se pudiera el número de clérigos y, por derivación, el de sueldos o pensiones para atenderlos.

     Por su parte, en el informe general de Martineau acerca de la futura CCC, ya aparecía insinuado uno de los puntos más insólitos y rebatibles de la misma: El de que los obispos y los párrocos fuesen nombrados por el Estado, con base en criterios electivos similares a los empleados para designar a las autoridades civiles. Era una de tantas consecuencias de que los clérigos cobrasen sus emolumentos al modo en que los percibían los empleados públicos: El que paga manda, como tajantemente reconoce el refrán.

     En fin, me puse a la tarea de precisar en lo posible el montante de instituciones religiosas y de clérigos existentes en Francia, así como del enorme recorte que implicaría acabar con las comunidades monásticas de vida contemplativa. Las cifras que ofrecí al profesor Maillane fueron, en esencia, las siguientes[20]:

·         Las diócesis son 139, de las que 18 tienen la consideración de archidiócesis. El número de obispos y arzobispos coincide sustancialmente con el de las diócesis.

·         Francia cuenta con un total aproximado de 40.000 parroquias, atendidas por unos 70.000 párrocos y vicarios.

·         Las Órdenes religiosas comprenden un total de 23.000 monjes y 37.000 monjas: es decir, unos 60.000 religiosos.

·         La cifra global de abadías, conventos y monasterios diverge bastante, según las fuentes que se consulten: entre 500 y 700 comunidades. Poniendo en relación este número con el de monjes y monjas, daría un resultado promedio de entre 85 y 120 clérigos por comunidad, que me parece excesivo, a no ser que se considere integrantes de la congregación a los legos, postulantes y novicios.

·         No me es posible ofrecerle un dato preciso del número de monjes y monjas que vienen dedicándose a todas aquellas actividades benéficas, que justificarían en su momento -según el proyecto del diputado Treilhard- el que sus comunidades fuesen respetadas. Sí puedo afirmar que, computando tan solo los que se ocupan de los hospitales y las escuelas, su número es no menor de los 30.000. Observe usía que los hospitales de Francia están prácticamente en manos de clérigos, mientras que los centros docentes religiosos atienden como a un sesenta por ciento de nuestros estudiantes. En cualquier caso, con el proyecto del diputado Treilhard, los frailes y monjas de Francia quedarían reducidos a algo más de la mitad, disminución que resultaría muy superior en las aldeas y en los campos, donde apenas mantienen los monjes hospitales ni escuelas.

***

     El día 6 de febrero de 1790 comenzó formalmente en el Comité Eclesiástico la discusión sobre la CCC. En consecuencia, dada la importancia y dificultad del tema a estudiar, Treilhard solicitó y obtuvo de la Asamblea, al día siguiente, que el número de miembros del Comité pasara de quince a treinta. Consecuencia de la elección de los nuevos miembros fue la de que los eclesiásticos quedaron en franca minoría, cosa decisiva porque los nuevos integrantes eran en su totalidad filósofos imbuidos de ideas muy negativas hacia la Iglesia tradicional y la autoridad del papa. Maillane me lo valoró así:

     A partir de ahora, estoy convencido de que el Comité hablará con una sola voz y, si alguien la levanta por encima del resto, serán diputados, como Treilhard y Thouret, que son decididamente anticlericales. Yo me siento en sintonía con Lanjuinais, cuya valentía y libertad de criterio le permiten mantener una postura equilibrada y ajustada a su gran valor como jurista. Expilly y Martineau son también hombres valiosos. De los clérigos, Maury y Montesquiou están chapados a la antigua, Talleyrand es un arribista en quien no se puede confiar y Grégoire tiene ideas avanzadas que no siempre se compadecen con su conciencia. El arzobispo de Aix[21]es un prodigio de conocimiento y moderación, pero, al estar tan en minoría en el Comité, me parece que tendrá que intentar influir fuera de este en sus compañeros del clero, sobre todo, en los obispos que no son diputados.

     En paralelo a la discusión del proyecto de CCC, se realizaron los cálculos para precisar en lo posible el valor de los bienes incautados a la Iglesia, que se cifró, solo para los inmuebles, en unos tres mil millones de libras, suficientes por si solos para cubrir el enorme déficit de las finanzas públicas. No obstante, para evitar su devaluación de ponerlos a la venta simultáneamente, se optó por irlos colocando en el mercado de manera paulatina -de entrada, por valor de unos 400 millones- y, en cuanto al resto, serviría de garantía para una gran emisión de deuda pública, a través de unos títulos -llamados asignados- que devengarían un interés del cinco por ciento anual, sirviendo así mismo de medio de pago por su valor nominal en las relaciones con la administración. Preciso todo esto para ponerlo en relación con el cálculo que en el Comité se ha hecho sobre cuánto dinero sería necesario presupuestar para cumplir el primer año con los previstos deberes para con el culto y el clero: 133 millones de libras, es decir, la tercera parte del valor de los bienes que van a ponerse en venta ahora. Ello significa que el Estado podría tener que pagar a la Iglesia en menos de treinta años todo lo que habría obtenido de la venta de sus activos, y aún tendría que seguir pagando más, año tras año, de mantenerse el compromiso vigente. Le he transmitido estos cálculos a Maillane, con el comentario de “el corto y el largo plazo, o pan para hoy y hambre para mañana”; y el profesor me ha replicado: “Cuando las necesidades presentes son tan agobiantes, ¿quién es tan previsor como para pensar en un remoto futuro?” Seguramente tiene razón.

***

-          ¿Y el papa? ¿No tiene nada que decir acerca de todos estos atentados contra la Iglesia y contra los históricos acuerdos entre la Santa Sede y el Reino de Francia?

     Ante mi pregunta, Maillane se encogió de hombros, antes de contestar:

-          Todo son rumores, aunque bien es de imaginar que el pontífice estará en desacuerdo con lo que se está cocinando en el Comité Eclesiástico. Nuestro embajador en Roma, el cardenal Bernis, tiene orden de aplacar las iras papales y pedir a Su Santidad que contemporice en lo posible y aplace posibles condenas hasta que la CCC efectivamente sea aprobada, pero quienes lo conocen bien opinan que, lejos de acatar tales instrucciones, el cardenal hace lo que puede por animar a Pío VI a que condene públicamente las tareas de la Asamblea. De hecho, hay cierta indignación entre bastantes diputados, que dicen estar informados de que el papa ya ha reprobado varias de sus decisiones en materia eclesiástica y solo lo mantiene por ahora en reserva, para no perjudicar la posición del rey ni dar motivo para que el Estado francés apoye las reclamaciones de los aviñoneses, que quieren integrarse a todos los efectos dentro de Francia[22]. En todo caso, estos titubeos obligan a los diputados del clero a ser muy circunspectos para no ser más papistas que el papa, como suele decirse. Es el caso del arzobispo Boisgelin y del obispo Bonal[23].

-          A este paso -aventuré yo-, sucederá lo que con la incautación de los bienes eclesiásticos, que están siendo puestos a la venta con gran participación de católicos en las subastas.

     Maillane se sonrió con picardía y me replicó:

-          Algunos consejos he oído de clérigos de prestigio, en el sentido de que los fieles se abstengan de pujar por tales bienes, pero también los hay en sentido contrario, y de personas muy distinguidas…, como la reina, según se dice[24].

     Por supuesto que no era solo María Antonieta quien consideraba un buen negocio la compra de bienes nacionales procedentes del despojo del clero. Los diputados más versados en temas económicos habían fijado el precio de salida de las tierras subastadas en veintidós veces la renta que se viniese pagando por sus cultivadores. Era un precio bajo, pensado con el objetivo de que las subastas no quedasen desiertas, y tanto más favorable a los compradores, cuanto que estos tenían hasta doce años para pagar a plazos el precio del remate. Sucedió, así, que las municipalidades no se vieron obligadas, por lo general, a parcelar las heredades en venta, pues había compradores que las adquirían completas, sin necesidad de que se procediera a enojosas divisiones. En consecuencia, quedó en agua de borrajas la previsión del preámbulo de la ley general de venta de los bienes eclesiásticos, cuando afirmaba que se produciría “el feliz incremento del número de propietarios, sobre todo, entre los habitantes del campo”. Así mismo, la facilidad de las ventas por precios bastante mayores al de salida impulsó a los responsables de la Hacienda a olvidar el límite de los 400 millones de libras, liquidándose de entrada más tierras de lo inicialmente previsto. Ciertamente, hubo enfado y manifestaciones entre el campesinado, en especial, en el sur del país, al ver cómo pasaban las tierras, de los señores eclesiásticos, a los burgueses y campesinos terratenientes, y esa indignación fue también alimentada por las noticias que llegaban de París, relativas al desprecio con el que se comportaba la Asamblea Nacional con la autonomía de la iglesia de Francia.

***

     Entre unas cosas y otras, el Comité Eclesiástico concluyó su proyecto de ley de la CCC el 20 de mayo y, dos días después, fue presentado formalmente a la Asamblea. Maillane me entregó una copia del texto, a fin de que lo leyese críticamente y le señalase aquellos puntos que pudiesen resultar pasables, aunque inconvenientes, así como aquellos otros que pudiesen considerarse intolerables desde el punto de vista canónico; y; aún en estos últimos casos, los que no merecería la pena hacer de ellos casus belli, por su menor transcendencia práctica. Solo la fijación de tan sutiles diferencias me puso sobre la pista de su escaso ímpetu combativo, al sobreponerse su tolerancia y pragmatismo a la mentalidad de un católico curtido brillantemente en el Derecho canónico.

     Estaba enfrascado en la tarea que me había sido encomendada, cuando mi mandante me hizo llegar una nota, fechada el 29 de mayo, en la que me avisaba:

     Por si le resulta útil para su trabajo, le comunico que el día de hoy el diputado, obispo Bonal, encabezando a otros cuantos representantes, ha presentado un óbice a que la Asamblea entre a discutir y, en su caso, aprobar la CCC, antes de que se pronuncie favorablemente sobre ella, bien el Santo Padre, bien un concilio general de la iglesia de Francia. Desde ahora, le advierto que semejante moción, con independencia de su pertinencia canónica, tiene muy pocas posibilidades de prosperar.

     Maillane estaba en lo cierto. La Asamblea rechazó la iniciativa de Bonal y el día 1º de junio inició su extensa y, en ocasiones, violenta discusión de la CCC, que sería finalmente aprobada el 12 de julio, en los términos que recogeré en el capítulo siguiente. Pero antes he de exponer el resultado de mi encomienda, a lo que me aplico en lo que sigue:

     No se le ocultará, profesor, que la propia existencia de una Constitución Civil del Clero, con independencia de su extensión y contenido, supone una violación de la autonomía canónica de la Iglesia, que tradicionalmente se ha considerado imprescindible para el cumplimiento de su labor espiritual -así teológica, como moral- sobre los fieles, siempre sobre la base de la autoridad suprema y el magisterio del Romano Pontífice. Dejar en manos del poder civil las potestades de orden y jurisdicción acabará con la libertad de la Iglesia, incluso en aquellas materias en que se solapan cuestiones de canon y de doctrina. Estas consideraciones se agravan con la CCC actualmente en estudio, ya que su amplitud y su profundidad quedan bien a las claras en el proyecto sometido a la consideración de la Asamblea Nacional, como también es sintomático que no se contemple temperamento ninguno de lo que en ella se apruebe, al haber sido previamente rechazado el someter su decisión a discusión o refrendo, bien por el Papa -como sería lo propio-, bien por la iglesia de Francia, reunida en concilio nacional.

     Me he permitido, ante el trabajo tan urgente y puntilloso que usía me ha encargado, hacer alguna consulta, como cosa mía, al respetable canonista Gabriel Nicolás Maultrot[25], con quien me une buena amistad, cimentada como abogados ante el Parlamento de París. Monsieur Maultrot, como seguramente conoce, es jansenista[26]. El susodicho me ha manifestado sin ambages que el proyecto de CCC da lugar a un cisma de la iglesia francesa, si es que se aprueba sin modificación el juramento de ”mantener con todo su poder la constitución decretada por la Asamblea Nacional”, el cual se exigirá a todos los obispos y párrocos de Francia antes de tomar posesión de sus cargos. Así mismo, rechaza la legitimidad de que los obispos y párrocos sean elegidos por la asamblea electoral de ciudadanos de su departamento o distrito, como si se tratara de autoridades o funcionarios de carácter civil. No es extraño que el señor Maultrot no haya hecho énfasis, en cambio, en el golpe que la CCC propina a la jurisdicción papal, pues es bien sabido que los jansenistas ven con buenos ojos la limitación del poder del romano pontífice.

     Desde mi propio punto de vista, la objeción más grave que puede hacerse al proyecto de CCC es la de que atenta gravemente contra la libertas Ecclesiae, en su doble aspecto: la preeminencia de la autoridad eclesiástica, no solo sobre las cuestiones espirituales, sino también sobre las temporales que están directamente conectadas con aquellas, como puede ser el nombramiento de las potestades de la Iglesia. Aunque el texto consultado no contiene una prohibición expresa de la apelación a Roma, las referencias existentes al recurso al poder civil en las discrepancias entre obispos y metropolitanos, así como de los párrocos con su obispo, permiten colegir que se cerrará el acceso de los clérigos franceses a la apelación al papa; y no solo eso, sino que se pretende que el supremo recurso en materia de nombramientos y disciplina religiosa quede en manos de las autoridades y tribunales civiles.

     Si lo que acabo de escribir recoge la objeción más grave contra la CCC, lo que ahora diré alude a lo más llamativo y escandaloso de dicho proyecto de ley. Me refiero a que los obispos y párrocos sean designados por votación de un cuerpo electoral análogo al que elige a las autoridades civiles, sin exclusión de los electores no católicos ni de quienes están apartados de la Iglesia. Bien sabe, profesor, que las interferencias del poder civil en los nombramientos eclesiásticos son conocidas de antiguo, pero, sobre considerarse moralmente improcedentes, han contado siempre con el paliativo de necesitar el refrendo papal al candidato propuesto que, de no darse, mantenía su nombramiento en suspenso. En la futura CCC esto queda expresamente excluido; de modo que el papa ha perdido totalmente la facultad de nombrar a las jerarquías católicas de Francia, y parece deducirse que ya no contará tampoco con el derecho a suspenderlas o deponerlas, en el caso de que juzgue que incumplen gravemente sus deberes pastorales. De hecho, en el título IV de la CCC, al tratar del incumplimiento por los clérigos del deber de residencia, se asigna a las autoridades civiles la facultad de tenerlos por cesados y proveer a la designación de un sucesor.

     Mención especial se viene haciendo al juramento que los eclesiásticos habrán de hacer -aunque, por ahora, estarán alcanzados expresamente solo los obispos y los párrocos- de cumplir con unos deberes que son puramente civiles: ser fieles a la nación, a la ley y al rey y sostener con todo su poder la Constitución decretada por la Asamblea Nacional y aceptada por el rey. Si las fidelidades que se les exige no pasan de ser un deber legal y moral de todo ciudadano -sea clérigo o seglar-, la referencia a la Constitución viene a ser rechazable, al menos, por dos conceptos: el de obligar a defenderla con todo el poder de que se disponga -por tanto, usando en su caso de las potestades eclesiásticas-, y el de jurar defender algo que todavía no existe y, por tanto, nadie sabe lo que dispondrá. Viene a someterse, así, la conciencia del juramentado al capricho de la mayoría de los diputados, con tanta fuerza, que quien no jure no podrá ejercer su ministerio pastoral. No hay manera más evidente de incluir a los sacerdotes en la grey de los empleados públicos, cuya esencia y cometido no es otro que el de ejecutar las leyes, empezando por la más noble y elevada de ellas, que es la Constitución, cuandoquiera que llegue a aprobarse por la Asamblea y se acepte por el rey.

     Concluiré mi crítica general con la desaforada facultad que la Asamblea se atribuye para organizar la estructura de la iglesia de Francia, con una doble función que, en términos coloquiales, califico de tala y de poda. Corresponde la tala, según el texto del proyecto, a todos los títulos y oficios que no sean acogidos expresamente en la CCC, entre los que destacan los canónigos y prebendados de los cabildos catedralicios, la mayor parte de las capellanías, las dignidades individuales o colectivas de las abadías y prioratos, así como la dignidad de arzobispo -aunque persiste algo parecido, bajo el nombre de metropolitano- y la de cardenal, al no ser expresamente recogida en el texto. La poda se refiere a la drástica reducción de los antiguos arzobispados, ahora minorados a diez, y de las diócesis, reducidas a 83, para ajustarse al número y extensión de los nuevos departamentos en que se estructura la administración civil. Es de suponer que también las parroquias experimenten una importante merma, al no admitir más que una por ciudad que no rebase los seis mil feligreses. Se empeña la CCC en fijar el número de vicarios, ayudantes de los obispos, profesores de los seminarios, etcétera como lo haría con los servidores del Estado, y por muy buena razón -aunque prosaica-: Tener que presupuestar los sueldos y pensiones del clero que, ya que son bastante generosos, se procura que sean los menos posible. Nada hay de provisional, ni nada se deja para una reflexión más meditada: El texto dispone que todos los títulos y oficios, todos los beneficios y prestimonios distintos de los mencionados en el texto de esta CCC quedan extinguidos y suprimidos sin que se pueda jamás establecer otros iguales ni semejantes.

     En resumen, creo que la futura CCC puede ser considerada como el punto de partida -si es que no lo ha sido ya la confiscación de los bienes del clero- de la creación de una iglesia “civil”, sometida al Estado y no al papado, lo que constituirá un cisma o, cuando menos, una grave fractura en la unidad católica. En su conjunto supone una subordinación inaceptable de la Iglesia a la autoridad política de Francia, según los presupuestos revolucionarios.

     Maillane recibió mi informe con cortesía y muestras de agradecimiento, pero denotando bien a las claras su disconformidad con mi rigurosa crítica. En la nota de acuse de recibo, entre otras cosas, exponía:

     … Innecesario resulta recordar que la iglesia de Francia, cuando menos desde los tiempos de Felipe el Hermoso[27], ha sido crecientemente organizada según los principios que llamamos “galicanos”[28], que paulatinamente han reconocido a nuestra iglesia una relativa independencia respecto de Roma, abogando por una regulación estatal de la administración eclesiástica; algo que los papas han acabado por aceptar y no puede ser considerado como un cisma. En la actualidad -es cierto- nos encontramos ante uno de esos momentos históricos en que nuestra crisis política, económica y social exige una adaptación más intensa, casi revolucionaria, en la que el Estado y la nación puedan ejercer control sobre el clero para asegurar el orden público y la utilidad social… Entienda, mi dilecto amigo, que mi voz se halla entre las que procuran mediar entre los clérigos tradicionales y los civiles más avanzados, favoreciendo así un enfoque pragmático que, cuando menos, logre que la necesaria transformación de la estructura eclesiástica de nuestro país se realice de manera organizada y conforme a derecho.

     No tengo, por tanto, ninguna duda de que Maillane votó el 12 de julio a favor de la aprobación en la Asamblea de la CCC. Si lo hizo con plena convicción y tranquilidad de conciencia, es algo que reservó para su fuero interno. De cualquier forma, el complicado futuro -a veces, trágico- que esperaba a la iglesia francesa y a las intromisiones del Estado en ella me hacen suponer que más de una vez lamentaría el fracaso de sus buenas intenciones.

 

 

6.      Resumen del contenido de la CCC[29]

 

     Me parece oportuno completar las numerosas referencias hechas a la CCC con una alusión a su contenido, tal como quedó aprobado por la Asamblea Nacional el 12 de julio de 1790 y mantuvo su vigencia hasta el Concordato entre Su Santidad, Pío VII, y el Gobierno francés suscrito el 15 de julio de 1801[30]. El texto íntegro consta de cuatro títulos, con un total de 88 artículos.

Cura constitucional (grabado satírico de la época)

     El Título Primero está dedicado a los Oficios eclesiásticos. En él se recogen las instituciones eclesiásticas que se mantienen vigentes, las cuales son, sustancialmente: los obispados -ordinarios y metropolitanos-, con sus correspondientes vicarios; los seminarios diocesanos, con su director y profesores; las parroquias, con su titular y vicarios, y las capellanías estrictamente privadas y sostenidas por sus constituyentes. En cada caso, se fija el número de cada oficio y se prevé su modificación por las asambleas civiles. El número de diócesis se establece en tantas, como departamentos administrativos (83, por el momento), de las que diez tienen el carácter de metropolitanas o regionales[31]. En general, cada parroquia tendrá un número mínimo de 6.000 feligreses, suprimiendo aquellas que no alcancen dicha cifra en un mismo burgo o ciudad.

     Aunque nada tenga que ver con el resto del título, es crucial la inserción en el mismo de su artículo 4, en el que se dispone que ninguna iglesia o parroquia de Francia ni ningún ciudadano francés puede reconocer en ninguna ocasión, o con cualquier pretexto, la autoridad de un obispo ordinario o de un arzobispo cuya sede esté bajo la supremacía de una potencia extranjera, ni la de sus representantes residentes en Francia o en otros lugares; todo ello, sin perjuicio de la unidad de la fe y la relación que se mantendrá con la cabeza visible de la Iglesia universal, en la forma que se dirá más adelante.

     El Título II viene referido a la forma de nombrar para los beneficios eclesiásticos, perífrasis legal que encubre la palabra elección. En efecto, su artículo primero afirma que, a partir del día de la publicación del presente decreto no habrá otro modo de elegir obispos y párrocos que la elección, que se hará (artículo 2) por votación y se decidirá por mayoría absoluta de los votos. Los cuerpos electorales serán los mismos que, a nivel de departamento o de parroquia, estén censados para elegir a las autoridades civiles de la zona o localidad. La elección será pública y en día de domingo, pudiendo presentarse como candidatos los sacerdotes que hayan ejercido durante quince años los ministerios de párroco, vicario superior o director de seminario (si aspiran al obispado) o durante un mínimo de cinco años el cargo de vicario parroquial (si pretenden ser nombrados párrocos). Los clérigos así designados por las asambleas de electores habrán de prestar seguidamente juramento de fidelidad a la nación, la ley y el rey, así como defender con todas sus potencias la Constitución de Francia; hecho lo cual, serán refrendados por el metropolitano (si son obispos) o por el obispo (si son párrocos), quien no podrá rechazarlos salvo por causa espiritual muy relevante referida a su doctrina o a sus costumbres, pudiendo el repudiado en ese caso apelar a la autoridad civil. El artículo 19 de este título advierte de que el nuevo obispo no podrá solicitar del papa ninguna forma de confirmación, pero le escribirá como cabeza visible de la Iglesia universal, como testimonio de fe y de la comunión que debe mantener con él.

     El Título III se dedica a las retribuciones del clero. Su artículo primero reconoce tajantemente que los ministros de la religión, que desempeñan las primeras y más importantes funciones de la sociedad y están obligados a vivir continuadamente en el lugar donde desempeñan los cargos a los que han sido llamados por la confianza del pueblo, serán retribuidos por la nación. En virtud del deber de residencia, los clérigos deberán contar con una vivienda adecuada, proveída por la autoridad civil, salvo que el beneficiario venga percibiendo una cantidad suficiente en concepto de pago de renta. Y, en virtud del servicio religioso que desempeñan para la sociedad -que el artículo 12 de este título impone que se ofrezca en forma gratuita-, la nación se obliga a abonar, por trimestres adelantados, un sueldo fijo, cuya cuantía depende de la categoría del perceptor y del lugar en que preste sus funciones. Los obispos percibirán una cantidad entre doce mil y veinte mil libras anuales[32], con la excepción del obispo de París, que cobrará 50.000. Los vicarios diocesanos y directores de seminarios percibirán entre las dos mil y las seis mil libras al año. Los párrocos cobrarán entre seis mil y mil doscientas libras anuales, y sus vicarios, entre setecientas y dos mil cuatrocientas. Por vejez o enfermedad, se arbitrarán pensiones cuya determinación no es tan precisa en la CCC, pero que tienen como regla general la de que su montante equivalga al del sueldo de su vicario en activo o, si no disponen de vicarios, al valor de lo que viniesen cobrando en ejercicio, con el tope máximo de 800 libras.

     Finalmente, el Título IV se dedica al deber de residencia de los clérigos, los cuales, cualquiera que sea su categoría o destino, tendrán la obligación de cumplirlo, bajo sanción, tras dos amonestaciones infructuosas, de perder su destino y emolumentos. Se admiten ausencias de no más de quince días seguidos al año, si hay causa justificada. En los demás casos, la ausencia deberá ser autorizada por el directorio del departamento o del distrito, así como por el obispo o párroco competente. No se entenderá causa justificada de ausencia el haber sido nombrado para otro cargo o comisión[33], pues el afectado deberá en el plazo de tres meses optar por un cargo u otro y, si lo hace por el que suponga infracción del deber de residencia, el procurador general-síndico de su departamento le cesará y proveerá a su sucesión.

     Todos los clérigos, incluso los obispos, son ciudadanos activos, a los efectos de estar presentes y participar en las asambleas primarias y colegios electorales, con derechos de sufragio activo y pasivo para ser diputados del cuerpo legislativo o miembros de los consejos de los municipios, distritos o departamentos. Se exceptúa, sin efectos retroactivos, el nombramiento como alcaldes, oficiales municipales y miembros de los directorios de distrito o de departamento, los cuales solo podrán ejercer, si optaren por ellos renunciando a su cargo clerical.

 

 

7.      A vueltas con la Constitución Civil del Clero

 

Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo


·         14-07-1790. Fiesta multitudinaria de la Federación en el Campo de Marte de París. Talleyrand oficia la misa pública y La Fayette es aclamado como comandante de la Guardia Nacional de toda Francia.

·         22-07-1790. Luis XVI aprueba informalmente la CCC.

·         23-07-1790. En carta dirigida a Luis XVI, el papa condena privadamente el contenido de la CCC, en particular, la elección de los obispos por una asamblea civil, advirtiendo que no los tendrá por prelados a los efectos de la Santa Sede.

·         28-07-1790. Luis XVI contesta a la susodicha carta papal, manifestando que se ha visto obligado a aprobar la CCC por salvar su vida y la de su familia de un peligro mortal y ofreciéndose a conseguir algunas concesiones en cuanto le sea posible.

·         1-08-1790. Orden de la Asamblea al cardenal Bernis, embajador ante la Santa Sede, para que intente conseguir la aceptación por el papa de la CCC.

·         24-08-1790. Pese a una nueva carta contraria del papa, de fecha 17 de agosto, el rey promulga formalmente la CCC, recibiendo por ello una reprimenda de Pío VI en comunicado confidencial, de fecha 22 de septiembre.

·         24-08-1790. Por el momento, la Asamblea Nacional se abstiene de intervenir en la cuestión de la incorporación a Francia de Aviñón y el condado venesino, que pretenden separarse del señorío papal.

·         27-09-1790. Segunda gran operación de venta de bienes eclesiásticos por un total de 800 millones de libras, perjudicada por la inflación que aqueja a los “asignados”.

·         30-10-1790. Carta abierta o Exposición de principios de treinta obispos diputados de la asamblea en contra de la CCC, a la que se adherirán otros 98 diputados eclesiásticos y un total de 119 obispos (el 89% de los existentes en Francia).

 

***

     Yo no me sentía inclinado a asistir a la gran fiesta de la Federación, pero Maillane me convenció, asegurándome un asiento en lugar preferente, muy próximo a los reservados a los diputados de la Asamblea. Mi maestro me presentó el objetivo del festejo y el programa del mismo de la siguiente forma:

-          Tengo que reconocer que, aunque la idea fuese inicialmente de Talleyrand[34], asistiré a la fiesta con agrado. Siempre es positivo exaltar la unidad y fraternidad de la nación, por encima de rencillas y violencias.

-          No estoy seguro de que la intención sea tan amistosa como usía afirma -repliqué-. Está claro que, por la fecha, se conmemora el asalto a cañonazos de la Bastilla y, por su nombre de fiesta de la Federación, se trata de promover la unión de todas las unidades de la Guardia Nacional, es decir, las fuerzas armadas revolucionarias.

-          Cierto, admitió Maillane. Es la manera de animar al pueblo a que acuda con entusiasmo, pero en el fondo será una jornada de unidad. Asistirá el rey y se espera que haga juramento de fidelidad a la nación y a la Constitución que estamos en trance de redactar. La Fayette, hombre de confianza de todos los amantes de la libertad, será proclamado comandante de las milicias de toda Francia. Y, por si fuera poco, se dirá pública y solemnemente una misa. Por cierto -agregó burlón-, a que no acierta quién oficiará la ceremonia religiosa…

-          Supongo que el cardenal arzobispo de París, contesté incautamente.

-          ¡Je, je!, rio Maillane forzadamente. La Asamblea, como anfitriona del acto, ha comisionado al obispo de Autun. Nadie mejor que él, se ha dicho, para representar la armonía entre la Iglesia y la nación.

-          Armonía muy suigéneris -opiné-. La nación expolia y ordena, mientras la Iglesia paga y se limita a rezongar.

     Maillane se encogió de hombros y repuso con ironía:

-          Tal vez no pueda hacer otra cosa, por ahora… Muy batallador le veo, señor Fayard. Le vendrá bien venir a la fiesta y escuchar con atención lo que tengan que decirnos Su Majestad y mi colega el apóstata, como creo que lo llaman en la Corte.

     Verdaderamente, mi atenta presencia en la fiesta de la Federación no alteró mi opinión ni mis valores, pero sí me impresionó la rapidez y profundidad del cambio que -al menos, en París- se había producido en tan solo un año. Una multitud vociferante y entusiasta de no menos de trescientas mil almas[35]; una fuerza armada unida, venida de toda Francia, en número de unos cincuenta mil guardias nacionales[36]; un rey por la gracia de Dios, jurando fidelidad a la nación y a su futura constitución; un obispo, rodeado de centenares de otros clérigos, predicando la tolerancia y la reconciliación entre todas las clases sociales, bajo los ideales revolucionarios[37]; el propio hecho de una Asamblea Nacional unitaria y volcada en convertir a Francia en una democracia… Todo ello acabó por emocionarme un poco; de suerte que, al reencontrame con Maillane dos días después, le dejé caer un deseo:

-          Me gustaría ser presentado al diputado Talleyrand y comprobar si soy capaz de resistir su hipnótico encanto.

     Maillane se echó a reír y concedió:

-          Está ocupadísimo, pero tengo una buena relación con él y siempre tiene tiempo para debatir sobre temas prácticos relativos al clero.

     Y añadió:

-          Por cierto, también yo estoy agobiado y me gustaría solicitar, una vez más, su ayuda. Parece que, ¡al fin!, el papa está dispuesto a enfrentarse al problema de la CCC y, tras él, seguro que surgirán las voces discrepantes de la iglesia de Francia.

Fiesta de la Federación (10 de julio de 1790)

***

     Como me había informado Maillane, el señor De Talleyrand no era nada impresionante a primera vista: de baja estatura, rostro agradable pero no hermoso y, como es bien sabido, cojo del pie derecho. Vestido de seglar, con elegancia pero sin afectación, nos recibió en su magnífico alojamiento de entonces, en el número 17 de la calle de la Universidad, una folie[38] del siglo anterior, muy reformada y embellecida respecto del tiempo en que era, simplemente, el hôtel Bochart de Saron. En un saloncito muy coqueto, entre el humo del café y los cigarros, el anfitrión, Maillane y yo mismo, conversábamos animadamente sobre la historia de las relaciones de dominio y soberanía de la ciudad de Avignon y el condado venesino con la Santa Sede. No era un tema traído por casualidad, pues se trataba del cebo que mi profesor había empleado para que su ocupadísimo colega diputado se hubiese dignado invitarme a su casa y, de paso, poder conocerlo, como era mi deseo.

     Creo que en otros momentos de esta narración ya he explicado el interés que las cuestiones aviñonesas tenían en aquellos primeros momentos de la revolución. Inducidos o no por los políticos de la nueva escuela, toda aquella zona pontificia de la Provenza bullía de discusiones y enfrentamientos entre los partidarios de seguir con su vinculación al Romano Pontífice y aquellos que trataban de aprovechar el momento para incorporarse políticamente a Francia, acabando con una anacrónica sumisión al papa, que duraba ya unos quinientos años. Precisamente, ese era el argumento que manejaba Talleyrand, hasta que me atreví a contradecirle en parte, ante el complacido silencio de Maillane, que prefería mantenerse al margen:

-          Disculpe, Monseñor -dije empleando el tratamiento con innecesario énfasis-, pero creo que la sucesión causal y cronológica es justamente al revés de como Su Ilustrísima plantea: No fue el traslado del papa a Avignon[39] lo que motivó la adquisición de aquellos territorios por el Santo Padre, sino la propiedad soberana que sobre ellos tenía él de antes lo que explica que, puesto a establecer su sede fuera de la turbulenta Roma, eligiera aquella ciudad para establecerse. Por tanto, entiendo que el anacronismo -que seguramente se da- no es fruto de que el papado de Avignon concluyera en 1377, sino de que hace varios siglos que nuestro rey Luis XI unificó Francia con la Provenza, terminando con la soberanía de sus señores feudales.

     Talleyrand hizo ademán para que el criado que parecía una estatua al fondo de la estancia se acercase y nos sirviera una copa de oporto. Tomó un sorbo y me pidió con toda cortesía:

-          Le ruego que se explique con mayor precisión pues no estoy al corriente de los detalles de esta complicada cuestión histórica.

     De la forma más escueta que pude, expuse al obispo diputado que la vinculación soberana del papado al condado venesino arrancaba de varias décadas antes de trasladarse el pontífice a Avignon, fruto de una donación testamentaria del señor del territorio para que le sirviera de refugio a Su Santidad, si tenía que huir de las turbulencias de Roma. Luego, las posesiones papales se ampliarían a la ciudad de Avignon, lindante con el susodicho condado, siendo ello aceptado por el rey Felipe VI, ya que estaba muy feliz de que el papa morase permanentemente en una ciudad limítrofe con territorio francés. Para acabar, añadí:

-          Pero tenga en cuenta Su Ilustrísima que el papa, Clemente VI, no recibió Avignon del rey francés, ni gratuitamente, sino de la señora del territorio, Juana de Anjou, y teniendo que pagarle como precio la jugosa cantidad de 80.000 florines.

     Talleyrand, demostrando no ser tan ignorante del tema como quería aparentar, apostilló:

-          80.000 florines -otros dicen que eran escudos de oro- y, además, la exoneración de la acusación de que era objeto doña Juana de haber sido cómplice en el asesinato de su primer marido[40]… Por cierto, ¿a cuántas libras ascendería actualmente el importe pagado por el papa? A lo mejor, se podría entrar a discutir una compensación.

     Demostré mi preparación en el aspecto pecuniario, respondiéndole:

-          El florín de mediados del siglo XIV tenía una cantidad de oro equivalente a unos 3,5 deniers. Nuestra libra actual es una moneda que contiene unos 4,5 deniers de plata. Actualmente, la equivalencia entre el oro y la plata es de unas quince veces más valioso aquel que esta. Resumidas cuentas y si mis cálculos no fallan, los 80.000 florines que pagó el papa por Avignon podrían equivaler a unas 935.000 libras. Digo yo -sonreí- que, si se redondea a un millón, Su Santidad podría avenirse a devolver la soberanía a los aviñoneses o al reino de Francia, según quien hubiese puesto el precio del rescate encima de la mesa… Lo que no creo que acepte es que el Estado se haga con Avignon por el mismo precio que ha pagado por la abadía de Cluny, por poner un ejemplo.

     Aprecié en el rostro de Maillane un rictus de desagrado por la maliciosa comparación que acababa de emplear, pero Talleyrand pareció pasar por alto mi atrevimiento y, en cambio, apreciar mi esfuerzo por aclarar los aspectos jurídicos y económicos de la cuestión que me había suscitado. Recuerdo sus palabras:

-          Como se lee en el Evangelio, cada día trae su propio afán[41]. Dejemos, por ahora, que los buenos ciudadanos de Avignon y del condado deliberen y resuelvan sobre su futuro[42]. Luego será el momento de apoyar su decisión con toda la prudencia y la energía de que es capaz la Francia de nuestros días.

     Efectivamente, el 24 de agosto la Asamblea Nacional rechazó intervenir directamente en la cuestión de Avignon, aunque todos comprendíamos que la incorporación a Francia era cuestión de tiempo…, de poco tiempo: seguramente, el que se tomasen el papa y el Estado francés en enfrentarse públicamente a propósito de la CCC, de lo que trataré a continuación.

***

     Parte de los hechos que voy a relatar ahora no fueron conocidos en su momento, ni por mí ni por la gran mayoría de los interesados en la cuestión de la CCC, que nos planteábamos insistentemente la pregunta de por qué el papa no reaccionaba negativamente contra aquel engendro político-religioso con la viveza y rapidez que parecían oportunas. Maillane, haciéndose eco de mi conversación con Talleyrand, entendía que el Santo Padre estaba haciendo gestiones reservadas para lograr que la nueva ley para el clero francés fuese enmendada antes de entrar en vigor. ¿Por qué? Mi profesor lo tenía claro:

-          Pío VI es ya un hombre viejo y gastado[43] -aseguraba-, al que sin duda la preocupa más el no encocorar a la Asamblea Nacional, ahora que tiene a los aviñoneses en rebelión, que enfrentarse abiertamente con aquella por el problema del clero. Ya ves lo poco que se le oyó el año pasado, cuando se expropiaron todos los bienes eclesiásticos sin compensación ninguna.

-          Para mí -maticé-, que la situación de Francia le desborda y no sabe cómo comportarse. Soy de la opinión de que todavía, entre el rey en el interior y los emigrados en el extranjero, cree que lo acaecido hasta hora es un huracán pasajero… Y no es el único en pensar así, desde luego.

Vista de Avignon en el siglo XVIII

     Sea como fuere, Luis XVI otorgó su sanción[44] a la CCC el 22 de julio, apenas diez días después de que la Asamblea la aprobase. Y al día siguiente, 23, el rey recibió una carta privada de Pío VI, en la que -según luego se supo- condenaba en bloque la citada ley[45]. Muy en particular, rechazaba el que los obispos fueran elegidos por los fieles y advertía de que nunca investiría a tales prelados, que no tendrían más remedio que elegir entre su comunión con Roma o su vano título de obispo revolucionario. Cinco días más tarde, Luis XVI contestaba con el mayor secreto que no podía hacer otra cosa que acceder a la CCC, pues de otro modo peligraba su vida y la de su familia, agregando -con su doblez acostumbrada- que haría concesiones a la Iglesia tan pronto le fuese posible. Ahora, que ambos están muertos, puedo aclarar quiénes hicieron de intermediarios entre el rey y el papa en aquellos momentos, según llegó a enterarse Maillane: Se trató de los obispos Lefranc de Pompignan y Champion de Cicé, diputados elegidos por el estamento clerical y ministros entonces de Luis XVI[46], quienes cumplieron su cometido sin resultado positivo para las intenciones del papa.

     Las idas y venidas, más o menos secretas, iban en ambos sentidos, de Roma a París y viceversa. También la Asamblea Nacional jugaba a las componendas, tratando de evitar la ruptura pública y total con Roma. Me lo confesó Maillane, rogándome discreción:

-          La Asamblea ha encargado al cardenal Bernis, nuestro embajador en Roma, que haga todo lo posible para que el papa acepte la CCC[47], como única forma de lograr para la iglesia francesa el dinero y la autoridad que precisa, una vez ha perdido casi todos sus bienes y el poder e influencia que tuvo otrora.

     Los dimes y diretes tratando de forzar la voluntad del rey continuaron durante unas cuantas semanas más. He tenido noticia de que el 17 de agosto envió el papa una nueva carta privada a Luis XVI, en la que lamentaba los peligros que le decía estaba arrostrando, razón por la cual, aunque seguía sosteniendo la misma opinión sobre la CCC, no haría ninguna declaración pública sobre ella hasta consultar al Colegio Cardenalicio. Con todo, el rey ya no pudo esperar más y el 24 de agosto promulgó formalmente dicha Constitución. La suerte estaba echada, aunque el papa volvió con sus cartas secretas el 22 de septiembre, reprendiendo paternalmente a Luis XVI por haber ratificado tan nefasta norma.

     Después de haber comprobado personalmente cuánto le interesaba a Talleyrand el asunto de Avignon, no tengo duda de que el papa contenía y demoraba su censura pontifical para evitar que Francia se pusiera decididamente a favor de los aviñoneses y venesinos sublevados. De hecho, el 24 de agosto, la Asamblea rehusó tomar partido en el problema, como le habían pedido los ciudadanos alzados contra la soberanía papal y -cosa insólita- remitió al rey la petición de los aviñoneses.

     No se tome la prudencia de los diputados en el tema de Avignon como una revisión de su resuelta actitud en otras cuestiones. Por ejemplo, el 27 de septiembre se puso a la venta otra remesa de bienes eclesiásticos por un valor de 800 millones de libras, es decir, doble que el primero. Cosa nueva, los compradores podrían pagar, no solo en efectivo, sino con asignados, por su valor nominal. Estos títulos acababan de sufrir un grave revés, al rebajar la Hacienda pública su interés anual, del cinco al tres por ciento. Ello significó el principio de un grave problema de depreciación de los asignados, que repercutió en perjuicio del Estado ya que, al aceptar este los pagos por su valor nominal, los retiró de la circulación corriendo con el perjuicio de la inflación, es decir, con el detrimento o diferencia entre su valor nominal y el real -cada vez menor- que alcanzaban en el mercado de títulos. Así comenzaba lo que muchos habíamos pronosticado: Que los bienes de la Iglesia acabarían valiendo para el Estado mucho menos de lo que habían sido tasados. Andando el tiempo, aquellos tres mil millones de libras imaginados se convertirían, a ojo de buen cubero, en unos mil ochocientos.

     Pero volvamos con el papa, que seguía debatiéndose entre su oposición a la CCC y sus buenas intenciones para con la iglesia y el rey de Francia, así como el deseo de mantener sus posesiones en la Provenza. Pese a las presiones que recibía del ladino embajador Bernis, de los obispos franceses aristócratas y de otros países, como España, Pío VI se resistía a arrojar a los católicos de nuestro país en la hoguera del cisma y, tal vez, de la guerra civil. Así, en la encrucijada, se mantendría la Santa Sede aún durante varios meses, por más que algunos de los más destacados prelados franceses decidieron romper el silencio bastante antes, ya como instrumento o longa manus del papa, ya para forzar a este a pronunciarse clara y públicamente. Dedicaré a esta materia el último apartado del presente capítulo.

***

     Curiosamente, la tormenta episcopal fue anunciada por los nubarrones, exhalaciones y truenos lejanos que provocó alguien a quien yo debería haber conocido: el obispo de Boulogne, llamado Jean-René Asseline. Sin embargo, este prelado no había sido entronizado en la diócesis hasta aquel mismo año de 1790, por lo que no tuve tiempo de cumplimentarlo. Con todo, no era un eclesiástico del montón, sino un excelente profesor de hebreo, que había ejercido como vicario general del arzobispo de París. Pues bien, monseñor Asseline, todavía en el mes de agosto, publicó una refutación o protesta oficial de la CCC, a la que pronto se adhirieron unos cuarenta obispos. El documento era un rechazo completo y en toda regla de la expresada Constitución, al entender que cualquier reorganización general de una iglesia nacional tenía que hacerse de acuerdo con el papa, de manera concordataria. Como era habitual, centraba la crítica en la forma popular y electiva de seleccionar a obispos y párrocos, rechazando así mismo el juramento que se les iba a exigir de fidelidad y plena entrega a la Constitución y a las leyes del reino. Entre líneas, se infería lo que Asseline llevó luego a la práctica durante el poco tiempo que aún ejerció de obispo[48], a saber, no ordenar a los sacerdotes elegidos asambleariamente y revocar las licencias de aquellos que hubiesen jurado en los términos ordenados por la CCC.

     La respuesta contradictoria, más o menos fundamentada en términos canónicos, corrió a cargo del voluble Mirabeau y, sobre todo, de mi respetado colega Armand-Gaston Camus[49], pero muy difícil tenían apoyar la supremacía del Estado en términos tan drásticos y autoritarios como los exigidos por los decretos de la Asamblea. Poco o nada consiguieron con su réplica, atentatoria de la jurisdicción papal, la legitimidad canónica de los obispos y la libertad de conciencia de los clérigos en general.

     El primer aviso de lo que se avecinaba me llegó -¡cómo no!- de boca de Maillane:

-          Se barrunta un levantamiento episcopal -dijo con cierta guasa-. Algún obispo diputado, cuyo nombre ocultaré, me ha entregado un borrador que se pondrá muy próximamente a la firma de sus correligionarios, mostrando su plena disconformidad con la CCC, incluso antes de que se pronuncie el papa.

-          Era de esperar -repliqué con suficiencia-. ¿Me dejaría usía leerlo?

-          Por supuesto -concedió-. No te pediré que lo juzgues, pues ya voy conociendo tus ideas y valores, pero no me importaría que me dieses tu opinión para hacerla llegar al arzobispo que está dirigiendo toda la operación. Alguna vez le hablé de ti y parece que has alcanzado respetabilidad ante él.

-          Tratándose de un arzobispo -repuse-, imagino que pueda tratarse del ministro de Justicia, Champion. ¿Me equivoco?

-          Te equivocas, replicó Maillane, al tiempo que me pasaba el documento. Ya lo comprobarás a su debido tiempo, si es que por la zarpa no adivinas el león que asoma tras este escrito.

     He de reconocer que, de la mera lectura de aquel documento, que respondía al título de Exposición de principios sobre la Constitución Civil del Clero, no identifiqué al león que pudiera haberlo redactado. Antes bien, me parecía un texto suave y correcto, aunque firme, que apuntaba, más que ideas personales, un compendio de aportaciones varias, con el fin de satisfacer al mayor número de eventuales firmantes. Nada encontraba en él que no se hubiera repetido hasta la saciedad en documentos o discursos anteriores y, por supuesto, resultaba superficial a la hora de argumentar en profundidad sobre bases de Derecho canónico. Por todo ello, aunque Maillane no me había pedido otra cosa que una mera opinión, decidí analizar el texto con algún detenimiento. Este fue el resultado de mis consideraciones:

     El documento examinado encierra una conclusión evidente: La autoridad civil -en este caso, la Asamblea Nacional- no es competente para modificar cuestiones de disciplina eclesiástica sin el consentimiento de la Iglesia. Se llega a tal consecuencia a partir de los siguientes puntos, enfrentados a la CCC:

·         El nombramiento y la jurisdicción de los obispos y párrocos solo puede provenir de la autoridad eclesiástica, como heredera de la de Cristo y sus Apóstoles.

·         La autoridad civil carece de poder para legislar sobre cuestiones de organización interna de la Iglesia, como puede ser la creación o supresión de diócesis y parroquias, así como la forma en que haya de ser elegido el clero.

·         En particular, la elección por sufragio popular -incluidos los no católicos- de obispos y párrocos subvierte la institución canónica, al no recibir aprobación ni refrendo necesario del papa, en el primer caso, y del ordinario del lugar, en el segundo.

·         Los eclesiásticos, como ciudadanos civiles, están obligados a obedecer las leyes, pero en cuestiones espirituales se deben exclusivamente a las directrices de sus superiores religiosos y a su propia conciencia.

·         No puede negarse que la iglesia de Francia necesite en nuestro tiempo de ciertas reformas, pero las mismas han de hacerse a través de las vías canónicas, mediante un concilio nacional y, en su caso, con la consulta al papa.

     La comentada Exposición, aunque exprese unas formas conciliadoras, es indudable, a mi parecer, que presagia una ruptura total entre aquella parte del clero que esté dispuesto a seguirla -probablemente, una amplia mayoría- y el nuevo régimen revolucionario que se está implantando en nuestra patria. Solo se me ocurre una forma de evitar el choque frontal entre la iglesia y el Estado de Francia: Revisar y corregir la CCC, poniéndola a examen de un concilio nacional o de la valoración por el Santo Padre. También parece ser esa la salida que sugiere la Exposición que usía me ha dado a leer. De otro modo, como se trasluce con escasa ambigüedad del escrito examinado, se advierte que obispos y sacerdotes desobedecerán la CCC y exhortarán a sus fieles a hacer lo propio.

     Maillane repasó mi comentario y se mostró dubitativo sobre cuál era la intención de los redactores de la Exposición:

-          Cuando hablo con ellos -me confesó-, unas veces saco la impresión de que están tratando de evitar in extremis el cisma de la iglesia francesa, evitando la ruptura con Roma; pero hablo con algunos más reaccionarios y me parecen inducidos por el papa para enfrentarse frontalmente con la Asamblea sin necesidad de que Su Santidad tenga que dar la cara. En fin, sea como fuere, no veo posible volver atrás de la CCC, poniéndola a escrutinio de la Santa Sede ni de un concilio general de la iglesia de Francia… Por cierto -agregó-, el arzobispo al que me referí como autor principal del documento es monseñor Boisgelin, titular de la archidiócesis de Aix. Es un hombre prudente y contemporizador, que en algunas conversaciones me ha dejado caer que podría llegarse a un acuerdo, a condición de suavizar los términos del juramento de la Constitución, aceptar que los obispos elegidos puedan ser vetados con justa causa por el papa y que se restablezcan los cabildos catedralicios. La verdad, no sé si está hablando por boca de Roma o por sí mismo, pero lo que sí me consta es que tiene tras él a gran parte de los diputados clericales y de los obispos que no lo son.

-          ¿Y monseñor Talleyrand?, inquirí. ¿Acaso no tiene influencia entre sus colegas?

-          Amigo Fayard -me contestó Maillane-, a estas alturas sus colegas son los diputados del tercer estado. Démosle un año y le veremos colgar los hábitos[50].

Boisgelin de Cucé, arzobispo de Aix-en-Provence

         Por último, agotadas las posibilidades de acuerdo, el 30 de octubre de 1790 vio la luz la Exposición de Principios sobre la Constitución Civil del Clero. Al pie de la misma firmaban treinta obispos diputados de la Asamblea, es decir, una amplia mayoría de los representados en ella[51]. De inmediato, otros noventa y ocho diputados eclesiásticos se adhirieron al documento, siguiéndoles de inmediato obispos no diputados, hasta alcanzar un total de ciento diecinueve obispos de los ciento treinta y cuatro que había en toda Francia.

     El silencio sibilino del papa y el aldabonazo escandaloso de la Exposición acabaron por colmar la paciencia de la mayoría de la Asamblea. Era de esperar una reacción inmediata en contra de las ambigüedades eclesiásticas y muy pronto tuvimos confirmación de ello.

 

 

8.      Palabras y obras. Lo que puede un juramento

 

Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo


·         26-11-1790. El diputado Voidel propone el decreto del juramento de fidelidad a la Constitución, obligatorio para todos los clérigos de Francia, si quieren seguir ejerciendo sus funciones.

·         27-11-1790. Tras un discurso de Mirabeau, La Asamblea Nacional aprueba el decreto del juramento de la Constitución para todos los religiosos en ejercicio.

·         26-12-1790. El rey sanciona el susodicho decreto del juramento de los clérigos.

·         4-01-1791. Empiezan los juramentos del clero con los de los sacerdotes y obispos diputados, proceso que durará hasta finales de febrero del mismo año.

·         30-01-1791. La Asamblea Nacional rechaza las reservas en el juramento de los clérigos, exigiendo que se haga de manera incondicional.

·         5-02-1791. Prohibición de ejercer oficialmente sus funciones a los clérigos no juramentados.

·         24-02-1791. Consagración de 14 nuevos obispos por el método de la CCC. Talleyrand, complicado en estas ceremonias.

·         10-03-1791. Breve “Quod aliquantum” del papa Pío VI contra la CCC.

·         03-1791. Elecciones en los domingos para los obispados y parroquias vacantes.

·         2-04-1791. Muere Mirabeau. Se realiza autopsia por sospecha de envenenamiento.

·         13-04-1791. Talleyrand dimite efectivamente como obispo de Autun.

·         13-04-1791. Breve “Caritas” de Pío VI contra la CCC, que contiene sanciones canónicas graves.

·         2-05-1791. Se acuerda un plebiscito en Avignon y en el condado Venaissin, con vistas a su posible incorporación soberana a Francia. Ruptura de relaciones con la Santa Sede.

·         7-05-1791. Fijación del estatus de los curas no juramentados, a instancia de Talleyrand y de Sieyès.

·         16-05-1791."Ley de Auto-Exclusión" o "Decreto de la no reelegibilidad", por el que los diputados de la Asamblea Nacional no podrán presentarse a las siguientes elecciones generales a la Asamblea Legislativa. Lo promueve Robespierre.

***

     A los pocos días de aparecer publicada la Exposición de los obispos contraria a la CCC, departíamos Maillane y yo en su domicilio de la calle Saint-Honoré, donde mi profesor, griposo, me recibió recostado en un butacón, rebozado con una manta, calzado de pantuflas y -lo que a ambos nos hizo reír- tocado con una especie de gorro frigio que parecía pedir a gritos la escarapela tricolor. Respondía mi visita al cumplimiento de la primera obra de misericordia[52], al haber tenido conocimiento del motivo por el que mi maestro faltaba ya varios días a la Asamblea, de lo que yo me había percatado desde mi privilegiado sitio en las galerías. Aunque tosigoso y afiebrado, aún tenía aliento para bromear acerca de sus achaques, que debían de inspirar cierto cuidado, ya que un criado me advirtió al llegar que no alargase mi estancia, por prescripción médica.

-          El otoño es mala estación para los viejos -aseveró Maillane-. Parece que fue ayer cuando les explicaba a ustedes las Decretales[53] en la cátedra, pero ya he cumplido sesenta y un años y un achaque como el que ahora tengo me deja sumamente maltrecho y, desde luego, imposibilitado para trabajar y acudir a la Asamblea. Es cosa que siento mucho pues, aunque cada vez se necesita menos de mí como buen conocedor del Derecho eclesiástico, siempre hay cuestiones en que me agrada participar o, cuando menos, estar al tanto de ellas.

     Inmediatamente capté la oportunidad de rendir un servicio a mi interlocutor y, de paso, poder tener acceso a algún lugar más privado de la Asamblea que la tribuna del público. Le sugerí:

-          Como las clases de este curso no han comenzado efectivamente, dadas las circunstancias políticas, tengo más tiempo libre y frecuento casi a diario las Tullerías. Si le parece bien, podría enviarle por escrito informe sobre lo que allí vea u oiga, hasta que pueda usía volver a hacer vida normal…

-          Me parece una idea magnífica -aplaudió Maillane-. Por mi parte, voy a facilitarle el trabajo, entregándole una carta para un diputado muy respetable y que goza de mi confianza. Seguro que le ayudará a usted a permanecer bien informado y, en consecuencia, a que también lo esté yo. Le escribiré esta noche y le haré llegar la misiva mañana a su casa por mi cochero.

     Cuando vi el nombre del destinatario, no pude por menos de felicitarme. Pocos diputados del clero tenían su fama y su equilibrio, que a veces hacía de él una persona muy compleja y no encuadrable en ninguna de las facciones rígidas e inamovibles de la Asamblea. Se trataba del abate Grégoire[54]. La verdad es que los meses que duró la enfermedad y convalecencia de Maillane no dieron para que aquel ilustre diputado y yo alcanzásemos familiaridad, pero al menos enriquecieron los informes a mi profesor con datos y matices que de otro modo me habrían pasado ignotos o desapercibidos. Espero que aprecien esa generosidad de Grégoire en mis notas a Maillane, que seguidamente reproduzco.

***

     En París, a 20 de noviembre de 1790.

     La situación de suspensión práctica en que se hallan muchos aspectos de la CCC parece que llegará de inmediato a su fin. Aunque el papa continúa con su compás de espera, la famosa Exposición firmada por la casi totalidad de los obispos de Francia ha indignado a la mayor parte de los diputados del tercer estado, que parecen dispuestos a iniciar la aplicación de la CCC en aquellos puntos que más han de doler a la Iglesia, es decir, el juramento previo al ejercicio de las dignidades de obispo y párroco y la elección popular de unos y otros para las plazas que se hallan actualmente vacantes. Monsieur l’Abbé[55] se muestra dolido de que la Exposición haya dejado tan poco lugar para un entendimiento ulterior entre Francia y la Santa Sede, máxime cuando las cifras de sus firmantes evidencian unanimidad entre los obispos, pero una gran división en el clero bajo, cuyos diputados -como el propio Señor Abate- solo en parte minoritaria se han adherido al documento. Habrá que permanecer vigilantes pues la reacción de los diputados que podríamos calificar de anticlericales promete ser rápida y sonada.

***

     En París, a 27 de noviembre de 1790.

     Por fin ha descargado la tormenta que se anunciaba. Un diputado del departamento del Mosela, para mí desconocido, tomó ayer la palabra en la Asamblea para reclamar el inmediato cumplimiento de la CCC, comenzando por el juramento exigible a los clérigos. Monsieur l’Abbé me informó de que el promotor de la moción se apellida Voidel[56], individuo del club de los Jacobinos. La propuesta fue apoyada por otros varios diputados, entre ellos, el voluble Mirabeau. Y, en el día de hoy, sometida a votación, la iniciativa ha sido fácilmente aceptada por la Asamblea, pese a que yo entiendo, contra la opinión del Señor Abate, que el nuevo decreto va bastante más allá de lo que preveía la CCC. Me explicaré.

     Conforme a la citada Constitución, el deber de juramento solo estaba previsto expresamente para obispos y párrocos, es decir, aquellos clérigos que, conforme al punto de vista revolucionario, tienen conferidas funciones eclesiásticas que remotamente pueden equipararse a las de carácter administrativo. Es más, la CCC prevé que el juramento se tomará antes de que los obispos y párrocos electos tomen solemne posesión de sus cargos, pero nada se afirma de quienes, estando ya consagrados o nombrados obispos o párrocos, no precisan ser elegidos como “pastores” de nuevo cuño. Pues bien, todas esas limitaciones de la CCC son dejadas sin efecto por este decreto del juramento -en mi opinión, de inferior rango legal que la Constitución a la que dice desarrollar-, ya que se exige juramento a todos los eclesiásticos que desarrollen cualesquiera funciones religiosas de alguna relevancia para los fieles[57], ya sean nombrados antes o después de esta fecha, o ya se trate de obispos y párrocos o de otros sacerdotes en el ejercicio sagrado de sus funciones. En resumidas cuentas, señor Maillane, todos los clérigos de Francia son compelidos a jurar, so pena de entender que renuncian a su cargo -que quedaría vacante y listo para el reemplazo- y de no poder prestar atención espiritual a los católicos, aunque la llevaran a cabo fuera de las catedrales y parroquias.

     Por lo demás, el texto del juramento es el mismo previsto en el artículo 21 del título II de la CCC, lo que quiere decir que los diputados no han suavizado en estos meses sus exigencias políticas contra la conciencia del clero. El acto de la jura se irá realizando a la mayor brevedad, en los domingos que sigan al día en que se publique el decreto en la Gaceta[58]. Con los precedentes que tenemos, nadie pone en duda que el rey promulgará este decreto no tardando. De hecho, van a iniciarse los preparativos para que se desarrollen por todo el país las ceremonias públicas dominicales en las que el juramento será recibido.

***

     En París, a 15 de enero de 1791.

     Lamento infinito el agravamiento de la dolencia de usía, que me ha aconsejado evitar importunarlo con mis visitas y aplazar mis notas hasta el momento en que mejorase de la complicación pulmonar que le ha traído la gripe. Al fin, informado ahora por sus servidores de que está muy mejorado, reanudo la correspondencia, esperando que mis noticias, lejos de excitar sus ansias de incorporarse al trabajo, le distraigan y amenicen su convalecencia.

     El pasado 26 de diciembre, Su Majestad firmó el decreto de la Asamblea sobre los juramentos. Su tardanza facilitó el que se tuviese todo preparado a fin de que, en primer lugar y como ejemplo a seguir, fuesen los diputados clérigos quienes jurasen los primeros, ante la representación nacional. Pero bien puede decirse que, si se pretendía dar ejemplo, este salió al revés; pues, aunque se prolongó durante una semana el plazo para hacerlo, solo cuatro obispos -entre ellos, ¡cómo no!, monseñor Talleyrand- y alrededor de un centenar de diputados del bajo clero prestaron el juramento. Quiere decirse que los obispos han rechazado masivamente el compromiso y, de los demás eclesiásticos, apenas lo ha suscrito la mitad. No puedo darle por ahora datos exactos, pero he escuchado cifras entre los noventa y siete y los ciento cinco diputados no obispos juramentados. Monsieur l’Abbé fue el primero en dar el paso y lo hizo con una pose de dignidad merecedora de mejor causa.

     He de aclararle que, a poco de jurar y demostrando una veleidad incomprensible, seis de los diputados se retractaron de su promesa. Se ha dicho que tal marcha atrás ha sido consecuencia de constatar a posteriori que sus obispos no habían jurado, cosa que era absolutamente previsible. En otra nota posterior le expondré la ceremonia de la confusión en que se están convirtiendo muchos de esos juramentos, demostrando que los clérigos, además de conciencia y sentido de la supervivencia, poseen un envidiable instinto para enmarañar y torcer la ley. No le extrañará a usía que el modelo de este juramento con reservas o reticencias lo haya aportado el cardenal De Bernis, enviando desde Roma una misiva a la Asamblea en la que excluye su obediencia a la CCC en todos aquellos casos en que su texto sea incompatible con la doctrina de la Iglesia y la autoridad del Papa. Ya me dirá, profesor, qué queda del juramento si se excluye en todos los casos de oposición entre la Constitución y las normas católicas. Es de esperar que la Asamblea reaccione severamente en contra de esos compromisos condicionados.

***

     En París, a 28 de febrero de 1791.

    Le ruego, profesor, que disculpe mi demora en enviarle esta nota informativa, que ha sido consecuencia de mi deseo de darle la mayor cantidad de datos acerca del proceso de juramentación de clérigos en todo el territorio nacional, el cual ha concluido el pasado domingo, 26 de febrero, después de irse cumpliendo a lo largo de los domingos de enero y febrero. Simultáneamente, las autoridades de los distritos y departamentos han ido remitiendo a la Asamblea las actas relativas al resultado de tales eventos, indicando en cada caso si el obispo, párroco o vicario juró la Constitución o se abstuvo de hacerlo. Como es lógico, aún no obran en poder de los diputados los resultados totales, pero con los que han llegado hasta ahora se puede tener una impresión certera de por dónde han ido las conciencias y los intereses de nuestros eclesiásticos. Debo en buena parte a Monsieur l’Abbé el conocer los datos que han ido llegando pues, al no ser particularmente favorables para el gobierno, supongo que se ocultarán durante algún tiempo. Hay quien dice que los informes serán inexactos porque las autoridades locales están procurando hinchar las cifras de juramentados, como si tuvieran la culpa de que los clérigos de sus demarcaciones fuesen poco patriotas. Pero voy con los números, por insuficientes o poco fiables que sean.

     Aparte de los cuatro obispos diputados que juraron a finales de diciembre, solo otros tres lo han hecho hasta ahora y ninguno de ellos regenta efectivamente una diócesis francesa. Quiere decirse, pues, que, de cumplir lo preceptuado en el decreto de 27 de noviembre, todos los obispos menos cuatro habrán de ser destituidos y reemplazados por otros, elegidos por las asambleas de electores. Naturalmente, excluyo las casi cincuenta diócesis que habrán de desaparecer al no radicar en las capitales de los departamentos.

     En cuanto a los párrocos, se estima que la mitad han jurado y otros tantos no lo han hecho. Según las actas oficiales, los juramentados alcanzan un cincuenta y cinco por ciento. Los diputados menos crédulos opinan que habría que invertir el porcentaje, siendo mayoría los clérigos que, por no jurar, empiezan a ser llamados refractarios. Pero lo más curioso es que las oscilaciones entre departamentos son brutales: desde aquellos en que el juramento apenas alcanza a un párroco de cada cinco, hasta otros en que se dice que ha jurado casi el noventa y cinco por ciento. ¿De qué puede depender tal disparidad, suponiendo que sea cierta? Yo no conozco la iglesia de Francia hasta el punto de aventurar conjeturas. Solo le indicaré algunas de las regiones en que los resultados implican una mayor diferencia. Así, el rechazo al juramento se aprecia principalmente en Bretaña, el Norte, Alsacia, Lorena, Languedoc y Auvernia. La adhesión a la CCC es ampliamente dominante en la cuenca de París, el Loirato[59], Borgoña, el Var, Provenza y la costa mediterránea en general. En consecuencia, las autoridades van a tener una seria dificultad para sustituir a los párrocos de muchas zonas pues, a diferencia de las diócesis, las parroquias existentes se mantendrán en su gran mayoría.

     Reanudo lo expuesto en mi nota anterior, acerca del cardenal De Bernis y su magisterio en la formulación de condiciones o reservas al juramento. Como era de esperar, la Asamblea acordó el 30 de enero que el juramento tenía que ser incondicional o, en otro caso, se tendría por no formulado. En vista de ello, el Señor Abate me confirma que, hace unos días -creo que el pasado 23- el cardenal ha rehusado prestar juramento. La consecuencia -supongo- será que se le destituya como embajador de Su Majestad ante la Santa Sede, que es el único punto en que puede ser alcanzado, hallándose en Roma y sin ejercicio pastoral en Francia.

     Lo que ha afectado a Bernis será aplicable a los demás eclesiásticos que han jurado a medias, o querían hacerlo así. Ha habido toda clase de modalidades y subterfugios, además de retractaciones y de juramentos inicialmente no prestados. Al rechazar el compromiso, numerosos clérigos han querido explicarse. En general han aducido imposibilidad de conciencia o han invocado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, por aquello de la libertad religiosa, o la propia declaración de la Asamblea Nacional, en el sentido de que no era su intención causar ningún daño a la religión católica[60]. Pero todo eso es ya agua pasada: Ninguna de esas fórmulas servirá en lo sucesivo para armonizar el juramento con la libertad.  

El abate Grégoire

***

     En París, a 7 de marzo de 1791.

     Mucho me alegran las noticias de su próxima reincorporación a las labores de la Asamblea, una vez recuperado de su enfermedad, tras pasar unas jornadas de reposo en Vincennes. Imagino por ello que mi modesta tarea de informador concluirá muy pronto. Hasta entonces, permita que haga en esta nota una referencia monográfica a la cuestión de los nombramientos de obispos juramentados para sustituir a todos aquellos que se han negado a cumplimentar el obligatorio trámite, que ha sido la práctica totalidad de los existentes. Como es natural, tal designación no ha podido hacerse de forma simultánea pues, ni era ello compatible con una mínima selección de los candidatos que habrían de ser elegidos, ni se ha encontrado suficiente número de obispos constitucionales para investir o consagrar a los nuevos compañeros en el episcopado. Supongo que también le parecerá esperable que los elegidos pertenezcan en su inmensa mayoría a los diputados de la Asamblea Nacional, elegidos por el clero para representarlo en los Estados Generales.

     La mayor parte de las consagraciones han corrido a cargo de monseñor Talleyrand, como obispo de Autun, y de monseñor Miraudot, obispo titular de Babilonia, es decir, in partibus infidelium. Los consagrados, o ya lo han sido el 24 de febrero pasado, o lo serán próximamente, como se espera acaezca con el metropolitano de París[61]. Supongo que los nombres de los seleccionados como candidatos le sonarán a usía, por ser colegas suyos en la Asamblea. Están entre ellos: el abate Grégoire para el departamento de Loir-et-Cher; el abate Expilly de la Poipe para el de Finisterre; De Marolles para el de Aisne, Fauchet para el de Calvados. Para la muy relevante diócesis metropolitana de París, se cuenta con Jean-Baptiste Gobel. Espero que, para cuando usía se incorpore a la Asamblea tras su enfermedad, se sepan otros muchos nombres, que ahora yo desconozco.

     De los nombres de los muchísimos nuevos párrocos le haré gracia, pues bien podrían ser unos veinte mil en toda Francia. Deseo de corazón que cumplan, al menos, con la primera parte del juramento que han prestado[62].

***

     En París, a 20 de marzo de 1791.

     Querido maestro: Como he sido informado por sus criados de que, contra lo que yo había entendido, se encuentra todavía reponiéndose en Vincennes, me apresuro a enviarle un amplio resumen del breve pontificio que llegó a esta capital en la tarde de ayer, provocando al día siguiente una gran conmoción en la Asamblea. Afortunadamente, Monsieur l’Abbé estaba aún en París, a punto de viajar para tomar posesión de su diócesis, y tuvo la gentileza de avisarme de la llegada del vitriólico documento, que pude así ser uno de los primeros en leer, ya que a esa hora vespertina y en domingo, apenas se veía un alma por el Manège[63]. Me apuré a garabatear una copia bastante completa del breve, favorecido por mi excelente conocimiento del latín y con el pretexto de que tenía que hacer llegar la información de inmediato a los diputados Talleyrand y Treilhard, de los que era amanuense en ocasiones. La mentira coló pues ya se me conoce por los oficiales de secretaría. He aquí la versión en limpio de mis notas provisionales.

     El Breve Pontificio va encabezado por las palabras "Quod Aliquantum" y lleva la fecha de 10 de marzo de 1791.

     I. Introducción.

     Su Santidad explica por qué guardó silencio inicialmente sobre las reformas revolucionarias (para no incitar la persecución ni empeorar la situación) y por qué ya no puede callar más ante la gravedad de los acontecimientos. La emisión del documento es provocada por la aprobación y aplicación de la Constitución Civil del Clero del pasado año y la exigencia actual de un juramento cívico a los sacerdotes.

     II. Condena de la Constitución Civil del Clero

     El núcleo del Breve es una refutación punto por punto de la Constitución Civil del Clero, que el Papa califica de cismática y herética, así como usurpadora de la jurisdicción eclesiástica.

     Reducción de diócesis: Condena la abolición arbitraria de antiguas diócesis y la creación de 83 nuevas, sin consulta ni sanción por parte de la Sede Apostólica, lo que considera una violación de la autoridad papal y de la estructura jerárquica de la Iglesia.

     Elección de obispos y párrocos: Rechaza la disposición que permite a las asambleas civiles (incluso a no católicos) elegir a obispos y párrocos, lo cual usurpa el derecho canónico de la Iglesia.

     Violación de la Sucesión Apostólica: Condena las consagraciones de los nuevos obispos constitucionales por Talleyrand (aunque sin nombrarlo directamente), declarándolas nulas y sacrílegas por ser contrarias a los cánones y a la tradición de la Iglesia.

     Abolición de Órdenes: Critica la supresión de las órdenes y congregaciones religiosas y la disolución de los votos monásticos.

     III. Condena de la "Declaración de los Derechos del Hombre"

    El Papa relaciona las reformas eclesiásticas con los principios filosóficos de la Revolución, especialmente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

     Libertad e Igualdad: Pío VI condena la idea de "libertad" que otorga una licencia ilimitada para pensar, decir, escribir e imprimir cualquier cosa en materia de religión (libertad de culto), considerándolo un atentado contra la Fe Católica, la única verdadera.

     Ataque a la Autoridad: Rechaza el principio de "igualdad" que, según él, busca destruir la jerarquía eclesiástica y la autoridad divinamente establecida del Papa y los obispos.

     IV. Disposiciones y Llamamiento Final

     Prohibición del juramento: El Papa prohíbe formalmente a todos los clérigos, bajo pena canónica, prestar el juramento cívico de fidelidad a la Constitución Civil del Clero.

     Llamamiento al clero refractario: Elogia la valentía y fidelidad de los obispos y sacerdotes que se han negado a jurar.

     Exhortación: Hace un llamamiento a la nación francesa, a los obispos y al clero para que abandonen las ideas revolucionarias en materia religiosa y vuelvan a la obediencia de la Santa Sede.

     En resumen, profesor Maillane: "Quod Aliquantum" es a mi parecer una declaración de guerra del Papado contra la política religiosa de la Asamblea Nacional, condenando la Constitución Civil del Clero por cismática y los principios de la Declaración de Derechos por antirreligiosos y filosóficamente erróneos.

***

     El profesor De Maillane se reincorporó por fin a sus tareas en la Asamblea a finales de marzo de 1791. Su estancia en Vincennes lo había restablecido casi completamente, pese a que la época del año no había sido la más favorable para pasear por el bosque. En cambio, otro diputado, y no menor, pasó en aquellos días a mejor vida. Me refiero, por supuesto, al conde de Mirabeau, que falleció repentinamente el 2 de abril. Aunque ni su salud ni su forma de vida lo hacían extraño, el hecho de ser tan brusco el fallecimiento y tener el finado solo cuarenta y dos años, provocaron la absurda sospecha de que el gran tribuno hubiese sido envenenado. En consecuencia, se le practicó autopsia, que vino a descartar la hipótesis de un asesinato y a confirmar su muerte por causas naturales[64]. Las exequias fueron solemnísimas y el cadáver fue enterrado en el Panteón[65], que se inauguró como cementerio de hombres ilustres con su inhumación, a la que pronto seguirían las de Voltaire y Rousseau. Yo no entendí entonces las elogiosas palabras de Maillane, que tanto había debatido con Mirabeau en los asuntos eclesiásticos, cuando me dijo:

-          Mucho lo está llorando el pueblo, sin saber muy bien por qué. Quien más lo echará de menos será el rey y, por extensión, quienes queremos una Francia nueva, pero sin extremismos ni violencias.

     Apenas unos días más tarde, Talleyrand, tras haberse arriesgado a sufrir la excomunión, por haber consagrado a varios obispos constitucionales contra la prohibición papal, tomó la razonable decisión de renunciar a su condición de obispo de Autun. No sé hasta qué punto ello le convertiría, como era su intención, en un ciudadano desligado de la condición clerical, pero, en cualquier caso, él se comportaría en adelante como si lo estuviese.

     La resolución del ex obispo de Autun coincidió en el tiempo con la comunicación de otro breve pontificio, continuación de “Quod aliquantum”. Conocido por su primera palabra, “Caritas”, llevaba la fecha de 13 de abril de 1791 y suponía la ruptura definitiva entre la Iglesia Católica y la Revolución. Dejó claro que la Iglesia no aceptaba la intromisión del Estado en asuntos eclesiásticos, especialmente en el nombramiento de ministros y la organización diocesana. He aquí un resumen de su contenido.

     1. Condena de la Constitución Civil del Clero

     El punto central del breve era la condena formal y solemne de la Constitución Civil del Clero. El Papa la declaró "cismática" y "herética", considerándola un ataque directo a la autoridad y la estructura divina de la Iglesia. Declaró la CCC nula e inválida y sin valor todos los actos que se hubieran derivado de ella, como las nuevas circunscripciones diocesanas y la elección de obispos.

     2. Sanción a los Juramentados

     El Papa imponía la suspensión canónica a divinis a todos los obispos y sacerdotes que habían prestado el juramento de fidelidad a la Constitución Civil del Clero. Les daba un plazo de cuarenta días para retractarse; de lo contrario, los consideraba cismáticos y apartados de la comunión eclesiástica.

     Declaraba que los nuevos obispos "constitucionales" elegidos bajo el nuevo sistema eran ilegítimos.

     3. Exhortación a la Fidelidad

     Pío VI dirigía palabras de elogio y apoyo al clero y a los fieles que se habían mantenido fieles a la Santa Sede (el que empezaba a ser llamado "clero refractario") y que se negaban a prestar el juramento civil. Los animaba a perseverar en su resistencia y en la obediencia a la Iglesia.

     Después de la conmoción que había causado el breve “Quod aliquantum”, esta segunda resolución pontificia fue recibida casi con indiferencia, cuando menos por los diputados que no eran clérigos. Las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede se entendieron rotas y se ordenó al embajador en Roma, el cardenal De Bernis, que retornara a la patria, cosa que él rehusó pues debió de entender que no sería muy halagüeño su futuro como refractario. Además, apartándose de la precedente circunspección, el 2 de mayo la Asamblea acordó apoyar y organizar un plebiscito en los territorios pontificios de Avignon y el condado Venaissin, a fin de que sus ciudadanos varones y mayores de veinticinco años votasen por la incorporación a Francia o la permanencia dentro de los estados pontificios. Las votaciones fueron haciéndose, municipio por municipio, en el mes de julio siguiente y, al ser claramente favorables a la unión con Francia[66], la Asamblea Nacional aprobó esta el 14 de septiembre.

***

     Todavía se realizaban algunos intentos por encontrar, si no puntos de coincidencia con la Santa Sede, sí, al menos, un tolerable modus vivendi con el gran número de sacerdotes que habían rechazado el juramento y para los fieles católicos que los consideraban sus verdaderos pastores, rechazando las ceremonias y sacramentos dispensados por los clérigos juramentados. Maillane me anticipó el más importante de estos paliativos:

-          A las muchas dificultades de subsistencia de los frailes y monjas obligatoriamente exclaustrados, viene a añadirse ahora el problema de miles de sacerdotes del clero secular que, expulsados del culto en los templos constitucionales, no tienen qué hacer ni de qué vivir.

-          ¡Menudo ahorro para el presupuesto del clero!, exclamé con sarcasmo. Al final, la incautación de los bienes eclesiásticos puede resultar un buen negocio.

-          Algunos diputados están intentando suavizar el creciente malestar de los católicos practicantes, que va resultando peligroso en ciertas regiones. Sieyès y Talleyrand han presentado en el Comité Eclesiástico una moción al respecto.

     Así fue. El 7 de mayo fue aprobado por la Asamblea el primero y más favorable estatuto para los curas no juramentados, al que en años sucesivos seguirían otros mucho menos tolerantes, y hasta punitivos. Dichos sacerdotes seguían excluidos de los templos reservados por la CCC a los obispos y párrocos constitucionales y tampoco recibían emolumentos a cargo del presupuesto del clero, pero se les autorizaba para ejercer los actos propios de su sagrado ministerio en aquellos lugares y edificios que los fieles adquiriesen a alquilasen a sus propias expensas. Complementariamente, se recordaba que la CCC autorizaba la continuación de las capellanías privadas, siempre que fuesen sufragadas por sus sostenedores para su servicio y auxilio espiritual. Como comentó mi profesor, no dejaba de ser irónico que, en un país que había reconocido la libertad religiosa, hubiera que andar con componendas y favores para que los católicos tuviesen los mismos derechos que protestantes, judíos o musulmanes.

     Concluiré este capítulo con una alusión a lo decretado por la Asamblea el 9 de junio, en desarrollo de las malas relaciones con la Santa Sede y de la indignación que habían causado los breves pontificios más arriba reseñados. En dicho día, la mayoría de los diputados acordó prohibir la difusión, publicación o ejecución de cualesquiera documentos procedentes de la Corte de Roma, si estos documentos no habían sido previamente examinados y sancionados por el Cuerpo Legislativo. Maillane, siempre atento a los precedentes canónicos, se encogió de hombros y disculpó esta nueva fechoría contra la libertad religiosa:

-          No debemos extrañarnos. Esta medida es un restablecimiento y refuerzo de la antigua tradición del "Exequátur", por el cual nuestros monarcas requerían que cualquier documento pontificio recibiera la aprobación real antes de ser publicado o aplicado en Francia.

-          Bien que lo sé, profesor, repliqué, pero no deja de ser incoherente y vergonzoso que los revolucionarios de nuestros días se pongan a remedar a los tiranos de siglos pasados.

     Tirano o no, nuestro rey estaba a punto de tomar una decisión que, aunque fallida, tendría graves consecuencias en los hechos históricos que se producirían en lo sucesivo.

Grabado de época de una sesión de la Asamblea Nacional en las Tullerías

 

 

9.      El compromiso

 

Línea cronológica de los hechos recogidos en este capítulo


·         14-06-1791. Aprobación de la ley Le Chapelier, que también afecta a las cofradías y asociaciones de laicos de contenido caritativo o religioso.

·         20/21-6-1791. Fallida fuga del rey, que es detenido en Varennes-en-Argonne.

·         25-06-1791. De regreso a París, Luis XVI es suspendido provisionalmente en el ejercicio de sus funciones reales.

·         17-07-1791. Graves incidentes populares en el Campo de Marte de París, que acaban con numerosos muertos causados por disparos de la Guardia Nacional.

·         7/24-07-1791. Plebiscito favorable a la unión de Avignon y el condado venesino a Francia.

·         18-08-1791. Se decreta la suspensión de unas 50.000 congregaciones pías y cofradías seculares.

·         27-8-1791. Declaración de Pillnitz, en que Austria y Prusia formulan amenazadoras advertencias al régimen revolucionario francés.

·         3-03-1791. La Asamblea Nacional aprueba el Acta constitucional y la eleva al rey.

·         13-09-1991. Luis XVI jura solemnemente la Constitución de 1791.

·         14-09-1791. Avignon y el condado venesino se integran en el reino de Francia.

·         30-09-1791. Cumplido el compromiso de redactar una Constitución, se autodisuelve la Asamblea Nacional.

***

     Aquella primera mañana de verano París empezó a bullir de rumores, que de inmediato llegaron a la Asamblea. Luis XVI, nuestro vecino de las Tullerías, había desaparecido y con él, los más próximos de su familia: la reina, sus dos hijos y su hermana menor. A mediodía, Maillane me ofreció más detalles:

-          Parece que han escapado durante la noche pasada, se supone que camino de la frontera del norte, con vistas a ponerse al frente de las tropas reales y quién sabe si para pedir ayuda a los austriacos. Todo son rumores, pero se da por hecho que viajan en carrozas y que contarán con la ayuda de hombres armados que los protejan, en caso de ser descubiertos por donde pasen.

-          Pues ya pueden actuar con diligencia los diputados -comenté- porque, si el rey llega a la frontera, o bien cae la revolución, o bien será la guerra civil.

-          Ya han salido a galope tendido varios correos con órdenes tajantes de impedir la fuga y La Fayette ha movilizado la Guardia Nacional, aunque parece que con medidas tan poco rotundas, que no se sabe si tendrá secretas intenciones… Lo curioso -prosiguió mi profesor- es que, para rebajar la indignación popular contra el rey, los diputados están esparciendo la especie de que bien podría haber sido secuestrado por agentes extranjeros y sacado a la fuerza de París.

-          Veremos qué resulta de todo este embrollo -concluí-. En todo caso, opino que el feliz binomio rey-nación ha pasado a mejor vida y, a partir de ahora, tendremos que irnos familiarizando con el modelo republicano de nuestros amigos americanos, si es que no nos empeñamos en seguir otro nuevo y peor.

     El futuro se encargaría de darme la razón -cosa que, por otra parte, parecía evidente-, pero, por de pronto, nuestro amado Luis no consiguió su propósito. Tras ser reconocido, pese a su disfraz, en la oficina de postas de Sainte-Menehould, el rey y su familia fueron detenidos por las gentes de Varennes al caer la noche, a unas veinte leguas de donde el general, marqués De Bouillé, le esperaba con una avanzada de sus fuerzas[67]. Cuatro días después, el rey y su familia volvieron conducidos a París, donde la multitud les hizo un recibimiento silencioso y hostil, no creyendo lógicamente la eufemística explicación del secuestro por extranjeros o realistas exaltados. Ignoro, de todas formas, lo que habrá de cierto en la especie que corrió en aquella época, relativa a que Luis hubiese dejado tras de sí en las Tullerías una proclama firmada, donde condenaba la revolución y todas las reformas llevadas a cabo por ella desde 1789. De ser cierto ese rumor, la estupidez del rey corría pareja con su mala suerte y su ulterior desdicha.

     El cualquier caso, mi alusión a la fuga regia no tiene otra pretensión que la de ponerla en relación con las incidencias que pudo tener en el día a día de Maillane y en el mío propio, que cada vez parecían más confundidos. Durante unos días todo pareció posible, incluso la destitución del rey, frenada sin duda por la edad infantil de su lógico sucesor[68] y por la interesada falacia de que no había escapado de París por voluntad propia. El mismo día 25, en que regresó a la capital, la Asamblea Nacional lo suspendió en sus funciones provisionalmente, pero se descartó cualquier intento de proclamar la república. Mi profesor me resumió las consecuencias:

-          Si hubiera vivido el astuto Mirabeau, habría lamentado más que nadie la estúpida fuga del rey, que ha destruido de un plumazo sus esfuerzos para que el monarca no se convirtiera en la futura Constitución en una figura decorativa. Ahora, todo serán limitaciones a su poder; entre ellas, la de perder la corona, si se le ocurre volver a hacer algo medianamente parecido a lo que acaba de intentar.

     Mi condición de canonista parecía imponerse a cualquier otra curiosidad por los trabajos de la Asamblea; de modo que le pregunté:

-          Todo eso está muy bien y resulta lógico, pero ¿qué me dice del papel de la religión en esa Constitución que lleva ya dos años cocinándose y que ahora, por fin, parece que va a navegar a toda vela?

     Maillane me salió por la tangente:

-          Desde que el enigmático Robespierre promovió la aprobación del decreto de no repetición de los diputados[69], estoy perdiendo mi interés por la política. Supongo que la Constitución, que tan discontinuamente se está elaborando, dirá poco de interesante sobre la religión: Para tratar en profundidad del catolicismo, ya está la CCC, que complementará la Constitución.

La familia real en Varennes (cuadro de Thomas Falcon Marshall, 1854)

***

     El profesor tenía razón. Parecía como si la fallida fuga del rey hubiera roto la aparente marcha tranquila de los acontecimientos en los últimos tiempos, precipitando una sensación general de excitación, movida en unos por la indignación, en otros por el miedo. La universidad languidecía en su necesario aspecto de orden y de ciencia, camino de un cierre material, que se haría efectivo dos años más tarde[70], con lo que Maillane y yo, entre otros muchos, habíamos perdido el interés y la asiduidad por la cátedra. Mi bufete iba de capa caída, al haber perdido los casos tradicionales de Derecho eclesiástico y a algunos de mis mejores clientes, emigrados por miedo o por convicción. Y, en plena reflexión ominosa acerca del futuro, la masacre del Campo de Marte[71] puso a París en un estado de revuelta, que asemejaba al de 1789. De inmediato recordé mi casita de Boulogne y la tranquilidad de las playas y decidí abandonar por una temporada la capital. Mi criado, Plantin, me felicitó por la resolución ya que, según él, el aire del Sena se estaba volviendo malsano para las gentes de toga. Seguro que tenía razón pues, al decir del ama de llaves, frecuentaba el club de los Cordeliers[72], promotores de la gran manifestación del 17 de julio. De modo que preparé el equipaje y confié a Plantin el cuidado de la casa en mi ausencia -¿a quién mejor, dadas las circunstancias?-. Por cortesía, acudí a despedirme de Maillane. Cuando se enteró de que mi inmediato destino era Boulogne, pareció que veía los cielos abiertos.

-          ¿No se ha fijado usted en que tengo una criada nueva en casa?, preguntó, para empezar.

-          Desde luego que no, repuse. Siempre que le he visitado, me han atendido hombres.

-          ¡Claro!, admitió el profesor. Lleva poco tiempo con nosotros. Ha sido un regalito de monseñor Boisgelin, agregó inclinándose hacia mí, susurrando.

     Me hizo gracia la confidencia y decidí seguirle la corriente:

-          Me consta que usía es natural de Saint-Rémy-de-Provence, pero desconocía su familiaridad con el arzobispo de Aix, quien, por cierto, tiene unas ideas bastante más próximas a las mías que a las suyas…

-          ¿Puedo rogarle que mantenga un secreto absoluto de lo que voy a decirle?, me urgió.

-          Profesor -contesté en broma-, ¿no pretenderá usía convertirme en un laico juramentado?

-          No es necesario llegar a tanto -replicó siguiendo la humorada-, pero cuento con su absoluta discreción.

     Y, de forma escueta, me refirió que la supuesta criada era en realidad una monja de la Orden de la Visitación[73] del convento de Aix-en-Provence. Ante los riesgos que podía correr para el caso de ser exclaustrada forzosamente por cierre del convento -tanto más, cuanto que era de familia noble-, su padre le ordenó que dejase voluntariamente el claustro e intercedió ante Boisgelin para que la acogiese en su casa, hasta que pudiese emigrar a donde él se encontraba, al otro lado del Rin, pasando primero a Inglaterra, por ser más fácil escapar de Francia por el Canal.

-          Ya voy comprendiendo lo del regalo -afirmé-. Boisgelin ha desaparecido de París hace un tiempo y no puede ya cuidar de la monja.

-          En efecto -reconoció Maillane-. El arzobispo está en Inglaterra desde hace meses, desde que no quiso jurar la CCC. Aunque era de los diputados del clero más moderados, el hecho de que figurase como promotor de la Exposición le colocaba en un lugar demasiado ostensible.

-          Es natural que pusiera pies en polvorosa..., o en agua salada -bromeé-. Pero, ¿por qué me cuenta usía todo esto?

     Sin responderme todavía, Maillane concluyó su relato sobre la monja regalada:

-          El caso es que, no pudiendo llevársela consigo, Boisgelin me la confió temporalmente. Claro está que yo no habría aceptado el encargo, de no ser porque la importante familia de la monja -que omitiré nombrar, por el momento- tiene antiguos vínculos con la mía, hasta el punto de estarles yo obligado por varios motivos. Así pues, no tuve más remedio que acogerla hasta que sus padres le preparasen la fuga al extranjero, que me aseguraron gestionarían enseguida. Pero la ocasión, no solo se dilata, sino que cada vez está más difícil, con los vientos que soplan y el mal ejemplo que ha dado el rey. El tiempo corre en contra de la huida y yo pronto me veré despojado de la condición de diputado, que hasta ahora ha representado, junto con mi prudencia, un buen amparo frente a las intrusiones en mi casa de la policía o del populacho.

     Empezaba a sentir recelo de tanto circunloquio, que me resultaba incomprensible. Con algo de enojo, dejé caer mi creciente sospecha:

-          Pues, si usía se siente preocupado, fíjese yo, que no tengo el paraguas de la condición de diputado.

-          Lo sé, pero sí tiene algo mucho más importante y expeditivo para ayudarme en esta coyuntura: Conoce bien Boulogne, desde donde hasta ahora cruzan a Inglaterra muchos prófugos y, a lo que me dice, piensa partir de inmediato para la costa a pasar allí el verano.

     ¡Acabáramos! Se trataba de que el regalito pasara a mis manos, siquiera fuese con un buen pretexto. Naturalmente rechacé la sugerencia, indicando, entre otras cosas, que yo era un simple visitante en Boulogne y, como tal, no tenía relación con el mundo de contrabandistas o de pescadores que se dedicaban a una actividad tan peligrosa para mí, como remuneradora para ellos. Maillane resolvió entonces entrar en detalles, pero antes -con un rasgo de psicología verdaderamente diabólico-, declaró:

-          Voy a explicarle las razones por las que sus justas objeciones quedarán muy aminoradas en este caso. Por cierto, voy a llamar a sor Madeleine para que pueda usted conocerla.

     No había abierto yo aún la boca para rehusar tal presentación por motivos de prisa en despedirme, cuando Maillane iba ya, pasillo adelante, dispuesto a regresar con la monja. Tengo por cierto que, de no haberle tenido tanta consideración, me habría ido en ese momento de su casa, dejándolo con un palmo de narices.

***

     Sor Madeleine resultó ser una mujer menuda, rubia, todavía joven, que, pese al azoramiento de toparse con un desconocido y a la humildad de sus ropas de sirvienta, tenía el porte y la dignidad de una persona de buena cuna y cuidada urbanidad. Por lo pronto, lo que más me llamó la atención en ella era la inmaculada blancura de su rostro, que dicen ser frecuente entre las monjas de clausura por la falta de exposición al sol.

     Maillane me presentó como a un buen amigo, culto y de toda confianza, que sigue llamándome profesor -agregó- cuando es él quien podría enseñarme ahora. De la hermana Madeleine, me aclaró por fin que se apellidaba De Forbin, lo que a mí nada me dijo por el momento, aunque luego supe que tenía una parentela con toda clase de títulos, de marqués y conde a barón o señor[74], en la que además de los nobles haraganes, figuraban otros con activa vida política o judicial. Concluidas las presentaciones, la monja se sentó en un ángulo de la habitación y no volvió a abrir la boca, salvo para responder a lo que se le preguntaba.

     Lo primero que quiso aclarar el profesor -quizá por mi alusión precedente a lo caro que podía resultar el servicio de los hombres de mar de Boulogne- fue que disponía de una cantidad más que suficiente para hacer frente a ese dispendio y a cualesquiera otros que generase Madeleine durante la espera. Para suavizar mi gesto contrariado, Maillane hizo una gracia, lo que en él era muy poco corriente, a diferencia de mi costumbre:

-          No solo su familia ha aportado cinco mil libras tornesas para el caso, sino que sor Madeleine, con la ayuda del arzobispo Boisgelin, ha conseguido -cosa muy difícil- que el gobierno le haya pagado la cantidad por manutención, prometida a los frailes y monjas que abandonan sus conventos[75], lo que ha sido bastante para vivir sin tocar la bolsa de su padre… Además, sor Madeleine es muy trabajadora y tiene unas manos angelicales para la cocina. ¿No es así, hermana?

-          Monsieur me pondera en exceso -contestó la interpelada-. En todo caso, estoy dispuesta a servir en lo que se me encargue.

-          ¿Lo ve, Fayard?, dijo Maillane dirigiéndose a mí. Sor Madeleine no le será ninguna molestia… Sí -agregó leyéndome el pensamiento-, comprendo que podría resultar peligroso el tratar de contratar su paso a Inglaterra, pues cada vez están más vigilantes los guardias de los puertos; pero no será este el caso porque ya está todo preparado. Tan solo falta que ella se traslade hasta Boulogne y localice al patrón del barco de pesca comprometido… Bueno, y esperar unos días, hasta que las condiciones sean propicias.

     Maillane lo veía todo tan fácil, que estaba a punto de convencerme. Debí de reflejar en el rostro la vacilación, porque todavía volvió con algunas precisiones, que llegaron a incomodarme:

-          El barco se llama La Bonace y su patrón es… Ahora no caigo, pero Madeleine tiene todos los datos.

-          Se llama Gastón Dubois -precisó la monja- y, para encontrarse con él, ha indicado una taberna en el puerto pesquero, llamada Au bon coup. Para que se confíe, hay que pronunciar la palabra sacristie.

-          Como ve -retomó la palabra Maillane-, está todo listo, hasta lo más importante, que para el tal Dubois será la retribución. Lo han apalabrado en dos mil libras, que no solo es más de lo que podría ganar pescando en varios años, sino que evitará que sienta la tentación de denunciar a Madeleine y cobrar la recompensa que le dé el gobierno. Con las tres mil libras sobrantes, puede hacer usted lo que considere justo.

-          ¡¿Lo justo?!, exclamé. Salvo que tenga que tapar la boca a algún delator, la hermana podrá disfrutar de ellas en libertad. Tengo honor y posibles suficientes, como para no cobrar esta… este…

     No sabía que exabrupto utilizar en presencia de la hermana. Maillane salió al quite, empleando una palabra eufónica que yo ni había imaginado. Sugirió con tono melifluo:

-          ¿Compromiso?

Una salesa o visitandine de finales del siglo XVIII

***

     Todo salió a pedir de boca, por lo que ningún sentido tiene que entre en más detalles, no siendo tampoco los avatares de la hermana Madeleine el objeto de esta narración. Todo lo más, indicaré que, en pro de la seguridad de la monja, me ofrecí a acompañarla en el viaje hasta Dover, pero, además de los gruñidos del patrón Dubois, me disuadió el que Madeleine viajaría en unión de una familia respetable de Arras, de apellido Proyart, así como que el obispo Asseline estaba presto para acoger a la visitandina tan pronto llegase a Londres. En consecuencia, di por terminado mi compromiso en el puerto de Boulogne, con gran satisfacción de mi ama de llaves quien, habiendo creído que sor Madeleine pudiera ser una posible competidora en mi servicio, la había recibido de uñas, como suele decirse.    

     Por las noticias que se recibían de París, parecía que los trastornos y disturbios de principios de verano iban apaciguándose. Escribí a Maillane, poco menos que en clave, para informarle de la feliz conclusión del asunto de la monja y él me contestó con una carta, en la que me urgía a volver a la capital, si no quería perderme los interesantes momentos en que la Constitución fuese aprobada y, seguidamente, se disolviese la Asamblea. En resumen, me decía:

     … No recuerdo si, antes de marchar usted para Boulogne, hablamos de la abusiva extensión que se ha hecho del proyecto de Le Chapelier de suprimir los gremios y agrupaciones, tanto de patronos, como de obreros. Ciertamente, se temía con fundamento que esas uniones cuasi feudales de trabajadores permaneciesen activas con la apariencia de cofradías de laicos de presunta finalidad caritativa y religiosa; pero, en el fondo, se ha dado el golpe de gracia a unas cincuenta mil asociaciones que aglutinaban la ayuda mutua, la caridad y el culto a sus santos patronos, con buenas iglesias, ricos patrimonios y numerosos capellanes. Una vez suprimidas el año pasado las órdenes religiosas, los católicos quedarán reducidos a la condición de ciudadanos aislados, cuya fidelidad y asistencia a la iglesia habrán de ejercerse de manera exclusivamente individual. La vigente excepción para las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, la atención hospitalaria y la caridad no creo que tenga ya una vigencia prolongada[76].

     … Continúa a buen ritmo el referéndum de Avignon y en condado venesino, así como el escrutinio de los votos. Se dice que el apoyo al papa está resultando mayor de lo esperado, pero aun así nadie duda de que pronto se contará con unos cientos de miles de franceses más.

     … Diversos diputados clérigos están haciendo un último y desesperado esfuerzo para que la futura Constitución declare el catolicismo como religión oficial del Estado, pero su propósito está condenado al fracaso de antemano. Creo que lo más que la Iglesia puede obtener del gobierno actual es lo que ya tiene reconocido por la CCC que, quiérase o no, implica un cierto privilegio institucional, aunque con tales intromisiones y condicionamientos, que dicha norma es abominada de la mayoría de los clérigos y por muchos seglares.

     Por fin, el 25 de agosto di por terminada mi estancia en Boulogne y, en unión de mi ama de llaves, tomé la diligencia hacia París. Al llegar, acudí en seguida a las Tullerías, donde tuve la suerte de encontrar a Maillane, que me abrazó como camarada de compromiso, asegurándome que sor Madeleine había llegado felizmente a Londres. Al día siguiente, me facilitó la muy pequeña parte en que la Constitución a punto de aprobarse trataba de temas de religión o directamente relacionados con ella. Dígame qué le parece -me encargó-. No le costará mucho trabajo pues es muy poco lo que trata sobre el tema.

     La lectura me resultó decepcionante. Para cualquier ciudadano, en particular, extranjero, que no estuviese al tanto de lo preceptuado en la CCC, la legislación expropiadora de los bienes de la Iglesia, la llamada ley Chapelier y tantas otras normas, la Constitución le decía bien poca cosa. Sólo en tres o cuatro lugares reflejaba las tensiones y los choques de años anteriores. Así se lo exponía a Maillane, casi en vísperas de que la Asamblea aprobase el Acta constitucional:

     Verdad decía, profesor, cuando me anticipaba que poco contiene la Constitución en sí misma sobre el que no dudo en calificar de problema religioso, habida cuenta de lo que la historia de los dos últimos años nos enseña, y que seguramente se enconará en el futuro.

     Dejando de lado el insistir en el comentario de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano -que forma parte del Acta constitucional, encabezándola-, las alusiones del texto a la religión son cuatro, salvo error u omisión, bastante maliciosas y de dudosa elección para que figuren explícitamente en la Constitución, en lugar de otras tantas, que habrían sido más relevantes y significativas. Paso a citarlas.

     1º. En el preámbulo constitucional se señala que “la ley no reconoce ni los votos religiosos, ni cualquier otro compromiso que sea contrario a los derechos naturales o a la Constitución”. Está claro que, de no haber aludido expresamente a los votos religiosos, el texto tendría que haberse enlazado con el derecho fundamental a la libertad, dejando a los magistrados la tarea de analizar la compatibilidad entre una y otros. El texto legal que va a ser aprobado no pretende otra cosa que dar marchamo constitucional a la supresión de las Órdenes religiosas, sin excluir siquiera los votos temporales, que no se me alcanza qué diferencia tienen con tantos otros compromisos contractuales, como no sea la animadversión de la Asamblea por las promesas religiosas.

     2º. En el título primero, dentro de las garantías ofrecidas por la Constitución, se recoge la inviolabilidad de las propiedades y la previa indemnización en caso de que la necesidad pública exija su sacrificio; pero, acto seguido, se señala que “los bienes destinados a los gastos del culto y a todos los servicios de utilidad pública pertenecen a la Nación y están en todo momento a su disposición”. He ahí el subterfugio para incautarse de los bienes de la Iglesia sin ni siquiera indemnización. ¿De cuándo acá el culto es un servicio público, o quién ha atribuido al Estado el deber de atender a los gastos del culto, en lugar de hacerlo la Iglesia? La falacia y el cinismo de esta excepción a la garantía de la propiedad es perfectamente detectable en los discursos de los diputados en 1789, cuando insistían en la urgente necesidad de evitar la bancarrota de la Hacienda mediante la incautación de los bienes eclesiásticos. ¡Qué desfachatez!: Ahora, que Francia no se declara católica y decreta la libertad religiosa y de cultos, sus gobernantes entienden tan necesaria la religión -católica, precisamente-, que decretan que su mantenimiento es deber del Estado por utilidad pública y que los sacerdotes deben ser pagados, y tratados, como funcionarios.

     3º.  En el mismo título primero se recoge que “los ciudadanos tienen el derecho de elegir o escoger a los ministros de sus cultos”. Veamos, ¿existe libertad religiosa o es el Estado quien ha de decidir algo tan esencial como la forma de nombrar a los ministros de cada religión? “Elegir o escoger”: ¿Es que se admiten formas de escoger que no sean mediante elección? Si es así, se hace de menos a la Iglesia católica, que solo puede escoger por elección popular, del modo fijado por la CCC. Y, si los ciudadanos eligen o escogen a los ministros de SUS cultos, ¿por qué los ministros del culto católico son elegidos por ciudadanos no católicos? Y, finalmente, si se apela a la elección, se hace de peor condición a los católicos -cuyo procedimiento electoral es fijado por el Estado- que a los fieles de otras confesiones, cuya forma electoral no está prevista en las leyes civiles.

     4º. El artículo 2 del título segundo otorga la ciudadanía francesa a los descendientes de franceses expatriados por causa de religión, siempre que vengan a residir en Francia y presten el juramento cívico. Nada tengo que oponer a esta concesión, entre otras cosas, porque tal vez no tardando haya muchos eclesiásticos y no pocos laicos que puedan hacer uso de ella.

     Este comentario, tan crítico, fue el último que envié a Maillane antes de que se aprobara la Constitución por la Asamblea, el 3 de septiembre de 1791. Diez días después, Luis XVI la juraba, recobrando en ese mismo momento la plenitud de sus derechos regios, suspendidos provisionalmente tras la aventura de Varennes. Yo no quise acudir a aquellos grandes acontecimientos, aunque ignoro si, caso de intentarlo, podría haber tenido espacio en las tribunas.

     En fin, el 30 de septiembre de 1791, se disolvió la Asamblea Nacional Constituyente, tras haber cumplido con creces los diputados su juramento en el Jeu de Paume, de dar a Francia una Constitución. De la segunda parte del compromiso, haber consolidado los verdaderos principios de la monarquía, habría mucho que decir, pero no seré yo quien lo haga pues he decidido hacer mutis por el foro al mismo tiempo que aquella vibrante y -según algunos- gloriosa Asamblea Nacional.

 

Vista del puerto de Boulogne-sur-Mer hacia 1790

   

 

   


[1] Hacia 1790, la villa de Boulogne-sur-Mer tenía una población cercana a los diez mil habitantes.

[2]  La toesa de París equivalía a unos 2 km. Diez toesas era aproximadamente la distancia de Versalles a París.

[3] Órgano político y judicial existente en París y otras regiones de Francia. Es de suponer que Fayard lo frecuentase en su condición de abogado litigante.

[4] Los guardias franceses eran una tropa de élite de la casa militar del rey, encargada de protegerlo y de mantener el orden en París. Probablemente, su nombre hiciera alusión a que lo formaban franceses, no mercenarios extranjeros.

[5] He manejado como fuente esencial el siguiente libro, ya histórico: Pierre Baudin & Raoul Cadières, Les grandes journées populaires, Ancienne Librairie Furne, Paris, 1899, pp. 319-461.

[6] Inicialmente era bicolor (azul y roja), por los colores del blasón de París, pero La Fayette le añadió de inmediato el blanco de los Borbones, para simbolizar el acuerdo del pueblo y el rey. De esa escarapela surgió en 1794-95 la bandera de Francia, vigente desde entonces.

[7]  Nombre que recibía en la época la plaza del ayuntamiento parisino.

[8] Actualmente, se aminora el papel protagonista de La Fayette, destacando el de otros, como Mirabeau, Condorcet, Sieyès, Volney y Brissot.

[9] El Comité Eclesiástico de la Asamblea Nacional francesa fue creado el 12 de agosto de 1789 y sus quince primeros miembros fueron nombrados el 20 de agosto del mismo año. Estos primeros integrantes fueron seleccionados para ocuparse de la reorganización de los bienes y funciones del clero tras la abolición de los derechos feudales. Los quince primeros miembros del comité fueron: François de Bonal, obispo de Clermont (presidente del comité); Charles-Léon, marqués de Bouthillier-Chavigny; Pierre Étienne Despatys de Courteilles; Abate François-Henri-Christophe Grandin, párroco de Ernée; Abate Luc-François de Lalande; Jean-Denis Lanjuinais; Anne-Louis-François de Paule Lefèvre d’Ormesson de Noyseau;  Pierre-Toussaint Durand de Maillane; Jérôme Legrand;  Louis-Simon Martineau;  Marie-Charles-Isidore de Mercy, obispo de Luçon; Anne-Louis-Christian de Montmorency, príncipe de Robecq; Étienne-François Sallé de Choux; Jean-Baptiste Treilhard; Abate Suzain-Gilles Vaneau, rector de Orgères.​

     Este comité trabajó bajo la presidencia del obispo de Clermont y se organizó en tres secciones dedicadas a la administración de los bienes eclesiásticos, la liquidación de las deudas del clero y el examen de asuntos particulares. Su labor fue decisiva en la nacionalización de los bienes del clero y en la preparación de la Constitución Civil del Clero de 1790.​

 

[10] Tales títulos, en complicada circulación hasta 1796, devengaban un interés anual del 5% -luego rebajado al 3%- y eran válidos para pagar a las administraciones bienes, servicios e impuestos, por su valor nominal. Más adelante, al decretarse que tuvieran que ser admitidos en pago por los particulares, se convertirían en auténtico papel moneda y se devaluarían en la práctica de manera gigantesca.

[11] Conforme a la acepción 6 del diccionario de la Real Academia española (23ª edición), un beneficio es el conjunto de derechos y emolumentos que obtiene un eclesiástico de un oficio o de una fundación o capellanía.

[12] Se cree que fue el duque de La Rochefoucault-Liancourt quien primero se lo advirtió así al rey, Luis XVI, cuando este, al ser informado de los sucesos de julio de 1789 en París, dedujo que se estaba produciendo una gran revuelta, a lo que el duque replicó: No, Sire, es una revolución.

[13] La parte congrua percibida por los párrocos franceses más modestos ascendía a 750 libras anuales en vísperas de la Revolución.

[14] Es decir, que los diputados pudiesen votar en conciencia, no con arreglo a mandatos recibidos de sus electores antes de resultar elegidos. La propuesta de Talleyrand fue aceptada por la Asamblea Nacional el 7 de julio de 1789 y facilitó el que personas como él -representante del clero y obispo- pudiesen tener legalmente las manos libres para actuar políticamente como les viniese en gana.

[15] Inicialmente formaron parte de los Estados Generales de 1789 un total de 1.139 diputados, de los que 291 representaban al clero, 270 a la nobleza y 578 al estado llano.

[16] Esta es la traducción literal del eufemismo empleado para no referirse de manera cruda a la propiedad.

[17] Título honorífico asignado a Francia por la temprana conversión del rey de los francos, Clodoveo, al cristianismo en el año 496. Algunos lo modifican y enaltecen, sustituyendo primogénita por predilecta.

[18] Para abreviar, en lo sucesivo se empleará en este relato el acróstico, CCC.

[19] O de Marignano que, al ser ganada por el rey francés, Francisco I, convirtió a Francia en la potencia dominante en norte y centro de Italia, forzando al papa, León X, a aceptar un Concordato muy favorable a la intervención del poder real en la iglesia de Francia.

[20] Para ponerlas en contexto, puede ser interesante indicar que la población de Francia en 1789 era de entre 27,5 y 28 millones de habitantes.

[21] Se trataba de Jean de Dieu-Raymond de Boisgelin de Cucé (1732-1804), conocido por Boisgelin, de quien se volverá a tratar más adelante.

[22] Como consecuencia de la estancia de los papas en Aviñón en el siglo XIV, la ciudad y su territorio, así como en Condado venesino (Conté Venaissin, cuya principal población es Carpentras), fueron posesiones papales, hasta reincorporarse a Francia en 1791, tras un plebiscito.

[23] Boisgelin ya ha sido citado en la nota 14. François de Bonal (1734-1800) era a la sazón obispo de Clermont.

[24] Precisamente, aconsejando a su íntimo, el conde sueco Axel von Fersen. Véase, Norman Hampson, Historia social de la Revolución Francesa, traducción española en Alianza Editorial, Madrid, 1970, p. 325.

[25] Gabriel-Nicolas Maultrot (1714-1803), quien más adelante añadiría a su copiosísima obra escrita, unas Mémoires pour servir à l'Histoire de la constitution civile du clergé (1791-1792), en forma de periódico, en colaboración con Henri Jabineau y André Blonde.

[26] A los efectos de comprender el relato, basta con recoger las definiciones del jansenismo del diccionario de la Real Academia: 1. Doctrina que exageraba las ideas de san Agustín acerca de la influencia de la gracia divina para obrar el bien, con mengua de la libertad humana. 2. En el siglo XVIII, tendencia que propugnaba la autoridad de los obispos, las regalías de la Corona y la limitación del poder papal.

[27] Es decir, Felipe IV de Francia, rey del país entre 1285 y 1314.

[28] Simplificando mucho, podemos definir el galicanismo, conforme al diccionario de la Real Academia, como un sistema doctrinal iniciado en Francia, que postula la disminución del poder del papa en favor del episcopado y de los grados inferiores de la jerarquía eclesiástica y la subordinación de la Iglesia al Estado.

[29] En Internet, con o sin ayuda de la inteligencia artificial, es factible hallar el texto íntegro de la CCC en francés, pero -que yo sepa- no en español. Por eso me ha parecido útil, no solo para la comprensión del relato, sino también para conocimiento general, recoger una amplia referencia de dicha Constitución, a modo de interpolación en este relato.

[30] Esta Convención es generalmente conocida como el Concordato de Napoleón, que en aquellos momentos era Primer Cónsul de la República francesa. La fecha se ha traducido al calendario juliano, pero la original, en el calendario de la República francesa, era el 26 de Messidor del año IX.

[31] Sus sedes eran las ciudades de Rouen, Reims, Besançon, Rennes, Paris, Bourges, Bordeaux, Toulouse, Aix y Lyon.

[32] Como comparación orientativa, puede sostenerse que el salario medio de un menestral francés de la época era de una libra diaria.

[33] Parece obvio que se está aludiendo implícitamente a cargos o comisiones deferidos por el Romano Pontífice. El óbice entra dentro del criterio revolucionario de alejar a los clérigos franceses del servicio o gobierno en Roma o en otros lugares no franceses de la catolicidad.

[34] Fue, en efecto, Talleyrand quien presentó la idea el 7 de junio de 1790 a la Asamblea, que la votó con entusiasmo.

[35] Es la cifra de asistentes que usualmente se maneja. París tenía a la sazón unos 600.000 habitantes.

[36] Hay fuentes que elevan el número hasta cien mil.

[37] Las fuentes señalan que Talleyrand defendió la necesidad de la unión del pueblo francés bajo los ideales revolucionarios y la Constitución, declarando la tolerancia y la reconciliación entre las distintas clases sociales y religiosas. Realmente, hay que fiarse de la memoria, pues no existe versión escrita de la homilía.

[38] Literalmente, locura. Era una forma muy habitual en el París histórico para referirse a aquellas mansiones tan afectadamente elegantes y costosas, que el dispendio de su promotor podía calificarse de disparatado.

[39] La estancia de siete papas  legítimos en Avignon se mantuvo entre 1309 y 1377. Otros dos antipapas se mantuvieron en la sede aviñonesa hasta 1417.

[40] Juana de Anjou (1326-1382), condesa de Provenza y reina de Nápoles y Sicilia, casó en primeras nupcias con Andrés de Hungría -también de la casa de Anjou-, quien fue asesinado en Aversa en 1345, en circunstancias que hacían a su esposa sospechosa de haber provocado o conocido previamente el crimen. El papa Clemente VI, juzgándola inocente, la exoneró de toda responsabilidad, al tiempo que le compraba Avignon -una coincidencia tan sospechosa, al menos, como la conducta de Juana de Anjou-.

[41] Evangelio según San Mateo, capítulo 6, versículo 34.

[42]Tras el estallido de la Revolución Francesa en 1789, las ideas de supresión de residuos feudales y de soberanía nacional llegaron a Aviñón. La mayoría de la población local, influenciada por los revolucionarios franceses y opuesta al gobierno papal, comenzó a exigir la unión con Francia. Veamos una secuencia cronológica:

-          Junio de 1790. Los revolucionarios de Aviñón toman el control del Palacio Papal e instalan un gobierno revolucionario.

-          12 de junio de 1790. La Asamblea de Aviñón vota a favor de la reunión con Francia. El Papa Pío VI se opone firmemente a esta toma de poder y a la posible anexión.

-          24 de agosto de 1790. Decisión de la Asamblea Nacional: La Asamblea Nacional francesa se mostró inicialmente reacia a anexionar los territorios papales por temor a un conflicto diplomático.

[43] Tenía entonces 72 años de edad y padecía una dolencia articular que pocos años después le paralizó casi completamente.

[44] Es decir, su voluntad de no vetar la norma, aunque todavía tardaría más de un mes en promulgarla para que entrase en vigor.

[45] Reiterando ideas ya expresadas el 10 de julio anterior, Pío Vi escribía al rey: “Debemos decirte con firmeza y amor paternal que, si apruebas los decretos sobre el Clero, engañarás a toda tu nación, precipitarás tu reino en un cisma y quizás en una guerra civil de religión”. No es pequeño aviso para provenir de un hombre viejo y gastado.

[46] Jean-Georges Lefranc de Pompignan (1715–1790), arzobispo de Vienne y ministro de la Hoja de los Beneficios. Jean-Baptiste-Marie Champion de Cicé (1725-1806), arzobispo de Burdeos y ministro de Justicia.

[47] La resolución se adoptó el 1 de agosto de 1790 en términos concluyentes, pero parece que Bernis incumplió la orden de manera inequívoca.

[48] En 1791, el Estado suprimió la diócesis de Boulogne y eso, unido a la hostilidad del régimen, impulsó al obispo a exiliarse, no regresando ya a Francia, muriendo en Inglaterra en 1813.

[49] Armand-Gaston Camus (1740-1804), diputado y archivero de la Asamblea Nacional, fue además abogado y canonista de prestigio.

[50]  El presagio se cumplió en parte pues, a partir de abril de 1791, Talleyrand renunció a su obispado y pasó a vivir enteramente como un laico, si bien la dispensa papal para ello no se concedió hasta 1802, lo que aprovechó Talleyrand, por imposición de Napoleón, para contraer matrimonio.

[51]  No es fácil saber el número total de arzobispos y obispos representados en la Asamblea Nacional, pero puede darse un número aproximado de cuarenta, considerando que, junto con otros miembros del alto clero (abades, vicarios generales, etc.), el total se aproximaba a cincuenta.

[52] La primera obra de misericordia de las llamadas materiales o corporales es visitar y cuidar a los enfermos.

[53] Gran compendio de Derecho canónico, encargado por el papa Gregorio IX a un equipo dirigido por el fraile dominico catalán, Raimundo de Peñafort, que fue promulgado en 1234.

[54] Henri-Jean Baptiste Grégoire (1750-1831), diputado a la Asamblea Nacional en representación del clero y obispo constitucional de Blois, famoso por sus aportaciones a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, a la Constitución Civil del Clero, a la igualdad de los judíos y de los negros en Francia y sus colonias y a la defensa del patrimonio artístico eclesiástico contra el vandalismo (palabra que, al parecer, Grégoire fue el primero en utilizar en su moderno sentido). 

[55] En todas estas notas, su autor, Henri Fayard, evitó citar por su nombre a Grégoire y, por discreción, se refirió a él como Monsieur l’Abbé, es decir, “el Señor Abate”.

[56] Jean-Georges-Charles Voidel (1758-1812), diputado, miembro del club de los Jacobinos y del Comité des Recherches de la Asamblea Nacional, especie de policía política, encargada de la seguridad y de investigar a los sospechosos de actividades contrarrevolucionarias

[57] El artículo 2 del Decreto de 27 de noviembre de 1790 extendía el deber de juramento aplicable a obispos y párrocos (artículo 1 del mismo) a los vicarios de los obispos, los superiores y directores de los seminarios, los vicarios de los párrocos, los profesores de los seminarios y de los colegios y todos los demás eclesiásticos funcionarios públicos. Esta expresión, tan confusa como descarada, acabó por ser entendida en la forma general y absoluta en que la interpreta Henri Fayard en su relato.

[58] Las leyes y decretos de la Asamblea Nacional Constituyente de Francia entre 1789 y 1791 se publicaban en el "Moniteur Universel" o Gazette Nationale. Este periódico, fundado por Charles-Joseph Panckoucke en 1789, se convirtió de facto en el periódico oficial de la Revolución Francesa. No solo se dedicaba a la difusión de noticias generales, sino que también era el medio utilizado para publicar de forma oficial los debates, leyes y decretos de la Asamblea Nacional (y posteriormente de los cuerpos legislativos sucesivos). En 1800, durante el Consulado, fue reconocido formalmente como el periódico oficial del gobierno francés.

[59] Denominación histórica de las comarcas del curso medio y bajo del río Loira.

[60] Así, la declaración del párroco de Born (Alto Garona), Bernard Bellegarrigue, en fecha 13 de marzo de 1791.

[61] Se produjo el 27 de marzo de 1791, recayendo el cargo en el clérigo jesuita, Jean-Baptiste Gobel (1727-1794), cuyo radicalismo ulterior acabó por llevarlo a la guillotina.

[62]Je jure de veiller avec soin sur les fidèles de la paroisse -ou du diocèse- qui m'est confié” (juro velar con cuidado por los fieles de la parroquia -o de la diócesis- que se me confía).

[63] Zona del palacio de las Tullerías donde tenía su sede la Asamblea Nacional. El nombre procede de que su destino inicial fue el de picadero y escuela de equitación.

[64] Se recogieron evidencias de que la causa de su muerte fue una pericarditis linfática o una inflamación generalizada. Algunas fuentes también mencionan una obstrucción del intestino por una necrosis y cólicos nefríticos.

[65] Dos años después, los restos de Mirabeau fueron exhumados con deshonra, al descubrirse que había recibido dinero de rey y aconsejado a este contra los revolucionarios más exaltados. Hace muchos años que se ha perdido toda referencia del paradero de los restos del llamado otrora el Orador del Pueblo.

[66] Los resultados ofrecidos por las autoridades arrojaron las cifras de 101.046 votos a favor de la unión a Francia y 51.873 en favor de permanecer bajo la soberanía papal.

[67] Quizá el mejor libro sobre la fuga de Varennes siga siendo el de Mona Ozouf, Varennes. La mort de la royauté (21 juin 1791), edit. Gallimard, París, 2005, obra en la que se da a ese hecho histórico una relevancia clave para la posterior marcha de la Revolución.

[68] Luis Carlos de Francia, que habría podido ser Luis XVII, tenía a la sazón seis años. Falleció en 1795, a la edad de diez años, sin llegar a reinar en ningún momento, pese a lo cual se respetó su posición histórica, de suerte que el siguiente rey de Francia, su tío, reinó con el ordinal de Luis XVIII.

[69] Ese decreto se aprobó en 16 de mayo de 1791 y tuvo resultados prácticos muy negativos para la Asamblea Legislativa que sucedió a la Asamblea Nacional en octubre de 1791. En septiembre de 1792, una nueva asamblea, llamada la Convención Nacional, ya pudo contar con los diputados de 1789, entre ellos, Maillane y Robespierre.

[70] La Revolución clausuró las veintidós universidades francesas entonces existentes: El 1 de abril de 1793, las facultades de Teología, Medicina, Derecho y Artes y 15 de septiembre de 1793, la totalidad de las universidades y collèges. Su sustitución parcial por las Écoles se inició en 1794 y su reapertura, convertida en Université Imperiale, se llevó totalmente a cabo en 1808.

[71] Enfrentamiento entre ciudadanos violentos que reclamaban el destronamiento de Luis XVI y guardias nacionales, que reaccionaron disparando a la multitud que los acometía y apedreaba. Los tumultos más graves tuvieron lugar en el Campo de Marte de París el 17 de julio de 1791, provocando un número indeterminado de muertos y heridos, no sobrepasando aquellos, como mucho, la cifra de cincuenta.

[72] El Club de los Cordeliers (literalmente, la "Sociedad de los Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano") fue una de las sociedades políticas más radicales y populares de la Revolución Francesa, activa principalmente entre 1790 y 1794. Sus principales figuras fueron Danton, Marat, Desmoulins y Hébert.

[73] En España sus monjas suelen ser conocidas por salesas, al haber sido fundadas por San Francisco de Sales a principios del siglo XVII. En Francia son llamadas visitandines.

[74] Creo que el padre de sor Madeleine podría tener el título de barón de Saint-Rémy, por la simple razón de que Durand de Maillane era natural de dicha ciudad provenzal.

[75] Como complemento de lo previsto en la CCC para el clero secular, un decreto de 13 de febrero de 1790 preveía una pensión para asegurar la supervivencia de los religiosos que decidieran “recuperar su libertad”. Dicha cantidad, según norma complementaria de abril de 1790, equivalía para las monjas de base a la modesta cantidad de 400 a 500 libras anuales. Pero sucedía que, al contrario que con obispos, párrocos y vicarios, los frailes y las monjas solían cobrar su pensión de manera irregular o nula, lo que explica las palabras de Maillane en el relato.

[76] En efecto, tal excepción fue derogada por decreto de la Asamblea Legislativa de fecha 6 de abril de 1792. El 18 de agosto siguiente, un decreto reforzó la medida, suprimiendo todas las congregaciones seculares y todas las asociaciones eclesiásticas o laicas, lo que consolidó la eliminación de las instituciones que gestionaban escuelas y hospitales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario