Iglesia
y revolución (Memorias de un profesor de París)
Por Federico Bello Landrove
Dedicado a Ana Cristina Tolivar Alas,
que tanto gusta de las cosas de Francia
Un competente y moderado profesor de
Derecho canónico de la universidad de París tiene la ocasión de conocer y
participar activamente en el complejo y apasionante mundo de la elaboración de
las leyes de la Revolución francesa que harán perder a la Iglesia gala la mayor
parte de su poder legal y económico y convertirán a sus eclesiásticos en poco
más que funcionarios estatales. Recojo en este relato lo más jugoso de las
páginas que dicho profesor, Henri Fayard, dejó escritas como testimonio de sus
vivencias en los años 1789 a 1791, las cuales no han sido publicadas hasta el
presente.
1.
En
París, por no quedarme otro remedio
Línea cronológica de los hechos
recogidos en este capítulo
· 5-05-1789. Los Estados Generales se reúnen en
Versalles por separado (clero, nobleza y estado llano).
·
17-06-1789. Los Estados Generales, reunidos la
gran mayoría de sus representantes, forman la Asamblea Nacional, siendo Bailly
elegido su presidente.
·
20-06-1789. Juramento de los representantes,
reunidos en el edificio del Jeu de Paume, de no separarse hasta dotar a
Francia de una Constitución.
·
23-06-1789. Sesión real, o comparecencia
del rey ante los Estados Generales. Simultáneamente se produce un intento regio
de usar las tropas para disolver la asamblea, pero fracasa al negarse las
tropas a tirar contra el pueblo que bloqueaba las puertas del lugar de reunión
de aquella.
·
26-06-1789. La mayoría de los representantes del
clero se unen definitivamente al tercer estado (estado llano), incluso varios
obispos, entre ellos Talleyrand.
·
30-06-1789. Los Estados Generales pasan
formalmente a ser la Asamblea Nacional Constituyente de Francia.
·
7-07-1789. A propuesta de Talleyrand, se
suprimen los mandatos imperativos.
·
8-07-1789. Luis XVI reconoce como tal la
Asamblea Nacional Constituyente.
·
14-07-1789. Tras la organización y el armamento
conseguidos en las jornadas anteriores, el pueblo de París toma la
fortaleza-prisión de la Bastilla.
·
15/16-07-1789. Se crea, a nivel local de París, la
primera sección de la Guardia Nacional. El rey acepta los hechos consumados y
ordena la retirada de las tropas que amenazaban la capital. La Asamblea
nacional se congratula, no sin preocupación, del levantamiento del pueblo
parisino.
·
17-07-1789. Luis XVI visita en triunfo el
ayuntamiento de París, haciéndole los honores la Guardia Nacional. Se inicia el
derribo de la Bastilla.
***
Era mi costumbre de todos los años la de
pasar la mayor parte del verano en la villa de Boulogne-sur-Mer, en contacto
con su grata naturaleza y gozando de la tranquilidad de aquella pequeña
localidad marinera[1],
en la que había heredado de mi difunta esposa una casita de dos plantas, muy
cerca de la noble iglesia de San Nicolás. Me acompañaba en aquellas semanas de
descanso mi veterana ama de llaves, en tanto que mi criado permanecía en París
cuidando de mi casa de la capital. Y no otra intención tenía en el año de
gracia de 1789, una vez llegaron las vacaciones en la Universidad y en los
tribunales, que constituían mis centros de ejercicio profesional. Mi edad, que
frisaba en la cincuentena, me había hecho escéptico respecto de la posibilidad
de grandes cambios políticos, aunque vinieran precedidos de un hecho tan
insólito, como la convocatoria y reunión de los Estados General del reino, que
llevaban ciento setenta y cinco años sin congregarse. ¡Y si todavía se hubiesen
juntado en París! Pero Versalles me resultaba un tanto lejos para asistir a
aquel espectáculo, que no empezó con buen pie: Por dos veces se aplazó
la solemne inauguración, hasta consumarse al fin el 5 de mayo.
Mientras concluía mis tareas e iba
preparando el equipaje, empezaron a llegarme noticias y rumores que aludían a
enfrentamientos y tensiones de los diputados con el rey, hasta el punto de que
-como en otros tiempos había sido moneda corriente- las asambleas estaban a
punto de ser disueltas, llegando a encontrar cerradas las puertas de los
salones donde se reunían. Luego, de pronto, se escuchó que los representantes
del tercer estado se habían juramentado para no volverse a sus casas, a no ser bajo
la amenaza de las bayonetas. Incluso, se decía que habían pedido ayuda y unidad
a los delegados del clero y de la nobleza, a fin de formar una única asamblea,
tildada por ello de nacional, con la pretensión de redactar una Constitución,
al modo y ejemplo de la república de los Estados Unidos de América. Se
aseguraba que los nobles, en su gran mayoría, habían rechazado tal sugerencia;
no así los clérigos, que se habían dejado convencer muchos de ellos, quizá
-digo yo- por sentirse más ciudadanos rasos que hombres de iglesia. Y,
entretanto, yo, erre que erre, dispuesto a viajar hasta la orilla del mar, como
si lo que pasaba a diez toesas[2] de París no me interesara
más que lo que acaecía en la China. Pronto me percataría de mi equivocación,
pero tuvo que ser mi criado, Plantin, quien, mucho mejor informado que yo, me
desaconsejara el viaje.
En efecto, al no ser yo tan arrojado como
para abandonar mi residencia cuando los disturbios y callejear por París en
busca de noticias, hubo de ser mi criado quien me trajera estas a casa, al
tiempo que fortalecía mi resolución de mantenerme a resguardo. Por tanto, fue
el bueno de Plantin mi fuente de información, la cual fui ampliando yo más
tarde, cuando cesaron los disturbios y el orden volvió, en lo que cabe, a las
calles de la capital.
Era cosa sabida en la ciudad -yo la conocí
en el Parlamento[3]-
que esta se encontraba prácticamente sitiada por numerosos regimientos traídos
de provincias por orden del rey, esperando el momento de entrar en París y
acabar con sus veleidades levantiscas, que no hacían sino apoyar y reproducir
las actitudes de la asamblea de Versalles, la cual había sufrido, días antes,
un intento ladino de disolverla por parte del rey. Según Plantin, el 30 de
junio una multitud se dirigió a la prisión de la Abadía con la intención de
libertar a los presos políticos allí detenidos. El príncipe de Lambesc,
gobernador militar de París, al frente de fuerzas mayormente de alemanes, cargó
contra el populacho a la altura de las Tullerías. Entonces, un regimiento de
guardias franceses[4],
actuando de manera decidida y mandados por sus oficiales, se enfrentaron a las
otras fuerzas armadas de la capital y confraternizaron con el pueblo, que pudo
mantener así el control de la ciudad.
Los desórdenes no eran cosa solo de París,
sino que se rumoreaba que los levantamientos campesinos brotaban por toda
Francia, de lo que en la capital teníamos noticia indirecta por la disminución
de las entradas de alimentos, particularmente, de grano, que entonces debería
haber empezado a afluir en cantidad por la nueva cosecha. Decíase que escaseaba
la harina; subía el precio del pan y, como es habitual en estos casos, se achacaba
buena parte de la responsabilidad a los acaparadores. Ante el riesgo de sufrir
violencia y robo por el camino, opté por demorar el previsto viaje a Boulogne y
permanecer en mi residencia, esperando acontecimientos.
No es mi propósito escribir una pequeña
crónica de aquellos días, pero no eludiré recoger la versión que de los hechos
más relevantes me transmitió Plantin -quien tengo por cierto que alguna parte
tuvo en ellos- y yo escribí de inmediato[5]. Comenzaré por los acontecimientos
de los días memorables del 13 y el 14 de julio de 1789, que concluyeron con la
toma de la Bastilla.
***
Entre
el 30 de junio y el 13 del mes siguiente, fue generándose una tensión, fruto
del temor de que los regimientos concentrados por orden del rey en las
inmediaciones de París asaltasen finalmente la ciudad. Este estado de ánimo
desembocó por fin, el 30 de junio, en una actitud de violenta firmeza por parte
de un gran número de ciudadanos -fue, creo, la primera vez que oí esa
palabra en los labios de un criado para referirse a la plebe o al populacho- que
se concentraron en asambleas y acudieron al ayuntamiento, donde se enseñorearon
del edificio y empezaron a tomar decisiones por aclamación. Fue la principal de
estas la de organizarse y armarse a modo de milicia. La falta de armas fue
paliada gracias a los asaltos del edificio general del Guardamuebles -allí se
custodiaban numerosas armas empeñadas o decomisadas- y del cuartel general de
la policía, donde la fuerza apenas opuso resistencia. Mientras se constituía
como guardia armada lo mejor o más granado de la plebe, lo peor y más violento
de la misma se dedicó al desorden y al pillaje, destruyendo las casetas y
barreras de los fielatos y puestos de guardia de entrada a la ciudad e
incendiando los conventos de Saint Lazare y Saint Denis, así como numerosos
edificios de dichos barrios.
En la mañana del 14 de julio, la multitud,
a fin de proveerse de armas y municiones suficientes -estas se echaban a faltar
más que aquellas- ocupó el gran cuartel de los Inválidos, sin que los soldados
de la guardia, totalmente desmoralizados y sin un mando decidido, ofrecieran verdadera
resistencia. Los populares se incautaron de las armas allí existentes -unos
32.000 fusiles, más algunos cañones y culebrinas-, las cuales fueron repartidas
entre los asaltantes, junto con la pólvora y las poco abundantes municiones
disponibles.
Visión
imaginaria del asalto a la Bastilla
Seguidamente, el pueblo acudió
espontáneamente a la Bastilla que, como se sabe, era desde el siglo XVI la
principal fortaleza de vigilancia sobre Paris, aunque actualmente no tenía otra
función que la de prisión, con la mala fama de albergar a presos políticos o
sin acusación concreta, que se suponía eran víctimas de toda clase de
privaciones y torturas. Según mi criado, el objetivo de caer sobre la fortaleza
no era tanto el de poner en libertad a los reclusos, cuanto el de hacerse con
más armas y, paralelamente, evitar que su guarnición las emplease contra el
pueblo.
Los efectivos armados de la Bastilla
alcanzaban a la sazón la cifra de 125, al haber sido aumentada la guarnición
habitual de inválidos con unos 30 guardias suizos. Todos ellos estaban al mando
del marqués de Launey, hombre enérgico, pero de carácter voluble y mando poco
operativo, defectos que se evidenciarían en aquel día, el más importante de su
vida. La fortaleza, aunque impresionante por su arquitectura, no estaba pensada
en modo alguno para resistir un asedio, incluso breve, pues carecía de almacén
de víveres, siendo estos adquiridos diariamente de suministradores de la
capital.
Desde el mediodía, una multitud armada
bloqueó completamente la Bastilla y se inició al propio tiempo un proceso
negociador con Launey, a fin de que rindiera la fortaleza o, al menos,
permitiera al pueblo que entrase en la misma. Las conversaciones se
desarrollaron entre idas y venidas y suspensiones momentáneas, lo que los
sitiadores aprovecharon para tomar sin grandes pérdidas los dos puentes
levadizos que permitían superar los fosos que cercaban la fortificación y que
constituían su mejor defensa. Durante la tarde se desarrolló un tiroteo
intenso, que duró unas cuatro horas. Se dijo -y así lo creyó la multitud- que
los defensores de la Bastilla no respetaron bandera blanca de tregua, lo cual
irritó mucho al pueblo y le llevó a cometer los crímenes que luego se dirá. Dos
acontecimientos fueron decisivos para que los atacantes se salieran con la
suya: 1º. El emplazamiento de uno o dos cañones frente a la puerta principal de
la fortaleza, que saltaría con facilidad al impacto de los proyectiles. Era el
punto flaco de un edificio que, por la estructura de los muros, parecía
indestructible. 2º. La incorporación al ataque de dos compañías de la guardia
francesa; un refuerzo importante por la calidad de sus disparos y el respeto a
su uniforme.
Al atardecer, de manera bastante
imprevisible, el marqués rindió la posición. El pueblo entró en masa en el
patio de armas y, seguidamente, liberó a los siete presos que había en las
mazmorras, ninguno de los cuales tenía el concepto de preso por motivos
políticos. Los defensores fueron a duras penas respetados, salvo Launey y dos
oficiales de la guardia, que fueron ejecutados al instante. El resto de la
tropa fue conducido entre vejaciones al ayuntamiento, donde las autoridades del
momento los liberaron poco después, libres de cargos.
Aunque ha habido quienes opinasen que el
asalto a la Bastilla fue tarea fácil, poco más que un simulacro de combate, no
fueron pocas las personas que efundieron su sangre en la ocasión. Se sabe con
certeza el número de muertos entre la guarnición: cuatro durante la refriega y
tres más en el criminal episodio de venganza antes relatado. Mucho más oscuro
es el dato de las bajas entre los atacantes. He oído que los muertos pudieron
llegar a cien, mientras que los heridos serían unos sesenta. Yo, ni afirmo, ni
niego.
***
Plantin volvió a casa el 14 de julio a
hora avanzada, con buena información de lo sucedido aquel día en París, aunque
me aseguró que no había tomado parte activa en ello. De hecho, no observé que
portase arma alguna. Escuché con atención su relato, pero le amonesté con
suavidad por habernos tenido en vilo al ama de llaves y a mí, por si su
tardanza hubiera sido fruto de algún percance. Me prometió ser prudente en lo
posible, si bien recabó mi permiso para pasearse por el centro de la
capital, una vez hubiese cumplido sus obligaciones domésticas, incluso la de
ayudar en las compras al ama de llaves. Así hizo los días 15 y 16 de julio,
jornadas de euforia de los parisinos, no solo por el triunfo de la Bastilla,
sino porque las tropas reales, lejos de cumplir órdenes de entrar manu
militari en la ciudad, se negaron a acatarlas, haciendo defección buena
parte de sus efectivos, incluidos los extranjeros. Me dicen que la alegría
ciudadana contrastaba con los sentimientos encontrados de la Asamblea Nacional,
al enterarse de la toma de la fortaleza. Mirabeau se hizo portavoz del parecer
de la mayoría, poco inclinada a que la plebe tomase la iniciativa política y, a
través del Comité de Electores de París, nombrase, por sí y ante sí, a las
nuevas autoridades, entre las cuales se encontraba el ilustre y respetado
profesor y astrónomo Bailly -entonces presidente de la Asamblea Nacional-, como
alcalde de París, y el marqués de La Fayette, como comandante de las fuerzas
irregulares armadas para la defensa de la ciudad. De todos modos, al ceder el
rey ante los hechos consumados en su capital, los diputados hicieron lo propio
y mostraron una exultación más aparente que real.
Naturalmente, estas interioridades no
me fueron transmitidas por el bueno de Plantin, que de las calles parisinas me
trajo noticias más obvias. El pueblo de París continuó con su tarea de armarse
para defender la ciudad, formándose en aquellas jornadas la famosa Guardia
Nacional, que extendería luego su organización a otros muchos lugares de
Francia, constituyendo una gran Federación. Todas las facciones patrióticas de
la ciudad confraternizaron sinceramente y nació la escarapela tricolor[6], como signo evidente de
adhesión de sus portadores a la revolución. Mi criado me indicó que, pese a la
euforia, los ciudadanos no estaban confiados pues las tropas reales vivaqueaban
a las puertas de París, por lo que la guardia armada mantenía servicios de
vigilancia y patrulla día y noche. Y hacían bien: Según me enteré más tarde, el
rey estuvo a punto de huir a escondidas a Metz para ponerse allí al frente de
tropas fieles a su mando. La intentona no cuajó por las posturas
contradictorias de los familiares y consejeros del rey, así como por las
dificultades prácticas de atravesar el país en las condiciones imperantes.
Concluiré el relato de las aventuras de
mi criado por aquellos días con los acontecimientos del día 17 de julio, cuando
el rey, pleno de cinismo, accedió a la petición del ayuntamiento de París y
giró visita a la ciudad. He de confesar, con cierta vergüenza, que decliné la
insistente sugerencia de Plantin, para que acudiera en su compañía a contemplar
aquellos fastos, dado que las calles estaban perfectamente guardadas por la
milicia y la multitud rebosaba satisfacción y fraternidad. No quise, pues,
acudir a la plaza del ayuntamiento anónimamente, pero días más tarde hube de
hacerlo a título personal con un encargo de la Universidad, como explicaré en
el capítulo siguiente. En fin, reuniré la versión del criado con otros datos
que posteriormente recabé, para dejar constancia de aquel hermoso día con el
siguiente resumen:
Enterado en Versalles de la situación tan desfavorable en París para los
realistas, Luis XVI reculó en sus designios antes expuestos y optó por engañar
a propósito de sus verdaderas intenciones. Por de pronto, ordenó que las tropas
que cercaban París volviesen a sus guarniciones originarias y acordó el retorno
del popular Necker, para ponerlo de nuevo al frente del ministerio de Hacienda.
El ayuntamiento de París rogó al rey que, al menos temporalmente, visitase la
ciudad, a lo que Luis XVI accedió, mientras su hermano, el conde de Artois,
huía hacia tierras alemanas, en unión de numerosos cortesanos destacados. El
viernes, 17 de julio, el rey se presentó en París, ocasión que se aprovechó
para que la Guardia Nacional hiciera su aparatosa aparición en público, con
uniformes y armas todavía de circunstancias, pero en tal número, que hubo de
impresionar al rey, cuyo recorrido cubrió a ambos lados y le rindió honores en
la Place de Grève[7]. El gentío era
inmenso y se mostró en general tan favorable al rey, que este tuvo que juzgar
que su visita había sido todo un éxito, aunque no por ello decidió alargarla.
En el ayuntamiento se pronunciaron numerosos discursos de salutación, muy
protocolarios, que el rey escuchó en silencio, aunque tuvo el gesto de prender
de su sombrero una escarapela tricolor, saludando así desde la balconada al
gentío que lo aclamaba en la gran explanada. De seguido, Su Majestad tomó el
camino de vuelta a Versalles, de modo que las grandes fiestas populares
organizadas en los diversos barrios de la capital tuvieron un carácter
estrictamente popular, como pude constatar por los celebrados en mi suburbio
-el de Saint Marcel-, en unos momentos que salí a la calle para verlos,
acompañado por Plantin y el ama de llaves.
En aquel mismo día se decidió por los
responsables municipales el derribo de la Bastilla, cuya demolición se inició
de manera inmediata, dedicando parte de sus restos a repartirlos entre los
patriotas en París y por toda Francia, como recuerdo de tan glorioso triunfo de
la revolución.
2.
La
génesis de una fecunda colaboración
Nada
me habría llevado a salir de mi casa y acudir a la Universidad aquel jueves, 23
de julio, a no ser una esquela urgente del conde Angran d’Alleray, que me hizo
llegar a mi domicilio parisino, en el número 28 de la calle Fossés Saint
Marcel, por medio de un criado de su casa. Me extrañó recibir un mensaje de
parte de un personaje que, aunque profesor de la facultad de Derecho a la que
yo pertenecía como colaborador de las cátedras de Derecho canónico, no había
tenido mayor relación conmigo que la puramente ocasional y protocolaria. Se ve
-me dije- que, en estos momentos tan revueltos y oscuros, la gente notable echa
mano de cualquiera que todavía permanezca en París, a pesar de hallarnos en
periodo vacacional y a los peligrosos tiempos que corren. Pero todavía no he
dado razón del texto de la misiva, que a la letra era el siguiente:
Al recibo de la presente, le ruego se
constituya en la sede de la Universidad, a fin de cumplir una comisión muy
urgente y de la más alta importancia para la institución.
Su nombre para desempeñar tal encargo me ha
sido vivamente recomendado por nuestro común y respetado amigo, el señor Durand
de Maillane.
Con mi mayor consideración,
D’Alleray.
Había pasado ya el mediodía y el servicio
estaba poniendo la mesa para el almuerzo. Decidí, no obstante, probar al paso solo
un bocado y, mientras vestía ropa de paseo, pregunté a mi criado por el estado
de las calles próximas. Su respuesta me tranquilizó, aunque solo en parte:
-
Señor
-me dijo- desde que la Guardia Nacional patrulla, fusil al brazo, el populacho
se ha retirado a sus barrios y refugios. Con todo, si yo fuese usía, no me
engalanaría con el atuendo suntuoso con el que habitualmente acude a la
Facultad y seguiría la ruta de las vías más concurridas.
-
Agradezco
tus indicaciones -contesté- y prepárate para acompañarme, en prevención de
algún mal encuentro. Tú verás -agregué- si es oportuno que te proveas de algún
bastón u otro medio de defensa.
Felizmente, no tuvimos ningún encuentro
ominoso. Las calles que recorrimos estaban tranquilas y poco concurridas. Anduvimos
en cinco minutos el camino hasta la Universidad, sin tropiezos ni detenciones.
Allí sí que las puertas estaban guardadas por presuntos guardias nacionales -lo
pongo bajo sospecha, pues sus uniformes y credenciales dejaban mucho que
desear-. No me fue necesaria una identificación en regla pues uno de los
miembros de la fuerza aseguró en voz apenas audible a su comandante que, en efecto,
yo era el abogado Fayard, pues había defendido a su hermana en un pleito
matrimonial. Convinieron en dejarme pasar, no sin antes excluir de tal
autorización a mi criado, quien habría de esperar mi salida al raso, en la
explanada. Recuerdo que pensé en lo poco que parecían haber avanzado los usos
sociales a pesar de las precedentes jornadas revolucionarias.
***
El cometido para el que Maillane me había
recomendado a d’Alleray era tan sencillo, como ridículo en el fondo. La
Asamblea de Electores de París había requerido a la Universidad para que, de
manera inmediata, manifestase explícitamente si daba su adhesión a que el
famoso astrónomo, Jean Sylvain Bailly, fuese nombrado alcalde de la capital,
así como a que el admirado marqués de La Fayette lo fuera en calidad de
comandante de la Guardia Nacional parisina. Como es sabido, los profesores de
las diversas facultades de la Universidad de París formaban por sí mismos un
distrito electoral de los en que se había dividido la ciudad, habiendo elegido
en su momento a dos diputados enviados a los Estados Generales. Pues bien,
cuando se recibió, días atrás, la petición oficial de que la Universidad se
pronunciase sobre las citadas propuestas de nombramientos, los profesores, por
ausencia o pon evitar comprometerse, habían hecho oídos sordos -tampoco es que
hubieran sido el único distrito renuente en pronunciarse, dicho sea en honor de
la verdad-. El caso es que ahora el segundo aviso llegaba con aspecto de
conminación, por lo que los pocos profesores presentes de la facultad de
Derecho -yo no vi en el salón a otros que d’Alleray y Laverdy- habían recibido
el encargo de responder favorablemente en nombre de todo el profesorado
universitario. Lo curioso es que, yendo dirigida la contestación a gentes de lo
más diverso en cultura y profesión, los profesores habían desechado utilizar el
francés, recordando la tradición de emplear el latín como primera lengua
oficial de la institución. ¡Y aquí era ella! No bastaba con un latín de andar
por casa, como el que usualmente se empleaba en las aulas, sino que habría de
utilizarse una lengua clásica y pura, para general satisfacción y conocimiento,
no ya de los electores del comité, sino de cualesquiera extranjeros, de
aquellos que empezaban a fijarse en los sucesos de Francia con interés y
cierta prevención. Ahí era donde entraba yo que, a juicio del profesor Maillane,
había demostrado suficiente maestría latina en mis no escasos opúsculos
canónicos, desde mi ya añeja tesis doctoral sobre Las circunstancias
históricas que dieron lugar al acuerdo de 1516 entre la Santa Sede y el Reino
de Francia, trabajo académico que había tenido el honor de que fuera
dirigido por el mayor canonista francés del siglo, que no era otro que
Pierre-Toussaint Durand de Maillane, el cual, embebido actualmente por sus
ocupaciones de diputado de la Asamblea Nacional en Versalles, no había querido
que se mezclasen sus tareas a nivel nacional con el punto de vista sobre una
cuestión meramente parisina, con la que además tenía una opinión discrepante.
En efecto, Maillane no juzgaba oportuno que el equilibrado y respetable Bailly,
diputado nacional de gran influencia, se alzase además con el puesto muy
relevante de alcalde de París, alcanzando así un poder político excesivo y
descuidando inevitablemente sus funciones en la Asamblea de Versalles. Así que
mi antiguo maestro echó mano de mí para que le cubriese la ausencia… y la
opinión personal.
Al punto pude percatarme de que lo que se
pretendía de nosotros, los sufridos profesores de Derecho que estábamos en
París dando la cara, era bastante más que una impoluta transcripción de un acuerdo
en latín digno de Cicerón. Lo cierto es que, si la Universidad se había
inclinado unos días antes por refrendar la promoción de Bailly y de La Fayette,
no había llegado a reflejarlo y suscribirlo en sus libros de actas. Por tanto,
lo que había de hacerse aquella tarde era incluir en los registros un acuerdo
antedatado, al gusto de los requirentes, que por el momento no figuraba, ni en
latín ciceroniano, ni en el francés repulido de la Academia. Los dos profesores
que me acompañaban parecieron sentirse incómodos de que un advenedizo poco
conocido, que ni siquiera era catedrático, fuese testigo de un renuncio tan
palmario. D’Alleray se excusó conmigo de manera tan torpe como innecesaria:
-
No
estamos haciendo otra cosa que ajustar, con la inexcusable rapidez, la verdad
escrita a la real. Contamos con el mandato de las autoridades académicas y, por
otra parte, no está el horno para bollos en estos días.
En consecuencia, redactamos una breve
fórmula de adhesión de nuestra academia a la nominación de Bailly para alcalde
y de La Fayette como jefe de la guardia nacional de París. Mis colegas eran tan
duchos en latín como para casi no necesitar de mis servicios. Apenas tuve que
ratificar el sustantivo marchio, como equivalente aproximado al título
de marqués que ostentaba el segundo de dichos candidatos y, sobre todo,
revestir de una fórmula comprensible el concepto de Guardia Nacional, tan
novedoso. Sugerí con éxito la expresión res militaris urbana, toda vez
que el nombramiento de La Fayette como praefectus era por el momento
solo para París. Acabamos felizmente el trabajo en un par de horas, con la
ayuda de un amanuense y un secretario. Más compleja prometía ser la decisión
sobre la mano que habría de llevar inmediatamente el mensaje al ayuntamiento,
donde habitualmente se reunía la Asamblea de Electores, destinatario de aquél.
Nadie, entre los pocos circunstantes, estaba dispuesto a andar por las calles con
un documento oficial ciertamente relevante, ni era cosa de solicitar que
hiciera de correo alguno de los guardias nacionales de la entrada, como si se
quisiera eludir la reprimenda por el retraso. Cansado de esperar una decisión y
deseoso de echar al estómago algo más que el bocado embaulado a mediodía, me
ofrecí:
-
Señores,
dije, en mi condición de abogado de la curia parisina, más que como profesor,
conozco al señor Moreau de Saint-Méry, que creo es uno de los presidentes de la
Asamblea de Electores. Dejen que yo lleve este hermoso texto latino hasta sus
manos, presentándole excusas por nuestra tardanza en redactarlo. Eso sí, no es
cosa de presentarme en el ayuntamiento como un quídam. Exijo que me acompañe un
ujier de la Facultad y que pongan a mi disposición un coche para trasladarme
hasta la plaza de Grève. Es lo menos que puede esperar un profesor en
cumplimiento de una importante diligencia oficial.
Mientras se me aprestaba lo requerido,
tuve la buena ocurrencia de bajar hasta el zaguán y exponer al teniente de la
guardia la gestión que se me había encomendado. Bastaron las palabras
ayuntamiento y La Fayette para que pusiera a mi disposición a dos guardias
montados para que me escoltasen hasta mi destino. No olvidé llevar conmigo al
bueno de mi criado, que había permanecido a la espera durante unas tres horas,
que supongo amenizaría con algún refrigerio.
***
Dos días más tarde, el domingo 25 de
julio, Maillane me recibió en su casa de la calle Saint Honoré. Se había
trasladado momentáneamente allí desde Versalles, a fin -según me dijo- de
pulsar el ambiente y comprobar de propia mano la situación en París.
-
La
verdad -agregó- es que ya no tiene sentido que la Asamblea continúe celebrando
sesión en Versalles, pero no es menos cierto que los constantes desórdenes de
París no parecen aconsejar que nos traslademos a este avispero. ¿No ha sufrido
usted -añadió- ningún mal o inconveniente en estos últimos días? ¿Y qué puede
decirme de la situación en la Universidad?
-
La
verdad -le resumí- es que he procurado permanecer en mi residencia, de suerte
que han sido mi criado y mi ama de llaves quienes me han traído noticia de
cuanto acaecía en el exterior, a saber con qué fidelidad y completitud. En todo
caso, los dramáticos acontecimientos de días pasados es poco probable que se
repitan. Las tropas que amenazaban la capital se han retirado y esa fuerza
armada tan extravagante, que ha sido denominada Guardia Nacional, patrulla por
todas partes y parece haberse hecho con el control de las calles. Yo mismo he
tenido ocasión de comprobarlo anteayer, cuando hube de acudir a la Sorbona y
luego al ayuntamiento, como usted bien sabe.
-
¡Claro
que lo sé! -exclamó- y le agradezco infinito que aceptase cumplir mi solicitud
con tanta prontitud y acierto. Lo mejor que podemos hacer por nuestra
Universidad es impulsarla a seguir las directrices políticas que van
imponiéndose. De otro modo, mucho me temo que sus autoridades se vuelvan
sospechosas y sus actividades sean entorpecidas… Pero no es para expresarle mi
gratitud por lo que le he mandado recado, sino porque, abusando de su solicitud
y grandes conocimientos, quiero proponerle una tarea importante y del mayor
interés.
El
canonista y político Durand de Maillane
El
profesor Maillane me detalló los trabajos de la Asamblea en lo tocante al
futuro de la Iglesia en Francia, un tema de sustancial transcendencia y que a
ambos, como católicos y canonistas, nos tocaba de un modo especial. Ciertamente
yo, a estas alturas de mi vida, era más un abogado civilista que un profesor de
Derecho eclesiástico. Tampoco era mi deseo implicarme en el tormentoso mundo de
la política, aunque solo fuese colaborando con un diputado del tercer estado,
como era Maillane. Pues, a fin de cuentas, eso era lo que quería de mí. Procuró
impulsar mi aquiescencia con la mayor persuasión:
-
Le
supongo al tanto de que la mitad de los diputados del clero se han integrado en
la Asamblea Nacional, renunciando expresamente a constituir un estamento
político con asamblea propia. La mayoría de ellos comparten las ideas de
libertad y de grandes concesiones de la Iglesia en beneficio de lo que ahora ha
dado en llamarse la nación. En estas circunstancias, no cabe duda de que
esperan a la iglesia de Francia grandes cambios y sacrificios. De quienes somos
hombres de leyes y conocemos bien el camino del Derecho canónico a través de
los siglos, es de exigir que promovamos el que las grandes conmociones que nos
aguardan se lleven a cabo de forma legal y respetuosa de la tradición
histórica. Desde luego, como diputado, yo me propongo entregarme sin descanso a
esta esforzada tarea. ¿Querría usted ayudarme? Con su prudencia y conocimientos,
seguro que su cooperación y consejos me serían de gran valor. En todo caso,
nuestros esfuerzos no serán vanos en servicio de Francia y de nuestra religión.
El compromiso, caso de aceptar, podía
llegar a ser absorbente. Así se lo resalté a Maillane, recordándole que mis
trabajos de abogado eran numerosos y constituían mi principal fuente de
ingresos. Él me prometió que en ningún caso me pediría que abandonase París ni
que mi labor adoptara la formalidad de dictámenes:
-
Yo
le haría llegar -precisó- los proyectos de leyes o decretos sobre los que tenga
que pronunciarme y votar, o las minutas de mis discursos o informes a la
Asamblea y sus comisiones. Bastaría con que usted me diera su punto de vista
sobre todo ello, a tenor de su recta conciencia y de su reconocida competencia
en las cuestiones eclesiásticas. Con eso tendré bastante para reflexionar y
formar mi parecer. Y, por descontado, si en alguna ocasión estuviere usted
imposibilitado de atender mis solicitudes, bastará con que me lo haga saber,
quedando yo tan agradecido como si hubiera podido contar con su opinión.
Poco a poco, la proposición de Maillane me
había ido pareciendo más y más tentadora. Para mi vergüenza, he de reconocer
que sus atractivos no se cifraban tanto en ayudar a un buen maestro y amigo ni
en servir a la patria y la religión, cuanto en conocer al punto y de primera
mano lo que se estuviera cociendo en aquel mundo turbulento y confuso de
la Asamblea Nacional; y eso, sin necesidad de viajar hasta Versalles ni de
mezclarme con la plebe levantisca y los vociferantes secuaces de los políticos
de moda. Finalmente acepté lo que se me sugería. Maillane me estrechó la mano
en señal de gratitud y, seguidamente, puso en mis manos un cartapacio, cuyo
contenido me resumió de esta manera:
-
Justo
a tiempo, amigo Fayard. No creo que se tarde más de una semana en resolver
algunas de las más peliagudas cuestiones que habremos de decidir en materia
religiosa. Aquí tiene usted unas notas de por dónde van las discusiones y de lo
que, en principio, opino yo sobre tales temas. ¡Casi nada!: Libertad religiosa,
supresión de los diezmos y derechos de pie de altar de la Iglesia y
desaparición del clero como uno de los tres estados en que ha venido
organizándose la sociedad francesa hasta ahora. Ayúdeme cuanto pueda y, en unos
pocos días, hágame llegar el resultado de su labor por conducto de mi
mayordomo.
-
Sin
problema -exageré-. Son temas sobre los que he reflexionado tanto a lo largo de
mi vida, que podría contestar sobre ellos al instante. Claro que, en
consideración a usted, me tomaré el breve tiempo del que disponga.
Maillane sonrió benévolo y concedió:
-
Efectivamente,
en muchos casos la primera impresión es la acertada, siempre que no la guíen
intereses egoístas o ideologías extremas y excluyentes. Si lo sabré yo, pese a
llevar solo dos meses debatiendo en la Asamblea con algunas de las mayores
lumbreras de la inteligencia francesa.
Vista
actual del ayuntamiento de París
3.
La
ubérrima cosecha de agosto
Línea
cronológica de los hechos recogidos en este capítulo
·
4-08-1789. La Asamblea Nacional deroga todos
los privilegios históricos del clero, que deja de ser prácticamente un
estamento o estado de Francia, tras haber dejado de serlo teóricamente
el 30 de junio de 1789, cuando los Estados Generales separados pasaron a formar
una única Asamblea Nacional Constituyente.
·
4-08-1789. El clero pierde sus derechos de
recaudar diezmos obligatorios y derechos de pie de altar, sin indemnización o
compensación concreta e inmediata por ello.
·
8-08-1789. Discurso del marqués de Lacoste en
la Asamblea, que pasa por ser el primero en que se sugirió la incautación por
la nación de los bienes del clero.
·
12-08-1789. Creación dentro de la Asamblea
Nacional del Comité eclesiástico, formado por quince diputados, para preparar
los estudios y ponencias de índole religiosa.
·
26-08-1789. Aprobación por la Asamblea
Nacional de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que el
rey sancionará el 5 de octubre siguiente.
·
28-08-1789. La Asamblea Nacional rechaza
considerar la religión católica como la oficial de Francia.
***
Desde mi punto de vista, pese a las
reticencias de algunos de los diputados del clero, no había mucho que discutir
acerca del que pronto sería el artículo 10 de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano, a saber, la proclamación del derecho a la libertad
religiosa. No parecía posible entrar en matices ni disquisiciones concretas en
tan general y solemne momento y así lo apuntaba Maillane en sus notas, poniendo
de manifiesto, además, que las corrientes filosóficas y políticas de nuestro
tiempo probablemente impedirían seguir estableciendo relaciones privilegiadas
entre la iglesia católica y el reino de Francia, hasta el punto de cercenar la
libertad de creencias y de culto. Reconocía mi maestro que las tendencias
ideológicas de la Asamblea apuntaban más bien a polemizar en torno al siguiente
punto: Si resultaría necesario declarar expresamente restringida la libertad
religiosa por razones de orden público recogidas en la ley. Según una opinión
bastante generalizada, la solemne Declaración de Derechos, llamada a constituir
el frontispicio de la futura Constitución, estaba muy condicionada por las
posiciones de La Fayette y de Mirabeau[8], lo que garantizaba una
postura bastante equilibrada y próxima a los objetivos y la mentalidad de los
filósofos ilustrados. Por lo demás, el profesor Maillane no parecía estar muy
interesado en poner trabas a la libertad religiosa y de cultos sino, en su momento,
a valorar la conveniencia de dar a la religión católica un papel constitucional
de cierta preponderancia. Por mi parte, opté por adelantarme a algunas de las
cuestiones que en el futuro marcarían las relaciones fundamentales con la
Iglesia católica y preparé un esquema de temas relevantes conexos con el
derecho a la libertad religiosa, así como de las respuestas que juzgaba más
acertadas a los mismos. He aquí dicho bosquejo:
Aun en el caso de que algunos de los
representantes de la Iglesia en la Asamblea se permitieren discutir el derecho
de todos los franceses a profesar otras religiones -o ninguna- y a ejercer los
pertinentes actos del culto, estoy seguro de que su oposición habría de ser
estrictamente minoritaria, incluso entre los diputados de su estado. Con todo, no puede
despacharse sin preocupaciones adicionales este derecho, que no es meramente de
opinión, sino que será muy fértil en todo tipo de consecuencias, como el derecho
a ejercer proselitismo de la propia religión; la autorización de centros
docentes promovidos y dirigidos por entidades religiosas, dentro de ciertos
límites de contenido; la desaparición de las prohibiciones de residencia en
Francia de los integrantes de ciertas confesiones religiosas, como los
protestantes y judíos, exiliados en otras épocas, o la igualdad de derechos
civiles y políticos de todos los ciudadanos, cualquiera que sea su religión.
Es de suponer que la Asamblea nacional,
dada su naturaleza civil, no pueda admitir la subordinación de las leyes que de
ella emanen, ni de los decretos del gobierno nacional, a la voluntad de los
creyentes y las resoluciones de sus pastores. Por consiguiente, veo lógico e
inevitable que se ponga una restricción a la libertad religiosa, consistente en
no atentar contra el derecho igual de todas las demás religiones y en no
enfrentarse abiertamente contra la Constitución del reino. A fin de cuentas,
eso no sería nada diferente de los límites de cualquier otro derecho pues
ninguna sociedad civil puede sostenerse si hace de mejor y superior condición
la libertad de conciencia y de culto que las demás manifestaciones de la
libertad.
Maillane recibió mi resumen por el
conducto prefijado y, días más tarde, me hizo llegar con carácter urgente la
siguiente información:
A partir del pasado día 20 -de
julio-, se ha estado discutiendo vivamente la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano, que con ese nombre está llamada a presidir nuestra
futura Constitución. Hoy, día 26, la hemos aprobado por una gran mayoría.
Consta de un preámbulo y diecisiete artículos. En lo que a usted y a mí
concierne específicamente, su artículo 10 ha quedado redactado de la siguiente
forma: “Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas,
siempre que su manifestación no turbe el orden público establecido por la ley”.
Observará, amigo mío, que dicho texto
evidencia el temor a que se hubiera suscitado una viva discusión, si la
libertad religiosa hubiese sido objeto de una regulación especial. Así, en la
forma en que ha quedado, tal libertad queda englobada en el tratamiento
genérico de la libertad de expresión, como si la manifestación de la religión
no difiriese ni fuese más relevante que la de sostener una moda en el vestir,
una teoría médica o la calidad de los aspirantes a una alcaldía. Gracias a esa
mezcolanza, ha pasado casi sin discusión la ambigua excepción del “orden
público establecido por la ley”, con arreglo a la cual las cortapisas a la
libertad del culto público pueden ser casi ilimitadas.
No crea usted [9] que los miembros de la Asamblea más
preocupados por el futuro del catolicismo en Francia han cedido sin luchar a
que se orillase por ahora el tratamiento más profundo y especial de la cuestión
religiosa. Aunque hayan tenido que condescender con que el tema se soslaye en
la Declaración de los Derechos, buena parte de los diputados que son obispos u
otras jerarquías del clero han suscitado la discusión de la cuestión teórica
más relevante, a saber: Aceptando el general respeto de todas las religiones,
¿no ha de reconocerse a la católica un rango preferente en Francia? Dicho de
otro modo: ¿Habrá de ser reconocida la religión católica como la oficial del
reino? En mi opinión, la iniciativa no tiene visos de prosperar, entendida como
un honor o privilegio del catolicismo en Francia. No obstante, me interesa
mucho conocer su opinión al respecto y ello, con carácter de máxima urgencia,
pues me temo que la moción se discuta y vote de manera harto precipitada.
¿Cabría la posibilidad, por esta vez, de que se trasladase a Versalles y
pudiésemos cambiar impresiones personalmente? Así tendría usted la oportunidad
de asistir a alguna de las sesiones de la Asamblea y podría presentarle a varios
de los diputados más ilustres o afamados. Algunos de entre ellos han sido
nombrados, como también yo mismo, para formar parte del llamado Comité
Eclesiástico de la Asamblea, que está encargado de preparar los trabajos de
esta en materias que atañen a la Iglesia, proponiendo el texto de las leyes o
decretos pertinentes.
El ofrecimiento de Maillane era tentador,
pero yo no estaba dispuesto a hacer excepciones en mi condición de no
desplazarme de París y, menos aún, de manera tan precipitada. Por otra parte,
la incorporación estable de Maillane al Comité eclesiástico me hacía temer que
sus requerimientos de estudio y opinión fuesen cada vez más agobiantes,
perjudicando mis asuntos como abogado y mi propio descanso. Además, si los
esfuerzos de las jerarquías del clero estaban abocados al fracaso, ¿qué sentido
tenía discutir ahora su pertinencia? En fin, redacté un memorando en el que,
entre otras cosas, decía:
Creo que hay que diferenciar lo que una
mención expresa de la Iglesia católica puede representar en la ley o, incluso,
en una futura Constitución. No creo que los tiempos estén en Francia como para
reconocer al catolicismo el carácter de religión oficial de la nación, en la
medida en que ello suponga privilegios. En cambio, será inevitable reglar en el
futuro las relaciones entre el Estado y la religión que profesa la inmensa
mayoría del pueblo francés, a la que, por otra parte, acaba de privársele de
buena parte de los ingresos que le eran precisos para su sostenimiento. Tal
vez, con prudencia y calma podría gestionarse un nuevo convenio con la Santa
Sede que sustituya el multisecular de 1516 o, cuando menos, suponga su
necesaria corrección. Me parece, Monsieur de Maillane, que, no solo la
Asamblea, sino el rey y la iglesia francesa en su conjunto tendrían mucho que
decir para el caso de proponer al Santo Padre un nuevo modus vivendi entre el
Estado y la iglesia francesa.
Permita que me congratule por su
nombramiento para formar parte del nuevo Comité de asuntos eclesiásticos, junto
a otros catorce ilustres miembros de la Asamblea, en su mayoría, clérigos. Como
es natural, no conozco a varios de ellos, pero hay otros cuyos nombres e ideas
me resultan familiares, como Lanjuinais, Treilhard y Martineau, colegas míos
del foro, cuya postura política juzgo moderada, aunque seguramente viciada por
sentimientos anticlericales.
Reproducción
imaginaria del juramento del Jeu de Paume
***
Señalaba hace un momento que, para los
últimos días de aquel mes de agosto, la iglesia francesa había sido ya
despojada de buena parte de los ingresos que le eran precisos para su
sostenimiento. En efecto, en la noche del 4 al 5 de agosto, no solo se
derogaron todos los privilegios legales de que gozaba el clero como uno de los estados
de Francia, sino que la Iglesia perdió, por espontánea y generosa renuncia
de sus representantes en la Asamblea, las principales fuentes de ingresos que
su clero regular tenía para sostenerse, a saber, los diezmos y los llamados
derechos de pie de altar. Debió de ser tanta la precipitación en la adopción de
tales acuerdos, que se cometieron groseros errores, como el de confundir los
citados derechos eclesiásticos con privilegios feudales, o el de aceptar una
peor condición del clero frente a la desaparición de los derechos de la
nobleza, pues estos en su mayor parte tenían que ser redimidos mediante
indemnización, mientras que la Iglesia no percibía compensación alguna por las
fuentes de ingresos perdidas. Cuando tuve constancia de lo acordado en aquella velada
tan decisiva, hice llegar a Maillane una refutación de cuanto en ello
encontraba de injusto o equivocado para la Iglesia. Escribí lo siguiente:
Es un craso error el confundir los diezmos
con los derechos que los nobles heredaron de sus privilegios y periclitadas tareas
feudales. El diezmo, aunque transmutado en una especie de impuesto obligatorio
por la cooperación del Estado, no dejaba de ser una institución religiosa, ya
establecida en el Antiguo Testamento, cuya finalidad no era la de privilegiar a
personas ociosas, sino la de retribuirlas por su dedicación general a la
sociedad, a través del culto, la predicación y las obras de misericordia. Si
acaso, podría haberse discutido su obligatoriedad para aquellas personas que
fuesen absolutamente irreligiosas o profesasen otra religión que la católica. Y
lo que digo de los diezmos, lo afirmo con más convicción aún de los derechos de
pie de altar, que los fieles abonaban según sus posibilidades, por reclamar de
los párrocos su intervención en bautizos, matrimonios, misas de todo género y
funerales; intervención que implicaba, tanto la realización de actos especiales
de culto, cuanto la llevanza de los registros y la inscripción de cuanto
afectara al estado civil de las personas. Es cierto que, tras la supresión de
esas formas de financiar a las parroquias y, por ende, a las diócesis, se
anuncia de manera aún ambigua que el Estado contribuirá con su presupuesto a
mantener a los ministros de la Iglesia, pero eso es tanto como entregar esta al
arbitrio y benevolencia de las autoridades civiles, perdiendo inevitablemente
la moderada independencia de que hasta ahora venían disfrutando.
No es menos cierto que, la Asamblea, con
la iniciativa y aplauso de sus diputados nobles, ha tenido buen cuidado de
cohonestar la renuncia y desaparición de los derechos y privilegios de
contenido económico, con la fijación de la pertinente indemnización, que habrán
de pagar los miembros del tercer estado que quieran redimir tales cargas. Creo
que esa condición ha tratado de fundarse en el pleno respeto de la propiedad
privada, reconocido en la Declaración de los Derechos. En suma, los nobles
mantendrán sus privilegios de valor patrimonial hasta que los que cargan con
ellos puedan pagarles la condigna compensación. Pues bien, si eso es lo justo y
legal para los nobles, ¿por qué no se ha reconocido otro tanto en favor de los
sacerdotes? ¿Por qué sus diezmos y derechos de pie de altar son derogados sin
ninguna compensación directa e inmediata? Nada puede justificarlo; tanto más,
cuanto que, en los casos en que los párrocos y otros derechohabientes han
arrendado los diezmos a laicos a cambio de una renta, dichos arrendatarios sí
habrán de ser compensados económicamente por los diezmos ya adelantados, pero
todavía no percibidos. Yo no encuentro otra explicación en el fondo que la de
hacer de peor condición a los eclesiásticos que a los nobles. Los motivos de
esa discriminación pueden ser dispares y numerosos, pero las consecuencias
serán en todo caso las de hacer a la iglesia de Francia más pobre y menos
libre. ¡Triste futuro para la hija primogénita de la Iglesia!
En realidad, el ataque definitivo a las
propiedades eclesiásticas ya estaba en marcha, simultáneamente con la supresión
de los diezmos y los derechos de pie de altar. El día 8 de agosto, cuando
todavía coleaba el asunto de si tal supresión se haría con o sin
compensaciones, un diputado de la nobleza, el marqués de Lacoste, reclamó
explícitamente que los bienes de la Iglesia, amortizados a su favor, pasaran a
considerarse de propiedad nacional, para así extender la riqueza entre los
campesinos que la cultivaban y atender en su caso, con el precio de la ulterior
venta de los mismos, las urgentes necesidades del presupuesto nacional, al
borde de la bancarrota. Por el momento, la sugerencia pareció caer en saco
roto, aunque ya otros diputados, como el bretón Le Chapelier, abogado muy
influyente en su región, habían apoyado la moción con el argumento legal de que
el acervo de inmuebles en manos de la Iglesia suponía una acumulación del todo
excesiva para cubrir sus reales necesidades y, sobre todo, procedía en su
inmensa mayoría de herencias y donaciones de reyes, señores y particulares, que
no habían tenido la intención de convertir a los obispos y órdenes religiosas
en ricos propietarios, sino en meros administradores de unos bienes que no
tenían otros objetivos que el caritativo y el de servir al culto a Dios. Y esas
finalidades -opinaban algunos diputados- podían perfectamente ser atendidas por
la representación de la nación, convirtiendo previamente el patrimonio
eclesiástico en bienes nacionales.
Este tema, que acabo de resumir, fue el
siguiente que me encomendaría Maillane para su estudio y valoración. Como él
mismo me escribió al hacer su presentación: No creo que le resulte tan nuevo
como algunos aquí creen, pues la historia de Francia es pródiga en episodios de
expropiación de bienes de la Iglesia por el rey para hacer frente a situaciones
de gran urgencia y gravedad. Si acaso, la originalidad de la proposición radica
en hacerla general y en que la ordene, no el rey como defensor fidei,
sino la Asamblea nacional, menoscabando la libertad y la conservación de la
Iglesia.
Púseme, pues, a la tarea encomendada, de
lo que daré cuenta a ustedes en el siguiente capítulo de estas memorias.
4.
La
confiscación de los bienes eclesiásticos
Línea
cronológica de los hechos recogidos en este capítulo
·
24-09-1789. Discurso del diputado por el tercer
estado, Pierre Samuel Dupont de Nemours, sobre los bienes del clero y su
necesaria expropiación.
·
6-10-1789. El rey, la familia real y la
Asamblea Nacional se trasladan por voluntad popular, de Versalles a París.
·
10-10-1789. De manera formal y explícita, el
obispo de Autun y diputado elegido por el clero, Charles Maurice de Talleyrand,
promueve la nacionalización de los bienes eclesiásticos.
·
12-10-1789. El influyente conde de Mirabeau,
diputado por el tercer estado, pronuncia un discurso en la Asamblea en defensa
de la susodicha nacionalización.
·
13-10/2-11-1789. Discusión por la Asamblea del tema
de la nacionalización de los bienes eclesiásticos.
·
2-11-1789. La Asamblea Nacional decide
nacionalizar los bienes de la Iglesia por una mayoría del 58,5% de los 972
votos emitidos.
·
19/21-12-1789. Se adopta la decisión de que los
bienes de la Iglesia nacionalizados se pongan a la venta paulatinamente y de
manera pública (subasta).
·
15-03-1790. Se aprueba que los susodichos bienes
vendidos puedan ser objeto de división, concentración y reventa libres por sus
adquirentes (desamortización).
·
1-04-1790. Creación de los títulos de la deuda
llamados asignados, con la garantía de los bienes eclesiásticos aún no
vendidos[10].
·
4-05-1790. Aprobación de la Ley general para
la venta de los bienes eclesiásticos, la cual será objeto de numerosas
reformas parciales durante su vigencia.
***
Retrato
de Talleyrand hacia 1790
Como
he dejado dicho en el capítulo precedente, previendo la avalancha inmediata de
mociones en pro de la expropiación de los bienes amortizados de la Iglesia
francesa, me puse a la tarea de ordenar y resumir mis ideas al respecto,
haciendo llegar a Maillane el fruto de mi trabajo. De mi conversación con él en
Versalles deduje ya la probabilidad de que dicha expropiación acabase
por convertirse en una auténtica confiscación, en la medida en que el
Estado no estuviera en condiciones ni disposición de abonar a los propietarios
la pertinente indemnización. Bien es cierto que se apuntaba, como alternativa,
la de que las autoridades civiles incluyeran en el presupuesto nacional una
importante partida para sueldos y pensiones de los clérigos que sirviesen al
pueblo en las diócesis y parroquias, pero todo ello de manera un tanto ambigua
y como promesa de futuro. En cualquier caso, el discurso del marqués de Lacoste
del 8 de agosto fue la línea conductora para mis reflexiones, que acabaron por
tener el siguiente contenido:
No se le ocultará, profesor, que, como en
otros tiempos de ataque al patrimonio de la Iglesia, concurren motivos teóricos
y razones prácticas para que las autoridades civiles obren de esa manera. La
teoría nos dice que siempre ha subyacido a tales incautaciones el designio de
minorar el efectivo poder de la Iglesia, privándola de sus bienes de forma más
o menos imperativa y no compensada. Aunque es seguro que en la Asamblea
Nacional hay muchas opiniones y sensibilidades, no es dudoso que en nuestro siglo
dominan los políticos y hombres cultos que consideran anacrónico y
contraproducente, así en lo social como en lo económico, que obren en manos de
la Iglesia tantos y tan desaprovechados bienes, en especial, inmobiliarios. Me
parece que su opinión, Monsieur Maillane, no está alejada de dicha postura.
Pero para los hombres de leyes -como es el
caso de usted y el mío- nos puede interesar y afectar más el argumento que se
ha generalizado entre los partidarios de expropiar los bienes del clero,
consistente en sostener que la Iglesia no ha tenido nunca una verdadera y libre
propiedad de los mismos, sino una especie de fideicomiso para administrarlos en
bien de las necesidades del culto y del clero, como también para ayuda de los
menesterosos. Prueba de ello -se dice- es que tales bienes están “amortizados”,
es decir, no puede disponerse de ellos en provecho de determinadas personas, ni
enajenarse para que sirvan a otros fines. De ser ello cierto, es claro que: 1º.
La Iglesia no podría invocar la soberana protección de la propiedad, que la
Declaración de los Derechos confiere a los dueños civiles de la riqueza. 2º.
Que puede entrar a discutirse si los eclesiásticos están capacitados y
dispuestos a cumplir efectivamente con su deber de “administrar” bien los
bienes que simplemente les están confiados o si, por el contrario, resultaría más
acertado y conforme a la voluntad de los antiguos donantes el que fuese el
Estado, u otras autoridades civiles más localizadas, quienes se encargasen de
cumplir tal voluntad.
Es en estos puntos, profesor, donde
entiendo que un jurista no puede dejarse doblar la mano por leguleyos o
profanos en Derecho. La Iglesia la recibido la mayor parte de las riquezas de
las que es dueña, bien por compra, bien por herencia o donación de los fieles.
Si estos han puesto expresamente algún modo al donativo o algún
fideicomiso a su legado, pueden tener las autoridades cierta fuerza legal para
investigar si el clero está cumpliendo con la voluntad expresada por el donante
o el causante de la manda y obrar en consecuencia, promoviendo en los
tribunales la revocación del beneficio. Pero si el donante o el testador ha
hecho en favor de la Iglesia pura y simple cesión de bienes o derechos, nadie
tiene facultad para completar lo que supuestamente se quiso decir, en perjuicio
de los eclesiásticos y sin discutir la cuestión en los tribunales. No insistiré
más sobre esta cuestión ante quien seguramente es la mayor autoridad de Francia
en Derecho canónico, por más que también yo -como sin duda conoce- he dedicado
buena parte de mi práctica forense a pleitos sobre toda clase de beneficios
eclesiásticos[11].
Aclarado en cierta medida el componente
teórico de la expropiación de los bienes de la Iglesia, pasaré a esbozar sus
motivos prácticos, que es en los que mayor énfasis se pone por la Asamblea, con
una sinceridad que honra a sus diputados, aunque esté lejos de justificar su
conducta pues, en su sentido de oportunismo político, no es justo “hacer de la
necesidad virtud”. Comprendo que la grave situación económica por la que pasa
nuestro país anime a los diputados -como otrora a los monarcas- a echar mano de
los bienes eclesiásticos para venderlos en beneficio del Estado, evitando así
por el momento la bancarrota pública; pero tal incautación no está lejos de
constituir un verdadero expolio, del que se hace víctima a la Iglesia, sin otro
criterio selectivo que el de que dicha víctima es enormemente rica y carece de
la fuerza necesaria para defenderse del despojo. Lo menos que podría concederse
es que, como en otros tiempos, la
desamortización solo alcanzase a una pequeña parte de los bienes del
clero, pero no ha sido ese el criterio de la Asamblea porque -como antes
indiqué- no solo se pretende sacar al reino momentáneamente de su insolvencia,
sino trasladar dicha quiebra a la Iglesia, por motivos políticos y filosóficos.
En efecto, la consecuencia de expropiarla sin indemnización de todos sus bienes
irá acompañada, no tardando, de la de dejar en manos del gobierno civil la
atención del culto y la manutención de sus ministros. Creo, Monsieur Maillane,
que esa es la fórmula que en los países protestantes se implantó a partir de la
Reforma del siglo XVI, la cual el tiempo y la costumbre han ido atemperando con
la asunción por las comunidades religiosas del deber de sustentar por sus
medios a sus ministros. Sucede, no obstante, que la tradición católica, de la
que Francia ha formado parte hasta ahora, era la de que los fieles atendieran
las necesidades de la Iglesia mediante los diezmos y las donaciones, entre
vivos o mortis causa. Y son esas fuentes seculares de generosidad de los
fieles las que ahora, de un plumazo, la Asamblea ha cegado. ¿Puede creerse que,
de la noche a la mañana, los franceses se convertirán en suecos o en ciudadanos
de los Estados Unidos de América para asumir sus deberes como cristianos,
mediante fórmulas y criterios que les son completamente exóticos?
Claro está que la voluntad de los
diputados no es el único dato a tomar en cuenta. De todas partes de Francia
llegan noticias a París de revueltas y actos de violencia por parte de los
campesinos, que pretenden imponer sus designios, no siempre coincidentes con
los de la Asamblea. Sin cumplir sus decretos ni esperar sus decisiones, muchos
labriegos han dejado de pagar las rentas a los propietarios; los extorsionan
para arrancar de sus archivos los títulos de propiedad; ignoran la obligación
de pagar por redimir los derechos y servidumbres no propiamente feudales;
incluso forman partidas y se asocian para partir los grandes fundos de los
señores en pequeñas parcelas adecuadas para su cultivo familiar. Al miedo
sentido en esta capital, y en otras ciudades, cuando las tropas del rey las
rodeaban con el propósito de cercenar sus libertades recién adquiridas, ha
seguido otro gran miedo, provocado por los campesinos, que asaltan los
castillos y se niegan a vender el grano ya cosechado, generando así hambre y carestía.
No es extraño, pues, que, haciendo -ahora sí, correctamente- de la necesidad
virtud, algunos diputados se sientan impulsados a otorgar a los campesinos más
necesitados lo que siempre reclamaron con justicia: la propiedad de las
tierras, debidamente parceladas para que puedan ser cultivadas directamente. Y esta
oportunidad, que el respeto de la propiedad privada hace inviable en el caso de
las tierras señoriales, encuentra ahora una ocasión pintiparada con la
nacionalización de los fundos de la Iglesia, que ya han sido incautados y no
pueden permanecer por mucho tiempo bajo la administración del Estado. Con todo,
yo me pregunto: ¿Cómo será posible entonces que las tierras eclesiásticas
permitan cubrir con toda urgencia la inabarcable deuda nacional? ¿Cómo podrá
lograrse a corto plazo que los campesinos menesterosos, que cultivarían
pequeñas heredades de mera subsistencia, puedan generar cosechas copiosas, que
no solo los alimenten a ellos, sino a todo el país?
En
verdad, con mis reflexiones me estaba adelantando a los acontecimientos, pues
la nacionalización de los bienes de la Iglesia aún no había sido acordada,
aunque la Asamblea parecía ya contar con ella en pocas semanas, a juzgar, entre
otras cosas, por la creación dentro de ella del Comité Eclesiástico. Pero antes
de tomar tan relevante decisión, se produjo un acontecimiento que probablemente
cambió el curso de lo que ya empezaba a llamarse la revolución[12]. Me refiero al
traslado de la Asamblea Nacional a París, junto con el rey y su familia, el 6
de octubre, quedando provisionalmente instalada en el antiguo palacio del
arzobispo, junto a Nôtre Dame, hasta que un mes más tarde pasó a tener su sede
estable en el espacio que ocupaba el picadero de las Tullerías. Ello me
permitió mantener desde ese momento una relación inmediata y directa con el
profesor Maillane, como también asistir a numerosas sesiones de la Asamblea y
conocer o tratar a varios de los diputados que más intervinieron en los asuntos
relativos a la Iglesia.
***
Apenas llevaba tres días la Asamblea
Nacional en su nueva sede del palacio arzobispal de París, cuando saltó
nuevamente a discusión el asunto de la posible nacionalización de los bienes
del clero. Esta vez no fue ningún diputado seglar o del bajo clero el promotor,
sino uno de los obispos que habían sido elegidos para representar al primer
estado: el prelado de Autun, monseñor De Talleyrand. Para quienes -como yo- no
lo conocíamos, supuso una gran sorpresa que un obispo promoviese una iniciativa
que era tan lesiva para la Iglesia. De cualquier forma, su argumentario era el
tan discutible como manido principio de que, en el fondo, aquella no era una
verdadera propietaria de sus bienes, al modo que lo eran los ciudadanos o
instituciones civiles. Prueba de ello -señalaba- era que los eclesiásticos no
podían disponer de ese patrimonio, que por ello quedaba amortizado, es
decir, sin posibilidad de enajenarse. A mayores, la Iglesia ejercía sobre
dichas propiedades una especie de usufructo o de administración, que la
obligaba en buena práctica a dedicar sus frutos o rentas al sostenimiento del
culto y de sus ministros y, complementariamente, a ejercer la caridad con los
menesterosos. Estas restricciones a enajenar y disfrutar -opinaba el obispo de
Autun- facultaban al Estado a disponer de los bienes de la Iglesia, tras
nacionalizarlos, para atender el pago urgente de las deudas nacidas del déficit
galopante de las finanzas del reino.
Una vez más, expuse a Maillane mi
conocida crítica a la confiscación de los bienes eclesiásticos, basada en negar
a la Iglesia su condición de legítima propietaria de los mismos desde tiempo
inmemorial. La prohibición general de enajenarlos, como el deber-moral o
jurídico, según los casos- de afectar su posesión y beneficios al culto y sus
ministros, no eran razones para desconocer ese derecho de propiedad ni, menos
aún, para que el Estado se irrogara el derecho de usurparlo, por el mero hecho
de que hubiese sido un pésimo administrador y en muchas ocasiones, un
manirroto. A mayor abundamiento, recordé a Maillane la falsedad de entender la
amortización como una prohibición absoluta de venta: ¡Cuántas veces, destacaba
yo, la Iglesia ha vendido o gravado bienes propios para atender necesidades
urgentes o especiales, por decisión de sus pastores y, en su caso, licencia del
Santo Padre! Y nunca se ha puesto en duda la legalidad de tales actos de
disposición. Ítem más, los nobles también han tenido durante siglos amortizados
muchos de sus bienes, sin posibilidad siquiera de disponer mortis causa en
contra del derecho de mayorazgo, consolidado inmemorialmente para mantener la
prestancia de la casa noble correspondiente. ¿Y qué resolvió la Asamblea el 4
de agosto pasado, cuando abolió el mayorazgo como una parte indeseable de los
antiguos señoríos? Pues, simplemente, que a partir de aquel momento los nobles
dispondrían de sus bienes con equidad, en beneficio de todos sus hijos. ¿Qué
supondría, según eso, el acabar con las amortizaciones eclesiásticas? Ni más ni
menos que permitir civilmente que párrocos y obispos pudiesen
enajenar los bienes de la Iglesia, con las limitaciones canónicas que el Papa
estableciese. Eso, para el caso -en verdad, discutible- de que la amortización
eclesiástica se juzgase señorial y trasnochada, lo que entiendo no responde a
las razones de caridad y amor de Dios que tras ella paladinamente se
encuentran. Y, en cuanto a la ayuda que la nación puede tener la esperanza de
hallar en su iglesia, bastaría con la resolución de que los bienes de esta
tributasen los impuestos pertinentes -cosa que actualmente no merece ni
discutirse-, así como mantener la práctica inveterada de los donativos
gratuitos para atender las necesidades civiles más perentorias, siempre
previo acuerdo del Estado y la iglesia de Francia, como esta ha venido
haciéndose con evidente generosidad.
Maillane me agradeció las observaciones
críticas precedentes, indicándome que no eran muy diferentes de las de muy
destacados miembros de la Asamblea elegidos por el primer estado, como el
arzobispo de Aix, monseñor Boisgelin, o los famosos y respetados abates Maury y
Sieyès. Me ponía en antecedentes de que monseñor Talleyrand había sido en años
anteriores uno de los llamados “agentes generales del clero”, es decir, los
defensores de los bienes eclesiásticos ante la administración y los tribunales,
así como uno de los más espléndidos dadores del donativo gratuito al rey, que
alcanzó más de quince millones de libras en el año 1782, cuando nuestra nación
combatía duramente contra Inglaterra. Finalmente, el profesor Maillane me hacía
saber sutilmente que su punto de vista no era muy diferente del de Talleyrand,
siempre que se encontrase una fórmula satisfactoria para Iglesia y Estado, a
fin de que la expropiación de los bienes de aquella no supusiera la privación
de lo más necesario. “Tal vez una nacionalización parcial fuese lo más correcto
-concluía-, pues con los siglos el clero ha ido atesorando propiedades
excesivas y, lo que es aún peor, inútiles, en manos de terceros o muy mal
administradas”. Y añadía:
Actuando en la Asamblea, si se quiere
resultar eficaz, no hay más remedido que despojarse de la toga del profesor o
del magistrado, y adquirir la ductilidad y la sensatez del buen político. En el
caso del obispo de Autun, el despojo incluye también el de la mitra y el
báculo. No me cabe duda de que, a trueque de tanto desprendimiento, Monseñor
De Talleyrand podrá correr más desembarazadamente hacia la notoriedad y la
fortuna.
Dos días después del aldabonazo de
Talleyrand, el famoso tribuno Mirabeau -que se había hecho un muy destacado
hueco entre los más influyentes políticos y grandes oradores de la Asamblea-
presentó al fin una moción para que fuesen nacionalizados los bienes del clero.
Maillane me hizo llegar un resumen del famoso discurso de aquel del 12 de
octubre, que produjo un gran efecto en el auditorio pero que, en mi opinión,
estaba lleno de errores y embaucamientos. Sus líneas maestras eran las
siguientes:
·
Solicitó
que la Asamblea decretara que la propiedad de los bienes eclesiásticos
pertenecía a la nación, de modo que esta pudiera disponer de ellos y proveer a
la manutención de los pastores.
·
Propuso
que el salario mínimo de los curas no fuese inferior a 1.200 libras anuales,
asegurando así la subsistencia del clero secular mientras se apropiaba la
riqueza eclesiástica para enfrentar la crisis financiera del Estado.
·
Sostuvo
que el clero como tal ya no existía como un "orden", que la propiedad
eclesiástica era equivalente a una sucesión sin herederos y que, por tanto,
podía ser reclamada por el Estado. Además, citó precedentes en los que el rey
—como en 1749 Luis XV— limitó las facultades del clero para recibir bienes y
llegó a confiscar propiedades de órdenes religiosas expulsadas de Francia, como
la Compañía de Jesús.
Retrato
del conde de Mirabeau
Si
bien se mira, aparte de desatinos legales fácilmente rebatibles, Mirabeau
revelaba un malicioso interés por la fijación a los eclesiásticos de una renta
perfectamente prefijada -cuando todo lo demás de la cuestión permanecía en la
oscuridad-, en una cantidad mínima que venía a suponer casi el doble de lo que
hasta entonces venían percibiendo los párrocos más pobres a cargo de los bienes
de la Iglesia[13].
Recuerdo que, en conversación con Maillane, le manifesté mi admiración por la
astucia del diputado, al colocar en la portada de su proyecto de ley un sueldo
generoso para el clero, que engatusaría a sus representantes y los llevaría a
votar a favor de la propuesta, para no enfrentarse con quienes los habían
elegido. Mi profesor refutó mi pronóstico, si bien hubo de reconocer que
Mirabeau había obrado con gran inteligencia. Se expresó así:
Puede usted estar seguro de que la
mayoría de los diputados del clero votarán en contra de la nacionalización,
pero no es menos cierto que habrá dos importantes minorías que, o bien votarán
a favor, o bien eludirán comprometerse, absteniéndose o no acudiendo en su día a votar en la Asamblea.
Me atreví a pedirle que me adelantase cuál
sería su posición en esa votación futura y, para el caso de que fuese
favorable, qué condiciones y sugerencias haría para que la ley fuese aprobada
con un texto lo más justo posible. Maillane no puso reparo alguno en satisfacer
mi curiosidad, sino que se manifestó de la siguiente forma:
No olvide que soy diputado por el tercer
estado en la circunscripción de París y, aunque nuestro amigo el obispo de Autun promovió
con éxito en su momento la supresión del mandato imperativo[14], no considero que deba
apartarme del general sentir del pueblo, salvo que una resolución repugne a mi
conciencia, lo que no es el caso de esta. En consecuencia, presentaré a la
Asamblea, como miembro del Comité Eclesiástico, una propuesta que evite los mayores
excesos de la nacionalización a fin de preservar la función social y espiritual
de la Iglesia. En mi opinión, una ley justa debería incluir las siguientes
modulaciones: Primera, la nacionalización no debe suponer la inmediata
desposesión de los bienes, en particular, cuando sirvan al alojamiento de sus
actuales ocupantes. Segunda, deben negociarse compensaciones inmediatas y
concretas de los bienes que se expropien, como podría ser el que la Iglesia
recibiese una parte moderada del precio de venta de aquellos. Tercera, debe
evitarse la venta total e indiscriminada de los bienes eclesiásticos,
excluyendo de la expropiación aquellos que sirvan a la subsistencia del clero
parroquial y a la de las órdenes religiosas de beneficencia o caridad. Y
cuarta, respecto de los bienes eclesiásticos que no se enajenen, el Estado
podría mantener el control y reorganización de su administración por los
eclesiásticos beneficiarios. Esas son condiciones muy razonables, aunque me
temo que la ley no las acoja, a juzgar por el extremismo que aprecio entre los
diputados de mi estado. De cualquier manera, le ofrezco la posibilidad de
asistir desde la tribuna a alguna de las sesiones. Prometen ser muy
interesantes y supongo que durarán varias semanas.
La inadecuación y provisionalidad de la
sede de la Asamblea en el palacio arzobispal dificultaron decisivamente el que
pudiera lograr asistir a las sesiones de la misma, salvo a una de ellas, en la
que se enfrentaron las tesis contrarias del abate Maury y el abogado normando
Thouret. Este último defendió que todos los bienes de la Iglesia fuesen puestos
a la venta, pero debidamente parcelados y con un sistema de pago aplazado del
precio, de modo que se pudieran hacerse con ellos las clases menesterosas.
La discusión del decreto de
nacionalización de los bienes eclesiásticos, iniciada el 13 de octubre,
concluyó con su votación, el día 2 de noviembre. Teniendo en cuenta que una
buena parte de los representantes de la nobleza y del clero[15] habían ido perdiendo
interés por asistir a las deliberaciones de la Asamblea desde que esta empezó a
reunirse en bloque, no por estamentos, puede decirse que fue una de las
votaciones con mayor participación de cuantas se celebraron en aquellos años:
un total de novecientos cincuenta y cuatro diputados -si no me equivoqué con la
cuenta- emitieron su parecer, de manera nominal, no ya por estados, lo que hizo
casi imposible determinar cuántos nobles o clérigos votaron a favor. Lo que sí
es seguro es el resultado final: 578 votos favorables a la incautación, 346
contrarios y 40 abstenciones. Posteriormente, Maillane me ofreció su impresión:
Apenas hubo unos cuantos nobles que se inclinaron por el sí; los populares
masivamente votaron a favor y, en cuanto a los eclesiásticos, los obispos y
otras dignidades optaron por la negativa, pero casi la mitad de los
representantes del bajo clero la apoyaron. Se ve que la generosa oferta de
sueldo hecha por Mirabeau había surtido efecto.
Por lo demás, el contenido del decreto -en
gran parte, obra de Talleyrand, según me informó Maillane- era muy escueto y
poco preciso como texto legislativo, salvo en lo concerniente a la dotación
para los miembros más bajos del clero, que podían sentirse satisfechos de cómo
habían salido de aquella vergonzosa incautación. En todo caso, quedaba claro
que las buenas componendas sugeridas por los moderados habían sido
rechazadas en su totalidad. Los detalles habrían de quedar para alguna norma
posterior, con el grave inconveniente, entre otros, de que la entrada en vigor
de la nacionalización no se aplazaba hasta que estuvieran prestas las partidas
presupuestarias para subvenir a los gastos y necesidades eclesiásticas. De aquí
derivarían perjuicios para la Iglesia y buenas oportunidades para que sus
enemigos políticos le causaran daños irreparables, como tendré ocasión de
exponer cuando, en el capítulo siguiente, me refiera a la supresión de la
mayoría de las órdenes religiosas en Francia.
Dada su brevedad, inserto aquí el decreto
de la Asamblea de 2 de noviembre, cuyos dos artículos quedaron redactados como
sigue:
1º. Todos los bienes eclesiásticos
quedan a disposición de la nación[16], con la carga de
proveer, de una forma conveniente, a los gastos del culto, al mantenimiento de
sus ministros y al alivio de los pobres, bajo la vigilancia y de acuerdo con
las instrucciones de (las autoridades de) las provincias.
2º. En las futuras disposiciones para
atender al cuidado de los ministros de la religión, no podrá fijarse como
dotación de ningún sacerdote menos de 1.200 libras anuales, excluidos el
alojamiento y los huertos que de él dependan.
5.
El
largo camino hacia la Constitución Civil del Clero
Línea
cronológica de los hechos recogidos en este capítulo
·
17-12-1789. Treilhard, presidente del Comité
Eclesiástico de la Asamblea Nacional, presenta una moción en pro del cierre de
los conventos, liberando a frailes y monjas de sus votos, en especial, los
solemnes y perpetuos.
·
17-12-1789. Martineau, diputado y miembro del
Comité Eclesiástico, presenta un informe sobre la Constitución Civil del Clero,
ya en estudio.
·
19/21-12-1789. Se acuerda por vez primera poner a
la venta los bienes nacionalizados procedentes de la expropiación a la Iglesia.
·
22-12-1789. Se acuerda, dentro de los estudios
acerca de la Constitución Civil del Clero, que obispos y párrocos sean
designados por los ciudadanos mediante elección, con criterios coincidentes a
los de las Asambleas departamentales.
·
6-02-1790. El Comité Eclesiástico empieza
formalmente el estudio global de la Constitución Civil del Clero.
·
13-02-1790. La Asamblea Nacional acuerda la
nulidad de los votos monásticos y la supresión de las Órdenes religiosas, con
excepción de las dedicadas a labores educativas, hospitalarias y de caridad en
general.
·
15-03-1790. Nuevo impulso a la venta de los
bienes antes eclesiásticos.
·
17-03/9-07-1790. Periodo de discusión y elaboración
en la Asamblea Nacional de la Constitución Civil del Clero y el consiguiente
presupuesto para implementarla.
·
22/29-03-1790. El papa Pío VI manifiesta su
oposición a las decisiones de la Asamblea Nacional francesa acerca de la
supresión monástica y de las previsiones de la futura Constitución Civil del
Clero; una oposición que por el momento no se hará pública, a ruego personal del
embajador de Francia, cardenal Bernis.
·
1-04-1790. Creación de los asignados,
originales títulos de la deuda con la garantía de los bienes eclesiásticos
incautados y forma de pago de las deudas para con la Administración.
·
4-05-1790. Aprobación de la ley general sobre
la venta de bienes eclesiásticos que, en lo sustancial, regirá dicha operación
a todo lo largo de la Revolución.
·
20-05-1790. El Comité Eclesiástico termina su
estudio de la Constitución Civil del Clero, que presenta a la Asamblea para su
discusión y eventual aprobación.
·
Mayo
de 1790. Se
desarrolla una venta masiva de bienes eclesiásticos, incluso por encima de los
400 millones de libras inicialmente acordados. Discusión sobre la conveniencia
de que los bienes sean vendidos en pequeños lotes para que puedan ser
adquiridos por agricultores modestos, para su cultivo directo.
·
1-06/9-07-1790. Discusión de la Constitución Civil
del Clero por la Asamblea Nacional.
·
10-07-1790. Llega a manos del rey Luis XVI un
sumario confidencial del papa, que rechaza severamente la política y medidas de
la Asamblea Nacional respecto de la Iglesia católica.
·
12-07-1790. La Asamblea Nacional aprueba por
gran mayoría la Constitución Civil del Clero, pero los representantes de este
se manifiestan mayoritariamente en contra.
***
Pocos días después de aprobarse la
nacionalización de los bienes eclesiásticos, el conde de Mirabeau, en la cima
de su fama y su prestigio, recibió un sofión inesperado de la Asamblea. Aunque
la norma aprobada el 7 de noviembre no iba dirigida expresamente contra nadie,
era obvio que la prohibición de simultanear los cargos de diputado y de
ministro afectaba particularmente al gran tribuno, que era de los poquísimos
diputados tan bienquistos por el rey, como para incorporarlos al Gobierno, en
concreto, como titular de Hacienda. Maillane me lo comentó en los pasillos del
palacio arzobispal, de donde la Asamblea estaba a punto de partir para su nueva
sede en las Tullerías. Tenía una sonrisa maliciosa cuando dijo:
-
Mal
día para Mirabeau quien, pese a su listeza, no esperaba que sus colegas le
cortasen las alas en su objetivo, cada día más evidente, de jugar a dos
barajas, la del rey y la del pueblo.
-
Yo
no entro -repliqué- en esos entresijos políticos, pero me alegro del revolcón,
por su manera falaz de presentar la confiscación de los bienes del clero como
una medida de lo más jurídica y conforme con la tradición de las leyes
anteriores, en especial, de la época de Luis XV.
Mi interlocutor se percató entonces de que
el diputado a quien criticábamos se hallaba próximo a nosotros. Sin pedirme
parecer, Maillane me cogió del brazo y me fue llevando mientras conversábamos
hasta el grupito en que Mirabeau se hallaba, como era su costumbre, comentando
algún asunto con voz tonante. Mi profesor esperó a que el orador parase para
tomar aliento y, con voz meliflua, le aclaró, ante mi sorpresa:
-
Señor
conde, permita que le presente al antiguo alumno mío, del que le he hecho
mención algunas veces al exponerle temas canónicos. Como profesor y abogado de
prestigio, está muy versado en las medidas restrictivas en materia religiosa
tomadas en tiempos del ilustre abuelo de nuestro rey.
Mirabeau captó al momento la ironía en la
alusión a Luis XV y, contra lo que yo esperaba, hizo un alto en su perorata a
los otros diputados y me estrechó la mano con una efusión casi dolorosa.
-
Estoy
seguro de que su ilustre amigo -dijo dirigiéndose a Maillane- habrá sabido
disculpar mi atrevida analogía de las decisiones tomadas hace varias décadas
con las que ahora hemos de adoptar. Posiblemente habría sido mejor presentar la
nacionalización completa de los bienes del clero como una medida tan nueva,
como lo es nuestra revolución -si se me permite denominarla así-, y fruto de la
necesidad económica en que se halla la nación, más que de ideas filosóficas que
pretenden reducir la fuerza de la Iglesia a unos niveles moderados y puramente
espirituales.
A partir de esta introducción, Mirabeau
fue entrando en calor, subiendo el tono y disertando, como si estuviera
ante la Asamblea, acerca de la excesiva masa de bienes de que la Iglesia
disfrutaba, de lo poco que muchos de ellos servían para cumplir sus píos
objetivos y de lo justo del compromiso asumido por el Estado de atender
suficientemente las necesidades del culto y de sus ministros. En un momento de
respiro, le pregunté directamente, tratando de hacerle descender al mundo de lo
concreto:
-
¿Se
sabe con precisión cuál es el alcance de todos los bienes nacionalizados y el
valor en que podrían tasarse? Y ¿cuánto se cree que habría de importar en el
próximo presupuesto la partida para atender el culto y a sus ministros?
Aunque me consta que Mirabeau -como su
padre- era una persona que conocía bien la economía del país y sus exigencias
financieras, se quedó cortado y me miró con una extrañeza en la que yo quise
interpretar el reproche de un gran hombre que, en medio de una exposición de magnas
ideas, se ve interpelado por una persona vulgar que le pregunta por cuestiones
prácticas de pura intendencia. Antes de que me contestase, Maillane nos
advirtió de que acababan de llamar a los diputados para reanudar la sesión de la
Asamblea. Mirabeau hizo un gesto de disculpa y se despidió de mí con estas
palabras:
-
Me
ha sido muy grato charlar con usted. Quedo a su disposición para continuar la
conversación en el punto en que tenemos que cortarla… Maillane puede servirnos
de intermediario para una nueva entrevista, aquí o en lugar más tranquilo.
Podría, para presumir, imaginar el
encuentro ofrecido, pero la verdad es que no llegué a hablar nuevamente con
Mirabeau, a quien solo volví a ver desde la tribuna de la Asamblea. Lo cierto
es que, ni yo solicité de Maillane que nos sirviese de enlace ni, por supuesto,
su ilustre colega volvería a acordarse de aquel modesto letrado que se
desenvolvía a mitad de camino entre las leyes antiguas y las hodiernas preocupaciones.
***
Retrato
del papa Pío VI
No tardarían mucho en empezar a imponerse
las prosaicas cifras matemáticas, aunque también encubrían, en mi opinión,
tendencias políticas y filosóficas claramente contrarias a la Iglesia. A
primeros de diciembre de 1789, me hizo una visita en mi casa un Maillane
bastante más nervioso de lo que en él era habitual.
-
Fayard,
me dijo, estoy empezando a sospechar que, aprovechando la dependencia del clero
de la generosidad presupuestaria del Gobierno, va a producirse un doble efecto,
que colocará a la iglesia de Francia en una situación de dependencia del poder
civil, no lejana de la sumisión plena. De una parte, van a adoptarse todas las
medidas posibles para reducir al máximo la cantidad que el Estado haya de
desembolsar para atender las necesidades de culto y clero. De otra, va a
aprovecharse la dependencia económica de la Iglesia respecto del Estado, para
separar a nuestra católica nación de la Iglesia universal, extremando el
galicanismo secular que nos ha venido caracterizando.
De manera un tanto excesiva, me eché a
reír y repliqué desdeñosamente:
-
¿Qué
otra cosa esperaba usted de la radical confiscación de los bienes de la Iglesia
y de la obligación asumida por el Estado de reemplazar sus rentas con partidas
del presupuesto? Cualquier persona avisada y con conocimientos históricos
podría haber llegado a esas conclusiones. Experiencias hemos tenido en Francia,
en Austria y en otros países, de las que la actual en nuestro país solo se
diferencia por su magnitud y por la radicalidad de las ideas de los más
influyentes de nuestros diputados, que no están lejos de aspirar a la
descristianización de la hija primogénita de la Iglesia[17], considerándola una señal
de libertad y de progreso.
El profesor se sintió sin duda molesto por
mis palabras que, en lo que a él atañía, resultaban un tanto injustas. Con
todo, no quiso polemizar y prosiguió con lo que era motivo de su visita:
-
El
diputado Martineau lleva ya muy avanzado un borrador de lo que va a llamarse la
Constitución Civil del Clero[18]. Será el texto
legal que regulará las relaciones políticas y económicas del reino de Francia
con la Iglesia católica, en sustitución del viejo acuerdo de 1516. Hasta aquí,
todo normal y aún necesario, si bien…
-
Si
bien, profesor -le interrumpí-, con la pequeña diferencia de que no nos
tomaremos la molestia de recabar la intervención y la aquiescencia del papa; y,
además, sin necesidad de combatir en Marigny[19].
-
Eso
está por ver -rezongó Maillane-, pero, por lo pronto, la CCC será discutida y
aprobada por la Asamblea sin presencia de representantes papales, como no se
tenga por tales a los obispos y sacerdotes que tienen la condición de
diputados. En fin, me he permitido traerle algunos documentos para su estudio,
rogándole que los ponga en relación con el número actual de miembros del clero,
monasterios y parroquias que hay en todo el país. No pretendo unas cifras
exactas -cosa imposible-, sino una aproximación que me permita responder con
conocimiento de causa a las propuestas de mis colegas del Comité Eclesiástico.
Recibí los aludidos papeles y me
comprometí a cumplir lo interesado, a la mayor brevedad posible. Maillane me lo
agradeció vivamente y se despidió con estas palabras:
-
En
mayo, entré a los Estados Generales con la convicción de que podríamos hacer
muy poco. Ahora tengo la sensación de que podemos estar llegando demasiado
lejos.
***
Los documentos que me fueron entregados
implicaban importantes avances en el futuro contenido de una ley que ni
siquiera había empezado a discutirse todavía. Muy pronto se confirmarían tales
adelantos. El presidente del Comité Eclesiástico, Treilhard, presentaría el 17
de diciembre una moción a la Asamblea, sugiriendo la liberación a los monjes y
monjas del deber de cumplir sus votos monásticos, cerrando seguidamente los
conventos y compensando a los religiosos exclaustrados con una cantidad, hasta
que encontrasen un medio de subsistencia. No había en tal propuesta ninguna
intención antirreligiosa explícita, sino que se argumentaba con la libertad
individual y la conveniencia de dar una salida realista para aquellas
comunidades monacales que, al incautarse el Estado de sus conventos y abadías,
no podrían sostenerse. Con todo, de forma apenas velada, Treilhard evidenciaba
su opinión de que los clérigos regulares contemplativos eran miembros
inútiles de la sociedad, dado que excluía de la supresión de las Órdenes
religiosas a las que se dedicasen a labores útiles -enseñanza, atención
de hospitales- o de caridad. Ahora comprendía el interés de Maillane por los
números, dado que era un objetivo primordial de muchos diputados el de
reducir cuanto se pudiera el número de clérigos y, por derivación, el de
sueldos o pensiones para atenderlos.
Por su parte, en el informe general de
Martineau acerca de la futura CCC, ya aparecía insinuado uno de los puntos más
insólitos y rebatibles de la misma: El de que los obispos y los párrocos fuesen
nombrados por el Estado, con base en criterios electivos similares a los
empleados para designar a las autoridades civiles. Era una de tantas
consecuencias de que los clérigos cobrasen sus emolumentos al modo en que los
percibían los empleados públicos: El que paga manda, como tajantemente
reconoce el refrán.
En fin, me puse a la tarea de precisar en
lo posible el montante de instituciones religiosas y de clérigos existentes en
Francia, así como del enorme recorte que implicaría acabar con las comunidades
monásticas de vida contemplativa. Las cifras que ofrecí al profesor Maillane
fueron, en esencia, las siguientes[20]:
·
Las
diócesis son 139, de las que 18 tienen la consideración de archidiócesis. El
número de obispos y arzobispos coincide sustancialmente con el de las diócesis.
·
Francia
cuenta con un total aproximado de 40.000 parroquias, atendidas por unos 70.000
párrocos y vicarios.
·
Las
Órdenes religiosas comprenden un total de 23.000 monjes y 37.000 monjas: es
decir, unos 60.000 religiosos.
·
La
cifra global de abadías, conventos y monasterios diverge bastante, según las
fuentes que se consulten: entre 500 y 700 comunidades. Poniendo en relación
este número con el de monjes y monjas, daría un resultado promedio de entre 85
y 120 clérigos por comunidad, que me parece excesivo, a no ser que se considere
integrantes de la congregación a los legos, postulantes y novicios.
·
No
me es posible ofrecerle un dato preciso del número de monjes y monjas que
vienen dedicándose a todas aquellas actividades benéficas, que justificarían en
su momento -según el proyecto del diputado Treilhard- el que sus comunidades
fuesen respetadas. Sí puedo afirmar que, computando tan solo los que se ocupan
de los hospitales y las escuelas, su número es no menor de los 30.000. Observe
usía que los hospitales de Francia están prácticamente en manos de clérigos,
mientras que los centros docentes religiosos atienden como a un sesenta por
ciento de nuestros estudiantes. En cualquier caso, con el proyecto del diputado
Treilhard, los frailes y monjas de Francia quedarían reducidos a algo más de la
mitad, disminución que resultaría muy superior en las aldeas y en los campos,
donde apenas mantienen los monjes hospitales ni escuelas.
***
El día 6 de febrero de 1790 comenzó
formalmente en el Comité Eclesiástico la discusión sobre la CCC. En
consecuencia, dada la importancia y dificultad del tema a estudiar, Treilhard
solicitó y obtuvo de la Asamblea, al día siguiente, que el número de miembros
del Comité pasara de quince a treinta. Consecuencia de la elección de los
nuevos miembros fue la de que los eclesiásticos quedaron en franca minoría,
cosa decisiva porque los nuevos integrantes eran en su totalidad filósofos imbuidos
de ideas muy negativas hacia la Iglesia tradicional y la autoridad del papa.
Maillane me lo valoró así:
A partir de ahora, estoy convencido de que
el Comité hablará con una sola voz y, si alguien la levanta por encima del
resto, serán diputados, como Treilhard y Thouret, que son decididamente
anticlericales. Yo me siento en sintonía con Lanjuinais, cuya valentía y
libertad de criterio le permiten mantener una postura equilibrada y ajustada a
su gran valor como jurista. Expilly y Martineau son también hombres valiosos.
De los clérigos, Maury y Montesquiou están chapados a la antigua, Talleyrand es
un arribista en quien no se puede confiar y Grégoire tiene ideas avanzadas que
no siempre se compadecen con su conciencia. El arzobispo de Aix[21]es un prodigio de conocimiento y
moderación, pero, al estar tan en minoría en el Comité, me parece que tendrá
que intentar influir fuera de este en sus compañeros del clero, sobre todo, en los
obispos que no son diputados.
En paralelo a la discusión del proyecto de
CCC, se realizaron los cálculos para precisar en lo posible el valor de los
bienes incautados a la Iglesia, que se cifró, solo para los inmuebles, en unos
tres mil millones de libras, suficientes por si solos para cubrir el enorme
déficit de las finanzas públicas. No obstante, para evitar su devaluación de
ponerlos a la venta simultáneamente, se optó por irlos colocando en el mercado
de manera paulatina -de entrada, por valor de unos 400 millones- y, en cuanto
al resto, serviría de garantía para una gran emisión de deuda pública, a través
de unos títulos -llamados asignados- que devengarían un interés del
cinco por ciento anual, sirviendo así mismo de medio de pago por su valor
nominal en las relaciones con la administración. Preciso todo esto para ponerlo
en relación con el cálculo que en el Comité se ha hecho sobre cuánto dinero
sería necesario presupuestar para cumplir el primer año con los previstos
deberes para con el culto y el clero: 133 millones de libras, es decir, la
tercera parte del valor de los bienes que van a ponerse en venta ahora. Ello
significa que el Estado podría tener que pagar a la Iglesia en menos de treinta
años todo lo que habría obtenido de la venta de sus activos, y aún tendría que
seguir pagando más, año tras año, de mantenerse el compromiso vigente. Le he
transmitido estos cálculos a Maillane, con el comentario de “el corto y el
largo plazo, o pan para hoy y hambre para mañana”; y el profesor me ha
replicado: “Cuando las necesidades presentes son tan agobiantes, ¿quién es tan
previsor como para pensar en un remoto futuro?” Seguramente tiene razón.
***
-
¿Y
el papa? ¿No tiene nada que decir acerca de todos estos atentados contra la
Iglesia y contra los históricos acuerdos entre la Santa Sede y el Reino de
Francia?
Ante mi pregunta, Maillane se encogió de
hombros, antes de contestar:
-
Todo
son rumores, aunque bien es de imaginar que el pontífice estará en desacuerdo con
lo que se está cocinando en el Comité Eclesiástico. Nuestro embajador en Roma,
el cardenal Bernis, tiene orden de aplacar las iras papales y pedir a Su
Santidad que contemporice en lo posible y aplace posibles condenas hasta que la
CCC efectivamente sea aprobada, pero quienes lo conocen bien opinan que, lejos
de acatar tales instrucciones, el cardenal hace lo que puede por animar a Pío
VI a que condene públicamente las tareas de la Asamblea. De hecho, hay cierta
indignación entre bastantes diputados, que dicen estar informados de que el
papa ya ha reprobado varias de sus decisiones en materia eclesiástica y solo lo
mantiene por ahora en reserva, para no perjudicar la posición del rey ni dar
motivo para que el Estado francés apoye las reclamaciones de los aviñoneses,
que quieren integrarse a todos los efectos dentro de Francia[22]. En todo caso, estos
titubeos obligan a los diputados del clero a ser muy circunspectos para no ser
más papistas que el papa, como suele decirse. Es el caso del arzobispo
Boisgelin y del obispo Bonal[23].
-
A
este paso -aventuré yo-, sucederá lo que con la incautación de los bienes
eclesiásticos, que están siendo puestos a la venta con gran participación de
católicos en las subastas.
Maillane se sonrió con picardía y me
replicó:
-
Algunos
consejos he oído de clérigos de prestigio, en el sentido de que los fieles se
abstengan de pujar por tales bienes, pero también los hay en sentido contrario,
y de personas muy distinguidas…, como la reina, según se dice[24].
Por supuesto que no era solo María
Antonieta quien consideraba un buen negocio la compra de bienes nacionales
procedentes del despojo del clero. Los diputados más versados en temas
económicos habían fijado el precio de salida de las tierras subastadas en
veintidós veces la renta que se viniese pagando por sus cultivadores. Era un
precio bajo, pensado con el objetivo de que las subastas no quedasen desiertas,
y tanto más favorable a los compradores, cuanto que estos tenían hasta doce
años para pagar a plazos el precio del remate. Sucedió, así, que las
municipalidades no se vieron obligadas, por lo general, a parcelar las
heredades en venta, pues había compradores que las adquirían completas, sin
necesidad de que se procediera a enojosas divisiones. En consecuencia, quedó en
agua de borrajas la previsión del preámbulo de la ley general de venta de los
bienes eclesiásticos, cuando afirmaba que se produciría “el feliz incremento
del número de propietarios, sobre todo, entre los habitantes del campo”. Así
mismo, la facilidad de las ventas por precios bastante mayores al de salida
impulsó a los responsables de la Hacienda a olvidar el límite de los 400
millones de libras, liquidándose de entrada más tierras de lo inicialmente
previsto. Ciertamente, hubo enfado y manifestaciones entre el campesinado, en
especial, en el sur del país, al ver cómo pasaban las tierras, de los señores
eclesiásticos, a los burgueses y campesinos terratenientes, y esa indignación
fue también alimentada por las noticias que llegaban de París, relativas al
desprecio con el que se comportaba la Asamblea Nacional con la autonomía de la
iglesia de Francia.
***
Entre unas cosas y otras, el Comité
Eclesiástico concluyó su proyecto de ley de la CCC el 20 de mayo y, dos días
después, fue presentado formalmente a la Asamblea. Maillane me entregó una
copia del texto, a fin de que lo leyese críticamente y le señalase aquellos
puntos que pudiesen resultar pasables, aunque inconvenientes, así como
aquellos otros que pudiesen considerarse intolerables desde el punto de vista
canónico; y; aún en estos últimos casos, los que no merecería la pena hacer de
ellos casus belli, por su menor transcendencia práctica. Solo la
fijación de tan sutiles diferencias me puso sobre la pista de su escaso ímpetu
combativo, al sobreponerse su tolerancia y pragmatismo a la mentalidad de un
católico curtido brillantemente en el Derecho canónico.
Estaba enfrascado en la tarea que me había
sido encomendada, cuando mi mandante me hizo llegar una nota, fechada el 29 de
mayo, en la que me avisaba:
Por si le resulta útil para su trabajo, le
comunico que el día de hoy el diputado, obispo Bonal, encabezando a otros
cuantos representantes, ha presentado un óbice a que la Asamblea entre a
discutir y, en su caso, aprobar la CCC, antes de que se pronuncie
favorablemente sobre ella, bien el Santo Padre, bien un concilio general de la
iglesia de Francia. Desde ahora, le advierto que semejante moción, con
independencia de su pertinencia canónica, tiene muy pocas posibilidades de
prosperar.
Maillane estaba en lo cierto. La Asamblea
rechazó la iniciativa de Bonal y el día 1º de junio inició su extensa y, en
ocasiones, violenta discusión de la CCC, que sería finalmente aprobada el 12 de
julio, en los términos que recogeré en el capítulo siguiente. Pero antes he de
exponer el resultado de mi encomienda, a lo que me aplico en lo que sigue:
No se le ocultará, profesor, que la
propia existencia de una Constitución Civil del Clero, con independencia de su
extensión y contenido, supone una violación de la autonomía canónica de la
Iglesia, que tradicionalmente se ha considerado imprescindible para el
cumplimiento de su labor espiritual -así teológica, como moral- sobre los
fieles, siempre sobre la base de la autoridad suprema y el magisterio del
Romano Pontífice. Dejar en manos del poder civil las potestades de orden y
jurisdicción acabará con la libertad de la Iglesia, incluso en aquellas
materias en que se solapan cuestiones de canon y de doctrina. Estas
consideraciones se agravan con la CCC actualmente en estudio, ya que su
amplitud y su profundidad quedan bien a las claras en el proyecto sometido a la
consideración de la Asamblea Nacional, como también es sintomático que no se
contemple temperamento ninguno de lo que en ella se apruebe, al haber sido
previamente rechazado el someter su decisión a discusión o refrendo, bien por
el Papa -como sería lo propio-, bien por la iglesia de Francia, reunida en
concilio nacional.
Me he permitido, ante el trabajo tan
urgente y puntilloso que usía me ha encargado, hacer alguna consulta, como cosa
mía, al respetable canonista Gabriel Nicolás Maultrot[25], con quien me une buena amistad,
cimentada como abogados ante el Parlamento de París. Monsieur Maultrot,
como seguramente conoce, es jansenista[26]. El susodicho me ha
manifestado sin ambages que el proyecto de CCC da lugar a un cisma de la
iglesia francesa, si es que se aprueba sin modificación el juramento de
”mantener con todo su poder la constitución decretada por la Asamblea
Nacional”, el cual se exigirá a todos los obispos y párrocos de Francia antes
de tomar posesión de sus cargos. Así mismo, rechaza la legitimidad de que los
obispos y párrocos sean elegidos por la asamblea electoral de ciudadanos de su
departamento o distrito, como si se tratara de autoridades o funcionarios de
carácter civil. No es extraño que el señor Maultrot no haya hecho énfasis, en
cambio, en el golpe que la CCC propina a la jurisdicción papal, pues es bien
sabido que los jansenistas ven con buenos ojos la limitación del poder del
romano pontífice.
Desde mi propio punto de vista, la
objeción más grave que puede hacerse al proyecto de CCC es la de que atenta
gravemente contra la libertas
Ecclesiae, en su doble aspecto: la preeminencia de la autoridad
eclesiástica, no solo sobre las cuestiones espirituales, sino también sobre las
temporales que están directamente conectadas con aquellas, como puede ser el
nombramiento de las potestades de la Iglesia. Aunque el texto consultado no
contiene una prohibición expresa de la apelación a Roma, las referencias
existentes al recurso al poder civil en las discrepancias entre obispos y
metropolitanos, así como de los párrocos con su obispo, permiten colegir que se
cerrará el acceso de los clérigos franceses a la apelación al papa; y no solo
eso, sino que se pretende que el supremo recurso en materia de nombramientos y
disciplina religiosa quede en manos de las autoridades y tribunales civiles.
Si lo que acabo de escribir recoge la
objeción más grave contra la CCC, lo que ahora diré alude a lo más llamativo y
escandaloso de dicho proyecto de ley. Me refiero a que los obispos y párrocos
sean designados por votación de un cuerpo electoral análogo al que elige a las
autoridades civiles, sin exclusión de los electores no católicos ni de quienes
están apartados de la Iglesia. Bien sabe, profesor, que las interferencias del
poder civil en los nombramientos eclesiásticos son conocidas de antiguo, pero,
sobre considerarse moralmente improcedentes, han contado siempre con el
paliativo de necesitar el refrendo papal al candidato propuesto que, de no
darse, mantenía su nombramiento en suspenso. En la futura CCC esto queda
expresamente excluido; de modo que el papa ha perdido totalmente la facultad de
nombrar a las jerarquías católicas de Francia, y parece deducirse que ya no
contará tampoco con el derecho a suspenderlas o deponerlas, en el caso de que
juzgue que incumplen gravemente sus deberes pastorales. De hecho, en el título
IV de la CCC, al tratar del incumplimiento por los clérigos del deber de
residencia, se asigna a las autoridades civiles la facultad de tenerlos por
cesados y proveer a la designación de un sucesor.
Mención especial se viene haciendo al
juramento que los eclesiásticos habrán de hacer -aunque, por ahora, estarán
alcanzados expresamente solo los obispos y los párrocos- de cumplir con unos
deberes que son puramente civiles: ser fieles a la nación, a la ley y al rey y
sostener con todo su poder la Constitución decretada por la Asamblea Nacional y
aceptada por el rey. Si las fidelidades que se les exige no pasan de ser un
deber legal y moral de todo ciudadano -sea clérigo o seglar-, la referencia a
la Constitución viene a ser rechazable, al menos, por dos conceptos: el de obligar
a defenderla con todo el poder de que se disponga -por tanto, usando en su caso
de las potestades eclesiásticas-, y el de jurar defender algo que todavía no
existe y, por tanto, nadie sabe lo que dispondrá. Viene a someterse, así, la
conciencia del juramentado al capricho de la mayoría de los diputados, con
tanta fuerza, que quien no jure no podrá ejercer su ministerio pastoral. No hay
manera más evidente de incluir a los sacerdotes en la grey de los empleados
públicos, cuya esencia y cometido no es otro que el de ejecutar las leyes,
empezando por la más noble y elevada de ellas, que es la Constitución,
cuandoquiera que llegue a aprobarse por la Asamblea y se acepte por el rey.
Concluiré mi crítica general con la
desaforada facultad que la Asamblea se atribuye para organizar la estructura de
la iglesia de Francia, con una doble función que, en términos coloquiales,
califico de tala y de poda. Corresponde la tala, según el texto del proyecto, a
todos los títulos y oficios que no sean acogidos expresamente en la CCC, entre
los que destacan los canónigos y prebendados de los cabildos catedralicios, la
mayor parte de las capellanías, las dignidades individuales o colectivas de las
abadías y prioratos, así como la dignidad de arzobispo -aunque persiste algo
parecido, bajo el nombre de metropolitano- y la de cardenal, al no ser
expresamente recogida en el texto. La poda se refiere a la drástica reducción
de los antiguos arzobispados, ahora minorados a diez, y de las diócesis,
reducidas a 83, para ajustarse al número y extensión de los nuevos
departamentos en que se estructura la administración civil. Es de suponer que
también las parroquias experimenten una importante merma, al no admitir más que
una por ciudad que no rebase los seis mil feligreses. Se empeña la CCC en fijar
el número de vicarios, ayudantes de los obispos, profesores de los seminarios, etcétera
como lo haría con los servidores del Estado, y por muy buena razón -aunque
prosaica-: Tener que presupuestar los sueldos y pensiones del clero que, ya que
son bastante generosos, se procura que sean los menos posible. Nada hay de
provisional, ni nada se deja para una reflexión más meditada: El texto dispone
que todos los títulos y oficios, todos los beneficios y prestimonios distintos
de los mencionados en el texto de esta CCC quedan extinguidos y suprimidos sin
que se pueda jamás establecer otros iguales ni semejantes.
En resumen, creo que la futura CCC
puede ser considerada como el punto de partida -si es que no lo ha sido ya la
confiscación de los bienes del clero- de la creación de una iglesia “civil”,
sometida al Estado y no al papado, lo que constituirá un cisma o, cuando menos,
una grave fractura en la unidad católica. En su conjunto supone una
subordinación inaceptable de la Iglesia a la autoridad política de Francia,
según los presupuestos revolucionarios.
Maillane recibió mi informe con cortesía y
muestras de agradecimiento, pero denotando bien a las claras su disconformidad
con mi rigurosa crítica. En la nota de acuse de recibo, entre otras cosas,
exponía:
… Innecesario resulta recordar que la
iglesia de Francia, cuando menos desde los tiempos de Felipe el Hermoso[27], ha sido
crecientemente organizada según los principios que llamamos “galicanos”[28], que paulatinamente
han reconocido a nuestra iglesia una relativa independencia respecto de Roma,
abogando por una regulación estatal de la administración eclesiástica; algo que
los papas han acabado por aceptar y no puede ser considerado como un cisma. En la
actualidad -es cierto- nos encontramos ante uno de esos momentos históricos en
que nuestra crisis política, económica y social exige una adaptación más
intensa, casi revolucionaria, en la que el Estado y la nación puedan ejercer
control sobre el clero para asegurar el orden público y la utilidad social…
Entienda, mi dilecto amigo, que mi voz se halla entre las que procuran mediar
entre los clérigos tradicionales y los civiles más avanzados, favoreciendo así
un enfoque pragmático que, cuando menos, logre que la necesaria transformación
de la estructura eclesiástica de nuestro país se realice de manera organizada y
conforme a derecho.
No tengo, por tanto, ninguna duda de que
Maillane votó el 12 de julio a favor de la aprobación en la Asamblea de la CCC.
Si lo hizo con plena convicción y tranquilidad de conciencia, es algo que
reservó para su fuero interno. De cualquier forma, el complicado futuro -a
veces, trágico- que esperaba a la iglesia francesa y a las intromisiones del
Estado en ella me hacen suponer que más de una vez lamentaría el fracaso de sus
buenas intenciones.
6.
Resumen
del contenido de la CCC[29]
Me parece oportuno completar las numerosas
referencias hechas a la CCC con una alusión a su contenido, tal como quedó
aprobado por la Asamblea Nacional el 12 de julio de 1790 y mantuvo su vigencia
hasta el Concordato entre Su Santidad, Pío VII, y el Gobierno francés suscrito
el 15 de julio de 1801[30]. El texto íntegro consta
de cuatro títulos, con un total de 88 artículos.
Cura
constitucional (grabado satírico de la época)
El Título Primero está dedicado a
los Oficios eclesiásticos. En él se recogen las instituciones
eclesiásticas que se mantienen vigentes, las cuales son, sustancialmente: los
obispados -ordinarios y metropolitanos-, con sus correspondientes vicarios; los
seminarios diocesanos, con su director y profesores; las parroquias, con su
titular y vicarios, y las capellanías estrictamente privadas y sostenidas por
sus constituyentes. En cada caso, se fija el número de cada oficio y se prevé
su modificación por las asambleas civiles. El número de diócesis se establece
en tantas, como departamentos administrativos (83, por el momento), de las que
diez tienen el carácter de metropolitanas o regionales[31]. En general, cada
parroquia tendrá un número mínimo de 6.000 feligreses, suprimiendo aquellas que
no alcancen dicha cifra en un mismo burgo o ciudad.
Aunque nada tenga que ver con el resto del
título, es crucial la inserción en el mismo de su artículo 4, en el que se
dispone que ninguna iglesia o parroquia de Francia ni ningún ciudadano francés
puede reconocer en ninguna ocasión, o con cualquier pretexto, la autoridad de
un obispo ordinario o de un arzobispo cuya sede esté bajo la supremacía de una
potencia extranjera, ni la de sus representantes residentes en Francia o en
otros lugares; todo ello, sin perjuicio de la unidad de la fe y la relación que
se mantendrá con la cabeza visible de la Iglesia universal, en la forma que se
dirá más adelante.
El Título II viene referido a la
forma de nombrar para los beneficios eclesiásticos, perífrasis legal que
encubre la palabra elección. En efecto, su artículo primero afirma que,
a partir del día de la publicación del presente decreto no habrá otro modo de
elegir obispos y párrocos que la elección, que se hará (artículo 2) por
votación y se decidirá por mayoría absoluta de los votos. Los cuerpos
electorales serán los mismos que, a nivel de departamento o de parroquia, estén
censados para elegir a las autoridades civiles de la zona o localidad. La
elección será pública y en día de domingo, pudiendo presentarse como candidatos
los sacerdotes que hayan ejercido durante quince años los ministerios de
párroco, vicario superior o director de seminario (si aspiran al obispado) o
durante un mínimo de cinco años el cargo de vicario parroquial (si pretenden
ser nombrados párrocos). Los clérigos así designados por las asambleas de
electores habrán de prestar seguidamente juramento de fidelidad a la nación, la
ley y el rey, así como defender con todas sus potencias la Constitución de
Francia; hecho lo cual, serán refrendados por el metropolitano (si son obispos)
o por el obispo (si son párrocos), quien no podrá rechazarlos salvo por causa
espiritual muy relevante referida a su doctrina o a sus costumbres, pudiendo el
repudiado en ese caso apelar a la autoridad civil. El artículo 19 de este
título advierte de que el nuevo obispo no podrá solicitar del papa ninguna
forma de confirmación, pero le escribirá como cabeza visible de la Iglesia
universal, como testimonio de fe y de la comunión que debe mantener con él.
El Título III se dedica a las
retribuciones del clero. Su artículo primero reconoce tajantemente que los
ministros de la religión, que desempeñan las primeras y más importantes
funciones de la sociedad y están obligados a vivir continuadamente en el lugar
donde desempeñan los cargos a los que han sido llamados por la confianza del
pueblo, serán retribuidos por la nación. En virtud del deber de residencia, los
clérigos deberán contar con una vivienda adecuada, proveída por la autoridad
civil, salvo que el beneficiario venga percibiendo una cantidad suficiente en
concepto de pago de renta. Y, en virtud del servicio religioso que desempeñan
para la sociedad -que el artículo 12 de este título impone que se ofrezca en
forma gratuita-, la nación se obliga a abonar, por trimestres adelantados, un
sueldo fijo, cuya cuantía depende de la categoría del perceptor y del lugar en
que preste sus funciones. Los obispos percibirán una cantidad entre doce mil y
veinte mil libras anuales[32], con la excepción del
obispo de París, que cobrará 50.000. Los vicarios diocesanos y directores de
seminarios percibirán entre las dos mil y las seis mil libras al año. Los
párrocos cobrarán entre seis mil y mil doscientas libras anuales, y sus
vicarios, entre setecientas y dos mil cuatrocientas. Por vejez o enfermedad, se
arbitrarán pensiones cuya determinación no es tan precisa en la CCC, pero que
tienen como regla general la de que su montante equivalga al del sueldo de su
vicario en activo o, si no disponen de vicarios, al valor de lo que viniesen
cobrando en ejercicio, con el tope máximo de 800 libras.
Finalmente, el Título IV se dedica
al deber de residencia de los clérigos, los cuales, cualquiera que sea su
categoría o destino, tendrán la obligación de cumplirlo, bajo sanción, tras dos
amonestaciones infructuosas, de perder su destino y emolumentos. Se admiten
ausencias de no más de quince días seguidos al año, si hay causa justificada.
En los demás casos, la ausencia deberá ser autorizada por el directorio del
departamento o del distrito, así como por el obispo o párroco competente. No se
entenderá causa justificada de ausencia el haber sido nombrado para otro cargo
o comisión[33],
pues el afectado deberá en el plazo de tres meses optar por un cargo u otro y,
si lo hace por el que suponga infracción del deber de residencia, el procurador
general-síndico de su departamento le cesará y proveerá a su sucesión.
Todos los clérigos, incluso los obispos, son
ciudadanos activos, a los efectos de estar presentes y participar en las
asambleas primarias y colegios electorales, con derechos de sufragio activo y
pasivo para ser diputados del cuerpo legislativo o miembros de los consejos de
los municipios, distritos o departamentos. Se exceptúa, sin efectos
retroactivos, el nombramiento como alcaldes, oficiales municipales y miembros
de los directorios de distrito o de departamento, los cuales solo podrán
ejercer, si optaren por ellos renunciando a su cargo clerical.
7.
A
vueltas con la Constitución Civil del Clero
Línea cronológica de los hechos
recogidos en este capítulo
· 14-07-1790. Fiesta multitudinaria de la Federación en el Campo de Marte de París. Talleyrand oficia la misa pública y La Fayette es aclamado como comandante de la Guardia Nacional de toda Francia.
·
22-07-1790. Luis XVI aprueba informalmente la
CCC.
·
23-07-1790. En carta dirigida a Luis XVI, el
papa condena privadamente el contenido de la CCC, en particular, la elección de
los obispos por una asamblea civil, advirtiendo que no los tendrá por prelados
a los efectos de la Santa Sede.
·
28-07-1790. Luis XVI contesta a la susodicha
carta papal, manifestando que se ha visto obligado a aprobar la CCC por salvar
su vida y la de su familia de un peligro mortal y ofreciéndose a conseguir
algunas concesiones en cuanto le sea posible.
·
1-08-1790. Orden de la Asamblea al cardenal
Bernis, embajador ante la Santa Sede, para que intente conseguir la aceptación
por el papa de la CCC.
·
24-08-1790. Pese a una nueva carta contraria del
papa, de fecha 17 de agosto, el rey promulga formalmente la CCC, recibiendo por
ello una reprimenda de Pío VI en comunicado confidencial, de fecha 22 de
septiembre.
·
24-08-1790. Por el momento, la Asamblea Nacional
se abstiene de intervenir en la cuestión de la incorporación a Francia de
Aviñón y el condado venesino, que pretenden separarse del señorío papal.
·
27-09-1790. Segunda gran operación de venta de
bienes eclesiásticos por un total de 800 millones de libras, perjudicada por la
inflación que aqueja a los “asignados”.
·
30-10-1790. Carta abierta o Exposición de
principios de treinta obispos diputados de la asamblea en contra de la CCC,
a la que se adherirán otros 98 diputados eclesiásticos y un total de 119
obispos (el 89% de los existentes en Francia).
***
Yo no me sentía inclinado a asistir a la
gran fiesta de la Federación, pero Maillane me convenció, asegurándome un
asiento en lugar preferente, muy próximo a los reservados a los diputados de la
Asamblea. Mi maestro me presentó el objetivo del festejo y el programa del
mismo de la siguiente forma:
-
Tengo
que reconocer que, aunque la idea fuese inicialmente de Talleyrand[34], asistiré a la fiesta con
agrado. Siempre es positivo exaltar la unidad y fraternidad de la nación, por
encima de rencillas y violencias.
-
No
estoy seguro de que la intención sea tan amistosa como usía afirma -repliqué-.
Está claro que, por la fecha, se conmemora el asalto a cañonazos de la Bastilla
y, por su nombre de fiesta de la Federación, se trata de promover la unión de
todas las unidades de la Guardia Nacional, es decir, las fuerzas armadas
revolucionarias.
-
Cierto,
admitió Maillane. Es la manera de animar al pueblo a que acuda con entusiasmo,
pero en el fondo será una jornada de unidad. Asistirá el rey y se espera que
haga juramento de fidelidad a la nación y a la Constitución que estamos en
trance de redactar. La Fayette, hombre de confianza de todos los amantes de la
libertad, será proclamado comandante de las milicias de toda Francia. Y, por si
fuera poco, se dirá pública y solemnemente una misa. Por cierto -agregó
burlón-, a que no acierta quién oficiará la ceremonia religiosa…
-
Supongo
que el cardenal arzobispo de París, contesté incautamente.
-
¡Je,
je!, rio Maillane forzadamente. La Asamblea, como anfitriona del acto, ha
comisionado al obispo de Autun. Nadie mejor que él, se ha dicho, para
representar la armonía entre la Iglesia y la nación.
-
Armonía
muy suigéneris -opiné-. La nación expolia y ordena, mientras la Iglesia
paga y se limita a rezongar.
Maillane se encogió de hombros y repuso
con ironía:
-
Tal
vez no pueda hacer otra cosa, por ahora… Muy batallador le veo, señor Fayard.
Le vendrá bien venir a la fiesta y escuchar con atención lo que tengan que
decirnos Su Majestad y mi colega el apóstata, como creo que lo llaman en
la Corte.
Verdaderamente, mi atenta presencia en la
fiesta de la Federación no alteró mi opinión ni mis valores, pero sí me
impresionó la rapidez y profundidad del cambio que -al menos, en París- se
había producido en tan solo un año. Una multitud vociferante y entusiasta de no
menos de trescientas mil almas[35]; una fuerza armada unida,
venida de toda Francia, en número de unos cincuenta mil guardias nacionales[36]; un rey por la gracia
de Dios, jurando fidelidad a la nación y a su futura constitución; un
obispo, rodeado de centenares de otros clérigos, predicando la tolerancia y la
reconciliación entre todas las clases sociales, bajo los ideales
revolucionarios[37];
el propio hecho de una Asamblea Nacional unitaria y volcada en convertir a
Francia en una democracia… Todo ello acabó por emocionarme un poco; de suerte
que, al reencontrame con Maillane dos días después, le dejé caer un deseo:
-
Me
gustaría ser presentado al diputado Talleyrand y comprobar si soy capaz de
resistir su hipnótico encanto.
Maillane se echó a reír y concedió:
-
Está
ocupadísimo, pero tengo una buena relación con él y siempre tiene tiempo para
debatir sobre temas prácticos relativos al clero.
Y añadió:
-
Por
cierto, también yo estoy agobiado y me gustaría solicitar, una vez más, su
ayuda. Parece que, ¡al fin!, el papa está dispuesto a enfrentarse al problema
de la CCC y, tras él, seguro que surgirán las voces discrepantes de la iglesia
de Francia.
Fiesta
de la Federación (10 de julio de 1790)
***
Como me había informado Maillane, el señor
De Talleyrand no era nada impresionante a primera vista: de baja estatura,
rostro agradable pero no hermoso y, como es bien sabido, cojo del pie derecho.
Vestido de seglar, con elegancia pero sin afectación, nos recibió en su
magnífico alojamiento de entonces, en el número 17 de la calle de la
Universidad, una folie[38] del siglo anterior, muy
reformada y embellecida respecto del tiempo en que era, simplemente, el hôtel
Bochart de Saron. En un saloncito muy coqueto, entre el humo del café y los
cigarros, el anfitrión, Maillane y yo mismo, conversábamos animadamente sobre
la historia de las relaciones de dominio y soberanía de la ciudad de Avignon y
el condado venesino con la Santa Sede. No era un tema traído por casualidad,
pues se trataba del cebo que mi profesor había empleado para que su
ocupadísimo colega diputado se hubiese dignado invitarme a su casa y, de paso,
poder conocerlo, como era mi deseo.
Creo que en otros momentos de esta
narración ya he explicado el interés que las cuestiones aviñonesas tenían en
aquellos primeros momentos de la revolución. Inducidos o no por los políticos
de la nueva escuela, toda aquella zona pontificia de la Provenza bullía de
discusiones y enfrentamientos entre los partidarios de seguir con su
vinculación al Romano Pontífice y aquellos que trataban de aprovechar el
momento para incorporarse políticamente a Francia, acabando con una anacrónica sumisión
al papa, que duraba ya unos quinientos años. Precisamente, ese era el argumento
que manejaba Talleyrand, hasta que me atreví a contradecirle en parte, ante el
complacido silencio de Maillane, que prefería mantenerse al margen:
-
Disculpe,
Monseñor -dije empleando el tratamiento con innecesario énfasis-, pero creo que
la sucesión causal y cronológica es justamente al revés de como Su Ilustrísima
plantea: No fue el traslado del papa a Avignon[39] lo que motivó la
adquisición de aquellos territorios por el Santo Padre, sino la propiedad
soberana que sobre ellos tenía él de antes lo que explica que, puesto a
establecer su sede fuera de la turbulenta Roma, eligiera aquella ciudad para
establecerse. Por tanto, entiendo que el anacronismo -que seguramente se da- no
es fruto de que el papado de Avignon concluyera en 1377, sino de que hace
varios siglos que nuestro rey Luis XI unificó Francia con la Provenza,
terminando con la soberanía de sus señores feudales.
Talleyrand hizo ademán para que el criado
que parecía una estatua al fondo de la estancia se acercase y nos sirviera una
copa de oporto. Tomó un sorbo y me pidió con toda cortesía:
-
Le
ruego que se explique con mayor precisión pues no estoy al corriente de los
detalles de esta complicada cuestión histórica.
De la forma más escueta que pude, expuse
al obispo diputado que la vinculación soberana del papado al condado venesino arrancaba
de varias décadas antes de trasladarse el pontífice a Avignon, fruto de una
donación testamentaria del señor del territorio para que le sirviera de refugio
a Su Santidad, si tenía que huir de las turbulencias de Roma. Luego, las
posesiones papales se ampliarían a la ciudad de Avignon, lindante con el
susodicho condado, siendo ello aceptado por el rey Felipe VI, ya que estaba muy
feliz de que el papa morase permanentemente en una ciudad limítrofe con
territorio francés. Para acabar, añadí:
-
Pero
tenga en cuenta Su Ilustrísima que el papa, Clemente VI, no recibió Avignon del
rey francés, ni gratuitamente, sino de la señora del territorio, Juana de
Anjou, y teniendo que pagarle como precio la jugosa cantidad de 80.000
florines.
Talleyrand, demostrando no ser tan
ignorante del tema como quería aparentar, apostilló:
-
80.000
florines -otros dicen que eran escudos de oro- y, además, la exoneración de la
acusación de que era objeto doña Juana de haber sido cómplice en el asesinato
de su primer marido[40]… Por cierto, ¿a cuántas
libras ascendería actualmente el importe pagado por el papa? A lo mejor, se
podría entrar a discutir una compensación.
Demostré mi preparación en el aspecto
pecuniario, respondiéndole:
-
El
florín de mediados del siglo XIV tenía una cantidad de oro equivalente a unos
3,5 deniers. Nuestra libra actual es una moneda que contiene unos 4,5 deniers
de plata. Actualmente, la equivalencia entre el oro y la plata es de unas
quince veces más valioso aquel que esta. Resumidas cuentas y si mis cálculos no
fallan, los 80.000 florines que pagó el papa por Avignon podrían equivaler a
unas 935.000 libras. Digo yo -sonreí- que, si se redondea a un millón, Su
Santidad podría avenirse a devolver la soberanía a los aviñoneses o al reino de
Francia, según quien hubiese puesto el precio del rescate encima de la mesa… Lo
que no creo que acepte es que el Estado se haga con Avignon por el mismo precio
que ha pagado por la abadía de Cluny, por poner un ejemplo.
Aprecié en el rostro de Maillane un rictus
de desagrado por la maliciosa comparación que acababa de emplear, pero
Talleyrand pareció pasar por alto mi atrevimiento y, en cambio, apreciar mi
esfuerzo por aclarar los aspectos jurídicos y económicos de la cuestión que me había
suscitado. Recuerdo sus palabras:
-
Como
se lee en el Evangelio, cada día trae su propio afán[41]. Dejemos, por ahora, que
los buenos ciudadanos de Avignon y del condado deliberen y resuelvan sobre su
futuro[42]. Luego será el momento de
apoyar su decisión con toda la prudencia y la energía de que es capaz la
Francia de nuestros días.
Efectivamente, el 24 de agosto la Asamblea
Nacional rechazó intervenir directamente en la cuestión de Avignon, aunque
todos comprendíamos que la incorporación a Francia era cuestión de tiempo…, de
poco tiempo: seguramente, el que se tomasen el papa y el Estado francés en
enfrentarse públicamente a propósito de la CCC, de lo que trataré a
continuación.
***
Parte de los hechos que voy a relatar
ahora no fueron conocidos en su momento, ni por mí ni por la gran mayoría de
los interesados en la cuestión de la CCC, que nos planteábamos insistentemente
la pregunta de por qué el papa no reaccionaba negativamente contra aquel engendro
político-religioso con la viveza y rapidez que parecían oportunas.
Maillane, haciéndose eco de mi conversación con Talleyrand, entendía que el
Santo Padre estaba haciendo gestiones reservadas para lograr que la nueva ley
para el clero francés fuese enmendada antes de entrar en vigor. ¿Por qué? Mi
profesor lo tenía claro:
-
Pío
VI es ya un hombre viejo y gastado[43] -aseguraba-, al que sin
duda la preocupa más el no encocorar a la Asamblea Nacional, ahora que tiene a
los aviñoneses en rebelión, que enfrentarse abiertamente con aquella por el
problema del clero. Ya ves lo poco que se le oyó el año pasado, cuando se expropiaron
todos los bienes eclesiásticos sin compensación ninguna.
-
Para
mí -maticé-, que la situación de Francia le desborda y no sabe cómo
comportarse. Soy de la opinión de que todavía, entre el rey en el interior y
los emigrados en el extranjero, cree que lo acaecido hasta hora es un huracán
pasajero… Y no es el único en pensar así, desde luego.
Vista
de Avignon en el siglo XVIII
Sea
como fuere, Luis XVI otorgó su sanción[44] a la CCC el 22 de julio,
apenas diez días después de que la Asamblea la aprobase. Y al día siguiente,
23, el rey recibió una carta privada de Pío VI, en la que -según luego se supo-
condenaba en bloque la citada ley[45]. Muy en particular,
rechazaba el que los obispos fueran elegidos por los fieles y advertía de que
nunca investiría a tales prelados, que no tendrían más remedio que elegir entre
su comunión con Roma o su vano título de obispo revolucionario. Cinco
días más tarde, Luis XVI contestaba con el mayor secreto que no podía hacer
otra cosa que acceder a la CCC, pues de otro modo peligraba su vida y la de su
familia, agregando -con su doblez acostumbrada- que haría concesiones a la
Iglesia tan pronto le fuese posible. Ahora, que ambos están muertos, puedo
aclarar quiénes hicieron de intermediarios entre el rey y el papa en aquellos
momentos, según llegó a enterarse Maillane: Se trató de los obispos Lefranc de
Pompignan y Champion de Cicé, diputados elegidos por el estamento clerical y
ministros entonces de Luis XVI[46], quienes cumplieron su
cometido sin resultado positivo para las intenciones del papa.
Las idas y venidas, más o menos secretas,
iban en ambos sentidos, de Roma a París y viceversa. También la Asamblea
Nacional jugaba a las componendas, tratando de evitar la ruptura pública y
total con Roma. Me lo confesó Maillane, rogándome discreción:
-
La
Asamblea ha encargado al cardenal Bernis, nuestro embajador en Roma, que haga
todo lo posible para que el papa acepte la CCC[47], como única forma de
lograr para la iglesia francesa el dinero y la autoridad que precisa, una vez
ha perdido casi todos sus bienes y el poder e influencia que tuvo otrora.
Los dimes y diretes tratando de forzar la
voluntad del rey continuaron durante unas cuantas semanas más. He tenido
noticia de que el 17 de agosto envió el papa una nueva carta privada a Luis
XVI, en la que lamentaba los peligros que le decía estaba arrostrando, razón
por la cual, aunque seguía sosteniendo la misma opinión sobre la CCC, no haría
ninguna declaración pública sobre ella hasta consultar al Colegio Cardenalicio.
Con todo, el rey ya no pudo esperar más y el 24 de agosto promulgó formalmente
dicha Constitución. La suerte estaba echada, aunque el papa volvió con sus
cartas secretas el 22 de septiembre, reprendiendo paternalmente a Luis XVI por
haber ratificado tan nefasta norma.
Después de haber comprobado personalmente
cuánto le interesaba a Talleyrand el asunto de Avignon, no tengo duda de que el
papa contenía y demoraba su censura pontifical para evitar que Francia se
pusiera decididamente a favor de los aviñoneses y venesinos sublevados. De
hecho, el 24 de agosto, la Asamblea rehusó tomar partido en el problema, como
le habían pedido los ciudadanos alzados contra la soberanía papal y -cosa
insólita- remitió al rey la petición de los aviñoneses.
No se tome la prudencia de los diputados
en el tema de Avignon como una revisión de su resuelta actitud en otras
cuestiones. Por ejemplo, el 27 de septiembre se puso a la venta otra remesa de
bienes eclesiásticos por un valor de 800 millones de libras, es decir, doble
que el primero. Cosa nueva, los compradores podrían pagar, no solo en efectivo,
sino con asignados, por su valor nominal. Estos títulos acababan de
sufrir un grave revés, al rebajar la Hacienda pública su interés anual, del
cinco al tres por ciento. Ello significó el principio de un grave problema de
depreciación de los asignados, que repercutió en perjuicio del Estado ya
que, al aceptar este los pagos por su valor nominal, los retiró de la
circulación corriendo con el perjuicio de la inflación, es decir, con el
detrimento o diferencia entre su valor nominal y el real -cada vez menor- que
alcanzaban en el mercado de títulos. Así comenzaba lo que muchos habíamos
pronosticado: Que los bienes de la Iglesia acabarían valiendo para el Estado
mucho menos de lo que habían sido tasados. Andando el tiempo, aquellos tres mil
millones de libras imaginados se convertirían, a ojo de buen cubero, en unos
mil ochocientos.
Pero volvamos con el papa, que seguía
debatiéndose entre su oposición a la CCC y sus buenas intenciones para con la
iglesia y el rey de Francia, así como el deseo de mantener sus posesiones en la
Provenza. Pese a las presiones que recibía del ladino embajador Bernis, de los
obispos franceses aristócratas y de otros países, como España, Pío VI se
resistía a arrojar a los católicos de nuestro país en la hoguera del cisma y,
tal vez, de la guerra civil. Así, en la encrucijada, se mantendría la Santa
Sede aún durante varios meses, por más que algunos de los más destacados
prelados franceses decidieron romper el silencio bastante antes, ya como
instrumento o longa manus del papa, ya para forzar a este a pronunciarse
clara y públicamente. Dedicaré a esta materia el último apartado del presente
capítulo.
***
Curiosamente, la tormenta episcopal fue
anunciada por los nubarrones, exhalaciones y truenos lejanos que provocó
alguien a quien yo debería haber conocido: el obispo de Boulogne, llamado
Jean-René Asseline. Sin embargo, este prelado no había sido entronizado en la
diócesis hasta aquel mismo año de 1790, por lo que no tuve tiempo de
cumplimentarlo. Con todo, no era un eclesiástico del montón, sino un excelente
profesor de hebreo, que había ejercido como vicario general del arzobispo de
París. Pues bien, monseñor Asseline, todavía en el mes de agosto, publicó una
refutación o protesta oficial de la CCC, a la que pronto se adhirieron unos
cuarenta obispos. El documento era un rechazo completo y en toda regla de la
expresada Constitución, al entender que cualquier reorganización general de una
iglesia nacional tenía que hacerse de acuerdo con el papa, de manera
concordataria. Como era habitual, centraba la crítica en la forma popular y
electiva de seleccionar a obispos y párrocos, rechazando así mismo el juramento
que se les iba a exigir de fidelidad y plena entrega a la Constitución y a las
leyes del reino. Entre líneas, se infería lo que Asseline llevó luego a la
práctica durante el poco tiempo que aún ejerció de obispo[48], a saber, no ordenar a
los sacerdotes elegidos asambleariamente y revocar las licencias de aquellos
que hubiesen jurado en los términos ordenados por la CCC.
La respuesta contradictoria, más o menos
fundamentada en términos canónicos, corrió a cargo del voluble Mirabeau y,
sobre todo, de mi respetado colega Armand-Gaston Camus[49], pero muy difícil tenían
apoyar la supremacía del Estado en términos tan drásticos y autoritarios como
los exigidos por los decretos de la Asamblea. Poco o nada consiguieron con su
réplica, atentatoria de la jurisdicción papal, la legitimidad canónica de los
obispos y la libertad de conciencia de los clérigos en general.
El primer aviso de lo que se avecinaba me
llegó -¡cómo no!- de boca de Maillane:
-
Se
barrunta un levantamiento episcopal -dijo con cierta guasa-. Algún obispo
diputado, cuyo nombre ocultaré, me ha entregado un borrador que se pondrá muy
próximamente a la firma de sus correligionarios, mostrando su plena
disconformidad con la CCC, incluso antes de que se pronuncie el papa.
-
Era
de esperar -repliqué con suficiencia-. ¿Me dejaría usía leerlo?
-
Por
supuesto -concedió-. No te pediré que lo juzgues, pues ya voy conociendo tus
ideas y valores, pero no me importaría que me dieses tu opinión para hacerla
llegar al arzobispo que está dirigiendo toda la operación. Alguna vez le
hablé de ti y parece que has alcanzado respetabilidad ante él.
-
Tratándose
de un arzobispo -repuse-, imagino que pueda tratarse del ministro de Justicia,
Champion. ¿Me equivoco?
-
Te
equivocas, replicó Maillane, al tiempo que me pasaba el documento. Ya lo
comprobarás a su debido tiempo, si es que por la zarpa no adivinas el león que asoma
tras este escrito.
He de reconocer que, de la mera lectura de
aquel documento, que respondía al título de Exposición de principios sobre
la Constitución Civil del Clero, no identifiqué al león que pudiera
haberlo redactado. Antes bien, me parecía un texto suave y correcto, aunque
firme, que apuntaba, más que ideas personales, un compendio de aportaciones
varias, con el fin de satisfacer al mayor número de eventuales firmantes. Nada
encontraba en él que no se hubiera repetido hasta la saciedad en documentos o
discursos anteriores y, por supuesto, resultaba superficial a la hora de
argumentar en profundidad sobre bases de Derecho canónico. Por todo ello,
aunque Maillane no me había pedido otra cosa que una mera opinión,
decidí analizar el texto con algún detenimiento. Este fue el resultado de mis
consideraciones:
El documento examinado encierra una
conclusión evidente: La autoridad civil -en este caso, la Asamblea Nacional- no
es competente para modificar cuestiones de disciplina eclesiástica sin el
consentimiento de la Iglesia. Se llega a tal consecuencia a partir de los
siguientes puntos, enfrentados a la CCC:
·
El
nombramiento y la jurisdicción de los obispos y párrocos solo puede provenir de
la autoridad eclesiástica, como heredera de la de Cristo y sus Apóstoles.
·
La
autoridad civil carece de poder para legislar sobre cuestiones de organización
interna de la Iglesia, como puede ser la creación o supresión de diócesis y
parroquias, así como la forma en que haya de ser elegido el clero.
·
En
particular, la elección por sufragio popular -incluidos los no católicos- de
obispos y párrocos subvierte la institución canónica, al no recibir aprobación
ni refrendo necesario del papa, en el primer caso, y del ordinario del lugar,
en el segundo.
·
Los
eclesiásticos, como ciudadanos civiles, están obligados a obedecer las leyes,
pero en cuestiones espirituales se deben exclusivamente a las directrices de
sus superiores religiosos y a su propia conciencia.
·
No
puede negarse que la iglesia de Francia necesite en nuestro tiempo de ciertas
reformas, pero las mismas han de hacerse a través de las vías canónicas,
mediante un concilio nacional y, en su caso, con la consulta al papa.
La comentada Exposición, aunque exprese unas
formas conciliadoras, es indudable, a mi parecer, que presagia una ruptura
total entre aquella parte del clero que esté dispuesto a seguirla
-probablemente, una amplia mayoría- y el nuevo régimen revolucionario que se
está implantando en nuestra patria. Solo se me ocurre una forma de evitar el
choque frontal entre la iglesia y el Estado de Francia: Revisar y corregir la
CCC, poniéndola a examen de un concilio nacional o de la valoración por el
Santo Padre. También parece ser esa la salida que sugiere la Exposición que
usía me ha dado a leer. De otro modo, como se trasluce con escasa ambigüedad
del escrito examinado, se advierte que obispos y sacerdotes desobedecerán la
CCC y exhortarán a sus fieles a hacer lo propio.
Maillane
repasó mi comentario y se mostró dubitativo sobre cuál era la intención de los
redactores de la Exposición:
-
Cuando
hablo con ellos -me confesó-, unas veces saco la impresión de que están
tratando de evitar in extremis el cisma de la iglesia francesa, evitando
la ruptura con Roma; pero hablo con algunos más reaccionarios y me parecen
inducidos por el papa para enfrentarse frontalmente con la Asamblea sin
necesidad de que Su Santidad tenga que dar la cara. En fin, sea como fuere, no
veo posible volver atrás de la CCC, poniéndola a escrutinio de la Santa Sede ni
de un concilio general de la iglesia de Francia… Por cierto -agregó-, el arzobispo
al que me referí como autor principal del documento es monseñor Boisgelin,
titular de la archidiócesis de Aix. Es un hombre prudente y contemporizador,
que en algunas conversaciones me ha dejado caer que podría llegarse a un
acuerdo, a condición de suavizar los términos del juramento de la Constitución,
aceptar que los obispos elegidos puedan ser vetados con justa causa por el papa
y que se restablezcan los cabildos catedralicios. La verdad, no sé si está
hablando por boca de Roma o por sí mismo, pero lo que sí me consta es que tiene
tras él a gran parte de los diputados clericales y de los obispos que no lo
son.
-
¿Y
monseñor Talleyrand?, inquirí. ¿Acaso no tiene influencia entre sus colegas?
-
Amigo
Fayard -me contestó Maillane-, a estas alturas sus colegas son
los diputados del tercer estado. Démosle un año y le veremos colgar los hábitos[50].
Boisgelin
de Cucé, arzobispo de Aix-en-Provence
Por último, agotadas las posibilidades de acuerdo, el 30 de octubre de
1790 vio la luz la Exposición de Principios sobre la Constitución Civil del
Clero. Al pie de la misma firmaban treinta obispos diputados de la
Asamblea, es decir, una amplia mayoría de los representados en ella[51]. De inmediato, otros
noventa y ocho diputados eclesiásticos se adhirieron al documento, siguiéndoles
de inmediato obispos no diputados, hasta alcanzar un total de ciento diecinueve
obispos de los ciento treinta y cuatro que había en toda Francia.
El silencio sibilino del papa y el
aldabonazo escandaloso de la Exposición acabaron por colmar la paciencia
de la mayoría de la Asamblea. Era de esperar una reacción inmediata en contra
de las ambigüedades eclesiásticas y muy pronto tuvimos confirmación de ello.
8.
Palabras
y obras. Lo que puede un juramento
Línea
cronológica de los hechos recogidos en este capítulo
·
26-11-1790. El diputado Voidel propone el
decreto del juramento de fidelidad a la Constitución, obligatorio para todos
los clérigos de Francia, si quieren seguir ejerciendo sus funciones.
·
27-11-1790. Tras un discurso de Mirabeau, La
Asamblea Nacional aprueba el decreto del juramento de la Constitución para
todos los religiosos en ejercicio.
·
26-12-1790. El rey sanciona el susodicho decreto
del juramento de los clérigos.
·
4-01-1791. Empiezan los juramentos del clero
con los de los sacerdotes y obispos diputados, proceso que durará hasta finales
de febrero del mismo año.
·
30-01-1791. La Asamblea Nacional rechaza las
reservas en el juramento de los clérigos, exigiendo que se haga de manera
incondicional.
·
5-02-1791. Prohibición de ejercer oficialmente
sus funciones a los clérigos no juramentados.
·
24-02-1791. Consagración de 14 nuevos obispos
por el método de la CCC. Talleyrand, complicado en estas ceremonias.
·
10-03-1791. Breve “Quod aliquantum” del papa Pío
VI contra la CCC.
·
03-1791. Elecciones en los domingos para los
obispados y parroquias vacantes.
·
2-04-1791. Muere Mirabeau. Se realiza autopsia
por sospecha de envenenamiento.
·
13-04-1791. Talleyrand dimite efectivamente como
obispo de Autun.
·
13-04-1791. Breve “Caritas” de Pío VI contra la
CCC, que contiene sanciones canónicas graves.
·
2-05-1791. Se acuerda un plebiscito en Avignon
y en el condado Venaissin, con vistas a su posible incorporación soberana a
Francia. Ruptura de relaciones con la Santa Sede.
·
7-05-1791. Fijación del estatus de los curas no
juramentados, a instancia de Talleyrand y de Sieyès.
·
16-05-1791."Ley de Auto-Exclusión" o
"Decreto de la no reelegibilidad", por el que los diputados de la
Asamblea Nacional no podrán presentarse a las siguientes elecciones generales a
la Asamblea Legislativa. Lo promueve Robespierre.
***
A los pocos días de aparecer publicada la Exposición
de los obispos contraria a la CCC, departíamos Maillane y yo en su
domicilio de la calle Saint-Honoré, donde mi profesor, griposo, me recibió
recostado en un butacón, rebozado con una manta, calzado de pantuflas y -lo que
a ambos nos hizo reír- tocado con una especie de gorro frigio que parecía pedir
a gritos la escarapela tricolor. Respondía mi visita al cumplimiento de la
primera obra de misericordia[52], al haber tenido
conocimiento del motivo por el que mi maestro faltaba ya varios días a la
Asamblea, de lo que yo me había percatado desde mi privilegiado sitio en las
galerías. Aunque tosigoso y afiebrado, aún tenía aliento para bromear acerca de
sus achaques, que debían de inspirar cierto cuidado, ya que un criado me
advirtió al llegar que no alargase mi estancia, por prescripción médica.
-
El
otoño es mala estación para los viejos -aseveró Maillane-. Parece que fue ayer
cuando les explicaba a ustedes las Decretales[53] en la cátedra, pero ya he
cumplido sesenta y un años y un achaque como el que ahora tengo me deja
sumamente maltrecho y, desde luego, imposibilitado para trabajar y acudir a la
Asamblea. Es cosa que siento mucho pues, aunque cada vez se necesita menos de
mí como buen conocedor del Derecho eclesiástico, siempre hay cuestiones en que
me agrada participar o, cuando menos, estar al tanto de ellas.
Inmediatamente capté la oportunidad de
rendir un servicio a mi interlocutor y, de paso, poder tener acceso a algún
lugar más privado de la Asamblea que la tribuna del público. Le sugerí:
-
Como
las clases de este curso no han comenzado efectivamente, dadas las
circunstancias políticas, tengo más tiempo libre y frecuento casi a diario las
Tullerías. Si le parece bien, podría enviarle por escrito informe sobre lo que
allí vea u oiga, hasta que pueda usía volver a hacer vida normal…
-
Me
parece una idea magnífica -aplaudió Maillane-. Por mi parte, voy a facilitarle
el trabajo, entregándole una carta para un diputado muy respetable y que goza
de mi confianza. Seguro que le ayudará a usted a permanecer bien informado y,
en consecuencia, a que también lo esté yo. Le escribiré esta noche y le haré
llegar la misiva mañana a su casa por mi cochero.
Cuando vi el nombre del destinatario, no
pude por menos de felicitarme. Pocos diputados del clero tenían su fama y su
equilibrio, que a veces hacía de él una persona muy compleja y no encuadrable
en ninguna de las facciones rígidas e inamovibles de la Asamblea. Se trataba
del abate Grégoire[54]. La verdad es que los
meses que duró la enfermedad y convalecencia de Maillane no dieron para que
aquel ilustre diputado y yo alcanzásemos familiaridad, pero al menos
enriquecieron los informes a mi profesor con datos y matices que de otro modo
me habrían pasado ignotos o desapercibidos. Espero que aprecien esa generosidad
de Grégoire en mis notas a Maillane, que seguidamente reproduzco.
***
En París, a 20 de noviembre de 1790.
La situación de suspensión práctica en que
se hallan muchos aspectos de la CCC parece que llegará de inmediato a su fin.
Aunque el papa continúa con su compás de espera, la famosa Exposición firmada por la casi
totalidad de los obispos de Francia ha indignado a la mayor parte de los
diputados del tercer estado, que parecen dispuestos a iniciar la aplicación de
la CCC en aquellos puntos que más han de doler a la Iglesia, es decir, el
juramento previo al ejercicio de las dignidades de obispo y párroco y la
elección popular de unos y otros para las plazas que se hallan actualmente
vacantes. Monsieur l’Abbé[55] se muestra dolido de
que la Exposición haya dejado tan poco lugar para un entendimiento
ulterior entre Francia y la Santa Sede, máxime cuando las cifras de sus
firmantes evidencian unanimidad entre los obispos, pero una gran división en el
clero bajo, cuyos diputados -como el propio Señor Abate- solo en parte
minoritaria se han adherido al documento. Habrá que permanecer vigilantes pues
la reacción de los diputados que podríamos calificar de anticlericales promete
ser rápida y sonada.
***
En París, a 27 de noviembre de 1790.
Por fin ha descargado la tormenta que se
anunciaba. Un diputado del departamento del Mosela, para mí desconocido, tomó
ayer la palabra en la Asamblea para reclamar el inmediato cumplimiento de la
CCC, comenzando por el juramento exigible a los clérigos. Monsieur l’Abbé me
informó de que el promotor de la moción se apellida Voidel[56], individuo del club de los
Jacobinos. La propuesta fue apoyada por otros varios diputados, entre ellos, el
voluble Mirabeau. Y, en el día de hoy, sometida a votación, la iniciativa ha
sido fácilmente aceptada por la Asamblea, pese a que yo entiendo, contra la
opinión del Señor Abate, que el nuevo decreto va bastante más allá de lo que
preveía la CCC. Me explicaré.
Conforme a la citada Constitución, el
deber de juramento solo estaba previsto expresamente para obispos y párrocos,
es decir, aquellos clérigos que, conforme al punto de vista revolucionario,
tienen conferidas funciones eclesiásticas que remotamente pueden equipararse a
las de carácter administrativo. Es más, la CCC prevé que el juramento se tomará
antes de que los obispos y párrocos electos tomen solemne posesión de
sus cargos, pero nada se afirma de quienes, estando ya consagrados o nombrados
obispos o párrocos, no precisan ser elegidos como “pastores” de nuevo cuño.
Pues bien, todas esas limitaciones de la CCC son dejadas sin efecto por este
decreto del juramento -en mi opinión, de inferior rango legal que la
Constitución a la que dice desarrollar-, ya que se exige juramento a todos los
eclesiásticos que desarrollen cualesquiera funciones religiosas de alguna
relevancia para los fieles[57], ya sean nombrados antes o después de
esta fecha, o ya se trate de obispos y párrocos o de otros sacerdotes en el
ejercicio sagrado de sus funciones. En resumidas cuentas, señor Maillane, todos
los clérigos de Francia son compelidos a jurar, so pena de entender que
renuncian a su cargo -que quedaría vacante y listo para el reemplazo- y de no
poder prestar atención espiritual a los católicos, aunque la llevaran a cabo
fuera de las catedrales y parroquias.
Por lo demás, el texto del juramento es el
mismo previsto en el artículo 21 del título II de la CCC, lo que quiere decir
que los diputados no han suavizado en estos meses sus exigencias políticas contra
la conciencia del clero. El acto de la jura se irá realizando a la mayor
brevedad, en los domingos que sigan al día en que se publique el decreto en la
Gaceta[58]. Con los precedentes que tenemos,
nadie pone en duda que el rey promulgará este decreto no tardando. De hecho,
van a iniciarse los preparativos para que se desarrollen por todo el país las
ceremonias públicas dominicales en las que el juramento será recibido.
***
En París, a 15 de enero de 1791.
Lamento infinito el agravamiento de la
dolencia de usía, que me ha aconsejado evitar importunarlo con mis visitas y
aplazar mis notas hasta el momento en que mejorase de la complicación pulmonar
que le ha traído la gripe. Al fin, informado ahora por sus servidores de que
está muy mejorado, reanudo la correspondencia, esperando que mis noticias,
lejos de excitar sus ansias de incorporarse al trabajo, le distraigan y
amenicen su convalecencia.
El pasado 26 de diciembre, Su Majestad
firmó el decreto de la Asamblea sobre los juramentos. Su tardanza facilitó el
que se tuviese todo preparado a fin de que, en primer lugar y como ejemplo a
seguir, fuesen los diputados clérigos quienes jurasen los primeros, ante la
representación nacional. Pero bien puede decirse que, si se pretendía dar
ejemplo, este salió al revés; pues, aunque se prolongó durante una semana el
plazo para hacerlo, solo cuatro obispos -entre ellos, ¡cómo no!, monseñor
Talleyrand- y alrededor de un centenar de diputados del bajo clero prestaron el
juramento. Quiere decirse que los obispos han rechazado masivamente el
compromiso y, de los demás eclesiásticos, apenas lo ha suscrito la mitad. No
puedo darle por ahora datos exactos, pero he escuchado cifras entre los noventa
y siete y los ciento cinco diputados no obispos juramentados. Monsieur l’Abbé
fue el primero en dar el paso y lo hizo con una pose de dignidad merecedora de
mejor causa.
He de aclararle que, a poco de jurar y
demostrando una veleidad incomprensible, seis de los diputados se retractaron
de su promesa. Se ha dicho que tal marcha atrás ha sido consecuencia de
constatar a posteriori que sus obispos no habían jurado, cosa que era
absolutamente previsible. En otra nota posterior le expondré la ceremonia de la
confusión en que se están convirtiendo muchos de esos juramentos, demostrando
que los clérigos, además de conciencia y sentido de la supervivencia, poseen un
envidiable instinto para enmarañar y torcer la ley. No le extrañará a usía que
el modelo de este juramento con reservas o reticencias lo haya aportado el
cardenal De Bernis, enviando desde Roma una misiva a la Asamblea en la que
excluye su obediencia a la CCC en todos aquellos casos en que su texto sea
incompatible con la doctrina de la Iglesia y la autoridad del Papa. Ya me dirá,
profesor, qué queda del juramento si se excluye en todos los casos de oposición
entre la Constitución y las normas católicas. Es de esperar que la Asamblea
reaccione severamente en contra de esos compromisos condicionados.
***
En París, a 28 de febrero de
1791.
Le ruego, profesor, que disculpe mi demora
en enviarle esta nota informativa, que ha sido consecuencia de mi deseo de
darle la mayor cantidad de datos acerca del proceso de juramentación de
clérigos en todo el territorio nacional, el cual ha concluido el pasado
domingo, 26 de febrero, después de irse cumpliendo a lo largo de los domingos
de enero y febrero. Simultáneamente, las autoridades de los distritos y
departamentos han ido remitiendo a la Asamblea las actas relativas al resultado
de tales eventos, indicando en cada caso si el obispo, párroco o vicario juró
la Constitución o se abstuvo de hacerlo. Como es lógico, aún no obran en poder
de los diputados los resultados totales, pero con los que han llegado hasta
ahora se puede tener una impresión certera de por dónde han ido las conciencias
y los intereses de nuestros eclesiásticos. Debo en buena parte a Monsieur
l’Abbé el conocer los datos que han ido llegando pues, al no ser
particularmente favorables para el gobierno, supongo que se ocultarán durante
algún tiempo. Hay quien dice que los informes serán inexactos porque las
autoridades locales están procurando hinchar las cifras de juramentados, como
si tuvieran la culpa de que los clérigos de sus demarcaciones fuesen poco patriotas. Pero voy con los
números, por insuficientes o poco fiables que sean.
Aparte de los cuatro obispos diputados que
juraron a finales de diciembre, solo otros tres lo han hecho hasta ahora y
ninguno de ellos regenta efectivamente una diócesis francesa. Quiere decirse,
pues, que, de cumplir lo preceptuado en el decreto de 27 de noviembre, todos
los obispos menos cuatro habrán de ser destituidos y reemplazados por otros,
elegidos por las asambleas de electores. Naturalmente, excluyo las casi
cincuenta diócesis que habrán de desaparecer al no radicar en las capitales de
los departamentos.
En cuanto a los párrocos, se estima que la
mitad han jurado y otros tantos no lo han hecho. Según las actas oficiales, los
juramentados alcanzan un cincuenta y cinco por ciento. Los diputados menos
crédulos opinan que habría que invertir el porcentaje, siendo mayoría los
clérigos que, por no jurar, empiezan a ser llamados refractarios. Pero lo más curioso
es que las oscilaciones entre departamentos son brutales: desde aquellos en que
el juramento apenas alcanza a un párroco de cada cinco, hasta otros en que se
dice que ha jurado casi el noventa y cinco por ciento. ¿De qué puede depender
tal disparidad, suponiendo que sea cierta? Yo no conozco la iglesia de Francia
hasta el punto de aventurar conjeturas. Solo le indicaré algunas de las
regiones en que los resultados implican una mayor diferencia. Así, el rechazo
al juramento se aprecia principalmente en Bretaña, el Norte, Alsacia, Lorena,
Languedoc y Auvernia. La adhesión a la CCC es ampliamente dominante en la
cuenca de París, el Loirato[59], Borgoña, el Var,
Provenza y la costa mediterránea en general. En consecuencia, las autoridades
van a tener una seria dificultad para sustituir a los párrocos de muchas zonas
pues, a diferencia de las diócesis, las parroquias existentes se mantendrán en
su gran mayoría.
Reanudo lo expuesto en mi nota anterior,
acerca del cardenal De Bernis y su magisterio
en la formulación de condiciones o reservas al juramento. Como era de
esperar, la Asamblea acordó el 30 de enero que el juramento tenía que ser
incondicional o, en otro caso, se tendría por no formulado. En vista de ello,
el Señor Abate me confirma que, hace unos días -creo que el pasado 23- el cardenal
ha rehusado prestar juramento. La consecuencia -supongo- será que se le
destituya como embajador de Su Majestad ante la Santa Sede, que es el único
punto en que puede ser alcanzado, hallándose en Roma y sin ejercicio pastoral
en Francia.
Lo que ha afectado a Bernis será aplicable
a los demás eclesiásticos que han jurado a medias, o querían hacerlo así. Ha habido toda clase
de modalidades y subterfugios, además de retractaciones y de juramentos
inicialmente no prestados. Al rechazar el compromiso, numerosos clérigos han
querido explicarse. En general han aducido imposibilidad de conciencia o han
invocado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, por aquello
de la libertad religiosa, o la propia declaración de la Asamblea Nacional, en
el sentido de que no era su intención causar ningún daño a la religión católica[60]. Pero todo eso es ya
agua pasada: Ninguna de esas fórmulas servirá en lo sucesivo para armonizar el
juramento con la libertad.
El
abate Grégoire
***
En París, a 7 de marzo de 1791.
Mucho me alegran las noticias de su
próxima reincorporación a las labores de la Asamblea, una vez recuperado de su
enfermedad, tras pasar unas jornadas de reposo en Vincennes. Imagino por ello
que mi modesta tarea de informador concluirá muy pronto. Hasta entonces,
permita que haga en esta nota una referencia monográfica a la cuestión de los
nombramientos de obispos juramentados para sustituir a todos aquellos que se
han negado a cumplimentar el obligatorio trámite, que ha sido la práctica
totalidad de los existentes. Como es natural, tal designación no ha podido
hacerse de forma simultánea pues, ni era ello compatible con una mínima
selección de los candidatos que habrían de ser elegidos, ni se ha encontrado
suficiente número de obispos constitucionales para investir o consagrar a los
nuevos compañeros en el episcopado. Supongo que también le parecerá esperable
que los elegidos pertenezcan en su inmensa mayoría a los diputados de la
Asamblea Nacional, elegidos por el clero para representarlo en los Estados
Generales.
La mayor parte de las consagraciones han
corrido a cargo de monseñor Talleyrand, como obispo de Autun, y de monseñor
Miraudot, obispo titular de Babilonia, es decir, in partibus infidelium. Los
consagrados, o ya lo han sido el 24 de febrero pasado, o lo serán próximamente,
como se espera acaezca con el metropolitano de París[61]. Supongo que los
nombres de los seleccionados como candidatos le sonarán a usía, por ser colegas
suyos en la Asamblea. Están entre ellos: el abate Grégoire para el departamento
de Loir-et-Cher; el abate Expilly de la Poipe para el de Finisterre; De
Marolles para el de Aisne, Fauchet para el de Calvados. Para la muy relevante
diócesis metropolitana de París, se cuenta con Jean-Baptiste Gobel. Espero que,
para cuando usía se incorpore a la Asamblea tras su enfermedad, se sepan otros
muchos nombres, que ahora yo desconozco.
De los nombres de los muchísimos nuevos
párrocos le haré gracia, pues bien podrían ser unos veinte mil en toda Francia.
Deseo de corazón que cumplan, al menos, con la primera parte del juramento que
han prestado[62].
***
En París, a 20 de marzo de 1791.
Querido maestro: Como he sido informado
por sus criados de que, contra lo que yo había entendido, se encuentra todavía
reponiéndose en Vincennes, me apresuro a enviarle un amplio resumen del breve
pontificio que llegó a esta capital en la tarde de ayer, provocando al día
siguiente una gran conmoción en la Asamblea. Afortunadamente, Monsieur l’Abbé
estaba aún en París, a punto de viajar para tomar posesión de su diócesis, y
tuvo la gentileza de avisarme de la llegada del vitriólico documento, que pude así
ser uno de los primeros en leer, ya que a esa hora vespertina y en domingo,
apenas se veía un alma por el Manège[63]. Me apuré a garabatear
una copia bastante completa del breve, favorecido por mi excelente conocimiento
del latín y con el pretexto de que tenía que hacer llegar la información de
inmediato a los diputados Talleyrand y Treilhard, de los que era amanuense en
ocasiones. La mentira coló pues ya se me conoce por los oficiales de
secretaría. He aquí la versión en limpio de mis notas provisionales.
El Breve Pontificio va encabezado por las
palabras "Quod Aliquantum" y lleva la fecha de 10 de marzo de 1791.
I. Introducción.
Su Santidad explica por qué guardó
silencio inicialmente sobre las reformas revolucionarias (para no incitar la
persecución ni empeorar la situación) y por qué ya no puede callar más ante la
gravedad de los acontecimientos. La emisión del documento es provocada por la
aprobación y aplicación de la Constitución Civil del Clero del pasado año y la
exigencia actual de un juramento cívico a los sacerdotes.
II. Condena de la Constitución Civil
del Clero
El núcleo del Breve es una refutación
punto por punto de la Constitución Civil del Clero, que el Papa califica de
cismática y herética, así como usurpadora de la jurisdicción eclesiástica.
Reducción de diócesis: Condena la
abolición arbitraria de antiguas diócesis y la creación de 83 nuevas, sin
consulta ni sanción por parte de la Sede Apostólica, lo que considera una
violación de la autoridad papal y de la estructura jerárquica de la Iglesia.
Elección de obispos y párrocos: Rechaza la
disposición que permite a las asambleas civiles (incluso a no católicos) elegir
a obispos y párrocos, lo cual usurpa el derecho canónico de la Iglesia.
Violación de la Sucesión Apostólica:
Condena las consagraciones de los nuevos obispos constitucionales por
Talleyrand (aunque sin nombrarlo directamente), declarándolas nulas y
sacrílegas por ser contrarias a los cánones y a la tradición de la Iglesia.
Abolición de Órdenes: Critica la supresión
de las órdenes y congregaciones religiosas y la disolución de los votos
monásticos.
III. Condena de la "Declaración de
los Derechos del Hombre"
El Papa relaciona las reformas
eclesiásticas con los principios filosóficos de la Revolución, especialmente la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Libertad e Igualdad: Pío VI condena la
idea de "libertad" que otorga una licencia ilimitada para pensar,
decir, escribir e imprimir cualquier cosa en materia de religión (libertad de
culto), considerándolo un atentado contra la Fe Católica, la única verdadera.
Ataque a la Autoridad: Rechaza el
principio de "igualdad" que, según él, busca destruir la jerarquía
eclesiástica y la autoridad divinamente establecida del Papa y los obispos.
IV. Disposiciones y Llamamiento Final
Prohibición del juramento: El Papa prohíbe
formalmente a todos los clérigos, bajo pena canónica, prestar el juramento cívico
de fidelidad a la Constitución Civil del Clero.
Llamamiento al clero refractario: Elogia
la valentía y fidelidad de los obispos y sacerdotes que se han negado a jurar.
Exhortación: Hace un llamamiento a la
nación francesa, a los obispos y al clero para que abandonen las ideas
revolucionarias en materia religiosa y vuelvan a la obediencia de la Santa
Sede.
En resumen, profesor Maillane: "Quod
Aliquantum" es a mi parecer una declaración
de guerra del Papado contra la política religiosa de la Asamblea
Nacional, condenando la Constitución Civil del Clero por cismática y los
principios de la Declaración de Derechos por antirreligiosos y filosóficamente
erróneos.
***
El profesor De Maillane se reincorporó por
fin a sus tareas en la Asamblea a finales de marzo de 1791. Su estancia en
Vincennes lo había restablecido casi completamente, pese a que la época del año
no había sido la más favorable para pasear por el bosque. En cambio, otro diputado,
y no menor, pasó en aquellos días a mejor vida. Me refiero, por supuesto, al
conde de Mirabeau, que falleció repentinamente el 2 de abril. Aunque ni su
salud ni su forma de vida lo hacían extraño, el hecho de ser tan brusco el
fallecimiento y tener el finado solo cuarenta y dos años, provocaron la absurda
sospecha de que el gran tribuno hubiese sido envenenado. En consecuencia, se le
practicó autopsia, que vino a descartar la hipótesis de un asesinato y a
confirmar su muerte por causas naturales[64]. Las exequias fueron
solemnísimas y el cadáver fue enterrado en el Panteón[65], que se inauguró como
cementerio de hombres ilustres con su inhumación, a la que pronto seguirían las
de Voltaire y Rousseau. Yo no entendí entonces las elogiosas palabras de
Maillane, que tanto había debatido con Mirabeau en los asuntos eclesiásticos,
cuando me dijo:
-
Mucho
lo está llorando el pueblo, sin saber muy bien por qué. Quien más lo echará de
menos será el rey y, por extensión, quienes queremos una Francia nueva, pero
sin extremismos ni violencias.
Apenas unos días más tarde, Talleyrand,
tras haberse arriesgado a sufrir la excomunión, por haber consagrado a varios
obispos constitucionales contra la prohibición papal, tomó la razonable
decisión de renunciar a su condición de obispo de Autun. No sé hasta qué punto
ello le convertiría, como era su intención, en un ciudadano desligado de la
condición clerical, pero, en cualquier caso, él se comportaría en adelante como
si lo estuviese.
La resolución del ex obispo de Autun
coincidió en el tiempo con la comunicación de otro breve pontificio,
continuación de “Quod aliquantum”. Conocido por su primera palabra, “Caritas”,
llevaba la fecha de 13 de abril de 1791 y suponía la ruptura definitiva entre
la Iglesia Católica y la Revolución. Dejó claro que la Iglesia no aceptaba la
intromisión del Estado en asuntos eclesiásticos, especialmente en el
nombramiento de ministros y la organización diocesana. He aquí un resumen de su
contenido.
1. Condena de la Constitución Civil del
Clero
El punto central del breve era la condena
formal y solemne de la Constitución Civil del Clero. El Papa la declaró "cismática"
y "herética", considerándola un ataque directo a la autoridad y la
estructura divina de la Iglesia. Declaró la CCC nula e inválida y sin valor
todos los actos que se hubieran derivado de ella, como las nuevas
circunscripciones diocesanas y la elección de obispos.
2. Sanción a los Juramentados
El Papa imponía la suspensión canónica a divinis a todos los obispos y
sacerdotes que habían prestado el juramento de fidelidad a la Constitución
Civil del Clero. Les daba un plazo de cuarenta días para retractarse; de lo
contrario, los consideraba cismáticos y apartados de la comunión eclesiástica.
Declaraba que los nuevos obispos
"constitucionales" elegidos bajo el nuevo sistema eran ilegítimos.
3. Exhortación a la Fidelidad
Pío VI dirigía palabras de elogio y apoyo
al clero y a los fieles que se habían mantenido fieles a la Santa Sede (el que
empezaba a ser llamado "clero refractario") y que se negaban a
prestar el juramento civil. Los animaba a perseverar en su resistencia y en la obediencia
a la Iglesia.
Después de la conmoción que había causado
el breve “Quod aliquantum”, esta segunda resolución pontificia fue recibida
casi con indiferencia, cuando menos por los diputados que no eran clérigos. Las
relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede se entendieron rotas y se
ordenó al embajador en Roma, el cardenal De Bernis, que retornara a la patria,
cosa que él rehusó pues debió de entender que no sería muy halagüeño su futuro
como refractario. Además, apartándose de la precedente circunspección, el
2 de mayo la Asamblea acordó apoyar y organizar un plebiscito en los
territorios pontificios de Avignon y el condado Venaissin, a fin de que sus
ciudadanos varones y mayores de veinticinco años votasen por la incorporación a
Francia o la permanencia dentro de los estados pontificios. Las votaciones
fueron haciéndose, municipio por municipio, en el mes de julio siguiente y, al
ser claramente favorables a la unión con Francia[66], la Asamblea Nacional
aprobó esta el 14 de septiembre.
***
Todavía se realizaban algunos intentos por
encontrar, si no puntos de coincidencia con la Santa Sede, sí, al menos, un
tolerable modus vivendi con el gran número de sacerdotes que habían
rechazado el juramento y para los fieles católicos que los consideraban sus
verdaderos pastores, rechazando las ceremonias y sacramentos dispensados por
los clérigos juramentados. Maillane me anticipó el más importante de estos
paliativos:
-
A
las muchas dificultades de subsistencia de los frailes y monjas
obligatoriamente exclaustrados, viene a añadirse ahora el problema de miles de
sacerdotes del clero secular que, expulsados del culto en los templos constitucionales,
no tienen qué hacer ni de qué vivir.
-
¡Menudo
ahorro para el presupuesto del clero!, exclamé con sarcasmo. Al final, la
incautación de los bienes eclesiásticos puede resultar un buen negocio.
-
Algunos
diputados están intentando suavizar el creciente malestar de los católicos
practicantes, que va resultando peligroso en ciertas regiones. Sieyès y
Talleyrand han presentado en el Comité Eclesiástico una moción al respecto.
Así fue. El 7 de mayo fue aprobado por la
Asamblea el primero y más favorable estatuto para los curas no juramentados, al
que en años sucesivos seguirían otros mucho menos tolerantes, y hasta
punitivos. Dichos sacerdotes seguían excluidos de los templos reservados por la
CCC a los obispos y párrocos constitucionales y tampoco recibían
emolumentos a cargo del presupuesto del clero, pero se les autorizaba para
ejercer los actos propios de su sagrado ministerio en aquellos lugares y
edificios que los fieles adquiriesen a alquilasen a sus propias expensas.
Complementariamente, se recordaba que la CCC autorizaba la continuación de las
capellanías privadas, siempre que fuesen sufragadas por sus sostenedores para
su servicio y auxilio espiritual. Como comentó mi profesor, no dejaba de ser
irónico que, en un país que había reconocido la libertad religiosa, hubiera que
andar con componendas y favores para que los católicos tuviesen los mismos
derechos que protestantes, judíos o musulmanes.
Concluiré este capítulo con una alusión a
lo decretado por la Asamblea el 9 de junio, en desarrollo de las malas
relaciones con la Santa Sede y de la indignación que habían causado los breves
pontificios más arriba reseñados. En dicho día, la mayoría de los diputados
acordó prohibir la difusión, publicación o ejecución de cualesquiera documentos
procedentes de la Corte de Roma, si estos documentos no habían sido
previamente examinados y sancionados por el Cuerpo Legislativo. Maillane,
siempre atento a los precedentes canónicos, se encogió de hombros y disculpó
esta nueva fechoría contra la libertad religiosa:
-
No
debemos extrañarnos. Esta medida es un restablecimiento y refuerzo de la
antigua tradición del "Exequátur", por el cual nuestros
monarcas requerían que cualquier documento pontificio recibiera la aprobación
real antes de ser publicado o aplicado en Francia.
-
Bien
que lo sé, profesor, repliqué, pero no deja de ser incoherente y vergonzoso que
los revolucionarios de nuestros días se pongan a remedar a los tiranos de
siglos pasados.
Tirano o no, nuestro rey estaba a punto de
tomar una decisión que, aunque fallida, tendría graves consecuencias en los
hechos históricos que se producirían en lo sucesivo.
Grabado
de época de una sesión de la Asamblea Nacional en las Tullerías
9.
El
compromiso
Línea cronológica de los hechos
recogidos en este capítulo
·
14-06-1791. Aprobación de la ley Le Chapelier,
que también afecta a las cofradías y asociaciones de laicos de contenido
caritativo o religioso.
·
20/21-6-1791. Fallida fuga del rey, que es
detenido en Varennes-en-Argonne.
·
25-06-1791. De regreso a París, Luis XVI es
suspendido provisionalmente en el ejercicio de sus funciones reales.
·
17-07-1791. Graves incidentes populares en el
Campo de Marte de París, que acaban con numerosos muertos causados por disparos
de la Guardia Nacional.
·
7/24-07-1791. Plebiscito favorable a la unión de
Avignon y el condado venesino a Francia.
·
18-08-1791. Se decreta la suspensión de unas
50.000 congregaciones pías y cofradías seculares.
·
27-8-1791. Declaración de Pillnitz, en que
Austria y Prusia formulan amenazadoras advertencias al régimen revolucionario
francés.
·
3-03-1791. La Asamblea Nacional aprueba el Acta
constitucional y la eleva al rey.
·
13-09-1991. Luis XVI jura solemnemente la
Constitución de 1791.
·
14-09-1791. Avignon y el condado venesino se
integran en el reino de Francia.
·
30-09-1791. Cumplido el compromiso de redactar
una Constitución, se autodisuelve la Asamblea Nacional.
***
Aquella primera mañana de verano París
empezó a bullir de rumores, que de inmediato llegaron a la Asamblea. Luis XVI,
nuestro vecino de las Tullerías, había desaparecido y con él, los más
próximos de su familia: la reina, sus dos hijos y su hermana menor. A mediodía,
Maillane me ofreció más detalles:
-
Parece
que han escapado durante la noche pasada, se supone que camino de la frontera
del norte, con vistas a ponerse al frente de las tropas reales y quién sabe si
para pedir ayuda a los austriacos. Todo son rumores, pero se da por hecho que
viajan en carrozas y que contarán con la ayuda de hombres armados que los
protejan, en caso de ser descubiertos por donde pasen.
-
Pues
ya pueden actuar con diligencia los diputados -comenté- porque, si el rey llega
a la frontera, o bien cae la revolución, o bien será la guerra civil.
-
Ya
han salido a galope tendido varios correos con órdenes tajantes de impedir la
fuga y La Fayette ha movilizado la Guardia Nacional, aunque parece que con
medidas tan poco rotundas, que no se sabe si tendrá secretas intenciones… Lo
curioso -prosiguió mi profesor- es que, para rebajar la indignación popular
contra el rey, los diputados están esparciendo la especie de que bien podría
haber sido secuestrado por agentes extranjeros y sacado a la fuerza de París.
-
Veremos
qué resulta de todo este embrollo -concluí-. En todo caso, opino que el feliz
binomio rey-nación ha pasado a mejor vida y, a partir de ahora, tendremos que
irnos familiarizando con el modelo republicano de nuestros amigos americanos,
si es que no nos empeñamos en seguir otro nuevo y peor.
El futuro se encargaría de darme la razón
-cosa que, por otra parte, parecía evidente-, pero, por de pronto, nuestro
amado Luis no consiguió su propósito. Tras ser reconocido, pese a su disfraz,
en la oficina de postas de Sainte-Menehould, el rey y su familia fueron
detenidos por las gentes de Varennes al caer la noche, a unas veinte leguas de
donde el general, marqués De Bouillé, le esperaba con una avanzada de sus
fuerzas[67]. Cuatro días después, el
rey y su familia volvieron conducidos a París, donde la multitud les hizo un
recibimiento silencioso y hostil, no creyendo lógicamente la eufemística
explicación del secuestro por extranjeros o realistas exaltados. Ignoro, de todas
formas, lo que habrá de cierto en la especie que corrió en aquella época,
relativa a que Luis hubiese dejado tras de sí en las Tullerías una proclama
firmada, donde condenaba la revolución y todas las reformas llevadas a cabo por
ella desde 1789. De ser cierto ese rumor, la estupidez del rey corría pareja
con su mala suerte y su ulterior desdicha.
El cualquier caso, mi alusión a la fuga
regia no tiene otra pretensión que la de ponerla en relación con las
incidencias que pudo tener en el día a día de Maillane y en el mío propio, que
cada vez parecían más confundidos. Durante unos días todo pareció posible,
incluso la destitución del rey, frenada sin duda por la edad infantil de su
lógico sucesor[68]
y por la interesada falacia de que no había escapado de París por voluntad
propia. El mismo día 25, en que regresó a la capital, la Asamblea Nacional lo
suspendió en sus funciones provisionalmente, pero se descartó cualquier intento
de proclamar la república. Mi profesor me resumió las consecuencias:
-
Si
hubiera vivido el astuto Mirabeau, habría lamentado más que nadie la estúpida
fuga del rey, que ha destruido de un plumazo sus esfuerzos para que el monarca
no se convirtiera en la futura Constitución en una figura decorativa. Ahora,
todo serán limitaciones a su poder; entre ellas, la de perder la corona, si se
le ocurre volver a hacer algo medianamente parecido a lo que acaba de intentar.
Mi condición de canonista parecía
imponerse a cualquier otra curiosidad por los trabajos de la Asamblea; de modo
que le pregunté:
-
Todo
eso está muy bien y resulta lógico, pero ¿qué me dice del papel de la religión
en esa Constitución que lleva ya dos años cocinándose y que ahora, por fin,
parece que va a navegar a toda vela?
Maillane me salió por la tangente:
-
Desde
que el enigmático Robespierre promovió la aprobación del decreto de no
repetición de los diputados[69], estoy perdiendo mi
interés por la política. Supongo que la Constitución, que tan discontinuamente
se está elaborando, dirá poco de interesante sobre la religión: Para tratar en
profundidad del catolicismo, ya está la CCC, que complementará la Constitución.
La
familia real en Varennes (cuadro de Thomas Falcon Marshall, 1854)
***
El profesor tenía razón. Parecía como si
la fallida fuga del rey hubiera roto la aparente marcha tranquila de los
acontecimientos en los últimos tiempos, precipitando una sensación general de
excitación, movida en unos por la indignación, en otros por el miedo. La
universidad languidecía en su necesario aspecto de orden y de ciencia, camino
de un cierre material, que se haría efectivo dos años más tarde[70], con lo que Maillane y
yo, entre otros muchos, habíamos perdido el interés y la asiduidad por la
cátedra. Mi bufete iba de capa caída, al haber perdido los casos tradicionales
de Derecho eclesiástico y a algunos de mis mejores clientes, emigrados por
miedo o por convicción. Y, en plena reflexión ominosa acerca del futuro, la
masacre del Campo de Marte[71] puso a París en un estado
de revuelta, que asemejaba al de 1789. De inmediato recordé mi casita de
Boulogne y la tranquilidad de las playas y decidí abandonar por una temporada
la capital. Mi criado, Plantin, me felicitó por la resolución ya que, según él,
el aire del Sena se estaba volviendo malsano para las gentes de toga. Seguro
que tenía razón pues, al decir del ama de llaves, frecuentaba el club de los Cordeliers[72], promotores de la gran
manifestación del 17 de julio. De modo que preparé el equipaje y confié a
Plantin el cuidado de la casa en mi ausencia -¿a quién mejor, dadas las
circunstancias?-. Por cortesía, acudí a despedirme de Maillane. Cuando se
enteró de que mi inmediato destino era Boulogne, pareció que veía los cielos
abiertos.
-
¿No
se ha fijado usted en que tengo una criada nueva en casa?, preguntó, para
empezar.
-
Desde
luego que no, repuse. Siempre que le he visitado, me han atendido hombres.
-
¡Claro!,
admitió el profesor. Lleva poco tiempo con nosotros. Ha sido un regalito de
monseñor Boisgelin, agregó inclinándose hacia mí, susurrando.
Me hizo gracia la confidencia y decidí
seguirle la corriente:
-
Me
consta que usía es natural de Saint-Rémy-de-Provence, pero desconocía su
familiaridad con el arzobispo de Aix, quien, por cierto, tiene unas ideas
bastante más próximas a las mías que a las suyas…
-
¿Puedo
rogarle que mantenga un secreto absoluto de lo que voy a decirle?, me urgió.
-
Profesor
-contesté en broma-, ¿no pretenderá usía convertirme en un laico juramentado?
-
No
es necesario llegar a tanto -replicó siguiendo la humorada-, pero cuento con su
absoluta discreción.
Y, de forma escueta, me refirió que la
supuesta criada era en realidad una monja de la Orden de la Visitación[73] del convento de
Aix-en-Provence. Ante los riesgos que podía correr para el caso de ser
exclaustrada forzosamente por cierre del convento -tanto más, cuanto que era de
familia noble-, su padre le ordenó que dejase voluntariamente el claustro e intercedió
ante Boisgelin para que la acogiese en su casa, hasta que pudiese emigrar a
donde él se encontraba, al otro lado del Rin, pasando primero a Inglaterra, por
ser más fácil escapar de Francia por el Canal.
-
Ya
voy comprendiendo lo del regalo -afirmé-. Boisgelin ha desaparecido de París
hace un tiempo y no puede ya cuidar de la monja.
-
En
efecto -reconoció Maillane-. El arzobispo está en Inglaterra desde hace meses, desde
que no quiso jurar la CCC. Aunque era de los diputados del clero más moderados,
el hecho de que figurase como promotor de la Exposición le colocaba en
un lugar demasiado ostensible.
-
Es
natural que pusiera pies en polvorosa..., o en agua salada -bromeé-. Pero, ¿por
qué me cuenta usía todo esto?
Sin responderme todavía, Maillane concluyó
su relato sobre la monja regalada:
-
El
caso es que, no pudiendo llevársela consigo, Boisgelin me la confió
temporalmente. Claro está que yo no habría aceptado el encargo, de no ser
porque la importante familia de la monja -que omitiré nombrar, por el momento-
tiene antiguos vínculos con la mía, hasta el punto de estarles yo obligado por
varios motivos. Así pues, no tuve más remedio que acogerla hasta que sus padres
le preparasen la fuga al extranjero, que me aseguraron gestionarían enseguida.
Pero la ocasión, no solo se dilata, sino que cada vez está más difícil, con los
vientos que soplan y el mal ejemplo que ha dado el rey. El tiempo corre en
contra de la huida y yo pronto me veré despojado de la condición de diputado,
que hasta ahora ha representado, junto con mi prudencia, un buen amparo frente
a las intrusiones en mi casa de la policía o del populacho.
Empezaba a sentir recelo de tanto
circunloquio, que me resultaba incomprensible. Con algo de enojo, dejé caer mi
creciente sospecha:
-
Pues,
si usía se siente preocupado, fíjese yo, que no tengo el paraguas de la
condición de diputado.
-
Lo
sé, pero sí tiene algo mucho más importante y expeditivo para ayudarme en esta
coyuntura: Conoce bien Boulogne, desde donde hasta ahora cruzan a Inglaterra
muchos prófugos y, a lo que me dice, piensa partir de inmediato para la costa a
pasar allí el verano.
¡Acabáramos! Se trataba de que el regalito
pasara a mis manos, siquiera fuese con un buen pretexto. Naturalmente
rechacé la sugerencia, indicando, entre otras cosas, que yo era un simple
visitante en Boulogne y, como tal, no tenía relación con el mundo de
contrabandistas o de pescadores que se dedicaban a una actividad tan peligrosa
para mí, como remuneradora para ellos. Maillane resolvió entonces entrar en
detalles, pero antes -con un rasgo de psicología verdaderamente diabólico-,
declaró:
-
Voy
a explicarle las razones por las que sus justas objeciones quedarán muy
aminoradas en este caso. Por cierto, voy a llamar a sor Madeleine para que
pueda usted conocerla.
No había abierto yo aún la boca para
rehusar tal presentación por motivos de prisa en despedirme, cuando Maillane
iba ya, pasillo adelante, dispuesto a regresar con la monja. Tengo por cierto
que, de no haberle tenido tanta consideración, me habría ido en ese momento de
su casa, dejándolo con un palmo de narices.
***
Sor Madeleine resultó ser una mujer menuda,
rubia, todavía joven, que, pese al azoramiento de toparse con un desconocido y
a la humildad de sus ropas de sirvienta, tenía el porte y la dignidad de una
persona de buena cuna y cuidada urbanidad. Por lo pronto, lo que más me llamó
la atención en ella era la inmaculada blancura de su rostro, que dicen ser
frecuente entre las monjas de clausura por la falta de exposición al sol.
Maillane me presentó como a un buen amigo,
culto y de toda confianza, que sigue llamándome profesor -agregó-
cuando es él quien podría enseñarme ahora. De la hermana Madeleine, me
aclaró por fin que se apellidaba De Forbin, lo que a mí nada me dijo por el
momento, aunque luego supe que tenía una parentela con toda clase de títulos,
de marqués y conde a barón o señor[74], en la que además de los
nobles haraganes, figuraban otros con activa vida política o judicial.
Concluidas las presentaciones, la monja se sentó en un ángulo de la habitación
y no volvió a abrir la boca, salvo para responder a lo que se le preguntaba.
Lo primero que quiso aclarar el profesor
-quizá por mi alusión precedente a lo caro que podía resultar el servicio de
los hombres de mar de Boulogne- fue que disponía de una cantidad más que
suficiente para hacer frente a ese dispendio y a cualesquiera otros que
generase Madeleine durante la espera. Para suavizar mi gesto contrariado,
Maillane hizo una gracia, lo que en él era muy poco corriente, a diferencia de
mi costumbre:
-
No
solo su familia ha aportado cinco mil libras tornesas para el caso, sino que
sor Madeleine, con la ayuda del arzobispo Boisgelin, ha conseguido -cosa muy
difícil- que el gobierno le haya pagado la cantidad por manutención, prometida
a los frailes y monjas que abandonan sus conventos[75], lo que ha sido bastante
para vivir sin tocar la bolsa de su padre… Además, sor Madeleine es muy
trabajadora y tiene unas manos angelicales para la cocina. ¿No es así, hermana?
-
Monsieur me pondera
en exceso -contestó la interpelada-. En todo caso, estoy dispuesta a servir en
lo que se me encargue.
-
¿Lo ve, Fayard?, dijo Maillane dirigiéndose a mí.
Sor Madeleine no le será ninguna molestia… Sí -agregó leyéndome el
pensamiento-, comprendo que podría resultar peligroso el tratar de contratar su
paso a Inglaterra, pues cada vez están más vigilantes los guardias de los
puertos; pero no será este el caso porque ya está todo preparado. Tan solo
falta que ella se traslade hasta Boulogne y localice al patrón del barco de
pesca comprometido… Bueno, y esperar unos días, hasta que las condiciones sean
propicias.
Maillane lo veía todo tan fácil, que
estaba a punto de convencerme. Debí de reflejar en el rostro la vacilación,
porque todavía volvió con algunas precisiones, que llegaron a incomodarme:
-
El
barco se llama La Bonace y su patrón es… Ahora no caigo, pero Madeleine
tiene todos los datos.
-
Se
llama Gastón Dubois -precisó la monja- y, para encontrarse con él, ha indicado
una taberna en el puerto pesquero, llamada Au bon coup. Para que se
confíe, hay que pronunciar la palabra sacristie.
-
Como
ve -retomó la palabra Maillane-, está todo listo, hasta lo más importante, que
para el tal Dubois será la retribución. Lo han apalabrado en dos mil libras,
que no solo es más de lo que podría ganar pescando en varios años, sino que
evitará que sienta la tentación de denunciar a Madeleine y cobrar la recompensa
que le dé el gobierno. Con las tres mil libras sobrantes, puede hacer usted lo
que considere justo.
-
¡¿Lo
justo?!, exclamé. Salvo que tenga que tapar la boca a algún delator, la hermana
podrá disfrutar de ellas en libertad. Tengo honor y posibles suficientes, como
para no cobrar esta… este…
No sabía que exabrupto utilizar en
presencia de la hermana. Maillane salió al quite, empleando una palabra
eufónica que yo ni había imaginado. Sugirió con tono melifluo:
-
¿Compromiso?
Una
salesa o visitandine de finales del siglo XVIII
***
Todo salió a pedir de boca, por lo que
ningún sentido tiene que entre en más detalles, no siendo tampoco los avatares
de la hermana Madeleine el objeto de esta narración. Todo lo más, indicaré que,
en pro de la seguridad de la monja, me ofrecí a acompañarla en el viaje hasta
Dover, pero, además de los gruñidos del patrón Dubois, me disuadió el que
Madeleine viajaría en unión de una familia respetable de Arras, de apellido
Proyart, así como que el obispo Asseline estaba presto para acoger a la visitandina
tan pronto llegase a Londres. En consecuencia, di por terminado mi compromiso
en el puerto de Boulogne, con gran satisfacción de mi ama de llaves quien,
habiendo creído que sor Madeleine pudiera ser una posible competidora en mi
servicio, la había recibido de uñas, como suele decirse.
Por las noticias que se recibían de París,
parecía que los trastornos y disturbios de principios de verano iban
apaciguándose. Escribí a Maillane, poco menos que en clave, para informarle de
la feliz conclusión del asunto de la monja y él me contestó con una carta, en
la que me urgía a volver a la capital, si no quería perderme los interesantes
momentos en que la Constitución fuese aprobada y, seguidamente, se disolviese
la Asamblea. En resumen, me decía:
… No recuerdo si, antes de marchar
usted para Boulogne, hablamos de la abusiva extensión que se ha hecho del
proyecto de Le Chapelier de suprimir los gremios y agrupaciones, tanto de
patronos, como de obreros. Ciertamente, se temía con fundamento que esas
uniones cuasi feudales de trabajadores permaneciesen activas con la apariencia
de cofradías de laicos de presunta finalidad caritativa y religiosa; pero, en
el fondo, se ha dado el golpe de gracia a unas cincuenta mil asociaciones que
aglutinaban la ayuda mutua, la caridad y el culto a sus santos patronos, con
buenas iglesias, ricos patrimonios y numerosos capellanes. Una vez suprimidas el
año pasado las órdenes religiosas, los católicos quedarán reducidos a la
condición de ciudadanos aislados, cuya fidelidad y asistencia a la iglesia
habrán de ejercerse de manera exclusivamente individual. La vigente excepción
para las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, la atención hospitalaria
y la caridad no creo que tenga ya una vigencia prolongada[76].
… Continúa a buen ritmo el referéndum de
Avignon y en condado venesino, así como el escrutinio de los votos. Se dice que
el apoyo al papa está resultando mayor de lo esperado, pero aun así nadie duda
de que pronto se contará con unos cientos de miles de franceses más.
… Diversos diputados clérigos están
haciendo un último y desesperado esfuerzo para que la futura Constitución
declare el catolicismo como religión oficial del Estado, pero su propósito está
condenado al fracaso de antemano. Creo que lo más que la Iglesia puede obtener
del gobierno actual es lo que ya tiene reconocido por la CCC que, quiérase o
no, implica un cierto privilegio institucional, aunque con tales intromisiones
y condicionamientos, que dicha norma es abominada de la mayoría de los clérigos
y por muchos seglares.
Por fin, el 25 de agosto di por terminada
mi estancia en Boulogne y, en unión de mi ama de llaves, tomé la diligencia
hacia París. Al llegar, acudí en seguida a las Tullerías, donde tuve la suerte
de encontrar a Maillane, que me abrazó como camarada de compromiso,
asegurándome que sor Madeleine había llegado felizmente a Londres. Al
día siguiente, me facilitó la muy pequeña parte en que la Constitución a punto
de aprobarse trataba de temas de religión o directamente relacionados con ella.
Dígame qué le parece -me encargó-. No le costará mucho trabajo pues
es muy poco lo que trata sobre el tema.
La lectura me resultó decepcionante. Para
cualquier ciudadano, en particular, extranjero, que no estuviese al tanto de lo
preceptuado en la CCC, la legislación expropiadora de los bienes de la Iglesia,
la llamada ley Chapelier y tantas otras normas, la Constitución le decía
bien poca cosa. Sólo en tres o cuatro lugares reflejaba las tensiones y los
choques de años anteriores. Así se lo exponía a Maillane, casi en vísperas de
que la Asamblea aprobase el Acta constitucional:
Verdad decía, profesor, cuando me
anticipaba que poco contiene la Constitución en sí misma sobre el que no dudo
en calificar de problema religioso, habida cuenta de lo que la historia de los
dos últimos años nos enseña, y que seguramente se enconará en el futuro.
Dejando de lado el insistir en el
comentario de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano -que
forma parte del Acta constitucional, encabezándola-, las alusiones del texto a
la religión son cuatro, salvo error u omisión, bastante maliciosas y de dudosa elección
para que figuren explícitamente en la Constitución, en lugar de otras tantas,
que habrían sido más relevantes y significativas. Paso a citarlas.
1º. En el preámbulo constitucional se
señala que “la ley no reconoce ni los votos religiosos, ni cualquier otro
compromiso que sea contrario a los derechos naturales o a la Constitución”.
Está claro que, de no haber aludido expresamente a los votos religiosos, el
texto tendría que haberse enlazado con el derecho fundamental a la libertad,
dejando a los magistrados la tarea de analizar la compatibilidad entre una y
otros. El texto legal que va a ser aprobado no pretende otra cosa que dar
marchamo constitucional a la supresión de las Órdenes religiosas, sin excluir
siquiera los votos temporales, que no se me alcanza qué diferencia tienen con
tantos otros compromisos contractuales, como no sea la animadversión de la
Asamblea por las promesas religiosas.
2º. En el título primero, dentro de las
garantías ofrecidas por la Constitución, se recoge la inviolabilidad de las
propiedades y la previa indemnización en caso de que la necesidad pública exija
su sacrificio; pero, acto seguido, se señala que “los bienes destinados a los
gastos del culto y a todos los servicios de utilidad pública pertenecen a la
Nación y están en todo momento a su disposición”. He ahí el subterfugio para
incautarse de los bienes de la Iglesia sin ni siquiera indemnización. ¿De cuándo
acá el culto es un servicio público, o quién ha atribuido al Estado el deber de
atender a los gastos del culto, en lugar de hacerlo la Iglesia? La falacia y el
cinismo de esta excepción a la garantía de la propiedad es perfectamente
detectable en los discursos de los diputados en 1789, cuando insistían en la
urgente necesidad de evitar la bancarrota de la Hacienda mediante la
incautación de los bienes eclesiásticos. ¡Qué desfachatez!: Ahora, que Francia
no se declara católica y decreta la libertad religiosa y de cultos, sus
gobernantes entienden tan necesaria la religión -católica, precisamente-, que
decretan que su mantenimiento es deber del Estado por utilidad pública y que
los sacerdotes deben ser pagados, y tratados, como funcionarios.
3º.
En el mismo título primero se recoge que “los ciudadanos tienen el
derecho de elegir o escoger a los ministros de sus cultos”. Veamos, ¿existe
libertad religiosa o es el Estado quien ha de decidir algo tan esencial como la
forma de nombrar a los ministros de cada religión? “Elegir o escoger”: ¿Es que
se admiten formas de escoger que no sean mediante elección? Si es así, se hace
de menos a la Iglesia católica, que solo puede escoger por elección popular, del
modo fijado por la CCC. Y, si los ciudadanos eligen o escogen a los ministros
de SUS cultos,
¿por qué los ministros del culto católico son elegidos por ciudadanos no
católicos? Y, finalmente, si se apela a la elección, se hace de peor condición
a los católicos -cuyo procedimiento electoral es fijado por el Estado- que a
los fieles de otras confesiones, cuya forma electoral no está prevista en las
leyes civiles.
4º. El artículo 2 del título segundo
otorga la ciudadanía francesa a los descendientes de franceses expatriados por
causa de religión, siempre que vengan a residir en Francia y presten el
juramento cívico. Nada tengo que oponer a esta concesión, entre otras cosas,
porque tal vez no tardando haya muchos eclesiásticos y no pocos laicos que puedan
hacer uso de ella.
Este comentario, tan crítico, fue el
último que envié a Maillane antes de que se aprobara la Constitución por la
Asamblea, el 3 de septiembre de 1791. Diez días después, Luis XVI la juraba,
recobrando en ese mismo momento la plenitud de sus derechos regios, suspendidos
provisionalmente tras la aventura de Varennes. Yo no quise acudir a
aquellos grandes acontecimientos, aunque ignoro si, caso de intentarlo, podría
haber tenido espacio en las tribunas.
En fin, el 30 de septiembre de 1791, se
disolvió la Asamblea Nacional Constituyente, tras haber cumplido con creces los
diputados su juramento en el Jeu de Paume, de dar a Francia una
Constitución. De la segunda parte del compromiso, haber consolidado los
verdaderos principios de la monarquía, habría mucho que decir, pero no seré
yo quien lo haga pues he decidido hacer mutis por el foro al mismo tiempo que
aquella vibrante y -según algunos- gloriosa Asamblea Nacional.
Vista
del puerto de Boulogne-sur-Mer hacia 1790
[1] Hacia 1790, la villa de
Boulogne-sur-Mer tenía una población cercana a los diez mil habitantes.
[2] La
toesa de París equivalía a unos 2 km. Diez toesas era aproximadamente la
distancia de Versalles a París.
[3]
Órgano político y judicial
existente en París y otras regiones de Francia. Es de suponer que Fayard lo
frecuentase en su condición de abogado litigante.
[4]
Los guardias franceses eran una
tropa de élite de la casa militar del rey, encargada de protegerlo y de
mantener el orden en París. Probablemente, su nombre hiciera alusión a que lo
formaban franceses, no mercenarios extranjeros.
[5]
He manejado como fuente esencial
el siguiente libro, ya histórico: Pierre Baudin & Raoul Cadières, Les
grandes journées populaires, Ancienne Librairie Furne, Paris, 1899, pp.
319-461.
[6]
Inicialmente era bicolor (azul y
roja), por los colores del blasón de París, pero La Fayette le añadió de
inmediato el blanco de los Borbones, para simbolizar el acuerdo del pueblo y el
rey. De esa escarapela surgió en 1794-95 la bandera de Francia, vigente desde
entonces.
[7]
Nombre que recibía en la época la plaza del
ayuntamiento parisino.
[8]
Actualmente, se aminora el papel
protagonista de La Fayette, destacando el de otros, como Mirabeau, Condorcet,
Sieyès, Volney y Brissot.
[9]
El Comité Eclesiástico de la
Asamblea Nacional francesa fue creado el 12 de agosto de 1789 y sus quince
primeros miembros fueron nombrados el 20 de agosto del mismo año. Estos
primeros integrantes fueron seleccionados para ocuparse de la reorganización de
los bienes y funciones del clero tras la abolición de los derechos feudales. Los
quince primeros miembros del comité fueron: François de Bonal, obispo de
Clermont (presidente del comité); Charles-Léon, marqués de Bouthillier-Chavigny;
Pierre Étienne Despatys de Courteilles; Abate François-Henri-Christophe
Grandin, párroco de Ernée; Abate Luc-François de Lalande; Jean-Denis Lanjuinais;
Anne-Louis-François de Paule Lefèvre d’Ormesson de Noyseau; Pierre-Toussaint Durand de Maillane; Jérôme
Legrand; Louis-Simon Martineau; Marie-Charles-Isidore de Mercy, obispo de
Luçon; Anne-Louis-Christian de Montmorency, príncipe de Robecq; Étienne-François
Sallé de Choux; Jean-Baptiste Treilhard; Abate Suzain-Gilles Vaneau, rector de
Orgères.
Este comité
trabajó bajo la presidencia del obispo de Clermont y se organizó en tres
secciones dedicadas a la administración de los bienes eclesiásticos, la
liquidación de las deudas del clero y el examen de asuntos particulares. Su
labor fue decisiva en la nacionalización de los bienes del clero y en la
preparación de la Constitución Civil del Clero de 1790.
[10]
Tales títulos, en complicada
circulación hasta 1796, devengaban un interés anual del 5% -luego rebajado al
3%- y eran válidos para pagar a las administraciones bienes, servicios e
impuestos, por su valor nominal. Más adelante, al decretarse que tuvieran que
ser admitidos en pago por los particulares, se convertirían en auténtico papel
moneda y se devaluarían en la práctica de manera gigantesca.
[11]
Conforme a la acepción 6 del
diccionario de la Real Academia española (23ª edición), un beneficio es el
conjunto de derechos y emolumentos que obtiene un eclesiástico de un oficio o
de una fundación o capellanía.
[12]
Se cree que fue el duque de La
Rochefoucault-Liancourt quien primero se lo advirtió así al rey, Luis XVI,
cuando este, al ser informado de los sucesos de julio de 1789 en París, dedujo
que se estaba produciendo una gran revuelta, a lo que el duque replicó:
No, Sire, es una revolución.
[13]
La parte congrua percibida
por los párrocos franceses más modestos ascendía a 750 libras anuales en
vísperas de la Revolución.
[14]
Es decir, que los diputados
pudiesen votar en conciencia, no con arreglo a mandatos recibidos de sus
electores antes de resultar elegidos. La propuesta de Talleyrand fue aceptada
por la Asamblea Nacional el 7 de julio de 1789 y facilitó el que personas como
él -representante del clero y obispo- pudiesen tener legalmente las manos
libres para actuar políticamente como les viniese en gana.
[15]
Inicialmente formaron parte de
los Estados Generales de 1789 un total de 1.139 diputados, de los que 291
representaban al clero, 270 a la nobleza y 578 al estado llano.
[16]
Esta es la traducción literal
del eufemismo empleado para no referirse de manera cruda a la propiedad.
[17]
Título honorífico asignado a
Francia por la temprana conversión del rey de los francos, Clodoveo, al
cristianismo en el año 496. Algunos lo modifican y enaltecen, sustituyendo primogénita
por predilecta.
[18]
Para abreviar, en lo sucesivo
se empleará en este relato el acróstico, CCC.
[19]
O de Marignano que, al ser
ganada por el rey francés, Francisco I, convirtió a Francia en la potencia
dominante en norte y centro de Italia, forzando al papa, León X, a aceptar un
Concordato muy favorable a la intervención del poder real en la iglesia de
Francia.
[20]
Para ponerlas en contexto, puede
ser interesante indicar que la población de Francia en 1789 era de entre 27,5 y
28 millones de habitantes.
[21]
Se trataba de Jean de
Dieu-Raymond de Boisgelin de Cucé (1732-1804), conocido por Boisgelin, de quien
se volverá a tratar más adelante.
[22]
Como consecuencia de la estancia
de los papas en Aviñón en el siglo XIV, la ciudad y su territorio, así como en
Condado venesino (Conté Venaissin, cuya principal población es
Carpentras), fueron posesiones papales, hasta reincorporarse a Francia en 1791,
tras un plebiscito.
[23]
Boisgelin ya ha sido citado en
la nota 14. François de Bonal (1734-1800) era a la sazón obispo de Clermont.
[24]
Precisamente, aconsejando a su
íntimo, el conde sueco Axel von Fersen. Véase, Norman Hampson, Historia
social de la Revolución Francesa, traducción española en Alianza Editorial,
Madrid, 1970, p. 325.
[25]
Gabriel-Nicolas Maultrot
(1714-1803), quien más adelante añadiría a su copiosísima obra escrita, unas Mémoires
pour servir à l'Histoire de la constitution civile du clergé (1791-1792),
en forma de periódico, en colaboración con Henri Jabineau y André Blonde.
[26]
A los efectos de comprender el
relato, basta con recoger las definiciones del jansenismo del
diccionario de la Real Academia: 1. Doctrina que exageraba las ideas de san
Agustín acerca de la influencia de la gracia divina para obrar el bien, con
mengua de la libertad humana. 2. En el siglo XVIII, tendencia que propugnaba la
autoridad de los obispos, las regalías de la Corona y la limitación del poder
papal.
[27]
Es decir, Felipe IV de Francia,
rey del país entre 1285 y 1314.
[28]
Simplificando mucho, podemos
definir el galicanismo, conforme al diccionario de la Real Academia,
como un sistema doctrinal iniciado en Francia, que postula la disminución del
poder del papa en favor del episcopado y de los grados inferiores de la
jerarquía eclesiástica y la subordinación de la Iglesia al Estado.
[29]
En Internet, con o sin ayuda de
la inteligencia artificial, es factible hallar el texto íntegro de la
CCC en francés, pero -que yo sepa- no en español. Por eso me ha parecido útil,
no solo para la comprensión del relato, sino también para conocimiento general,
recoger una amplia referencia de dicha Constitución, a modo de interpolación en
este relato.
[30]
Esta Convención es
generalmente conocida como el Concordato de Napoleón, que en aquellos momentos
era Primer Cónsul de la República francesa. La fecha se ha traducido al
calendario juliano, pero la original, en el calendario de la República
francesa, era el 26 de Messidor del año IX.
[31]
Sus sedes eran las ciudades de Rouen,
Reims, Besançon, Rennes, Paris, Bourges, Bordeaux, Toulouse, Aix y Lyon.
[32]
Como comparación orientativa,
puede sostenerse que el salario medio de un menestral francés de la época era
de una libra diaria.
[33]
Parece obvio que se está
aludiendo implícitamente a cargos o comisiones deferidos por el Romano
Pontífice. El óbice entra dentro del criterio revolucionario de alejar a los
clérigos franceses del servicio o gobierno en Roma o en otros lugares no
franceses de la catolicidad.
[34]
Fue, en efecto, Talleyrand quien
presentó la idea el 7 de junio de 1790 a la Asamblea, que la votó con
entusiasmo.
[35] Es la cifra de asistentes que usualmente
se maneja. París tenía a la sazón unos 600.000 habitantes.
[36]
Hay fuentes que elevan el número
hasta cien mil.
[37]
Las fuentes señalan que
Talleyrand defendió la necesidad de la unión del pueblo francés bajo los
ideales revolucionarios y la Constitución, declarando la tolerancia y la
reconciliación entre las distintas clases sociales y religiosas. Realmente, hay
que fiarse de la memoria, pues no existe versión escrita de la homilía.
[38]
Literalmente, locura. Era
una forma muy habitual en el París histórico para referirse a aquellas
mansiones tan afectadamente elegantes y costosas, que el dispendio de su
promotor podía calificarse de disparatado.
[39]
La estancia de siete papas legítimos en Avignon se mantuvo entre 1309 y
1377. Otros dos antipapas se mantuvieron en la sede aviñonesa hasta
1417.
[40]
Juana de Anjou (1326-1382),
condesa de Provenza y reina de Nápoles y Sicilia, casó en primeras nupcias con
Andrés de Hungría -también de la casa de Anjou-, quien fue asesinado en Aversa
en 1345, en circunstancias que hacían a su esposa sospechosa de haber provocado
o conocido previamente el crimen. El papa Clemente VI, juzgándola inocente, la
exoneró de toda responsabilidad, al tiempo que le compraba Avignon -una coincidencia
tan sospechosa, al menos, como la conducta de Juana de Anjou-.
[41]
Evangelio según San Mateo,
capítulo 6, versículo 34.
[42]Tras el estallido de la Revolución
Francesa en 1789, las ideas de supresión de residuos feudales y de soberanía
nacional llegaron a Aviñón. La mayoría de la población local, influenciada por
los revolucionarios franceses y opuesta al gobierno papal, comenzó a exigir la
unión con Francia. Veamos una secuencia cronológica:
-
Junio
de 1790. Los revolucionarios de Aviñón toman el control del Palacio Papal e
instalan un gobierno revolucionario.
-
12
de junio de 1790. La Asamblea de Aviñón vota a favor de la reunión con Francia.
El Papa Pío VI se opone firmemente a esta toma de poder y a la posible anexión.
-
24
de agosto de 1790. Decisión de la Asamblea Nacional: La Asamblea Nacional
francesa se mostró inicialmente reacia a anexionar los territorios papales por
temor a un conflicto diplomático.
[43]
Tenía entonces 72 años de edad y
padecía una dolencia articular que pocos años después le paralizó casi
completamente.
[44]
Es decir, su voluntad de no
vetar la norma, aunque todavía tardaría más de un mes en promulgarla para que
entrase en vigor.
[45]
Reiterando ideas ya expresadas
el 10 de julio anterior, Pío Vi escribía al rey: “Debemos decirte con firmeza y
amor paternal que, si apruebas los decretos sobre el Clero, engañarás a toda tu
nación, precipitarás tu reino en un cisma y quizás en una guerra civil de
religión”. No es pequeño aviso para provenir de un hombre viejo y gastado.
[46]
Jean-Georges Lefranc de Pompignan (1715–1790), arzobispo de Vienne y ministro
de la Hoja de los Beneficios. Jean-Baptiste-Marie Champion de Cicé (1725-1806),
arzobispo de Burdeos y ministro de Justicia.
[47]
La resolución se adoptó el 1 de
agosto de 1790 en términos concluyentes, pero parece que Bernis incumplió la
orden de manera inequívoca.
[48]
En 1791, el Estado suprimió la
diócesis de Boulogne y eso, unido a la hostilidad del régimen, impulsó al
obispo a exiliarse, no regresando ya a Francia, muriendo en Inglaterra en 1813.
[49] Armand-Gaston Camus (1740-1804),
diputado y archivero de la Asamblea Nacional, fue además abogado y canonista de
prestigio.
[50]
El
presagio se cumplió en parte pues, a partir de abril de 1791, Talleyrand
renunció a su obispado y pasó a vivir enteramente como un laico, si bien la
dispensa papal para ello no se concedió hasta 1802, lo que aprovechó
Talleyrand, por imposición de Napoleón, para contraer matrimonio.
[51]
No
es fácil saber el número total de arzobispos y obispos representados en la
Asamblea Nacional, pero puede darse un número aproximado de cuarenta,
considerando que, junto con otros miembros del alto clero (abades, vicarios
generales, etc.), el total se aproximaba a cincuenta.
[52]
La primera obra de misericordia
de las llamadas materiales o corporales es visitar y cuidar a los enfermos.
[53] Gran compendio de Derecho canónico,
encargado por el papa Gregorio IX a un equipo dirigido por el fraile dominico
catalán, Raimundo de Peñafort, que fue promulgado en 1234.
[54]
Henri-Jean Baptiste Grégoire
(1750-1831), diputado a la Asamblea Nacional en representación del clero y
obispo constitucional de Blois, famoso por sus aportaciones a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, a la Constitución Civil
del Clero, a la igualdad de los judíos y de los negros en Francia y sus
colonias y a la defensa del patrimonio artístico eclesiástico contra el vandalismo
(palabra que, al parecer, Grégoire fue el primero en utilizar en su moderno
sentido).
[55]
En todas estas notas, su autor,
Henri Fayard, evitó citar por su nombre a Grégoire y, por discreción, se
refirió a él como Monsieur l’Abbé, es decir, “el Señor Abate”.
[56] Jean-Georges-Charles Voidel
(1758-1812), diputado, miembro del club de los Jacobinos y del Comité des
Recherches de la Asamblea Nacional, especie de policía política, encargada
de la seguridad y de investigar a los sospechosos de actividades
contrarrevolucionarias
[57]
El artículo 2 del Decreto de 27
de noviembre de 1790 extendía el deber de juramento aplicable a obispos y
párrocos (artículo 1 del mismo) a los vicarios de los obispos, los
superiores y directores de los seminarios, los vicarios de los párrocos, los
profesores de los seminarios y de los colegios y todos los demás
eclesiásticos funcionarios públicos. Esta expresión, tan confusa como
descarada, acabó por ser entendida en la forma general y absoluta en que la
interpreta Henri Fayard en su relato.
[58]
Las leyes y decretos de la
Asamblea Nacional Constituyente de Francia entre 1789 y 1791 se publicaban en
el "Moniteur Universel" o Gazette Nationale. Este periódico, fundado
por Charles-Joseph Panckoucke en 1789, se convirtió de facto en el periódico
oficial de la Revolución Francesa. No solo se dedicaba a la difusión de
noticias generales, sino que también era el medio utilizado para publicar de
forma oficial los debates, leyes y decretos de la Asamblea Nacional (y
posteriormente de los cuerpos legislativos sucesivos). En 1800, durante el
Consulado, fue reconocido formalmente como el periódico oficial del gobierno
francés.
[59]
Denominación histórica de las
comarcas del curso medio y bajo del río Loira.
[60] Así, la declaración del párroco de
Born (Alto Garona), Bernard Bellegarrigue, en fecha 13 de marzo de 1791.
[61]
Se produjo el 27 de marzo de
1791, recayendo el cargo en el clérigo jesuita, Jean-Baptiste Gobel
(1727-1794), cuyo radicalismo ulterior acabó por llevarlo a la guillotina.
[62]
“Je jure de veiller avec soin
sur les fidèles de la paroisse -ou du diocèse- qui m'est confié” (juro velar
con cuidado por los fieles de la parroquia -o de la diócesis- que se me
confía).
[63] Zona del palacio de las Tullerías
donde tenía su sede la Asamblea Nacional. El nombre procede de que su destino
inicial fue el de picadero y escuela de equitación.
[64]
Se recogieron evidencias de que
la causa de su muerte fue una pericarditis linfática o una inflamación
generalizada. Algunas fuentes también mencionan una obstrucción del intestino
por una necrosis y cólicos nefríticos.
[65] Dos años después, los restos de
Mirabeau fueron exhumados con deshonra, al descubrirse que había recibido
dinero de rey y aconsejado a este contra los revolucionarios más exaltados.
Hace muchos años que se ha perdido toda referencia del paradero de los restos
del llamado otrora el Orador del Pueblo.
[66]
Los resultados ofrecidos por las
autoridades arrojaron las cifras de 101.046 votos a favor de la unión a Francia
y 51.873 en favor de permanecer bajo la soberanía papal.
[67]
Quizá el mejor libro sobre la
fuga de Varennes siga siendo el de Mona Ozouf, Varennes. La mort de la
royauté (21 juin 1791), edit. Gallimard, París, 2005, obra en la que se da
a ese hecho histórico una relevancia clave para la posterior marcha de la
Revolución.
[68]
Luis Carlos de Francia, que
habría podido ser Luis XVII, tenía a la sazón seis años. Falleció en 1795, a la
edad de diez años, sin llegar a reinar en ningún momento, pese a lo cual se
respetó su posición histórica, de suerte que el siguiente rey de Francia, su
tío, reinó con el ordinal de Luis XVIII.
[69]
Ese decreto se aprobó en 16 de
mayo de 1791 y tuvo resultados prácticos muy negativos para la Asamblea
Legislativa que sucedió a la Asamblea Nacional en octubre de 1791. En
septiembre de 1792, una nueva asamblea, llamada la Convención Nacional, ya pudo
contar con los diputados de 1789, entre ellos, Maillane y Robespierre.
[70]
La Revolución clausuró las
veintidós universidades francesas entonces existentes: El 1 de abril de 1793,
las facultades de Teología, Medicina, Derecho y Artes y 15 de septiembre de
1793, la totalidad de las universidades y collèges. Su sustitución
parcial por las Écoles se inició en 1794 y su reapertura, convertida en Université
Imperiale, se llevó totalmente a cabo en 1808.
[71]
Enfrentamiento entre ciudadanos
violentos que reclamaban el destronamiento de Luis XVI y guardias nacionales,
que reaccionaron disparando a la multitud que los acometía y apedreaba. Los
tumultos más graves tuvieron lugar en el Campo de Marte de París el 17 de julio
de 1791, provocando un número indeterminado de muertos y heridos, no
sobrepasando aquellos, como mucho, la cifra de cincuenta.
[72]
El Club de los Cordeliers
(literalmente, la "Sociedad de los Amigos de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano") fue una de las sociedades políticas más radicales y populares
de la Revolución Francesa, activa principalmente entre 1790 y 1794. Sus
principales figuras fueron Danton, Marat, Desmoulins y Hébert.
[73]
En España sus monjas suelen ser
conocidas por salesas, al haber sido fundadas por San Francisco de Sales
a principios del siglo XVII. En Francia son llamadas visitandines.
[74]
Creo que el padre de sor
Madeleine podría tener el título de barón de Saint-Rémy, por la simple razón de
que Durand de Maillane era natural de dicha ciudad provenzal.
[75]
Como complemento de lo previsto
en la CCC para el clero secular, un decreto de 13 de febrero de 1790 preveía
una pensión para asegurar la supervivencia de los religiosos que decidieran
“recuperar su libertad”. Dicha cantidad, según norma complementaria de abril de
1790, equivalía para las monjas de base a la modesta cantidad de 400 a 500
libras anuales. Pero sucedía que, al contrario que con obispos, párrocos y
vicarios, los frailes y las monjas solían cobrar su pensión de manera irregular
o nula, lo que explica las palabras de Maillane en el relato.
[76]
En efecto, tal excepción fue derogada
por decreto de la Asamblea Legislativa de fecha 6 de abril de 1792. El 18 de
agosto siguiente, un decreto reforzó la medida, suprimiendo todas las
congregaciones seculares y todas las asociaciones eclesiásticas o laicas, lo
que consolidó la eliminación de las instituciones que gestionaban escuelas y
hospitales.

















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