martes, 5 de mayo de 2020

EL ASESINATO DEL GOBERNADOR GENERAL, GUSTAVO DE SOSTOA




El asesinato del Gobernador General, Gustavo de Sostoa


Por Federico Bello Landrove



     Sobre el asesinato del Gobernador General de la Guinea española, don Gustavo de Sostoa, causado en la isla de Annobón en noviembre de 1932, por el sargento de la Guardia Civil, Restituto Castilla, no soy el primero[1], ni creo que seré el último, en recoger los hechos de una manera verídica, aunque con una leve trama novelesca. Espero dar a los lectores cultura y esparcimiento, sobre todo si no dejan de consultar las abundantes notas que hallarán a pie de página (o al final del relato).


Catedral de Santa Isabel, actual Malabo



1.      La víctima




     No olvidaré el lunes, 21 de noviembre de 1932. Según mi costumbre inveterada de solterón, estuve desayunando en Pombo y hojeando la prensa hasta que en el reloj de Gobernación sonaron las nueve. Diez minutos más tarde, me hallaba en mi despacho de la segunda planta, despojándome aún de mi otoñal gabardina y de mi boina de Yustas, cuando apareció en la puerta un ujier cuya perfecta uniformidad me hizo sospechar alguna comisión del Ministro. ¡Vaya! -dije para mí-, alguna melonada de los escoltas.

-          Buenos días, Don Senén, saludó el ordenanza. El Señor Ministro quiere verlo enseguida en su despacho.

-          Pues vamos allá, amigo Bernardo; no le hagamos esperar.

     El Ministro Casares[2] me tenía una consideración especial desde que, cuando la Sanjurjada de tres meses atrás[3], aunque estuviese de vacaciones, me había constituido en su casa de Alfonso XI y, al no encontrar a nadie en ella, me había quedado a la puerta montando guardia, pistola en mano. Yo nada dije, pero se conoce que el portero, o algún vecino, fue con el cuento a don Santiago o a doña Gloria, y aquel supo premiármelo con el ascenso a Comisario y el puesto de Subdirector de los guardias y escoltas del Ministerio. Podría parecer un cargo rutinario, pero ahí es nada, templar gaitas a un montón de políticos orgullosos y de esposas exigentes, en una época en que a muchos republicanos ya empezaban a hacérseles los dedos huéspedes en cuanto veían a su lado a un policía o a un guardia civil que no conocieran de antemano.

-          Buenos días, don Santiago -me tenía prohibido darle un tratamiento más ampuloso-. Mal tiempo tenemos, agregué con doble intención.

-          Malo fue el verano y el otoño no le está yendo en zaga, repuso Casares, siguiéndome la corriente. Ya ves -agregó-, por si éramos pocos aquí, ahora se cargan al Gobernador General de Guinea[4].

-          Algo he leído, sí señor. ¡Y nada menos que un sargento de la Guardia Civil!

-          En efecto… Pues ese es el motivo de que te haya llamado. ¿Cuánto hace que no sales de Madrid?

     Aunque el Ministro llevase la comisión a la gallega, se la cacé al vuelo.

-          ¡Ay, don Santiago! Mucho me gusta el chocolate, pero no tanto como para ir a comprar el cacao donde lo producen.

-          Te explico -repuso el Ministro- y luego tú, con libertad, decides.

     Era lo que me temía. El Gobernador asesinado era bastante amigo del Presidente de la República y este, desconfiando de la preparación de la Policía de la colonia, le había pedido que mandase allá a un funcionario de su confianza para que dirigiera la investigación.

-          Pues, si solo es eso -aduje-, cualquiera podría valer. Según la prensa, vio el crimen un montón de gente y el Sargento acabó por entregarse y reconocer su delito.

     Casares no tuvo más remedio que contármelo todo:

-          Verá, Senén, lo que le preocupa a don Niceto[5] es que no está nada claro el móvil del tal Castilla. Más aún, empiezan a llegarnos rumores de que podría tratarse de un compló, para quitarse de en medio a una Autoridad que no estaba bien vista por…, por gente importante de aquellas tierras.

     Marchar para Guinea me preocupaba, aunque solo fuera por tener que vacunarme contra las enfermedades tropicales, pero, por otra parte, el reto era interesante. El Ministro captó mi vacilación y apoyó todavía más su oferta:

-          Como ves, se trata de un asunto oscuro y con probables implicaciones políticas. No me apetecería tener que ir con el encargo a Menéndez[6] y darle tres cuartos al pregonero.

     Estaba visto que habría que hacer de la necesidad virtud; de modo que decidí aceptar de modo voluntario:

-          Está bien, don Santiago. Concédame unos días para informarme del caso y adoptar las pertinentes precauciones sanitarias.

-          Por supuesto, pero puedes simultanearlo con la espera del barco, el trasbordo en Santa Cruz o en Las Palmas y las consiguientes travesías. No te llevará menos de quince días en total.

-          Perfectamente. ¿Tengo que reportar a alguien?

-          Puedes enviarme un informe quincenal, por conducto de mi secretario particular. Y entiéndete también con él para los detalles económicos. Ya tiene instrucciones mías, agregó con una sonrisa maliciosa, significando que había dado por sentada mi aquiescencia.

-          Así se hará, repuse algo secamente. Mis respetos a doña Gloria y un cariñoso saludo a María -agregué para suavizar la despedida-.

-          Gracias. No sabes lo que echa de menos la niña tus repasos de las lecciones, cuando la llevabas al Instituto Escuela.

     Según subía las escaleras, camino de mi despacho, iba ya haciéndome una agenda mental con todo lo que me esperaba en los próximos días. Afortunadamente, no tenía familia a quien rendir cuentas. Y, felizmente también, tenía a la mano en Madrid a quien me iba a poner al día puntualmente, sobre el señor Sostoa y sus diferencias con los españoles en Guinea. Y es que no hay como desayunarse con un buen montón de periódicos e irse a la cama con unas cuantas revistas selectas.


***


     Quedamos en el café Comercial a eso de las siete de la tarde, cuando ya estaba en la calle el número del día de La Voz, de la que seguía siendo subdirector, vaya usted a saber por cuánto tiempo -me confesó, sin preocupación aparente-. La verdad es que, aunque todavía joven y con aspecto de dandy, un sí es no es ridículo, me hallaba ante un hombre curtido en cien batallas, escritor de fácil pluma y periodista de raza, de los que los ingleses llaman reporters. Comprendiendo ambos que éramos personas atareadas y de confianza, pronto pasamos de las presentaciones a las confidencias. Yo tenía como asidero el extenso artículo que Paco[7] había publicado en Ahora[8], el domingo anterior.

-          En efecto, comisario -dijo sin apear en principio el título-, nunca habría creído que el reportaje que preparaba fuera a ser necrológico; mas tampoco le diré que me haya extrañado mucho el desenlace, a juzgar por lo que yo escuché por allá. Eso sí, jamás habría sospechado que la mano homicida fuese la de un sargento de la Guardia Civil.

-          De eso se trata, señor Madrid: de cómo conjugar la conducta criminal inexplicable de un agente de la Autoridad, con los malos deseos e intenciones de gente importante. ¿Inducción…, complicidad? Perdone; no sé si está usted al tanto de los términos legales.

-          De esos sí, desde luego. Yo no diría tanto, pero como usted va a viajar a Guinea, ya se hará idea por sí mismo. Por mi parte, creo que casi todo lo que tenía que decir lo he plasmado por escrito en Ahora, y algún detalle que no me atreví a publicar se lo soplaré al oído, rogándole no divulgue la identidad de la fuente, como solemos decir los periodistas.

     Y, muy quedo y permitiéndome tomar las notas inexcusables, me fue confiando los nombres y ocupaciones de aquellos sujetos que, meses atrás, había hallado más opuestos a la política del Gobernador. Como es natural, la malignísima trinidad -expresión sarcástica suya- estaba formada por individuos de tres raleas: traficantes de mano de obra indígena, violentos plantadores de cacao y funcionarios indolentes o corruptos. Para acabar, soltó la andanada:

-          Dejé algunos amigos allá. Cuando me dispuse a escribir sobre Guinea y el difunto Gobernador, les pedí alguna primicia, ¡y vaya si me la dieron! ¿Sabe usted que los empleados públicos organizaron en Santa Isabel un banquete fúnebre, para celebrar la muerte del señor Sostoa? ¿Y que, en los libros de firmas y pésame, hubo varias entradas del tipo “me alegro”, u “olé los hombres”?

     Me quedé asombrado del atrevimiento, pero solo acerté a decirle que lo del olé me recordaba el supuesto telegrama de Alfonso XIII al malhadado General Silvestre[9]. Madrid replicó:

-          También es casualidad. ¿Sabe usted que Sostoa se pasó media vida en Marruecos y que negoció con Abd-el-Krim la liberación de algunos prisioneros de guerra?

     Pues sí, el mundo está lleno de casualidades: El caso es conocerlas y aprovecharlas, sin que por ello nos lleven a sacar consecuencias aventuradas.


***




Retrato de D. Gustavo de Sostoa (por Solís Ávila)



     A la mañana siguiente, previo aviso y exhibición de mis credenciales policiacas, logré que me vacunaran de la viruela. Al preguntar al médico si bastaría con esa protección, me dijo con ironía:

-          Hombre, cuando se viaja a la región ecuatorial le puede tocar a uno una docena de enfermedades. No obstante, si no va a salir de Santa Isabel, creo que ya va servido con esta vacuna, que suele dar bastante reacción. En último extremo, allí pueden ponerle las que hagan falta en cada momento.

     Con el brazo dolorido, dediqué parte de la mañana a hacer algunas compras y gestionar la retahíla de billetes de tren y barco necesarios para mi viaje, que pagué de mi peculio, esperando pasar al día siguiente por el Ministerio para recibir fondos. Seguidamente, me recluí en casa con mi inseparable Underwood, dispuesto a redactar las páginas iniciales del primer informe para Casares. La verdad es que el famoso Madrid me las había dejado listas para usar: bastaba con resumir y copiar lo publicado por él. A grandes rasgos, esto es lo que escribí, tras un par de horas de tarea (lo incorporo a la narración en letra bastardilla, para mejor comprensión del amable lector):

     No cabe duda de que el señor Madrid ha realizado un trabajo de investigación, que excede con mucho de una labor periodística. De hecho, apunta en su artículo que el mismo puede ser el anticipo de una futura publicación extensa[10]. Pero en lo que ahora interesa, el reportaje -que tiene mucho de ditirambo para el finado Gobernador General- apenas contiene referencias de interés, a no ser que leyendo entre líneas -algo que todo policía debe hacer-, entendamos que esos negocios de trata de negros; esos dineros tirados en hospitales inútiles; esos temores de que unas relaciones más justas puedan desembocar en violencias contra los blancos; todo eso, digo, pudiera haber redundado en la impopularidad -cuando no la inquina- de plantadores y funcionarios contra el señor Sostoa. Pero, en principio, lo poco afirmado de modo positivo por el señor Madrid puede resumirse en los siguientes puntos:

     1º. El difunto Gobernador había tratado de aislarse de las rivalidades, piquillas y maledicencias de las camarillas y funcionarios que rodeaban a su antecesor en el cargo, llegando en su esfuerzo por conseguirlo hasta abandonar como residencia el palacio del gobierno de Santa Isabel, por una quinta campestre sita en Basilé, donde se aislaba para trabajar y descansar, desde principios de la tarde hasta la media mañana siguiente.

     2ª. El señor Sostoa se ofreció voluntario para ocupar la plaza de Gobernador General, mediante una permuta con otro compañero. Al parecer, pretendía hacer valer en Guinea la experiencia atesorada en tantos años de cónsul y Delegado de Asuntos Indígenas en Marruecos. En concreto, tenía un plan de objetivos, tanto en lo administrativo, como en lo referente a la justicia. Así, en el primer aspecto, se trataba de potenciar las figuras equivalentes a los alcaldes en España, para asignarles funciones de confección de censos, reparto de trabajos para realizar obras públicas y formación de confederaciones cada siete ayuntamientos, para aquellas labores que exigieran mayor esfuerzo o complejidad. La función municipal sería supervisada por un inspector del Estado que, en los casos más relevantes, tendría carácter específico, mientras en los casos más alejados o menos poblados, podría ser desarrollada por el maestro, el médico o el jefe de obras públicas o de la Guardia colonial.

     3ª. De manera más radical, bajo el titular de “Una política y un hombre”, el diario “La Luz” recogía que el Gobernador Sostoa, muy trabajador y familiarizado con los asuntos coloniales, había acogido con decisión el encargo de la República de hacer valer en Guinea los poderes y los deberes del Estado, asumiendo una política de saneamiento y de disciplina, reñida con el desgobierno anteriormente imperante. Su labor ya estaba empezando a dar frutos, en especial, en Fernando Poo, pero estaba dispuesto a extender su eficacia a todas nuestras posesiones en Guinea, girando visitas de inspección, como la que acabó tan trágicamente en Annobón. Era una gestión que había suscitado fervientes elogios.

     4ª. En lo judicial, el proyecto del Gobernador era más confuso y ambicioso, incluyendo leyes penales especiales para juzgar los delitos entre indígenas; normas más rigurosas contra la usura y el engaño en los contratos, para que no se abusara de la ignorancia de los negros; supresión de los castigos corporales más graves o menos justificados; paulatina superación del estado perpetuo de minoría de edad en que se quiere tener a los indígenas para explotarlos, etc.

     5ª. En cualquier caso, siendo consciente de lo mucho que hay que hacer y que mejorar, el señor Sostoa quería mantener una actitud de puertas abiertas, para recibir información y sugerencias de todo tipo de personas, así como para proseguir algunas iniciativas de sus antecesores, entre las pocas que realmente merecían la pena.

     6ª. El periodista Madrid solo recoge una anécdota relacionada con el homicida, que me resulta poco creíble, tal y como él la narra. Dice literalmente: “Asesinado cae don Gustavo de Sostoa por la mano de un desesperado que no muchos meses antes clamaba pan desde el fondo de una barquichuela, mientras veía enfilar hacia España y, ya de vuelta, la proa de un trasatlántico, al que no le dejaron subir por ridículos temores higiénicos”. Algo de verdad habrá de tener relato tan truculento. Descubrirlo será una de mis tareas en Guinea.



***


     Antes de partir de Madrid, gestiono a toda prisa una entrevista con algún funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, que pueda darme información adicional sobre el desaparecido Cónsul. Aprovecho mi visita al secretario particular del Ministro Portela para que, además de darme una credencial de mi nombramiento y un sustancioso adelanto de dietas, me facilite el acceso a los despachos del Palacio de Santa Cruz. Me acompaña hasta la pertinente dependencia un colega mío de vigilancia en Exteriores. Tan pronto me presento ante mi fuente, tira de expediente y me empieza a desgranar fechas y destinos de manera tan rápida, que no me da tiempo de tomar nota en mi libreta. Por respeto, le dejo acabar y, con cierto desparpajo, le suelto:

-          Verá usted; no dudo de que un diplomático de sesenta años de edad y treinta y tantos de carrera haya pasado por los más variados destinos consulares, tales como Lisboa, Hamburgo, Shanghai, Melbourne o São Paulo. Pero lo que de verdad me interesa y puede ayudarme es que me haga un perfil del señor Sostoa, en relación con lo que le ha sucedido. Por ejemplo, ¿era el difunto tan severo y trabajador como se ha escrito? ¿Resultaba tan frío en el trato, como para ser llamado el Impasible, en una Carrera que, ya de por sí, ha de distinguirse por su prudencia y poca… expresividad?

     Mi interlocutor sonríe y responde con un ejercicio de certera adivinación:

-          Ya veo -me dice- que ha leído el artículo de Francisco Madrid. Puede usted darlo por bueno, despojándolo del lógico sentimentalismo, nacido de su dolorosa oportunidad.

-          También asevera -prosigo- que era un hombre sumamente trabajador y que había solicitado voluntariamente el puesto de Gobernador de Guinea.

-          Lo primero es completamente cierto. En cuanto a lo segundo, no digo que la plaza en Fernando Poo sea una bicoca, pero no tiene nada que ver con la Carrera diplomática. Vea usted que, para poder aceptarla, el señor Sostoa tuvo primero que solicitar la excedencia en su plaza escalafonada de Ministro Plenipotenciario de Segunda Clase, a la que recientemente había sido promovido.

-          Entiendo -aseguro-. Por tanto, nada de permuta con otro compañero. Desde luego, no le preguntaré por el resorte político que lo promovió a un puesto tan rimbombante, no siendo almirante ni general, como todos sus antecesores. Pero sí debo preguntarle por ese enfrentamiento con Primo de Rivera[11] en 1925, al que alude el diario La Luz. ¿Fue la cosa tan tonta, como porque Sestoa nunca iba a los festejos y saraos organizados en Marruecos, a mayor gloria del Dictador?

-          Comisario Alamillo -me responde-, no dudo de su buen juicio. Algo más habría para que Primo descabalgara al Cónsul de su importante puesto de Delegado del Gobierno en Marruecos para Asuntos Indígenas. Mas es mi deber armonizar la reserva propia de mi cargo con la obligación de informarle: Lo dejaré en una semblanza. ¿Dónde se perdió el rey portugués, Don Sebastián?

     Tuve la suerte de ser un gran aficionado al teatro de Zorrilla[12]:

-          Creo que fue en Alcazarquivir, contesté muy ufano.

-          Pues esa misma plaza perdió a don Gustavo, repuso el autor de enigmas.

-          Lo cierto -especulo- es que, hasta el momento de su defenestración, había pasado un montón de años en Marruecos y adquirido una notable experiencia en asuntos indígenas y coloniales. Es posible que quisiera transponerlos a Guinea, aprovechando los cambios políticos favorables…

     Como es natural, me salió por la tangente:

-          He podido informarle del señor Sostoa en su faceta consular. De la política, realizada por él una vez concedida la excedencia, no tengo información que poderle dar.

-          Pues le quedo muy agradecido por su amabilidad y por su tiempo.

     No era yo del todo sincero en mi dación de gracias, pues bien sabía que aquel funcionario conocía bastante más de cuanto me había informado; pero, a fin de cuentas, si a un policía le ponen al corriente de todo, ¿para qué demonios se le necesita?







2.      El victimario





Antiguo mapa escolar de la isla de Annobón



     No he de cansarles con el relato de mi agotadora semana siguiente, sufrida entre la reacción a la vacuna y el mareo casi constante en la travesía entre Cádiz y Santa Cruz, en el moderno vapor Plus Ultra, de la compañía Transmediterránea. Al fin, pisé tierra canaria el 29 de noviembre, encontrándome con el regalo de una temperatura deliciosa para aquella época del año. El mal de mar me había impedido leer y reflexionar seriamente sobre la tarea que tenía por delante; de modo que, tan pronto dejé el equipaje en el hotel y tomé un baño interminable, telefoneé a mi colega, Liborio Fernández, a quien había avisado desde Madrid de mi próxima llegada a Tenerife. Eficaz, como siempre, me comentó:

-          Es probable que en la Audiencia de Las Palmas tengan ya noticia bastante de la incoación del sumario por la muerte de Sostoa, aunque parece que hay cierta discusión con la Autoridad militar acerca de la competencia para enjuiciarlo: Como el criminal es un guardia civil…

-          ¡Vaya por Dios!, no pude menos de exclamar. Y yo que me las prometía tan felices desenvolviéndome por un juzgado de instrucción, como en nuestros buenos tiempos de Valencia, ¿recuerdas?

-          Claro que me acuerdo y aquí sigo dedicado a la investigación criminal… Digo yo que si tienen interés en las alturas por el caso -como es natural-, podrías aconsejarles que se lo dejen a la justicia ordinaria, con el pretexto de que la investigación y el juicio sean más técnicos.

-          También es cierto -convine-. Pero dime, ¿qué otros soplos tienes para mí?

     Liborio se sonrió y dijo:

-          Buen, para empezar, te tengo el cuerpo del delito… El cadáver de Sostoa acaba de llegar a Santa Cruz, camino de la Península. Si no me equivoco, ahora estarán los médicos con él, embalsamándolo para poder trasladarlo a la Península.

-          ¡Demonios! Pues debe oler a rosas, después de quince días.

-          ¡No hombre, no! En Fernando Poo le hicieron un trabajito provisional, para evitar la descomposición. Aquí lo que harán es perfeccionarlo, para que quede bien presentable.

     Si bien, una vez hecha la autopsia en Santa Isabel, el examen del cadáver no me iba a aportar información relevante, decidí dejarme caer por la morgue, aunque solo fuera para husmear y tomar contacto con la persona cuya muerte me estaba dando tantos quebrantos. E hice muy bien pues, tan pronto aparecí por allí, serio y bien trajeado, se me acercó un joven, así mismo de terno y sombrero en mano, quien finamente me preguntó:

-          Perdone, caballero, ¿guarda usted alguna relación con el señor Sostoa?

-          Estoy aquí en misión oficial -respondí ambiguamente-; pero no sé a quién tengo el gusto…

     Me tendió la mano, al tiempo que aclaraba:

-          Guillermo Cabanellas, secretario particular del difunto Gobernador General.

-          Encantado. Senén Alamillo, comisario de Policía, para servirle; y mis condolencias.

     Ante su extrañeza, pasé a informarle seguidamente de la comisión que me había sido encargada por mi Ministro. Cabanellas mostró sorpresa pues -según me confesó- ignoraba que existiese una relación estrecha de Sostoa con el Presidente de la República. Con todo, dijo celebrar sinceramente que un policía de prestigio tomase cartas en el asunto, porque en Guinea casi todo seguía funcionando manga por hombro. Aproveché la ocasión y le pedí:

-          Por cierto, ya que hablamos de Guinea y que usted era íntimo del señor Sostoa, ¿sería posible que me aclarase algunos conceptos, antes de que me presente en Santa Isabel?

-          Encantado -respondió-, pero dejémoslo para mañana. Aquí no me parece lugar, ni momento.

-          Tiene toda la razón. A veces, me dejo llevar de la precipitación.

-          ¡Bendita precipitación!, apostilló. Una buena carga de ella necesitarían los funcionarios en Guinea.

     A la caída de la tarde, ya desde el hotel, me atreví a llamar a Portela a su teléfono particular, para plantearle el problema surgido con la competencia procesal. El Ministro convino plenamente en la inoportunidad de dejar el asunto en manos de un consejo de guerra, nada menos. Me prometió:

-          Mañana mismo hablaré con Azaña[13] y seguro que le llevo a nuestro terreno. Usted no se preocupe; siga como si tal cosa y, si hiciere falta, asegure al juez de Fernando Poo que el asunto es suyo y que lo cuide con el mayor esmero.


***


      Quedamos citados en el café La Granadina. Yo me había hecho un listado de preguntas que procuré memorizar, para no andar sacando la libreta, cosa que suele intimidar un poco a quienes se sientan frente a un policía. La verdad es que Cabanellas -llámeme Guillermo, me dijo- estaba deseando explayarse. Debía de haber pasado muchas horas a solas con un cadáver, y de un amigo, además:

-          Nací en Melilla. Soy hijo del General Cabanellas; bueno, de Miguel[14], porque tengo un tío, Virgilio, que es Comandante de la División de Madrid. No sé si los conocerá usted.

-          Así que es usted melillense -dije, sin responder a su pregunta-. Buena carta de presentación para el difunto Gobernador Sostoa, que creo era un enamorado de aquella tierra.

-          Y que lo diga. Se pasó cosa de quince años por nuestro Protectorado: Mogador, Safi, Tetuán…

-          Y Alcazarquivir -añadí yo, para provocar la confidencia-. Algo me han informado de que allí tuvo algún problema con Primo de Rivera.

-          El bueno de Don Miguel era una acémila -respondió tan pancho-. Como que le dio veinticuatro horas para salir de Marruecos; y todo porque no le bailaba el agua y, a la postre, le contestó como se merecía. Pero eso fue en Larache.

-          Me informarían mal en Exteriores -repuse-.

-          No del todo -concedió-. Es muy probable que el Dictador tuviese a don Gustavo enfilado por lo de Alcazarquivir. Yo no lo viví, pero parece que hubo un caso muy feo de cohecho y corrupción, que afectaba a todo cristo: el bajá de la ciudad, el cónsul, el interventor… Sostoa abrió expediente y todos salieron sancionados, aunque mucho menos de lo debido. Primo se molestó bastante porque el cónsul era un personaje influyente, a quien don Gustavo obligó a devolver cierta cantidad de dinero[15]. En fin, juegos de influencias, y ¡bueno era Sostoa para andarse con paños calientes!

     Bien, ya había resuelto la adivinanza de la caída en Alcazarquivir. Era el momento de pasar a otros temas:

-          Tampoco se andaría con componendas en Guinea, siendo todo un Gobernador General -deduje-.

-          Hombre, replicó, don Gustavo era más liberal que autoritario, pero la verdad es que no consentía errores reiterados, indolencia ni ilegalidades. Incluso a mí, que me trataba como a un hijo, me leyó muy seriamente la cartilla un día, por haber equivocado el menú de un almuerzo, sustituyéndolo por el de la cena. Se lo cuento porque un periodista de Madrid me ha sacado los colores, citándome solo por ese fiasco, no por las muchas cosas que habré hecho bien en más de un año al lado del Gobernador General.

-          Algo he leído -reconocí-, pero lo que puede serme útil es saber si Sostoa se había creado enemigos en la colonia, entre los plantadores o los funcionarios. Se ha dicho que ciertos malvados se alegraron de su muerte. ¿Podría ser que la hubieran propiciado?

-          En absoluto, no. Por lo que yo sé, el asesino era un desequilibrado, que se creía el dueño de Annobón y no pudo consentir que don Gustavo, después de llamarle infructuosamente la atención varias veces, se dispusiera a destituirlo. La verdad es que yo no lo acompañé en su último viaje, pues me encontraba con un ataque de fiebres tifoideas, y fue a la visita de inspección con Rodríguez Soler, el Vicesecretario General del Gobierno; pero, siendo el tal Castilla[16] como era y estando encerrado en aquella isla perdida, no creo que nadie tuviese con él ningún contacto criminal.

-          Bueno, Guillermo, no quiero entretenerlo más. Con todo, si quiere decirme algo que me pueda ayudar en la investigación…

-          Pues no sé si lo ayudará, pero sí que puede centrar las indudables inquinas contra Sostoa por parte de ciertas personas influyentes de la colonia. Me refiero a que empezaba a ser comidilla que se pensaba en él como el próximo Alto Comisario en Marruecos. De ser ello cierto, a los disconformes les bastaba con esperar un par de meses para perderlo de vista, sin necesidad de acabar con su vida. Y no dude usted de que en Santa Isabel las noticias y los rumores vuelan. Una frase favorita de don Gustavo -que en paz descanse- era aquí tengo que enterarme de todo por los criados.

     Nos despedimos amistosamente. Sus últimas palabras fueron:

-          Cuídese, don Senén. En Guinea hay otra cosa que todavía circula más aprisa que los rumores: los microbios.

     El edificio del Juzgado de Fernando Poo era una encantadora edificación de planta y piso, con abundantes columnillas que sostenían la balconada del principal y un amplio alero, llamado a servir de protección contra la torrencial lluvia del trópico. Rodeado de un amplio espacio de césped y grandes árboles, era lo suficientemente amplio como para incluir, además de las oficinas y despachos del juzgado, las de los Registros y la notaría, amén de las viviendas del juez y el secretario, y unos cuantos calabozos, por los que ya había pasado el sargento Castilla cuando yo llegué a Santa Isabel, el día 8 de diciembre, en que, pese a la laicidad de la República, las tropas de Infantería celebraban la festividad de su patrona con un desfile callejero. Pero -a lo que iba- el sargento criminal ya estaba a más seguro recaudo en la cárcel de la ciudad[17].



Juzgado de Fernando Poo (www.todocoleccion.net)


       El juez de primera instancia e instrucción, don Enrique[18], era un salmantino de esos magistrados que, al decir de los letrados, se han tragado la vara, de lo serio y estirado que a primera vista resultaba. De entrada, no le cayó bien mi presencia, entendiéndola como un control de su actividad, más que una ayuda o una desconfianza hacia mi colega, el inspector jefe de la Policía. En cambio, este lo tomó de la mejor manera posible para los dos, al decirme:

-          ¡Magnífica idea, comisario! Yo ya le saqué al asunto todo el jugo que he podido. Ahora le toca a usted comprobar si el caso tiene algunas vueltas que yo no le haya descubierto, aunque -la verdad- no he visto cosa menos complicada. Así que le dejo mano a mano con Su Señoría pero, si necesita algo, estoy a su entera disposición.

     De lo que colegí que el juez, a más de riguroso, debía de ser un pejigueras de mucha consideración, del que los subordinados huían en cuanto les era posible.

     Si el inspector de Policía se escaqueó de inmediato, al fiscal casi no le vi el pelo. Era fama que los fiscales de Guinea eran meros funcionarios del Gobierno General, que no servían para otra cosa que para formular y presentar las denuncias y querellas que Su Excelencia les ordenaba. Supongo que tal opinión ya no sería plenamente válida en tiempos de la República, pero lo cierto es que no se esforzaban mucho, sabiendo que los principales asuntos penales iban a enjuiciarse en Las Palmas de Gran Canaria, que era tradición decir que estaba a dos mil quinientas millas náuticas de Santa Isabel. Como me comentó el Juez, cuando me fue cogiendo cierta confianza: Tardan más en viajar los sumarios hasta la Audiencia, que lo que empleo yo en instruirlos; y eso que lo hago con esmero.

     ¡Y tanto! El bueno de don Enrique no se andaba con chiquitas. Entre el lugar del crimen, la isla de Annobón, y Santa Isabel, donde radicaba el juzgado, había una travesía de trescientas cincuenta millas y, en el mejor de los casos, el barco tenía una periodicidad trimestral. Pues, con todo y con eso, llamó a declarar a su presencia a unos veinte testigos, incluidos todos los europeos de la isla -no más de tres o cuatro-, a las autoridades del ayuntamiento, la concubina de Castilla, los guardias que le estuvieron subordinados, el capitán y el segundo oficial del Legazpi -que participaron en su detención y lo trajeron entre rejas hasta Santa Isabel- y el cabo Sanz, el guardia civil a quien Sostoa tenía designado para reemplazar al criminal. Todos estaban citados para comparecer, tras viajar en el primer barco que hiciese escala en San Antonio de Palé[19], y, por tanto, estaba a tiempo de estar presente en sus declaraciones, si el juez me daba permiso para ello. Lo que ya estaba hecho era la autopsia, aprovechando que el cadáver del Gobernador había sido inmediatamente embarcado y traído a Santa Isabel, para cumplir con las diligencias médico-legales y el primer embalsamamiento. A falta de forense titular, la necropsia la habían realizado dos facultativos de la localidad. Sus conclusiones eran indudables:

     El fallecimiento del señor Sostoa se produjo de manera instantánea, debido a dos profundos cortes en las zonas delantera y lateral izquierda del cuello, causadas con una navaja barbera muy afilada, que seccionó paquete muscular, tráquea y carótida izquierda; cortes realizados estando su autor a la espalda de su víctima. En consecuencia, las tres heridas de bala, causadas con la pistola que, al igual que la navaja barbera, se le ocuparon al presunto homicida, aunque afectaron órganos de compromiso vital en tórax, abdomen y región occipital, es probable que no fuesen las que directamente produjeran la muerte, al haberse realizado previamente los profundos navajazos antes descritos y producirse los disparos sobre el cuerpo del Señor Sostoa ya caído en el suelo, en posición decúbito supino. 

     Vamos, más claro, agua. El delito era un asesinato con alevosía, como la copa de un pino. Si concurría, además, la agravante de premeditación, sería cosa poco transcendente, a discutir en el juicio. Claro que faltaba lo más problemático, lo que me había traído hasta Fernando Poo, nada menos que con un encargo presidencial. Para empezar, decidí apoyarme en el secretario del juzgado, hombre afable, hasta el punto de que su señora y él me invitaron a cenar en su casa al sábado siguiente de mi llegada, es decir, el 10 de diciembre. Como es natural, salió a relucir la extensa declaración que había prestado, días atrás, el sargento Castilla, así como la impresión que había sacado de ella el secretario judicial:

-          Si lo escuchas solo unos minutos -me dijo-, puedes creer que se trata de un individuo listo y contenido, pero, cuando lo aprietas a preguntas, o le dejas explayarse, notas perfectamente que es un paranoico, una especie de mesías republicano, que se siente rodeado de personas que lo ignoran por su escaso rango y formación, o por quienes no hacen más que ponerle trabas porque solo pretende servir al pueblo, más allá de políticos profesionales y de misioneros mundanos.

-          ¿Crees -le pregunté- que, aprovechándose de sus deficiencias, pudo alguien usarlo como instrumento contra el Gobernador?

-          Todo lo contrario -replicó-. Más bien fueron quienes estaban en su contra quienes, con sus reiteradas denuncias, usaron del Gobernador contra él. Pero, ¡ojo!, no digo que las quejas no fuesen fundadas. Solo digo que muchos annoboneses lo tenían entre ceja y ceja[20]. Tampoco él, por supuesto, era de los que se acomodan y hacen caso a los superiores.

-          Entonces, ¿qué motivos lo impulsaron a acabar con la vida de Sostoa?

-          Tú lo has dicho, Senén: motivos, no motivo. No soy psiquiatra, pero te diría que se juntaron tres cosas: el carácter del sargento; el agobio de sentirse encerrado e incomprendido en aquella jaula, que es Annobón, y la decisión del Gobernador de sustituirlo -diríamos- con deshonor. Y no le busques más pies al gato, que habrá muchos dispuestos a llenarte de fantasmas la cabeza.

-          Tendré en cuenta tu opinión -concluí, un poco molesto por recibir consejos de un profano, siendo yo todo un comisario-. De todos modos, tendré que entrevistar a Castilla: Mira de darme una autorización para que no me pongan pegas sus carceleros.

      Dos cosas tenía que hacer antes de presentarme ante el criminal: estudiar a fondo su declaración en el juzgado y definir mi identidad y actitud, de la mejor forma para provocar la sinceridad de sus confidencias. Una tercera ya la había resuelto de antemano: En la medida en que lo que me dijera no iba a tener relevancia procesal y en que mi intervención en la investigación policial era completamente informal, no daría cuenta de nuestra entrevista más que al Ministro; y aún eso, pasado por el tamiz de la prudencia y el sentido común. Solo en el caso de que Castilla me aportase algo nuevo e importante, lo dejaría caer en los oídos del juez, para que hiciera de ello el uso que considerase oportuno.

     Me presenté en la cárcel de improviso, tratando de coger por sorpresa al sargento. Ello hizo que me lo encontrara desaseado y bastante maloliente, con el uniforme descompuesto y el rostro necesitado de un buen afeitado. Era un hombre joven, como de treinta años; delgado, de estatura más que mediana; moreno, cetrino casi; con la cara alargada y los ojos algo hundidos, pero de mirada penetrante. No había nada en él que fuese extraño ni excepcional, aunque en su estado actual era difícil imaginarse a aquel sujeto al frente de una ínsula de mil trescientas almas, a modo de dueño y señor de las mismas.

     Me presenté de modo un tanto displicente, como un policía más de Las Palmas que, por encargo del Presidente de la Audiencia, había sido mandado allí para informar por anticipado al tribunal de los detalles del luctuoso suceso.

-          Y aquí me tienes -concluí mi presentación-. No creo que haya mucho que explicar pero, ya que he hecho el viaje, puedes decirme lo que quieras.

-          Pues para empezar, inspector, que no me tutee, puesto que aún no he sido procesado[21].

     Me dejó un poco descolocado, pero en seguida me rehíce:

-          Los dos sabemos que es una mera cuestión de tiempo. Y usted sabe tan bien como yo, que va a ser por asesinato, aunque su versión sea la de que no quiso matar al Gobernador y que actuó de manera impremeditada. Vamos, algo que no se va a tragar un jurado, por lerdo que sea. Pero yo no he venido aquí para dejarle en ridículo, ni para darle lecciones de defensa, sino para resolver el dilema que tendrán con usted quienes lo juzguen, a saber: ¿está usted loco y no pensó lo que hacía, o es que el Gobernador le había tratado tan mal que, según su punto de vista, se merecía morir?

-          Lo que yo le conteste, ¿va a poderse utilizar en contra mía? Siendo usted de la Policía, no me cabe duda de que me está sonsacando para perjudicarme.

-          ¿En tan mal concepto tiene la función policial? -le repliqué-. Poco bueno dice ello de usted, dado que, como guardia civil, también participa de la misma tarea. Claro que -agregué, para provocarlo- usted no era un guardia del montón, sino todo un Delegado del Gobierno en una colonia, un mesías republicano, un señor de vidas y haciendas…

     Lejos de irritarse, o de perder los estribos, se arrellanó en la silla y, con la mirada fija en algún punto de la pared, sobre mi cabeza, encadenó una serie de recuerdos, que solo quien conociera su vida anterior podía comprender en su integridad[22]:

-          Huérfano -¿sabe usted?-; huérfano y epiléptico. Solo la escuela; la escuela y leer, mucho leer. Y viajar. A los quince años, a la Academia. La Guardia Civil ha sido mi vida, pero no para apoltronarme, que posibilidades tuve. ¿Sabe que pedí la Guinea voluntario? ¡Y me colocaron de contable: menuda oportunidad de trabajar poco y sisar mucho! Pero yo, erre que erre, y no por correr aventuras, sino por hacer algo, por ser alguien. ¡A menuda cloaca me mandaron! ¡Y, luego, la República! Pero ¿qué República era esa de señoritos y de frailes? Total, porque mandé erigir un pequeño monumento y apreté las clavijas a los claretianos… Denuncias calumniosas, todas de la misma mano. Y el Gobernador: que le explique, que me modere, que si vivo amancebado con una negra. No me dejaban en paz, ni me daban una salida digna. ¡Vienen por mí, con un sustituto, y de menor graduación! No me escuchó; ni recibirme quiso siquiera. Allí, tan peripuesto, tan repanchingado, contemplando a las bailarinas medio desnudas, y dándome la espalda. ¡No, señor, ni soy un mesías, ni un tirano!, pero me enseñaron que hay un honor, una justicia: No la que van a hacerme en Las Palmas, sino una Justicia con mayúsculas. Por ella y por mi honor he actuado, aunque tal vez con exceso…, ¡pero no me arrepiento!

     Quedó callado, como agotado por el esfuerzo, con los ojos entornados y los hombros bajos. Aproveché para echar el anzuelo:

-          Todos enemigos, todos en su contra… Algunos habría a favor, alguien que le jaleara su insubordinación, o que haya disfrutado con el suceso.

     Abrió mucho los ojos, se inclinó hacia adelante y me miró con estupor:

-          ¿Pero qué dice? ¡Ni mi Mápudu siquiera! Nadie apreció mi dedicación, nadie me dio una mano, cuando lo necesitaba… Mápudu… Y no fue la primera, no crea. Para mí, el amor no tiene que ver con el matrimonio, ni nadie tiene que meterse a vigilar mi cama, por muy guardia civil que yo sea.

     Quise mortificarle un poco y maticé:

-          Poco le queda de guardia. Su carrera en la Benemérita está ya tan deslucida como su uniforme.

     Volvió otra vez a escudarse en sutilezas legales:

-          Puede que no me quede mucho -concedió-, pero todavía, cuando me presente ante el tribunal, lo haré como lo que soy, un sargento de la Guardia Civil.

     Repliqué con desprecio:

-          Don Restituto, después de cómo se ha comportado, lo único que queda de agente de la autoridad en usted es el uniforme.

     Me levanté, dando por terminada la entrevista, y llamé al guardián para que se llevase al sargento. Todavía se irguió cuanto pudo y giró sobre sus talones, sin una palabra más. Yo me quedé retocando mis notas y añadiendo algunos extremos que se me habían pasado. Dos cosas me parecieron claras: Que no había nadie más detrás del crimen y que Restituto Castilla González estaba bastante menos loco de lo que se pretendería hacer creer. En cualquier caso, desaparecida del Código Penal la pena de muerte[23], no dudaba de que le caerían entre veinte y treinta años. En esto me equivocaba, como también en la convicción de que, de toparme algún día con el sargento, el tipo iría de paisano. Pero, para desengañarme de esto último, tendrían que pasar muchas cosas; y la mayor parte de ellas no serían buenas.


***


      Ya me había advertido el secretario del Juzgado que me apresurara a visitar al sargento Castilla pues el juez estaba deseando librarse de él y mandarlo para Las Palmas.

-          Pero apenas ha sido reconocido por un par de médicos de aquí, sin titulación en psiquiatría.

-          Pues por eso mismo, me replicó. Aquí no tenemos ni forense, ni psiquiatras. Lo reconocerán en Las Palmas y le comunicarán al juez el resultado del dictamen, para que vea de tenerlo en cuenta al dictar el procesamiento.

     Me quedaba todavía una visita obligada en Santa Isabel, antes de mandar mi informe a Casares. Me encaminé, pues, al palacio del Gobierno, con una previa advertencia de mi mentor, el secretario judicial:

-          Procura hablar con Ramón Rodríguez, mejor que con su superior, un tal Manresa[24]. Este es un engreído que no tragaba a Sostoa. Además, Ramón fue quien acompañó al Gobernador hasta Annobón y fue testigo presencial del crimen.

     Con todo, no podía dejar de cumplimentar a Manresa quien, como Secretario General del Gobierno, hacía las veces del Gobernador en sede vacante; de modo que decidí utilizarlo para la información de carácter general, sin soltar yo prenda más allá de lo imprescindible. Al Vicesecretario le preguntaría por el asesinato, así como para obtener aclaraciones o mentís a lo dicho por su superior.

     El Secretario General me recibió en un gran despacho, discreta y parcamente amueblado, cuyas persianas mantenían una penumbra a la que costaba trabajo acostumbrarse. Yo ya llevaba preparada una presentación que mostrase a mi entrevistado que conocía sus honrosos antecedentes:

-          No le habrá sido tan difícil como a otros -empecé diciendo- adaptarse a un cargo de tanta variedad y responsabilidad, habiendo tenido la experiencia de dos Gobiernos Civiles en la Península.

-          Y que lo diga -confirmó, esponjándose-. Lo malo en Guinea es que duramos poco en el cargo, por razones políticas o por desgaste de lejanía y de salud. Yo llegué aquí cuando era Gobernador el general Núñez de Prado, hace poco más de dos años, y ya ve: Aquí estoy esperando al tercer Gobernador con quien me será dado trabajar.

-          Veo que, si Vuecencia resiste, acabará convirtiéndose en la piedra angular de esta Gobernación, el elemento de continuidad.

-          Pues algo de eso hay. Entre el desempeño interino del cargo y el tiempo que tardan los Gobernadores en ponerse al día, casi gobierno tanto tiempo como algunos de ellos…

-          … Como, por ejemplo, el pobre señor Sostoa. Parecía tan lleno de ideas… republicanas. Claro que no sé si sus proyectos se adaptaban a la situación real de acá.

     Manresa dudó por unos instantes en entrar al trapo que yo le mostraba; pero, finalmente, lo hizo:

-          Veo que, aunque lleva muy poco tiempo en Santa Isabel, se ha percatado de la cuestión, como buen policía. Y eso que Fernando Poo es el paraíso, comparado con el Continente. En efecto, hoy por hoy, España no tiene en Guinea otro asidero seguro que los empresarios cacaoteros fernandinos…, y los buenos funcionarios que, de vez en cuando, se dejan caer un tiempo por aquí, movidos -todo hay que decirlo- por el sueldo doble y ciertas promesas de ascenso, pocas veces cumplidas. En total, dos o tres mil blancos, entre más de cien mil negros. Si empezamos por dar poder a aquellos, sin preparación y sin amor a España, organizaremos, nunca mejor dicho, una merienda de negros, en la que la comida seremos los blancos. Ni en Nigeria, ni en Camerún, ni en Gabón, hay cosa igual.

-          Pero, don José, reconocerá que, al socaire de esa falta de formación, de esa tutela, hay bastantes abusos: tráfico de negros, castigos inusitados, cohechos. Creo que hace unos meses, estuvo a punto de liarse en esta isla una muy gorda…

-          Tampoco fue para tanto, aunque puso en evidencia lo que podría suceder si abrimos la mano y quitamos autoridad a los jefes de las haciendas. Don Gustavo -que en paz descanse- no creo que actuase muy sensatamente cuando abrió expediente a un montón de españoles, empezando por el Vicepresidente de la poderosa Cámara Agrícola de Fernando Poo y el Curador Colonial[25]. Hay que vivir lo que ellos viven y comprender que, si el Gobierno nos considera y atiende en el presupuesto, es gracias a los aranceles que obtiene sobre el cacao, que ascienden a unos cuarenta millones de pesetas.

-          En resumen, señor Manresa, que el Gobernador Sostoa no estaba muy bien visto. ¿No habrá influido eso para…?

-          ¡Quite, por Dios, ni se le ocurra imaginarlo! Una cosa es discrepar y otra… Tendría que haber visto usted el sentimiento de la gente y la gran despedida de su cuerpo que se hizo el pasado día 25. Toda la ciudad salió emocionada a despedirle. A ojo de buen cubero, se contaron veintidós coronas de flores, pagadas a tocateja por muchísimos ciudadanos, negros y, sobre todo, blancos[26].

-          Mejor así, comenté. Se puede discrepar, pero sin llegar a la violencia. De todos modos, hay formas de disentir poco elegantes, como alegrarse por la muerte del difunto en los libros de firmas de pésame, o celebrar una comida de funcionarios con el Gobernador de cuerpo presente, con más expresiones de alegría que de duelo.

-          Hay gente para todo, pero se trata de una ínfima minoría, o de torpezas susceptibles de ser malinterpretadas. Por favor -concluyó Manresa-, no se haga eco en Madrid de ciertos exabruptos que, aunque pueden darse en todas partes, viniendo de Guinea los tomarían como propios de salvajes sin civilizar.


***


     Para evitar susceptibilidades, quedé con el Vicesecretario, Ramón Rodríguez Soler, en casa de su amigo, el secretario judicial. Ramón era muy joven y, rara avis, acabaría casándose en la isla y convirtiéndose en un funcionario fernandino para toda la vida. Pero, en aquel entonces, era un muchacho soltero, a quien todavía le asomaban las lágrimas cuando me contaba su experiencia con Sostoa, tanto en el trabajo, como en su último viaje:

-          También hice muy buenas migas con Cabanellas, a quien me dice que conoció en Canarias, pero lo de don Gustavo era muy especial. Todo lo impasible y serio que parecía en público, se trocaba amabilidad y gratísima charla con quienes le caíamos bien. Estaba llamado a ser un gran Gobernador, pero tenía un estilo, digamos, republicano, que por aquí no cayó nada bien. Entonces empezó a aislarse, a encerrarse en su villa de Basilé, y cada vez le costó más conseguir que lo obedecieran. No era solo ese loco solitario de Restituto Castilla: cualquier cosa un poco especial que mandase le costaba reiterarla y hasta abrir expediente sancionador. Su secretario particular y yo lo pasábamos fatal, viéndolo desesperarse y consumirse, pero ¡bueno era él para cejar! Terco y trabajador como nadie. Es la sangre alemana de mi madre, solía decir para justificarse.

-          Me cuesta trabajo tratarle de usted -repuse-, llevándole veinte años por lo menos. ¿Le parece que nos tuteemos? Bien, pues quiero que me cuentes lo básico de lo que aconteció la noche del crimen, el pasado 14 de noviembre.

-          No hay mucho que narrar. Es claro que Sostoa llevaba decidida la destitución, puesto que se había hecho acompañar del cabo Sanz, el sucesor. Castilla lo sabía y a toda costa quiso que el Gobernador lo perdonara y mantuviese en el cargo. Don Gustavo, un poco agobiado de la insistencia, lo desvió a mí, como Vicesecretario oficial, y lo conminó a que preparase la documentación para inspeccionarla al día siguiente. Él no hacía otra cosa que dar vueltas en torno nuestro, quejándose. Hasta la tomó con Sanz, haciéndose el mártir y poco menos que pidiéndole que no aceptase el cargo de Delegado en Annobón, porque aquello era una cárcel sin salida. En fin, yo lo noté cada vez más nervioso y me pareció que estaba bebido, aunque dicen que era abstemio y podía ser que la excitación le hiciera parecer lo que no era. Luego, por la noche, durante la fiesta indígena, hubo un parón para que las bailarinas descansaran y tomasen un refresco, ofrecido por el Gobernador. En ese momento, estando sentado, se le acercó por detrás Castilla y lo degolló con su navaja de afeitar. Luego, ya en el suelo, le descerrajó dos o tres tiros y salió corriendo, como alma que lleva el diablo.

-          ¡Buen resumen! Solo te haré tres preguntas, para precisar más el relato. Sea la primera, qué gritos o expresiones recuerdas perfectamente que dijese el sargento, pues circulan por ahí grandilocuencias del tipo de Ni reyes, ni tiranos o ¡Viva la República!

-          Yo no le oí nada antes de herir al Gobernador. Luego, acto seguido, cuando algunos de los presentes quisieron desarmarlo -Sanz y un maquinista del Legazpi entre otros-, esgrimió nuevamente la pistola y exclamó: ¡Oficial, a mis órdenes o lo mato. Soy el Gobernador. A mí no hay quien me sustituya! Y luego, cuando se hizo dueño de la situación, siguió disparando y decía ¡Pueblo de Annobón, a mí!

-          Perfecto. La segunda cosa es esta: ¿Es cierta la especie de que quiso matar a uno de los misioneros claretianos, un tal padre Doce?

-          No lo sé. Por allí sí que algunos dijeron que Castilla había ido camino de la Misión, para matar a los misioneros, pero todo lo conozco de oídas. De hecho, no llegué a hablar con ningún fraile después de lo que pasó.

-          No importa, Ramón, pues el padre Doce está citado para declarar en el juzgado dentro de unos días y, si no viene, procuraré entenderme por radio con él.

-          ¿Y la tercera pregunta, señor comisario?, inquirió con ironía el Vicesecretario.

-          Es esta: ¿Medió alguna crítica por parte del Gobernador a Castilla, sobre que viviera amancebado con una negra?

-          Desde luego que no, aunque fue una de las quejas más reiteradas que se le hicieron a su gestión, y no solo por parte de los misioneros, sino de los mismos annoboneses.

-          ¿Y eso? Tengo entendido que por aquí se tiene una manga muy ancha en estas cosas.

-          Ciertamente, pero el sargento se dice que había raptado y violado a la chica, cuando estaba prometida a otro nativo. Fue una cosa muy mal vista, y estúpida, además. Supongo que, siendo quien era, podría haber escogido a cualquiera otra, sin que los indígenas se hubiesen ofendido.


     

El sargento Castilla en el día de su juicio (Las Palmas, 7-7-1934)







3.      Los personajes secundarios




          Se estaba acercando la Navidad, aunque más que nada por el calendario. Si bien había hablado una vez con el Ministro y en otro par de ocasiones con su secretario, no podía demorar más la remisión a Madrid de un informe por escrito. La verdad, estaba empezando a gustarme aquella vacación bien pagada en el trópico, así como a perder el miedo de las infecciones: Había decidido imitar al difunto Sostoa y me había ido a vivir a Basilé, al pie del espectacular volcán, en una fonda regentada por Asun y Goyo, una pareja de oscenses muy amables, que tenía su establecimiento a la colonial, cerca de la hermosa parroquia de estilo neogótico. Allí, curtido por el aire de la montaña y durmiendo bajo una tupida mosquitera, me creía a salvo del tripanosoma[27] y demás incómodos huéspedes de la isla, aunque mis anfitriones no dejaran de criticar mi confianza. Siempre que lo necesitaba y avisaba con tiempo, Ramón Rodríguez ponía a mi disposición uno de los dos Hispano Suiza del Gobierno. Si tenía que bajar a Santa Isabel de sopetón, uno de los hijos de Goyo aparejaba el tílburi y me hacía de cochero. Pronto me hice con el control de la paciente Ordesa -que, en mi opinión, tenía más de mula que de yegua- y me servía de entretenimiento ser el conductor de aquel deslumbrante carruaje amarillo, con capota verde oscuro.

     El caso es que, preparando una estancia más prolongada, les mandé a Gobernación el siguiente resumen:

     … Tan pronto llegué aquí, me hice cargo de los aspectos policiales del caso, con el permiso del juez de instrucción. El sumario apenas contaba con la autopsia, la declaración del Sargento y el reconocimiento del mismo por dos médicos generalistas de la ciudad, estando prevista para fecha incierta la declaración de numerosos testigos de la isla de Annobón, quienes llegarán aquí, presumiblemente, en el próximo vapor. Por mi parte, he estado recabando informes y entrevistándome con el Secretario y el Vicesecretario del Gobierno General; con el señor Juez y el Secretario judicial; con el sargento Castilla, antes de que lo trasladasen a Canarias, y con el inspector de Policía, que en seguida aprovechó la oportunidad para dejar totalmente en mis manos la dirección de la encuesta.

     Como impresión de conjunto de las anteriores entrevistas, así como de la consulta de periódicos y personas del común de aquí, he llegado a la de que Restituto Castilla no está bien de la cabeza, aunque bastante mejor de lo que quiere hacer creer; que actuó solo y sin provocación de nadie, tal vez, en un pronto y bajo los efectos de la bebida; que mató al señor Gobernador con clarísima alevosía, pero con más discutible premeditación; y que el señor Sostoa, por su manera de ser y de comportarse, no estaba bien visto por parte de los funcionarios y de la colonia española, sin que ello induzca a pensar que hubiera un compló para eliminarlo, aunque algunos se alegrasen, no tanto de su muerte, cuanto de librarse de él.

     Naturalmente, es muy conveniente que apuntale y complete los datos y juicios precedentes con la audiencia de todos los testigos del caso, que depondrán próximamente en este juzgado. Por tanto, solicito de Su Excelencia tenga a bien conceder la continuación de mi estancia en Fernando Poo, con las mismas condiciones económicas y administrativas que hasta ahora. En este punto, espero las oportunas instrucciones.

     En Santa Isabel, a 14 de diciembre de 1932…

     La respuesta me llegó por telegrama: Informe completo y tranquilizador. Siga trabajo en esa. Envío giro postal a su nombre. Saludos.

     Más contento que unas pascuas, me dispuse a pasar en Santa Isabel la Pascua de Navidad. En el juzgado, me confirmaron que la cosa iría para largo:

-          ¡Huy!, me dijo el secretario, no habrá barco hasta que pasen estos días. Ahora, todos los disponibles viajan a la Península para trasladar al personal de vacaciones. Paciencia, Senén: Comerás el turrón con nosotros.


***


Guardia indígena, como los que mandaba el sargento Castilla


     Me apetecía no andar perdiendo el tiempo y visitar, cuando menos, la parte norte de la isla, aprovechando, a la vez para redondear mi investigación. Se me ocurrió volver a visitar a Ramón y pedirle su opinión y ayuda para conectar con alguno de los negreros del cacao. El vicesecretario sonrió con mi epíteto y dijo:

-          Si se tratara de hacer turismo, te recomendaría Sampaka. Es la plantación más importante y radica al lado de Santa Isabel, pero no me gusta el gerente: está en la línea de esos que brindaron con champán cuando lo del pobre Sostoa. Te daría una mala impresión, pese a lo hermoso de la explotación y a la excelencia del cacao que producen. Voy a prepararte un par de visitas y ya verás como la primera te depara una sorpresa mayúscula. Negreros del cacao, ¡ja, ja, ja!

     La verdad es que la sorpresa fue precedida de un largo y precioso periplo por la costa oeste de la isla, que me llevó casi tres horas en el Hispano Suiza. Llegamos, chófer y yo, finalmente a la pequeña población de San Carlos, en cuyas inmediaciones se había levantado la explotación del mismo nombre. A la puerta enrejada de la heredad nos esperaba un negro enorme, bien trajeado quien, todo sonrisa, me abrió la portezuela, con un buenos días casi sin acento. Imaginando que me hallaba ante el capataz, bajé, correspondí al saludo y dije:

-          Soy Senén Alamillo, el amigo de don Ramón Rodríguez. ¿Puede avisar al señor Jones? Creo que me estará esperando.

-          Caballero, está usted hablando con él.

     Debí de quedarme tan atontado, que mi interlocutor comenzó a reír de manera franca y sonora, de modo que también yo rompí en carcajadas, por simple contagio. Al fin, logramos contenernos y se le ocurrió soltar lo siguiente:

-          Mi nombre completo es Maximiliano Cipriano Jones[28]; así que me llame como me llame, le va a resultar un poco fuerte.

     Volvimos a troncharnos. Todavía la lio más:

-          Claro que, como dueño de esta plantación, me correspondería apodarme bwana o massa, pero los de acá me llaman Mangazin, por lo que me gusta leer magazines -como se dice en inglés a las revistas-.

     Con semejante preámbulo, comprenderán que habíamos roto el hielo, aunque estuviésemos en el golfo de Guinea.

     El señor Jones debe su apellido anglosajón a que sus padres emigraron de Sierra Leona. Una vez en Fernando Poo, tuvo hasta diez hijos. Maximiliano ha estudiado en España, gracias a su inteligencia natural y al apoyo de becas. De regreso a Guinea, su talento de empresario lo llevó a intentar el negocio cacaotero en un lugar delicioso y adecuado, pero lejos de Santa Isabel -65 kilómetros-, para lo que son las distancias en esta isla. Prácticamente, ha sido el refundador de San Carlos, un poblado que procede de la época portuguesa, pero que ahora se expande laborioso con la hermosa hacienda de 145 hectáreas, dedicada al cultivo y secado del cacao[29]:

-          No se crea que es gran cosa -me aclara-. En la isla somos unos veinte cultivadores, con explotaciones medias de unas doscientas hectáreas. La mía es de las medianas. Lástima que, con las condiciones de Fernando Poo, no se esté cultivando ni el veinte por ciento de la superficie adecuada para la agricultura.

-          ¿A qué cree usted que sea debido ese desinterés? Y eso que el cacao es casi la única fuente de riqueza.

-          Hay diversas razones -me explica-, pero podría reducirlas a cuatro. En primer lugar, dependemos de terceros, desde los que deberían cuidar los caminos y trazar carreteras, hasta los intermediarios que nos compran el cacao: solo Elgorriaga se ha decidido a instalarse aquí y completar todas las fases del proceso, desde la siembra de cacaoteros, hasta la fabricación del chocolate. En segundo lugar, la falta de mano de obra autóctona y especializada; la raza bubi fernandina se ha degradado, entre las enfermedades y el alcoholismo, y dependemos de la inmigración de gentes venidas de Liberia, Nigeria o Río Muni, traídas por auténticos negreros, con contratos bienales, de modo que cuando quieren empezar a ambientarse y aprender, los sustituyen por otros. En tercer lugar, España ha hecho del cacao los huevos de oro de la colonia: tiene que salir de él todo el dinero preciso para mantener el personal y los servicios coloniales; nos brean a aranceles, como si fuésemos el extranjero: hasta cuarenta millones de pesetas están sacando anualmente de nuestro tráfico. Y, por último, los fabricantes de chocolate están vendiendo como tal un dulce que basta con que tenga el dieciocho por ciento de cacao; eso, ni es chocolate, ni se le parece: ¡qué menos que un cincuenta por ciento!; algo así hace Elgorriaga y ha alcanzado un prestigio nacional, con gran enfado de la competencia.

-          Me lo ha explicado de maravilla, don Maximiliano. ¿Y el difunto don Gustavo? ¿Hizo algo por remediar la situación?

-          Venía lleno de ideas, muchas de ellas buenas; otras, utópicas. Quería diversificar la producción, volviendo al café y explotando con fuerza el okumen y otras maderas nobles del Continente. Pretendía poner coto a los traficantes de inmigrantes, con contratos más largos y justos. Quería potenciar los ayuntamientos -que aquí llamamos Consejos-, dando más poder a los de nuestra raza. Sobre todo, intentaba suavizar los castigos corporales en las plantaciones, haciendo más eficaz la Curaduría de indígenas. Muchas cosas a un tiempo y demasiados intereses lesionados de gente importante. ¡Qué le voy a decir! ¡Quién sabe lo que habría conseguido si no se cruza ese asesino! Me es muy difícil opinar: Soy, a la vez, un negro y un empresario. Me encantaría que Fernando Poo llegara a ser lo que en un principio fue: un paraíso, alejado de los conflictos del Continente. Yo hago por ello lo que puedo. Veremos hasta dónde llegan nuestros hijos.

-          ¿Cuántos tiene usted? ¿Seguirán su senda?

-          Tengo seis y procuro educarlos en el estudio y en el trabajo, en lo mejor de cada raza. A ver si lo consigo. Me agradaría dejar de mi paso por la tierra algo más que sacos de cacao.

-          ¿Se dedica a otras cosas?

-          A cualquiera que me parezca útil -sonríe-. Ahora mismo tengo entre manos una imprenta y una central eléctrica, la primera de la isla. Y estoy iniciándome en la explotación maderera. Hay algunas variedades que no las encontrará mejores ni más hermosas para la construcción.

     Conversando y recorriendo la hacienda, se nos ha hecho tarde. Me ofrece posada, pero comprendo que el chófer quiera volver hoy a su casa; así que me despido. La consecuencia es que se nos hizo de noche en seguida y el viaje de regreso, a la tenue luz de unos faros deficientes, fue una pequeña odisea. Menos mal que la segunda y última visita programada a empresarios del cacao va a ser en Santa Isabel. De otro modo, perdonaría el bollo por el coscorrón.


***


     Ya había pasado por delante un montón de veces, pero siempre me llamaba la atención lo perfecto de sus proporciones y el encanto de su arquitectura. La Casa Verde la llamaban y, por aquellas fechas, estaba a punto de cambiar de bandera[30], puesto que parte de ella constituía la sede del Consulado alemán. Pero no era allí adonde me dirigía, por indicación de Ramón Rodríguez, sino a unas modestas oficinas del piso bajo, que eran la sede de dos de las compañías cacaoteras relativamente modestas de Fernando Poo, la de Carmen Merceda y la llamada Finca Nueva.

-          Habla con unos y con otros -me indicó-, pero como un turista, sin decir que eres policía. Y, si me aceptas el consejo, no des de lado a los nativos… ni a las nativas.

     Me sentí lo suficientemente informado sobre el tema, como para presentarme como un propio -un representante habría sido excesivo- de diversas turroneras de la provincia de Toledo, interesadas en explorar las posibilidades de hacer turrón o mazapán con mezcla de cacao: vamos, el entonces inexistente turrón de chocolate, luego de éxito extraordinario. Desde luego, de no haber sido policía, podría haberme abierto camino como inventor de historias. En cualquier caso, para no desbarrar demasiado, me había empollado en la biblioteca del Gobierno General los dos últimos años de La Voz de Fernando Poo, revista mensual técnico-colonial -fundada en 1920-, que contenía información sobre el cacao y su comercio suficiente, como para mantener una conversación ilustrada.

     Con todo, no di con el quid hasta que, tras dos horas de charlar con unos y con otros de las excelencias del cacao fernandino y de su posible matrimonio con la almendra marcona en pasta, apareció por las oficinas una espléndida mujer, como de cuarenta años, que me llamó la atención, entre otras cosas, por los tonos oscuros de su indumentaria, poco habituales bajo el cielo del trópico, aunque estuviésemos en diciembre. En principio, Trini, como la saludaron los presentes, no hizo mucho caso de mí y se puso en una mesa escritorio del fondo a ordenar papeles y a telefonear un par de veces; pero cuando, harto de perorar, me disponía a subir al consulado germánico para echar un vistazo curioso, la tal Trini se acercó a mí y me acompañó hasta la puerta de la oficina-almacén, donde, en voz baja, preguntó:

-          Don Senén, ¿verdad? Soy Trini Valderas, amiga de la madre de Ramón Rodríguez. Ramón me avisó de su visita y me pidió que le hiciera los honores; pero, claro, como no me informó de la hora y usted se ha presentado tan temprano…

     Entre la sorpresa y el atractivo de Trini, solo se me ocurrió decirle, por esta vez, la verdad:

-          Iba a subir al consulado alemán, para ver qué tal lo tienen puesto. Debe de ser una de las atracciones de Santa Isabel.

     La dama se echó a reír:

-          Suba, suba. La verdad es que tiene bastante tradición. Empezó como consulado de Hamburgo, allá por 1900, según dicen… Vaya y, cuando se haya puesto al corriente, pase por la tienda a despedirse.

     En el consulado, me presenté como quien era, un comisario de Policía de visita en la isla. Les faltó tiempo para pasarme al despacho del cónsul quien, por el momento, lo era honorario. De las palabras que cruzamos, hubo algunas que me dieron una nueva perspectiva del segundo apellido del difunto don Gustavo:

-          Sthamer es un apellido corriente en Hamburgo -me dijo el diplomático-. De hecho, el cónsul hamburgués en Madrid, allá por 1850, se apellidaba así. Quién sabe si descendería de él la madre del Gobernador General. Nunca hablé con él sobre eso.

     Al bajar yo, Trini recogió el bolso, se puso la pamela -de un tono malva oscuro- y se vino conmigo, diciéndome con sorna:

-          No sé si me equivoco de persona, porque Ramón me había hablado de acompañar a un comisario y resulta que usted acaba de dar ahí dentro una conferencia sobre el turrón de chocolate.

     Me ruboricé un poco, mientras ella repetía su risa cantarina:

-          Tengo que disimular quién soy tantas veces -expliqué-, que en ocasiones lo hago por demás.

-          Espero que no lo haga conmigo, respondió con malicia. Me gusta mucho la sinceridad. Por cierto, ¿ya ha estado en la catedral? Tiene bastante que ver[31].

-          Encantado de que me la enseñe. Además, así nos defendemos un poco de este sol de justicia.

     Cuando las cosas se aclararon, resultó que todo había sido una oficiosidad del Subsecretario, con un innecesario componente de sorpresa, que casi lo arruina todo. Trini era una amiga de su familia, viuda desde hacía un par de años, que todavía llevaba alivio. Pensando la familia Rodríguez en celebrar las Navidades en familia, conmigo de invitado, imaginó que me sería más grato si estaba bien acompañado. Tras disculparse por la encerrona -agradable, desde luego-, Ramón me dijo:

-          Siendo soltero y teniendo que pasar aquí todavía una temporadilla, pensé que te agradaría hacer amistades. En fin, si te sientes agobiado…

-          No, hombre, pero tampoco es cosa de que me apoltrone a cinco mil kilómetros de Madrid. En cuanto declaren los testigos, tendré que coger el barco y mejor será hacerlo sin penas ni nostalgias.

     Ramón me guiñó el ojo y se atrevió a embromarme, pese a mi edad:

-          A lo mejor a Trini le conviene cambiar de aires. Después de la muerte de su esposo, no hay nada que la ate aquí. Solo tuvieron un hijo, que estudia en la Universidad de Sevilla y nada más viene por aquí los veranos. Quiere ser químico; así que ya me contarás si va a volver a Santa Isabel cuando se licencie…

     En fin, no teman ustedes que este relato histórico y político se convierta en una novela rosa. Trini y yo pasamos unos días muy agradables gracias, entre otras cosas, a que creíamos saber cómo y cuándo habían de terminar. Del cómo no voy a darles detalles, por discreción. El cuándo estaba muy claro: cuando hubiese oído a los testigos principales del caso Sostoa. Precisamente de eso pasaré a hablarles a continuación.


***


     Recordaré en primer lugar la declaración de Mápudu Bayovera, la negra que hacía vida conyugal con el sargento Castilla, casi desde el momento en que este llegó a Annobón. Me pareció notar que el juez estaba incómodo durante la diligencia, ya por no entender del todo bien lo que decía -el dialecto annobonés tenía poco que ver con el de los bubis fernandinos, para los que teníamos intérpretes-, ya por no querer preguntarle cosas íntimas ni perjudiciales en exceso para su amigo, pues era lógico suponer que incurriría en falso testimonio. Nos confirmó que el inicio de la relación entre ellos había sido bastante violento, rompiendo el compromiso que tenía con un joven pescador de la isla. También nos informó de que, de la relación con el sargento, había nacido un niño, pero muerto. Reconoció que Castilla tenía prontos y discusiones bastante violentas, llegando a emplear el bastón o el látigo, pero nunca armas blancas o de fuego. Dijo que era abstemio de ordinario, aunque tomaba en ocasiones señaladas vino de palma, que era la bebida habitual de su isla. Reconoció que le ponía fuera de sí el que el Gobernador prestara atención a los cuentos y calumnias de los claretianos y que, en su virtud, fuera a destituirlo. Del día del crimen dijo recordar que Restituto estaba muy nervioso, habiendo salido temprano de casa, aparentemente sin más arma que la pistola reglamentaria. Que le preguntó si tendrían que preparar las cosas para marchar a Santa Isabel, pero él le dijo que lo que iba a hacer era matar al Gobernador, cosa que ella no creyó del todo, pero le hizo pasar todo el día preocupada y llorando.

     Al terminar de testificar, preguntó si tendría que ir a la cárcel y si podría ver a su hombre, aparentando alivio al responderle el juez que podría regresar a Annobón cuando quisiera y que Castilla estaba preso en Canarias, de donde lo más probable es que no regresase jamás a Guinea. Al oír esto, nos dio una sorpresa mayúscula: Abrió una especie de bolsa que portaba y nos entregó una gruesa libreta de pastas duras, con membrete del Departamento de Agricultura. Resultó ser el diario del sargento Castilla, escrito hasta la mitad con una letra regular y clara, que provocó el comentario de don Enrique: Demonio de guardias civiles: Escriben bonito aunque estén como cabras. De donde inferí que, para el señor juez, Castilla no era plenamente imputable, por más que no contara todavía con informes convincentes acerca de ello.


***


Palacio del Gobierno en Malabo (Santa Isabel)


      El testigo más informado y solvente de todos los annoboneses respondía al españolísimo nombre de Ignacio Zamora, fruto de la tendencia de dar a los guineanos los apellidos de los colonizadores. Era un miembro influyente del Consejo de Vecinos, o especie de Ayuntamiento en concejo abierto, presidido, de todas formas, por Castilla, como Delegado del Gobierno en la isla. Zamora tenía hacia Castilla sentimientos encontrados. Por un lado, apreciaba su talante poco racista; su cruzada antialcohólica que, por lo menos, había mantenido a la isla libre de coñac, ginebra y otros licores europeos; el deseo de mejorar la capital, Palé, aunque un tanto utópico, como cuando empezó a construir un embarcadero en la playa, imposible de usar por los barcos grandes e innecesario para los cayucos y chalupas pesqueros; o su razonable deseo de limitar los excesos de los misioneros y de traer a un maestro bien preparado. Pero, de otra parte, lo juzgaba un hombre de genio demasiado vivo; abusón de los castigos de palos, llegando a propinar hasta cincuenta seguidos; contrario a la poliandria, siendo así que en Annobón -al contrario que en Fernando Poo- había muchas más mujeres que hombres; mantenedor de trabajos forzados, para cosas tan superfluas como levantar un monumento a la República; y, desde luego, persona que nunca escuchaba a los demás componentes del Consejo vecinal. Por lo demás, Zamora reflejó en su declaración las vacilaciones del sargento sobre cómo comportarse: Tan pronto hacía las maletas para partir hacia Santa Isabel, como hablaba de huir al bosque hasta que zarpase el barco, o de no saber qué hacer ni encontrarse en sus cabales: Tal vez consumía demasiada quinina para combatir la malaria -aventuró-.


***


     Pero el testigo que más me interesaba era el superior de la misión annobonesa de los claretianos, el padre Epifanio Doce. Era un hombre con gafas, barbado, como de cuarenta años, vestido con un impoluto hábito talar blanco[32]. Su apariencia denotaba un fuerte carácter, que demostró a todo lo largo de su extensa declaración. Desde el principio se vio su actitud totalmente diferente, según que las preguntas le afectasen personalmente, o incidieran sobre su Orden. En cuanto a sí mismo, dijo dudar de que la intención de Castilla fuera aquella noche la de matarlo: Es cierto que daba gritos amenazadores y que portaba un fusil, pero no llegó a entrar en el convento, ni encontraron ningún impacto de bala en sus muros. Llegó a decir que los disparos debieron de ser al aire. Lo único seguro es que el Padre iba de la misión a la plaza de la fiesta, cuando le advirtieron de lo que acababa de pasar con el Gobernador y del riesgo que él podía correr; en consecuencia, se volvió aprisa para el convento, en unión de dos monaguillos que le acompañaban. Vamos que, en mi opinión, cerró toda posibilidad a que la acusación contra Restituto fuera también por intento de homicidio del padre Doce y así lo entendió don Enrique No en el auto de procesamiento.

     Si el claretiano era benévolo en cuanto acabo de referir, se mostraba, en cambio, muy severo con la conducta de Castilla para con la Orden, mientras ejerció de Delegado en la isla. Lo definió como un republicano anticlerical que, si hubiese podido, se habría comportado como los que en España quemaron iglesias. Había hecho a la misión todo el daño que había podido: quitarles parte del terreno, para ampliar el solar de la población; reemplazar al maestro que ellos habían designado provisionalmente, por muerte del titular, alegando que tenía muy pocos conocimientos; dificultar las labores catequéticas, con el pretexto de que la República era laica y las Órdenes religiosas no podían enseñar; malmeter a los padres para que no consintieran en que sus hijos se formaran en las escuelas agrícolas claretianas, porque se los robarían y no los volverían a ver; y así, otras muchas quejas, que habían hecho llegar al Gobernador General, sin que, por parte de este, hubieran encontrado mucho eco o, por mejor decir, una respuesta rápida y eficaz. Pero el señor Sostoa iba a destituir a Castilla -replicó el juez-. ¡Por fin!, exclamó Doce; pero, durante más de un año, se limitó a reprenderle y pedirle que colaborase con nosotros. ¡Menudo se puso el sargento! Llegó a decir que el Gobernador era un beatón, que había hecho, como los jesuitas, el cuarto voto; ya sabe usía, el de obedecer, por encima de todo, al Santo Padre.



El Padre Epifanio Doce, años después del crimen (Fotografía: Fondo Claretiano)


     Una de las cosas que había dicho el padre Doce me había resultado muy extraña: eso de las escuelas agrícolas de irás y no volverás. Por ello, tras pedir la venia a don Enrique, salí disparado del despacho tras el sacerdote. Me presenté superficialmente a él y le pregunté al respecto. Lo que me respondió tenía para mí el aroma de tiempos pretéritos, de aquellas reducciones guaraníes de los jesuitas de doscientos años atrás. Esto fue lo que saqué yo en limpio de su explicación[33]:

     Uno de los peores problemas con que se encuentran los misioneros en Guinea -sobre todo, en la continental- es el gran poder que tienen los padres sobre los hijos y, más aún, sobre las hijas. Al poner a los vástagos a su servicio y forzarles en los matrimonios, echan a perder el esfuerzo misional hecho de niños para formarlos profesionalmente y educarlos en el Evangelio. Para evitar todo esto, se les ocurrió a los claretianos y a las concepcionistas llegar a un acuerdo formativo. Los primeros crearían internados para niños y chicos, en que serían educados en el cristianismo y aprenderían las técnicas europeas de la agricultura dominante en la zona. Entre tanto, las monjas harían lo propio con las hembras, haciendo mayor hincapié en las labores domésticas y el cuidado de los hijos. Llegados unos y otras a la pubertad, se fomentarían encuentros entre ellos, con vistas a impulsar matrimonios por amor y en el seno del cristianismo. De esa manera, al abandonar los internados misioneros, sería para formar familias cristianas, capaces de cultivar la tierra y, en cierto modo, de asumir las costumbres cultas europeas.

     Aquella noche, todavía impresionado, referí la conversación a Ramón Rodríguez, a casa de cuya madre habíamos sido invitados a cenar, Trini y yo. Ramón sonrió y completó la visión de aquella obra misionera tan discutible:

-          Sí, las llaman las escuelas del cacao -pues en Fernando Poo es el cultivo que enseñan-. No digo que la idea no sea buena, pero lo cierto es que la práctica tiene muy mala prensa, quizá exagerada. Los padres se quejan de que les quitan de las manos a sus hijos; los alumnos, de que los tienen confinados y los maltratan; los cultivadores, de que los claretianos comercian con el producto que obtienen gratis de sus internos; las chicas, de que las fuerzan a casarse, sin posibilidad de elección; y los ciudadanos de Santa Isabel, de que numerosos chicos y chicas se escapan, dedicándose al hurto y la prostitución. Verás, concluyó, que no era solo Castilla quien estaba hasta la coronilla de los claretianos. Y es que, si es discutible la actuación en competencia de las Órdenes religiosas, mucho peor aún es la de una de ellas en exclusiva.

-          Bueno, rectifiqué, también están las concepcionistas…

-          Esas llegaron desde el Gabón, aclaró Trini. Al principio, eran francesas y enseñaban bastante bien, al menos, a las europeas. Luego…

-          … Luego todo se corrompe en esta tierra, agregó la madre de Ramón. Será cosa del calor.

     Concluidas las declaraciones de todos los testigos que habían podido venir al juzgado en el primer barco, decidí ir poniendo fin a mi estancia en Guinea, aunque me quedase con ganas de viajar hasta Annobón y hacer una inspección ocular de los lugares del crimen. Adelanté mi propósito de regreso en el segundo informe formal que mandé al Ministro Casares, que decía así:

     En Santa Isabel, a 26 de enero de 1933.

     En el día de ayer concluyeron las declaraciones judiciales de los testigos del caso Sostoa. Quedaron cuatro por comparecer al llamamiento de Su Señoría, por enfermedad, por haber perdido el barco o por otras incidencias. Salvo mejor criterio de Vuecencia, no esperaré a que vengan los testigos restantes a deponer, para no hacer interminable mi estancia en esta. No creo que las manifestaciones que faltan cambien de manera significativa mi opinión, que seguidamente resumo a Su Excelencia, a mayores del anterior informe, enviado el 14 de diciembre pasado.

     Se confirma que el Sargento no actuó con premeditación conocida y que, además del estado mental general -a estudiar por los expertos-, pudo influir en su conducta la ingesta de alguna cantidad excesiva de bebida alcohólica. Más dudoso es que estuviera bajo los efectos de una intoxicación de quinina, la cual ciertamente puede producir intranquilidad, confusión o nerviosismo, que no creo suficientes para suponer una atenuante penal.

     Creo que ha quedado clara la animadversión que Castilla sufría hacia el Gobernador, que ya había recogido en mi anterior informe, y que los testigos han precisado en varios motivos concretos, los cuales tendré el honor de exponer a Su Excelencia cuando le rinda en Madrid un estudio completo de mi gestión.

     Finalmente, las numerosas reticencias ofrecidas por los afectados, me parece serán decisivas, a la hora de no poder inculpar al Sargento de nuevos delitos, como podrían haber sido la tentativa de asesinato del misionero claretiano, Padre Epifanio Doce, o el rapto y violación iniciales de su concubina, llamada Mápudu Bayovera.

     Es mi propósito tomar el primer barco para Las Palmas, a fin de conocer de propia mano los informes de los médicos forenses y psiquiatras que hayan reconocido al sargento Castilla, para dar por concluido el trabajo que me fue confiado por Vuecencia, y regresar lo antes posible a Madrid.



Misión claretiana de Annobón (Fotografía: Fondo Claretiano)







4.      La resurrección del sargento Castilla




     Para hacer la travesía entre Santa Isabel y Las Palmas, me volvió a tocar la motonave Plus Ultra, aunque padecí mucho menos de mareo; quizá por una razón psicológica, que era la de ir muy bien acompañado. En efecto, un par de días antes de la partida, Ramón me dijo, cuando fui a despedirme de él:

-          Por cierto, Senén, ¿tendrías inconveniente en acompañar a una dama hasta Cádiz? Va a pasar una temporada con su hijo estudiante y le daría mucha seguridad y contento hacer el viaje con una persona conocida.

-          ¿Y qué, si digo que no estoy dispuesto a asumir tamaño compromiso?, respondí.

-          Pues que ella devolvería el billete y yo pensaría que eras tonto.

-          En ese caso, que venga. Cumpliré como un caballero.

     De todos modos, había un inconveniente en el hecho de que yo tuviera que detenerme algunos días en Las Palmas, para ultimar mi conocimiento del caso. Trini ya había adquirido el pasaje hasta Cádiz directo pero, en vista de que la demora sería de apenas una semana, hizo las gestiones oportunas para que le autorizaran el trasbordo; de modo que, entre Canarias y la Península también viajaríamos juntos, solo que en el Antonio Lázaro y yendo a rendir viaje un poco más lejos de su hijo, en Málaga. Así que el viernes, 10 de febrero, me despedí -tal vez, para siempre- del Pico Basilé[34], aunque la verdad es que yo apenas tenía ojos para nada que no fuera la dama a mi lado, vestida, ¡al fin!, con un estampado de grandes flores, sobre fondo olivino, habiendo dejado atrás el alivio de luto que había llevado desde que la conocía.

     Haciendo yo acopio de mis ahorros -Trini era bastante rica-, nos hospedamos en el hotel Santa Catalina. Mientras Trini se quedaba paseando y haciendo compras por el barrio de Vegueta, yo me encaminé a la Audiencia, provisto de mi ajada credencial del Ministerio de Gobernación y de una carta de presentación para el Secretario de Gobierno de la Territorial, que había tenido la gentileza -una de las pocas- de redactar para él el señor Manresa, viejo conocido suyo de los tiempos en que había sido el último Gobernador Civil de las Islas Canarias en una sola provincia. Fue suficiente para lo que yo pretendía, es decir, leer los informes de los forenses acerca de la salud mental del Sargento y, en su caso, cambiar impresiones con ellos y hacerles algunas preguntas. Para empezar, el propio Secretario dio orden de que me trajeran los documentos pertinentes al caso. Cuando los vi, me quedé asombrado y perplejo. Me parecieron un confuso galimatías fruto de ideas preconcebidas, no de un examen detenido del sujeto. Recuerdo algunas frases, que el Secretario me permitió copiar en la libreta:

     Aunque los padres del examinado fallecieron cuando él era niño, recuerda que su padre padecía ataques epilépticos y que su madre tenía terribles jaquecas y crisis de depresión… Síntomas similares padecía su abuela materna y una tía suya, hermana de su padre, que continúa viviendo en Madrid, aunque ignora sus señas.

     Dice que, aunque lo ocultó para poder ingresar en la Guardia Civil, el procesado también padece ataques de epilepsia, aunque no frecuentes, con auras y pérdida de conocimiento…

     Los problemas mentales del procesado se agudizaron mucho en los últimos dos años, como consecuencia de las fiebres tercianas, la sensación de claustrofobia que le producía vivir en una isla tan pequeña y mal comunicada, rodeado de negros de los que ignoraba el idioma. Esa incomunicación dice haberla tenido incluso con su concubina, de quien en los primeros momentos ignoraba, incluso, si le quería o no…

     El examinado acabó desarrollando una manía persecutoria hacia el Gobernador, desde la primera visita que este giró a la isla, considerando que lo despreciaba y que cualquier cosa que él hacía la recibía con desdén. Esas ideas de perjuicio las manifiesta también hacia los misioneros claretianos, de quienes dice tendrían que ser expulsados de sus colegios, por resultar su presencia contraria a la Constitución de la República…

     En el día de autos, el procesado reconoce que, presa del nerviosismo, se excedió en el consumo de vino de palma y de aguardiente de caña, lo que, siendo habitualmente abstemio, lo excitó sobremanera y le vino la idea de atentar contra la vida del Señor Gobernador, porque iba a cesarlo en su puesto y, de manera despectiva, no quería venirse a razones ni dialogar con él… De todas maneras, nos manifiesta que, cuando echó al bolso su navaja de afeitar, solo pensó en dar un escarmiento al señor Sostoa, hiriéndole de no mucha gravedad…

     Nuestra conclusión es que el procesado, Restituto Castilla González, padece una psicopatía paranoide, con complejo de inferioridad, cobardía y egocentrismo; todo lo cual disminuye de manera muy importante sus facultades de lucidez y autocontrol. Lo cual, redactamos y firmamos en Las Palmas de Gran Canaria, a 28 de enero de 1933.



La Casa Verde de Santa Isabel


***


     Leí y releí el dictamen, incluso comentándolo con Trini, mientras, después de comer en el hotel, pasábamos la tarde en el Café Madrid. A ella, con esa perspicacia que dan la inteligencia y la falta de prejuicios técnicos, le parecía que un crimen tan absurdo y público como el de Castilla no era propio de una persona normal. Estaba en la línea del común de los mortales que, cuanto más monstruoso es un delito, más loco reputan a su autor; una forma de pensar equivocada y peligrosa, pero que a mí me interesaba, habida cuenta de que el veredicto iba a ser obra de un jurado de sujetos profanos en Derecho y en Medicina. Ahora empezaba a arrepentirme de no haber dejado que el caso fuera a parar a los severos jueces militares de un consejo de guerra.

-          Entonces, le pregunté, dime lo que te parezca más raro o discutible del informe de los forenses.

     Trini se fijó en un par de cuestiones que me parecieron muy acertadas. La primera y más llamativa, la de atribuir cobardía y complejo de inferioridad a un individuo de la Guardia Civil, egocentrista y con la presunción de ser un gobernante y un republicano preclaro. Y, en segundo lugar, dar por buenas para las conclusiones ciertas afirmaciones que no tenían ninguna prueba sólida, como las enfermedades familiares, o el haber bebido aquella noche en demasía. Con esas dudas fui al día siguiente a visitar al forense más veterano de los del informe, que dio la casualidad de que estaba de guardia. Me encontré con el típico médico mayor, fiado de su ojo clínico y anclado en conceptos psiquiátricos de mediados del siglo pasado. Además, había tenido problemas con Castilla para que se dejase analizar y estudiar con calma; por ejemplo, no había habido modo de comprobar empíricamente su supuesta epilepsia. Y, en cuanto a la cobardía…, resultó que no se referían a falta de valor frente al peligro, sino a la resistencia en asumir las dificultades y arrostrarlas.

-          En fin, doctor -dije, tratando de ponerlo ante las consecuencias prácticas de su informe-, ¿no ve usted que, con ese dictamen cosido con alfileres, el autor de un crimen tan relevante y horrendo va a irse de rositas, con una pena tan corta, que pocos van a considerar justa?

-          Tiene usted alma de justiciero -salió el galeno-, como corresponde a un policía. Yo he visto a tanta gente pudrirse en las cárceles, que no veo ninguna ventaja en que le caigan treinta años a un desgraciado, en vez de quince o veinte.

-          Es que, como el jurado se deje llevar por ustedes, no van a ser quince o veinte, sino diez años, y si llega.

     El forense se quedó pensando, como si no hubiese echado cuentas hasta entonces de las consecuencias de su dictamen, pero no dio su brazo a torcer:

-          Tal vez revisemos en algo nuestras conclusiones, de cara al juicio. En último extremo, si no le gusta el informe al fiscal, que proponga la pericia de algún otro colega… Es muy fácil encontrar psiquiatras con opiniones completamente diferentes.

-          Sí, por favor -supliqué-. No dejen ustedes de reflexionar; sobre todo, en lo de la epilepsia que nadie ha visto y en lo de un sargento de la Guardia Civil cobarde y con complejo de inferioridad… El jurado y la prensa se les van a reír en las barbas.

     Volvió a quedar meditabundo; de suerte que cuando me incorporé para despedirme, no se movió de su sillón ni dijo palabra. Mi adiós, doctor no obtuvo contestación.

     A la mañana siguiente envié al Ministro mi tercer y último informe. Le exponía resumidamente cuanto acabo de contarles y concluía con una premonitoria observación, tal vez, algo impertinente:

     Si el fiscal pretende obtener una sentencia a tenor de la gravedad del crimen, no va a tener más remedio que desmontar la más que discutible opinión de los forenses. De no ser así, siendo un asunto de jurado, me temo que el sargento Castilla acabe burlándose de todos nosotros.


***


     Pasó el tiempo y me despreocupé del sargento Castilla y de los avatares e incidencias de la causa penal en que se hallaba procesado. Tampoco me extrañaba que la misma siguiera una lenta tramitación, conociendo el detallismo de don Enrique No y la dificultad de completar las diligencias, con los testigos a quinientos kilómetros de Santa Isabel, y los forenses y el procesado a cuatro mil. Entre tanto, yo había vuelto a mi despacho de la Puerta del Sol, para pelear con las labores de vigilancia y escolta policiales de los políticos, nada fáciles en aquellos tiempos. Así que un día de principios de septiembre de 1933, a punto de caer el Gobierno de Azaña, y Casares con él, presenté mi petición de traslado a la jefatura de la Policía de Zaragoza, donde estaba vacante la plaza de comisario de investigación criminal. En parte como recomendación y en parte, por deferencia, solicité audiencia al Ministro y le informé de mi instancia. Casares bromeó:

-          Alamillo, no me diga que me quiere tanto, que no puede vivir sin mí en el Ministerio.

-          Eso por supuesto -le devolví la humorada- pero, sobre todo, es que voy a casarme próximamente y deseo para mi esposa una vida más tranquila, alejada de una ciudad tan grande como Madrid, a la que en absoluto está acostumbrada.

-          ¡Hombre, qué callado lo tenía! Pues que sea enhorabuena. ¿De dónde es ella?

-          De un poco lejos…, de Santa Isabel de Fernando Poo.

     El Ministro inmediatamente ató cabos y preguntó:

-          Por cierto, ¿qué será de aquel sargento que asesinó al Gobernador General?

     Previendo una pregunta así, me había informado por el Secretario de Gobierno de Las Palmas: No nos ha llegado todavía el sumario -me dijo-. El Presidente está empezando a impacientarse.

-          Prosigue la instrucción -contesté-. Ya sabe, don Santiago, lo que son las comunicaciones y las distancias por allá. Tal vez, si hubiese una Audiencia en Guinea…

-          ¡Carallo, Alamillo, no pide usted nada!, me respondió entre risas. Ande, ande, y que sean ustedes muy felices a las orillas del Ebro.

     En efecto, allá que nos fuimos Trini y yo. El hijo siguió en Sevilla hasta terminar la carrera, año y pico después. Fue su voluntad y, como decía su madre: Estamos lejos para las medidas de España pero, para una fernandina, lo tengo a la puerta de casa.


***


     Creo que fue en abril de 1934 cuando recibí un sobre grande, remitido desde Las Palmas, en el que, con un saluda del Secretario de Gobierno, iban sendas copias de las calificaciones del fiscal y de la defensa en el asunto Sostoa. El fiscal no se andaba con chiquitas: Calificaba los hechos como asesinato; no tenía en cuenta ninguna alteración mental en Castilla, y le pedía la pena máxima de treinta años de reclusión mayor. La defensa entendía que su patrocinado era, de por sí, un enfermo mental que, a mayores, había cometido el delito con un trastorno transitorio, fruto de la bebida y de ser destituido de su cargo sin la debida explicación. En consecuencia, solicitaba la absolución, por aplicación de la eximente primera del Código Penal. Ambas partes proponían una extensa prueba testifical y la pericial psiquiátrica de forenses y -la defensa- la de algunos facultativos privados. Cuando vi que el fiscal se conformaba con los forenses, imaginé que iban a tumbar su tesis sin remisión.

     En efecto, el 7 de julio de 1934, en sesiones de mañana y tarde, se celebró el juicio, ante un jurado de ciudadanos legos en leyes y un Tribunal de Derecho, presidido por el Presidente de la Sala de Vacaciones de la Audiencia. Según las noticias de prensa, aunque las declaraciones de los testigos fueron, en conjunto, muy desfavorables para los intereses del acusado[35], todo se jugó en la prueba pericial médica, siendo esta apabullante en pro de la perturbación psíquica de Castilla, al menos, en los momentos del crimen. En consecuencia, el jurado deliberó con rapidez y, al día siguiente, la Audiencia falló, condenando a Restituto Castilla a la pena de ocho años y un día de prisión mayor, por concurrir la eximente incompleta de enajenación mental, fijando una responsabilidad civil de cincuenta mil pesetas en favor de los herederos del asesinado. Consta que uno de los tres magistrados emitió un voto particular discrepante: Me figuro que el veredicto y la sentencia le parecerían demasiado benignos, como opinó el común de los conocedores del caso y del acusado. No obstante, por el necesario respeto al criterio del jurado -o por otras razones que él sabría-, el fiscal no recurrió en casación la sentencia, a diferencia de la defensa, que tuvo el rostro de considerarse insatisfecha y acudir al Tribunal Supremo, con vistas a que este absolviera a Castilla, por reputar plena la eximente de enfermedad mental. Finalmente, el 10 de junio de 1935, el Supremo desestimó el recurso de la defensa y confirmó la pena impuesta por la Audiencia. En su virtud, se practicó la oportuna liquidación de condena, señalándose que el Sargento habría de permanecer el prisión hasta noviembre de 1940. Además, era expulsado de la Guardia Civil, como sanción accesoria.


***


     En enero de 1936, el general Miguel Cabanellas -como recordarán, padre de Guillermo Cabanellas, secretario particular del finado Sostoa- apareció por Zaragoza, en calidad de Jefe de la V División Orgánica. Pedí al Comisario jefe acompañarle en el acto de toma de posesión, pues me ilusionaba conocerlo y preguntarle por su hijo, a quien había perdido la pista. En un principio, me saludó muy tieso, sin más; pero, durante el piscolabis que siguió, se me acercó sonriente y dijo:

-          Así que conoce usted a mi hijo Guillermo… No me extraña nada, siendo usted policía.

-          En efecto, general, pero si lo traté, y muy gratamente, fue en su condición de secretario particular del Gobernador General de Guinea.

-          ¡Ah, vamos!, exclamó ya relajado. ¡Menudo trago aquel!... Pues está bien. Sigue soltero y un poco por todas partes. Sabrá usted que se afilió al PSOE, en 1934, nada menos, y ahora se está pensando presentarse a diputado socialista en las próximas elecciones.

-          Es una gran persona -resumí-, aunque tal vez no haya madurado todo lo preciso para estos tiempos.

-          Usted lo ha dicho. Quiera Dios que no se meta en un berenjenal del que ni yo pueda sacarlo… En fin, me ha encantado hablar con usted y ya sabe dónde me tiene a su disposición.

-          Lo mismo le digo, Excelencia. Y le ruego transmita mis recuerdos y buenos deseos a Guillermo.

     Eso fue a mediados de enero. El 16 de febrero, ganaba las elecciones el Frente Popular -aunque Guillermo Cabanellas no obtuvo acta- y, en su consecuencia, el 21 del mismo mes se promulgaba un Decreto-Ley de Amnistía, para dejar sin efecto todas las condenas y procesamientos por cualesquiera delitos que tuvieran una motivación política o social. Enseguida, el sargento Castilla presentó su solicitud para acogerse a la amnistía, aseverando que su delito había tenido una intención política. La cuestión era muy dudosa, pero los fiscales y tribunales de entonces -presionados por el Gobierno y por las masas de manifestantes- no estaban por la labor de hilar fino, sino de quitarse cuanto antes el aluvión de asuntos que se les había venido encima[36]. En consecuencia, Castilla salió libre, aunque sin tener clara por el momento su reincorporación a la Guardia Civil. Algunos dicen que aprovechó el momento para afiliarse al Partido Comunista. En todo caso, era evidente que la amnistía implicaba el olvido completo de su crimen y, por tanto, la plena recuperación de los derechos perdidos por el asesinato. Finalmente, como pude comprobar en la Gaceta de la República, por orden de 7 de octubre de 1936[37] se le reintegró en todos los atrasos económicos y -lo que aún era más importante- se le reconoció el ascenso al grado de brigada: el sargento Castilla había resucitado, y con sardinetas en las bocamangas.

     Para esa última fecha, España ya se había dividido en dos y la guerra civil hacía correr la sangre, tanto en los frentes, como en las represalias de retaguardia. No voy a entrar ahora a lucubrar si fue afortunado para mí que me encontrara en la zona nacional, bajo el doble paraguas de ser un policía de cierta categoría y no tener adscripción política conocida. Otro tanto le sucedió, aunque con menos suerte, a mi amigo Guillermo Cabanellas. Había tenido la feliz idea de casarse en Madrid el 16 de julio de 1936, para festejar la onomástica de su encantadora esposa, Carmen de las Cuevas. Yo no fui invitado; de modo que ignoro si se trataba de empezar la luna de miel por Aragón, o de acompañar al General de regreso a su sede zaragozana. Lo cierto es que el Alzamiento los pilló en Zaragoza y, gracias a la influencia de su padre, Guillermo salvó la vida. Luego, aún preocupado por el espíritu sanguinario de unos y de otros, resolvió pasar de extranjis a Francia con su esposa, en mayo de 1937, exiliándose. Desde entonces, no lo he vuelto a ver. Creo que anda por Hispanoamérica, centrado al fin en una ocupación acorde con sus excelentes cualidades: la de profesor universitario[38]. Su padre fue a morir en Málaga, en 1938, por lo que tampoco a él pude darle un último adiós.


***


     Lo que falta por decir será relativo a Restituto Castilla, y con todas las dudas y vacilaciones que me sea necesario reconocer, que son tantas, o más, que las certezas. No olviden que lo que le quedaba de vida -poco más de tres años- lo pasó en la zona republicana, o en las llamadas cárceles de Franco, esperando la ejecución de su sentencia capital. Procuraré exponer con sinceridad y el mayor orden posible cuanto he llegado a saber de él, o a creer saber.

     Para empezar por algún tema, hagámoslo por el de los grados que alcanzó en la Guardia Civil, luego llamada Nacional Republicana y, por último, fusionada con la Guardia de Asalto en los Grupos del mismo nombre. Es indudable que ascendió a teniente -dicen algunos que por méritos de guerra- y es probable que también a capitán, grado con el que alguien afirma que ocupó el cargo de Director de la Academia de Guardias Jóvenes de Valdemoro, puesto muy notable que, en tiempos de paz, solía asignarse a un jefe de la Guardia Civil, normalmente, un coronel. En cambio, todos reconocen a Castilla puestos de jefatura en el llamado Cuartel de Bellas Artes de Madrid y en el Grupo de Seguridad y de Asalto, con sede en Ciudad Real, trasladado ulteriormente al poco activo Frente de Extremadura.

     Procurando ordenar cronológicamente los destinos ciertos de Restituto Castilla, lo encontramos en el otoño de 1936, aún brigada, formando parte de la comisión calificadora y depuradora de elementos de la Guardia Civil presuntamente desafectos al Régimen republicano; organismo que funcionaba en el Cuartel de Bellas Artes, actual Círculo de Bellas Artes de Madrid. Esta Comisión se hizo tristemente famosa por una circunstancia, tal vez no plenamente imputable a ella: el asesinato de cincuenta y dos guardias civiles detenidos en la checa Spartacus[39] -dos más lograron fugarse- acaecido el día 19 de noviembre de 1936; episodio que, por su catadura y fecha, parece coincidir con los crímenes de Paracuellos de Jarama. Este hecho, con razón, permaneció en el imaginario del bando nacional; hasta el punto de que, cuando se juzgó en consejo de guerra a los presuntos responsables -incluido Castilla-, se los denominó los catorce de Bellas Artes.

     El siguiente destino confirmado de Castilla, ya como teniente, fue en Ciudad Real, a partir del verano de 1937, como jefe de una brigadilla de la Guardia Nacional Republicana encargada de reprimir las actividades quintacolumnistas en dicha provincia. Aunque no parece que tal actividad antirrepublicana fuese muy notable en la zona -a diferencia de lo que acaecía en Madrid-, es lo cierto que la unidad de Castilla continuó desempeñando su labor hasta marzo de 1938. Curiosamente, fue bastante después cuando floreció la quinta columna en Ciudad Real, con ocasión de la inminente derrota de la República y el próximo final de la guerra[40].

     También está clara la incorporación de Castilla -quizá ya como capitán- al 24º Grupo de Asalto, trasladado en marzo de 1938 a Medellín (Frente de Extremadura). Se ignora en qué acciones o combates pudo haber tomado parte, ni si su pertenencia a tal unidad fue permanente, o alternando con otras ocupaciones, como pudo haber sido la Dirección de la Academia de Valdemoro, también aludida anteriormente.

     ¿Cómo y dónde fue detenido Castilla al terminar la guerra civil? El lugar parece casi seguro: Ciudad Real. Allí radicaba, últimamente bajo el mando del respetado general Escobar, el mando supremo del Ejército de Extremadura. Las fuentes hacen constante referencia a Castilla, como persona residente en la capital manchega (aunque alguna se refiere a Annabón, de manera completamente anacrónica), y hasta llegan a sostener equivocadamente que Castilla fue víctima del franquismo en Ciudad Real, por haber sido juzgado y condenado en esa provincia. En cuanto al cómo, lo ignoro y no he visto alusión en ninguna fuente consultada: Querría creer que el oficial Castilla tuvo la gallardía de entregarse a las fuerzas enemigas, como explicación plausible al silencio existente acerca de posibles huidas u ocultaciones.


***


     Y, dicho todo lo anterior, habré de dedicar un breve final a lo poco que yo sé sobre el juicio y ejecución del teniente, o capitán, Castilla, procurando, a la vez, deshacer los errores indudables que se han vertido al respecto.

     En primer lugar, quiero rechazar el disparate jurídico -que un comisario de la Judicial capta al instante- de afirmar que a Castilla se le juzgó, por segunda vez, por el crimen del Gobernador Sostoa, al haber librado tan ligeramente una responsabilidad tan grande. Es obvio que ni los tribunales militares de la época llegaron a saltarse tan a la torera la cosa juzgada. Cosa diferente es que, puestos a valorar los antecedentes penales y policiales de los acusados, tuvieran en cuenta aquellos para graduar y endurecer las penas que iban a imponer. Recuerdo que un colega mío me contó que había pasado otro tanto con los paisanos condenados por los sucesos de Castilblanco y de Casas Viejas, varios de los cuales acabaron contra el paredón por tomarse en cuenta tan nefastos precedentes[41]. Por otra parte, no se olvide lo que antes dije: el consejo de guerra contra Castilla lo fue también contra otros varios acusados y recibió el nombre identificativo del juicio de los catorce de Bellas Artes. Bastante tenían con aquella masacre para que se los condenara a muerte: Creo que, de haber formado yo parte del tribunal, habría votado lo mismo.

     En segundo lugar, no creo preciso insistir en que el juicio fue en Madrid -no en Ciudad Real, como algunos sostienen-, cosa lógica por la competencia territorial, al haberse cometido el delito o delitos en la villa madrileña. Por lo mismo, como finalmente diré, la ejecución de la pena capital -cuando menos, en lo que respecta a Castilla- se produjo en la Capital de España, en concreto, en las tristemente famosas tapias del entonces llamado Cementerio del Este, hoy, General de la Almudena[42].

     Finalmente, queda por dilucidar el motivo por el que se tardó tanto en ejecutar la pena de muerte de Castilla: casi seis meses, toda vez que se le fusiló en la mañana del 8 de abril de 1940, cuando contaba 41 años de edad. Desde mi experiencia como comisario y como persona que vivió aquellos tiempos, creo que pudo haber dos motivos de ello, como frecuentemente constaté entonces. El primero, las vacilaciones del Generalísimo, apoyadas por su Auditoría, sobre conceder o no la gracia de indulto: No creo fuese el motivo en este caso, pues Castilla, para lo que entonces se estilaba, era un criminal de tomo y lomo, con todas las papeletas para ser premiado en la lotería de la muerte con un enterado[43]. El segundo motivo pudo ser que se le mantuviera con vida, con alguna esperanza de conservarla, para que delatara a otros enemigos del Régimen, o diera información importante de naturaleza política, cosa perfectamente posible en todo un capitán (o teniente) republicano, dedicado primordialmente a labores de inteligencia.

     Yo me inclino decididamente por esta segunda opción, corroborada por el hecho de que los otros condenados en la misma causa fueron ejecutados -al no mediar indulto- antes que Castilla. Es cierto que nuestro resucitado finalmente no murió solo, sino en compañía de otros diecisiete reos; pero estos lo eran de otros juicios diferentes.


***


     Aquí pongo fin a este relato, que he dedicado al asesinato del Gobernador General de Guinea, don Gustavo de Sostoa y Sthamer pero que, como en el dicho de las cerezas del cesto, ha acabado tratando de otras muchas cosas. Espero que tan jugosa fruta no les haya resultado indigesta.




Antigua Audiencia Territorial de Canarias



[1] En general, véase M. Carrasco, Novelacolonialhispanoafricana.blogspot.com, 20 de enero de 2014. Novelas recientes ambientadas en Fernando Poo: Luz Gabás, Palmeras en la nieve, Temas de Hoy, 2012; Gemma Freixas, Casino de Santa Isabel, Proa, 2013. Versiones noveladas sobre el tema de este mi relato: Francisco Zamora Loboch, La República fantástica de Annobón, Sial - Casa de África, 2018; Luis Leante, Annobón, Harper-Collins, 2017.
[2] Santiago Casares Quiroga (1884-1950) fue, en lo que aquí interesa, Ministro de la Gobernación entre el 14 de octubre de 1931 y el 12 de septiembre de 1933. El relato alude imaginariamente a su esposa, Gloria Pérez Corrales, y a su hija, María Casares, insigne actriz de cine y teatro.
[3] El fallido golpe de Estado encabezado por el general Sanjurjo, el 10 de agosto de 1932, tuvo en Madrid una notable incidencia, hasta el punto de producirse de sus resultas 10 muertos (nueve militares y un civil) y 15 heridos, que se sepa (ocho militares, dos civiles y cinco de las Fuerzas de Seguridad); todo ello, a tenor del 14º resultando de la sentencia del Tribunal Supremo (Sala Sexta) de 19 de julio de 1933.
[4] Se trataba del diplomático, don Gustavo de Sostoa y Sthamer (1872-1932), quien ejerció el citado cargo entre agosto de 1931 (posesionado el 1 de noviembre) y noviembre de 1932, en que fue asesinado. Versión muy completa y en caliente de lo sucedido en Luz, diario de Madrid, número de 15 de noviembre de 1932, pp. 1 y 16. Menos extensa en La Vanguardia, de Barcelona, del 16-11-1932, pág. 19. Aunque con algunos errores de no mucho bulto, el mejor trabajo sobre el tema me parece que es el siguiente: Gustau Nerín, ¿Socialismo utópico en Annobón? La aventura revolucionaria del sargento Restituto Castilla (1931-1932), conferencia pronunciada en la Hofstra University de Nueva York, el 14 de enero de 2006, editada en 2009 (20 páginas) y accesible libremente por Internet.
[5] Niceto Alcalá-Zamora y Torres (1877-1949), Presidente de la República Española entre diciembre de 1931 y abril de 1936.
[6]  Arturo Menéndez López (1893-1936), Director General de Seguridad entre marzo de 1932 y marzo de 1933.
[7] Seudónimo del famoso periodista y escritor Francisco Madrid (1900-1952).
[8] Diario de Madrid, publicado entre 1930 y 1939. El reportaje en cuestión se publicó en el número del 20 de noviembre de 1932, págs. 11 y 13-17.
[9] Manuel Fernández Silvestre (1871-1921), quien mandaba las tropas españolas desastrosamente derrotadas en Annual , el mes de julio de 1921.
[10] Que aparecería al año siguiente: Francisco Madrid, La Guinea incógnita. Vergüenza y escándalo colonial, edit. España, Madrid, 1933 (225 págs.). Interesan especialmente aquí las págs. 159-172.
[11] Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930), Dictador de España entre septiembre de 1923 y enero de 1930.
[12] Alusión al argumento del drama Traidor, inconfeso y mártir (1849), obra de José Zorrilla y Moral (1817-1893).
[13] Para lo que aquí interesa, Manuel Azaña Díaz (1880-1940) fue Ministro de la Guerra entre abril de 1931 y octubre de 1933.
[14] Miguel Cabanellas Ferrer (1872-1938), general de división, con quien luego coincidiremos en Zaragoza, cuando sea nombrado Jefe de la V División Orgánica, en enero de 1936. Posteriormente, encabezaría la Junta de Defensa Nacional, máximo órgano colegiado del Ejército sublevado contra la República (julio de 1936), hasta que cedió el mando único (1 de octubre de 1936) al general de división, Francisco Franco Bahamonde (1892-1975).
[15] Véase Josep Lluís Mateo Dieste, “Una antigua costumbre…” Corrupción entre colonizadores y colonizados en Alcazarquivir (1925), Protectorado Español de Marruecos, en Illes Imperis – 16, 2014, pp. 147-168. No doy nombres para evitar molestar a familiares de los implicados.
[16] Restituto Castilla González (1898 o 1899-1940), guardia civil, en cuyo Cuerpo era sargento cuando asesinó en la isla de Annobón al Gobernador General de Guinea, el 14 de noviembre de 1932.
[17] Es la principal licencia novelesca que me tomo en este relato. En realidad, el sargento Castilla fue enviado a la cárcel de Las Palmas el 25 de noviembre de 1932, en el mismo barco en que se repatriaron los restos mortales de su víctima. Véase Moncho Núñez Diácono, El asesinato del Gobernador General D. Gustavo Sostoa, en www.raimonland.net, 13 de mayo de 2005 (excelente artículo, en mi opinión).
[18] El personaje es real, aunque su carácter y palabras son inventados. Se trata del juez salmantino, Enrique S. No Hernández, que instruyó el sumario 41/1932 del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción de Fernando Poo, por el asesinato de D. Gustavo de Sostoa. Era juez de ascenso y pronto pasó a juez de término (véase Gaceta de Madrid de 10 de marzo de 1933).
[19] La principal población de Annobón recibía los nombres de Palé, Palea y San Antonio de Palé.
[20] De hecho, se sostiene que, avanzado el proceso criminal, ciertos annoboneses influyentes solicitaron personarse para ejercitar la acción popular pero, por el motivo que fuese (tal vez, no abonar la fianza cautelar), su solicitud no prosperó.
[21] La redacción primitiva de la Ley de Enjuiciamiento Criminal especificaba que el inculpado perdería todos los tratamientos (como el don), solo a partir del momento en que hubiera sido procesado.
[22] De manera entrecortada y algo inconexa recojo datos y opiniones sobre Restituto Castilla, basados en las fuentes que existen de su persona y conducta.
[23] En cambio, el Código militar mantuvo la pena de muerte durante todo el periodo republicano. Si Castilla hubiera sido juzgado en consejo de guerra, es probable que hubiese sido ejecutado.
[24] José Domínguez Manresa había sido Gobernador Civil de las Islas Canarias y de Jaén durante la Dictadura de Primo de Rivera. Entre 1930 y 1935 fue Secretario General del Gobierno General de los Territorios del Golfo de Guinea. A partir de ese momento (1935), no he encontrado de él referencia interesante ninguna.
[25] Se trataba, respectivamente, de Félix Bilbao Arana y de Pedro Agustín Ordóñez.
[26] En cuanto al entierro del señor Sostoa en Madrid, las fuentes literarias están llenas de errores:  No asistió el Presidente de la República, que se limitó a estar representado por uno de sus Ayudantes, el Sr. Azcárate. No acudió tampoco ningún Ministro, ostentando la representación del Gobierno el Director General de Marruecos y Colonias. No se tributaron al cadáver honores militares, ni imagino el motivo por el que se le tuvieran que haber prestado, no siendo el finado militar, ni muerto en acción bélica. No fue enterrado en el cementerio del Este, o de La Almudena, sino en la sacramental de San Justo. En fin, un cúmulo de equivocaciones, que deja en evidencia, por ejemplo, el diario madrileño La Luz del 12 de diciembre de 1932, pág. 7, el cual, entre otras cosas, detalla que el féretro iba envuelto en la bandera nacional y las numerosas coronas de flores que se enviaron en señal de duelo.
[27] Parásito productor de la llamada enfermedad del sueño.
[28] Maximiliano Cipriano Jones (1871-1944). El negocio de la plantación fue continuado por su hijo Wilwardo Jones Níger, destacado político ecuatoguineano, uno de cuyos hijos, Miguel Jones Castillo (1938-2020) fue destacado futbolista del club Atlético de Madrid.
[29]  Para lo que sigue, véanse: Ndongo Bidyogo, Historia y tragedia de Guinea Ecuatorial, edic. Cambio 16, Madrid, 1977 (para el cultivo del café y del cacao); Gonzalo Sanz Casas, Política colonial y organización del trabajo en la isla de Fernando Poo: 1880-1930, tesis doctoral, Facultad de Geografía e Historia, Universidad de Barcelona, noviembre de 1983 (totalmente accesible por Internet); José Luis Bibang Ondo Eyang, La II República, ¿la llegada de un Mesías para los olvidados territorios españoles del Golfo de Guinea?, Cuadernos Republicanos, nº 102, invierno 2020, pp. 53-80; La Voz de Fernando Poo, número mensual de junio de 1936, pp. 4-6.
[30] Dado que, en enero de 1933, llegaría al poder en Alemania el canciller, Adolf Hitler.
[31] La Catedral de Santa Isabel de Fernando Poo (hoy, Malabo) fue construida entre 1897 y 1912 en estilo neogótico, bajo la dirección del arquitecto Luis Sagarra y -se dice- la supervisión de Antonio Gaudí. El 15 de enero de 2020 sufrió un voraz incendio -de dudoso origen-, que hace temer no sea reconstruida.
[32] El Padre Doce se mantuvo en las misiones de Guinea Ecuatorial, hasta su fallecimiento, producido hacia 1973. Es autor de unas Notas aclaratorias al libro de Miguel Zamora Loboch, Noticia de Annobón, Diputación Provincial de Fernando Poo, Santa Isabel, 1962 (impreso en Papelería Madrileña), 89 pp., más mapas e ilustraciones. Véase, sobre su permanencia en Guinea, Rafael de Mendizábal Allende, Misión en África. La descolonización de Guinea Ecuatorial (1968-1969), Biblioteca del BOE y Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Madrid, 2018, p. 243.
[33] Para lo que sigue, véanse: Gonzalo Álvarez Chillida, Misión católica y poder colonial en la Guinea española bajo el Gobernador General Ángel Barrera (1910-1925), books.openedition.org, 26 pp.; Xavier Huetz de Lemps, Gonzalo Álvarez Chillida y María Dolores Elizalde, Gobernar colonias, administrar almas, Casa de Velázquez, Madrid, 2018, espec. pp. 181-206; Jacint Creus, Cuando las almas no pueden ser custodiadas: El fundamento identitario en la colonización española de Guinea Ecuatorial, Hispania. Revista Española de Historia, 2007, volumen LXVII, nº 226, mayo-agosto, pp. 517-540, espec. pp. 532-538; Jacint Creus, La sacralización del espacio como argumento de colonización: el nuevo modelo misionero en Guinea Ecuatorial, Pandora: revue d’études hispaniques, 2004, pp. 119-128.
[34] Es el volcán más alto de la isla de Fernando Poo (hoy, Bioko), con una altura de 3.011 metros.
[35] Véase La Vanguardia de Barcelona, número de 8 de julio de 1934, pág.6
[36] Se calcula que los fiscales y tribunales penales de la época hubieron de aplicar la amnistía a unos 30.000 procesados y condenados, número en el que es dudoso se incluyan los casos en que la medida de gracia fue estudiada y no concedida.
[37] Gaceta de la República del 10 de octubre de 1936.
[38] De hecho, se convirtió en uno de los más importantes tratadistas del Derecho de Trabajo en lengua española.
[39] Véase Valentina Orte, La checa Spartacus y la Guardia Civil, www.tradicionviva.es Historia, 2 de abril de 2018.
[40]  Véase Javier Cervera Gil, Infiltración del quintacolumnismo y espionaje en el orden público y seguridad republicanas, en DIACRONIE, Studi di Storia Contemporanea, nº 28, 4 /2016, espec. epígrafe 51 y nota 21.
[41] Véanse mis ensayos, en este mismo blog, titulados Luis Rufilanchas: de Castilblanco a La Coruña y Azaña en el Hotel de Francia.
[42] Véase Manuel García Muñoz, Los fusilamientos de la Almudena, La Esfera de los Libros, Madrid, 2012, p. 250.
[43] Fórmula con la que la Auditoria del Generalísimo Franco devolvía los expedientes en que el indulto había sido denegado y, por consiguiente, podía ya ejecutarse la pena de muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario