viernes, 25 de febrero de 2011

El final de Pigmalión

Por Federico Bello Landrove
    
     Pocas veces me permito aplicar directamente a los cuentos mi conocimiento profesional del mundillo de la Justicia. Esta es una de esas excepciones. Del Pygmalion de Shaw (1913), al corazón de un juez de instrucción cualquiera, pasando por la actualización del mito en el ambiente universitario español casi contemporáneo. O sea, una forma razonablemente digna de apoderarse de personajes ajenos, dando –como ahora se dice- otra vuelta de tuerca al argumento.
                                                                                
   De la página 13 de “Nuestro Diario”, correspondiente al día 16 de junio de 19…:
  “En la mañana de ayer falleció, a los 75 años de edad, el profesor Enrique de Azcárate, que fue durante muchos años catedrático de nuestra Universidad. Su muerte ha sido repentina, si bien el señor Azcárate llevaba varios años aquejado de una grave enfermedad. El funeral por su eterno descanso se celebrará a las 12 horas del día de hoy en la capilla de la residencia de ancianos La Trinidad. Seguidamente, se llevará a cabo la conducción del cadáver al cementerio de esta ciudad”.
     El informe médico-forense, redactado en la misma fecha, a la atención del juzgado de guardia, presentaba unas conclusiones del siguiente tenor literal: “1ª. Don Enrique de Azcárate Martín ha fallecido a resultas de una ingestión de tranquilizantes, en cantidad suficiente para causarle la muerte. 2ª. Las evidencias son firmes y coincidentes, en el sentido de que se ha tratado de un episodio suicida, sin intervención de terceras personas. 3ª. No se consideran necesarias ulteriores pruebas o análisis médicos para el esclarecimiento del caso”.
                                                                              ***
     Como juez de guardia, yo tenía que resolver sobre el asunto. Y tengo el criterio de no archivar un suicidio sin hacerme una idea clara de los motivos de la víctima. Me parece la mejor forma de evitar errores y, por otra parte, no suele resultar difícil de averiguar. Así que llamé a mi secretaria judicial y le pregunté –como buena conocedora de la sociedad local- si sabía de la existencia de parientes próximos de Azcárate. Nuria me respondió:
-          Que yo sepa, don Enrique era soltero y sin parientes próximos. De hecho,  todos los trámites se gestionaron con el personal de la residencia en que estaba ingresado y nadie ha venido por el juzgado a reclamar las pertenencias del difunto.
-          Pues entonces tendremos que pasarnos por La Trinidad cuando terminemos la guardia.
-          ¿Me vas a necesitar o se trata de gestiones informales?
-          Mejor vamos los dos. Haremos inventario y recogida de bienes y, de paso, averiguaremos lo que podamos sobre las causas del suicidio.
     Tres días después de esta conversación, nos desplazamos hasta La Trinidad, previa cita con su director, al que informé sobre el objeto de nuestra presencia. Se trataba de echar un vistazo a las pertenencias del difunto, por si hubiera de adoptarse alguna medida legal de custodia. Le gasté una broma, según mi costumbre:
-          Y, si encontramos una buena pasta y no hay herederos, nos la repartimos a medias.
     Ayudados por dos empleados de la residencia, Nuria y yo estuvimos cosa de un par de horas haciendo inventario de las pertenencias del finado Azcárate y apartando aquellas que nos parecieron dignas de examen más detenido. “Desgraciadamente”, el dinero encontrado no pasaba de 3.725  pesetas, pero los papeles y documentos bancarios abundaban.  Así que ordené que mantuvieran cerrada la habitación durante unos días más, bajo precinto judicial, y de todo lo incautado decidí llevarme a casa, para lectura inmediata,  una vieja carpeta de cartón y gomas elásticas, tamaño folio, que me llamó la atención por su epígrafe: “Testamentos”.

     Por lo demás, la indagación sobre los motivos del suicidio resultó muy sencilla. El historial médico de Azcárate recogía “enfermedad de Alzheimer” desde seis años antes. Dos asilados de su entera confianza le habían oído decir más de una vez:

-          El día en que no recuerde la fórmula de la urea, me tiro por la ventana.
     Se ve que al pobre profesor le resultó más fácil hacerse con unos somníferos en una farmacia conocida, que intentar volar, y perdonen ustedes el chiste de mal gusto.

     Terminé de redactar una sentencia, cené lo frugalmente que suelo y, a eso de las diez de la noche, me arrellané en el diván de mi apartamento de lobo solitario, abrí la carpeta de “Testamentos” y empecé a husmear.

     “Los testamentos” eran dos. Uno de ellos, de seis años atrás y ante notario, disponía del patrimonio del señor Azcárate de un modo que no es del caso relatar: de hecho, yo sólo lo hojeé y aparté seguidamente, para leerlo con calma en el juzgado. El otro, escrito a máquina clásica, en folios con membrete de “El Catedrático de Química Orgánica”,  me interesó vivamente. Se trataba de una carta de hacía quince años, enviada por el ahora difunto a una profesora de la Universidad de …, a la que llamaré Elisa, y que había sido devuelta sin abrir (y así había seguido, hasta este día) como “rehusada por su destinatario”. No la reproduzco literalmente, pues infringiría mis deberes. Trasladada de memoria, con nombres y datos supuestos, no veo que sea reprochable, sino ejemplar. ¡Y han pasado tantos años!


***

     Querida Elisa:

     He tenido conocimiento, hace unos días, de que has obtenido la cátedra de nuestra especialidad en las oposiciones recientemente celebradas. No puedo menos que felicitarte de corazón, pues siento tus éxitos como míos y tus merecimientos son evidentes. No obstante, tu contrincante de aquí, compañero tuyo de tantos años, Ernesto, me ha contado ciertos episodios de los exámenes, que me han producido viva tristeza. Supongo que en su relato habrá bastante de amargura y decepción, pero el resto es aún suficiente para poder llegar, él y yo, a la misma consecuencia: “Elisa ya no es la misma”. Sólo que él puede decirlo sin culpa, en tanto que yo siento en ello una profunda responsabilidad.
     No voy a recordarte lo que tú bien conoces. Tu valioso trabajo como alumna becaria, realizando para el departamento toda clase de tareas agotadoras y subalternas. Los trabajos en mi línea de investigación, absorbiendo lo mejor de mí, sin parar mentes en horarios ni sacrificios. Tu espléndida tesis doctoral, en cuya defensa te oí decir algo muy exagerado, pero que a mí me llenó de orgullo: “debo al profesor Azcárate todo cuanto soy”. Tus clases magníficas (la dulce exigente te llamaba Fabio, uno de tus primeros alumnos). La colaboración desinteresada en el laboratorio, cuando abandonabas tus experimentos para paliar mi torpeza con los aparatos medidores modernos. En fin, nuestra asistencia a cursos y congresos, en los que descubrimos lo hermoso que era estar juntos y lo difícil que era disimular ciertas cosas cuando volvíamos a la Facultad.

     Fuiste para mí –y para todos tus compañeros y alumnos- una fuente de cariño y generosidad, que yo llegué a valorar, pero no supe retener. Aún recuerdo aquel nefasto día en que, ante la oportunidad académica de tu vida, me preguntaste: “Enrique, ¿qué crees que debo hacer?”. Y mi estúpida respuesta que, queriendo ser generosa, era simplemente para no comprometerme: “Aceptar la plaza, por supuesto. Para eso te he preparado durante tantos años”. ¡Si al menos hubiera empleado la segunda persona!

     Han pasado casi diez años de aquello, pero parece que fue ayer. Aunque, al partir de aquí, tácitamente decidieras no verme más,  yo lo he aceptado como una reacción lógica y, sobre todo, porque nuestra relación de tantos años había sido justa. Tú habías tomado de mí la fuerza maravillosa del conocimiento y me habías dado a cambio la llave mágica para abrir el corazón. Nos habíamos privado de la felicidad juntos (ahora lo comprendo), pero éramos más completos y mejores, para nosotros y para los demás. Yo, al menos, he vivido desde entonces más intensa y plenamente, a pesar del dolor de haberte perdido.

     Ahora me dicen que esa mente privilegiada que yo descubrí, que esos conocimientos inagotables que yo infundí en tu espíritu se han puesto al servicio del egoísmo y del ascenso sin normas; que no distingues entre amistad y sana rivalidad; que tu palabra es cortante, tu gesto duro, tu sentimientos secos. ¡Por Dios, Elisa!: dime que todo eso no son sino mentiras o errores de Ernesto. O, si no quieres contestarme, al menos rectifica cuanto sea preciso, a fin de no perder lo mejor de tu personalidad (lo tuyo de siempre) para ganar lo que de nada vale, si te falta (como a mí antaño) la capacidad de amar o, al menos, la cordialidad.  


***

      ¡Hola! Soy Nuria, la secretaria judicial de Guillermo y, aunque mala narradora, intentaré acabar el cuento de su vida, que él ha dejado incompleto. Así que, al día siguiente de leer esa carta, estaba exultante. Todo se le volvía decir algo que yo no entendía, hasta que me lo explicó:

-          Vamos a ver, Guillermo, ¿qué diablos quieres decir con eso de Pigmalión?
-          Pero, Nuria, ¿no has leído la obra teatral de Shaw o, al menos, visto My fair lady?
-          Eres un carroza, señoría, pero, en fin, sí que vi en video la película, con Audrey Hepburn. Muy musical y muy colorista, pero un poco cursi.
-          Tú sí que eres cursi, Nuria. Pero, de todas formas, esta historia de Enrique y Elisa es clavadita al Pigmalión. Tengo que saber como acaba, cosa que Shaw nunca dejó clara.

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