Veinte años después (El regreso de Ana Ozores)
Por Federico Bello Landrove
A Leopoldo y María José, por su cariño y estímulo.
Veinte años después de haberse ausentado, una misteriosa dama, acompañada de su hijo, vuelve a Oviedo. Dice el tango que ese tiempo no es nada. También la señora teme que sea un mero paréntesis, que no la haya alejado de su turbulenta juventud. Sigámosla y comprobemos hasta qué punto es capaz de enfrentarse con su pasado sin abdicar de él ni verse obligada a repetirlo.
1. El tren nocturno
Tal vez, no fue buena idea prometer a Víctor que, cuando cumpliese los dieciocho, haríamos un viaje a España y visitaría Asturias, la tierra de los cuentos y relatos con los que yo había acunado su infancia. Lo del retorno a la patria no ha tenido vuelta de hoja. Puerto Rico, cual fruta madura, cayó en manos de los yanquis, ya va para seis años y todos los funcionarios peninsulares y sus familias fuimos enviados de vuelta. Eso que el pobre Felipe quedó allá, en una modesta sepultura con vistas al Caribe, que maldito lo que va él a disfrutar con el panorama. Los cañones de Sampson[1] acabaron con su vida, tras dos días de agonía. Así que, como digo, el retorno a España fue obligado, pero lo de visitar Oviedo fue una cabezonada suya, que no se les va a dar a los niños todo lo que ellos pidan. Y, a mayores, ahora me toca a mí sola pasar el mal trago. En fin, ya estamos en el tren y la sonrisa de oreja a oreja de mi hijo me reconforta. Después de todo, ¿quién va a quedar por allá de los de entonces, después de veinte años?
***
El expreso de la noche a Oviedo y Gijón permanece estacionado en la vía dos de la Estación del Norte madrileña. El reloj marca las nueve menos veinte de la noche del jueves, 26 de octubre de 1905. El vagón de primera que acoge a la viuda de Lanchares y a su hijo permanece con las luces encendidas y casi vacío. Su compartimento de ocho plazas sólo tiene a ellos, por ahora, como ocupantes. Sobre las baldas de metal y malla, tres grandes maletas, varios bolsos de viaje y una sombrerera. Pasan los minutos y sube el ruido del vapor. Por el pasillo avanzan penosamente otros viajeros. Doña Ana cuchichea con Víctor y, de reojo, comprueba con satisfacción que nadie invade su pequeño reducto, limitado por la ventanilla y las portezuelas. El tiempo avanza con lentitud, pero todo llega. Tres penetrantes silbidos de la locomotora y el tren se pone perezosamente en marcha. Se inicia el desfile de luces y sombras, que apenas opacan las cortinillas. La señora tiene un ligero dolor de cabeza. Apaga las lámparas y avisa a Víctor:
- A eso de las diez, iremos a cenar al vagón-restaurante. Procura no dormirte hasta entonces.
***
Es que este chico se sigue durmiendo en cualquier parte. Ha salido a su padre pues yo, incluso antes de todo lo que pasó, solía tardar en dormirme y me desvelaba con cualquier cosa. ¡Dios mío!, Madrid va quedando atrás y empezamos la peregrinación. Son fechas para que los veraneantes se hayan vuelto a sus orígenes y el tiempo aconseje quedarse en casa y pasear lo menos posible. Claro que los Santos convocarán a muchos para ir al cementerio. Cuando yo me fui estaban acabando uno nuevo. Quintanar no llegó a conocerlo, pero todos los demás sí que estarán en él. Creo que lo llaman del Salvador. Como no tendré más remedio que ir, procuraré hacer la visita al comienzo de nuestra estancia, cuando aún no hayan empezado las aglomeraciones. Y, desde luego, nada de flores ni de velos. Como si fuese una más, que va corrientemente. Total, para rezar, y hasta para llorar, no hacen falta lutos. ¿Llevaré a Víctor? A los jóvenes, estas cosas no les emocionan; les parece que no van a morirse nunca. Además, cuanto menos sepa, mejor, no vaya a ser que me asaetee a preguntas; a veces, parece un inquisidor.
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Madre e hijo acuden al coche-restorán y toman asiento en una mesa extrema. La señora sombrea el rostro con un sombrero cuyo velo le cela los ojos. Comen rápidamente, sin apenas intercambiar palabra. Víctor parece sorprendido de la actitud tensa y silenciosa de su progenitora. Pregunta por el alojamiento y pide detalles sobre el programa de la visita. Apenas recibe algunas contestaciones ambiguas. Uno y otra acaban por encerrarse en sus pensamientos, hasta que el café pone fin a la cena. Ambos se retiran y, al pasar junto a una mesa próxima a la suya, ella gira la cabeza en sentido contrario, simulando un carraspeo contenido.
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No ha sido una buena idea la de cenar en el restaurante. A saber si me encuentro con algún conocido. Desde que empecé a preparar el equipaje, se me imagina que me cruzo con gentes de antaño, o que se les parecen. Dicen que eso es porque la mente está pronta para el recuerdo y ve, o se imagina, lo que está pensando o quiere contemplar. ¡Este Víctor! Precisamente hoy está locuaz, cuando yo no quiero revelar nada, ni que oigan mi voz los otros comensales. Aquí de esquina es donde menos me han de ver. ¿Pues no me pregunta que dónde nos vamos a alojar en Oviedo? Debí aceptar el ofrecimiento de mi prima; total, de haberle dicho que vamos, más tranquilos habríamos estado. Ahora, a conformarnos con un hotel, ¡y qué nombrecito! ¿Cómo consentirían en ponerle Vegallana? Mucho marquesado, pero el negocio es el negocio. ¡Calla, esa voz: parece la de Lucita Carraspique! ¡Señor, qué cruz! Ya sé que tendrán que verme, pero que sea una vez allí, no ahora, a tiempo de tocar trompetas para llamar al curioseo. ¡Y yo que creía que iba a mostrarme tranquila, que podía permitirme este bautismo de fuego! Bien, a calmarse y salir lo más discretamente posible. Dejaré el café sin probar, por si me altera, aunque en Puerto Rico la verdad es que lo bebíamos como agua. En pie y adelante. ¡Es ella! ¡No, no lo es! Esa es una treintañera, casada por lo que se ve, y Lucita tendría ahora lo menos cincuenta y lo más probable es que se haya quedado para vestir santos. ¡Uf!, pasamos. Como esto siga así, no voy a ganar para sustos.
- Víctor, hijo, ¿no hemos rebasado nuestro compartimento?
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Medina del Campo. Pasa el lampista. Golpes sordos y tintineos. Un viajero abre la puerta, mira y se disculpa, volviendo a cerrar. Víctor, cuan largo es, yace en una fila de asientos, respirando profunda y regularmente. Su madre ensaya todas las posturas posibles, tratando de conciliar el sueño, pero no hay manera. No se decide a tumbarse, por vigilia y por decoro. Saca del bolso de mano dos pastillas de ese nuevo medicamento alemán casi mágico, la aspirina, y las traga sin agua, apenas masticadas. El jefe de estación da la salida. La señora reclina la cabeza sobre la cortinilla de la ventana, agradeciendo el frescor del vidrio en la sien. Se levanta. Baja ligeramente, con esfuerzo, el cristal, de modo que el relente nocturno la anime a arroparse con la manta de viaje. Cierra los ojos. Dice para sí, con voz apenas audible:
- Está visto que me tocará velar esta noche.
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No sé qué hubiera sido de mí sin Tomás, cuando me quedé viuda por vez primera, pero de poco o nada habría servido su ayuda cuando don Fermín se puso contra mí. Bueno, él y la perra de doña Paula (que Dios me perdone el palabro), que, cuando me vieron aparecer por la catedral, debieron de figurarse cualquier cosa. Claro que también fue mala suerte, ir en aquellos días, en que casi agonizaba el señor obispo y el magistral y su corte preparaban el ascenso. En pocos meses, se convirtió en la mano derecha de un obispo absentista y, en el ochenta y seis –cuando marchamos para Puerto Rico-, en obispo él mismo. ¡Qué carrera, Señor, nada menos que obispo de Madrid y, ahora, arzobispo de Valladolid! Curioso, en verdad, como si yo lo hubiese estado siguiendo: madrileña cuando él regía la capital y, ahora, dentro de nada, pasaremos por su diócesis. ¡Anda que si viniera a coger este tren para darse una vueltecita por Oviedo! Pero a lo que iba, don Leopoldo fue para mí como un padre. ¡Nada, nada –me dijo- tú te vas de aquí para siempre, que bastante has sufrido ya! ¿Pero a dónde?, le pregunté. Ya he escrito a Galdós –contestó-, que te aprecia mucho por cuanto de ti le he contado, y tiene grandes ideas. Lo primero, poner tierra de por medio. ¿Qué tierra, le repliqué, si en Madrid vive ese crápula, ese criminal? En fin, aún recuerdo su sonrisa, su apretón de manos y el libro que me regaló para el viaje: La Regenta. Primera parte. ¿Y la segunda?, inquirí por decir algo, tragándome las lágrimas y dejándome arrastrar de Frígilis por el andén. La segunda, muy pronto, si no me crucifican antes.
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Valladolid (ni rastro de su señor arzobispo). Venta de Baños. Palencia… Doña Ana ya se ha resignado a velar. Arropa a Víctor; coloca minuciosamente el equipaje a cada traqueteo violento; se hace la dormida cuando algún nuevo viajero parece ir a abrir su departamento. Siente ardor de estómago (¡esas pastillas ácidas!). Va al escusado. Refresca la frente con agua de rosas. Al regresar a su plaza, se topa con un caballero que fuma, acodado a la ventana del pasillo. La mira con evidente admiración. Ella se ruboriza, pero íntimamente lo agradece. Soy una matrona, tomando el sol a la caída de la tarde, radiante y crepuscular, decía Graciela Céspedes, la poetisa con la que Ana coincidió en el Estrella de Mayagüez, en el viaje de vuelta a España. Logra adormecerse por un rato. La despierta un frío por las piernas. Cierra la ventanilla y ya no puede regresar a su mundo del duermevela.
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Galdós… Tengo que reconocer que no es santo de mi devoción. Demasiado grande, demasiado fuerte, demasiado pasional, demasiado todo. Algo he sabido después, al regresar a Madrid tras el 98. Que si la Morell, que si una moza asturiana, Lorenza Cobián (a ésa la conocí personalmente). Yo pienso que, de haberme dejado querer, me habría echado los tejos. Pero buena estaba yo entonces, y con Álvaro en Madrid. Me abrió la casa de su familia en Las Palmas y yo acepté encantada. ¡Como si hubiera sido una buhardilla en el infierno! Pero no, pasé allí un tiempo encantador, reponiéndome física y moralmente, entre sus tres hermanas y el hermano, bastante mayores que yo y solterones, como si dijésemos. Si no hubiese sido por aquella benéfica convalecencia en aquel paraíso, seguro que yo hubiese seguido la estéril soltería de aquel ramillete de Galdoses. Por eso y porque más vale llegar a tiempo que rondar un año. Allí apareció Felipe, el promotor fiscal, que había preparado oposiciones con Matías Sangrador en Burgos. Fue en el casino, un baile del carnaval de 1886. Yo no quería ir, pero Magdalena me convenció: Chica, aquí nadie sabe de tu viudez y, total, yendo de máscara, ¿quién va a reconocerte? ¡Pues el mundo es un pañuelo! Hete aquí que Felipe había debutado profesionalmente en Oviedo y nos conocía de vista a Quintanar y a mí. Cuando aquello, ya lo habían destinado a Canarias, pero le faltó tiempo a un colega para contarle lo sucedido. Así que, ni mascarita, ni cáscaras. Ambos nos declaramos nuestras respectivas identidades y, pocos días después, me declaró mucho más. No habían pasado ni dos años del crimen, pero él tenía prisa, pues había de partir hacia Puerto Rico, ascendiendo a teniente fiscal. ¡Qué casualidad! Cuando escribí a Galdós comunicándole la nueva y pidiéndole consejo, me contestó a vuelta de correo: Querida, también a mí me han propuesto ser diputado por Guayamas, en aquella isla de ensueño. Yo seguía sin tenerlas todas conmigo, pues me atreví a escribir a don Leopoldo, contándole las novedades. Me contestó de forma jocosa: que si no pretendería sentarme a la puerta de mi jaima a ver pasar el cadáver de don Álvaro; que si ya podía irme lejos para que no me alcanzase, como a él, la tormenta de la clerigalla. ¡Pobre de mí! ¡Álvaro mi enemigo! En fin, que dije que sí; nos casamos una mañana temprano en la iglesia de San Francisco y, para mayo, embarcamos hacia San Juan. ¡Jesús, vaya frenazo! Debemos de haber llegado a León.
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Parece que empieza a amanecer. Las montañas se diría van a devorar el tren, que no podrá salir nunca más de alguno de los numerosísimos túneles. Vueltas y revueltas, jadeos y enormes bocanadas de humo que se insinúa por los menores resquicios. Víctor se despereza. Su madre ha caído, por fin, en un sueño algo profundo. El chico se sonríe al oírle roncar. Se le vuelven los ojos y musita vocablos ininteligibles. En una cabezada, se despierta bruscamente. Pajares ha quedado atrás; transitan por tierras de Lena.
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Me he ido a dormir en el último momento, cuando tengo ya que ir repasando nombres, rostros, recorridos. ¿Cómo estará Oviedo? ¿Vendrán a buscarnos con algún coche suficiente? Porque mira que traemos equipaje, como si nos fuésemos a quedar un mes. Y es que se empiezan a meter cosas…, y más en este tiempo, que lo mismo agobia el viento sur que se desencadenan las ventiscas. Aunque, para fardos, nuestros viajes de Puerto Rico a la Península. Hicimos dos. Uno en el noventa, cuando Víctor era chiquitín. Fue la mejor época. Felipe sólo veía por mis ojos y estaba muy considerado profesionalmente. Y yo, con el niño, no paraba. Por cierto que fue todo un detalle el de su padre, de sugerirme para él el nombre del difunto Quintanar, como forma, según decía, de enlazar y superar. El viaje del noventa y cinco ya fue otra cosa. Se había reanudado la guerra en Cuba y los españoles empezamos a estar mal vistos en Borinquen[2]. Vitín nos daba muchísima guerra con su mala salud y a mí empezaba a dañarme el clima de la isla. Felipe se veía obligado a ejercer más de político que de hombre de leyes y con eso le llevaban los demonios. En casa estaba tenso y malhumorado y a mí se me hacían los dedos huéspedes: que si se habría cansado de mí, que si tendría algún apaño. ¡Pobre mío! Qué muerte más estúpida y dolorosa. Tuvo que tocarle a él, que estaba de visita en La Fortaleza, cumplimentando al gobernador. Y luego, inmediatamente, para España, quieras que no, con poco más que lo puesto y una modesta pensión. Como no tuve que sentarme a esperar el cadáver de Álvaro, pues había muerto de cirrosis dos años antes, me quedé en Madrid. ¡Ahí es nada!, ser amiga del señor Galdós aunque, dicho sea de paso, me parece que sigue sin sentar la cabeza en lo que a mujeres se refiere. En fin, una ayudita por aquí, un empujón por allá y, entre la pensión de mi difunto esposo, mecanografiar y corregir las pruebas de las obras de don Benito y algún huésped de toda confianza, voy sacando adelante a Víctor. ¡Y el tiempo corre! Este año, segundo curso de Medicina. En cuanto a mí, ¿qué me diré a mí misma? Hay personas con vida dura, difícil, apasionante. Otras pasan por el mundo de manera blanda y monótona. Yo ya estoy harta de lo primero, que me pesa el cuerpo y se me fatiga el alma. Unos años de molicie –es un decir- y luego, lo de todos, vejez y sepultura. ¿Qué tal será el cementerio de El Salvador? Es triste decirlo pero mis mejores amigos, y enemigos, ovetenses allí descansan.
***
Mieres, minas y fábricas. Señores viajeros, estamos llegando a Oviedo. Víctor no deja a su madre pelear con los bultos y, esbelto y parsimonioso, los va llevando hacia la puerta, a la cola de quienes han de descender en la capital del Principado. Ella, aunque supervisa, le deja hacer, pues el corazón parece salírsele del pecho y escudriña por la ventanilla en busca de hitos conocidos, de lugares familiares. El convoy minora la marcha, bufa el vapor y el caserío se apelmaza. El andén queda a la derecha. Pocas personas esperan. Entre ellas, Ana acierta a descubrir la silueta maciza, envuelta en franela estampada y satén dorado, de su prima Ascensión. Ya la ha visto ella. Agita la sombrilla negra, o tal vez sea un paraguas. La viajera que retorna no puede contenerse y se echa a llorar.
***
Todos muertos, todos muertos. Muertos o desaparecidos. Lejanos, olvidados, humus y sustrato de una nueva ciudad, de nueva vida; modas, sentimientos, ideas nuevos. ¿Nuevos? ¿De verdad que Vetusta ha desaparecido? ¿Son sus hombres y sus mujeres diferentes, en el fondo, de los de antaño? No sé si desearlo o no, porque no sé, en realidad, a qué he venido. Si, ya recuerdo, he vuelto por Víctor, por una promesa que le hizo su padre. Pero también pude enviarlo solo. Ya tiene dieciocho años y mi familia le habría hecho los honores. Un paso, otro y otro más. El pasillo se acaba. Yo no puedo encontrarme segura, conocida, amada, más que en ese camposanto que han hecho en el lugar de El Bosque. Allí reposa Tomás, Frígilis, desde el ochenta y nueve; don Leopoldo, tan joven aún, desde el año uno. Y todos los demás. Un paso. La última maleta. Dos escalones. El suelo de Oviedo o, por mejor decir, la mano de Víctor y los brazos entrañables y poderosos de mi prima. Alea iacta est.
2. De risas y de lágrimas
Han pasado siete días. Ni más ni menos que los acordados para el viaje. Aunque esté empezando el curso, los estudios de Víctor no admiten mayor dilación. Las emociones de su madre, seguramente tampoco. Oviedo, Carreño, Gijón, han ido destilando novedades y recuerdos en el corazón de Ana. A su hijo, casi no lo ha visto desde que llegaron. Los primos, de edades similares y gustos afines, lo han paseado de lo lindo por el Campo, por Cimadevilla, por el casino y el teatro. Si no nos llamasen románticos, o entrometidos, nos atreveríamos a afirmar que su talle y su labia han encandilado más de un corazón femenino. Y viceversa: es que el acento ovetense, en labios femeninos, resulta tan dulce…
Han hecho de todo, salvo peregrinar a Covadonga. El viaje es demasiado penoso. Encuentros, no muchos, ni con los vivos, ni con los muertos. Ricardo, el marido de Ascensión, dio en el clavo, desde el primer día:
- Unos ya no están. A otros, ni los conocerás. Y los más, tú harás por no verlos y ellos, como si no te vieran. Todo se pasa, hasta el regodeo en la maledicencia.
La viuda de Lanchares (Ana Ozores, para Vetusta) ya ha paseado, visto y sentido cuanto quería apreciar. ¿Todo? Ella sabe que no. ¡Pues menuda es la catedral, con su maravillosa torre de encaje gótico, como para pasar desapercibida! Varias veces se ha acercado al atrio y otras tantas ha seguido hacia las Pelayas, mirando al desgaire el jardín medianero. Ha estado tentada de pedir a su prima que la acompañase al rosario, o a misa de ocho, pero no. Sabe que hay cosas que han de hacerse en soledad o dejarlas para mejor ocasión.
Es el día de los Santos. Mañana no pararán de decir misas y responsos en todos los altares de la ciudad. Y al día siguiente, para Madrid de mañanita, que no se costea pasar otra noche en vela como la de la semana pasada. Escoge la última hora de la tarde, antes de que el sucesor de Celedonio, el sapo, cierre las puertas del templo. O, si no, ¿por qué no ir un poco antes y confesar en la capilla del Rey Casto, ante el historiado y macizo confesonario de caoba, sede penitenciaria del canónigo magistral?
Dicho y hecho –y repensado-:
- Ascensión, voy a hacer una visita al Santísimo… No me acompañes, que será un momento.
Ana sale ya con el velo puesto a la calle, como si tratara de cortarse a sí misma la retirada. La majestuosa nave central refulge con las últimas luces vespertinas y ante el retablo mayor, miríadas de velas encendidas recuerdan lo sagrado de la fecha. ¡Los Santos! ¿A cuántos habré yo conocido?, piensa Ana, sin intentar recordar.
La capilla de destino, apenas rasgada, ya está en penumbra. La penitente levanta la cortina que la separa de la nave lateral e ingresa en el recinto, caminando hasta la vera de los sepulcros regios, como si quisiera agazaparse a la espera del magistral. Dos o tres beatas parecen aguardar también su venida, cuchicheando en el primer banco.
Al fin, llega el juez de la penitencia. Ana se incorpora y avanza unos pasos para distinguir mejor su figura. Por un momento imagina la soberbia figura de don Fermín, de morado y negro, que se va trasmutando en un individuo anodino, calvo, de edad más que mediana, bajo y obeso, ataviado con un alba que parece las faldas de una mesa camilla. El cíngulo es incapaz de estrangular su humanidad por algún lugar que pueda llamarse cintura. La estola, recogida y todo, recorre sus flancos hasta el límite de los zapatos. Con harto esfuerzo, retuerce su oronda anatomía hasta embutirla en el confesonario que, más que crujir por la fuerza de sus miembros, chirría como si lo engrasaran. Por fin, mientras las beatas se acercan a la celosía, formando cola, el canónigo cierra la puerta del habitáculo de forma tan apretada, que una parte del vuelo del alba queda prendida, asomando al exterior, cual la blanca paloma que simboliza el Espíritu Santo.
Ana, ahíta de tensión y súbitamente liberada del más grave fardo de su pasado, no pudo resistir más. Rompió a reír de forma tan escandalosa que retumbó el sagrado recinto. Sofocándose con ambas manos, salió a toda prisa, de forma que se tropezó con el parteluz. Desanduvo la catedral, trastabilló en los desniveles del ándito y, ya en la plaza, dejó vía libre a su hilaridad, franca, incontenible, de profundis. Las lágrimas afluían a sus ojos y corrían por sus mejillas, mientras las piernas apenas se dejaban gobernar por su cerebro desmadrado. No se creyó con fuerzas ni nervios para volver con su prima, de modo que embocó la calle de la Universidad y se refugió en el vestíbulo del hotel, sin atreverse aún a pedir la llave de la habitación, por miedo a que recrecieran sus carcajadas en presencia de extraños.
Sintió que una mano se posaba en su hombro. Giróse y vio el rostro de Víctor, primero sonriente, preocupado después:
- ¿Te pasa algo, mamá? Estás llorando.
- Sí, hijo, sí. Llorando, pero de risa.
[1] Alusión al bombardeo de las fortificaciones y bahía de San Juan de Puerto Rico por una flota norteamericana, el 12 de mayo de 1898, con un resultado estimado de 64 bajas españolas y 9 americanas. Entre los muertos, hubo cinco civiles hispanos, más algunos otros fallecidos a resultas de las heridas.
[2] Nombre indígena por el que es habitualmente conocido también Puerto Rico.
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