Por Federico Bello Landrove
Mézclense, en debidas proporciones, una catástrofe ecológica, superficiales conocimientos de genética y unas gotas de La Peste (1947) de M. Camus. Aderécese con una salsa de vieja ciudad castellana y sírvase sobre un lecho de malévola sátira. Tendrán la receta de este cuento, que dedico a quien, desde su sapiencia y bonhomía, me perdonará el abuso de confianza.
Al profesor Rogelio González Sarmiento
1. Una conversión sorprendente
Érase una vez una ciudad tan famosa por sus pináculos de ensueño, como por las cigüeñas que los habitaban. Mimadas por científicos y poetas, favorecidas por la creciente benignidad del clima, auxiliadas por la abundancia de desechos comestibles, esas esbeltas aves habían ido colonizando paulatinamente campanarios, chapiteles y espadañas, hasta extremos de peligrosa superpoblación. Sus nidos gigantescos coronaban, a modo de guirnaldas, las torres y cumbreras. Los cigoñinos adolescentes demostraban su recién ganada libertad aposentando sus dedos a duras penas en el ápice de agujas y cresterías, mirando con milagroso equilibrio el submundo de palomas, grajos y estorninos. El aire se turbaba con el solemne vuelo de los macizos adultos que iban y venían con ramas y alimento, conseguido este no como antes, de forma individual en las aguas y la vega del río, sino en conciliábulos ruidosos con cuervos y gaviotas, en feraces, aunque ominosos, vertederos.
Tal vez los turistas fuesen más observadores pero, en lo que concierne al paisanaje autóctono, solía prestar poca atención a sus cigüeñas, no siendo en el periodo comprendido entre la Navidad y San Blas. Entonces, los ancianos, que giraban en torno a la Plaza Mayor como perindolas, repetían de año en año los mismos tópicos:
- Las de San Martín no han emigrado. Debe de ser el cambio climático.
- Pues las de la Universidad han estado fuera apenas un mes. No sé a qué ton hacen un viaje tan largo para invernar tan poco tiempo.
- No he visto aún ocupados los nidos de San Pablo. Este va a ser año de nieves.
Y así, sucesivamente, entre el desinterés y la monotonía. De algo hay que hablar, después de todo. Siempre igual…, hasta aquel año en que las cigüeñas blancas se convirtieron en buitres, en buitres negros para ser exactos. Ver para creer.
***
Todo empezó por algunas osamentas que antes fueron perros, o gatos o, incluso, vagabundos que pasaban la noche al raso; nada, en fin, digno de atención. La mayor parte de las cigüeñas seguía siendo solo eso y los pocos buitres que se mezclaban con ellas se les diferenciaban por volar más alto y poner sus nidos en las copas de los árboles de mayor porte. Los patos del estanque habían desaparecido pero, al fin y a la postre, los niños eran los únicos en percatarse de ello:
- Abuelo, ¿dónde pararán los patos, que ya no vienen a comer de mi pan?
- Será la crisis, hijo. Ya casi nadie les trae de comer. Hasta es posible que alguno haya acabado en la cazuela.
El pequeño agachaba la cabeza, entre compungido e incrédulo, y optaba por convertir las migas de pan en efímeros barquitos en las ondas de la alberca.
El segundo indicio de que algo extraño estaba sucediendo lo captaron los basureros. La ciudad no se distinguía precisamente por lo esmerado de su higiene pero, de algún tiempo a esta parte, los cubos de las casas de comidas, los contenedores domésticos, los vertederos generales estaban horros de materia orgánica, como elevadamente sentenció don Ataúlfo, el concejal de limpiezas mayores. Su subordinado, Ezequías, comentó mientras liaba el pitillo a la puerta de un bar:
- ¡Qué agresivas se han vuelto las cigüeñas! Cada vez hay más que se despluman el cuello a picotazos.
- Te tengo dicho que no bebas cuando vas con el camión, gruñó su esposa, sin darle ningún crédito.
No hay dos sin tres. Los cielos de Villafranca cada vez ennegrecían más y los grandes nidos eclesiásticos se ocupaban menos. Sus residuales ocupantes tenían un genio de todos los demonios, según pudo comprobar el párroco de San Luis de Francia cuando subió a la techumbre de su iglesia, como anualmente solía, para detectar posibles destrozos. En el centro de salud le aplicaron cuatro puntos de sutura. El reverendo estaba asombrado:
- ¡Señor, qué pico, y qué energía! Si apenas asomé por la claraboya cuando…
- Se habrán convertido al Islam en África, bromeó Lola, la enfermera, quien, por si acaso, le aplicó el suero antitetánico.
***
El señor alcalde tuvo que tomar cartas en el asunto cuando grupos de vultúridos –todo pluma y picoteo- la emprendieron con los ancianitos que dormitaban al sol en sus sillas de ruedas y hasta con sus bisnietos, que yacían en los cochecitos mientras sus presuntos cuidadores mandaban mensajes de móvil despreocupadamente. El pleno del concejo acuñó una frase lapidaria:
- Bueno está que las cigüeñas ya no traigan niños; pero de eso a que se los lleven…
El concejal de orden público sugirió emplear a la policía local para meter en cintura a las aves levantiscas pero la oposición, con la inestimable ayuda de la protectora de animales, echó abajo la moción: ¡no pretenderían volver a los tiempos del franquismo y la inquisición! A fin de cuentas, la salud moral de un pueblo se mide por cómo trata a los animales; los animales no humanos, se entiende. Una enmienda transaccional planteó el empleo disuasorio de los polivalentes halcones, pero no prosperó: no parecía factible que un falco peregrinus intimidase a toda una bandada de cigüeñas estresadas y, en cualquier caso, el seguro iba a salir por un pico. Finalmente, acordóse lo habitual en estos casos: formar una comisión, a reunirse semanalmente. El segundo teniente de alcalde puntualizó:
- Con dietas, naturalmente.
- Así sea, suspiró el alcalde, pero actúen rápido. Me preocupan sus dietas pero, aún más, la dieta de esas avecillas.
Lo cierto es que, dudando de la diligencia de los munícipes, dictó un bando de alerta y aviso ciudadano. Su partido político lo tildó de ejercicio responsable de autoayuda. “El Adalid de Villafranca” prefirió el siguiente titular: Sálvese quien pueda.
***
Las semanas siguientes, además del crecimiento de las remuneraciones de los concejales de la susodicha comisión, contemplaron el aumento de las altivas cigüeñas que mutaban en voraces y gregarios buitres. No seré yo quien oculte –como algunos hicieron en su día- que la mortalidad humana se incrementó en Villafranca hasta en un 37%. Mucho se intentaba contra la plaga, pero poco se conseguía. La ciudad presentaba un original aspecto, con sus ciudadanos pertrechados de paraguas, abiertos a pleno sol; las terrazas y áticos, protegidos por toldos y planchas metálicas; ventanas cerradas a cal y canto; perros que -¡por fin!- hacían sus necesidades en el hábitat de sus dueños; niños y ancianos, blancos como la leche; ciudadanos que formaban grupos armados para desplazarse a cumplir sus más perentorias ocupaciones. Despoblábanse los nidos que coronaban las arquitecturas de piedra, en tanto que los árboles apenas podían soportar tanto inquilino de cabeza desplumada. Y se despoblaba, también, Villafranca, de parados y pensionistas, con rumbo a tierras más sosegadas.
Afortunadamente, la ciudad en peligro tenía una Universidad. El alma mater decidió ofrendar a los villafranquinos el caudal de su ciencia, pesara a quien pesare. Y así, aún a riesgo de resultar alarmistas, sentaron la base para definir el problema: nada de cigüeñas estresadas, ni de volátiles asilvestrados, ni de cicónidos aguerridos. Aquellos bichos expansivos y peligrosos eran, ni más ni menos, buitres negros. Y solo a partir de ahí, además de exasperar al alcalde y de poner fuera de sí al delegado gubernamental, podría estudiarse lo que parecía evidente a casi todos los no políticos profesionales: que tales buitres habían mutado a partir de las inofensivas y literarias cigüeñas. Pero la evolución del conocimiento del problema y la deducción de posibles remedios para el mismo será objeto del capítulo siguiente.
- De ciencia y política
El doctor Fidelio G. Viñas había trabajado hasta entonces, mayormente, con ratones y cobayas. Fue un gran cambio para él acoger en su departamento de Biología Molecular media docena de buitres y otras tantas cigüeñas, especímenes todos ellos del naciente biotopo salmantino, a excepción de un par de Aegypius monachus, traídos de las escabrosidades del Monfragüe. Tras concienzudos análisis genéticos y no pocos picotazos y uñadas, don Fidelio y su equipo llegaron a una asombrosa conclusión. Reflejémosla literalmente y con el más árido lenguaje científico:
Los que podríamos denominar buitres villafranquinos presentan en el genotipo notables diferencias con los ejemplares de Aegypius monachus, en especial en las regiones cromosómicas 12q11.2 y AZFb, que permiten considerarlos como una nueva especie, cumpliendo el patrón funcional clásico de no poderse cruzar con los buitres negros ordinarios de manera fecunda (de hecho, no parecen mostrar atracción sexual alguna entre ellos). Secuenciadas las regiones cromosómicas susodichas y aislados los genes codificadores más significativos, en particular los DAZ y BPN3, hemos hallado que todos ellos se encuentran en el genoma humano. Podemos, pues, establecer firmemente la hipótesis de que los ejemplares de la nueva especie (para la que proponemos el nombre de Vultus mutans villafranquensis, han evolucionado a partir de las cigüeñas, mediante la incorporación a su genotipo de genes peculiares y comunes de la especie humana.
El equipo investigador leyó una y otra vez esta conclusión y se dispuso a firmarla, por orden inverso a su categoría académica. Al llegar el turno al segundo de a bordo, el profesor Benito Llamazares, este se dio una fuerte palmada en la frente, arrojó la estilográfica sobre la mesa y gritó de manera desgarradora:
- ¡Maldita sea, colegas! ¿No os habéis dado cuenta? Los genes humanos que esos bicharracos han incorporado no codifican unas proteínas cualesquiera. ¡Todas están relacionadas con la adaptación al estrés medioambiental y a la dominación de nuestros congéneres! ¡No son mutaciones casuales: esos buitres nos están imitando!
El catedrático Viñas suspiró y levantó la mirada hacia los fluorescentes. ¡Este Llamazares! No obstante, de reojo, posó la vista en un mutante que, desde su jaula, devoraba con fruición las entrañas de un pollo y, a su vez, no perdía de vista a la ilustrada grey de bata blanca. Un escalofrío recorrió sus vértebras, pero al punto recuperó el sosiego y dijo:
- Benito, firma, por favor, y repórtate, que pareces un chiquillo.
***
El salón de actos de la facultad de Medicina acogía una insólita sesión clínica secreta. Bueno, todo lo secreta que permitía el que tuviera un carácter conjunto con las llamadas fuerzas vivas de la ciudad, con los políticos –naturalmente- en primera fila. El tema a tratar aconsejaba asumir el secretismo como necesario, pues interesaba a toda la sociedad villafranquina y, por ende, resultaba demasiado importante para abrirlo al conocimiento de los ciudadanos.
Tras una ambigua presentación del acto, a cargo del decano, el profesor Viñas fue desgranando los pasos de la investigación, de forma comprensible y nada alarmista. No obstante, él era un científico que vivía de su trabajo, no del cuento, y no estaba dispuesto a enmascarar la impactante conclusión de su trabajo. Sus últimas palabras, fiel reproducción de las recogidas en cursiva hace un momento, cayeron sobre un auditorio anonadado. Tal vez –como don Fidelio esperaba-, las primeras reacciones y críticas deberían haber provenido de sus colegas de otros departamentos. No fue así. Dicen que nada hay más atrevido que la ignorancia; de modo que tomó la palabra el delegado gubernamental:
- Perdone usted, doctor, pero a mí eso de los genes me trae al fresco. De hecho, lo más parecido que he visto a una máquina para la PCR son las prensas de la Fábrica Nacional de la Moneda. ¿No puede usted ofrecernos una muestra más comprensible de esa supuesta humanización de los buitres?
- Mejor diríamos de las cigüeñas que propenden a transformarse en buitres. Pero sí, he venido preparado para un pequeño experimento, diríamos, fenotípico.
Y el profesor Viñas sacó de bajo la mesa un bulto envuelto en un paño negro, lo colocó sobre el tablero y, cual prestidigitador avezado, con un pase casi imperceptible, dejó a la vista una percha a la que estaba encadenado un espléndido ejemplar de vultus mutans villafranquensis. Con el auditorio atónito y medio levantado de sus asientos, liberó al pájaro que, con expresión indiferente, pareció hacerse a la luz y el entorno, dio unos pasos titubeantes y posó su fornida anatomía sobre la manga izquierda de la bata de don Fidelio, quien con su mano derecha lo acarició con ternura. A estas alturas, el resto de los ocupantes de la mesa presidencial habían decidido optar por la humildad y bajaron un tanto precipitadamente a mezclarse entre la concurrencia. Viñas lo percibió y pronunció unas palabras apaciguadoras:
- No se inquieten. Es Ceferino, un animal muy noble. Y muy listo, como van a ver.
Hizo una seña al becario que, al fondo de la sala, manejaba el ordenador y, de las entrañas del aparato, brotaron las dulces y saudosas notas del segundo movimiento del concierto para clarinete en La mayor (KV 622) de Mozart. El ave reclinó su pelado cuello en el pecho del profesor amigo y cerró los ojos, emitiendo suaves gañidos a cada entrada del instrumento solista. Los ecos de la música se apagaron y el buitre pareció revivir.
- Bien, señores, vamos con la segunda parte del experimento, en cierto modo contradictoria con la precedente, pero que, si bien lo miran, confirma y demuestra la misma verdad.
Nuevo gesto del orador al becario. Esta vez, de las tripas del ordenador brotó una cascada de sandeces, mentiras e improperios, tomados en directo al ministro N., de un discurso para la anterior campaña electoral. Ceferino erizó las plumas, afianzó las garras en el antebrazo del doctor y, lanzando un chillido histérico, echó a volar como una flecha hacia el aparato reproductor y la emprendió a picotazos con el mismo, hasta dar en el suelo con el ordenador y alcanzar del brillante político parlante el anhelado silencio. Luego, aparentemente más tranquilo, fue a posarse sobre el retrato de Su Majestad, que presidía la sala, y miró con cara de pocos amigos a los asistentes, no todos los cuales mantenían la compostura. El decano, seguramente preavisado, bromeó con Viñas:
- La mayor parte de los que están bajo los asientos son políticos. Nosotros, los profesores, estamos ya curados de espanto, gracias a nuestros estudiantes.
Pasados unos minutos de cortesía, y con Ceferino camino de las jaulas del laboratorio, don Fidelio preguntó respetuosamente al delegado gubernamental:
- ¿Ha tenido bastante con el experimento o quiere que montemos algún otro?
- ¡No, gracias!, replicó el prócer. Ya he visto cómo los buitres van tendiendo a imitarnos. Mejor dicho –se corrigió avergonzado-, a remedar a los peores de nosotros.
***
Cuatro meses más tarde, todas las cigüeñas de Villafranca se habían convertido en buitres mutantes, con la consiguiente y trágica perturbación de los inveterados hábitos de sus ciudadanos humanos. Bueno, a decir verdad, la peste se iba extendiendo a otras muchas localidades provinciales, y hasta de lugares algo más alejados. En opinión del profesor Viñas, los cambios genéticos parecían prender también en los cromosomas de gorriones y estorninos, pero no se atrevía a secuenciar su genoma. Y es que, en sus peores pesadillas, empezaba a aparecer el espectro de Lamarck, lo que, para un científico moderno que se precie, es –o era- un síntoma de locura psicogenética.
Y, mientras don Silverio leía en su despacho el último número del American Journal of Medical Genetics, los concejales de la comisión para el estudio del problema del buitre celebraban su enésima reunión –retribuida-, para aprobar una moción aguda como pocas:
- Señores, ya que los buitres negros tienen tendencia a anidar en los árboles, talémoslos todos, los de parques y alamedas incluidos.
- Eso, eso, y, en el espacio resultante, podemos levantar sólidos refugios antialimañas, con todas las comodidades y a un precio razonable.
La propuesta salió adelante por unanimidad. A lo lejos, las campanas de la catedral convocaban al pueblo fiel a una novena en honor de San Antonio Abad, patrono de los animales, como es bien sabido.
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