miércoles, 9 de diciembre de 2020

ANSIAS DE LIBERTAD

 

 

Ansias de libertad

Por Federico Bello Landrove

 

     El personaje de Crucita de la novela de Delibes[1] me ha inspirado el de Elvira en este relato, imaginando que ambas mujeres hubiesen sido muy próximas en el espacio y en el tiempo, hasta el punto de que la joven imaginaria del gran novelista vallisoletano hubiese sido conocida e influido en la de mi magín. Por lo demás, quien conozca la citada novela de Delibes y lea esta obra mía constatará que dichos caracteres transitan por caminos totalmente independientes en el desarrollo y el desenlace, aunque partan de un anhelo común: el de libertad de las mujeres, que da título a este relato.


 

1.      1932. Una familia muy disciplinada

 

-          ¡Elvirita, ven a poner la mesa, que va a llegar tu padre!

-          ¡Acabo de venir de clase y me estoy cambiando!, contestó desde su cuarto la interpelada.

-          ¡Qué extraño -gruñó su madre- que te estés vistiendo de casa sin que te lo haya tenido que mandar!

     Ese breve intercambio de frases, a voces y sin verse, podría ser un buen símil de las relaciones entre Doña Carmen, la puntillosa ama de casa de la familia de los Albentosa, y la mayor de sus hijas, Elvira, cuyos trece años cursaban con un raspe y una rebeldía que encocoraban a su madre y hacían decir a su padre, meneando la cabeza:

-          ¿A quién saldrá esta chica? No sé qué vamos a hacer con ella cuando tenga tres o cuatro años más.

     Claro que, si escuchásemos los soliloquios de la chica, o le diésemos un duro por sus pensamientos, obtendríamos una versión completamente diferente de los hechos: Su padre, republicano convencido y de una rectitud y honradez acrisoladas, era el colmo de la austeridad y de la ética del trabajo; así que la agobiaba por el lado de los estudios, los pequeños gastos y la elección de las amistades. Su madre, de acomodada familia de labradores, chapada a la antigua, la atormentaba por el costado del aprendizaje de las cosas de la casa, la sumisión a los mayores y la sencillez y honestidad en la apariencia y el vestir. Su hermano mayor, Andrés, buen estudiante y ya afiliado a la FUE[2], por ser varón, era sistemáticamente liberado por su madre de tareas serviles, como hacerse la cama o fregarse el servicio del desayuno: Para eso estamos en casa tres mujeres, pontificaba Doña Carmen, poniendo voz al sentir de los siglos. Y su padre, viendo en su vástago al continuador de una dinastía de intelectuales y librepensadores, de la que él había resultado un mediocre espécimen, lo atraía junto a sí al sofá, mientras encendía el único cigarrillo que se permitía en casa, y platicaba con él en términos de igual a igual, que enorgullecían a aquel quinceañero, mientras sus hermanas desfilaban ante ellos una y otra vez, retirando los servicios de mesa y pasando trapo y escoba para limpiar las migas. ¿No te he contado lo del matadero? -iniciaba la charla Don Benito- El Alcalde está dando la vuelta al proyecto del Ayuntamiento de la Dictadura. Hoy nos ha llegado al Negociado de Hacienda la ampliación presupuestaria. Y Andrés, tan interesado por el macelo municipal como es de suponer, callaba y asentía hasta que su padre mataba la colilla y le dejaba meter baza a él, cambiando radicalmente de conversación: ¿Sabes que van a divorciarse los padres de mi compañero Barcenilla? Entre tanto, de la cocina llegaba el estrépito del fregadero y la voz intemperante de su madre:

-          ¡Pero niñas! ¿Os habéis propuesto desportillar toda la vajilla?

     Todavía tendría Elvira que decir algo de su hermana pequeña Josefina, Fina para los restos, que ya andaba por el Instituto, peleando con el primer curso. Tres años, a esa edad, es un mundo: el que separaba a las dos hermanas, aunque no dejase la mayor de sentir cierta pelusa de la benjamina, cuya inocente alegría la animaba a embromar a toda la familia, con el inevitable enfado de Elvira, a quien llevaban los demonios de que los demás le rieran las gracias y disculparan su imaginativa indolencia, perdida aún en lecturas infantiles y sueños con muñecas, para lo que ya estaba muy crecidita, en su opinión. Lo dicho, a Elvira, en su parecer, le tocaba todo y no le pasaban ni una. Nada distinto, en lo que ella alcanzaba a recordar, de cómo se sentía dos años atrás, cuando aún no había llegado la República, con su cortejo de promesas de atención a la juventud y liberación de la mujer, según Don Alejandro, el profesor de Historia. Claro que aquella jovenzuela ligera de ropa y tocada con corona mural[3] había venido con una placidez, que se parecía muy poco a lo que había escuchado a Doña Zita de la Lastra, un día que se la encontraron junto a San Benito:

-          ¡Ay, Doña Carmen!, no me extrañaría que, con el gobierno de Azaña[4] y compañía, acabe armándose la gorda.  

     Pues yo a la única gorda que he visto hasta ahora -pensaba Elvira, con indisimulada desilusión- es a Gertrudis y, para eso, viene por aquí cada vez menos.

     Dicho quede que la tal Gertrudis era la asistenta que iba por casa de los Albentosa a realizar las tareas más duras de limpieza. La subida de salarios, estimulada por el cambio de Régimen, había impulsado a la parsimoniosa de Doña Carmen a recortar su trabajo a tres días por semana.

***

     Es posible que, a no ser por algún comentario de su hermano, Elvira no se habría fijado en Crucita García de la Lastra, la hija mayor de Doña Zita. Es más, en principio, no le había caído bien, con su impoluto uniforme azul marino con esclavina, su estatura prócer, la melena levemente rizada que escapaba del sombrerito redondo como un río cobrizo y aquellos ojos verdes que apenas se fijaban en ella al devolverle el saludo. Menos mal que, no creyendo ser oído de Elvira, el bueno de César, el mejor amigo de Andrés, había dado con el punto flaco de aquella beldad longilínea:

-          No hay duda de que es guapa pero, para mí que está demasiado plana.

     Elvira, por innecesario que fuese, se había mirado entonces de soslayo el pecho y había concluido que, dijeran de ella lo que dijesen, nadie se atrevería a ponerle aquel pero, que los chavales del Instituto definían como de la campeona de natación, a saber, de la chica que nada por delante y nada por detrás. Y, desde aquel día, había comprendido que tenía más de un punto a favor para que ese muchacho tan serio y tímido se fijase en ella de otra manera que como Elvirita, la hermana de Andrés.

     Claro que el mundo estaba lleno de contradicciones, como ella estaba empezando a descubrir. Aquella Crucita, nieta hasta hacía poco[5] del Marqués de Lastra de Liérganes y habitante de un palacio de finales del siglo XV, era una castigadora de tomo y lomo, que se las tenía tiesas con su madre y con las monjas francesas, y hasta había sido vista ¡fumando! en Las Moreras con unas amigas, el colmo del descoco en aquella época. Claro que a poca costa -comparaba- pues Doña Zita no tenía ni la cuarta parte del genio de su madre, y no digamos su padre, Don Telmo, que no podía menos de ser un tipo muy extraño, a juzgar por la placa que anunciaba a los transeúntes sus servicios profesionales:

Telmo García Virumbrales

Médico Naturópata

Homeopatía

     Al lado de ese galeno, las excentricidades ético-políticas de papá Benito no pasaban de ser cosas de papá, como cuando llevó el pasado verano a Andrés a la Casa del Pueblo[6] de la ciudad para darle una explicación práctica de lo que significaba la República, ayudando a revocar y pintar las paredes del salón de actos.

     En fin, con unas habladurías de aquí, unas imágenes de allá y algunas palabras cruzadas con su mentora, Elvira se construyó de Crucita ese modelo de personalidad y de independencia, que su desarrollo hormonal requería y la vigorosa República de sus comienzos daba ocasión de reconocer en los jóvenes. Y nuevamente brotaba la paradoja ante su comportamiento: Su hermano Andrés, el concienciado izquierdista, la tenía por una irresponsable en la edad del pavo, mientras César, siempre comedido y cariñoso a su larvado modo, la defendía con un tolerante también nosotros pasamos por eso, como si el número quince de sus años se hubiese dado la vuelta.

 

 

2.      1934. La boda de Crucita



     A la hora de comer, Doña Carmen dio la noticia a toda la familia:

-          Acabo de encontrarme en los soportales con Zita de la Lastra y me ha dicho que el próximo día 6 de octubre se casa su hija Crucita.

     Fina se levantó de la mesa y fue a pasar la hoja de septiembre del calendario de pared:

-          Cae en sábado.

-          Era de esperar, repuso su madre, aunque parece ser que el novio y ella no quieren mucha bambolla: la familia y poco más.

-          Me da a mí -aventuró Don Benito- que el novio es poco dado a las cosas de iglesia; hasta me extraña que, teniendo capilla en su palacio, no hayan optado por una ceremonia en la más completa intimidad[7].

-          Más bien pienso yo -le replicó su mujer- que estén un poco corridos de que más que doble la edad de la chica y que, siendo primos carnales, la boda huele a conveniencias de familia. De todos modos, a saber a qué llama boda con la familia y poco más esa gente de tanto ringorrango.

-          Pese a todo, mamá -preguntó Elvira-, ¿podremos asistir a la ceremonia?

-          A la parte de iglesia, sí, repuso la matrona. De hecho, le prometí a Doña Zita que los acompañaría en la ceremonia; así que, si quieres venir conmigo…

-          Me hace ilusión ver cómo va Crucita y, por lo que acabáis de decir, tampoco me disgustaría conocer al novio, a ver qué tal pareja hacen.

***

     La iglesia de San Miguel, pese al aparato de luces y flores, quedaba desangelada con tan poca concurrencia, que ocupaba holgadamente una docena de los bancos delanteros, donde tomaban asiento los invitados, en tanto los demás asistentes se repartían por el resto de la enorme nave. Doña Carmen, según su costumbre, llegó con tiempo sobrado para rezar ante el Yacente y, en la ocasión, encender una vela por la felicidad de los contrayentes. Luego, a tirones de su hija, que pretendía colocarse lo más cerca posible del presbiterio y en localidad de pasillo, acabó por acomodarse justo en el primer banco que carecía del adorno floral y la banda de raso blanco, que daban a entender la reserva para los invitados de tarjetón.

     Después de cuanto había oído por adelantado, no le disgustó a Elvira la apariencia del novio, que entró en la iglesia dando el brazo a su hermana, quien era su nexo de unión con la familia de la Lastra y, en consecuencia, la involuntaria desencadenante de la relación de causalidad que había producido como efecto aquel desigual matrimonio. Nadie podía dudar de que el tal Jairo tenía buena planta y un rostro de facciones regulares y enérgicas, por no hablar de lo bien que le caía el chaqué; pero a una jovencita de quince años le impresionaban mucho más el cabello entrecano, las arrugas faciales y las anchuras de un cuerpo cuarentón, que obviamente no eran producto de los músculos. ¡Y qué decir cuando, hermosa e hierática como una diosa, apareció Crucita en la iglesia, del brazo de su padre!, el médico con dos patas, al decir de Andrés, por aquello de ejercer como naturópata y homeópata. La impresionante esbeltez de la novia, que en nada disimulaba su vestido largo, suelto, de un blanco crudo, al modo -comparó- de las vestales romanas o de las doncellas wagnerianas, dejaba tamañito a Jairo, con no ser este bajo, ni mucho menos. Del mismo modo, vista la pareja de espaldas, ante el altar, la robustez de Jairo junto a la casi escuálida novia, le recordó a Elisa la ilustración del libro de Literatura que representaba a Don Carnal y Doña Cuaresma. Tuvo que poner la mano tapándose la boca y contener la risa, clavando sus ojos en las llagas del Crucificado, recomendación añeja y casi infalible de Don Benito en una de las pocas veces que acompañó a misa a toda la familia, por un cabo de año, quizá el de tío abuelo Tobías.

     A la salida de la iglesia, madre e hija se acercaron para felicitar a Doña Zita y a la novia. Elvira, en un rasgo de respeto y apartamiento del tópico, no quiso besar a Crucita, sino que apretándole suavemente el brazo y mirándola a los ojos, le dijo: Te deseo toda la felicidad que mereces. Cruz separó del ramo de novia una rosa blanca, que entregó a Elvira mientras le susurraba:

-          Gracias por venir a acompañarme y por tus buenos deseos.

-          ¿Qué le has dicho a la novia para que tuviera el detalle de regalarte esa rosa?, le preguntó Doña Carmen, cuando ya iban calle Expósitos adelante, camino de casa.

-          Lo normal, mamá: que sean felices y todo eso.

-          No sé, no sé, vaciló doña Carmen. En fin, me ha dicho Doña Zita que pasarán a residir en Madrid, así que la pobre, con lo joven que es, no tendrá el apoyo de los suyos.

     Elvira sacó a relucir su raspe consustancial:

-          Seguro que le va mejor sin que se metan en sus cosas esos carlistas[8] venidos a menos. Será joven pero tiene carácter y sabe muy bien dónde le aprieta el zapato.

***

     Al regresar a casa, encontraron al resto de la familia en torno del aparato de radio, muy excitados.

-          ¡Mamá, mamá, exclamó Fina en un resumen de urgencia, ya se armó la gorda!

     Aludían al inicio de la llamada Revolución de Octubre, que prendería en Cataluña y, sobre todo, en Asturias, y que tanta transcendencia tendría, pese a fracasar, en el devenir de la República.

-          Por lo que cuentan -explicó Don Benito, sin dejar de prestar su atención al locutor-, las masas de izquierdas se han echado a la calle en muchas ciudades y regiones de España, declarando la huelga revolucionaria y tomando las armas. Parece que están siendo controladas y dominadas por el Gobierno, salvo en algunos lugares.

     Subieron el volumen del receptor y siguieron la explicación de cómo estaba la situación en los más variados lugares. Doña Zita comentó:

-          Pues la niña y yo no hemos notado nada extraño de San Miguel hasta aquí. Bueno, tal vez, algunas tiendas cerradas pero, como es sábado, no me llamó la atención.

-          En esta ciudad -pareció lamentar su marido-, ni hay organización, ni ganas de llevar las cosas a esos extremos.

-          Pero, ¿tú sabías algo?, inquirió su mujer, que conocía perfectamente las ideas y relaciones de Don Benito con los socialistas.

-          Mujer -contestó el-, saber sabíamos, pero nos ha pillado un poco de sopetón, pues no se estaba seguro de que llegara a entrar la CEDA en el Gobierno[9]. Casi ha sido mejor así pues no parece muy digno que la República tenga que echar mano de un golpe de Estado violento para resolver sus contradicciones.

     Andrés intervino de manera destemplada:

-          ¡Eso teníais que haberlo pensado antes, en vez de provocar que los obreros salgan a la calle para que los masacren los guardias y los militares!

     Don Benito comprendió que tenía la revolución en su propia casa y, al propio tiempo, que las juventudes socialistas tenían razón en su despotrique. La cosa ni siquiera tenía el pase de la rivalidad entre los templados de Prieto y los airados de Largo[10] pues, por lo que Don Benito había oído, el primero había patrocinado la entrada en Asturias de un alijo de armas para los Hermanos Proletarios[11]. La discusión prosiguió vigorosa durante unos minutos, con gran fruición de Fina y el hartazgo de Elvira, que decidió tomar el camino de la cocina para poner en agua la rosa de Crucita. César, también cansado del enfrentamiento entre los Albentosa, la siguió, al parecer, sin otro propósito que el de no ser testigo de un guirigay que, ni le iba, ni le venía. Pero el caso es que, estando a solas, el perfume y el palmito de la niña, vestida de punta en blanco y ligeramente maquillada para la boda, hizo su efecto en el poco excitable varón, que se atrevió a decir:

-          Elvira, qué guapa estás.

     La piropeada dio un respingo de sorpresa, que a poco tira el vaso. César, a su espalda y muy cerca de ella, le cogió la mano, seguramente, con el propósito de evitar un estropicio, pero Elvira le dio otro sentido y, volviéndose, contestó muy quedo: Gracias y le besó la mejilla. Luego, de forma más rápida de la que aconsejaba llevar un vaso casi lleno de agua, echó a andar pasillo adelante, hasta su dormitorio, para dejar el improvisado violetero sobre la mesilla. César la siguió, aunque quedó pudorosamente en el umbral por lo que, al salir Elvira, sus anatomías volvieron a rozarse, aprovechando lo cual, la moza giró su rostro hacia el galán, en el típico gesto de ofrecer la mejilla al beso, pero César los vendía caros y no se lo devolvió. El embrujo de la escena del fregadero había agotado su magia.

     De regreso al salón, la discusión se había calmado, lo que aprovechó César para despedirse, aduciendo que sus padres, en vista de la situación, podrían estar preocupados por tenerlo fuera de casa. Elvira, confundida y molesta, lo dejó ir, sin acompañarlo hasta la puerta, función que desempeñó Fina, quien le encareció, a modo de despedida:

-          Ten cuidado por la calle.

     César, seguramente refiriéndose al enfrentamiento paterno-filial que acababa de presenciar, contestó:

-          A veces, hay más peligro en casa que en la calle.

     Pero Elvira, que oyó la réplica del chico, la achacó a muy otra causa y, desde el fondo de su corazón, nunca se lo perdonó.

***

     Con tantos dimes y diretes, los hombres de la familia no pidieron información ninguna de la boda de Crucita. Cuando Doña Carmen sacó el tema, solo Fina le prestó alguna atención. Elvira, pesimista y mustia por un rato, resumió:

-          Tan guapa y con tanto estilo, para acabar casándose con un viejo.

     Su madre le afeó la crítica y Fina, con su característica sorna, replicó con el tópico:

-          El amor es ciego.

-          ¿Amor?, preguntó Elvira, con desprecio. Lo que ha hecho esa pobre chica es pagar el precio de la libertad; ese -agregó mirando a su padre- que la República prometió que las mujeres ya no tendríamos que satisfacer.

-          ¡Chica, ponderó Andrés con ironía, te has vuelto filósofa!

-          Las cosas importantes requieren su tiempo -afirmó Don Benito-, y no todo es cosa del Estado, sino de cambiar la mentalidad social y de que los jóvenes no se casen a tonta y a locas, como acostumbran.

-          De eso, papá, por mí no tendrás que preocuparte que, si algún día me caso, será por amor, concluyó Fina.

     Fina volvió a meter baza, de una forma que de todos arrancó una sonrisa:

-          ¡Pobre Crucita! Lo mismo no puede hacer el viaje de novios mientras no acabe la gorda.

     ¡La gorda! Aquella noche, un tanto desvelada, Elvira estaba para comprender que, en el mejor de los casos, la revolución podía ser una oportunidad para los parias de la Tierra[12], nunca un remedio para sus males. Pero lo que más le dolía era que aquel César, en quien ella tenía fijas sus esperanzas para el matrimonio por amor que anhelaba, estaba resultando un muchacho frío e insensible que, en el mejor de los casos, parecía vivir de prudencia y amor platónico. ¡Ah, eso no!, protestaba. Para sus padres, el que un chico fuese respetuoso de las normas y se abriera camino con el estudio les parecía suficiente para franquearle las puertas de su casa y, tal vez, soñar con que un día formase parte de sus habitantes. Mas, para ella, el beso negado, el abrazo ni siquiera presentido, la palabra de amor no dicha, eran una forma de pasividad y de indiferencia en César, que inundaban todas sus virtudes. No se sentía capaz de vivir solo de esperanzas.

     Somnolienta, encendió la luz para consultar la hora en el reloj de pulsera. Junto a él, la rosa blanca, vivificada por el agua, se había abierto plenamente y derramaba su aroma por el dormitorio. Era la metáfora de sus pensamientos: vivir gozosamente hoy, que el mañana no está escrito, como dice el Poeta[13]. ¿Podría hacérselo ver así a César? Al menos él no estaba obsesionado con la gorda y había preferido su compañía a la de Unión Radio[14]. Aunque modesto, no era un mal principio.

     Y, con ese modesto principio, Elvira ingresó aquella noche en el mundo de los sueños.

 



3.      Primavera de 1936. La reaparición de Crucita


-          Elvira, dijo Don Benito, tenemos que hablar.

     Casi estaba cierta de lo que su padre iba a decirle. De hecho, era tema frecuente de conversación desde el otoño anterior, cuando había empezado el último curso de su bachiller. Ciertamente, su desempeño académico no había sido, ni tan brillante como el de Andrés, ni tan holgado como el de Fina. A decir verdad, la expresión a trancas y barrancas, que empleaba su madre, se ajustaba mucho a la realidad de su progreso en el Instituto; eso que su padre visitaba con cierta frecuencia a los profesores de su conocimiento, a fin de pedir árnica para Elvira. Y a fe que le costaba un buen sofoco cada vez que peregrinaba a San Pablo, como decía Don Benito, aludiendo a la plaza de la ciudad en que se levantaba el Instituto. Pero, en fin, su intachable moralidad sufría un eclipse parcial en aquellos momentos, dado que no pedía sobresalientes, ni otras gollerías, sino un leve empujón hacia el aprobado, para una buena chica a la que le estaba costando pasar la adolescencia bastante más de lo que sus padres habrían deseado. Claro que, en verdad, la época no era fácil para nadie pues, desde aquella desdichada intentona del treinta y cuatro, nadie en aquella casa parecía dar pie con bola. El primero, el mismo Don Benito, alto funcionario de un Ayuntamiento intervenido por el Gobierno, que había nombrado a su capricho alcalde y concejales quienes -en su docta opinión- solo sabían hablar de orden y de la unidad de España, pero no eran capaces hacer una o con un canuto e intentaban las mayores ilegalidades. Luego, Andrés, alumno de primero de Derecho, al que se le iba la mayor parte de su vigorosa fuerza por la boca de las Juventudes Socialistas Unificadas[15] y de las bofetadas que se repartían los estudiantes en aquella politizadísma Universidad; tan es así, que el activismo político había acabado por alejarlo de su íntimo amigo César, quien ya no aportaba por casa de los Albentosa, harto de que, en vez de estudiar, Andrés tratara de catequizarlo para uno de los bandos en la futura contienda civil que, según él, se preparaba. De Elvira, ya hablaremos luego algo más de lo que hemos dejado dicho. Y hasta Fina había formalizado a más no poder, olvidando su perpetuo buen humor y ganas de broma porque, según le había confesado a su madre, la vida ya no estaba como para tomársela a risa. En esto, mamá no podía estar más de acuerdo pero, ¡qué caramba!, Doña Carmen siempre había tenido un carácter adusto y ya le habían caído los cuarenta y cinco, lo que no debía recordársele, entre otras cosas, porque era tres años mayor que su marido.

     Quedamos en que este ha convocado a su hija Elvira para parlamentar. Como es habitual en las grandes ocasiones, el encuentro tiene como escenario la sala del fondo, no el acogedor cuarto de estar. Don Benito introduce el tema:

-          Hija, tu madre y yo estamos de acuerdo en que no tiene sentido que vayas a la Universidad, en vista de los resultados que has tenido en todos estos años en el Instituto. Es más, forzar las cosas y afrontar cinco cursos más de duro estudio no haría sino amargarte la juventud y retrasar el momento en que hayas de asumir el trabajo que habrá de dar sentido y sustento a tu vida, sin perjuicio de lo que pueda reservarte el futuro en el orden familiar.

     Elvira dudó si cortar ya el hilo argumental de su padre o dejarle que se desahogara un poco. Optó por lo segundo, lo que le dio ocasión, una vez más, para conocer el punto de vista paterno sobre la igual dignidad de todas las profesiones y la conveniencia de no hacer del estudio un privilegio inmerecido para los hijos de las familias acomodadas, sino un deber y una oportunidad para las mayores inteligencias, sin distinción de clase ni -¡menos mal!- de sexo.

-          ¿Puedo hacerte, papá, un par de observaciones?, preguntó Elvira, con expresión meliflua.

-          Claro, hija; tu dirás.

     Subiendo poco a poco de énfasis y de tono, la muchacha fue sacando todo el arsenal de motivos por los que entendía que no debían cortársele aún las alas que permitieran su vuelo universitario. Para empezar, habían tomado la decisión sobre su futuro, sin contar para nada con sus deseos, que no eran otros que seguir los estudios. En segundo lugar, daban por hecho que no habría de mejorar su rendimiento académico -por otro lado, no tan malo, hasta entonces-, cosa probable con el paso de los años. Y, por último, si era cierto y justo que los pobres debían tener acceso a la Universidad, también lo era que quienes -como ellos- tenían posibles los invirtieran en algo tan importante y valioso, como dar carrera a los hijos, aunque no fuesen unas lumbreras. Las Facultades -alegó- están llenas de estudiantes del montón, que pueden llegar a ser buenos profesionales, si se tiene con ellos la paciencia y confianza necesarias.

     Don Benito respiró. No podía concederle el ciento por ciento, pero sí asumir parte de sus insospechadas ansias de estudiar.

-          Querida Elvira, no he dicho que vayas a verte obligada a ponerte a trabajar ya mismo, sino que los largos, difíciles y abstractos estudios universitarios no son los indicados para tu capacidad y esfuerzo. Otros hay, igualmente dignos y con más fácil salida profesional, que pueden completar tu formación y tu cultura. Ahí tienes donde poder elegir: magisterio, enfermería, comercio y otros tantos. Elige lo que más te guste, si bien yo te aconsejaría hacerte maestra, cosa que la República ha dignificado en grado sumo, o seguir los estudios de la Escuela de Comercio, ya que las matemáticas son la asignatura que mejor se te da.

     Elvira se dijo que, en las arduas discusiones matrimoniales respecto a ella, había triunfado la postura más equilibrada, tolerante e intelectual de su padre, frente a la drástica, ahorrativa y de ama de casa sin estudios de Doña Carmen. Y, por mucho que ahora protestase, no iba a conseguir que Don Benito -cogido entre la espada y la pared- cediera un ápice. Así que, haciendo de tripas corazón, aceptó formalmente lo que se le ofrecía:

-          Lo pensaré, papá. Ahora no tengo claras mis preferencias, dentro de lo que me sugieres.

     Se levantó la sesión, con gran alivio por parte de Don Benito. Su hija tampoco quedó descontenta. A fin de cuentas, la Universidad, por lo que oía a Andrés, se estaba poniendo imposible y la mayoría de sus amigas ni se planteaban acceder a ella. César iba quedando ya muy atrás y el hecho de verlo todos los días por los pasillos de la Facultad tampoco era plato de gusto. En el lado positivo, unos estudios menos exigentes, podían darle, a la vez, ocasión de vivir la juventud y más tiempo para las relaciones sociales. Y en esas estaba, cuando vino su madre de la calle con la noticia más inesperada:

-          ¿A quién diréis que he visto esta mañana en Confecciones Abolengo? … Pues a Crucita la de los de La Lastra.

-          ¡Vaya novedad!, replicó Elvira. Estará de visita, o pasando unos días en su casa.

-          No tal -rebatió Doña Carmen-. Me ha dicho un pajarito que ha dejado plantado al marido en Madrid y se ha vuelto con sus padres. Claro está que los detalles no los conozco, pero la separación es un hecho.

***

     Elvira tardó aún unas semanas en encontrarse con Crucita, aunque hizo por verla, pasando cuanto pudo por delante de su casa-palacio, hacia el Instituto, aunque implicara una desviación del camino más corto. De todas formas, a través de su madre, fue teniendo información más detallada de lo que parecía haber acontecido. Se decía que el magistrado había salido rana, dejándola en casa, más sola que la una, para ir a alternar con su panda de amigotes de cuando estaba soltero. A Elvira le sonaba raro, en un magistrado tan añoso y tan serio, que se alejase de su esplendorosa joven esposa, para ir a correrla con los amigos[16]. Pero cualquiera que fuese la causa, resultaba obvio que la separación era definitiva y que, entre la tristeza y el qué dirán, Crucita se había vuelto muy hogareña y eludía el contacto con las amigas y la asistencia a los lugares de esparcimiento que otrora frecuentara. Elvira llenaba los huecos de aquella separación y sacaba las pertinentes conclusiones, con lo que mamá Carmen llamaba su mente calenturienta. Así, razonaba:

-          Si se veía venir… Es posible que la edad asese a las personas, pero una diferencia de tal calibre no puede sino distanciar a los esposos, en cuanto a gustos y manera de vivir. ¡Pobre chica!, perdida en la Capital, encerrada en un ambiente que su marido tenía que haberle abierto, puesto que solo él lo conocía… La verdad es que yo hacía a Crucita más bragada. Si hubiera sido yo, antes de reconocer mi fracaso y venir a esconderme entre las faldas de mi madre, me habría puesto a servir, o de secretaria de algún empresario, o de algo más íntimo, si se terciaba. Ahora, en esta ciudad tan pequeña, todos serán a chismorrear a su costa y hacerle el vacío… Aprende, aprende, Elvira, escarmienta en cabeza ajena y no se te ocurra entregar la libertad a cambio de un plato de lentejas.

     Como es natural, el presunto motivo de la ruptura, así como el hipotético destino que aguardaba a la joven malcasada, los mezclaba nuestra pensadora con su propio presente; ese que había nacido el día de la escena del fregadero y que, desde entonces, no había hecho sino volverse más frío y oscuro. César, aunque siempre cortés y atento con ella, no había vuelto a buscar un aparte, ni pronunciado un requiebro, ni rozado siquiera su cada vez más rellena anatomía. Por supuesto, las semanas y los meses pasaban, sin una petición de salir a pasear juntos, o una invitación para ir al cine, o a merendar en los aguaduchos del Parque Grande. En los buenos tiempos, la inseparabilidad de César y Andrés daba mil ocasiones a Elvira para charlar con aquel en casa de los Albentosa, o para sumarse como tercera en algún paseo por la calle de Santiago, aunque luego se lo reprochara su hermano, llamándola pegote. Pero ahora, iniciada por ambos mozos la Universidad y enfriadas las relaciones por los citados motivos políticos, las coincidencias casuales eran casi imposibles y, por supuesto, las iniciativas femeninas estaban vedadas: ¡A buenas horas, comprometerse de tal manera, exponiéndose a que contestara al teléfono el padre de César, o a que este declinase su invitación a salir, o a verse tan solo! Elvira estaba segura de que no tenía ninguna rival, no siendo la acendrada moralidad del muchacho, fruto de una conciencia formada en la estricta ortodoxia de la religión de antaño, que abominaba de los bailes, los besos y otras liviandades y aplazaba sine die cualquier manifestación de sexualidad. Ella no compartía el fervor por esas exquisiteces platónicas. Antes al contrario, sus ensueños y, cada vez más, sus pulsiones la invitaban a huir de la soledad, acercarse a los muchachos y sugerir o compartir algunos de sus muchos encantos. ¿Era eso ligereza o pecado? Elvira rechazaba cada vez más plantear su vida en tales términos éticos, ayunos de sensibilidad y de sentimiento, y no era la única entre sus amigas, ni mucho menos.

     Al fin, un día de mayo, en vísperas de los exámenes finales, se encontró con Crucita. Esta pareció no conocerla, o no quiso hacer aprecio, pero Elvira la paró, se dio a conocer y la saludó con una efusividad, fruto de las ganas que tenía de verla, aunque pronto se quedó cortada, al apreciar el triste cambio que aquel año y medio había traído a la fisonomía de su admirada diosa de los ojos verdes.

-          Perdona -se disculpó Crucita-, no te había reconocido. Te has convertido en toda una mujer. Claro, ¿cuánto hace que no nos veíamos?

-          Desde el día de tu boda, cuando me diste aquella rosa. ¿Te acuerdas?

-          Todo acaba por marchitarse; no lo olvides.

     Crucita apretó suavemente el brazo de Elvira, como en aquella mañana nupcial esta había hecho con aquella, y continuó su camino, sin una palabra más. Aquella noche, la mayor de las Albentosa, sacó la rosa seca de entre las páginas de su álbum de fotos y la arrojó al cubo de la basura.

 

 

4.      Otoño de 1936. El taller de costura

 

     La forzada estancia de sus respectivos padres en la improvisada cárcel de la Plaza de Toros propició el encuentro de Crucita y de Elvira, aquella desapacible tarde de noviembre del treinta y seis. La común desgracia favoreció el intercambio de noticias y una efusividad impensable en otras circunstancias.

-          A mi padre -aclaró Elvira- lo van a juzgar pasado mañana como miembro de la UGT y tesorero de la Casa del Pueblo. El fiscal le pide catorce años.

-          Al mío -explicó Crucita- lo tienen detenido, en espera de abrirle proceso. No me imagino de qué lo podrán acusar, como no sea de recomendar la medicina natural y de pasearse por el Pinar tomando el sol como Dios lo trajo al mundo.

     De no haber sido por lo serio de la situación, Elvira se habría echado a reír. Recordaba aquello del médico de dos patas y se lo imaginaba recibiendo un piñazo en salva sea la parte.

-          Ya sabes -prosiguió la de La Lastra- que un tío mío es teniente coronel, una buena persona. Aunque pueda parecer extraño, decidió que el sitio más seguro para mi padre era la cárcel, sobre todo, hechas por él a los guardianes las oportunas advertencias.

-          Pues a mi padre -lamentó Elvira- le queda poco tiempo de estar aquí. En cuanto lo condenen -lo que no es dudoso-, lo mandarán a Pamplona o al Puerto de Santa María y adiós, que no está la situación como para andar viajando a verlo.

     La solidaridad hace pronto compañeros de viaje. Crucita se ofreció:

-          Voy a pedir a mi tío Felipe que mire por tu padre durante el tiempo que esté aquí. ¿Cómo se llama, que ahora mismo no lo recuerdo?

-          Benito, Benito Albentosa. Está con los detenidos pendientes de juicio… Muchas gracias.

     Reemprendieron juntas el largo camino de vuelta a sus casas. Al llegar a la Plaza del Poeta, Crucita se quejó:

-          Estoy cansada y con frío. ¿Tomamos un café en el Ideal?

-          Si lo crees oportuno…, titubeó Elvira, viendo desde fuera la concentración de militares y de jugadores de mesa que había en su interior.

-          Ni lo dudes -sonrió Crucita-. Vas con una viuda y eso infunde un gran respeto.

     La Albentosa quedó atónita pues no tenía ni idea de la muerte de Jairo. Entraron, se sentaron a una mesa galantemente cedida por dos oficiales de Caballería, y Crucita, con la taza de café en la mano, se explicó:

-          Pues sí, viuda, y viuda de un mártir de la Cruzada. Los rojos mataron a mi marido en Madrid en el mes de agosto. La verdad es que lo he sentido… relativamente, pues ya sabrás que llevábamos dos años separados.

-          Algo le he oído de eso a mi madre. ¿Y qué piensas hacer ahora?

-          ¿Ahora? -recalcó Crucita-. Pues probar el asesinato de mi esposo, para quedarme oficialmente viuda y así poder cobrar la pensión.

     Pese a lo que ya sabía, a Elvira le impresionó la indiferencia de su conocida. No sabiendo qué decir, le preguntó por la familia.

-          Pues así así -contestó Cruz-. Como los planetas, todos orbitamos alrededor de tío Felipe. ¡Quién lo iba a haber previsto, hace tan solo un año!, cuando era un don nadie, pensando ya en el retiro. Hija, otra cosa no, pero lo que nos ha traído la gorda es la moda del color caqui. El uniforme manda, te salva la vida y hasta te sacia el hambre en los economatos. ¡Lástima que no podamos pasearnos en zona nacional de milicianas, como entre los rojos! Pero háblame de ti. ¿A qué te dedicas?

-          Papá se llevó a la prisión la llave de la despensa. Nos embargaron los ahorros y nos han robado de casa, o incautado, lo poco de valor que teníamos. Mamá ha tenido que ponerse a coser para afuera y nosotros, por descontado, hemos dejado los estudios. Mi hermano Andrés, temeroso de que lo detuviesen también, se ha alistado voluntario en servicios automovilísticos y anda por el frente conduciendo coches, camiones o lo que le manden. Fina, mi hermana pequeña, ayuda a mi madre en tareas menudas: ojales, botones, limpieza…

-          ¿Y tú?, inquirió Crucita. No te veo dando puntadas de la mañana a la noche.

-          Tienes razón: no aguantaría todo el santo día, aguja en mano, sin salir de casa ni ver a nadie. Gracias a la recomendación de la familia de unas compañeras del Instituto, me dieron colocación en la oficina de los Almacenes Fuenteseca pero, al poco, viendo que reunía condiciones y me defendía en francés, el dueño me ha puesto de dependienta en la perfumería de la Acera de San Francisco.

-          ¿En La Moderna? ¡No me digas! ¡Qué chic! Tengo que pasarme por allí, aunque solo sea para verte… Bueno, ya te veo ahora, que pareces un brazo de mar.

-          Hay que estar a tono con el establecimiento y con los clientes. Al menos, el maquillaje y los perfumes casi me los regalan… Si quieres algo, puedes encargármelo y te conseguiré un precio especial.

-          No lo dudes, Elvira. Por más que la penuria y la tristeza intenten invadirnos, hay que mantener el tipo. ¡Qué digo! ¡Ahora, más que nunca! No nos vamos a venir abajo a los veintidós.

-          Yo acabo de cumplir los diecisiete, corrigió Elvira, ufanándose.

-          Más a tu favor. La juventud es de lo poco que nos han dejado, y eso, gracias a que somos mujeres y no tenemos que ir al frente a matar y a matarnos… Fuenteseca es una empresa fuerte y La Moderna, todo un escaparate en la ciudad. Amiga, aprovecha tu oportunidad, que la ocasión no se presenta dos veces… ¡Uf!, hablando y hablando, se ha hecho tardísimo… Ya nos veremos o, mejor, dame un teléfono donde pueda llamarte. Pronto te haré algún encarguito.


***

          Dos días más tarde, Don Benito fue condenado a diez años de prisión mayor… y gracias. Los hombres desaparecieron durante mucho tiempo del día a día de la familia Albentosa. No le era fácil a Elvira salir de los oropeles de la perfumería y retornar a aquella casa, bajo la férula de su madre, triste, sin alma, amenazada siempre por la miseria. Para animar un poco al grupo, a la caída de la tarde, cuando se dignaba dar unas puntadas con la máquina de coser, o mostrar sus habilidades con el corte, Elvira contaba a sus compañeras de labor lo más divertido o brillante de su jornada, algo que siempre agradecía Fina, en tanto su madre lo acogía con variado talante, según le hubiera ido el día. La verdad es que, como más tarde se supo, Doña Carmen incubaba un cáncer de pecho, que tal vez ya entonces agriara su carácter y aumentara sus achaques de mujer madura. En tales momentos, torcía el gesto y reprendía a su hija mayor:

-          ¡Menuda patulea! Cuando otras luchamos por no morirnos de hambre, tus clientes gastan y presumen con afeites y aromas. Tú lo ríes y pareces envidiarlo. Ten cuidado, que el sueldo es bueno, pero las tentaciones también.

-          ¡Qué cosas dices mamá! Va a pensar Fina que La Moderna es el averno.

-          Desde luego que no, replicó la aludida, con guasa. En el infierno huele a azufre y en La Moderna a Guerlain[17].

     Luego, en la soledad de su cuarto, Elvira comprendía que la cuantía del salario era su única garantía de libertad o, mejor dicho, de no caer en manos de su madre, condenada a confeccionar uniformes militares y vestidos para las pocas señoras que se dignaban hacer encargos a aquella costurera de tan buenas manos, pero a la que era de mal tono político acercarse. En el fondo, ¿eran tan inmorales las personas que seguían viviendo su vida, a pesar de que medio país gimiera de muerte y miseria? ¿Sería ella una depravada por el hecho de que quisiera recoger las migajas del festín, aunque, al agacharse, enseñara más de lo aconsejable en una mujer decente? Según iba sumergiéndose en el mundo de los sueños, le vinieron a la mente aquellas dos palabras latinas, Carpe Diem, que había visto en unos nuevos frascos de perfume, recién llegados a La Moderna[18].

-          Es latín, ¿verdad?, había preguntado a su compañero francés, Gastón.

-          En efecto. Significa algo así como aprovecha el momento. Un consejo muy acertado, ¿no crees, chérie?

-          Tengo una amiga que recomienda lo mismo. Por cierto, tengo que prepararle un pedido que me hizo hace unos días.

-          Si es joven y guapa, como tú -concluyó Gastón-, puedes agregar un frasco de esa fragancia que, por cierto, la hay también para hombres.

***

     Poco antes de Navidades, Fina volvió de hacer unas entregas, con una buena noticia:

-          Me he encontrado en la calle Plateros con César. Me ha pedido que os felicite las Pascuas, que está demasiado atareado como para venir personalmente a hacerlo.

-          Otro que tal, gruñó Doña Carmen. Desde julio, parecería que en esta casa tenemos la peste. No nos hacía tantos ascos cuando le dábamos de merendar muchas tardes.

     Elvira sacó el poco de interés que aún le quedaba por su primer amor:

-          ¿Y qué es lo que le tiene tan ocupado, si puede saberse, estando cerrada la Universidad?

-          Se ha colocado de pasante con un abogado de la Acera de Teatinos, contestó Fina. Pero no cree que tarden mucho en llamarlo a filas.

 

 

5.      1938. El reencuentro con César




     Elvira tuvo la primera noticia por su hermana Fina:

-          Ha estado César de visita. Resulta que se encontró casualmente en el frente de Teruel con Andrés y ha venido a informarnos. Dice que nuestro hermano está perfectamente: delgado y bastante piojoso, pero bien.

     Doña Carmen intervino de manera desabrida:

-          Si hubieses venido a casa al salir del trabajo, como debías, habrías estado presente y te habrías enterado de primera mano.

-          Despedíamos a una compañera, que se casa, y fuimos a tomar algo para celebrarlo -se disculpó la joven, seguramente, sin verdad-.

-          Bueno -intentó cortar Fina una probable discusión-, el caso es que Andrés nos dice lo cierto sobre su estado, cuando escribe desde el frente.

      Comoquiera que su hermana nada respondiese, Fina prosiguió:

-          No veas lo cambiado que está César. Entre lo que hacía que no lo veíamos y las penalidades de la guerra, está desconocido… Nos preguntó por ti y ya le contamos…

      Elvira se dijo que, como lo hubiese contado su madre, al mojigato de César se le habría caído el alma a los pies. Claro que su alejamiento de los últimos años no propiciaba el que Doña Carmen se mostrase muy expansiva. Trató de asegurarse de ello mediante un rodeo:

-          ¿Qué dijo sobre no haber venido por casa en dos años?

     Fina se quedó cortada, mirando hacia su madre. Fue esta quien contestó:

-          ¡Pamplinas! Que si había estado muy ocupado; que si, con Andrés en el frente, le resultaba un poco violento visitar a tres mujeres solas; que está combatiendo desde el pasado verano y no le dieron permiso hasta ahora… Ya le leí la cartilla, que yo no paso porque nos den de lado por razones políticas y vengan luego con paños calientes.

-          La verdad, mamá, es que estuviste demasiado severa -opinó Fina-. Después de ese rapapolvo, no sé si volverá por aquí.

-          Allá él, concluyó la madre. Yo soy de ir con la verdad por delante y, si no le gustó, que no vuelva.

     Entre los exabruptos maternos, Elvira creyó encontrar lo que buscaba, en esa alusión, un tanto impostada, a no visitar la casa de tres mujeres solas. Seguramente era a ella a quien no había querido ver mientras no tuviese la edad precisa y las ideas claras, como para abordar el alcance y los términos de una relación. De ello tuvo constancia, precisamente, días después, cuando aún era demasiado pronto, o ya resultaba demasiado tarde: buena forma de definir la inoportunidad.

***

     La estaba esperando al atardecer, a la salida de la perfumería, aunque lo disfrazara de encuentro casual. Elvira se alegró de que Gastón anduviera de viajante por Plasencia, aunque a saber si César lo había intentado otros días, cuando ella salía acompañada. Hacía un frío de los demonios -aunque nada, comparado con el de Teruel, dijo él-; de modo que inmediatamente entraron en el café Norte y, de consuno, pidieron chocolate a la taza con soletillas. Verdaderamente, César estaba muy cambiado, cosa que sin duda pensó también él sobre ella, como lo reveló su gesto cuando Elvira se despojó de todo su indumento invernal.

     Algo, por fortuna, no había cambiado con el tiempo, y era la facilidad para comunicarse, la fluidez de su conversación, como dos viejos e íntimos amigos, por los que no hubiesen pasado, ni la ausencia, ni los equívocos. Aquel calor humano avivó en César el rescoldo y lo animó a expresar sin excesivos circunloquios ni vacilaciones lo que sin duda había venido a decir:

-          En estos dos años he pensado mucho acerca de nosotros, con la seguridad de que fueron las torpezas de la edad y las diferencias de temperamento lo que nos separó, impidiendo por entonces llevar nuestro cariño a buen puerto…

-          ¡Caramba, César! -no pudo menos de interrumpirle Elvira-; no tenía nada claro que tú sintieses cariño por mí. De hecho, en cuanto te di a entender que me gustabas, me paraste los pies y, poco después, desapareciste de nuestra casa… Pero, en fin, perdona que te haya cortado, y sigue con lo que estabas diciendo.

-          Tienes razón. Me comporté como un estúpido no aclarándote que te quería, pero que, ni por edad, ni por formación, estaba preparado entonces para un noviazgo serio. Eso es lo que ahora ha cambiado: no solo la edad, sino mi forma de entender la vida y mi experiencia personal. Este puede ser el momento para nosotros, para reencontrarnos, máxime que la guerra ya no puede durar mucho.

     Frente a frente con César, viéndolo tan entregado, Elvira demoraba el momento de dejarlo caer al vacío. Aquel joven enteco, cetrino, elocuente, era la viva representación y el testigo fiel de un tiempo pasado, de una vida hogareña, de un pequeño amor hecho de palabras y miradas, indudablemente periclitado, pero que no dejaba de haberlo compartido otrora, ni de formar parte del acervo de su niñez.

     ¿Cómo exponer a César, por muy curtido que ahora estuviera, que estaba apasionadamente enamorada de otro hombre; que era su amante desde hacía año y pico; que en sus brazos había alcanzado sensaciones apenas soñadas; que, por estar a su lado, lo abandonaba todo, incluidas su familia y su reputación; que aquel amorío -que para César estaba aún en el centro de su vida-, ella lo tenía arrumbado en el desván de los sentimientos olvidados? Ciertamente, no podía hablarle de Gastón y de ella; y, de cualquier forma, hay cosas inefables.

-          Perdóname, si te sorprendo desagradablemente -dijo, por fin, Elvira-, pues ignoro hasta qué punto has sabido de mí en los últimos tiempos, ni si el otro día en mi casa te pusieron al corriente. El hecho es que estoy saliendo con un chico desde hace algún tiempo y nos va muy bien…, vamos, que podría decirse que somos novios.

     Misión cumplida, con aseo y sin ensañamiento; suficiente, a juzgar por el estupor de César y el titubeo de su voz; pero el joven sigue siendo muy educado y sabe -sigue sabiendo- batirse en retirada; de hecho, es lo que mejor sabe hacer:

-          No estaba enterado. Lamento haber llegado tarde, pero me alegro mucho por ti. Merecéis en vuestra familia todo lo mejor, con lo mal que os está tratando la guerra. Por cierto, no te he preguntado por tu padre porque ya me informaron tu madre y Fina… En fin, a ver si para el próximo permiso quedamos y me presentas a tu novio.

     Fineza por fineza. Elvira replicó:

-          Prometido, siempre que tú hagas lo mismo cuando te dejes querer por una chica, lo que seguro sucederá no tardando.

***

     Estuvo por contar en casa el susodicho reencuentro, pero temió la presumible opinión de su madre: Aunque tenga sus defectos, mejor te iría con César que con esos petimetres que frecuentas. De modo que guardó el evento para sí, no sin imaginar que, de no haber sido por la gorda, ella, en efecto, habría acabado ligada a César, y sin la oportunidad de conocer a ningún petimetre.

 

 

6.      1939. Los deberes del patriotismo

 


-          Elvira, por favor, encárgate tú de cerrar la casa y devolver la llave a la casera.

     Esa anodina frase, ese triste encargo, habría de ser el último recuerdo de Gastón; él, con la portezuela abierta, en el vagón de segunda clase del rápido de Irún; ella, como abobada, en el andén, aquel 4 de septiembre[19], lunes, que, pese a todas las ilusiones y promesas, sabía bien que sería su último día juntos. Y ahora, en la casa de la calle Regalado, su casa, donde tantos momentos inolvidables habían pasado juntos, Elvira recorría una y otra vez las habitaciones, acariciaba los muebles, abría los armarios, como si tratara de aprehender algún resto de su hálito, de su eco, de su aroma. Ahora, que él ya no estaba, el tiempo parecía no transcurrir; la dueña, no llegar nunca. Finalmente, crujieron las tablas del rellano y el timbre sonó.

-          Todo está en regla, ponderó la dueña. ¡Qué pena que Don Gastón haya tenido que marcharse! Mejor inquilino, imposible. Es todo un caballero.

     Se notaba que desconocía la verdadera relación del caballero con quien, en su nombre, le devolvía la posesión del piso. De todos modos, la vio tan decaída, que tuvo con ella todo un rasgo:

-          Coja algún detalle como recuerdo y se lo hace llegar a Francia.

     Elvira dio las gracias, sin más. Siempre había sido muy despegada de las cosas: fetichismo, ridiculizaba, recordando sin duda el chasco de la rosa de Crucita. Luego, bajó muy despacio las escaleras y salió a la calle, donde la recibió el cálido vaho de las últimas tardes del verano. Nunca olvidaría aquella sensación de calidez sobre la escarcha de su alma. ¡Malditos deberes del patriotismo!, dijo en voz baja, abominando de las razones de Gastón para abandonarla. Un transeúnte volvió la cabeza, tal vez ante su soliloquio, o quizá por mirarle las piernas.

***

     Por aquellas calendas, parecería que todos sus hombres se hubiesen confabulado para marginarla. De Gastón, ya hemos hablado, y no creo que sea necesario aludir al pobre Don Benito, que ya ha empezado el cuarto año de prisión de su larga condena, que la benevolencia del Caudillo hace suponer que no se prolongará mucho más. Es que los condenados no caben en las cárceles y no hay presupuesto ni para pan, le ha explicado su hermano Andrés, que sigue tan levantisco como en el 36, solo que en voz mucho más baja. Sí, Andrés, el soldado voluntario de Automovilismo, licenciado semanas antes y que se dispone a proseguir la carrera de Derecho, una vez que el Gobierno ha anunciado la reapertura de las Universidades para octubre. El joven promete; promete tanto, que su austera madre ya ha decidido por toda la familia:

-          Andrés, a seguir con los estudios. Pues ¡menuda cabeza tiene! Terminará en dos o tres años, que los excombatientes pueden licenciarse en muy poco tiempo.

-          Pero, mamá -ha objetado tibiamente Fina-, ¿no podría al mismo tiempo colocarse de pasante con algún abogado? Así podría ayudarnos, que tú estás cada vez más agotada.

-          ¡Andrés, a hacerse abogado, notario o lo que él quiera! Ya nos echará una mano cuando se coloque -zanjó la madre-.

     A Elvira le llevan los demonios con tanto machismo femenino, pero calla; como ha silenciado a todos la marcha de Gastón, mientras intenta reorganizar su vida y dar un paso nuevo en su asendereada existencia sentimental:

-          Primero, Platón; después, Casanova. A ver quién es el siguiente, piensa, riéndose de sí misma.

     Bien a mano tendría al siguiente, si quisiera. También César ha sido licenciado, aunque bastante más perjudicado que Andrés. Una herida de metralla mal tratada, que sufrió en la batalla del Ebro, terminó en gangrena y la amputación de una pierna casi hasta la rodilla. Hasta que se hizo con una prótesis y la dominó, el joven no quiso salir de casa. Fina lo visitó un par de veces, en nombre de toda la familia, pero desistió de volver:

-          Está muy amargado y se le nota incómodo con las visitas. Habrá que darle tiempo, comentó a su madre.

     No me atrevo a decir que fuera la mutilación lo que apartase a Elvira del más probable candidato a ser el siguiente, pero ayudó, sin duda; como también, la decisión que les comunicó cuando, ya repuesto, devolvió la vista a los Albentosa:

-          No me apetece reanudar Derecho. No me encuentro con fuerzas ni ganas de estudiar unas leyes que han cambiado tanto de cuando empezamos.

-          ¿Vas a decirme que los nacionales te han decepcionado?, inquirió maliciosamente Andrés.

     César no quiso regalarle el oído y prosiguió:

-          Con los conocimientos que tengo del bachillerato, me será fácil hacerme maestro. Además, hay tal falta de ellos, que te colocan de interino en un santiamén; claro que habrá de ser en algún pueblo por ahí perdido.

-          Pues ten cuidado amigo, advirtió Andrés. Con el nuevo Régimen, los maestros ya no van a ser lo que en tiempos de la República. No me extrañaría que volviese la época de lo de pasas más hambre[20]

     Así que lisiado, pobre y en las quimbambas… No me extraña que Elvira no pensara en César…, para el caso de que él siguiera pensando en ella.

***

-          ¿Puede venir un momento, Elvira?, la llama don Norberto, desde la puerta del despachito de la perfumería.

-          Usted dirá.

-          Supongo que sabrá -prosigue el dueño del negocio, ya sentados en la oficina- que, desde que murió mi pobre esposa, que en gloria esté, he abandonado casi del todo el negocio de droguería y perfumería en manos de mi hija Catalina, para dedicarme a la construcción, que ahora tiene tanta demanda. Pero mi hija no tiene mucha idea de cómo tratar al público, a un público selecto y distinguido como el de La Moderna.

-          Si en algo la puedo ayudar, yo…

-          Gracias, Elvira, de eso se trata. Quiero nombrarla encargada, con el consiguiente aumento de sueldo, y rindiéndome cuentas solo a mí. Eso me daría una gran tranquilidad. Tengo en mucho esta perfumería, que da distinción al apellido Fuenteamarga y que se ha convertido, con mucho, en la mejor de la ciudad.

-          Pues si eso es lo que quiere, Don Norberto, descuide usted, que procuraré hacer lo mejor y no decepcionarlo.

-          Estoy seguro de ello, Elvira. Por cierto, ¿qué sabe de su padre?

     La noticia cayó como el maná en casa de los Albentosa, aunque el empresario no hubiese concretado aún la subida de salario. Mamá Carmen se preguntó en voz alta:

-          ¿Qué tendrá que ver la muerte de su mujer con que Don Norberto haya pasado a dedicarse a la construcción de chalés para los pudientes y de casuchas para los obreros?

-          Muy fácil, mamá -le aclaró Elvira-: Ahora puede disponer plenamente del capital de la difunta Doña Catalina. Claro, está también la hija, pero en lo de llevar los negocios, es un cero a la izquierda.

-          Ya lo dice el refrán -asumió Doña Carmen-, los negocios los levantan los padres, viven de ellos los hijos y los hunden los nietos. Claro que, en ocasiones, no hace falta que lleguen los nietos.

 

 

7.      1941. Bodas hacen bodas

 

-          ¿Crees que es una buena idea el que yo asista?, preguntó Don Norberto a Elvira.

-          Por supuesto que sí. ¿No te han invitado mis padres? ¿O es que te avergüenza el acompañarme fuera de estas cuatro paredes?

     Expliquémoslo. El acontecimiento al que el exitoso hombre de negocios duda en asistir no es otro que la boda de Fina -casi una niña todavía, en opinión de su madre- con Don César Lafuente, flamante maestro titular del pueblo conquense de Maslejos de la Sierra. La invitación de Don Norberto podría explicarse por ser el benéfico patrono del padre y de la hermana de la novia. Y las cuatro paredes son las del chalecito en las afueras, propiedad de Elvira, donde reside desde hace unos meses, con la compañía estable de un perro pastor alemán y la ocasional -cada vez más frecuente- del empresario Fuenteamarga. Con tal situación, la joven encargada de perfumería supone que su familia aún ignorará la especial relación de Don Norberto con ella, de la misma forma que ella desconoce si la misma llegará a ser santificada por la Iglesia, como su amante en ciertos momentos de deliquio ha sugerido. En cualquier caso, como la propia Elvira reconoce sin rebozo, ya tiene un tercer hombre para su saga:

-          Primero, Platón; luego, Casanova; ahora… Pantalón[21]. Vamos progresando.

     En cualquier caso, Don Pantalón Fuenteamarga ya ha tenido con ella un rasgo, que agradece tanto o más que los de valor material. Cuando salió su padre de la cárcel en libertad condicional, en el Ayuntamiento le cerraron las puertas, expulsado de su anterior cargo por motivos políticos. Le faltó tiempo a Don Norberto para colocarlo de contable en sus oficinas, con un sueldo que le permitiría salir adelante, sin necesidad de que Doña Carmen siguiera esclava de la costura. Elvira recordaba con gusto la reacción de su amigo al agradecerle la buena acogida de su recomendación:

-          No me des las gracias. Conocí a tu padre antes de la guerra, de cuando iba por el Ayuntamiento con temas de licencias y contribuciones del almacén. No había otro más honrado ni más entendido. De modo que, si él consigue un buen trabajo, yo gano un buen empleado.

     Seguramente, esa relación laboral fue la razón de que su padre, cuando ella le hizo la sugerencia, la aceptase sin vacilar. Mejor dicho, sí que había dudado, por estar tan chapado a la antigua, como Elvira le recriminaba, con cierta admiración:

-          Digo, Elvirita, que no se incomodará Don Norberto si lo invitamos a la boda. Como no tenemos mucha relación…

-          Puedes estar tranquilo, papá. Tenemos relación por partida doble.

-          No entiendo, hija, lo que quieres decir.

-          Pues que somos dos Albentosa en estar a su servicio.

-          Está bien… La verdad es que me abochorna que pueda pensar que lo invitamos por el regalo. Como es tan rico…

-          Eres imposible, papá. Descuida, que, si ha llegado a ser tan rico, no será porque se pase de rumboso.

-          Tienes razón, Elvira. Pocas veces los que más dinero tienen son los más generosos.



***

     Elvira recibió la noticia del compromiso de su hermana con César de boca de su padre, recién salido entonces del penal de El Puerto. Don Benito, que aún tenía del novio el recuerdo de la etapa en que era casi uno más de la familia, estaba encantado, aunque no dejase de preocuparle el efecto en la niña de la mutilación del joven. ¡Es tan pequeña aún! -decía-.

-          No te preocupes, papá -lo tranquilizó Elvira-. La guerra nos ha hecho mayores a todos muy aprisa, y Fina ha tenido en casa una buena escuela. Y, en cuanto a César, como amigo o como novio, podrán ponérsele peros, mas, como marido, es de una garantía absoluta.

-          Según tu madre -agregó Don Benito-, parece que antaño estuvo interesado por ti…

-          Sería mientras hacía tiempo para que creciese Fina -bromeó Elvira-. No temas: Ha escogido a la mejor de las dos y yo seré feliz viendo que ellos lo son. Ya me veo de madrina de alguno de sus retoños.

-          ¡Qué cosas tienes!, rio su padre. Lo malo es que se la lleve tan lejos. Va a sentirse muy sola y sin ayuda, en aquel poblacho.

     Por respeto hacia su progenitor, Elvira se guardó la réplica.

     Días más tarde, recibió de su hermana el eco de esa conversación:

-          Papá ya me ha contado…, apuntó Fina. Me has dejado más tranquila, pues César me había dado a entender que estuvisteis interesados el uno por el otro.

     A Elvira le dio por reír y no de manera afectada. Repuso:

-          ¿Tú ves a una mala cabeza, como yo, al lado de alguien tan serio y responsable, como César? Fue la típica chiquillada de los quince años. Anda, procura hacerle feliz y serlo tú misma, que yo ya tengo aquello más que olvidado.

-          Dice César que, aunque modestamente, podremos vivir de su sueldo, que por Cuenca la vida está más barata que aquí, pero yo no pienso dejar la costura. Algo podré trabajar, aunque el pueblo sea pequeño.

-          Anda, anda -rechazó Elvira-, que demasiado te has sacrificado todos estos años. Con coser para casa tendrás de sobra con que entretenerte.

***

     Van llegando los invitados a la iglesia de San Miguel, la misma en la que entramos para asistir a la boda de Crucita, siete años atrás. Elvira se ha empeñado en que vayan juntos y Don Norberto, en llegar temprano, por curiosidad y por respeto. Si también lo hace por dar menos que hablar, es trabajo perdido, pues Elvira parece dispuesta a dar la campanada, vale decir, a que vaya enterándose la concurrencia, cogiendo así por la palabra a su acompañante. En efecto, aunque no valga de mucho la promesa de futuro de un hombre encalabrinado, la tarde anterior Norberto le había dicho:

-          Mañana, tu hermana. Y tú ve preparándote, que la vas a seguir no tardando.

-          No harías nada de más -replicó Elvira- pues, siendo la mayor, ya voy con retraso.

-          Pues ¡anda que yo!

-          Pero para ti, querido, sería la segunda vez.

     Poco a poco, van llegando los invitados, así como algunos curiosos, como es inevitable cuando el enlace -como ahora lo llaman los periódicos- es publicado por las proclamas. Acaba de entrar su hermano Andrés, acompañado de Arancha, su prometida, con esa pose estirada y de mirada perdida, que su madre toma como una ofensa personal con ribetes políticos, mientras Elvira ve en ella la presunción de una niña rica, que mide a los demás por los ceros en su cuenta corriente. No llega a tanto como la gorda Gertrudis, que se sigue dejando caer por casa de vez en cuando, a ver cómo marcha todo y, de paso, dejar en la cocina alguna delicadeza de su huerto. La antigua asistenta, que quería a Andrés casi como a sus hijos, conocía a una de las criadas de los Renovales y sabía de qué pie cojeaba la familia:

-          Esos se dejan decir que han comprado un novio de postín para Aranchita: guapo, listo y abogado. Lástima que sea un poco rojo -se lamentan-, pero ya lo cambiaremos.

     A Elvira la llevaban los demonios, y no solo por la impertinencia de aquellos cantamañanas. Eran el egoísmo y la acomodación de Andrés lo que más la indignaba. Las mujeres de la familia se habían quitado el pan de la boca para darle la carrera y ahora se estaba empezando a ver lo que, de forma desgarrada, clamaba Gertrudis en vano:

-          ¡Ay, señorita, que nos lo van a quitar esos piojos resucitados!

-          Ya iremos viendo, Gertrudis. Vivimos tiempos recios y cada uno se adapta como puede. Más adelante…

-          ¡Quia, señorita! Esto va para largo…, para muy largo.

     En fin, el tiempo diría. Entre tanto, Elvira, muy juntita, al lado de Don Norberto, se estaba dando el placer de estar sentada junto al titular de un patrimonio que tenía un cero más que el de los Renovales, … por lo menos.

***

     Pero dejemos de chismorrear, que ya están aquí los novios. Como la otra vez, opina Elvira que la novia resplandece al lado del novio como el sol, que apenas deja ver la luna cuando está sobre el horizonte. Es muy probable que la ciegue la pasión, pero la verdad es que Fina se ha convertido en otra Crucita, de ojos pardos, pero con unas formas infinitamente mejor proporcionadas. Sin ninguna envidia, con la emoción de la misma sangre, Elvira tenía que admitir que su hermana se había convertido en toda una belleza.

     A la salida de la iglesia, con primera o con segunda intención, Fina le devolvió el beso envuelto en una de las rosas del ramo de novia. Elvira se quedó pasmada, por un momento. Luego, masculló una disculpa a Norberto y volvió a entrar, disparada, en San Miguel, para depositar la flor a los pies del Yacente. Su acompañante, desde la puerta, vio su gesto y se conmovió:

-          Yo también le tengo mucha devoción, le confesó al regresar Elvira a su lado.

     La chica le siguió la corriente:

-          Dice mi madre que es un Cristo muy milagroso.

 


   


[1] Miguel Delibes, 377A, Madera de héroe, edit. Destino, Barcelona, 1987. En ediciones posteriores se redujo por el autor el título, hasta su forma definitiva: Madera de héroe.

[2] Siglas de la Federación Universitaria Escolar, fundada en 1926, y que, pese a su primer epíteto, agrupó también a estudiantes de Enseñanzas Medias de ideología izquierdista.

[3]  Alusión a la imagen alegórica de la República Española.

[4]  Manuel Azaña Díaz (1880-1940), a la sazón, Presidente del Consejo de Ministros (1931-1933).

[5] La II República Española abolió los títulos nobiliarios: artículo 25 de la Constitución de 1931.

[6] Sede local de la Unión General de Trabajadores y del Partido Socialista Obrero Español.

[7]  Esta es la opción por la que se decantó Delibes (Madera de héroe, cit., capítulo X), de la que yo me aparto por necesidades de mi relato. De todas formas, es de recordar que, en la época de ambas narraciones, el matrimonio canónico era inválido ante el Estado, si no iba acompañado del matrimonio civil ante funcionario competente. Véase Ley de 28 de junio de 1932 (Gaceta de Madrid del 3 de julio).

[8]  Bando de los vencidos en las sucesivas guerras civiles habidas en España entre 1833 y 1876, para dilucidar, entre otras cosas, qué rama de los Borbones reinaría en el País.

[9]  El detonante -con mucho de disculpa- del movimiento revolucionario fue la entrada en el Gobierno de tres ministros pertenecientes al partido de derechas CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas).

[10] Alusión a las cabezas visibles de las dos grandes tendencias del PSOE de la época: Indalecio Prieto Tuero (1883-1962) y Francisco Largo Caballero (1869-1946).

[11] Se trata del episodio del vapor Turquesa, que no es del caso reseñar aquí. Hermanos Proletarios es una alusión a la autodenominación de los revolucionarios de Asturias, plasmada en su famoso eslogan U.H.P. (Unión -o Uníos- Hermanos Proletarios).

[12] ¡Arriba parias de la Tierra! Es el primer verso de la traducción al español de La Internacional.

[13] Clara alusión al poema El dios ibero, incluido en el libro Campos de Castilla (1912), de Antonio Machado.

[14] Cadena radiofónica española, creada en Barcelona en 1924, de la que se considera continuadora la actual Cadena S.E.R.

[15] Unión de los sectores juveniles del PSOE y del Partido Comunista de España, lograda en marzo de 1936 tras un proceso largo y complicado, llevado a puerto por obra y gracia de la formación del Frente Popular y su triunfo en las elecciones generales de febrero de 1936. Un mes más tarde, se producía la citada unificación.

[16] La novela de Delibes, ya citada, aclara que la razón principal del distanciamiento y ruptura del matrimonio entre Jairo y Crucita fue la homosexualidad del primero. Naturalmente, la familia Albentosa tardaría bastantes años en saberlo, si es que alguna vez tuvieron noticia fehaciente de ello.

[17] Famosa casa perfumista francesa, fundada en 1828, cuyos productos de belleza distribuía Fuenteseca para las regiones de León y parte de Castilla la Vieja y Extremadura, según se asegura en el relato.

[18] Es una marca que, entre otras empresas, ha sido utilizada por Avon, Rebel, Justine, O Boticário, etc. Acepto la probable crítica de anacronismo.

[19] El día 3 de septiembre de 1939 es considerado como el de la efectiva declaración de guerra de Inglaterra y Francia a Alemania, inicio de la Segunda Guerra Mundial. Había ido precedido de un ultimátum franco- británico, desatendido por el Gobierno alemán, dos días antes.

[20] Pasar más hambre que un maestro de escuela era un dicho decimonónico, correspondiente a la época en que, corriendo su mantenimiento a cargo de los ayuntamientos, muchos de ellos los pagaban tarde, mal y nunca -como reza otra frase hecha-.

[21] Comparación, tal vez no muy exacta, de Don Norberto con el personaje de Pantalón o Pantaleón, de la Commedia dell’arte.

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