viernes, 12 de julio de 2019

LAS SANDALIAS ALADAS DE MERCURIO


Las sandalias aladas de Mercurio

Por Federico Bello Landrove



     No es mala idea excluir del amor la dificultad y el sufrimiento. ¿Es ello posible? ¿A qué precio? ¿Con qué responsabilidad? En este relato de aeropuerto un hombre cualquiera se encuentra con la necesidad de responder a esas preguntas, con notable lucidez pero resultado incierto



    





1.      Esperando un avión



     Tal vez, debería haber arribado más a la crítica, pero no le agrada conducir después de comer, por aquello de la somnolencia. Además, el haber llegado con tantas horas de adelanto parece como si le diese un mayor control de la situación. Puede informarse a fondo -no es buen conocedor del tráfico aéreo, ni de los entresijos del aeropuerto- y, a mayores, evitará encontrarse de sopetón con los padres de Verónica, que sabe comerán en Madrid con sus cuñados. ¡Qué historias! ¡Mira que un cincuentón, abogado de prestigio por más señas, ande jugando al escondite, como un colegial! Y es que, para bien o para mal, en cuanto se trata de Vero, le asalta la misma timidez de antaño, el mismo miedo a errar, la misma necesidad de emplear tácticas -absurdas por otra parte, dados los graves errores que, con ellas, otrora cometió-.

     Tan pronto ha dejado el veterano Mercedes en el aparcamiento, ha sentido ese nudo en el estómago que, pese a los treinta y cinco años transcurridos, aún recuerda tan bien: Ese síntoma de que se siente inseguro, de que tiene un miedo cerval a meter la pata. Pero no hay mal que por bien no venga -piensa-, si es el síntoma -como cree- de sentirse capaz de dar un salto atrás, para instalarse en el pasado, para recordarla tal como fue, para hablarle como lo hacía entonces, solo que con ese humor hecho de paradojas y juegos de palabras, que le fue brotando en la Universidad y cristalizó en las charlas ingeniosas con los colegas, cuando ya su primer amor solo era un vagaroso recuerdo.

     Eso tiene que reconocerlo, pese a que parezca contradecir su actual presencia en la terminal de llegadas internacionales: Verónica ha sido poco más que una figura guardada en su baúl de los recuerdos, como otras tantas que quedaron atrás cuando decidió abandonar la ciudad de sus amores adolescentes, para instalarse en la que vive desde entonces; en la que encontró a Blanca y nacieron sus hijos; por la que deambula a la carrera, de las compañías de seguros a los juzgados, de la Audiencia al bufete, de su casa al cine o al gimnasio. Lo dicho, su corto noviazgo con Vero apenas era dos o tres renglones escritos con letra titubeante en la página dieciséis del libro de su vida. Así era… hasta hace un par de meses.

***

     Había tenido que viajar a Castellar por razones de trabajo y las gestiones se alargaron inopinadamente, obligándolo a pernoctar en su antigua ciudad. Mató un rato, antes de cenar, paseando por la zona céntrica, entre la curiosidad y la nostalgia; y allí los encontró, tan de cerca, que no tuvo más remedio que saludarlos. Resultó que podría haber pasado de largo sin faltar a la buena educación, pues la madre de Vero fue esto lo primero que le manifestó:

-          ¡Hijo, cuantísimo tiempo! Has cambiado tanto, que no te había reconocido.

-          No le hagas caso, Fernando -enmendó el marido, por cortesía-. Lo que pasa es que no quiere ponerse las gafas para salir a la calle.

     Era verdad. Pese al gimnasio y a los cuidados con la comida, él había cambiado mucho, como todos, como ellos mismos -sin ir más lejos-, que fueron una de las parejas más guapas de su tiempo y ahora apenas conservaban un resto de su antigua apostura. Fernando vio el reflejo de su declive en aquel matrimonio al que tan intensamente frecuentó y quiso, hasta que la ruptura con su hija le alejó de ellos.

     Aún hacía frío en aquella anochecida de comienzos de primavera. La conversación se alargaba y ninguno de los tres sentía inclinación a ponerle fin. Fernando tomó la decisión por todos:

-          Ya que nos hemos encontrado después de tantos años, y sabe Dios cuantos más pasarán hasta que nos volvamos a ver, entremos en esta cafetería y charlemos con tranquilidad y buena temperatura.

     Por el paso del tiempo, el café acabó convirtiéndose en sendos platos combinados para celebrar una improvisada cena. Fue en el curso de ella cuando saltó la noticia que dos meses después, ha dado con Fernando -y dará con Alfredo y Carmen- en el aeropuerto de Barajas, como hemos visto.

***

     Habría sido una imperdonable falta de interés no preguntarles por Verónica, tras haber pasado revista a todos los miembros conocidos de ambas familias, y hasta a otros de la nueva generación, que llevaban camino de convertir a los interlocutores en bisabuelos o en abuelo. Mentar el nombre de su hija y venirse ambos padres abajo, fue todo uno. Alfredo reaccionó antes que su esposa:

-          No sé si contarte con detalle la tragedia por la que ha pasado. ¡Y en Panamá, figúrate! Como para poder correr a ayudarla.

     Fernando mostró un interés entreverado de curiosidad; de forma que dio pie para que los padres le narraran con algún pormenor la tragedia. Como ustedes no tienen ningún lazo con Verónica distinto de leer este relato, procuraré resumir lo sucedido, para que les quede en la mente el mismo compendio de tristezas que a Fernando, si bien con muy otras consecuencias.

     Para empezar, tras el fiasco de su relación con Fernando, Verónica se había dedicado durante un tiempo a curar sus heridas sentimentales que, desde luego, habían sido bastante más profundas de lo que su edad y la brevedad del noviazgo permitía suponer. Quizá ese lapso de convalecencia no fue suficiente, o tal vez se dejó engatusar por el pretendiente menos adecuado. El caso es que, con apenas dieciocho años de edad, había aceptado la corte que le hacía un estudiante panameño de Medicina, que cursaba en Castellar uno de los últimos cursos de la carrera. Carmen insistía en que su hija, en principio, se había resistido al asedio, pero finalmente el pretendiente, Ramón, se llevó el gato al agua, ayudado por circunstancias que -mal que les pesara a los padres de la novia- no eran insólitas ni extraordinarias: experiencia, perseverancia y altas dosis de sexualidad, contra lo que entonces se estilaba por nuestros pagos.

     Obtenida la licenciatura, Ramón partió para su patria -donde habría de encontrar trabajo fácilmente-, contrayendo antes matrimonio con Verónica, sin esperar a que esta concluyese sus estudios. La pareja se instaló en la localidad de David de Chiriquí, de donde era oriunda la familia de Ramón, allí invariablemente conocido como el doctor Salmón. Pronto los Señores de Salmón fueron padres de tres criaturas -dos niños y una niña-, que constituyeron la única dedicación de Vero, junto con la llevanza de la casa y el trato asiduo, y un tanto metiche y agobiante, del resto de los Salmones, por lo demás tan amables e incultos, como el Doctor era áspero y engreído por su superioridad profesional.

     Pasados los años infantiles de sus hijos, Vero quiso aprovechar la existencia en David de un Centro Regional Universitario[1], para homologar los incipientes estudios de Letras cursados en España y polarizarlos hacia la especialidad propia del país, con vistas a algún tipo de ejercicio docente que, a la vez que distracción, le granjease una forma de ganarse la vida por sí misma, dada la ofensiva parsimonia de su marido para con ella. Tan razonable aspiración fue motivo de incesantes conflictos con Ramón, que en ocasiones llegaron a un grado de presión o de violencia, que los padres de Vero no estaban en condiciones de concretar. De una forma u otra, la española -como con distanciamiento y cierto desprecio la llamaban en su familia política- logró graduarse y consiguió una colocación como profesora en un colegio privado, pese a las amenazas de su marido al director del centro, que este ignoró, como integrante solidario de la colonia de españoles de origen, exiliados tras la guerra civil[2].

     De la autonomía económica y profesional, Verónica pasó a la familiar, pactando con Ramón un divorcio que, a cambio de la guarda y custodia de sus hijos -ya adolescentes, próximos a la mayoría de edad-, implicaba aceptar una modesta pensión alimenticia para aquellos, a cargo de su padre. Con el tiempo, este dejó de ser un ominoso engorro para Verónica, al adquirir la nacionalidad panameña y trasladarse a Ciudad de Panamá, con el pretexto de los estudios de los hijos y el motivo de alcanzar una plaza de profesora titular en la Universidad Católica[3]. Cerrábase así el primer capítulo de las desventuras de Verónica, aunque con la inevitable cola de las polémicas con los hijos veinteañeros, que tan bien conocen quienes son padres, Fernando incluido.

***

     Para los postres de la cena, quedaba la segunda parte de lo que, sin malicia ni conciencia de hipérbole, doña Carmen había llamado la tragedia de Verónica. Abreviaremos la narración de su primer episodio, que Fernando había acogido como ajeno a su responsabilidad, ya que hacía alusión a algo que -como antes decía de las discusiones de padres e hijos- resulta el padrenuestro de las mujeres divorciadas. En el caso de Vero, es lógico que tuviera que ver con su trabajo: la relación apasionada con el padre de una de sus alumnas, que colmó a la madura española de pasión y de esperanzas, pero que acabó como suelen hacerlo estas locuras, a saber, con el retorno del galán al redil de su familia y la frustración de la mujer, que tan solo había probado el amor con un tipo perfecto, para quedarse con la miel en los labios y la hiel en el corazón.

     Alfredo recordaba que la última vez que su hija había volado de Panamá a España, había sido precisamente acompañada del perfecto amador, entonces alzado por Verónica al comprometedor pedestal de hombre de su vida y futuro consorte. No había vuelto más, aunque no por evitar la vergüenza de regresar compuesta y sin Carlos, sino porque entonces se desencadenó la siguiente -y, por ahora, última fase- del drama de Vero, cuya narración acompañó Carmen de lágrimas y sollozos, hasta tener que reemplazarla su marido como narrador.

     En sí, tampoco este acto de la tragedia se salía de lo común. ¡Cuántas mujeres sufren un cáncer de útero en su mediana edad! La peculiaridad del caso estribaba en que, apiadada por sus padres, ya septuagenarios, Verónica había decidido pasar el trago en Panamá y sin otra presencia o ayuda que la que le brindaban sus hijos. Ciertamente, de poco le habrían servido prácticamente sus padres junto a ella, pero ellos, al enterarse a posteriori, se habían venido abajo, imaginando a su hija, doliente y en peligro de muerte, mientras ellos paseaban por Castellar y la criticaban por su desapego e ingratitud, al no visitarlos durante dos años -como era habitual- en primavera. En fin, si bien está lo que bien acaba, Verónica decía estar repuesta y con buen pronóstico de curación. La mejor prueba de ello es que reanudaba sus viajes a Ítaca, precisamente ahora, y con una maleta rebosante de un contenido bíblico de lo más personal y emotivo: una autobiografía de su lucha contra la enfermedad de las seis letras, cuyos beneficios económicos iban destinados a una sociedad panameña, luchadora contra los cánceres específicamente femeninos.

     No han tomado postre y cierran aquella cena tan emotiva con infusiones para una buena digestión. Mientras se enfrían un poco, Carmen deja caer un par de frases, que Fernando guardará en su memoria, grabadas a fuego:

-          Iremos a esperarla a Barajas el próximo 9 de mayo, por la tarde. Su hermano no puede acompañarnos con el coche, porque tiene una convención de ingenieros en Clermont-Ferrand.





2.      Volviendo la vista atrás



     En un primer momento, de regreso a su casa, Fernando tan solo recordaba la conversación con Carmen y Alfredo como una sucesión de hechos, que componían una vida contada durante parte de una cena, a través de sus episodios más lacrimógenos. Era lo natural, siendo los narradores los padres de la sufriente protagonista, quien los había vivido lejos de ellos, frustrando todas las esperanzas paternas de felicidad. De todas formas, como persona sensible, cuya existencia había sido, hasta ahora, plácida, por no decir feliz, nuestro abogado establecía comparación entre su vida y la de Verónica, buscando la razón diferencial, no en la suerte, sino en la responsabilidad personal. También él habría tenido alguna ocasión de pasarlas de a quilo, si se hubiese dejado llevar por la pasión, o mandado a paseo al letrado Pedraz, en aquellos tres años que pasó aprendiendo la profesión a su vera, en régimen de semi esclavitud.




     ¡Qué diferente habría sido la peripecia de Verónica, si los autoritarios padres de ambos no se hubiesen empeñado en que la mocita cantase el Non ho l’età[4] y les hubieran permitido vivir el noviazgo en paz y a su aire, con ese control a distancia tan sencillo en una ciudad pequeña, estando las dos familias unidas por una buena amistad. Fernando dejaba volar la fantasía, mientras corría el agua de la ducha, nadaba interminables largos de piscina o caminaba rumbo al trabajo, con la cartera atiborrada de papeles. Se imaginaba junto a Verónica, que tenía la misma apariencia de ayer, sentados en el trotado sofá de la sala en la que se le declaró cuando la chica caminaba por sus catorce y le profesaba bastante más admiración que cariño. Los hijos tendrían que ser tres -como los de ella, en efecto-, que es el número ecológico, capaz de mantener el equilibrio de la población. Vivirían en Castellar, por supuesto, ¿dónde, si no? ¿Y a qué se dedicarían? Acuciados por un noviazgo tan temprano, lo más probable es que se hubieran casado nada más acabar sus estudios, con lo que él habría aceptado la oferta del catedrático de Derecho Civil, de seguir la carrera docente, aunque el sueldo de los ayudantes apenas permitía llegar a fin de mes. Diez años más y se veía sentado en la cátedra, haciendo lo que más le gusta en la vida: enseñar a quienes de verdad quieren aprender. ¿Y ella? Seguramente habría terminado Filosofía y Letras, pero no tenía claro el futuro de aquella chiquilla, tan humilde y responsable, en la jungla de la Facultad. Quizá maestra, o profesora de Instituto. ¿Qué más da? Allí estaba él, amante esposo, padre entregado, catedrático con dedicación compartida, que la abogacía bien administrada es complemento indispensable de la enseñanza teórica del Derecho.

     Fernando se ríe para sí. Está programando el futuro de Verónica y el suyo propio, como si el porvenir no hubiera ya pasado. Dejemos, pues, el tema y demos un salto. El cáncer. Eso sí que no hay quien lo eluda, pues su causa principal es genética y tiene oído que una abuela de Vero murió de él. ¡Pero qué distinto habría sido el combate! Los mejores médicos; el marido a la cabecera de la cama; los padres, cubriéndola de besos; los hijos… Da por supuesta la curación: A fin de cuentas es lo que en la realidad ha sucedido. En la realidad… Pero ¿cuál es? A veces mezcla caras, confunde nombres, sueña lugares, imagina eventos. La vida está hecha de opciones difícilmente rectificables, pero la realidad y el deseo, el presente y los recuerdos se unen en un peculiar horizonte de sucesos, en que podemos ver e imaginar, aunque nuestras criaturas -afortunadamente- no nos afecten.

     La mente analítica de Fernando se detiene, una y otra vez, ante las mismas preguntas, que cada vez se hace con mayor frecuencia y para las que no tiene respuesta, porque son confusos los hechos y el entorno. ¿Qué pasó para que…? ¿Por qué yo hice, o ella no hizo…? ¿Cuándo fue…? ¿No pudimos después…? Es inútil. Halla hipótesis, posibilidades, teorías, pero no la seguridad que -a saber para qué- pretende. ¿Y si cambiara de método? ¿Y si olvidara por un momento el caso concreto y se remontara a su carácter, su ejecutoria, su forma de entender la vida?

     Ahí sí que parece pisar terreno firme. Adelante, pues. Y en esto, surge ante sus ojos entornados la broncínea estatua del Mercurio del Pasaje, el mensajero de los dioses, el dios de las sandalias aladas. ¿Significará algo?

***

     Para bien o para mal, se cree moldeado por el carácter de su padre: imperioso, absorbente, rápido, tajante. Eso sí, con unas notas de su madre: tímido, tolerante, amador de la tranquilidad. Así ve cómo era él entonces, un retrato de perfil que aún encaja con la forma en que ahora se comporta. Pero no es la panorámica lo que busca, sino definirse en lo afectivo, para tratar de explicar lo que pasó. Parece sencillo: huir del sufrimiento, impaciencia, juego al todo o nada, escasa rebeldía. ¿Consecuencia? Recuerda que empleó el adjetivo, desde que en Derecho aprendió lo que significaba: fungible, es decir, que se puede sustituir o reemplazar por lo igual o análogo. Así ha considerado desde siempre a la mujer que se pretende, al amor a que se aspira. Se siente perfectamente capaz de vivir distintos amores, de convivir con diversas mujeres, en función de la voluntad y las circunstancias. No malentiendan al bueno de Fernando: su fidelidad es perfecta y su sentido de la responsabilidad, acrisolado. Pero eso es cuando la chica dice sí, cuando no le ha decepcionado, cuando se ha comprometido. Para entendernos, no es la fungibilidad de un caradura picaflor, ni la de un incorregible optimista. Es el mecanismo de defensa frente a la dificultad, la alternativa de la paciencia insistente, el antídoto del dolor que generan la dificultad y el contratiempo. Queda claro -o él lo entiende así-: Ni entonces, ni ahora, Fernando acepta el sufrimiento para ganar el amor. La diferencia entre el pasado y el presente solo está en el grado de contrariedad que toleraría y en la habilidad para sortear el conflicto entre el amor ajeno y el propio.

     ¿En dónde hay sitio para Mercurio y sus aladas sandalias? Fernando lo explica con una alegoría tan válida, como la de las flechas de Cupido. Se cree rápido y certero para conocer a una mujer, captar sus valores, sentirse interesado por ella. Pero también es capaz de dar, con la misma velocidad, una espantada, cuando cree que está en juego su felicidad, su tranquilidad o, meramente, su acierto en elegir. Es, en cierto modo, similar al mensajero de los dioses quien, con la misma rapidez con que se aproxima para conocer sus designios, se aleja de ellos a cumplir sus encargos.

     Poco antes de casarse con Blanca, un amigo, que lo conocía bien, le había preguntado:

-          ¿Qué vas a responder a eso de hasta que la muerte os separe?

    Fernando contestó:

-          Depende de lo que conteste Blanca. El amor y sus propiedades es cosa de dos.

***

     La introspección no le sirvió de mucho a Fernando, en esta ocasión. Con una evidencia cada vez mayor, aparecía ante sus ojos un aspecto de la realidad que no había conocido hasta ahora, ni se había ocupado en hacerlo. ¿Qué sucedía cuando Mercurio escapaba? ¿Qué pasaba si la chica estaba hecha de otra pasta, si no compartía su tesis de la fungibilidad, si la experiencia la marcaba de forma intensa y negativa? ¡Ahora tenía la respuesta! Quizá con razón, Fernando ponía mil excusas para no asumir su responsabilidad, desde la torpeza de la edad, al rigor de los padres y la muy escasa lucidez de Verónica, a la hora de elegir marido. Pero era en vano: Ahí tenía él una clara y muy importante responsabilidad; tanto más evidente ahora, cuando conocía los mil y un vericuetos por los que habría podido superar las dificultades o, meramente, dejar pasar un par de años, que Verónica bien lo merecía. ¡Sería ridículo! ¡Pues no empezaba a pensar en términos de que aquella niña podía haber sido la mujer de su vida, ese preciado don que los dioses ofrecen a quienes quieren bien…, o amenazan con castigar, si lo rechazan o dilapidan!

     Y, por si Vero le quedaba distante en la imagen, ahí estaban sus padres, ancianos, lacrimosos, con pocos años ya por delante para ver a su hija medianamente feliz, capaz de afrontar con algo de compañía y ayuda su existencia allende el océano.

     Por primera vez, Fernando se sintió culpable de abandono de novia y sintió el arrepentimiento sin esperanza de quien tendría que volver a un pasado irrecuperable, para cumplir su penitencia. Pero ¿cuál habría de ser esta, caso de que la empresa no fuese del todo imposible? Por supuesto, nada que pudiera trasladar la condición de víctima a quien ninguna culpa tenía por su criminal torpeza, por su egoísmo cortoplacista. Ni él podía faltar a su fidelidad presente, ni Verónica recibiría con buenos ojos un ofrecimiento tal. Lo vio claro: Para empezar -como decía el catecismo-, la confesión del pecado a quien lo había sufrido; la petición directa y sincera de perdón; el ofrecimiento de una operativa amistad. Luego…, que fuera ella quien marcase los términos, los sentimientos, las peticiones. En él estaba tomar la iniciativa; en Verónica, perdonar y sugerir. De acuerdo, pues. Pero estas no son cosas para escribir o telefonear, sino para hablarlas frente a frente, corazón con corazón. ¿Cuándo dijeron que venía? El 9 de mayo. Total, apenas quedan veinte días. La llamo, o me dejo caer por Castellar, o… ¡Demonios! ¿Por qué no empezar por ir a recibirla al aeropuerto? Vendrá cargada de equipaje -libros, principalmente- y sus padres no tienen coche. Podría poner el mío a su disposición. ¡Un motivo irrebatible! ¿Quién sabe si no me lo sugirió Carmen, cuando dijo que su hijo no podría, por estar de viaje en Francia?





3.      Retorno al pasado



     Sabiendo procedencia, fecha y hora aproximada, no le fue difícil dar con el vuelo de Aeroméxico en que había de viajar Verónica. Ciertamente, cabía una remota posibilidad de error, pero Fernando era muy suyo: Antes equivocarse, que revelar a los padres de Vero su propósito de ir a darle la bienvenida. Le apetecía darles una sorpresa de última hora, surgiendo en Barajas como una aparición, tan inesperada como deseable.

     Tampoco quería sincerarse con Blanca, pese a la inocencia del empeño y a la confianza que había de siempre entre ellos. De hecho, su esposa conocía la existencia de su primer amor y, nada más volver de Castellar, él le había contado de pe a pa toda la historia de Vero en Panamá, con tal lujo de detalles, que su mujer había pasado del interés, al cansancio y, de este, a un género de ironía que su marido había conceptuado como pre-celotipia. En consecuencia, había decidido disfrazar el viaje a Madrid de entrevista con los capitostes de una de las compañías de seguros a la que estaba ligado contractualmente como letrado. Según las cosas pintaran luego mejor o peor, regresaría en el día o pernoctaría en Castellar, tal vez, en casa de Carmen y Alfredo; por tanto, bajo el mismo techo que Verónica.




      En fin, he cerrado el círculo y volvemos a encontrarnos con Fernando que, tras aparcar su coche, ha entrado en la terminal correspondiente y repasa por enésima vez el número y hora de llegada del vuelo esperado. Luego, decide correr algún riesgo y se acerca al mostrador de Aeroméxico y pregunta si, entre los pasajeros del vuelo 384 de hoy está una prima suya, llamada Verónica Bermúdez Lafuente, que ha tomado el avión en Ciudad de Panamá. La cortesía mejicana se impone, pese a que no ha justificado la relación que guarda con la viajera: En efecto, señor, es una de las pasajeras.

      Tiene tres horas y media por delante. Compra un par de periódicos y un libro de moda. Durante treinta o cuarenta minutos, hojea las noticias y trata de empezar La fiesta del chivo[5]. Luego busca un restaurante, dentro del mismo aeropuerto, y pide un sencillo plato combinado: No quiere que la comida se alargue más allá de media hora. Con todo, es tiempo suficiente para que empiece a dar vueltas a la cabeza, pensando que tal vez haya hecho mal, viniendo así, de sopetón y en descubierta, como si Vero fuese a estas alturas una amiga del alma o, al menos, tuviera verdaderas ganas de verlo. Realmente -se dice-, siempre he pecado de juzgar los deseos de los demás con mis propios criterios.

     Termina el almuerzo, pero no el soliloquio. Una y otra vez, mientras pasea por los pasillos de la terminal, se estrella contra su desconocimiento de las reacciones de Vero. Es obvio que su iniciativa es generosa y no tiene por qué ser mal recibida. Siempre puede escudarse en el encuentro con sus padres, en la atención de que puedan viajar cómodamente, sin necesidad de andar trasbordando. Pero Fernando no ha llegado hasta aquí para cargar maletas o ayudar a ancianos, sino para hacer de nuevo acto de presencia en la vida de ella, para demostrarle su interés, para cruzar las primeras palabras en décadas. Se trata de romper el hielo, de sentirse cercanos, de darle el calor que le faltó en aquellos malos momentos, que él desconocía.

     He aquí que, pese a su cuidado para no ser visto antes de tiempo, ha columbrado a Carmen y Alfredo. ¡Maldición!, no vienen solos. Seguro que han estado comiendo en casa de un familiar, que se ha sentido obligado a acompañarlos. ¡Pero no! El desconocido se para, les hace unas indicaciones acompañadas de gestos y se retira. Tal vez sea el taxista que los ha traído hasta Barajas, que los ha guiado hasta ponerlos en el buen camino hacia la zona de llegadas. Bien, falsa alarma. Busca un asiento oculto tras un pilar y pone ante sí un diario abierto, para que le oculte el rostro. De vez en cuando, aparta las páginas y mira de soslayo. Sí, son ellos. Pasan ante él, del brazo, ajenos a cuantos transitan en torno suyo. Aún faltan cuarenta minutos para el aterrizaje previsto del avión.

     De pronto, Fernando lo ve todo claro. Como tantas veces, había pasado por alto un dato esencial, objetivo, incontrovertible. Va para dos años que padres e hija no se han visto, y eso fue antes del cáncer. Es obvio que querrán estar a solas, a la hora de los abrazos, de las lágrimas, de las confidencias. Los padres podrían aceptar su presencia, por cariño o por gratitud. Pero ¿y ella? A buenas horas va a hablar de su enfermedad ante él, un perfecto desconocido, indeseado, entremetido, pasado de rosca.

     Decididamente, allí está de más. Lo que es peor, puede perder su oportunidad, la última posibilidad de hablar con Verónica, de pedirle que lo perdone, de atar los cabos para un futuro cimentado en los sentimientos del pasado. Se impone la retirada. Tiempo habrá de llamarla dentro de unos días, sondeando su actitud, o de ir a visitarla de manera más decidida. Es lo mejor, no hay duda. Aprovecha que la anciana pareja está de espaldas a él; se levanta y se aleja, entre el alivio, que empieza a difuminarse, y las dudas, que ya lo alcanzan antes de llegar a las puertas de salida.

     Al ponerse al volante del Mercedes, musita, como antaño:

-          Del próximo fin de semana, no pasa. O mejor, la semana que viene, cuando Vero haya quedado libre de los compromisos y de los encuentros más urgentes.

***

     También es martes y día 16, como cuando se declaró a Vero. No es una casualidad que Fernando haya esperado hasta esta fecha, una semana después de la abortada intentona de Barajas. En su bufete, con orden de que no lo molesten, espera hasta las once, con un nudo en el estómago. Telefonea, rogando al cielo que se ponga Carmen. Tiene suerte a medias: contesta Alfredo. Como siempre, jovial y cariñoso. Sí, sí, por aquí anda… Que sí, hombre, que es buen momento; para ti, siempre lo es… ¡Vero, al teléfono!

     Le oye decir en voz baja: No te lo vas a creer. Es Fernando, Fernando Manglano. Verónica empieza como si no supiera quién la llama. Tiene la voz fresca y cantarina que él aún recuerda:

-          Dígame.

     Le brota la veta coloquial y bromista, que le sale tan bien pero ella todavía desconoce:

-          ¿Puedo hablar con la Perla del Caribe?

-          Lo siento, señor. Yo soy la Perla del Pacífico. La del Caribe se quedó en Colón[6].

     Esperemos, por el bien de Fernando, que Verónica no se sienta ofendida por el error geográfico.




    




[1] El Centro Regional Universitario de Chiriquí (CRUCHI) vino funcionando entre 1969 y 1995, como una división de la Universidad de Panamá. En 1995, se convirtió en Universidad Autónoma.
[2] Se alude a la guerra civil española de 1936-1939.
[3] La Universidad Católica Santa María la Antigua (USMA) fue creada en 1965, y tiene actualmente (2019) centros académicos en Ciudad de Panamá, Colón, David de Chiriquí, Azuero y Veraguas.
[4] Famosa canción -ganadora de los festivales de Sanremo y Eurovisión de 1964-, cuyo mensaje era el de vivir un amor romántico, hasta que la chica tuviera la edad de salir sola con el muchacho. Se cuenta que esta adaptación del amor al calendario gozó del beneplácito del entonces Papa, Pablo VI. La tonada fue popularizada por la cantante italiana Gigliola Cinquetti en diversos idiomas, entre ellos, el español, con el título de No tengo edad.
[5] Novela de Mario Vargas Llosa, editada por Alfaguara en el año 2000.
[6] Ciudad de Panamá está a orillas del Océano Pacífico. Colón lo está en las del Mar Caribe (Océano Atlántico).

No hay comentarios:

Publicar un comentario