viernes, 19 de julio de 2019

GENTE DE ORDEN





Gente de orden

Por Federico Bello Landrove



     Ya sabemos de sobra lo mal que se portaron los perversos de ambos bandos en la guerra civil española. Pero, ¿y las buenas gentes de orden? Me aproximo a tres posibles ejemplos de personas respetables, para ver, con más realismo que fantasía, cuál fue su actitud ante la muerte odiosa de sus compatriotas y los duros momentos en que se vieron inmersos.





1.      Capeando el temporal



     Corren los primeros días de noviembre de 1936. En el restaurante del Hotel Roma de Castellar, tres comensales se sientan a una de las mesas, dispuestos a hacer los honores a la buena cocina del establecimiento. ¿Motivo especial? Uno de ellos, el mayor en edad, acaba de llegar a la ciudad, tras jugarse la vida durante tres meses en el cerco y defensa de Oviedo[1]. Al fin, ha salido con bien de aquella encerrona y sus dos compañeros de ágape han decidido reunirse a comer para mostrar su alegría y agasajarlo. Precisamente, al acercarnos al trío, ya casi a los postres, sorprendemos una parte de la conversación que, en este caso, lleva el más joven de los tres:

-          Sé de muy buena tinta que, hasta empezar este mes, se ha contabilizado en el juzgado militar de instrucción un total de 181 ejecutados, tras ser condenados a muerte en consejo de guerra. En cambio, no me han sabido dar cuenta de los indultados, que, como mucho, pueden suponer la mitad de ese número.

-          Y eso es solo la parte presentable de la situación -explica el comensal intermedio en edad, bajando la voz hasta términos casi inaudibles-. Los paseados[2] serán dos o tres veces más de la cifra que le han dado a Francisco, y la cosa no tiene visos de acabar.

-          No me hables de paseos-replica el homenajeado-. Acabo de enterarme de que se lo han dado en Madrid a mi maestro espiritual, el padre Gamo, simplemente por ser sacerdote. Y no digamos lo que se sabe y se cuenta de Asturias, tanto en el frente, como en la retaguardia[3].

     Se hace el silencio durante unos momentos, que interrumpe el tal Francisco, dirigiéndose al camarero:

-          Arsenio, ¿Qué tienes hoy para postre?

***

     ¿Quiénes eran, a grandes rasgos, los tres amigos cuya charla hemos sorprendido? Les pondré en antecedentes, por el orden de sus respectivas edades. Así pues, comencemos por el defensor de Oviedo, el discípulo espiritual del padre Gamo, según él mismo ha reconocido.

     Don Óscar Muñiz, de 54 años de edad, soltero, asturiano de origen, tiene tras de sí una vida rica y compleja. Hijo de una familia de clase media con pretensiones de hidalguía, pasó sin vocación por la milicia, hasta llegar al periodismo y la actividad política, en partidos de izquierdas. Hacía muchos años que había dejado el uniforme y el sable, cuando hete aquí que -por lo que ha dicho- ha vuelto a ejercer como capitán con ocasión de la defensa de Oviedo. Entre un momento y otro, Muñiz tuvo su camino de Damasco[4], cuando se hallaba preso en Barcelona y recibió la presencia y el influjo del padre Gamo. A partir de ese momento, unos diez años atrás, pasó a asumir una ideología nacional-católica, que acontecimientos como la Revolución de Octubre[5] no hicieron sino radicalizar. Ahora, de regreso a su patria chica adoptiva de Castellar, don Óscar vacila sobre colgar de nuevo, o no, el uniforme. En todo caso, si decidiere que la guerra ya no es para él, tiene la esperanza de que su trimestre heroico junto a Aranda[6] le sirva para recuperar el puesto de director del periódico para el que mayormente trabaja pues, aunque soltero y austero -así se presenta, jocosamente-, apenas tiene con el sueldo para llegar a fin de mes.

     El mediano en edad tiene una personalidad menos notoria, pero una cuenta bancaria bastante más nutrida. Se trata de Antonio Vallecillo, castellarense de pro, nacido unos cuarenta años atrás en un pueblo del alfoz, en familia de campesinos, de esos que se pueden llamar agricultores o propietarios, sin llegar a ser terratenientes. Pero, si es conocido en la ciudad, es como abogado, con un bufete que acoge a buena parte de la gente adinerada y/o de derechas de la localidad, inicialmente atraída por el don de gentes de su titular y su hondo conocimiento del cooperativismo y la propiedad inmobiliaria rústica. De hecho, siempre ha pertenecido nominalmente a los partidos agraristas de la región, hasta un par de años atrás en que le convenció de pasarse al fascio su buen compañero de profesión, el pobre Nicéforo Cuadrado, al que siempre trató de refrenar en temas de violencia política, la cual a la postre se volvió contra él al comienzo de la guerra, en un buen ejemplo de aquello de quien a hierro mata… El letrado Vallecillo es el único de los tres comensales que está casado, con una hija de Almacenes Duero, como suelen perfilarla en sociedad, ahorrándose el nombre de su padre. Tienen tres hijos y viven en una buena casa, frente a la Catedral, síntoma de que llevan un tren de vida de razonable bienestar, vale decir, de aquellos de ingresos menos gastos, igual a ahorro importante, pero sin avaricia ni cicatería.

     El más joven es un gallego de Vigo, llamado Francisco Penouta, quien, a sus treintaiún años, ya le ha tocado viajar ampliamente por España, merced a su bien ganada plaza de juez ocho años atrás, y a los avatares políticos que han salpicado a la gente de toga, como a cualquier hijo de vecino. Como es natural, no ha exteriorizado claramente sus ideas sociales, dala la imparcialidad que a su profesión se supone, pero quienes lo vieron actuar hace un par de años en Villanueva y Geltrú, comportándose sin contemplaciones en la instrucción de las causas contra los levantiscos del 34[7], supusieron que se las habían con un españolista de derechas y, como a tal, lo amenazaron de muerte en varios anónimos y expresiones de las llamadas en el Código penal encubiertas o equívocas. Precisamente por eso, el Ministro Aizpún[8] autorizó su comisión de servicio para uno de los juzgados de primera instancia de Castellar, aunque no tuviera entonces la oportuna categoría de magistrado. Y en esta ciudad sigue, una vez perdió todo interés por volver a Galicia, cuando su novia de muchos años no le respetó la ausencia y acabó casándose con un armador de Villagarcía de Arosa. Sus padres, maestros ambos en proceso de depuración de responsabilidades políticas, gustarían de verlo por la ría viguesa pero Francisco -evidentemente, Paco o Paquito para ellos- es fiel cumplidor de la consigna de San Ignacio: en tiempos de turbación, no hacer mudanzas.

***

     Ahora que caigo, ese terceto de buenos gourmets, que acaban de pedir la cuenta al maître y disputan sobre la distribución de su abono -acabará ganando don Antonio, como casi siempre-, pueden ser una buena muestra de lo que, en tiempos de los Borbones, llamaban gente de orden, es decir, quienes hacen buena la conocida máxima el orden, ante todo, con el atrevido corolario de Goethe, prefiero la injusticia al desorden. Veamos hasta qué punto la selección es acertada, según el porqué y el hasta dónde de cada uno en el mantenimiento de esas convicciones.

     Por más espectacular e inverosímil que hubiese sido el cambio de chaqueta espiritual de Óscar Muñiz, no dejaba de representar a los millones de compatriotas que, ante la política religiosa del primer bienio de la República y, luego, del Gobierno del Frente Popular, se habían sentido ofendidos, escandalizados y hasta en peligro de condenación, si dejaban hacer sin soliviantarse. Estoy convencido, como el propio Muñiz cuando reflexionaba, de que catolicismo y comportamiento de la Iglesia no eran la misma cosa -a veces, algo diametralmente distinto-; como comprendo que, so capa de persecución y atentado a la Iglesia, pretendía cubrirse la abolición de privilegios y prebendas. El mismo padre Gamo, mentor espiritual de Muñiz, lo había dicho en la prensa, desilusionado de la actitud cerril de muchos patronos y políticos de los llamados partidos católicos: Si las izquierdas viniesen para resolver con buenas reformas sociales el problema social, sin meterse con la Religión, yo diría: bienvenidas sean las izquierdas, hasta que las derechas tengan enmiendas[9]. Claro que, como había comentado su discípulo, don Óscar, lo de sin meterse con la Religión, era una condición imposible para la mayoría de las fuerzas frente populistas. Luego, claro está, expolios, incendios y asesinatos, habían llevado a Muñiz a eludir matices y reflexiones profundas: Según él, si se era católico, había que decir basta y ponerse al lado de la jerarquía eclesiástica. Luego aclararé hasta qué punto.

     Si lo que movía a Muñiz era, sobre todo, la convicción religiosa, Antonio Vallecillo respondía a los intereses de su clase social, ni más, ni menos. Tenía abundantes dudas en materia de religión, empezando por la existencia de Dios, la divinidad de Jesucristo y el acierto y buena voluntad -no diré la infalibilidad- de los clérigos en general. Solo después del Alzamiento, empezó a cumplir con rigor el precepto de la misa dominical y a acompañar a su mujer e hijos al comulgatorio -sobre el confesonario, corramos un tupido velo-. Era el miedo a que se viniera abajo el nivel de vida de su familia lo que le había puesto en guardia ante tanto exceso -sobre todo, verbal- como se gastaban aquellos incendiarios, de los que temía, no tanto la violencia, como el desgobierno y la ruptura del Estado de Derecho. Sin saber bien si mataba o si espantaba, había hecho guiños a aquellos casi fascistas de la camisa azul y la dialéctica de los puños y de las pistolas[10]. En todo caso, ya he dicho que su aproximación  tenía mucho de personal, por el carisma y las invitaciones de su colega castellarense, Nicéforo Cuadrado, cuya muerte en los primeros días de la guerra lo apenó profundamente y le desanimó para ser algo más que un abogado de derechas, con una intachable ejecutoria agrarista, hasta en su crítica moderada contra las compañías del sector agroindustrial, que tan bien sabían esquilmar a los labradores y llevarse fuera de la región sus cuantiosos beneficios.

     En el caso del juez Penouta, podríamos invocar con propiedad alguna de las eximentes del Código Penal para las conductas delictivas, por más que la suya estuviese lejos de alcanzar ese epíteto. Yo diría que la que mejor cuadraba era la legítima defensa, a raíz de las amenazas de muerte a que antes me he referido. Seguro que él preferiría la eximente de estado de necesidad, para excluir de la excusa cualquier ribete en exceso personalista. Mas, de un modo u otro, es obvio que era un hombre de leyes y de conciencia, al que jamás se le habría ocurrido aceptar ciertas cosas, de no haber estado en juego su vida. A mayores, la todavía ambigua situación de sus padres, bajo la lupa de los procesos depurativos del profesorado, le imponía una conducta intachable a los ojos de los militarotes en el poder, por si había de echar una mano benefactora a sus progenitores. Entre tanta circunspección, mantenía una cierta libertad de palabra con algunas personas de confianza, cuando la indignación o la crítica le ahogaban en la garganta. Tal sucedía con el presidente de la Sala de lo Civil de la Audiencia, Gavilanes, o -precisamente- con los dos amigos con que ahora ha estado comiendo, no por ser antiguos o íntimos (conoce a Antonio, como abogado prestigioso, al que le une un mutuo respeto; y a Óscar como periodista que, buen conocedor de Barcelona y de los energúmenos nacionalistas, se puso espontáneamente a su disposición, cuando Francisco aterrizó en Castellar, sin haber estado nunca en esta ciudad), sino porque los tres, de manera sincera, se manifiestan entre ellos de forma clara, veraz y discreta. Eso permite a cada uno de ellos saber hasta qué punto -antes dije hasta dónde- comprenden o toleran el huracán de violencia gratuita y supuestamente incontrolada que, desde hace tres meses y medio, sopla inmisericorde sobre la ciudad y su provincia -por no aludir a lugares más alejados-, pese a haber estado desde el primer momento de la guerra bajo la férula de quienes -en ese mes de noviembre de 1936- se las prometen muy felices por la considerada inminente caída de Madrid.








***

     En cuanto los hemos oído hablar, nos ha sido evidente que los tres amigos abominan del ambiente opresivo y de las violencias que se están viviendo en Castellar, aunque con distintos niveles de crítica y por razones no coincidentes. Hagamos un resumen, contemplándolos por el mismo orden de nacimiento, hasta ahora empleado.

     Óscar conoce o ha vivido los sucesos del 34 en Cataluña y en Asturias, y tiene información aproximada de lo que acaece en Madrid, por su condición de periodista bien enterado. Sobre esa base, estaría cerca de justificar el empleo de medios drásticos para ganar la guerra y dominar la retaguardia, con dos condiciones, que es evidente que en Castellar no se están cumpliendo: aplicar los procedimientos establecidos por las leyes, incluso las de guerra, y diferenciar, según las personas enjuiciadas, las penas a imponer. En ningún momento ni bajo ninguna disculpa puede dejarse en manos de los ciudadanos sin autoridad la imposición de castigos o la realización de venganzas, incluso con resultado de muerte; como tampoco puede mandarse al paredón, o a la cárcel por treinta años, por el mero hecho de ejercer o haber ejercido cargos políticos o haberse integrado en partidos políticos o sindicatos de izquierdas. Habrá que ver el uso que cada cual haya hecho de sus poderes, así como la aplicación conductual concreta en que hayan cristalizado sus ideas.

     ¿Qué salida, o qué subterfugio, utiliza Óscar para vivir en aquél inmenso matadero sin caer en la depresión, o abdicar de sus rasgos de humanidad? Quizás resulte ridículo plantearse siguiera la pregunta, aunque soy consciente de que nuestro periodista lo ha hecho, tanto en los baluartes de Oviedo, como en su modesta habitación en el Hotel Moderno. Una y otra vez, se repite, tratando de convencerse definitivamente, que será la voluntad de Dios y que, por encima de todo, se halla su providencia, esa de la que Santa Teresa afirmó que escribe derecho con reglones torcidos. En lo que a él cumple, se entrega a la oración, escribe sus artículos de periódico sin incitar al odio ni a la violencia y, cuando tiene oportunidad, redacta ensayos o prepara algún libro, con un evidente objetivo de evasión -aunque él se enfadaría si viese este juicio mío sobre ellos-. No creo que haga falta decir más sobre el tema: Se trata de que ustedes lo conozcan un poco, no de que discutamos con él, ni de convencernos de la suficiencia o nimiedad de su parecer.

     Pasemos a Antonio, el abogado. Por principio, más que por experiencia propia, parte de que su posición y su patrimonio, lícitamente conseguidos con su trabajo -y la dote de su mujer-, deben ser protegidos por encima de todo. Está en juego, no solo su forma de vida, sino la de su esposa y sus hijos. Convencido de que la sublevación estaba justificada, ahora se trata de arrimar todos el hombro, a las órdenes de Franco, para conseguir la victoria, a la mayor brevedad y con el menor coste posible. Por eso mismo, considera innecesario y equivocado el llevar la guerra a la retaguardia, la violencia suma a la población civil, las ejecuciones masivas y hasta ilegales a una situación que, hasta ahora, permite pronosticar el triunfo del bando nacional. Pero siempre existe un riesgo de derrota, como hay que tener en el horizonte la anhelada paz. Una y otra aconsejan ser más suaves y circunspectos, manteniendo la guerra para los frentes y en términos estrictamente legales y castrenses. Una guerra civil es siempre causa de odios fratricidas y de consecuencias morales que duran varias generaciones. No se puede agigantar sus consecuencias nefastas con crímenes que a nada positivo conducen.

     Está claro que a Antonio -como a tantos otros de ambos bandos- no se les hace caso y la contienda ruge sin límite y sin razón. ¿Qué hace él, a nivel personal, para justificarse, para poder decirse en el bufete o en el dormitorio, que no es como los demás? En la medida en que sus intereses no los sienta en peligro, aconseja y, en ocasiones, defiende a ciertos izquierdistas de buena conducta, cuando el proceso no impone -como en la mayoría de los consejos de guerra- un defensor que sea oficial militar. A través de su esposa, o directamente, apronta ciertas cantidades de dinero para personas necesitadas o, de manera impersonal, a instituciones, como ese Auxilio Social, que acaba de crearse para atender a las personas desamparadas por la guerra, particularmente mujeres y niños[11]. Es una gota en el mar -reflexiona- pero no siente que pueda hacer más, ni que tenga por qué.

     Francisco, como juez y como políticamente independiente, no puede encontrar matices ni paliativos a lo que está pasando en España, Castellar incluido. Es el Mal, la mentira y la crueldad, que se han enseñoreado del país. Las leyes, civiles y militares -que él conoce bien-, son una máscara para encubrir apenas la arbitrariedad y la violencia. ¿Cómo va a encontrar diferencias apreciables entre el asesinato de los paseos y las sentencias de los consejos de guerra, cuando en estos no se guardan los derechos de los acusados, se aplican las leyes retroactivamente, o se considera como rebelión armada el mero hecho de haber profesado cargos o mantenido ideas? Lo único bueno que halla en esta situación -egoístamente hablando- es que los militares se hayan hecho cargo de la represión judicial, permitiendo a los jueces ordinarios, como Francisco, verlas pasar, sin tener arte ni parte. Es cierto que a algunos de sus colegas -jueces, fiscales, secretarios judiciales- les ha parecido poco ser espectadores y han dado el paso delante de ingresar en la jurisdicción castrense, en calidad de oficiales voluntarios de complemento: el placer de matar, a cambio de un bonito uniforme y de un informe favorable para medrar en el futuro. Desde luego, él no ha solicitado tal cosa aunque, hallándose en Castellar con una mera comisión de servicio, en cualquier momento podría encontrarse en situación administrativa delicada.

     ¿De qué se ayuda nuestro juez para sobrellevar esa situación, que él compara con la de las caballerías, a las que se coloca anteojeras para que vean solo lo que quiere quien las manda? Su experiencia en la Cataluña del treinta y cuatro le puso definitivamente frente a una realidad, próxima al mal de muchos…: que la violencia parece haberse hecho necesaria para combatir a la violencia. Entiende que, en una y otra zonas, en la preguerra y ahora, se vive el mismo fuego destructor que, de no ser por la benevolencia de un ministro comprensivo, seguramente habría acabado con su vida. Ha decidido, pues, que él no tiene por qué enfrentarse directamente a la situación, para apoyarla o tratar de combatirla -¡vano intento!-, sino que le basta con justificarse a sí mismo, en función de su conducta y de los resultados de la misma. En ese sentido, el uso de la moderación y, en ocasiones, de la caridad piadosa, ejercido en su tarea diaria y hasta donde le sea posible, lo juzga suficiente. Basta con hacer una comparación objetiva: Mucho peor sería que su trabajo fuese ejercido por algún malvado. En todo caso, ya escampará; la guerra no durará mucho; algún día contarán las leyes y los tribunales de derecho. Entonces se verá quién es y hasta dónde llega Francisco Penouta. Y entre tanto, ya se sabe que la justicia es la primera víctima de toda guerra, aunque algunos atribuyen tal primicia a la verdad.





2.      La prueba



     Nuestros tres conocidos -tal vez en unión de algún contertulio más- se hallan tomando café en los pulidos veladores del Café Español, bajo los soportales de la Plaza Mayor, cumpliendo con el ritual de la gente de orden -y de muchos que no lo son- de cafetear hacia las cuatro de la tarde, de forma más o menos lúdica y sosegada. Han pasado cuatro meses desde el almuerzo del que tratamos en el capítulo anterior; es decir, nos hallamos a comienzos de marzo de 1937. Los nacionales han conquistado unas cuantas provincias más; en Oviedo, no obstante, la situación es desesperada para Aranda y sus menguadas huestes; los víveres están por las nubes, y parece que los paseos decrecen, aunque nadie se atreve a aseverar si es porque, al fin, las autoridades les han puesto coto, o porque ya no queda nadie que merezca la pena asesinar. El juez Penouta sigue llevando la macabra cuenta de los fusilamientos debidamente autorizados: trescientos once hasta hoy, que es miércoles, 3 de marzo, festividad de los santos mártires Emeterio y Celedonio de Calahorra.

     De nada de eso están hablando en la tertulia, sino de una noticia que ha corrido como la pólvora, desde que se produjo el sábado anterior. La policía había detenido en casa de una de sus hermanas, al diputado de Izquierda Republicana por Castellar. Tras siete meses oculto, la mayoría de quienes en él pensaban lo hacían huido a Portugal -y, desde allí, a no sé dónde- o, cuando menos, a buen recaudo en alguna localidad en la que no fuera, ni buscado, ni conocido[12].

     Pues no, señor. El diputado, don Manuel Santaella, está aquí mismo, en la Cárcel Nueva, a poco más de un kilómetro de este Café, donde la vida sigue su camino, indiferente. Nuestro relato se tensa pues, contra lo que podría haberse pensado, Óscar, Antonio y Francisco conocían al preso y tenían de su carácter y ejecutoria una excelente opinión. Algo les dice que tiene que ver con eso el que les eche el alto el primero de los citados, cuando han dado las cinco y se levanta la sesión de la tertulia:

-          Antonio, Francisco, quedaos un momento, que tengo que daros un recado.

     Alejados los restantes contertulios, Óscar dirige a los otros dos una pregunta, tan imprecisa, como perentoria:

-          Algo tendremos que hacer, ¿no?

     Francisco se da por aludido, en atención a su cargo:

-          Tengo pendiente la visita a mis presos de este trimestre[13]. No creo que me pongan ningún inconveniente para ver a don Manuel, aunque esté bajo la jurisdicción militar.

-          Me parece muy bien -contesta Antonio- y, con lo que te diga, veremos qué se puede hacer.

     Los tres comprenden que será muy poco: caridad, testimonio y cumplir esa hermosa obra de misericordia de consolar al triste. Óscar pone una nota de esperanza, a la que sus amigos se asen, aunque con vacilación:

-          Si lo hubiesen cogido al principio, no habría dado yo un duro por su vida; pero, ahora, después de ocho meses casi, sería muy gordo que… Como mucho, lo condenarán a muerte, para indultarlo después. Llegado el caso, un montón de gente importante apoyará la petición de gracia.

     Al cabo de unos días, el juez Penouta dio cuenta de su breve entrevista con el ilustre preso:

-          … En lo material, no tiene necesidades importantes que podamos atender: Su mujer y sus hermanos le llevan lo poco que les dejan meter en la cárcel para socorrerlo. Tuve que hablar con un par de funcionarios que conozco, porque los hay que se quedan con los paquetes y la comida extra para los reclusos. Y, en lo referente a libros o a algún esparcimiento, ni hablar. No sé cómo lo han conseguido, pero al menos tienen un modesto juego de ajedrez y con él entretienen las tardes.

Antonio retomó el principio de la explicación de su amigo:

-          Hablabas de lo material… Y en lo anímico, ¿cómo va?

-          Puedes figurarte… Pero lo que más me ha impresionado es el convencimiento de que todo va a acabar mal, hagamos lo que hagamos. Me condenarán a muerte y no me concederán el indulto que, por otra parte, dudo que solicite. Cuando le hice ver lo positivo que era que lo hubiesen detenido tan tarde, se encogió de hombros y me dijo: A lo mejor me hacen pagar el bochorno para la Policía de que no me hayan pillado antes, estando en casa de una hermana, adonde fueron a registrar varias veces. Y, además, están los jesuitas.

-          ¡¿Cómo que los jesuitas?!, preguntó y exclamó Óscar, a la vez.

-          Santaella cree que se la tienen jurada, después de la constancia y firmeza con que, el Alcalde y él, se incautaron de su Colegio[14], superando las muchas manifestaciones y subterfugios que se emplearon para impedirlo.

-          No creo que se la hayan guardado hasta ese extremo -opinó el propio Óscar-. En cualquier caso, otros religiosos, así como el propio Arzobispo, tenían con Santaella una buena relación.

-          Ya veremos -concluyó Antonio-. Bueno será, Francisco, que procures estar al tanto de lo que se cueza en el juzgado militar, con la ayuda de ese sargento amigo tuyo, que hace de secretario.

-          Así lo haré, prometió el juez.

***

     Para lo que se estilaba en aquel ambiente, la instrucción de la causa penal militar contra el diputado Santaella se demoró un tanto: dos meses y medio. Podía parecer una buena señal, ya porque se estuviera haciendo las cosas más objetiva y detalladamente que de costumbre, ya porque no hubiese mucho interés en juzgarlo realmente en términos sumarísimos de urgencia, como las leyes procesales aplicadas definían. Sin embargo, dicen que los pesimistas no son otra cosa que optimistas bien informados. Eso se cumplió con Penouta, quien avisó a sus amigos:

-          No sé qué tendrá contra don Manuel el teniente coronel Guijarro -habitual presidente de los consejos de guerra en Castellar-, pero no sale del juzgado y no deja hacer a su aire al capitán instructor, como es lo corriente. Al secretario le huele mal: o es que Santaella no le cae bien a Guijarro o, lo más probable, que este haya recibido alguna directriz de Burgos[15]. Ya se sabe la inquina que Franco tiene contra Azaña y sus amigos[16].

-          Empieza a cumplirse el vaticinio del acusado, cuando lo fuiste a ver hace dos meses -se lamentó Antonio-.

-          Ya veremos -replicó Óscar-. El juicio, por lo que se rumorea, está a punto de celebrarse.

-          El martes, 11 de mayo, precisamente -detalló Francisco-. En honor a su notoriedad, Santaella será juzgado como único acusado en el consejo de guerra, que tendrá lugar en el salón de sesiones del Ayuntamiento.

-          Por lo menos, estaremos cómodos y podrá entrar bastante gente -gruñó Oscar-. En lo que a mí respecta, pienso colocarme en lugar bien visible.

-          ¿Por desafío?, inquirió con cierta sorna Antonio.

-          Por amor al arte, repuso Óscar, sin que nadie lo entendiese, por el momento.

***

     El consejo de guerra contra Santaella se desarrolló como de costumbre, en lo relativo a la dureza del fiscal y al rechazo sistemático de la prueba testifical favorable a la defensa. Trajo una interesante variación el hecho de que el tribunal permitiera al diputado defenderse a sí mismo, y eso que no era abogado. De su informe no ha quedado huella histórica, pero sí una curiosísima documentación gráfica, consistente en varias caricaturas del acusado, hablando en pie a los jueces, leyendo las cuartillas de su alegato o sentado entre dos guardias civiles, armados con sus fusiles reglamentarios. ¿Autor? Pues nuestro Óscar, que se las arregló para grabar en su mente las escenas que, acto seguido, vertió al papel y guardó en su archivo, hasta que le fue dado publicarlas en el Diario de Castellar, que llegaría a ser el periódico de sus amores y sus labores. Así quedó aclarada la alusión del amor al arte, que sus compañeros no habían comprendido en un primer instante.

     Antonio también presenció el juicio y tomó unas notas del mismo, al estar comprometido con Francisco para darle información precisa de todo lo acontecido. La razón fue que el juez decidió no asistir, por evitar habladurías. Un par de días antes, el presidente Gavilanes le había convocado en su despacho para darle este consejo:

-          He recibido quejas por tus visitas a Santaella en la cárcel y el interés que muestras por su caso. No te signifiques más y, para empezar, abstente de acudir al consejo de guerra. Lo que hayas de hacer por el diputado será más eficaz, si no te granjeas antes las suspicacias de los jueces militares.

-          Pero, ¿cree usted, don Miguel, que se podrá lograr que no lo ejecuten?, preguntó Francisco.

-          Hay gente influyente tras de conseguirlo, pero los precedentes similares no son como para dar muchas esperanzas. Tengo el pálpito de que no harán una excepción con Santaella: No les gusta tener que reconocer que se podía ser político de izquierdas y buena persona, todo en uno. Nada de debilidades, se comenta que dijo el teniente coronel Guijarro, en el caso del dentista Mesoner.

-          O sea, interpretó con malicia Penouta, que la ley debe ser igual para todos y no hacer acepción de personas.

-          Aquí y ahora, mi perspicaz amigo -concluyó Gavilanes-, no hay buenas y malas personas, sino patriotas de derechas y chusma de izquierdas. Salirse de esos carriles resulta muy peligroso para…, para las gentes de orden, como tú y como yo. No lo olvides.

     El fallo de la sentencia era condenatorio a pena capital, con tal lujo de agravantes y ausencia de paliativos, que no dejaba apenas resquicio para la misericordia, por más que se supiera que el indulto no solía tener causas jurídicas. De hecho, no había quien pudiera vaticinar el resultado de su petición, con un mínimo de fundamento. Antonio y Francisco se pusieron a la tarea, redactando de consuno la solicitud que, de propia iniciativa o a petición del abogado, firmaron siete ciudadanos castellarenses de calidad; una más, entre las varias por escrito y las numerosas verbales, que afluyeron a la mesa del Caudillo, impetrando la conmutación de la muerte por la llamada cadena perpetua, es decir, treinta años de reclusión. Estoy casi seguro de que el número y personalidad de los solicitantes -entre ellos, dos arzobispos- impresionó a Franco como solía, a saber, no torciendo su voluntad, sino dejando la resolución para mejor ocasión. Aquel vuelva usted mañana no dejaba de ser una razón para la esperanza; solo que, en aquel caso, el mañana duró casi cinco meses, cosa inexplicable con mis modestos saberes e información. Tal vez supiera o intuyera más el propio Manuel Santaella quien, tan pronto tuvo sobre sí la espada de Damocles de su ejecución, se dedicó a redactar un extenso y emotivo testamento, que la dirección de la cárcel permitió que llegase a su esposa, sin hacer apenas tachaduras de importancia. En él, pedía que se abstuvieran de gestionar el indulto, ya que su muerte era absolutamente inevitable.

     Así fue, en efecto, en los primeros días de octubre de de 1937. Según el puntual registro que Penouta llevaba al efecto, aquel fusilamiento fue la ejecución número 383, desde que empezaran a funcionar en Castellar los tribunales de guerra. Todavía caerían otras once personas más hasta el final de la contienda, el que trajo la paz a los frentes, pero victoria o derrota sin paliativos a la población del país, durante largas décadas.

     Pero dejemos las cuestiones generales y sigamos las vicisitudes de nuestros tres protagonistas, una vez que la muerte de Santaella hizo que volvieran a la normalidad. Ya les adelanto que se trató de un retorno a la vida ordinaria, aunque la normalidad cotidiana solo podría estabilizarse tras el final de la guerra civil, que aún se haría esperar año y medio más.

***

     Óscar fue un buen ejemplo de que la edad y los píos ejemplos pueden encarrilar a un cabeza loca juvenil, o a un revolucionario en su plenitud. La llegada de la paz le permitió abandonar su Castellar adoptivo, en donde se le conocía demasiado bien y le echaban en cara su chaqueteo político, tratándolo entre la desconfianza y el desprecio. Pasó a Madrid, donde eran mucho más frecuentes -y menos conocidos- los cambios oportunos de mentalidad, y aún de bando. Logró colocarse en uno de los periódicos más poderosos de la Capital, en el que nunca pasó de la gacetilla, el reportaje de ocasión y la crónica de sociedad, donde brillaba su cuidada prosa y, en ocasiones, adornaba una caricatura de cuatro trazos, arte en que se consideraba un maestro. Como su labor profesional no daba brillo, pero sí estaba bien pagada, amplió su trabajo literario con algunos libros, que rondaban la autojustificación y el ensayo biográfico. Todos pasaron sin pena ni gloria -por obra y gracia de sus méritos y de la censura-, como lo hizo su autor, poco antes de cumplir los setenta. Estoy por asegurar que hoy es bastante más recordado de lo que hacían esperar la frialdad y la sordina en su despedida de este mundo. Es obvio que lo que le ha librado del olvido es la malévola tendencia que tenemos los hispanos a exagerar las contradicciones ajenas y a juzgarlas con desprecio, como si uno no tuviera el derecho -y el deber- de rectificar sus convicciones y su conducta. Conste que lo digo con simpatía hacia don Óscar Muñiz -que en paz descanse-, no porque me caracterice por cojear del mismo pie que él.

     En cuanto a don Antonio Vallecillo, vive todavía, con los achaques propios de su avanzada edad, y retirado del bufete hace unos diez años. Fue, durante casi toda su etapa profesional, abogado de éxito y altas minutas en su ciudad natal. Acogió en su despacho a diversos letrados jóvenes, a los que formó e impulsó en sus primeros pasos, hasta que pudieron correr por su cuenta. He oído que, entre los que más permanecieron compartiendo sus tareas, estuvo uno de los hijos del diputado Santaella: Me gustaría creer que en esa acogida y relación hubieran tenido que ver el respeto y la ayuda post mortem a su padre, tanto como la inteligencia y laboriosidad de Nolito Santaella, que salió a don Manuel en eso y en otras muchas cosas.

     Por lo demás, don Antonio asoció en el bufete a sus dos hijos varones, lo que le permitió simultanear una modesta labor pública, ligada al sindicalismo agrario, que era su ojito derecho desde su juventud. Andando el tiempo, aceptaría el cargo de vicepresidente de la Diputación de Castellar, uno de las poquísimas instituciones en donde se oía y, a veces, se escuchaba la voz del campo. En esto, los oídos de don Antonio siempre estuvieron entre los más finos y atentos.

     Y nos falta la alusión biográfica al juez, Francisco Penouta. No merecería ser más extensa que la de los otros dos amigos, si no fuera por un episodio de su vida, que la cambió casi completamente, supongo que para bien. En torno a él, pues, construiré la referencia que, como va a ser un poquito extensa, creo merece el último capítulo del relato.





3.      Donde el hombre cuelga su sombrero[17]


     Por aquella época de la inmediata posguerra, se hizo famoso el anuncio de una sombrerería -creo que madrileña-, que usaba el siguiente eslogan, medio broma, medio advertencia: Los rojos no usaban sombrero. Era una forma de exhortar a la compra de esta prenda de distinción, que no tardaría en ir a menos en los hombres, hasta desaparecer prácticamente del todo un cuarto de siglo después.

     Esto puede venir a cuento de lo que le sucedió a Francisco Penouta cuando le tocó pasar en Castellar una de las canículas más calurosas que se recuerda. Abonado al sombrero de fieltro -como el más adecuado en todo tiempo para su tierra natal-, no tenía ninguno de paja, tan indicado para épocas de bochorno. Tras pensarlo dos o tres días, acabó por entrar en la sombrerería de Melquiades Cerrón, junto a la iglesia de las Angustias, y pidió consejo sobre la compra a la dependienta que, en aquel momento, atendía el mostrador. Resultó ser una señora joven de dulce belleza quien, con voz suave e infinita paciencia, le dio una charla sobre los diversos modelos, destacando en cada uno sus ventajas, tanto como sus inconvenientes, así como lo que hoy denominaríamos la razón calidad/precio. Acabaron por elegir al alimón un panamá, de paja natural tejida a mano por las hábiles manos de los artesanos del Ecuador, de un tono dorado pálido, llamado a tornar a marfileño con el buen uso y el poder decolorante del sol[18]. Movido por la belleza de la empleada, la atención con que lo trataba y la soledad de la tienda a la sazón, Francisco pegó la hebra con la señora, la cual, al accionar con las manos, le dejó en evidencia su estado civil, la viudez, claramente inferida de las dos alianzas que portaba en su dedo anular derecho. El cliente decidió entonces, presa del interés y la curiosidad, avanzar en la intimidad de la charla:

-          Perdone usted -dijo Penouta- que no me haya presentado. Soy Francisco Penouta, juez de primera instancia e instrucción en esta ciudad.

-          Mucho gusto, caballero. Yo soy Adriana Lobatón, viuda de Sisinio Laguna.

     La prodigiosa memoria del juez para sus cosas, le trajo inmediatamente el recuerdo de que un médico de ese nombre había sido paseado en agosto del treinta y seis, tras sacarlo con total tranquilidad de la Cárcel Vieja, en donde se hallaba recluido en espera de juicio. Con respeto y brevedad, Francisco hizo saber a su interlocutora que conocía los pormenores de la muerte de su esposo, y le manifestó su más sincero pésame. Ante la emoción de Adriana, el juez optó por despedirse estrechándole la mano y asegurando:

-          Volveré por aquí para darle mi parecer sobre el sombrero. Si es tan fresco como me ha dicho, compraré otro, para tener quita y pon.

     Castellar era entonces un pañuelo y, por si ello no fuera suficiente, estaba el bueno de don Miguel Gavilanes, que sabía la vida y milagros de la media ciudad que formaban las gentes de orden. Mentarle Francisco a Sisinio Laguna y darle el presidente una ficha-resumen, fue todo uno:

-          En efecto, lo pasearon los falangistas, al mes de comenzada la guerra. Era un internista joven, pero ya de gran prestigio, adquirido, primero en la Facultad, y luego, en su consulta… Sí, sí, él era de Santander, pero estudió aquí la carrera y se casó con una Lobatón, de los de la droguería frente a Correos. Tenían un niño que, de aquella, era muy pequeño, como de un año o así… En efecto, a ella la dejaron con el día y la noche; sus padres no andan muy boyantes y tienen varios hijos, de modo que se ha tenido que colocar de dependienta en una mercería… ¿Cómo? ¿Que es una sombrerería? Pues, si tu lo dices… Por cierto, que sea enhorabuena. Acabo de telefonear al Director General y me ha adelantado que el Ministro ya ha firmado tu ascenso a magistrado y el del juez de Medina del Castillo… Tranquilo, hombre, que te consolidan en la plaza que llevas en comisión. Así que tendré que aguantarte unos años más… De nada, de nada. Ya sabes que tengo por seguro he de verte en el Tribunal Supremo.

     Como ustedes ya se habrán figurado, el panamá le cuadró tan bien a nuestro juez que, al cabo de una semana, tan pronto pasó por enésima vez por delante de Melquiades y vio que Adriana estaba sola en el establecimiento, entró muy sonriente a comprar otro sombrero igual o parecido. Pero, ¡oh fatalidad!, sucedió que don Melquiades estaba en la trastienda, etiquetando mercancía. Tan pronto oteó por la ventanilla y vio a un cliente de muy buena pinta, salió a saludarlo y a dirigir en persona las operaciones comerciales. Francisco y Adriana se quedaron -y ambos se percataron de ello- un poco mustios y como niños pillados en falta. Ella, respetuosa y algo sonrojada, se retiró a cepillar unas hermosas boinas vascas, que languidecían mes tras mes en los anaqueles (la boina vasca estaba un poco en crisis en el Castellar reciamente castellano de la época, no siendo entre los estudiantes del Norte, que poblaban sus aulas universitarias). Francisco, dándole vueltas a la situación y mirando de reojo la esbelta figura de Adriana, acabó por comprar otro jipijapa y rechazó todos los intentos del dueño por encasquetarle un canotier, con el que el juez se veía con pinta de gondolero del Canal Grande. Finalmente, decidió echarle valor y, tan pronto le dio el principal las vueltas, dijo muy en sus puntos:

-          Perdone, don Melquiades; voy a despedirme de la señora viuda de Laguna.

-          Por supuesto, dijo el otro, algo sorprendido. Adriana, acérquese, que el señor ya se marcha.

     El que primero se marchó, de retorno a la trastienda, fue Melquiades. Francisco dijo escueta y atrevidamente a Adriana:

-          ¿No habría alguna manera de verla y tener una conversación con usted, sin que don Melquiades se meta a rosca?

     Adriana se puso colorada y titubeó:

-          No sé… ¡Estoy tan ocupada!... Y el niño…

     Francisco acertó de lleno, tomándole la palabra:

-          Si no tiene con quien dejar a su hijo, o no le apetece hacerlo, no tengo ningún problema. Podemos quedar en el Parque Grande, entre pavos reales y barquillos, o ir de excursión al Pinar… Yo pongo los pasteles y usted la tortilla. ¿Qué le parece?

     Adriana sofocó la risa, para evitar la suspicacia de su jefe. Contestó:

-          Basilio tiene ya siete años. Si vamos con él, le va a tocar jugar al fútbol.

-          Ya tengo treinta y cinco años, pero estoy tan en forma como Quincoces[19], que más o menos es de mi edad.

     La joven señora solo contestó:

-          Retenga de memoria mi número de teléfono. Es el… Llámeme el próximo sábado, hacia las ocho de la tarde… Pues nada, don Francisco -agregó con voz más alta-, vuelva cuando quiera. Estamos a punto de recibir la colección de otoño.

***

      La historia de Francisco y Adriana daría para otro relato, que no es mi propósito desarrollar ahora. Y, aunque lo que diré pueda destripar futuros empeños, voy a limitarme a resumir lo que se podía esperar de aquella relación -no tardando, unión matrimonial- entre ellos. Los puristas pudieron muy bien decir que aquella pareja no se cimentó en el verdadero amor -¡cualquiera sabe lo que esto sea!-, sino en la piedad y la gratitud. Tanto me da, como les dio a los esposos. La verdadera cuestión es esta: ¿Lograron alcanzar un poco de felicidad? Puedo asegurarles que sí, aunque mi propósito sea ahora el de confirmarles otra cosa: Francisco, Adriana, Basilio y la niña Jacinta, que vendría después, formaron una de las primeras familias ajenas al frentismo, que hubo en Castellar. Al menos de eso, pueden estar ustedes ciertos. También pueden estarlo de otro efecto inevitable de aquel matrimonio políticamente mixto y, por ende, incorrecto: Don Francisco Penouta, ni llegó al Tribunal Supremo, ni obtuvo en toda su dilatada y dignísima ejecutoria profesional un solo cargo judicial de relumbrón. Puedo confirmarlo pues, cuando escribo estas líneas, el Boletín Oficial del Estado trae el decreto de su jubilación.

-          ¡Enhorabuena, don Francisco!, exclamo con total sinceridad, al cruzarme con él por los pasillos de la Audiencia. Ya está aquí la vejez, añado con ironía, mientras le estrecho la mano.

     Y él me responde con la misma frase de cinco palabras, con que contestó al bueno de don Miguel Gavilanes, cuando le daba la tabarra sobre lo triste que era el que se hubiera quedado toda la vida de magistrado de la derecha[20]:

-          Sinceramente, me importa un bledo.







[1] El cerco de Oviedo -en poder de los nacionales- por fuerzas leales a la República Española, se produjo entre el 19 de julio y el 17 de octubre de 1936, momento en que se estableció comunicación mínima y precaria con la zona nacional. A partir de esa última fecha, el cerco se convierte en asedio, que duraría hasta la caída del frente de la zona norte republicana, hacia el 20 de octubre de 1937.
[2] Término coloquial para designar a quienes eran matados sin juicio previo (asesinados) por motivos políticos. El crimen era cometido por personas adictas al bando dominante en cada zona, sin que sus autoridades hicieran nada eficaz por averiguar ni castigar a los autores.
[3] El personaje del homenajeado -al que llamo Óscar Muñiz- está libremente inspirado en Óscar Pérez Solís (1882-1951), como el padre Gamo alude al jesuita y sindicalista, padre José Gafo Muñiz (1881-1936). Son personas de relevancia histórica, sobre cuya peripecia vital pueden encontrarse abundantes resúmenes en Internet. Libro muy interesante sobre lo que trata en este relato: Óscar Pérez Solís, Sitio y defensa de Oviedo, edit. Afrodisio Aguado, Valladolid, 1937. He consultado su 2ª edición, íbidem, 1938. 
[4] Alusión habitual a la radical y milagrosa conversión al Cristianismo que experimentó San Pablo Apóstol en el susodicho camino, según se recoge en los Hechos de los Apóstoles, capít. 9, versics. 1-18.
[5] Levantamiento armado de las fuerzas políticas y sindicales socialistas, comunistas y anarquistas, convocado para toda España a comienzos de octubre de 1934, pero que solo cuajó en Asturias, donde hubo violentos combates durante una semana, causando las violencias alrededor de un millar de muertos.
[6] Coronel -luego general- Antonio Aranda Mata (1888-1979), comandante de la defensa de Oviedo, aludida en la nota 1. Véase el libro citado en la nota 3, 2ª edic., Valladolid, 1938, pp. VIII y IX.
[7] Véase nota 5. En Cataluña, la Revolución de Octubre no estuvo lejos de cuajar, debido al apoyo que le prestaron las fuerzas catalanistas más de izquierda, encabezadas por Esquerra Republicana de Cataluña.
[8] Rafael Aizpún Santafé (1889-1981), Ministro de Justicia entre octubre de 1934 y abril de 1935.
[9] Palabras textuales del padre Gafo (véase nota 3) en un artículo aparecido en el diario La Región, de Orense, después de haber renunciado con desilusión a su acta de diputado por Navarra, obtenida en una coalición de partidos de derechas.
[10] Expresión atribuida al fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera (1903-1936).
[11] Auxilio Social fue creado en octubre de 1936 y, cada vez con menor autonomía y relevancia, perduraría hasta el año 1976.
[12] Este personaje de mi relato está inspirado en la figura del Alcalde de Valladolid, D. Antonio García-Quintana Núñez (1894-1937), cuya relación con los tres protagonistas de aquel es totalmente imaginaria. Véase la biografía por Enrique Berzal de la Rosa y Rafael Martínez Sagarra, El fracaso de la razón (Antonio García Quintana 1894-1937), ediciones Fuente de la Fama, Valladolid, 2002.
[13] Las leyes procesales y penitenciarias establecían, desde tiempo inmemorial, que los jueces de lo criminal visitasen periódicamente las cárceles de su territorio, para comprobar el estado de los encarcelados y atender, en su caso, sus reclamaciones. Hoy día, la existencia específica de Jueces de Vigilancia Penitenciaria ha modificado ese deber general de los jueces penales.
[14]  El 23 de enero de 1932, el presidente del Consejo de Ministros, Manuel Azaña, hizo llegar al entonces ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, el documento en virtud del cual se ordenaba la «disolución en territorio español de la Compañía de Jesús». El Decreto, publicado al día siguiente en La Gaceta de Madrid, estipulaba el paso al Estado de todos los bienes de los jesuitas, a quienes daba un plazo de diez días para abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación civil española.
[15] Esta ciudad era considerada la capital de la España nacional y la más frecuente residencia del Generalísimo Franco en la retaguardia.
[16]  Alusión a Manuel Azaña Díaz (1880-1940), a la sazón Presidente de la República Española. Izquierda Republicana era el último nombre asignado a su partido político, del que el personaje de ficción, Manuel Santaella, era diputado nacional.
[17] Alusión a una frase coloquial muy empleada en inglés de Estados Unidos, equivalente a lugar donde se reside habitualmente.
[18] Este sombrero, también llamado de Jipijapa (por la ciudad ecuatoriana que centralizaba su comercialización), debe el nombre usual de panamá a que los estadounidenses que cruzaban el istmo cuando la fiebre del oro californiana, hacia 1845, lo adquirían precisamente en Panamá (entonces, territorio colombiano). Su entretejido se lleva a cabo con fibras descoloridas de la llamada paja toquilla, nombre vulgar de la especie Carludovica palmata.
[19] Jacinto Quincoces López (1905-1994), gran futbolista español, que jugó en la Primera División entre 1923 y 1942.
[20] El magistrado de la derecha es el que se sienta a la diestra del que preside. Es un puesto que se obtiene por simple antigüedad y en el que permanecen durante toda su vida quienes no alcanzan una presidencia, la cual se concede por libre criterio del Ministro de Justicia (entonces) o del Consejo General del Poder Judicial (ahora).

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