sábado, 12 de enero de 2019

LA LÍNEA ROJA



La línea roja


Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Gino Bartali (1914-2000)[1]


     Un relato histórico basado en la deportación de judíos y de opositores políticos, que realizó el Fascismo italiano. Asoma en él la controvertida figura del Padre Pío de Pietrelcina (hoy, Santo), así como la estructura e idiosincrasia de los Carabinieri, los servidores públicos más queridos de Italia. Si esta historia tiene alguna enseñanza es la de que, ni todos los judíos ejercieron de víctimas, ni todos los arios fueron victimarios.



1.      La espuela de Italia[2]

     Para un Cuerpo tan jerarquizado como el nuestro, la llegada de un nuevo jefe es siempre motivo de preocupación y habladurías. De nuestro flamante Maresciallo[3] de dos galones[4] apenas sabíamos que se llamaba Guido Costa, que tenía 38 años de edad y que llevaba quince vistiendo el uniforme de los Carabinieri. A San Giovanni Rotondo[5] venía por ascenso, desde su anterior destino en el cercano Molise[6], de lo que inferíamos que no le costaría adaptarse a las peculiaridades de nuestra Tenencia[7] que, por lo demás, apenas presentaba otras dificultades que las malas cosechas y los frecuentes terremotos. Claro que, para conjurar los efectos de unas y otros, contábamos con la especial protección de nuestro santo patrón, San Juan Bautista, y de su representante en la tierra, el Padre Pío.
     ¿Quién era el Padre Pío?, se preguntarán ustedes, si no son italianos, ni muy católicos. Evidentemente, no era el representante del Santo Bautista, pero sí la persona más influyente en San Giovanni, después del Secretario del Fascio[8], el camarada Ludovisi, de quien algunos decían que, tras la Marcha sobre Roma, había mudado su condición de usurero y contrabandista por la de funcionario del Partido, manteniendo las formas de uomo alla buona[9]…, hasta que le fuera preciso sacar las uñas.
     El susodicho Padre Pío era un fraile capuchino, a la sazón de mediana edad[10], famoso en toda la región por sus dotes milagrosas -o milagreras- y los estigmas de la Pasión de Cristo, que llevaba abiertos en manos y pies, y hasta en el costado, según algunos. Con buen criterio de prudencia, tales dotes sobrenaturales habían sido puestas en duda por las Autoridades eclesiásticas durante quince años, manteniendo al Padre en estado de enclaustramiento, prohibiéndole el ejercicio público de su ministerio[11]. Pero no mucho antes del anunciado arribo de nuestro Maresciallo, el hombre santo había sido sacado de su retiro y autorizado a decir Misa públicamente, así como a confesar y predicar. A partir de entonces, en San Giovanni brillaba una nueva estrella, a cuyo resplandor acudían propios y extraños, en busca de curación, consuelo y consejo. Por eso, Donna Vincenza, la madre de mi compañero Sperdutti, había formulado una de las preguntas cardinales, ante la llegada del nuevo Ispettore[12]:
-          ¿Será piadoso el Señor Maresciallo?
     Y es que, a falta de disparidades políticas, el Padre Pío se había convertido para San Giovanni en la verdadera piedra de contradicción.



***

     La llegada del Maresciallo Costa había ido precedida, una semana antes, de una desagradable primicia de lo que después se convertiría en una persecución en toda regla. Me refiero al decálogo de la raza italiana, que Mussolini promovió y revisó antes de que se publicara en julio de 1938, en vísperas de la Virgen del Carmelo[13]. Tan gran explosión de arianismo a la romana no me habría causado mayor impresión que a la mayoría de mis compatriotas, a no ser porque yo era uno de esos 46.000 infortunados italianos[14] que, según las compilaciones que se habían confeccionado a partir del año anterior, teníamos la sangre y los estigmas, no de Cristo -como el Padre Pío- sino de los descendientes de Abraham. Bien sabe Dios que yo no profesaba el judaísmo, a diferencia de mis padres, pero el apellido Canterini, al decir de los expertos, me delataba, cual una circuncisión nominal. Tampoco me ayudaba haber nacido en Borgo Scoline, en la provincia de Ferrara, uno de los mayores nidos de las serpientes judaicas, criadas a los pechos de la madre Italia.
     Las malas nuevas, como dice el refrán, nunca vienen solas. Mi mujer, Gina, enfermera diplomada, había conseguido empleo en el Ospedale Civile San Francesco, a poco de llegar nuestra familia a San Giovanni. El hospital había sido una iniciativa del Padre Pío, para dotar de una buena institución sanitaria a los sanjuanistas[15]. Desdichadamente, un terremoto no muy fuerte había derruido la edificación, aquel mismo año de 1938, por lo que mi esposa se quedó sin trabajo, aparte el de cuidar a nuestros dos hijos gemelos, que por entonces iban a la scuola dell’infanzia[16]. Gina no era judía y, de hecho, nos habíamos casado por la Iglesia, tan pronto cumplí yo los requisitos de edad y antigüedad exigidos[17] para los carabineros.

***

     No tuve mucho tiempo para conocer a mi superior, ni tampoco puede decirse que él fuera muy expansivo. Al permanecer soltero, apenas tenía contacto con las familias de sus subordinados. Ocupaba la vivienda oficial en la segunda planta del cuartel, para cuya limpieza y las tareas de cocina contrató los servicios de una señora mayor, que le recomendó el brigada subjefe de la Tenencia, que estaba a punto de retirarse, después de pasar media vida en San Giovanni; había renunciado a cualquier intento de ascenso con tal de no moverse de aquella demarcación, que conocía al dedillo, como es natural. Fue precisamente el brigada Fortuna -que me tenía en especial consideración hasta que, poco después, descubrió mi origen hebreo- quien me fue poniendo al corriente de cuantos bulos, rumores y noticias iba captando cobre Costa:
-          Sus padres son comerciantes ferrareses. Tienen una tienda de comestibles.
-          El Maresciallo tiene la medalla de la Marcha sobre Roma[18].
-          En Isernia[19] tuvo novia pero dicen que se la birló un boticario de mucho dinero.
-          El otro día estuvimos recorriendo la demarcación en el 515[20]. Quiso conducir él mismo y ¡no veas lo bien que lo hace!
     Me acordé de la pregunta de la señora Sperdutti e inquirí:
-          ¿Va a la iglesia?
-          Todos los domingos -me contestó-, pero a la Rotonda. Se ve que no lo llama mucho la santidad del Padre Pío, concluyó con cierta ironía.
     Así pues, conjugando todas aquellas habladurías, lo único que sacaba en limpio era que, cuando era un jovencito que no había ingresado todavía en el Cuerpo, Costa había mostrado simpatías y decisión en pro de la causa fascista. No era precisamente una buena presentación para lo que yo necesitaría de él poco después.
     Por lo demás, mi escasa graduación no me permitía formar parte del triunvirato de carabineros que, dos veces por semana, se reunía en el despacho del Maresciallo para cambiar impresiones, repartir los servicios y resolver las pequeñas dificultades cotidianas; una tarea que, además de con el brigada, compartía el Maresciallo con el appuntato[21] Gagliardi, mi superior inmediato.



***

     No tuve que esperar mucho para que aquellas brillantes afirmaciones teóricas sobre la raza italiana se convirtieran en normas y -como es natural- contra alguien. En una alocución habida en Trieste el 18 de septiembre, Mussolini anunció y presentó unas así llamadas leyes raciales fascistas. A grandes rasgos, se trataba de excluir de la Nación a los judíos italianos, entendiendo como tales a los hijos de padres judíos, profesaran o no la religión hebrea. Dicha exclusión se significaba, entre otras cosas, por la prohibición de matrimonios mixtos; la de matricular a niños judíos en las escuelas públicas; la de ejercer funciones en la Administración pública y en las empresas estatales, y la de trabajar como abogado o periodista[22]. Los judíos extranjeros, residentes en Italia, serían expulsados del País o recluidos en campos de internamiento.
     La publicación de esas normas fue acompañada, en el ámbito reservado de la Administración civil y militar, por unas listas de apellidos que, salvo prueba en contrario, se considerarían evidencia de que sus portadores eran sospechosos de judaísmo. Entre ellos figuraban los de muchos oficios, aunque fueran tan poco materiales como el mío[23]. Como es lógico, los presuntos judíos que estuvieran involucrados en prohibiciones tenían la obligación de exponer su caso a las Autoridades o a sus Superiores, para que se les incoara el preceptivo expediente. En el mismo, podía solicitarse la declaración de ser judío convertido en ario, en el supuesto de que no profesara su religión vernácula ni tuviese otro vínculo hebraico, que no fuera el de ser hijo de sus padres. En tal caso, la ley se le aplicaba de manera más relajada y admitía excepciones a sus vetos.
     Contra el parecer de mi esposa, resolví presentarme ante el Maresciallo y exponerle informalmente mi caso. Y, frente a lo que yo esperaba de un participante en la Marcha sobre Roma, empezó a hacerme preguntas que parecían encaminadas a que tomase la promulgación de las leyes raciales a beneficio de inventario. Pronto me confesó la razón de su lenidad interpretativa:
-          Verá, Canterini, ni la esencia de nuestra Patria, ni el muy limitado número de judíos italianos, me inclina a tomar en serio la publicación de estas normas. Si me guarda la oportuna reserva, le diré que el propio Duce[24] no creo pretenda otra cosa que seguirle la corriente a Hitler[25], con quien las relaciones políticas son cada vez más estrechas[26].
-          Entonces, Maresciallo, ¿qué me aconseja?
-          Nada tiene que perder si demora su declaración racial hasta que no tenga más remedio, dado que, si llega a saberse, lo expulsarán del Cuerpo de todas maneras. Yo que usted, esperaría hasta que sus padres sean descubiertos o tomen la decisión de reconocer públicamente su judaísmo. Entre tanto, apure a su esposa para que consiga trabajo, por si usted llegara a perder el suyo.
     Me dejó tan sorprendido la actitud favorable e indisciplinada de Costa, que no pude menos de comentarle:
-          Si me lo permite, a más de agradecerle su postura y sus consejos, tengo que mostrar mi sorpresa por el hecho de que un fascista de la primera época…
-          Ahí le duele, Canterini -interrumpió-, la época. Yo tenía entonces poco más de veinte años y me sedujo la mezcla de socialismo y energía de los fascistas de entonces. Luego…, ¡qué le voy a decir que no sepa! El socialismo ha desaparecido; la energía se ha hecho violencia, y mis veinte años casi se han doblado.
-          Pero, entonces, ¿cómo puede seguir aquí?
-          ¿Por qué sigue usted y los otros cien mil carabinieri[27]? Yo soy bastante reflexivo, como ya se habrán dado cuenta por lo poco que llevo en San Giovanni. Tengo tres razones para seguir poniéndome el uniforme cada mañana. La primera, que me encanta mi trabajo y vivo de él. La segunda, que, de no hacer yo mi tarea, otro la realizaría, y peor que yo -perdone la inmodestia-. Y la tercera es que, aun estando tan limitado y forzado a mirar para otro lado, todavía creo que es mucho lo bueno y justo que puedo hacer, ganándome el respeto y el agradecimiento de los ciudadanos y de mis compañeros.
     Se levantó del sillón y rodeó su mesa de despacho, hasta tomarme del brazo, camino de la puerta. En el umbral, me miró tranquilamente a los ojos y concluyó:
-          Con todo, carabiniere Canterini, todo tiene un límite y es deber del hombre de conciencia no rebasarlo.




2.      El camino a Bari[28]


     La buena voluntad de Costa no tuvo para mí utilidad, pues mis padres eran lo suficientemente conocidos en Ferrara, como para que pasaran enseguida a engrosar las listas oficiales de hebreos practicantes de su religión[29]. Su pequeño negocio en Via Mortara hubieron de mal traspasarlo, para evitar el boicot, y se acogieron a la benevolencia de unos familiares campesinos de los alrededores, tratando de pasar lo más desapercibidos posible.
     El día que me presenté ante el Maresciallo para entregarle mi renuncia al cargo por ser hebreo, la leyó con aire de preocupación y me dijo:
-          Ya veo que, por razones que supongo poderosas, no quiere esperar a que lo expulsen[30] del Cuerpo y prefiere irse antes. Comprendo su postura pero ¿no ha pensado en preparar el futuro de su esposa e hijos, antes de que su dimisión provoque un escándalo?
-          Entonces, ¿qué me aconseja?, pregunté.
-          Presente una instancia solicitando la suspensión de la medida de expulsión, a fin de acreditar que, cultural y confesionalmente, es usted un genuino italiano y le corresponde disfrutar de la tolerancia para los hebreos convertidos en arios. Yo me tomaré la tramitación con calma y, entre tanto, procure solucionar su papelón como Dios le dé a entender.
     Tardé tres días en preparar la solicitud, en la que destacaba algo que nunca hasta entonces había divulgado y que, en el fondo, me avergonzaba: Con la finalidad de poderme casar con mi esposa católica, había tenido que catequizarme y recibir el bautismo, a espaldas de mis padres y del resto de mi familia, gracias a que entonces estaba cumpliendo servicio en la lejana Gorizia[31] y me topé con un párroco muy comprensivo. Ahora, aquel episodio podía ayudarme a sobrellevar los embates racistas.
     Costa no pudo menos de levantar la cabeza, con gesto de asombro, al leer mi escrito, pero pronto volvió al racionalismo que lo caracterizaba:
-          Aunque su bautismo es muy anterior al periodo de sospecha[32], no deja de ser muy tardío y encaminado a poder casarse con su señora. Bueno, eso puede ocultarse, pero conviene adoptar alguna medida positiva. ¿Va usted a misa?
-          La verdad es que me quedo en casa cuidando de los niños, para que mi mujer pueda oírla con más concentración, respondí de manera irónica.
-          Ya -comentó con retintín-. ¿Tendría inconveniente en acompañarme esta tarde a ver al Padre Pío? Lo que él no consiga…
     La petición era prácticamente una orden, habida cuenta de quién procedía y de las esperanzas que suscitaba. Eso sí, me extrañó la familiaridad que apuntaba con el capuchino, dado que era voz pública la ausencia del Maresciallo de los cultos del Convento.


      Efectivamente, aquella misma tarde y en el Fiat-515 conducido por Costa, nos presentamos en el Convento de los Capuchinos. Aprovechando que el edificio estaba en las afueras y no se veía a nadie por allí, mi jefe sacó un cigarrillo y dijo:
-          Llegamos con un cuarto de hora a adelanto. Vamos a dar un paseo.
     Yo creo que todo lo había preparado para explicarse e instruirme. En cuanto a lo primero, volvió sobre un tema suscitado bastantes días atrás:
-          Recordará lo que le dije sobre los límites de conciencia. Pues bien, esto de las leyes raciales ha rebasado en mi opinión la línea roja. No puedo aceptar que a una persona se la pueda castigar por el mero hecho de ser hija de sus padres. A mayores, ustedes, los judíos, no plantean ningún problema para Italia: Todo es un capricho criminal de los nazis, que nosotros hemos importado a nuestro país. Y, finalmente, … bueno, en este tercer argumento ha tomado parte muy principal el Padre Pío.
     Por lo que muy resumidamente me contó, él estaba un poco mosca por la indiferencia, cuando no satisfacción, con que numerosos sacerdotes habían recibido el decálogo de la raza italiana y las primeras leyes raciales, que tan difíciles ponían las cosas a los judíos. Pensó entonces que nadie mejor que un hombre santo para sacarlo de dudas y, ni corto, ni perezoso, decidió hacerle la visita que debía haberle rendido cuando su toma de posesión en San Giovanni. El Padre lo recibió muy amablemente y, de la misma manera, contestó a la pregunta acerca de su opinión sobre la situación discriminatoria que padecíamos:
-          Creo -le dijo- que no has consultado con la persona indicada, ya que yo, como cristiano, tengo inevitablemente un gran prejuicio.
     Y, cuando el Maresciallo temía oír todo lo contrario, el Padre Pío agregó:
-          Yo tengo dos grandes amores en esta vida: Jesús y su santa Madre, y los dos eran judíos. Imagínate cómo voy a despreciar o maltratar a los de su pueblo.
-          Pero fueron precisamente los de su pueblo quienes mataron a Cristo, replicó Costa, tratando meramente de polemizar.
-          Me parece que no has leído bien el Evangelio, hijo -repuso el fraile-. La condena fue de Pilato y la ejecución, a cargo de sus legionarios. Así que, al menos en lo que atañe al Procurador, fue un ario del sur quien más reprobación merece. Claro que unos cardan la lana y otros…
     Aprovechando, al parecer, la estupefacción del Maresciallo, fue el Padre Pío quien contraatacó a continuación:
-          Tú tienes un puesto de responsabilidad en la milicia. Dime, ¿qué vas a hacer respecto de la cuestión por el que has venido a preguntarme?
     No supo contestarle cosa mejor, ni más ambigua que esta:
-          Cumplir con la ley y mi conciencia.
     El Padre le replicó:
-          ¿En qué orden?
     Costa se volvió a mí y añadió:
-          Mi respuesta fue hacer examen de conciencia y pedirle que me escuchara en confesión. Naturalmente, eso queda entre él y yo.
     Miró el reloj. Era ya la hora convenida. Aceleró el paso y se limitó a aconsejarme:
-          Sé totalmente sincero con él y no dejes de hablarle de tus hijitos. ¡Quién sabe si, tal y como se están poniendo las cosas, llegue a ser asunto de vida o muerte!

***

     Explicamos al Padre, una vez ante él, lo que pretendíamos. Debía de tener uno de esos días de dolores[33], pues se le notaba contraído y con un rictus de sufrimiento, que trataba de dominar con fortaleza. En consecuencia, el Maresciallo abrevió la conversación, que yo meramente completé con algunas precisiones y apuntes. Sin embargo, al concluir la exposición, el Padre nos dio una sorpresa:
-          Don Guido, querría quedarme un momento a solas con su subordinado. ¿Qué tal si se toma un chocolate con el Padre Superior? Me parece que tiene algo que comentarle.
     Siempre he tenido por secreto lo que hablamos el Padre Pío y yo. Baste decir que escrutó mi alma como jamás nadie lo ha conseguido. Por lo demás, en lo tocante a apoyar la sinceridad de mi inclinación al catolicismo, muy astutamente me remitió a su Superior, como el único legitimado en la comunidad para dar informes de conducta religiosa. Simplemente, me prometió que haría lo posible por iluminar su conocimiento, ya que había sido a él a quien yo había abierto mi corazón.
     Una vez fuera del convento, expliqué a Costa todo cuanto me había sucedido. Él se sonrió:
-          Carabiniere Canterini, estos santos padres, como buenos conocedores del latín, saben perfectamente lo que significa facio ut facias[34]. Precisamente el Padre Superior acaba de pedirme un pequeño favor personal para un benefactor del convento. Entre eso y la indudable misericordia del Padre Pío, no dude de obtener un informe favorable a sus pretensiones. Ya he quedado en que mañana a esta misma hora vendrá usted por aquí a recoger el informe. Si quiere seguir mi consejo, venga de paisano y traiga con usted a sus hijitos. Seguro que los niños disfrutarán viendo los animales que tienen en el convento… y probando las exquisitas tostadas de pan con mantequilla untadas en chocolate. Si sigo en San Giovanni por mucho tiempo, engordaré con ellas, al punto de tener que pedir prestado el uniforme al brigada Fortuna.

***

      Pese al buen informe de mi catolicidad dado por los capuchinos, mis superiores de la provincia no consideraron oportuno hacer una excepción y mantenerme en el Cuerpo. También fue en vano que el Maresciallo visitara al Secretario local del Fascio, camarada Ludovisi, con vistas a buscarme trabajo como vigilante en las minas de bauxita que por entonces iniciaban su explotación en la vecina localidad de Quadrone[35]. Todo lo que consiguió -y no poco- fue colocar a mi esposa en el dispensario y hospitalillo a pie de mina, que tenía muchas incidencias debidas, no solo a la propia siniestralidad frecuente en la minería, sino a la clamorosa falta de medidas de seguridad de las explotaciones. Con aquel trabajo y nuestros menguados ahorros, pudimos subsistir durante un año, coincidente con el endurecimiento de las disposiciones del Gobierno contra los hebreos[36], circunstancia que nos obligaría a romper la unidad de la familia. El maresciallo Costa fue, una vez más, nuestro mentor.
-          Canterini -me dijo-, empieza a hablarse de deportar a los judíos italianos a Alemania. Tú aquí estás perfectamente localizado y no sería extraño que viniesen por ti de los primeros. Puedo facilitarte un salvoconducto para que viajes por razones de búsqueda de trabajo. Luego, sería cosa tuya procurar esconderte o huir al extranjero.
-          ¿Cómo voy a hacer eso -repliqué-, dejando aquí a mi mujer y a los niños?
-          No creo que les seas, por ahora, de mucha ayuda. Además, conviene que ellos también abandonen San Giovanni. Mientras sigan aquí, estarán en serio peligro.
     Dicho esto, lo explicó. Resultaba que, con las leyes raciales de primera etapa, los hijos de matrimonios mixtos de judío e italiano quedaban exentos de la discriminación. Sin embargo, en una etapa ulterior, existía el proyecto de tratarlos como judíos plenos. Era algo que ya se venía haciendo cuando el padre no judío era un extranjero, o en los casos en que el padre no hebreo profesara la religión judía. En suma, mis dos pequeños corrían el riesgo de acabar en un campo de detención, en unión de su madre. La noticia me derrumbó. Fue entonces cuando el Maresciallo me demostró toda su grandeza:
-          Ni mi conciencia, ni mi honor de carabiniere, pueden tolerar que se juegue con la vida de unos niños, hijos de un compañero. Marcha cuanto antes, que yo me encargo de tu familia. No creo que fracase.
     No quiso darme más detalles, o puede que no los tuviera en mente entonces. Se limitó a darme su palabra de hacer cuanto pudiera, así como una dirección que memorizar:
-          Es la de mi hermana, en Novara. A ella le haré llegar las noticias de los tuyos, y lo mismo hará tu esposa, si sale con bien del empeño.
     Aquella noche, Gina, mi mujer, y yo la pasamos insomnes, discutiendo el camino a seguir. No las tenía todas conmigo en cuanto a aceptar los consejos de Costa, sino que me inclinaba por que escapásemos juntos y nos refugiáramos no lejos de mis padres, en la provincia de Ferrara; pero mi mujer fue inflexible:
-          No podemos andar huyendo con dos niños pequeños, ni tenemos el derecho de jugar con su vida. Además, volver a tu tierra no haría sino aumentar el riesgo de que nos descubrieran.
-          Pero es que el Maresciallo -replicaba yo- no ha concretado nada. ¿Cómo piensa sacaros de Italia, si es que es eso lo que pretende?
-          Me fío completamente de él -repuso Gina-. Tiene la inteligencia y los medios para lograr lo que se proponga. No dudes de que es la mejor solución.
     En definitiva, acepté la separación. Al día siguiente, Costa me dio el salvoconducto y, al otro, muy de mañana, cogí el autobús para Foggia. Era el primer paso de un largo camino.


***

     Por aquellos días, el puerto de Manfredonia -el más próximo a San Giovanni[37]- mantenía una inusual actividad. La pequeña rada pesquera se había convertido en un punto de embarque del mineral de bauxita que, como antes dije, se estaba extrayendo del Gargano. El Gobierno había dado a esta carga el carácter de material estratégico, buscando la autarquía de Italia en aluminio, especialmente reclamado entonces para la fabricación de aviones. Quiere decirse que el puerto estaba bien vigilado y, por supuesto, salvo algún carguero alemán, allí no anclaban otros buques que los de bandera italiana.
     Eso lo sabía perfectamente el Maresciallo que, puesto a escoger un puerto indicado para sus propósitos, optó por el de Bari[38], de mucho movimiento y abierto a barcos de todas las nacionalidades[39]. De las gestiones previas al viaje, tengo escasas noticias, pues Costa no habló conmigo sobre eso. Supongo que entraría en contacto con el Consulado británico en Bari, o con alguna de las navieras inglesas que mantenían oficinas o corresponsales en la ciudad baresa. Lo único cierto es que el paquebote Gavan’s Pride tenía prestos tres pasajes, ya abonados, para acoger y trasladar a mi esposa e hijos hasta La Valetta (Malta). Estaba previsto que zarpara el domingo, 4 de junio de 1939, a las ocho de la tarde.
     Ese mismo día, hacia las nueve de la mañana, el Maresciallo recogió a la puerta de casa, en Via Montessori, a Gina y a los niños, con el equipaje básico. Costa vestía de uniforme e indicó a mi mujer que tomase asiento a su lado, para cubrir mejor la apariencia de ser un matrimonio de excursión o visita familiar. Detrás, los niños observaban una exquisita conducta, no solo por haber sido aleccionados, sino por la respetable presencia de Mangione, un braco propiedad del brigada Fortuna, que hacía las delicias de todo el cuartel, y que acababa de dar a la expedición un convincente aspecto campestre.
     Costa desechó la vía más recta, la costera, así como pasar por Foggia u otros núcleos de cierta importancia. En consecuencia, se empeñaron en un largo periplo por carreteras secundarias y caminos vecinales, amparado en un mapa militar de escala 1:50.000, y en frecuentes paradas, para preguntar detalles del itinerario y que los niños estiraran las piernas. No faltó el consabido susto: un control de carretera cerca de Castel del Monte, salvado con unos ceremoniosos saludos, al constatar los carabinieri de vigilancia que era un maresciallo de dos galones el interceptado:
-          Nada, compañeros, que voy con mi mujer y los niños a Bari, a comer con mis suegros.


     Llegaron a Bari hacia las dos de la tarde. El Maresciallo se empeñó en comer con mi familia en una trattoria cerca del puerto donde, pese a lo tardío de la hora, los sirvieron de buen grado en atención a los pequeños. Hasta no se olvidaron de Mangione, que supongo haría honor a su nombre[40]. Seguidamente, el Maresciallo acompañó a los míos hasta dejarlos en manos de la tripulación del Gavan’s Pride, evitando con su presencia cualquier obstáculo o diligencia que podrían haber puesto los aduaneros. Finalmente, Costa regresó hasta el lugar de estacionamiento de su coche y recorrió el camino de vuelta a San Giovanni, en compañía de Mangione, siguiendo el itinerario más corto.




3.      Reencuentro en el infierno


     Cometí el error, humano y comprensible, de dejarme caer por los alrededores de Ferrara para tratar de encontrar a mis padres. Lejos de poder verlos, la consecuencia fue que me detuvo la OVRA[41] y di con mis huesos en el campo de internamiento de Fossali di Carpi[42], como punto de partida para una más que probable deportación a Alemania. Curiosamente, mi condición de carabiniere supuso sucesivos aplazamientos de tan mortífera medida; de modo que me tuvieron en espera más de un año, durante cuyo periodo se inició la Guerra Mundial y los italianos acabamos por entrar en ella.
     Si hago hincapié en tan inusitada tardanza, es para poner de manifiesto dos hechos, muy diversos en su naturaleza y consecuencias. En lo negativo, no pude recibir noticia ninguna del paradero de mi mujer e hijos, pues no quise escribir a la hermana del Maresciallo, provocando con ello la inmediata reacción de la policía. Lo favorable fue que, para matar el tiempo, se me ocurrió pedir una gramática alemana y un libro muy divertido en la misma lengua -las aventuras de Till Eulenspiegel-. Durante mi estancia en Gorizia, había tenido contacto con numerosos germano-hablantes[43] y chapurraba su idioma para entenderme con ellos en lo más elemental. Ahora, ante la perspectiva de ir a visitar a los nazis, decidí refrescar y ampliar mis conocimientos, por si me servía de algo en la cautividad. Afortunadamente, así sería, como tendré ocasión de exponer.
     Dicen que fuimos siete u ocho mil los italianos que pasamos por el infierno de Auschwitz, de los que solo regresamos unos setecientos. Ya habría sido buena suerte estar entre ese diez por ciento de supervivientes; pero mi caso es excepcional, pues formé parte de una de las primeras expediciones en aquellos trenes de mercancías, en que viajábamos hacinados, sin agua ni comida. Claro que, aunque la manutención y el trato en Fossali no eran muy saludables, mi relativa juventud y la buena forma física en que solíamos mantenernos los carabinieri fueron suficientes para que el médico de las SS y el jefe de los guardianes que nos recibió en el lager[44] me encuadrasen en el minoritario grupo de los prisioneros válidos para el trabajo. En aquel momento, la ignorancia me hizo acoger con indiferencia tal selección. Pronto sabría que esta había supuesto salvar la vida, por el momento.
     Más importancia concedí al paso siguiente, aunque solo fuera por juzgarlo efecto de mi perspicacia. El guardia que manejaba las listas de los recién llegados recitó mi nombre con tono aburrido: Daniele Canterini. Mi Geschenk![45] hizo que me mirase con extrañeza, lo que aproveché para soltar una frase premeditada,  Daniele Canterini, aus Göhr[46]. Se conoce que la alusión topográfica le sonó a alemana, pero sin relacionarla con el antiguo nombre de Gorizia, pues me ordenó hacerme a un lado y llamó al cabo primero[47] que dirigía la operación identificativa. Debía de estar aún más aburrido que su inferior, pues me dejó hablar, divertido sin duda, más por mi pésimo alemán, que por lo que yo le contaba. Mal que bien, le hice saber que había sido policía en mi patria, de una graduación similar a la suya, y que no tenía nada de judío en lo que a religión y cultura hacía referencia. Terminé pronto mi exposición por miedo a fastidiarlo, pero fue lo suficiente para que, con una sonrisa displicente, se acercara al compañero de la lista y pronunciase una palabra que, pese a escuchar con claridad, no comprendí en absoluto: Kanada[48].



***

     Nunca supe a ciencia cierta por qué llamaron Kanada a los almacenes en que se recogía, clasificaba y embalaba la ropa, objetos de valor, oro dental, cabello de las mujeres y demás botín incautado a los judíos y otros infrahombres[49], al llegar al Campo y ser gaseados. Era una tarea en la que la minuciosidad y la honradez de los operarios resultaban muy valoradas por los jefes, máxime teniendo en cuenta que corría a cargo de los propios prisioneros, debidamente vigilados por guardianes dignos de fiar. Como mucho, algunos guardias hacían la vista gorda ante el hecho evidente de que los forzados, medio muertos de hambre, embaularan algún mínimo comestible que apareciese entre las ropas o escondido en las maletas de los asesinados.
     A ese mundo tan peculiar y cerrado -que yo llamaba el Purgatorio, simplemente porque era bastante mejor que el infierno del Campo[50]- vine yo a parar, entre los alrededor de seiscientos afortunados -mayormente, mujeres- por cuyas manos pasó tanta y tan variada riqueza y otras mercancías, hasta finales del año cuarenta y cuatro. Con el tiempo, llegaría a ser uno de los presos más veteranos de Auschwitz, mereciendo de las Autoridades el nombramiento de kapo, es decir, uno de los responsables y jefecillos de aquel batallón de trabajadores. Muchas veces me he preguntado -y me han preguntado- cómo pude librarme durante varios años de las sacas periódicas que trágicamente suponían la sustitución de los antiguos por los bisoños. No tengo otra respuesta más precisa y verosímil que esta: Haberme mantenido constantemente en el término medio -ni duro ni tolerante; ni deshonesto ni honrado en exceso- y procurado no destacarme, pero tampoco esconderme. Si eso -que yo expongo con inevitable subjetividad- puede valer, no solo para explicar mi supervivencia, sino para suavizar la crítica por colaborar con los nazis, nuestros verdugos, es cosa que ustedes tendrán que decidir, si Dios los llama por el camino de juzgar a sus semejantes menos favorecidos.

***

     La vida está llena de casualidades. Una de ellas, que recuerdo con una mezcla inextricable de dolor y de esperanza, fue la que me llevó a presenciar la llegada al Campo del maresciallo Costa, cuando ya llevaba yo allí poco más de un año. Me había avisado un guardián conocido de que se esperaba la llegada de un tren de deportados italianos[51] y, a mi ruego, se ofreció a trasladarme hasta el apeadero con el pretexto de vigilar la recogida de equipajes por los presos del Sonderkommando[52].
     A pesar de mi distancia al andén y del evidente envejecimiento del Costa que yo había conocido, lo identifiqué sin vacilar. No obstante, me acerqué a la fila de deportados, no dando crédito a mis ojos, dado que el Maresciallo no era en absoluto judío, ni tenía, por tanto, que encontrarse allí. Ignoro si él me reconocería con aquel odioso uniforme a rayas, con brazalete distintivo de mi condición privilegiada. Por supuesto, las penalidades seguro que también a mí me habían envejecido, respecto de cómo era cuando carabiniere en San Giovanni. El caso es que me aproximé al Rapportführer[53] que estaba dirigiendo las operaciones de clasificación de los recién llegados y le supliqué que colocara a Costa entre los seleccionados para el trabajo, pues era un buen amigo mío y en absoluto hebreo. Debí pillarlo de buenas porque me preguntó por su nombre. Le dije que era Guido Costa; hojeó la lista con mi ayuda y lo localizó:
-          No viene aquí como judío, explicó. Lo han mandado como enemigo del régimen fascista.
     Su carácter ario, unido a la calificación positiva que le asignó sobre la marcha el médico, salvaron por el momento su vida y le abrieron la oportunidad de poner sus muchas cualidades al servicio del III Reich, en el puesto que en su momento se le asignase. Formulé al Rapportfüher la petición de saludar un momento a mi amigo, a lo que se negó con el pretexto de que estaba prohibida toda comunicación con los recién ingresados, hasta que fuesen perfectamente higienizados, entrevistados por la Administración del campo y destinados a un sector o servicio determinados. No pude llegar a más que hacerle a lo lejos un gesto de saludo militar, con la esperanza de que se diese por aludido. En el camino de vuelta a mi barracón en el Campo I, no dejé de hacerme preguntas sobre el triste destino de tan digno funcionario y, sobre todo, acerca de cómo lograría hablar con él para informarme del destino de mi amada familia.
     Al día siguiente, hice por ver al Teniente[54] que habitualmente dirigía los trabajos de Kanada y, sin dar más detalles, le expuse que en el Campo había encontrado a un conocido mío, compañero de Cuerpo, al que habían deportado como gravemente desafecto al Gobierno fascista. El Oficial se echó a reír:
-          Eso demuestra su buen criterio, bromeó. Vuestro Duce es un buen tipo, pero su Gobierno es un completo desastre.
-          Creo yo, señor, que haría muy buen papel si lograse que lo destinaran aquí. Es honrado a carta cabal y un verdadero adicto al trabajo.
-          Intercederé por él -concedió- aunque, si no es judío, lo suyo sería entrar en el Sonderkommando. Así no tendría cargos de conciencia -agregó con sarcasmo-.
-          Me temo que será todo lo contrario, aventuré. Ya sabe que los arios -aunque sean del sur- tienen mucha mayor dignidad que nosotros, los judíos.
-          Está bien, concluyó algo secamente. Tendremos otro carabiniere en la familia.

***

     Al cabo de tres días logré, por fin, entrevistarme con el Maresciallo. Parecía que todo el sufrimiento que habría pasado hasta llegar allí hubiese caído sobre él como una pesada losa de tristeza y abatimiento. Me lo llevé hasta los vestuarios de las duchas y nos sentamos vis a vis en uno de los bancos para dejar la ropa. Procurando animarlo, inicié la conversación con el anuncio de que era prácticamente seguro que consiguiera uno de los mejores destinos del Campo. No hizo comentario alguno, sino que, en voz muy baja, me puso al corriente de la situación de mi mujer e hijos:
-          Por lo último que sé, de hace casi medio año, han conseguido el estatus de refugiados y están en algún lugar de Irlanda cercano a Dublín. Su mujer se ha colocado de asistenta y los niños están bien de salud y van a la escuela con normalidad.
-          Así pues -colegí- logró usted sacarlos de Italia.
-          Los llevé hasta Bari y allí conseguí que embarcaran en un buque inglés, rumbo a Malta. El resto ha sido cosa de su esposa y de las buenas personas que la han ayudado.
-          Ya veo. Y ese gesto de su parte seguro que es lo que le ha traído hasta aquí.
-          Bah, una cosa entre tantas. La verdad es que la situación se ha puesto imposible desde que empezó la guerra. Ha habido que tomar partido; ya sabe, la línea roja de que le hablé. Y la decencia no es buena cosa para un carabiniere con mando. Así que, con una pequeña ayuda del camarada Ludovisi, he venido a dar en este pintoresco lugar, cuyas normas, si es que hay algunas dignas de tal nombre, tendrá usted que explicarme, pues apenas entiendo nada.
-          Poco hay que entender, le contesté. De lo único que se trata es de sobrevivir. Y para intentarlo, no hay otro camino que el de ser útiles a estos cafres. Vamos, prestar algún servicio.
-          ¿Cómo cuál?
-          Básicamente, hay dos: ayudarles a gestionar el orden del campo y organizar el expolio de cuanto de valor dejan los deportados que fallecen.
-          ¿Qué fallecen o que los eliminan miserablemente?
-          Por supuesto, esto último.
     Y, para evitar contestar a modo de un interrogatorio, le informé brevemente de las tareas de los esbirros del Sonderkommando y de las nuestras en Kanada. Y, poniéndome a la defensiva, le hice ver que, para salvar la vida, no había otras opciones.
-          Decía usted -insistió Costa, sin apear el tratamiento que siempre habíamos mantenido en Italia- que había otro servicio, que no era el de engañar, expoliar y maltratar a los demás prisioneros. ¿Cuál es esa tarea?
-          Realizar trabajos forzados para la industria alemana, en sectores que consideran tan relevantes, como para emplear a personas que desconocen su trabajo y tampoco son muy proclives a aprenderlo. En este momento, por lo que yo sé, han descartado confiarnos la fabricación de armas o municiones, por miedo al sabotaje. En el Campo III[55] tengo entendido que ahora se dedican a producir combustibles líquidos y goma sintéticos. Ya sabe lo mal de caucho y de petróleo que andan los Ejércitos del Eje[56].
-          Entiendo, amigo Canterini. ¿Y qué actividad, entre todas esas, es la que me tiene reservada, para conservar mi vida?
     Comprendí por su deje que no estaba muy dispuesto a sobrevivir a cualquier precio; así que minimicé el que yo estaba pagando para conseguirlo:
-          Estos alemanes son unos perfeccionistas de la rapiña. ¿Qué pueden sacar de unos cuantos vestidos ajados, unas maletas trotadas e, incluso, de unos dientes de oro? Lo verdaderamente importante es lo que les roban antes de llegar aquí, en los guetos o como chantaje para perdonarles la vida por un tiempo. Y, por otra parte, a esos pobres ya no les sirve de nada y a sus hermanos de raza de Kanada a veces nos quita el hambre o nos permite hacer algún favor a los guardianes.
-          Entiendo lo que me dice, Canterini. Yo no juzgo a nadie en esta tesitura, ni menos a quien, como usted, tiene una familia por la qué conservar la vida. Pero, en mi caso, no sé qué decirle…
-          No me diga nada, Maresciallo y acepte la oportunidad que nos brinda el teniente Falken. Nos haremos compañía y así será más llevadera la esclavitud.
-          Déjeme pensarlo -contestó-. Y, de todas maneras, muchas gracias por su ayuda, gracias a la cual, por de pronto, no he salido aún por la chimenea.

***

      A la mañana siguiente, en previsión de una decisión negativa de Costa, hice de tripas corazón y volvía a la carga con Falken:
-          Señor Teniente -supliqué-, mi amigo el carabiniere no quiere tener nada que ver con las personas ni los bienes de los judíos. En cambio, se muestra interesado en participar del esfuerzo de guerra del Reich. Si fuese usted tan gentil de cambiarle el destino en Kanada por el de Monowitz[57].
-          ¿Ha trabajado alguna vez en la industria?, preguntó torciendo el gesto.
-          Me temo que no -suavicé un poco mi certeza-, pero es un excelente conductor. Podría emplearlo con buen rendimiento en la sección de transporte.
      Dudó por unos momentos y, finalmente, se negó al cambio:
-          Ni tengo competencia sobre los destinos en Monowitz, ni me fío de un sujeto considerado altamente peligroso por los fascistas. No pudo recomendarlo para ese puesto… Dile que, o acepta trabajar con nosotros, bajo tu responsabilidad personal, o lo mando de vuelta a los Krema[58]… ¡Es mi última palabra!
     No podía hacer más, si el Maresciallo no me ayudaba. Y no me ayudó, salvo en pasar el trago de la forma más suave posible:
-          Descarta toda preocupación -me dijo, empleando conmigo el tuteo por primera vez-. Has hecho cuanto has podido y seguro que poniendo en riesgo tu propia seguridad. El hecho es que estoy entre los pocos tontos que creen merece la pena dar la vida por ciertas convicciones. Ya sabes, la línea roja.
     Quizá me sentí aludido, o tal vez intenté que rectificara in extremis. El hecho es que le repliqué con rigurosidad:
-          ¡Déjese de líneas rojas, que no estamos en San Giovanni, ni nos confesamos con el Padre Pío!
     Sonrió tristemente y me contestó:
-          Tienes razón. Aquellos fueron buenos tiempos…, realmente buenos. Si sobrevives, procura regresar allá y sucederme en el puesto.
     Fueron las últimas palabras que le escuché. Según la documentación del Campo, fue ejecutado a los dos días.

***

     He escrito estas páginas en San Giovanni Rotondo, en el mismo cuartel que otrora compartimos. Todavía no soy maresciallo, sino solo brigada: De modo que no he sucedido a Costa, sino al jubilado Fortuna, de quien también he heredado al viejo Mangione, como regalo de su orondo dueño a mis hijos. Hemos leído el relato en familia, con la lógica emoción que en ellos despierta lo relativo al viaje a Bari, que he recogido de labios de mi esposa, Gina. Esta me dice:
-          ¿Vas a publicarlo en alguna parte?
-          He hecho dos copias con papel carbón, pero una ya tiene destinatario.
     Me encamino al Convento de los Capuchinos y pregunto por el Padre Pío. Me dicen que está indispuesto, pero yo colijo más bien que empieza a estar agobiado por tantas visitas y ceremonias. Se está convirtiendo en una celebridad. Es de justicia, pero a mí me incomoda. Decido no volver y le dejo la historia del maresciallo, Guido Costa, en un sobre cerrado, acompañada de una breve nota, que firmo al pie:
     Padre: Un día preguntó a un carabiniere por el orden en que pondría el cumplimiento de la ley y el de la conciencia. Pues bien, aquí tiene la respuesta.






[1] Breve explicación para esta respetuosa dedicatoria, en Henrique Mariño, Gino Bartali. La bici que salvó a los judíos del Holocausto, Público, Madrid, 25/03/2017 (actualizado, 25/09/2018).
[2]  Sperone d’Italia, es decir, espuela o espolón de Italia, constituido por la montuosa península del Gargano, que penetra en el Adriático unos 70 quilómetros. Su población principal es el puerto de Manfredonia. San Giovanni Rotondo -villa en que se desarrolla buena parte de este relato- se halla, podríamos decir, en la base de la citada espuela.
[3] Grado especial del Cuerpo italiano de Carabineros (Carabinieri), intermedio entre los de oficiales y suboficiales. Sería ridículo traducirlo literalmente por nuestro Mariscal, pues este ha llegado a significar en español el grado supremo de la milicia, por encima de los generales, si bien no existe actualmente en nuestro Ejército. En consecuencia, me permitirán que siga empleando el término italiano durante el resto del relato.
[4]  Según su categoría, los Marescialli de Carabineros ostentan en la bocamanga de su guerrera uno, dos o tres galones plateados. El de dos galones es un Maresciallo ordinario.
[5]  Villa de la provincia de Foggia (región de Apulia) que, en la época de la narración, tenía unos 15.000 habitantes. Dista de la capital de la provincia unos 40 quilómetros.
[6]  Pequeña región de Italia, justamente al norte de la Apulia. Su capital es Campobasso.
[7]  Tenenza, en italiano, categoría intermedia de los cuarteles de Carabinieri, correspondiente a villas pequeñas en zonas rurales.
[8]  Máxima autoridad comarcal y local del Partido Nacional Fascista, único autorizado en la Italia de entonces y, por tanto, participando del gobierno de toda la Nación.
[9]  Traducible coloquialmente por persona muy campechana.
[10] El Padre Pio (Francesco Forgione, en el mundo) había nacido en Pietrelcina (Benevento) en 1887. En los días de esta narración tenía 51 años de edad. Falleció en 1968, con 81 años cumplidos.
[11] Las Autoridades eclesiásticas, incluido el Arzobispo de Manfredonia (Ordinario de San Giovanni Rotondo) y el ilustre médico, fray Agostino Gemelli, tomaron los estigmas del Padre Pío por falsos o provocados con ácido. Solo a partir de 1933/1934, se le levantaron las prohibiciones y comenzó una era de credulidad hacía el Padre, que ya duraría hasta su muerte y más allá (fue declarado Santo en el año 2002), con grandes peregrinaciones a su tumba (donde su cuerpo se afirma que permanece incorrupto), que han llegado a contar 7,5 millones de personas en un año (récord solo superado en el mundo católico por el santuario mariano de Guadalupe, en Méjico).
[12] Todos los marescialli integran el grado jerárquico de Ispettore (Inspector, en español).
[13] Con el título de Il Fascismo e i problemi della raza, se publicó en la primera página del diario romano Giornale d’Italia, el día 15 de julio de 1938, y en su redacción definitiva, en la revista editada en Roma, La difesa della razza, el 5 de agosto de 1938.
[14]  La cifra que ofrece el carabiniere Canterini es algo exagerada. La estadística oficial era de 39.000 hebreos italianos, si bien residían en Italia otros 11.200 judíos de otras nacionalidades.
[15] En italiano, el gentilicio es sangiovannesi o sangiovannari. El Hospital tenía una unidad de equipamiento funcional y otra de estancias, con veinte camas.
[16]  Escuela infantil o parvulario, para niños entre tres y cinco años.
[17]  Los carabinieri, hasta el año 2010, estaban sujetos a prohibiciones matrimoniales, si no habían cumplido un determinado número mínimo de años de edad y en el Cuerpo.
[18]  Medalla conmemorativa instituida en 1923 para premiar honoríficamente a cuantos habían tomado parte en ese episodio histórico (27 a 30 de octubre de 1922), que dio lugar al nombramiento de Benito Mussolini como Presidente del Consejo de Ministros del Reino de Italia.
[19] Pequeña capital de provincia en la región del Molise, que había sido el anterior destino de Guido Costa, antes de ser trasladado por ascenso a San Giovanni Rotondo.
[20] Modelo grande de vehículo Fiat, que se fabricó entre 1931 y 1934.
[21] Grado aproximadamente equivalente al de cabo. Canterini, narrador del relato, era carabiniere scelto, que podría traducirse en España por carabinero de primera.
[22]  Había fuertes limitaciones, aunque no prohibición, de ejercer las llamadas profesiones intelectuales.
[23]  Canterino tiene la misma raíz que cantare, por lo que alude a quien canta mucho (generalmente bien, y hasta profesionalmente). En la Edad Media fue sinónimo de juglar o recitador de cantares de gesta.
[24] Título honorífico de Benito Mussolini, como guía o caudillo de la Nación italiana.
[25]  Hay quien opina que las Leyes raciales italianas pudieron haber sido promovidas por Hitler durante su visita a Mussolini de mayo de 1938.
[26] Tales relaciones no cristalizaron en un pacto o tratado de amistad y alianza hasta el 22 de mayo de 1939. El acuerdo se conoció con el nombre de Pacto de Acero, y no sería validado por Mussolini hasta junio de 1940, con Francia a punto de ser derrotada por el Ejército alemán.
[27]  Se trata de una cifra redonda y aproximada. Actualmente (2019), el total de efectivos del Cuerpo está por los 120.000 componentes.
[28]  Este es un relato de ficción histórica, no un ensayo. En consecuencia, me he permitido la licencia de enlazar los sucesos de 1938 con los de 1943, como si hubiesen sido continuados en el tiempo. En realidad, las deportaciones a Alemania de judíos italianos, con vistas a su exterminio, no comenzó hasta octubre de 1943, ya en plena II Guerra Mundial.
[29]  De manera directa, el hecho de que los judíos fueran practicantes de su religión no tenía repercusión legal inmediata, pero les alcanzaba alguna benevolencia, por influjo de la Iglesia, si profesaban la religión católica, y podía ser el camino para lograr la condición más favorable de hebreos convertidos en arios.
[30]  En virtud de las leyes raciales, se calcula que perdieron su empleo y demás derechos inherentes unos 900 funcionarios civiles y 150 militares (incluidos aquí los carabinieri). Otros 2.500 profesionales hubieron de dejar su trabajo privado de carácter intelectual. A estas cifras, es preciso agregar los 6.500 judíos extranjeros que emigraron de Italia o fueron expulsados del país.
[31] Pequeña capital de provincia italiana, en la frontera con Eslovenia (región de Friuli-Venezia Giulia).
[32] Las leyes raciales de 1938 preveían un periodo anterior de año y medio, aproximadamente, durante el cual sería irrelevante que los hebreos se hubiesen bautizado, por entender que el objetivo era beneficiarse de eventuales medidas más favorables.
[33] Además de los dolores de sus estigmas, el Padre Pío, a lo largo de su vida, padeció bronquitis asmática, piedras en la vesícula biliar, gastritis crónica (que degeneró en úlcera), inflamación ocular y rinitis y otitis crónicas, entre otras dolencias.
[34] Es decir, hacerse favores mutuos.
[35] La extracción empezó en 1936, a cargo de la empresa Montecatini, bajo el nombre de Miniera di San Giovanni, llegando a ocupar hasta a 600 operarios. Las citadas minas se cerraron en 1973.
[36] Recuerdo y reitero el contenido de la nota 28, sobre los moderados anacronismos en que se incurre en el relato, por razones de concentración de su argumento.
[37] Ambas poblaciones están a unos 18 quilómetros de distancia.
[38] La menor distancia entre San Giovanni y Bari era de unos 150 quilómetros. Al haber optado por una ruta por el interior y bastante recóndita, el Maresciallo y sus acompañantes habrían de recorrer más de 200 quilómetros.
[39]  Recuérdese que Italia no entró en la II Guerra Mundial hasta el 10 de junio de 1940.
[40] Mangione es equivalente a nuestro tragón o comilón.
[41] Siglas de Organizzazione per la Vigilanza e la Repressione dell’Antifascismo, la policía política del Régimen de Mussolini, fundada en 1927 y desaparecida en 1945.
[42]  Situado en el municipio de Carpi, provincia de Módena.
[43]  La ciudad de Gorizia (en alemán, Görz) perteneció al Imperio Austro-Húngaro hasta 1918. Buena parte de su población no era de raíz italiana, sino germánica y, sobre todo, eslava (eslovena).
[44] Palabra alemana con que se hacía alusión abreviadamente al campo de concentración. Prístinamente, significaba almacén o depósito.
[45] ¡Presente! en español.
[46] Es decir, Daniele Canterini, de Göhr (Gorizia).
[47] En las SS y en alemán, Rottenführer.
[48] Es decir, Canadá. Más adelante se explica su significado en este contexto.
[49] En alemán, Untermenschen, denominación nazi para los miembros de razas que juzgaban inferiores.
[50] En realidad, el complejo de Auschwitz estaba formado por varios campos. El mayor y más letal era Auschwitz-Birkenau (o Auschwitz II), con unos cien mil prisioneros y un total de un millón cien mil ejecuciones. Kanada estaba integrado en Auschwitz I, que no era una unidad propiamente de exterminio, y en el cual la cifra máxima de internos fue de unos 20.000.
[51] Con el tiempo, se trazó un ramal ferroviario desde la estación de Auschwitz (pueblo) hasta el Campo, para que pudieran entrar en este los deportados. Eso obligó a trasladar Kanada -inicialmente anejo a la estación de ferrocarril- al recinto de Auschwitz I, distante de Auschwitz-Birkenau unos tres quilómetros.
[52] Entre otras funciones, sus miembros -que alcanzaron el número de mil simultáneamente- estaban encargados de recoger todas las pertenencias de los que iban a ser gaseados -y arrancarles, una vez muertos, las piezas dentales de oro-, como trámite previo a la labor más fina, que se realizaba por los de Kanada.
[53] Miembro de las SS que, bajo las órdenes del Schutzhaftlagerführer, intervenía en la clasificación y distribución de trabajos de los prisioneros del Campo.
[54] En las SS, Oberststurmführer.
[55] Era el campo de trabajo mayor del complejo de Auschwitz. También es conocido como Auschwitz-Monowitz.
[56]  Nombre usual de las Potencias aliadas, socias y cobeligerantes de Alemania durante la II Guerra Mundial. A partir de septiembre de 1940, los principales Estados firmantes del Pacto fueron Alemania, Italia y Japón, aunque este último no entraría en la guerra de modo abierto hasta diciembre de 1941.
[57] Véase más arriba, nota 55.
[58] Apócope de Krematorium, es decir, los hornos donde se incineraba a los asesinados en las cámaras de gas.

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