La dama blanca
Por Federico Bello Landrove
El
mito de la Dama Blanca tiene múltiples variantes entre los creyentes y los
lectores de los más variados países y culturas. Yo no tenía ninguna propia,
hasta que un tío abuelo mío me contó el relato del que ahora les hago
partícipes. Ni
quito ni pongo rey, pero añado su miajita de fantasía y erudición, por
aquello de escribir con algún fundamento mi nombre al pie del título.
1. La
dama se aparece
A mis doce años, me resultaba difícil de entender por qué había elegido
la Dama a mi tío Valentín para aparecérsele. Después de todo, no era algo
frecuente. Y, desde luego, yo no había tenido su suerte, y eso que por las
noches dejaba abiertas las contraventanas y oteaba las leves ondulaciones de
los visillos, tan sugerentes al proyectar sus sombras en el papel pintado, al
ritmo ominoso y enervante del viejo reloj de péndulo.
En cambio, tío Valentín, solterón y generoso padrino de una caterva de
chiquillos de dos generaciones, había tenido el santo de cara. Claro que estaba
bien preparado para recibir la visita del más allá. Cuarentón, frío y sinceramente
religioso, habría acogido con la misma curiosa urbanidad a una dama blanca, que
al futbolista Lángara o al general Sanjurjo. No obstante, al introducir el
relato, él aducía otras razones para su respetuosa cortesía:
-
Ya
sabes que, en aquel entonces, yo trabajaba en los juzgados. No hay cosa mejor
para templar el ánimo y no asustarse por nada. Y, además, estaba la Guerra.
En aquella casa, solo tío Valentín osaba aludir a la Guerra, sin
susurros ni medias tintas. La familia había sido muy castigada por la contienda,
pero él no había tenido nada que ver con la política. Eso le había valido, en
su momento, la crítica burlona de sus parientes masculinos, si bien, a la
postre, fue una bendición para el elemento femenino que, viudo y represaliado,
tuvo en el sueldo del tío su principal sustento. Cuando yo me convertí
en su confidente, ya estaba por encima del bien y del mal, y no se privaba de
transmitirme su memoria histórica, con todo lujo de pelos y señales, que
mi infalible retentiva de antaño almacenaba y repetía. La abuela, entre
temerosa y dolorida, le llamaba la atención infructuosamente:
-
Valen, por favor, que es un niño y puede
comprometernos.
-
Ya
sabes que de lo nuestro no le digo ni palabra. Además, ¡qué demonios!,
ya han pasado veinte años...
En fin, cosas... Si las cuento, no es por rememorar mi pasado –que
también-, sino por ponerles en situación. ¡Qué no tendría que ver o saber el
tío, cuando el treinta y seis! ¡Qué mejor época que aquella para contemplar la
distancia entre el mundo de los vivos y el de los muertos con escepticismo y
provisionalidad! Pues bien, fue entonces cuando sucedió.
***
En aquel tiempo, el tío ocupaba la misma habitación que yo heredaría a
su muerte. La amplia pieza, de mobiliario ecléctico y con buenas vistas a la
calle de Molina, daba paso a una pequeña alcoba a la italiana, que reclamaba
precariamente su independencia con una moldura polilobulada de madera y una
doble cortina, perpetuamente recogida. En el decir melodramático de tío
Valentín, la cama allí embutida parecía un catafalco.
A partir de aquí, creo preferible ceder a mi tío el uso de la palabra,
para que sea él quien les cuente el desarrollo de la aparición, de aquella
forma precisa y desenfadada que entonces me embelesaba, pero que ahora me cuesta
trabajo aceptar brotase de su memoria sin invención ni adorno.
-
Fue
una noche de otoño. Acababa yo de volver a la cama, tras comprobar que calle y
casa estaban en calma. Ya sabes que era en el treinta y seis, cuando nuestra
Guerra, y yo era por entonces el único hombre de la familia, pues tu tío
Enrique andaba pegando tiros y tu abuelo…, bueno, tu abuelo estaba fuera en contra de su voluntad. Me había
arropado tanto, que apenas noté el roce en el hombro. Me volví y ahí estaba
ella. Una dama toda de blanco que, ante mi estupor, sentóse a los pies de la
cama para tranquilizarme y me dirigió unas palabras de presentación.
-
¡Vaya
susto!, ¿eh, tío?
-
No
te diré yo que no, pero me repuse enseguida. No dejaba de ser una mujer y yo un
hombre de vuelta de todo. Así que me senté en la cama y quedé mirándola muy
fijo. Fue entonces cuando me percaté de que debía de estar ante una aparición,
pues no llevaba otra ropa que una túnica antigua, muy brillante y sin apenas
forma, y su rostro, por más que la escrutase, permanecía como velado, sin
facciones definidas.
-
¿Y
qué te decía?
-
Eso
sí que era extraño. No le veía mover los labios, pero su voz llegaba clara a
mis oídos, como si me susurrara en la oreja. Y tenía una curiosa forma de
expresarse: ¿Has leído el Quijote?
-
La
primera parte –mentí-.
-
Bueno,
pues algo así. Un castellano antiguo, preciso y llano, cuyo vocabulario no me
era del todo comprensible. Con todo, lo esencial me quedó claro. Se trataba de
un alma recién despenada por mis oraciones que, antes de volar al Cielo, quería
concederme una gracia, para bien de toda mi sufriente familia.
-
¿Qué
tú habías rezado por ella? ¿Es que la conocías?
-
Claro
que no, Damián. ¿Es que tú rezas tan solo por quienes quieres? Mi pobre madre,
que en gloria esté, me lo enseñó y yo lo he practicado siempre: Cada vez que reces por alguien a quien hayas
amado o con quien estés en deuda, no olvides que otros penan olvidados de todos
y pueden necesitarlo más. Así que yo, aunque no muy rezador, nunca lo he
omitido: Por las almas del Purgatorio, en
especial, las más necesitadas. O, al concluir un responso: que su alma y las de todos los fieles
difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.
-
Ya
entiendo. Esa señora sería una de las
más pecadoras.
-
Eso
solo lo sabe el Juez Supremo. Lo cierto es que, por lo que me dijo, mis
oraciones le habían sido de gran utilidad y, en concreto, el empujón final para
sacarla de las llamas temporales lo había dado mi súplica general de aquella
noche.
-
Y
venía a darte las gracias.
-
Más
aún, a encarecerme siguiese con mi benéfica costumbre y a devolverme el favor, como si dijéramos, que es algo a lo que son
muy dadas las damas blancas.
-
O
sea, que no es un caso único lo que te pasó, sino que hay otras tantas por ahí.
-
Eso
tendrás que averiguarlo en la enciclopedia Espasa,
si es que no llegas a tener algún día una experiencia como la mía. Pero vamos
al grano, que no haces más que interrumpirme. La señora me dijo, palabra por
palabra: He sabido de las desgracias que
vienen afligiendo injustamente a tu familia y voy a aconsejarte un remedio que
las palíe, si haces la buena acción que voy a decirte. ¿Tendrás la fe y el
valor para ello? Pocas serán –repuse- las cosas que no intente, si puedo
ayudar a mi hermana y a sus pobres hijos. Escucha,
pues, y si alcanzas lo que te ofrezco, agradécelo a Dios, no faltando en tu
vida a la procesión del Corpus. Así habló, se alzó de la cama y, como
flotando, dirigióse al balcón y se desvaneció en el éter.
-
Seguro
que era un fantasma, tío. Solo ellos pueden atravesar las paredes.
-
No
tal, que los cuerpos gloriosos tienen sutileza. ¿Es que ya no estudiáis el
catecismo en el Instituto?
2. El encargo de la dama
Prefiriendo la plasticidad narrativa a la linealidad, mi tío Valentín
interrumpía el relato en el desvanecimiento de la Dama, para reanudarlo en un
escenario que, para cuantos hemos vivido en Castellar, nos resulta familiar: el
viejo Café del Norte, en los soportales, cita de escritores, mentidero de
políticos y, a ciertas horas y en algunas épocas, café cantante para melómanos
y mirones. Cuando me hice mayor, entre los insufribles anacronismos y su planta
desmesuradamente oblonga, me resultaba muy poco atrayente; pero, lo quisiera o
no, allí es donde mi padrino retomaba la historia.
-
Había
a la sazón en Castellar una cárcel recién estrenada, llamada por eso la Nueva,
a donde habían ido a parar, en vísperas del Alzamiento, algunos de los más
destacados y violentos promotores del mismo. No temían inmediatamente por su
vida, pero la pérdida de libertad les dificultaba seguir con sus planes y, de
fracasar la intentona, podía llevarles al paredón. ¿Me comprendes?
-
Claro,
tío. Sigue.
-
Pues
bien, uno de los carceleros era un tipo llamado Conrado[1],
como de unos cuarenta años, al que yo conocía de vista por mis visitas
profesionales a la prisión. Ha llegado luego a saberse que el tal estaba a
partir un piñón con los detenidos de Falange, hasta el punto de pasar mensajes
entre ellos y sus correligionarios de afuera. Se dice –y yo no lo pongo en
duda- que incluso les proporcionó pistolas para que pudiesen defenderse. ¿Tú sabes quién era Onésimo
Redondo?
-
El
segundo de a bordo de José Antonio.
-
Más
o menos. Desde luego, el mandamás de los falangistas de Castellar. Pues bien,
ese fue su mayor valedor para ascender, de la noche a la mañana, de funcionario
de prisiones, a jefecillo de Falange, de los del arma en una mano y la pluma en
la otra. Vamos de los que rendían triste tributo a Cervantes…
-
…
Nunca la pluma embotó la espada,
recitaba entonces yo con beneplácito de mi padrino.
-
Eso
es; exacto. Bien, el señor Jabugo resultó ser un perfecto hagiógrafo de los
jerarcas del nuevo Régimen; quiero decir –para que me entiendas- que les daba
jabón e incienso a modo. Lo malo es que lo hacía de manera tan grosera y
untuosa, que llegó a ser el hazmerreír de los jefes de Prensa y Propaganda,
quienes decidieron desmontarle la barraca. Pues has de saber que tanto
servilismo tenía su porqué. El Jabugo tenía pretensiones literarias y debió
pensar que por el periodismo se empieza; así que visitaba las redacciones, con
el atuendo medio militar al uso y les dejaba el original de sus engendros, con
faltas de ortografía y todo. Los responsables de los diarios, en atención a la
camisa azul, correaje y pistola, se apresuraban a publicarlos, en la creencia
de que los jefes de Falange estaban detrás de todo aquello.
-
Pero
no era así, el individuo iba por libre.
-
¡Ya
te lo sabes! –exclamaba mi padrino, riendo-. En efecto, tan por libre que, al
leerle Ridruejo y Tovar, enrojecieron de vergüenza y este último mandó una nota
a la prensa, dejándoles expresa libertad de tirar las jabugadas a la
basura. ¡Te puedes figurar las consecuencias! Ridruejo y Tovar, nada menos.
-
Y
aquí es donde la Dama Blanca entra en escena...
-
Justo,
ni yo lo habría dicho mejor –ironizaba tío Valentín-. Jabugo, avergonzado y
hecho un basilisco, decidió hacer lo que mejor sabía, escogiendo a Tovar como
víctima, tanto por su menor categoría, como por haber sido un tanto liberal
antes de la Guerra. Se uniformó de punta en blanco y fue a buscarlo al Café del
Norte, donde su antagonista hacía tertulia todas las tardes, con otros
intelectuales del Movimiento. ¡Y eso lo sabía la Dama Blanca!
Era el momento culminante de la narración. Aunque sobradamente conocido
por mí, evitaba toda interrupción y permanecía estático, con los ojos fijos en
mi padrino, hasta que concluía el relato. Por lo demás, él procuraba ser
escueto: lo maravilloso no requiere de ponderación.
-
La
Dama me avisó lo que iba a pasar, sin precisar el momento. Según ella, si
lograba evitarlo, se seguirían beneficios para nuestra familia, que
compensarían en parte las pasadas desgracias. Y aquí me tienes, merodeando
todas las tardes por los soportales o eternizando el consumo del único café que
podía permitirme, a la espera del vengativo carcelero, con un ojo puesto en la
puerta y otro en la espigada figura de Tovar.
La
paciencia todo lo alcanza. Al
fin, un jueves, a eso de las seis y media, apareció Jabugo, enfundado en una
trinchera que ocultaba a medias la camisa azul y los correajes. Se dirigió a la
mesa de Tovar, le soltó no sé qué frescas e insultos y, sacando la pistola,
apuntó hacia su cabeza. Todos quedaron petrificados por el miedo y la sorpresa.
Todos, menos yo, naturalmente, que había pensado cien veces la estrategia a
desarrollar. Colocado de espaldas al pistolero, le di un fuerte empujón en las
paletillas, en el crítico momento en que apretaba el gatillo. Perdida la
puntería, la bala salió hacia abajo e impactó en la víctima a la altura de las
ingles. Bueno, la verdad es que solo pude ver que la sangre le iba empapando la
parte alta del pantalón pero, a juzgar por la cojera que le quedó, estoy cierto
de que fue allí donde recibió la herida.
Aquí, Damián,
debería concluir la historia porque lo que sigue puede afectar negativamente a
tu educación y comportamiento.
Indefectiblemente, el tío engolaba la voz y se ponía solemne, al
pronunciar tales palabras. Era el momento en que debía deslizar la consabida
interrogación.
-
¿Por
qué lo crees así?
-
Porque
todavía a estas alturas no sé si la Dama Blanca no cumplió su palabra, o es que
no debemos esperar que Dios actúe por medio de milagros. En fin –suspiraba-, si
te empeñas, concluiré el relato, pero prométeme que harás siempre el bien, con
o sin recompensa.
-
Prometido,
padrino.
-
Bien.
Pues has de saber que todo el rédito que mi buena obra produjo fue un agradecido
apretón de manos de Tovar, quien quiso que lo visitara cuando todavía estaba en
el hospital. ¡Ah!, y una suscripción gratuita al diario Libertad, que
pedí domiciliasen en el Juzgado, para no abochornar a la familia[2].
Valentín callaba, pero aún falta la coda, a la que habría de dar la
entrada mi sugerencia:
-
Y
casi te apiola Girón. ¿Verdad, tío?
-
Hombre,
tanto no, pero era uña y carne con el frustrado Jabugo y ni uno ni otro se
tomaron muy a bien mi intromisión. Hubo un tiempo en que temí represalias,
pero, en fin, las aguas fueron volviendo a su cauce y el vengativo pistolero,
en el plazo de un año, pasó, de ser buscado para juzgarlo, a que le nombrasen
director de la cárcel de El Coto, en el recién liberado Gijón. Así que ya
ves...
-
...
La Dama Blanca acabó premiando a Jabugo.
-
Pues,
si le sacas punta a la cosa... Pero no: seamos justos. La mejor parte se la
llevó Tovar, como era de razón.
-
¿Y
nosotros?
Algunas veces, mi padrino respondía con un lacónico y formidable hemos
sobrevivido. Las más, se levantaba y salía por la tangente, pasillo
adelante, refunfuñando acerca de la otra vida y los renglones torcidos de Dios.
Para mí que la aparición le había venido muy grande.
3. Buscando
a la Dama
El tío abuelo Valentín murió de cáncer a mediados de los sesenta. El día
de su entierro, yo leía las lápidas de las tumbas próximas, imaginando la
casualidad de que alguna de ellas fuese la de la Dama Blanca. ¡Qué de sabrosos
coloquios no habrían protagonizado ambos a la luz de la luna! Años después –no
muchos- saqué las oposiciones y pasé a ejercer la docencia en un instituto de
Avilés. Fue allí donde me topé con una extensa biografía del arzobispo Fernando
de Valdés, el Inquisidor General[3],
que supuso el primer aldabonazo de la Dama Blanca en la puerta de mi curiosidad
histórica.
Referíase en aquel libro que el Corpus de 1535 había sido perturbado en
Castellar con una disputa de campanario entre el prior de los Trinitarios y el
resto de la clerecía ciudadana (presidida por el abad de Santa María), por el
hecho de que aquel había sacado en procesión al Santísimo cuando el resto de los
clérigos hacían lo propio en el entorno de la Iglesia Mayor. Semejante abuso o
prepotencia por parte del convento de la Santísima Trinidad desembocó en
disturbios y desacatos, que el famoso alcalde Ronquillo sancionó dura y
expeditivamente. Don Fernando de Valdés, recién posesionado Presidente de la
Real Chancillería, desautorizó parcialmente al riguroso alcalde, se levantaron
incontinenti las sanciones aún no ejecutadas y el incidente fue cayendo, poco a
poco, en el olvido.
La vecindad de mi casa solar con aquel desaparecido convento excitó mi
curiosidad acerca del sacrílego episodio. Consulté todo lo publicado sobre la
historia de los trinitarios en el Castellar de aquellos años remotos y, tan
pronto me dieron vacaciones, me zambullí en los archivos de la Chancillería y
de Simancas, en busca de mayores detalles que los ofrecidos sucintamente en la
biografía del gran salense. Tenía claro que la clave para despejar los enigmas
era responder certeramente a la siguiente pregunta: ¿Qué pudo mover a los
trinitarios para celebrar una procesión sacramental propia, fuera de todo uso y
contrariando la autoridad del Abad de la ciudad?
Desgraciadamente, la respuesta me vino de un archivero jubilado, flaco de
memoria y carente de la oportuna documentación. Con todo, ustedes comprenderán
que recoja su informe, por lo que puede ayudar en la comprensión del resto del
relato. Helo aquí:
Sr. D. Damián Ibáñez Noguerol.
Estimado amigo: He puesto patas arriba mis
ficheros y consultado uno por uno mis libros de temas castellarenses, todo
infructuosamente. Me veo, pues, en la triste tesitura para un amante de la
Historia de tenerle que pedir me crea bajo palabra. Como ya le he dicho,
sobrenada en mi memoria el vívido recuerdo de un documento (seguramente, no de
primera mano, sino citado por un cronista del siglo XVIII) que aludía con
precisión a la cuestión que a Vd. tanto interesa: Que la conflictiva procesión
del Corpus de 1535 obedeció a la insistente petición de doña Catalina de Zúñiga,
gran benefactora del Convento trinitario, a fin de presenciarla desde su palacio
de la calle de la Boariza, por encontrarse enferma y no poder acudir al desfile
general. Al provocarse el grave incidente, el prior trinitario asumió la
decisión como propia, antes de dejar en evidencia a la señora, y aceptó el
sambenito de soberbia que le colgaron. Por cierto, doña Catalina, víctima del
agravamiento de su enfermedad y angustiada por haber sido causa involuntaria
del sacrilegio y las severas sanciones que lo siguieron, falleció pocos días
más tarde. Según Bosarte[4],
juzgándose indigna de ser enterrada en la capilla mayor, junto a otros miembros
de su familia, pidió serlo a los pies de la iglesia, donde habría de ser pisada
por todos.
No me queda, mi respetado amigo, sino
recordarle que la antigua calle de la Boariza no es sino la moderna de Molina,
y que el palacio de doña Catalina de Zúñiga era contiguo del convento de la
Santa Cruz, de las Comendadoras de Santiago, a cuya construcción había
contribuido su familia, pocas décadas antes. En consecuencia, bien podría
haberse levantado la casa familiar de Vd. en el solar de la de doña Catalina.
¡Casualidades de la vida!
¿Casualidades? Seguramente. No obstante, desde hace muchos años, no me
pierdo por nada la procesión del Corpus de Castellar; y, al rezar todas las
noches el responso por mi tío Valentín y demás difuntos de mi familia, no dejo
de recordar a las ánimas más necesitadas. Así que, después de todo, la Dama
Blanca no ha afectado negativamente a mi
educación y comportamiento, como llegó a temer mi padrino.
[1] Como
se verá, el relato mezcla nombres reales con otros supuestos, aunque similares.
No creo que resulte difícil a los lectores curiosos jugar con el autor a las
adivinanzas, así como desentrañar la verdad y la fantasía de las anécdotas que
se narran.
[2] El periódico Libertad, fundado por Onésimo Redondo, perteneció a la Prensa del
Movimiento y se publicó entre 1931 y 1975. Su ideología –por así decir-
justifica las precauciones de don Valentín, de no aparecer por su casa con
semejante diario.
[3] Sin
duda, se trata de la primera edición de El
Inquisidor General Fernando de Valdés (1483-1568). Su vida y su obra,
Oviedo, 1968, del que es autor José Luis González Novalín.
[4] Isidoro
Bosarte (1747-1807), cuyo Viage artístico
a varios pueblos de España…, Madrid, 1804, ofrece muy notables aportaciones
sobre Valladolid (Castellar en mi
relato). Hay edición facsimilar por Turner (1978).
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