martes, 30 de julio de 2013

LA DAMA BLANCA


 

La dama blanca

 

Por Federico Bello Landrove

 

     El mito de la Dama Blanca tiene múltiples variantes entre los creyentes y los lectores de los más variados países y culturas. Yo no tenía ninguna propia, hasta que un tío abuelo mío me contó el relato del que ahora les hago partícipes. Ni quito ni pongo rey, pero añado su miajita de fantasía y erudición, por aquello de escribir con algún fundamento mi nombre al pie del título.

 

 
 

1.  La dama se aparece

 

     A mis doce años, me resultaba difícil de entender por qué había elegido la Dama a mi tío Valentín para aparecérsele. Después de todo, no era algo frecuente. Y, desde luego, yo no había tenido su suerte, y eso que por las noches dejaba abiertas las contraventanas y oteaba las leves ondulaciones de los visillos, tan sugerentes al proyectar sus sombras en el papel pintado, al ritmo ominoso y enervante del viejo reloj de péndulo.

 

     En cambio, tío Valentín, solterón y generoso padrino de una caterva de chiquillos de dos generaciones, había tenido el santo de cara. Claro que estaba bien preparado para recibir la visita del más allá. Cuarentón, frío y sinceramente religioso, habría acogido con la misma curiosa urbanidad a una dama blanca, que al futbolista Lángara o al general Sanjurjo. No obstante, al introducir el relato, él aducía otras razones para su respetuosa cortesía:

 

-          Ya sabes que, en aquel entonces, yo trabajaba en los juzgados. No hay cosa mejor para templar el ánimo y no asustarse por nada. Y, además, estaba la Guerra.

 

     En aquella casa, solo tío Valentín osaba aludir a la Guerra, sin susurros ni medias tintas. La familia había sido muy castigada por la contienda, pero él no había tenido nada que ver con la política. Eso le había valido, en su momento, la crítica burlona de sus parientes masculinos, si bien, a la postre, fue una bendición para el elemento femenino que, viudo y represaliado, tuvo en el sueldo del tío su principal sustento. Cuando yo me convertí en su confidente, ya estaba por encima del bien y del mal, y no se privaba de transmitirme su memoria histórica, con todo lujo de pelos y señales, que mi infalible retentiva de antaño almacenaba y repetía. La abuela, entre temerosa y dolorida, le llamaba la atención infructuosamente:

 

-          Valen, por favor, que es un niño y puede comprometernos.

-          Ya sabes que de lo nuestro no le digo ni palabra. Además, ¡qué demonios!, ya han pasado veinte años...

 

     En fin, cosas... Si las cuento, no es por rememorar mi pasado –que también-, sino por ponerles en situación. ¡Qué no tendría que ver o saber el tío, cuando el treinta y seis! ¡Qué mejor época que aquella para contemplar la distancia entre el mundo de los vivos y el de los muertos con escepticismo y provisionalidad! Pues bien, fue entonces cuando sucedió.   

 

***

 

     En aquel tiempo, el tío ocupaba la misma habitación que yo heredaría a su muerte. La amplia pieza, de mobiliario ecléctico y con buenas vistas a la calle de Molina, daba paso a una pequeña alcoba a la italiana, que reclamaba precariamente su independencia con una moldura polilobulada de madera y una doble cortina, perpetuamente recogida. En el decir melodramático de tío Valentín, la cama allí embutida parecía un catafalco.

 

     A partir de aquí, creo preferible ceder a mi tío el uso de la palabra, para que sea él quien les cuente el desarrollo de la aparición, de aquella forma precisa y desenfadada que entonces me embelesaba, pero que ahora me cuesta trabajo aceptar brotase de su memoria sin invención ni adorno.

 

-          Fue una noche de otoño. Acababa yo de volver a la cama, tras comprobar que calle y casa estaban en calma. Ya sabes que era en el treinta y seis, cuando nuestra Guerra, y yo era por entonces el único hombre de la familia, pues tu tío Enrique andaba pegando tiros y tu abuelo…, bueno, tu abuelo estaba fuera en contra de su voluntad. Me había arropado tanto, que apenas noté el roce en el hombro. Me volví y ahí estaba ella. Una dama toda de blanco que, ante mi estupor, sentóse a los pies de la cama para tranquilizarme y me dirigió unas palabras de presentación.

-          ¡Vaya susto!, ¿eh, tío?  

-          No te diré yo que no, pero me repuse enseguida. No dejaba de ser una mujer y yo un hombre de vuelta de todo. Así que me senté en la cama y quedé mirándola muy fijo. Fue entonces cuando me percaté de que debía de estar ante una aparición, pues no llevaba otra ropa que una túnica antigua, muy brillante y sin apenas forma, y su rostro, por más que la escrutase, permanecía como velado, sin facciones definidas.

-          ¿Y qué te decía?

-          Eso sí que era extraño. No le veía mover los labios, pero su voz llegaba clara a mis oídos, como si me susurrara en la oreja. Y tenía una curiosa forma de expresarse: ¿Has leído el Quijote?

-          La primera parte –mentí-.

-          Bueno, pues algo así. Un castellano antiguo, preciso y llano, cuyo vocabulario no me era del todo comprensible. Con todo, lo esencial me quedó claro. Se trataba de un alma recién despenada por mis oraciones que, antes de volar al Cielo, quería concederme una gracia, para bien de toda mi sufriente familia.

-          ¿Qué tú habías rezado por ella? ¿Es que la conocías?

-          Claro que no, Damián. ¿Es que tú rezas tan solo por quienes quieres? Mi pobre madre, que en gloria esté, me lo enseñó y yo lo he practicado siempre: Cada vez que reces por alguien a quien hayas amado o con quien estés en deuda, no olvides que otros penan olvidados de todos y pueden necesitarlo más. Así que yo, aunque no muy rezador, nunca lo he omitido: Por las almas del Purgatorio, en especial, las más necesitadas. O, al concluir un responso: que su alma y las de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.

-          Ya  entiendo. Esa señora sería una de las más pecadoras.

-          Eso solo lo sabe el Juez Supremo. Lo cierto es que, por lo que me dijo, mis oraciones le habían sido de gran utilidad y, en concreto, el empujón final para sacarla de las llamas temporales lo había dado mi súplica general de aquella noche.

-          Y venía a darte las gracias.

-          Más aún, a encarecerme siguiese con mi benéfica costumbre y a devolverme el favor, como si dijéramos, que es algo a lo que son muy dadas las damas blancas.

-          O sea, que no es un caso único lo que te pasó, sino que hay otras tantas por ahí.

-          Eso tendrás que averiguarlo en la enciclopedia Espasa, si es que no llegas a tener algún día una experiencia como la mía. Pero vamos al grano, que no haces más que interrumpirme. La señora me dijo, palabra por palabra: He sabido de las desgracias que vienen afligiendo injustamente a tu familia y voy a aconsejarte un remedio que las palíe, si haces la buena acción que voy a decirte. ¿Tendrás la fe y el valor para ello? Pocas serán –repuse- las cosas que no intente, si puedo ayudar a mi hermana y a sus pobres hijos. Escucha, pues, y si alcanzas lo que te ofrezco, agradécelo a Dios, no faltando en tu vida a la procesión del Corpus. Así habló, se alzó de la cama y, como flotando, dirigióse al balcón y se desvaneció en el éter.

-          Seguro que era un fantasma, tío. Solo ellos pueden atravesar las paredes.

-          No tal, que los cuerpos gloriosos tienen sutileza. ¿Es que ya no estudiáis el catecismo en el Instituto?

 

 

2.  El encargo de la dama


     Prefiriendo la plasticidad narrativa a la linealidad, mi tío Valentín interrumpía el relato en el desvanecimiento de la Dama, para reanudarlo en un escenario que, para cuantos hemos vivido en Castellar, nos resulta familiar: el viejo Café del Norte, en los soportales, cita de escritores, mentidero de políticos y, a ciertas horas y en algunas épocas, café cantante para melómanos y mirones. Cuando me hice mayor, entre los insufribles anacronismos y su planta desmesuradamente oblonga, me resultaba muy poco atrayente; pero, lo quisiera o no, allí es donde mi padrino retomaba la historia.

 

-          Había a la sazón en Castellar una cárcel recién estrenada, llamada por eso la Nueva, a donde habían ido a parar, en vísperas del Alzamiento, algunos de los más destacados y violentos promotores del mismo. No temían inmediatamente por su vida, pero la pérdida de libertad les dificultaba seguir con sus planes y, de fracasar la intentona, podía llevarles al paredón. ¿Me comprendes?

-          Claro, tío. Sigue.

-          Pues bien, uno de los carceleros era un tipo llamado Conrado[1], como de unos cuarenta años, al que yo conocía de vista por mis visitas profesionales a la prisión. Ha llegado luego a saberse que el tal estaba a partir un piñón con los detenidos de Falange, hasta el punto de pasar mensajes entre ellos y sus correligionarios de afuera. Se dice –y yo no lo pongo en duda- que incluso les proporcionó pistolas para que pudiesen defenderse. ¿Tú sabes quién era Onésimo Redondo?

-          El segundo de a bordo de José Antonio.

-          Más o menos. Desde luego, el mandamás de los falangistas de Castellar. Pues bien, ese fue su mayor valedor para ascender, de la noche a la mañana, de funcionario de prisiones, a jefecillo de Falange, de los del arma en una mano y la pluma en la otra. Vamos de los que rendían triste tributo a Cervantes…

-          Nunca la pluma embotó la espada, recitaba entonces yo con beneplácito de mi padrino.

-          Eso es; exacto. Bien, el señor Jabugo resultó ser un perfecto hagiógrafo de los jerarcas del nuevo Régimen; quiero decir –para que me entiendas- que les daba jabón e incienso a modo. Lo malo es que lo hacía de manera tan grosera y untuosa, que llegó a ser el hazmerreír de los jefes de Prensa y Propaganda, quienes decidieron desmontarle la barraca. Pues has de saber que tanto servilismo tenía su porqué. El Jabugo tenía pretensiones literarias y debió pensar que por el periodismo se empieza; así que visitaba las redacciones, con el atuendo medio militar al uso y les dejaba el original de sus engendros, con faltas de ortografía y todo. Los responsables de los diarios, en atención a la camisa azul, correaje y pistola, se apresuraban a publicarlos, en la creencia de que los jefes de Falange estaban detrás de todo aquello.

-          Pero no era así, el individuo iba por libre.

-          ¡Ya te lo sabes! –exclamaba mi padrino, riendo-. En efecto, tan por libre que, al leerle Ridruejo y Tovar, enrojecieron de vergüenza y este último mandó una nota a la prensa, dejándoles expresa libertad de tirar las jabugadas a la basura. ¡Te puedes figurar las consecuencias! Ridruejo y Tovar, nada menos.

-          Y aquí es donde la Dama Blanca entra en escena...

-          Justo, ni yo lo habría dicho mejor –ironizaba tío Valentín-. Jabugo, avergonzado y hecho un basilisco, decidió hacer lo que mejor sabía, escogiendo a Tovar como víctima, tanto por su menor categoría, como por haber sido un tanto liberal antes de la Guerra. Se uniformó de punta en blanco y fue a buscarlo al Café del Norte, donde su antagonista hacía tertulia todas las tardes, con otros intelectuales del Movimiento. ¡Y eso lo sabía la Dama Blanca!

 

     Era el momento culminante de la narración. Aunque sobradamente conocido por mí, evitaba toda interrupción y permanecía estático, con los ojos fijos en mi padrino, hasta que concluía el relato. Por lo demás, él procuraba ser escueto: lo maravilloso no requiere de ponderación.

 

-          La Dama me avisó lo que iba a pasar, sin precisar el momento. Según ella, si lograba evitarlo, se seguirían beneficios para nuestra familia, que compensarían en parte las pasadas desgracias. Y aquí me tienes, merodeando todas las tardes por los soportales o eternizando el consumo del único café que podía permitirme, a la espera del vengativo carcelero, con un ojo puesto en la puerta y otro en la espigada figura de Tovar.

La paciencia todo lo alcanza. Al fin, un jueves, a eso de las seis y media, apareció Jabugo, enfundado en una trinchera que ocultaba a medias la camisa azul y los correajes. Se dirigió a la mesa de Tovar, le soltó no sé qué frescas e insultos y, sacando la pistola, apuntó hacia su cabeza. Todos quedaron petrificados por el miedo y la sorpresa. Todos, menos yo, naturalmente, que había pensado cien veces la estrategia a desarrollar. Colocado de espaldas al pistolero, le di un fuerte empujón en las paletillas, en el crítico momento en que apretaba el gatillo. Perdida la puntería, la bala salió hacia abajo e impactó en la víctima a la altura de las ingles. Bueno, la verdad es que solo pude ver que la sangre le iba empapando la parte alta del pantalón pero, a juzgar por la cojera que le quedó, estoy cierto de que fue allí donde recibió la herida.

Aquí, Damián, debería concluir la historia porque lo que sigue puede afectar negativamente a tu educación y comportamiento.

 

     Indefectiblemente, el tío engolaba la voz y se ponía solemne, al pronunciar tales palabras. Era el momento en que debía deslizar la consabida interrogación.

 

-          ¿Por qué lo crees así?

-          Porque todavía a estas alturas no sé si la Dama Blanca no cumplió su palabra, o es que no debemos esperar que Dios actúe por medio de milagros. En fin –suspiraba-, si te empeñas, concluiré el relato, pero prométeme que harás siempre el bien, con o sin recompensa.

-          Prometido, padrino.

-          Bien. Pues has de saber que todo el rédito que mi buena obra produjo fue un agradecido apretón de manos de Tovar, quien quiso que lo visitara cuando todavía estaba en el hospital. ¡Ah!, y una suscripción gratuita al diario Libertad, que pedí domiciliasen en el Juzgado, para no abochornar a la familia[2].

 

     Valentín callaba, pero aún falta la coda, a la que habría de dar la entrada mi sugerencia:

 

-          Y casi te apiola Girón. ¿Verdad, tío?

-          Hombre, tanto no, pero era uña y carne con el frustrado Jabugo y ni uno ni otro se tomaron muy a bien mi intromisión. Hubo un tiempo en que temí represalias, pero, en fin, las aguas fueron volviendo a su cauce y el vengativo pistolero, en el plazo de un año, pasó, de ser buscado para juzgarlo, a que le nombrasen director de la cárcel de El Coto, en el recién liberado Gijón. Así que ya ves...

-          ... La Dama Blanca acabó premiando a Jabugo.

-          Pues, si le sacas punta a la cosa... Pero no: seamos justos. La mejor parte se la llevó Tovar, como era de razón.

-          ¿Y nosotros?

 

     Algunas veces, mi padrino respondía con un lacónico y formidable hemos sobrevivido. Las más, se levantaba y salía por la tangente, pasillo adelante, refunfuñando acerca de la otra vida y los renglones torcidos de Dios. Para mí que la aparición le había venido muy grande.


 

3.  Buscando a la Dama

 

     El tío abuelo Valentín murió de cáncer a mediados de los sesenta. El día de su entierro, yo leía las lápidas de las tumbas próximas, imaginando la casualidad de que alguna de ellas fuese la de la Dama Blanca. ¡Qué de sabrosos coloquios no habrían protagonizado ambos a la luz de la luna! Años después –no muchos- saqué las oposiciones y pasé a ejercer la docencia en un instituto de Avilés. Fue allí donde me topé con una extensa biografía del arzobispo Fernando de Valdés, el Inquisidor General[3], que supuso el primer aldabonazo de la Dama Blanca en la puerta de mi curiosidad histórica.

 

     Referíase en aquel libro que el Corpus de 1535 había sido perturbado en Castellar con una disputa de campanario entre el prior de los Trinitarios y el resto de la clerecía ciudadana (presidida por el abad de Santa María), por el hecho de que aquel había sacado en procesión al Santísimo cuando el resto de los clérigos hacían lo propio en el entorno de la Iglesia Mayor. Semejante abuso o prepotencia por parte del convento de la Santísima Trinidad desembocó en disturbios y desacatos, que el famoso alcalde Ronquillo sancionó dura y expeditivamente. Don Fernando de Valdés, recién posesionado Presidente de la Real Chancillería, desautorizó parcialmente al riguroso alcalde, se levantaron incontinenti las sanciones aún no ejecutadas y el incidente fue cayendo, poco a poco, en el olvido.

 

     La vecindad de mi casa solar con aquel desaparecido convento excitó mi curiosidad acerca del sacrílego episodio. Consulté todo lo publicado sobre la historia de los trinitarios en el Castellar de aquellos años remotos y, tan pronto me dieron vacaciones, me zambullí en los archivos de la Chancillería y de Simancas, en busca de mayores detalles que los ofrecidos sucintamente en la biografía del gran salense. Tenía claro que la clave para despejar los enigmas era responder certeramente a la siguiente pregunta: ¿Qué pudo mover a los trinitarios para celebrar una procesión sacramental propia, fuera de todo uso y contrariando la autoridad del Abad de la ciudad?

 

     Desgraciadamente, la respuesta me vino de un archivero jubilado, flaco de memoria y carente de la oportuna documentación. Con todo, ustedes comprenderán que recoja su informe, por lo que puede ayudar en la comprensión del resto del relato. Helo aquí:

 

 

     Sr. D. Damián Ibáñez Noguerol.

 

     Estimado amigo: He puesto patas arriba mis ficheros y consultado uno por uno mis libros de temas castellarenses, todo infructuosamente. Me veo, pues, en la triste tesitura para un amante de la Historia de tenerle que pedir me crea bajo palabra. Como ya le he dicho, sobrenada en mi memoria el vívido recuerdo de un documento (seguramente, no de primera mano, sino citado por un cronista del siglo XVIII) que aludía con precisión a la cuestión que a Vd. tanto interesa: Que la conflictiva procesión del Corpus de 1535 obedeció a la insistente petición de doña Catalina de Zúñiga, gran benefactora del Convento trinitario, a fin de presenciarla desde su palacio de la calle de la Boariza, por encontrarse enferma y no poder acudir al desfile general. Al provocarse el grave incidente, el prior trinitario asumió la decisión como propia, antes de dejar en evidencia a la señora, y aceptó el sambenito de soberbia que le colgaron. Por cierto, doña Catalina, víctima del agravamiento de su enfermedad y angustiada por haber sido causa involuntaria del sacrilegio y las severas sanciones que lo siguieron, falleció pocos días más tarde. Según Bosarte[4], juzgándose indigna de ser enterrada en la capilla mayor, junto a otros miembros de su familia, pidió serlo a los pies de la iglesia, donde habría de ser pisada por todos.

 

     No me queda, mi respetado amigo, sino recordarle que la antigua calle de la Boariza no es sino la moderna de Molina, y que el palacio de doña Catalina de Zúñiga era contiguo del convento de la Santa Cruz, de las Comendadoras de Santiago, a cuya construcción había contribuido su familia, pocas décadas antes. En consecuencia, bien podría haberse levantado la casa familiar de Vd. en el solar de la de doña Catalina. ¡Casualidades de la vida!

 

     ¿Casualidades? Seguramente. No obstante, desde hace muchos años, no me pierdo por nada la procesión del Corpus de Castellar; y, al rezar todas las noches el responso por mi tío Valentín y demás difuntos de mi familia, no dejo de recordar a las ánimas más necesitadas. Así que, después de todo, la Dama Blanca no ha afectado negativamente a mi educación y comportamiento, como llegó a temer mi padrino.

 
 

 

 



[1]  Como se verá, el relato mezcla nombres reales con otros supuestos, aunque similares. No creo que resulte difícil a los lectores curiosos jugar con el autor a las adivinanzas, así como desentrañar la verdad y la fantasía de las anécdotas que se narran.
[2]  El periódico Libertad, fundado por Onésimo Redondo, perteneció a la Prensa del Movimiento y se publicó entre 1931 y 1975. Su ideología –por así decir- justifica las precauciones de don Valentín, de no aparecer por su casa con semejante diario.
[3]  Sin duda, se trata de la primera edición de El Inquisidor General Fernando de Valdés (1483-1568). Su vida y su obra, Oviedo, 1968, del que es autor José Luis González Novalín.
[4]  Isidoro Bosarte (1747-1807), cuyo Viage artístico a varios pueblos de España…, Madrid, 1804, ofrece muy notables aportaciones sobre Valladolid (Castellar en mi relato). Hay edición facsimilar por Turner (1978).

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