Los funerales del
amor
Por Federico Bello
Landrove
¿Es el amor una planta delicada, mimosa,
de estufa, o es una criatura fuerte, caprichosa, capaz de crecer entre abrojos?
¿Fracasan los amores estragados por la facilidad, o los asfixiados por el dolor?
Los funerales por un hombre bueno dan pie a reflexiones y soliloquios, de los
que se infiere –como casi siempre- que, en cuestiones amorosas, pueden ser
verdad una proposición y su contraria.
En homenaje a Ángel Cazurro Rodríguez (1923-2013)
1.
Del amor y la guerra
¿Quién me mandaría llegar a esta ciudad de mis
entretelas a las once y media de la mañana, siendo el funeral por A. ocho horas
más tarde? En fin, no hay más remedio: a empezar el recorrido tradicional,
pausado y memorioso. El parque de mis sueños, la casa en que nací, los
soportales por los que paseé mi juventud; comida, dondequiera, desde que
cerraron los restaurantes que antaño conocí. A la tarde, recorrido por el
museo, hasta que llegue el momento de hacer acto de presencia en la iglesia de
los Jesuitas, formidable y oscura, donde mi padre solía hacer estación.
Apenas alcanzo la
pérgola, se me encoge el corazón y siento una sospechosa humedad en los ojos.
Un caballero, al que pongo el rostro y la apariencia de nuestro último
encuentro, lleva en sus brazos, ligera pero firme, a la adolescente que fue mi
amor primero. Me detengo a contemplar la visión, entre el cambiante claroscuro
del follaje mecido por el viento. Me empeño en verlos danzar y pongo música:
sin duda un vals. ¿Voces de primavera o
el de la Bella durmiente? Da igual.
La feliz pareja, padre e hija, sonríen y giran, sobre el enlosado, en torno a
la fuente rematada por un cisne, entre las enredaderas de los rosales,
confundidos finalmente con las nubes de un cielo apenas entrevisto por la corpulencia
de los árboles. Se van de mis sueños, como antes de mi vida, y yo me angustio
como entonces, sin una palabra, ni un gesto, y reanudo el paseo imaginando lo
que pudo ser, a fin de adormecer la realidad que ha sido.
***
¿Quién fuiste,
dulce espectro por el que hoy rezaremos tantos? ¿Qué he conocido yo de ti, fuera
de tu trabajo abnegado, o al margen del afecto que te profesé y de tu
generosidad hacia el formidable que
yo era, en tu hiperbólica opinión? Siempre me entra la curiosidad por mis próximos
cuando han muerto, como si no quisiera mezclar la indagación objetiva con los
sentimientos y la confesión de mi afecto. Los pies me llevan por la escuela del
Abuelo, hasta la casa elegante, con aires de palacete, en que se crió la niña por
la que te conocí. ¿Qué retorcidos caminos hubo de emplear la guerra para
uniros? ¿Qué pacto firmaron Cupido y Marte para derribar los muros que os
habrían separado, de no mediar aquel baño de sangre y de miseria?
No soy justo en
mis apreciaciones –lo admito-. Aunque lo intente, me resulta imposible sentiros,
juntos y amorosos, de no haber mediado aquella mortífera contienda, cuyas
consecuencias ella padeció desde la niñez. Levanto la vista hacia las ventanas de
la segunda planta y veo su imagen de mujer en plenitud, tan bella; su talento natural, apenas cultivado; su
exquisitez, no reñida con la pobreza. Me alejo, tratando de imaginarte, alto,
fuerte, guapo, como un galán de cine.
En el fondo no es la fuente de la atracción física lo que me interesa, aunque
pueda explicar muchas cosas. La fogosidad juvenil me queda ya muy lejana y me
empeño en seguir pensando lo mismo: ¡Ay, la guerra, la maldita guerra, que
cambió el curso de tantas historias, las legítimas ambiciones de las hijas de
sus víctimas!
Los porches me
reciben y la plaza de la Fuente me saluda, dorada y cordial. Mi discurrir ya
tiene su senda trazada. Me acojo al seguro de aquella calle, mínima y sombría,
a la casa arruinada y severa, cuya fachada miro de soslayo, no sé si por
vergüenza o por no sufrir. No fue solo la guerra, ¡claro está! ¿Qué habría sido
de la simiente roja si no hubiese caído en un buen corazón? Ahora es a mis
padres, a quienes vuela mi nostalgia: Esa devoción,
aquel amor sagrado a la deidad caída, nutrido de gratitud ante la dádiva
inmensa y de deseo de compensarla y hacerle olvidar el trágico pasado. Creo
haberlo ya escrito. Ningún complejo de superioridad, nada de afectación de
heroísmo, ni de orgullo por la generosidad propia. Naturalidad e indiferencia
ante la evidente asimetría de un amor protector y admirativo, poco o nada
correspondido en esos mismos términos.
Los años difuminan
el pasado y han igualado las disparidades nacidas de aquellos desastres.
Reanudo el paseo, hacia la Plaza Mayor, juzgando que esos hombres merecieron el
amor que la guerra puso en sus manos, el don por ellos recibido. Mudaron el
dolor en amor, que los ligó con sus mujeres hasta la muerte, de una manera
peculiar y profunda, que yo alcanzo a captar, pero no a explicar a los
extraños.
***
Nada queda de
aquel humilde recinto, de aquellos fogones humeantes, en que enterraste toda tu
vida, con una sonrisa siempre en los labios. ¡Y con nervio! No me detengo,
aunque acorto el paso. Al conjuro de mi sola presencia, afluyen cien rostros
familiares, pero yo solo tengo ojos para tu esposa, compañera de fatigas,
colaboradora en aquel vilipendiado trabajo: Venus con un delantal blanco. ¿Fue
sin amargura ni quejas? Nada de eso importa ya. El amor fue más fuerte que las
dificultades y el negocio familiar restañó las estrecheces pasadas. Es posible
que fueras tú el protagonista de aquella hazaña, pero la heroína fue ella. ¿Qué hará ahora sin ti? Es lo de
siempre: cuanto más unidos, más sentidos. Pero no quiero perderme en los
vericuetos del vacío de la muerte. Es hora de comer. Ya seguiré pensando
durante la sobremesa, que se promete larga: ¡hasta las siete y media!
2. Del amor y la libertad
Pasear por la
orilla del río y acordarme de ella es todo uno. Serán las viejas piscinas, en
las que ella lucía como una sirena y yo como un delfín… sin cola ni aletas.
¿Qué hará a estas horas? Seguro que le toca encabezar las exequias en Panamá,
pues no creo que su madre esté para nada. Lo van a incinerar; ¡qué digo!, ya lo
habrán hecho. Tres días hace que murió. Así se escribe la historia: natación y
baile. ¡Hermosa forma de mistificación! La verdad es que me siento doblemente
culpable: por hacer contribuido a su desgracia y por haberles fallado a sus
padres. ¡Ahí está el quid! De tanto quererme ellos, de ponernos las cosas tan
fáciles, ella se rebeló y yo no supe cómo afrontar las dificultades. Y no solo
es que fuéramos casi unos niños, sino que yo he sido siempre un cómodo; cómodo
y torpe. Y de los de todo o nada, aquí y ahora. Estoy seguro de que, si me fuera
posible retrasar el reloj de nuestra vida, volvería a meter la pata.
La verdad es que
ella también tenía su punto, como dicen ahora, pero ¿qué trabajo me habría
costado refrenarme y esperar? Pues no señor: todo tenía que ser rectilíneo,
explícito, instantáneo. No digo que la chica no tuviera su parte de culpa, pero
bien que la ha purgado. Y, ahora, aquí estoy yo, viendo correr el agua del río,
en el colmo de la pesadumbre, pero sin mover un dedo. Como entonces; como
siempre.
Y, además, están
sus padres, quienes todo nos lo pusieron fácil y, en pago, bien han tenido que lamentar las consecuencias
de mi estupidez, sin un mal gesto, ni una palabra dura. Mucho quererlos de
boquilla, pero intuyo que pocas personas les habrán causado tanto dolor… Bueno,
no seas masoquista. Yo era un chiquillo -¡y dale!- y no voy a responder por las
consecuencias remotas de mis actos. ¿Cuál es la metáfora? Eso, el aleteo de una
mariposa. Aviada estaría la mariposa si la encausaran por haber provocado un
huracán al otro lado del mundo.
¡Jesús, las cinco
todavía! Si sigo así hasta la hora de la misa, me va a entrar dolor de cabeza.
Recapitulemos y vayamos luego un rato al museo, como en principio estaba
proyectado. Quedamos en que A. me quiso y ha sido un modelo de esposo y de
padre, en circunstancias terriblemente adversas; en que su hija y yo tiramos
nuestro futuro juntos por la borda, sin otros motivos o dificultades que las
que ambos quisimos inventarnos; que yo no he sido capaz, en décadas, de
sincerarme con él, ni de pedirle perdón. Y quedamos en que, dentro de un par de
horas, pondré mi cara de pésame, se me encogerá el corazón y recitaré con honda
piedad el descanse en paz.
En paz. Él sí, desde luego. Pero, ¿y yo?
¿Cómo responder de algún modo a su afecto, su ejemplo y su benevolencia? ¿Qué
purgatorio no me esperará, por cobarde y por ingrato?
El puente viejo.
He de tranquilizarme y dejar de hablar en voz alta o me tomarán por loco. No ha
sido buena idea la de venir al funeral; debí excusarme con cualquier pretexto plausible.
Luego, a no dormir y tomar tranquilizantes. Total, para que, a estas alturas, a
lo mejor ni se acuerden de que existo, ni le den la menor importancia a esta
menuda tragicomedia de fracaso sentimental.
En fin, vamos para
el museo… Quién me iba a decir que el bueno de A. me daría una lección póstuma
sobre el amor que, como todas las lecciones que sobre el particular me han dado
en la vida, o no me han servido de nada, o han llegado demasiado tarde.
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