martes, 6 de agosto de 2024

LA SANTA COMPAÑA Y LA CONDESA DE PARDO-BAZÁN

 

 

La Santa Compaña y la Condesa de Pardo-Bazán[1]

Por Federico Bello Landrove

 

     Doña Emilia, condesa de Pardo-Bazán, es la inesperada protagonista de este relato, basado en la leyenda gallega de la Santa Compaña y en el intento científico de librar a una crédula adolescente de morir dentro del año de haber visto a aquella. Espero que esta licencia mía no sea juzgada irrespetuosa por los lectores que se acerquen al cuento para gustar del misterio y la liturgia que envuelven a tan famosa y temible Compañía.

 

Retrato de la condesa de Pardo-Bazán

 

1.      La visión de Tona

 

     Señora condesa, está en la puerta una mujer que dice llamarse Benigna, que la conoce a usted y que tiene mucha necesidad y urgencia de que la señora la reciba.

     ¿Benigna, dices? Así de pronto, no caigo. ¿Qué aspecto tiene?

     Baja, gorda, como de cincuenta años; pobremente vestida, pero limpia y aseada. Trae una cesta grande en que, aunque tapada con un paño, adivínase que contiene verduras y lo que, a juzgar por la cabeza que asoma, podría ser un pollo. Y no sé qué dice de Sangenjo: como habla tan atropelladamente...

     La condesa, al oír el nombre de dicha localidad pontevedresa, pareció a atar cabos por fin. Sonrió y le dijo al portero:

     Hazla pasar. Si es quien yo supongo, bien merece que no le haga esperar.

      En efecto, se trataba de la Benigna de Sangenjo que doña Emilia, la condesa, imaginaba. Muchos años atrás –más de los que le habría gustado reconocer-, Benigna, entonces una joven madre, había sido contratada por los padres de la condesa como ama de cría para Jaime, su primer hijo[2]. Conforme a las rigurosas normas de aquel tiempo, Benigna hubo de venirse a Madrid, donde moraba la familia que la había alquilado, dejando en su pueblo a la recién nacida hija de sus entrañas, a la que acababan de cristianar con el nombre de Antonia. Era cláusula muy principal del acuerdo la de que la leche del ama no fuera compartida por nadie más que el afortunado bebé de la familia pudiente. Pero Benigna no tuvo que lamentar, pues los señores de Quiroga[3] se comportaron muy afectuosamente con ella, además de cumplir todos los compromisos pactados. Al despedirse por finalización de su trabajo, Benigna recibió de la señora un espléndido regalo y una hermosa promesa:

     Mi Jaime se ha criado como un sol, a costa de lo que no has podido darle a tu Tona. Justo es que yo me sienta, de alguna forma, obligada con tu hija, como si fuese su madrina. No lo olvides. Cualquier cosa que precises para ella no dudes en pedírmela.

     Pero Benigna no era aprovechada y la Tona se le había criado sin complicaciones, saludable y haciendo la vida de una muchacha dedicada a las faenas del campo. Por otra parte, doña Emilia vivía la mayor parte del tiempo en Madrid y, cuando en los veranos se trasladaba a Galicia, solía parar al lado de La Coruña, en las Torres de Meirás[4], no en la casona que la familia Pardo-Bazán tenía en Sangenjo. Luego, Benigna tuvo noticia de que la señora y don José Quiroga, su marido, se habían separado, circunstancia que apartó un tanto a aquella de la capital del reino, pasando temporadas de entretiempo en la propia ciudad coruñesa, en el palacio familiar de la calle Tabernas. Y allí precisamente es donde ahora ha acudido Benigna, al parecer, muy apurada, para trasladar sus cuitas a doña Emilia y conseguir de ella ayuda y consuelo.

***

     Seguramente, será preferible relatar de corrido lo que Benigna le ha contado a la condesa, evitando la prolijidad y los sollozos con que aquella se ha expresado. Reduciéndolo a narración escueta, se trata de lo siguiente:

     El 25 de abril anterior, la Tona, que ya había cumplido dieciséis años, estuvo con algunas amigas en la romería de San Marcos, que se celebraba en la campa de Cadaval, como a una legua de su casa. Al regresar, ya de noche, tuvieron la mala idea de atravesar por la fraga de Troncoso, para atajar y llegar antes. En un momento dado, Tona se rezagó un poco de sus compañeras, para hacer una necesidad. Al ir a reanudar la marcha, vio entre la espesura, a un tiro de piedra, dos filas de luces, como de velas, y, simultáneamente, en medio de un absoluto y espeso silencio, le llegó el rumor de una salmodia de rezos y la invadió un olor a cera quemada. Tona, aterrorizada, esperó a que las velas se perdieran en lontananza y luego reanudó su marcha, primero, de modo suave y parsimonioso; luego, apresurada, intentando alcanzar a sus compañeras, a las que a duras penas encontró a pocos pasos del pueblo, y que, preguntadas en el momento, o en días posteriores, dijeron no haber presenciado nada de cuanto Tona había referido.

     Ya ve, señora –opinó Benigna-, la cosa está más clara que la luz del día. Mi hija vio a la Santa Compaña.

     La condesa que, como mujer muy culta y muy gallega, participaba de un razonable escepticismo acerca de todas esas cosas de magia celta, dejó pasar unos momentos para que su interlocutora se calmara. Luego, le explicó:

       Querida Benigna, ya sabes lo impresionables que son las muchachas, de noche, solas y en un bosque, aunque les sea conocido y esté cerca de su casa. Vete a saber si confundió luciérnagas con velas, o si sus compañeras le tomaron el pelo, aprovechando tan pintiparada ocasión.

     La pobre madre le dio una contestación que desorientó a la escritora:

     ¡Ay, señora! Lo grave no es que fuera, o no, la Santa Compaña lo que vio mi Tona. Lo terrible es que ella así lo cree y no hay forma de quitárselo de la cabeza, y cuidado que lo hemos intentado, acudiendo incluso a la autoridad del padre Benitiño, nuestro párroco.

     Tozuda parece tu hija, Benigna –opinó doña Emilia-. Pues dejadlo estar, que ella crea lo que quiera. A fin de cuentas, se le irá olvidando el percance, según vaya pasando el tiempo y no vuelva a tener una experiencia parecida.

     ¡Eso es lo malo, señora! –replicó la rústica-, que con una vez que se vea a la Compaña, basta y sobra. La Tona cree, como todo el mundo en la aldea, que la muerte ha de venir por ella en el plazo de un año, y nada puede hacerse por evitarlo.

     La condesa, que había oído muchas veces tamaña superchería, intentó el argumento de modernidad para desengañar a su interlocutora:

     Pero, Benigna, eso ya pasa de castaño oscuro. ¡No me digas que seguís creyendo esos disparates, como si estuviésemos en la Edad Media, no a finales del siglo XIX!

     Eso le digo yo a mi Tona, y hasta le pongo algún ejemplo de personas que vieron antaño a la Santa Compaña y todavía están tan vivas como nosotras, pero a ella no hay quien se lo quite de la cabeza, y me sale con que las tales se librarían por alguno de los medios que existen para evitar su poder, como dibujar en el suelo un círculo y entrar en él, o acostarse boca abajo, llevar una cruz alzada, rezar sin escuchar los cánticos de la Santa Compaña, o, incluso, salir corriendo cuando los oigas venir sin verlos aún.

     La señora se admiró de la generosidad atribuida a las fuerzas del Bien, al proporcionar al crédulo en apuros tantos y tan variados medios para salvarse. Con base en ello, preguntó a Benigna:

     Pues, si tu hija sabía de todos esos medios para escapar del mal, ¿cómo es que no empleó alguno de ellos? A ver si, en verdad, sí que los utilizó sin darse cuenta de que lo hacía...

     No, señora, no, que la pobriña quedose pasmada del miedo y no acertó a mover pie ni mano hasta que la Compaña hubo desaparecido.

     Doña Emilia ya había escuchado lo bastante sobre los desfiles de almas en pena, y hasta demasiado; de modo que, creyendo zanjar el tema, preguntó a la antigua ama de cría:

     Entonces, Benigna, ¿para qué acudes a mí? ¿Qué crees que puedo hacer yo a casi tres meses de lo que me has contado?

Casa-Museo de la condesa de Pardo-Bazán en La Coruña

     La interpelada se echó a llorar desconsolada y sus sollozos le impedían articular frases inteligibles. La condesa le pidió encarecidamente que se calmase, que todo tenía arreglo. Al propio tiempo accionó el cordón de la campanilla y, al aparecer una doncella, ordenó sirviese a Benigna una taza de tila. Mientras se la preparaban, la aldeana recobró el ánimo lo suficiente como para explicar a la condesa el estado de su hija y lo que esperaba de aquella:

     Verá, doña Emilia, desde el día aquel, mi Tona no hace más que pensar en que le quedan unos meses de vida, pues ha de perderla, como mucho, al año cumplido de su visión. Apenas duerme, come como un pajarito y, lejos de ayudarnos en las faenas de la casa y del campo, se recoge en su cuarto o en la iglesia para rezar por su alma pecadora y por las de quienes topó aquella maldita noche. El poco tiempo y las pocas fuerzas que le quedan, los emplea en visitar y cuidar a los enfermos de la aldea y en repartir entre los mendigos el poco dinero que hay en casa, respondiendo al enfado de su padre y hermanos con la disculpa de que así tendremos un tesoro en el Cielo.

     Y, además de consultar al párroco, ¿no la habéis llevado a algún médico?, preguntó la condesa.

     Sí, señora. La hemos llevado a un doctor de Pontevedra quien, aparte de cobrarnos un duro por la consulta y de recetarnos algunas medicinas que no podemos pagar, nos ha hecho ver que, si las cosas siguen como hasta ahora y la chica no pone algo de su parte, no le hará falta la Santa Compaña, que va a acabar falleciendo de muerte natural.

     Benigna volvió a echarse a llorar inconteniblemente, al tiempo que la doncella llegaba con la tila. Doña Emilia dejó reposar la situación, mientras rumiaba la decisión a tomar. Entre tanto, Benigna consiguió fuerzas y claridad para decir:

     ¡Ayúdela, señora! Recuerde lo que un día me dijo, que sería para ella como su madrina.

     No hizo falta más. La condesa decidió:

     Mira, Benigna, en quince días levanto la casa de La Coruña y me traslado con Jaime y las niñas al pazo de Meirás. Así que, dentro de una semana, tu hija y tú cogéis el coche de posta y os venís para La Coruña. Aquí la verá un buen médico especialista en esos... trastornos, y haremos cuanto nos diga. Luego tú te vuelves a Sangenjo y la Tona se vendrá con nosotros a Meirás. Estoy segura de que lo que no haga la ciencia lo va a conseguir el cambio a un mundo nuevo para ella, lleno de abundancia y de distracciones, por no hablar del cariño que va a encontrar entre nosotros. Verás cómo en poco tiempo mejora y se olvida de todas esas morbosidades y supersticiones, y logro devolvértela al final del verano lozana y bella como una rosa.

     Esta vez, el llanto de Benigna fue de esperanza y gratitud. La condesa se levantó y cogió de un secreter cerrado con llave un par de billetes de cien pesetas, que dobló en cuatro partes y entregó a la esperanzada madre, venciendo con firmeza los esfuerzos de esta por rehusarlos:

     Esto, para los gastos del viaje y para que le compres algunos vestidos y unos zapatos, que seguro que tu hija no quiere presentarse aquí como una pobre campesina, aunque ello no sea ningún deshonor.

     La buena de Benigna acabó por coger el dinero y, recordando la cesta que había dejado al portero, dijo a doña Emilia:

     Le he traído desde Sangenjo unas verduras de nuestra huerta y un capón... Como aún recuerdo la pena que le daba a la señora que se les retorciera el pescuezo, ya lo he traído muerto y pelado.

     ¿Lo ves, Benigna, como tú siempre me aventajas en generosidad?, ponderó la condesa.

     ¡Pero, señora, si no vale ni dos cuartos!, exclamó la aldeana.

     Ya sabes lo que cuenta don Benitiño que dijo Nuestro Señor, sobre los que dan de lo que les sobra y quienes entregan hasta lo que necesitan para comer, replicó doña Emilia. Anda y lávate un poco la cara para quitarte las señales de las lágrimas, que va a ser la hora de comer y, lo que es hoy, lo vas a hacer conmigo en esta casa.

 

 

2.  El pariente del general Prim


     Doña Emilia, para sanar el alma, creía más en las virtudes de la buena vida que en la medicina. Por ello dejó pasar tres semanas de veraneo en Meirás, antes de llamar a un galeno. Durante ese tiempo, tanto ella, como sus hijos, habían intentado que Tona recuperase la salud y la alegría, a base de excursiones, fiestas y toda clase de atenciones. Particular interés por la invitada había tomado Jaime, por supuesto de la misma edad de aquella, al quedar prendado de su belleza, pese a la delgadez y la palidez extrema que la chica presentaba a la sazón. Pero todo era en vano: La joven apenas probaba bocado y rechazaba cualquier obsequio que se le hiciera, por poco valioso que fuese. Su lugar favorito del pazo era la capilla, donde se retiraba a rezar en cuanto tenía oportunidad; hasta el punto de que doña Emilia acabó por ordenar se cerrase con llave fuera de la hora de misa. Aunque la condesa aparentaba no enfadarse y dar a las originalidades de su huésped la menor importancia posible, no dejaba de hacerle algunas preguntas acerca de los motivos de su conducta. Tona se explicaba con plena sencillez y veracidad:

     ¡Ay, señora!, si yo no necesito nada y soy feliz con lo que tengo. Otros habrá que lo precisen o, cuando menos, que lo crean así.

     ¿Y la comida, Tona? Si sigues como hasta ahora, acabarás enfermando, causando con ello el sufrimiento de tu madre, y también el mío, que he prometido cuidar de ti mientras estés con nosotros en esta casa.

     Siento muchísimo apenar a la señora condesa, a mi madre y todos cuantos me quieren –repuso Tona, con tono compungido-, pero no soy dueña de mi vida, que de seguro perderé dentro de poco, como usted bien sabe. Para mí, es tiempo de sacrificio y de hacer penitencia. Antes, en mi casa, teníamos tan poco, que apenas podía ofrecer nada por mi alma; pero en este lugar de abundancia en que ahora me encuentro, tengo al fin la oportunidad de ejercitar voluntariamente el desprendimiento y la mortificación.

     La condesa quedó estupefacta con el razonamiento de Tona. ¡De modo que todo cuanto estaba haciendo por la chiquilla, lejos de servir para que se repusiera y olvidase sus temores, contribuía a hacer más fuerte su convicción y para mejor prepararse a bien morir! Estaba visto que ella sola no podía remediar el problema ni hacer frente a la situación. Había llegado el momento de apelar a la ciencia.

***

     El doctor, don Ramón Couceiro, buen amigo del padre de la condesa, era director del manicomio de Conjo[5] desde hacía muchos años, además de profesor de Psiquiatría en la universidad compostelana. La condesa no había tenido ocasión hasta entonces de tratarlo como médico, pero su experiencia y ojo clínico eran proverbiales y, como persona, era un modelo de prudencia y serenidad. Doña Emilia, usando de los vínculos de amistad y alegando razones de urgencia, puso a disposición del doctor un carruaje para traerlo desde Santiago, con intención de que se quedara el fin de semana en Meirás y, de paso, reconociese a Tona, emitiese diagnóstico y, a ser posible, un tratamiento para su dolencia. El bueno de Couceiro sorprendió desde el primer momento a la condesa:

     Para empezar, Emilia –indicó el doctor-, es de todo punto necesario que la paciente no sepa que yo soy médico psiquiatra ni, menos aún, que tú me has llamado para que la estudie: La chica perdería toda la confianza que tenga en ti y se sentiría angustiada y ofendida al verse tomada por loca, que es como por sistema reaccionan las personas que no acuden a nosotros por propia iniciativa.

     La condesa asintió. Ya encontraría Couceiro el medio de sonsacar a Tona y de indagar en su espíritu, a lo largo del fin de semana.

     De todas formas, por lo que me exponías en tu nota –prosiguió el doctor-, se trata de uno de tantísimos casos que se producen en Galicia –por no referirnos a otros lugares de España- de supuesta posesión de una persona viva por las almas en pena de la Santa Compaña, con la inevitable consecuencia de morir en el decurso del siguiente año. Y esa enfermedad, mi querida amiga no necesita de cura por el médico, sino del paso del tiempo. No hay mejor fármaco para ella que la llegada al cabo del año sin que la muerte se haya dignado visitar al emplazado.

     Doña Emilia iba a rectificarlo, cuando el galeno se le adelantó:

     Claro que están aquellos que, antes de que pase el año, presas de la angustia y la desesperación, se suicidan o se dejan morir por abandono o de inanición. Esos casos son, en verdad, desesperados. Aún diría más: no creo que la ciencia pueda hacer nada por ellos.

     La condesa quedó asombrada del aplomo y la aparente indiferencia con que el médico reconocía la inutilidad de su profesión en estos casos. El médico explicó su opinión:

     Yo puedo tener alguna esperanza de sanar a un loco cuando el resto de la sociedad cree y actúa de forma completamente distinta a él. Nos guste o no, no hay mejor definición de la locura que la de creer u obrar de manera absolutamente excepcional, además de peligrosa o dañina. Pero ¿qué puede hacer un médico con los poseídos por la Santa Compaña, si –quien, más, quien, menos- todos los aldeanos y muchos que no lo son creen a pies juntillas en esas patrañas y nos miran como extraños a quienes nos burlamos de ellas? Por ejemplo, Emilia, ¿pondrías tú la mano en el fuego porque no existan las meigas, o porque las almas de los muertos no se nos presenten o comuniquen de alguna forma?

    Doña Emilia optó por contemporizar:

      ¡Hombre, don Ramón! Una cosa son algunos casos comprobados de poderes paranormales y de espiritismo, y otra lo de la Santa Compaña y el irse al otro barrio en un plazo prefijado.

Psiquiátrico de Conjo (Santiago de Compostela)

     El médico sonrió comprensivo:

     Menos mal que estamos de acuerdo en esto último. Pero, con todo y con eso, será muy difícil convencer a tu amiguita de que lo del emplazamiento es un cuento y sacarla así del hoyo que ella misma se está cavando día a día.

     Pero, por difícil que sea –insistió la condesa-, algo tiene que poder hacerse. Me niego a dar por perdida a esa pobre muchacha, cuya madre ha puesto toda su confianza en mí.

     Un médico está obligado por juramento a no abandonar de mano a un enfermo, por el hecho de que sea un caso desesperado –reconoció Couceiro-. El hecho es que quien se haga cargo de esa muchacha conviene que sea lo menos parecido a un psiquiatra, para conseguir entrar en su mundo íntimo. Lograrlo es laborioso, como también ir encaminándola por el sendero, peculiar de cada persona, por el que pueda salir del laberinto en que se encuentra. Todo eso lleva tiempo y yo, mi buena amiga, no puedo faltar por ahora del hospital de Conjo ni un solo día. Tendría que ser otro colega, y no uno cualquiera, sino alguien que aunase experiencia y originalidad; joven, a ser posible, dada la edad de la paciente; dispuesto a pasar junto a ella el tiempo preciso para conocerla y tratarla, y, desde luego, que acepte hacerse pasar por alguien totalmente alejado de la ciencia médica...

     ¡Vamos, un mirlo blanco!, interrumpió doña Emilia, algo descompuesta.

     Don Ramón no se inmutó:

     Si te lo pongo tan difícil, no es para dejarte en la estacada, sino porque, pese a todo, creo conocer a la persona que reúne todas esas cualidades; una persona que, hasta ahora, está trabajando conmigo en Conjo, aunque en un par de meses marchará destinado al sanatorio de Ciempozuelos[6]. Voy a ver si lo convenzo para que pase sus vacaciones en Meirás, prestándonos este servicio. Desde luego, lo que él no consiga...

     ¡Ofrézcale lo que pida y más!, exclamó la condesa. Y dígale que tengo muchas amistades importantes en Madrid, por si necesita recomendación, o quiere hacerse una clientela particular.

     No le vendrá mal que le echen una mano en la capital –aseveró Couceiro-. Tuvo una juventud muy movida políticamente y la policía lo tiene fichado. De no ser por esos antecedentes, a buenas horas se hubiese dejado caer por Santiago, siendo catalán... Se llama Eudaldo Prats y, para acabar de completar sus estigmas, es sobrino-nieto del general Prim[7].

***

     No lo dude, Eudald –Couceiro hizo un esfuerzo para llamarlo en catalán-. A cambio de renunciar a sus últimas vacaciones en Galicia, tiene usted una oportunidad excelente de dar respuesta clínica a un caso enrevesado y relativamente frecuente y, de paso, ganarse el aprecio y el apoyo de una de las mujeres más influyentes de España.

     Eso, si doy con la fórmula mágica –nunca mejor dicho-, replicó Prats; pero, ¿y si fracaso? ¡Menuda carta de presentación ante la buena sociedad madrileña! El director de Ciempozuelos sería capaz de degradarme a loquero.

     No sea pesimista, colega. En todo caso, doña Emilia es, a más de inteligente, muy comprensiva, y sabrá valorar su esfuerzo, con éxito o sin él.

     También yo aprecio a la condesa de Pardo-Bazán en lo que vale y, si me presto a este experimento, es principalmente para conocerla y no desairarla.

     Pues no se hable más, amigo Prats. Haga usted el equipaje y marche cuanto antes para Meirás, que el tiempo apremia.

     Calma, calma, señor director. Primero he de dedicar unos días para imponerme en la creencia de la Santa Compaña y en otras similares, que las hay abundantes, tanto en esta región, como en otros lugares de España, y aún del extranjero.

     Como quiera –concedió Couceiro, sabiendo que no podría reducir ni un ápice la estudiosidad de su colega-, pero no se engolfe demasiado en los libros; procure informarse por alguno de los celadores de este hospital, cuanto más rústico, mejor. Lo que ellos creen será lo mismo de lo que esté convencida su joven paciente.

 

 

3.  Mentiras y buenas intenciones


     Siendo una formidable cuentista[8], no ha de extrañar que, cuando la condesa recibió en su pazo al doctor Prats, tuviese ya preparada la presentación que del mismo había de hacerse ante Tona. Es más, anticipando la conformidad en ello del médico, doña Emilia ya había organizado un plan para que la muchacha y el doctor tuviesen la oportunidad de pasar juntos todo el tiempo que pudieran. Escuchemos de labios de la propia autora cuál era la invención por la que habría de pasar don Eudaldo para ajustarse a lo preparado por la condesa:

     Le he hecho creer a Tona, y al resto de los moradores de Las Torres, que usted es un joven y prometedor escritor que he conocido en Madrid y que está preparando una novela de tema galaico, para lo que necesita acopiar información sobre expresiones y frases en gallego, así como sobre costumbres e instituciones rurales de Galicia. Con tal motivo, le he invitado a usted a pasar unas semanas con nosotros y he decidido encomendarle a Tona, para que lo acompañe y asesore convenientemente. Nadie mejor que ella, que es una campesina de los pies a la cabeza y habla nuestro dialecto de forma habitual, cualidades que no tenemos, ni yo, ni mis hijos. ¿Qué le parece, doctor?

     Opino que la señora condesa ha cebado magníficamente el anzuelo –repuso Prats-. A ver si la muchacha está dispuesta a tragárselo.

     La señora se echó a reír, tanto de la alegoría, como de lo acertado de las aprensiones del psiquiatra.

     Ahí está el detalle, señor Prats. Aunque me he puesto muy seria ante sus reticencias, recordándole, incluso, que me debe gratitud por acogerla en mi casa con tanto cariño, la buena de Tona se escuda en que es una pobre ignorante, que ni siquiera sabe leer –cosa que es lamentablemente cierta- y que no sabría cómo tratar a un señor escritor, ni sería capaz de explicarle las cosas más nimias... Yo creo que también Tona está jugando a los engaños y que, con independencia de que sienta vergüenza por su ignorancia, o timidez ante un hombre desconocido, lo que pretende es que no se la aparte de sus rezos y penitencias, teniendo que dedicar el tiempo a algo que no tiene nada que ver con su mundo de superstición... En resumen, doctor: Yo he hecho cuanto he podido. Ahora le toca a usted ganarse a la chica, lo que no le va a ser fácil... Claro que, con su juventud y su buena apariencia, va a tener usted mucho adelantado.

     Prats suavizó su connatural severidad, esbozó una sonrisa y contestó con ironía:

     Espero que la señora condesa, además del papel de escritor, no me haya asignado en su comedia el de galán de la dama joven. Las normas de deontología médica entre médico y paciente son muy estrictas al respecto.

     Doña Emilia volvió a reírse, con más ganas aún que la vez anterior. Luego, aseguró:

     Veo, doctor, que vamos a entendernos sin dificultad. Y, por cierto, tengo que acostumbrarme a apear el tratamiento profesional y llamarle, Eudaldo, sin más. Tal vez convendría, incluso que lo tutease, como muestra de confianza y, ¡ay!, por la terrible diferencia de edad entre nosotros.

     Me parece perfecto –afirmó el degradado-, pero permítame que, aun llamándola Emilia, conserve el usted. No podría dirigirme a usted de otra forma.

     Está bien –concedió la condesa-. Ahora solo nos falta inventarnos algún escritor famoso que lo esté apadrinando en sus primeros pasos hacia la gloria. Mi hijo Jaime es un lince y podría llegar a sospechar de que aterrice aquí un caballero del que nunca había oído hablar a su madre.

     No sé, no soy muy lector –reconoció Eudaldo, modestamente-. Por aquello de venir por aquí en plan regionalista, tal vez podría pasar por un discípulo de Pereda.

     ¡Quite, quite!, rechazó la condesa. Ese señor actualmente no está bien considerado en esta casa, y no por culpa mía[9]... ¿Qué le parecería haber venido recomendado por el señor Galdós? También él estudia mucho el sabor local cuando prepara sus novelas, en particular, los Episodios Nacionales, y hasta podríamos encontrarles a ustedes dos ciertas afinidades políticas...

Pazo o Torres de Meirás

***

     La condesa estaba feliz. De día en día, Tona parecía asumir con más agrado y dedicación su cometido de mentora de Eudaldo en idioma y tradiciones gallegas, hasta el punto de pasarse las horas muertas paseando y hablando por el extenso jardín del pazo, y aún los alrededores, donde, a las lecciones de la chiquilla, se agregaban las de otros lugareños más versados en dichos tópicos. Llegadas las horas de comer, aunque no siempre aparecieran puntuales, Eudaldo y Tona comían con apetito cuanto en el plato se les servía, clara demostración de que habían gastado muchas fuerzas y no tenían empacho en recobrarlas mediante el alimento. Como es natural, doña Emilia no tenía tan precisa noticia en tema de sueño pero, a juzgar por las horas a las que Tona se retiraba por la noche y se levantaba a la mañana, habría jurado que, ni velaba, ni padecía de insomnio.

     La señora dejó pasar cosa de quince días antes de llamar a solas a capítulo al doctor y preguntarle por los avances que iba haciendo en la solución del caso. Esperaba una contestación muy positiva, pero Prats, algo pesimista por naturaleza, la desilusionó:

     No va mal la cosa, no –concedió Eudaldo-, pero ahora es cuando va a empezar lo verdaderamente dificultoso. Hasta el momento, nos hemos limitado a charlar sobre esta hermosa región y sus usos más peculiares que, para excitar la curiosidad y el interés de Tona, le he ido comparando con los de mi tierra catalana a orillas del Ebro. Es a partir de mañana cuando tengo pensado entrar en el mundo de las supersticiones mágicas y religiosas, como preámbulo para abordar en concreto lo de la Santa Compaña. Ahí se verá si Tona está en vías de mejora –como usted opina- o si se ha tratado de un deslumbramiento momentáneo, fruto de su juventud y de mi savoir faire, aunque me esté mal decirlo.

     Pues no me queda –insistió la condesa- sino felicitarlo por los progresos y desearle los mayores éxitos en esa parte más difícil que le queda.

     El doctor se permitió rectificar a su noble interlocutora:

     Voy a necesitar de usted algo más que parabienes y buenos deseos. Tengo un plan para quitar de la cabeza a Tona la obsesión de que va a morir en corto plazo. Yo creo que está bien urdido y que puede dar resultado, pero supone por mi parte y por la de usted ciertos sacrificios, por así llamarlos.

     La condesa, perpleja, contestó, como era de esperar:

      Le ruego que sea más explícito acerca del sentido y alcance de tales sacrificios.

     Permítame, condesa, que no entre por ahora en todos los detalles. Solo voy a pedirle que, si Tona le preguntare por mi conducta y vida anterior, le confirme que no han sido ejemplares, sino más bien todo lo contrario, y que usted, como persona que me conoce bien, desearía que cambiase radicalmente de costumbres, cosa que, por el momento, no tiene visos de producirse, al fracasar una y otra vez los buenos consejos de mis amigos y mis propósitos de enmienda.

     Pero, Eudaldo, ¿está seguro de que es acertado lo que me pide?-inquirió alarmada la señora-. Mire que las paredes oyen y la gente murmura. Puede que, en un quítame allá esas pajas, ande usted en boca de todos y acabe por perder la buena fama, que tan necesaria es para cualquiera; no digamos para un médico, al que se confía la salud y la intimidad.

     El doctor insistió, tranquilizando a la condesa:

     Estoy seguro de que Tona la preguntará a usted en privado, así como de que sabrá guardar secreto de lo que se le confíe. Por otra parte, estoy a punto de abandonar Galicia, rumbo a Madrid, que está muy lejos y donde las costumbres relajadas se miran con mayor benevolencia, tanto en los médicos, como en quienes no lo son.

     Doña Emilia convino finalmente en lo que se le pedía:

     Conforme, pues espero de su acreditada sensatez que lo que solicita tenga unos motivos muy convincentes. 

     De la mayor coherencia, puedo asegurárselo, aunque el éxito del empeño depende de la bondad y las ganas de vivir de Tona, concluyó el doctor.

***

     Con prudencia y mano diestra, el doctor fue llevando a Tona hasta la explicación del mito de la Santa Compaña. Como era de esperar, la muchacha se sobresaltó y se puso a la defensiva. Con la mayor tranquilidad, y como si fuese la cosa más normal del mundo, Eudaldo borró de un plumazo, las reticencias iniciales de su interlocutora:

     ¡Bah!, no te creas que eso de la Compaña es exclusivo de Galicia, ni tiene nada de extraordinario o de terrorífico. Si, como cristianos, creemos en el Purgatorio, lógico es que las almas que estén penando en él se reúnan y recen, cuando y donde quieran. Lo que pasa es que, si te pilla el desfile de noche y en algún lugar solitario, es natural que uno se asuste y crea que van a echarle mano. Solo que no es ese el propósito de las almas en pena sino, precisamente, todo lo contrario.

Retrato del general Prim

     Tona, con los ojos como platos, preguntó asombrada:

     ¿Todo lo contrario? Entonces, ¿para qué se aparecen?

     En realidad no se te aparecen de propio intento: simplemente, las ves por casualidad. Y, si Dios, Nuestro Señor, les da algún tipo de corporeidad para que los veamos, es a fin de que nos sirvan de ejemplo en esta vida y mejoremos de conducta, que buena falta nos hace a algunos, entre los que me cuento.

     Entonces, Eudaldo –preguntó la chica, no muy convencida-, ¿por qué no se nos aparecen Dios, o sus ángeles, para hacernos tan piadosas advertencias?

     Pues porque son las mismas almas del Purgatorio las que, a cambio de las oraciones que les dedicamos para sacarlas de él, quieren favorecernos con lo único que, por el momento, pueden hacer por sus familiares y bienhechores: Advertirnos de que existe la otra vida; que en ella hay que purgar por nuestros pecados antes de pasar al Cielo, y de que no nos olvidemos de sus sufrimientos a la hora de nuestras oraciones... Eso es, ni más, ni menos, una parte de la Comunión de los Santos, de la que seguro que te habrán hablado los maestros en la escuela y los curas de tu pueblo.

     La muchacha se disculpó:

     Fui muy poco a la escuela, hasta el punto de que casi no sé leer, y de lo que predica don Benitiño apenas entiendo la mitad de la mitad.

     Pues ya ves. Tengo que ser yo quien te ponga al corriente de esas cosas de iglesia, como si fuese un buen cristiano.

     Movida por la curiosidad y el interés personal que la cuestión tenía para ella, Tona preguntó a Eudaldo por el núcleo de su problema:

     Y, si las ánimas que van en la Compaña quieren a los vivos tan bien como dices, ¿por qué cogen a un hombre, o a una mujer, para que vaya siempre delante de ellos, en contra de su voluntad y sin poder negarse a acompañarlos?

     El doctor tenía pensada la mejor respuesta para cualquier objeción que le hiciese:

     Vamos a ver, Tona, ¿Qué lleva esa persona en las manos?

     Dicen que una cruz y un caldero de agua bendita.

     Pues ahí lo tienes. ¡Qué mejor prueba de que obra conforme a la voluntad de Dios! Y el hecho de que vaya delante de las ánimas un vivo, generalmente conocido en los contornos, es la manera de que los que no quieran ver al resto de la Compaña puedan apartarse, o tomar otras medidas que los tranquilicen o pongan a salvo. Es verdad que su trabajo es penoso y que casi nadie lo asumiría voluntariamente, pero es un sacrificio que tiene que hacer en favor de los demás hombres, y ya se sabe que somos egoístas y casi nunca queremos servir de buen grado a nuestros semejantes.

     Por fin, Tona le hizo la pregunta que Eudaldo llevaba un buen rato esperando:

     Y de que muera en el plazo de un año cualquiera que vea a la Santa Compaña, sin poderse precaver contra su mágico poder, ¿qué me dices? ¿Qué cosa de bueno y justo encuentras en ello?

     Si solo te importa esta vida, eso no tiene nada de bueno, sobre todo, para gente joven y sana. Pero si, como a las almas en pena, nos importase por encima de todo nuestra salvación y la gloria eterna, estar emplazados es una verdadera bendición de Dios. Figúrate: Saber con certeza cuándo vas a morir te permite cumplir con diligencia todos tus buenos deseos, hacer cuantas buenas obras puedas y, en suma, prepararte a conciencia para presentarte con las manos limpias y llenas de merecimientos al juicio de Dios. Solo quien haya estado en esa maravillosa tesitura puede saber la paz y la felicidad que se siente, incluso en este mundo.

Desfile de la Santa Compaña

     Tona, con la boca abierta, apenas podía creer lo que escuchaban sus oídos. Era el momento que Eudaldo había esperado para introducir el remedio definitivo para la turbación anímica de la adolescente:

     Claro está que esa bendición de Dios no siempre resulta necesaria, ni el alma es tan fuerte como para entenderla y disfrutarla. Hay personas tan buenas y prudentes, que no necesitan del aviso de la muerte para entregarse a Dios y al prójimo. Otras, son tan jóvenes y están tan llenas de vida, que no pueden sino acongojarse y abatirse por ver que se les acaba una existencia tan llena de promesas y de esperanzas. Y hay quien cree que podría hacer muchas más cosas santas, de contar con muchos años más. Bien, no importa. Dios es generoso y ofrece a los que así piensen una dignísima forma de librarse de la muerte en tan breve plazo. Yo lo he visto escrito en las obras del padre Feijoo, que fue uno de los frailes gallegos más santos y sabios que han existido, como la señora condesa podrá confirmarte[10]. A lo mejor te gustaría leerlo tú misma...

     Ya te he dicho que apenas sé leer, repuso Tona, algo mohína.

     Pues entonces te lo relataré yo, porque es de lo más interesante y poca gente lo sabe... Pero eso será esta tarde, o mañana, que el reloj marca la una y tengo un hambre de lobo. No sabes la energía que se gasta, tratando de explicarte las cosas que no has aprendido en la escuela, ni entendido al padre Benitiño.

     Y Eudaldo apresuró el paso, camino del pazo, dejando a Tona, como suele decirse, con la miel en los labios.

***

     Te supongo al corriente, Tona –Eudaldo se estaba explicando-, de que el mortal que encabeza la procesión de la Compaña puede librarse de tan poco grata función, si logra que otra persona le coja la cruz que porta, lo haga conscientemente o por sorpresa.

     Ya lo creo –asintió la chica-. Según mi madre, un pariente nuestro estuvo a punto de cargar con el madero con engaños. Menos mal que la portadora era una mujer, y sabido es que no puede cargar con la cruz un hombre cuando la titular de la parroquia es una santa: en nuestro caso, Santa Rita.

     La pareja estaba sentada en un banco a la puerta de la capilla, a la caída de la tarde. Era lo más que el doctor había podido lograr que esperase Tona para escuchar las novedades del padre Feijoo, de boca de Eudaldo, tal y como este se había comprometido antes de almorzar.

     Bueno –opinó Prats-, en esto de la Compaña, hay mucho de verdad y muchas mentiras, que se inventa la gente, por miedo o por malicia. Por ejemplo, eso de pasar la cruz a un pobrecillo sorprendido y por sorpresa. A mí me parece que es impío imaginar que la cruz de Jesucristo pase de unas manos a otras como quien juega a tú te la quedas. En mi modesta opinión, tiene que haber una razón poderosa para el relevo: por ejemplo, la de que quien lleve la cruz esté ya tan cansado de hacerlo, que pueda llegar a morir de fatiga.

     Muy cierto es lo que dices –afirmó la muchacha-, que, de tanto caminar, noche tras noche, acaban agotados y, a veces mueren. No hay más que ver lo amarillos y consumidos que están; hasta el punto de que en eso se conoce la dura tarea que cumplen.

     Más razonable y acomodado a la santa caridad –prosiguió Eudaldo- es lo que pasa con los que, habiendo hecho en vida el voto de peregrinar a San Andrés de Teijido[11], fallecen sin haberlo cumplido, por ligereza o negligencia.

     A Tona se le iluminaron los ojos al escuchar lo de San Andrés e interrumpió el argumento de su interlocutor:

     ¡Es verdad! Mi madre lo tenía ofrecido si me libraba de morir de niña, cuando me dio la escarlatina, y allá que fuimos las dos, pese a lo costoso del viaje. De camino, me decía mi madre que cuidara dónde ponía los pies, no siendo que pisara a algún alma que peregrinara de muerta en forma de escarabajo, culebra o lagartija, que son algunas de las apariencias que adoptan, en castigo por no haber cumplido su voto mientras vivían.

     El doctor, exagerando el desprecio por semejante metamorfosis post mortem, discrepó:

     Eso es un disparate, Tona. El alma de una persona tiene tal dignidad, que nunca permitiría Dios que se encarnase en una cucaracha u otra sabandija. Solo los indios tienen una creencia absurda, parecida a esta[12], pero un cristiano no puede admitir la verdad de tales leyendas.

     Pues los indios, no lo sé –replicó Tona, amostazada-, pero sí conozco de algún indiano que iba en procesión delante de nosotras y le dio un pasmo cuando pisó por descuido una babosa.

     ¡Paparruchas, Tona!, insistió Eudaldo. Lo que sí es cierto, y demuestra que el amor persiste después de la muerte –como afirma San Pablo-, es que, cuando un alma está penando por no haber ido a San Andrés, un vivo puede hacerle la caridad de peregrinar en su nombre, bajo penitencia de hacer el recorrido descalzo y llevando una vela encendida en su mano. De ese modo, San Andrés perdona la ofensa y el muerto puede descansar en la paz del Señor. Así es como hay que entender esta piadosa creencia y en ello se basa el sabio padre Feijoo para escribir lo que hasta ahora ha pasado desapercibido para el común de los mortales, salvo quienes –como la señora condesa, o yo mismo- lo hemos leído con detenimiento y devoción.

     ¡Al fin! Tona, con los ojos muy abiertos, y la boca casi casi, se inclinó tanto hacia Eudaldo, que parecía iba a comérselo. El doctor la separó con suavidad y le explicó, con la más serena y convincente de las desfachateces, lo siguiente:

     La misma bondad que Nuestro Señor ha mostrado con los portadores de la cruz de la Santa Compaña, o con los que desairaron en vida a San Andrés, la tiene para aquellos que, por casualidad se topan con la procesión de la Compaña y no adoptan alguna prevención santa, como la de asir una cruz o acogerse a los escalones de un crucero. Esa bondad, según el sabio padre benito, es la siguiente: Si la persona emplazada no desea morir en el intervalo de un año, pese a la gracia y seguridad que ello pudiere suponer para su salvación, puede ceder ese beneficio a quienquiera que acepte de buen grado ponerse en su lugar y sustituirla... Claro que, para que el relevo pueda hacerse con eficacia, tiene que existir un motivo muy poderoso, por virtud del cual el morir muy pronto aproveche más a la salvación del alma del sustituto que a la del sustituido.

     Prats interrumpió por unos momentos la narración, para que calase y produjera efecto en Tona; pero esta no pareció muy convencida:

     Lo que me dices tiene sentido, pero lo cierto es que nunca había oído tal cosa.

     Porque el padre Feijoo murió hace más de cien años y casi nadie lee ya lo que escribió en unos librotes, que solo se conservan en las bibliotecas de conventos y universidades... Ya veo –prosiguió el doctor con desdén- que pones en duda las creencias basadas en la caridad y el amor de Dios, mientras tragas con los sapos y culebras del camino de San Andrés de Teijido.

     La muchacha enrojeció y, bajando la cabeza, susurró:

     Perdóname, Eudaldo. Soy una pobre ignorante y, como tal, terca y desconfiada. No he querido ofenderte. Termina tu explicación, te lo ruego.

     Poco más hay que decir –concluyó el doctor- de lo que escribió Feijoo, pero yo sí tengo algo muy personal e importante que pedirte; no ahora, que tendrás que reflexionar sobre todo lo que te he dicho, pero sí mañana o pasado porque –la verdad sea dicha- el tiempo apremia, tanto para ti, como para mí.

El padre Feijoo

 

 

4.  Una obra de misericordia


     Nunca recordaba Tona haberse hallado ante una decisión más complicada y decisiva. Y lo curioso era que, si lo que Eudaldo le suplicaba se lo hubiese pedido otra persona, se lo habría concedido de mil amores y en el momento. ¡Nada menos que librarse de morir en el plazo máximo de un año, a base de pasarle el regalito a otro, conforme a lo descubierto por el padre Feijoo! Pero aceptar eso de aquel buen amigo, tan joven, tan simpático, tan bien parecido... Era casi como hacerle la faena a su madre, o a su hermano mayor, que también era un buen pájaro, aunque no tanto como Eudaldo decía ser... En fin, que la chica, colorada y resoplando, optó por quitarse de delante el pavoroso problema, diciendo así a su pertinaz solicitante:

     No me he visto nunca en semejante trance. Déjame que, antes de responderte, consulte a la señora condesa. Es muy buena y muy sabia y, además, nos quiere bien a los dos.

     Eudaldo hizo como si le disgustase el aplazamiento de la resolución:

     Sea como dices y ve a consultar, si ello te hace feliz, pero no te demores, por favor, que me tienes en ascuas, como si ya estuviese sufriendo el fuego del infierno en esta vida.

     Tona salió disparada hacia el pazo, rogando a Dios que la señora ya hubiese concluido el reposo –como ella misma llamaba a su siesta-. El Señor escuchó su petición, pues doña Emilia ya se disponía a recogerse en su despacho, presta a retomar sus tareas literarias.

     Pero, ¿qué te pasa, chiquilla, que vienes tan escopetada? Anda, entra y cuéntame que es lo que te agobia de esa manera.

     ¡Ay, señora, es que no sabe usted lo que acaba de pedirme Eudaldo, perdón, el señorito don Eudaldo!

     La condesa, rápida como el rayo, se puso inmediatamente en situación:

     ¡No me digas que ese perillán ha vuelto a las andadas, y eso que me prometió comportarse como un caballero mientras estuviera bajo mi techo!

     Tona comprendió lo que doña Emilia imaginaba y la rectificó de inmediato:

     ¡Huy, no señora! No es ninguna maldad lo que me ha pedido... Bueno, a lo mejor, sí que lo es... Por eso vengo a pedirle consejo a la señora.

     Pues desembucha, Tona, que ya me tienes en ascuas.

     ¿También usted, condesa? –preguntó la chica-. ¿Es que va a pedirme también lo mismo que don Eudaldo?

     En fin, los equívocos fueron aclarándose y Tona pudo exponer a la señora lo que Eudaldo acababa de suplicarle:

     Dice el señorito que le deje ponerse en mi lugar, que es la única forma de que salga de su mala vida presente, se arrepienta y pueda salvar su alma.

     ¡Arrea! –doña Emilia no pudo contenerse-. ¿Y cómo puede ser eso?

     Tona respondió con la mayor sencillez:

     Sobre ello no hay problema, señora: lo dice un fraile muy sabio, el padre Feijoo.

     La condesa, superada por la situación, optó por dar carrete a la chiquilla, para ver en qué acababa aquello:

     ¡Ah!, si lo dice el padre Feijoo, no hay más que hablar. Pero explícame qué es lo que escribió al respecto.

     ¿No lo recuerda, señora condesa? Pues don Eudaldo me aseguró que usted era de las pocas personas que lo sabía.

     Claro que sí, hija –doña Emilia le seguía la corriente-, pero quiero saber lo que has entendido tú.

     Que una persona –vamos, yo- puede pasarle el mal trago de la Santa Compaña a otra –pongamos que a él-, si las dos están de acuerdo y existe justa causa.

     ¿Como cuál, en este caso?, inquirió la condesa.

     Pues que el señorito dice ser tan malo, que está en camino del Infierno y solo puede impedirlo el saberse a las puertas de la muerte, que es lo único que podría conseguir que se arrepienta de sus pecados y no vuelva a cometerlos.

     ¡Ah, claro! –exclamó doña Emilia, que ya había comprendido lo que el doctor intentaba-. En cambio, tú eres lo bastante buena por naturaleza y no necesitas de la amenaza de la muerte para hacer en todo momento la voluntad de Dios.

     La señora me considera en mucho más de lo que valgo –rectificó Tona- pero, en fin, eso es lo que me ha explicado don Eudaldo para que acepte concederle lo que me ha pedido, pues ya sabe usted que el padre Feijoo dice que no vale hacer el cambio, si las dos partes no están de acuerdo.

     Sí, hija, sí: Eso es lo que he le leído en sus libros. Pero, volviendo a lo que te ha traído hasta mí, ¿qué quieres consultarme? En cosa tan grave, solo tú puedes decidir, con el amor al prójimo como criterio.

     No, si yo ya tengo casi decidido conceder al señorito lo que me pide. Solo se trata de que usted, que lo conoce mucho mejor que yo, me asegure que es tal malo como dice y que nunca se ha arrepentido de verdad, por más que los buenos amigos, como la señora, se lo hayan advertido una y otra vez.

     Doña Emilia, pese a lo prometido anteriormente al doctor, no acababa de decidirse a mentir de manera descarada, pero tampoco quiso desmentirlo: Se quedó en un término medio, moralmente aceptable:

     Querida Tona, nadie conoce su alma mejor que uno mismo; así que, si él lo dice... Yo no me atrevo a hablar mal de un amigo, a riesgo de incurrir en difamación o, cuando menos, faltando a la caridad fraterna. En cualquier caso, si yo estuviese en tu pellejo, convertiría el mal en bien y le concedería lo que pide. Estoy segura de que el Señor no tendría nada que oponer a tan bienintencionada obra de misericordia.

     Muchas gracias, señora, dijo Tona poniéndose presurosa en pie. Voy a buscar a don Eudaldo para otorgarle ahora mismo lo que me ha pedido.

     Ve, hija, ve –apoyó la ilustre escritora-. Estoy segura de que le darás una gran alegría.

***

     Le faltó tiempo a doña Emilia para llamar al doctor, con el fin de felicitarlo efusivamente por su éxito terapéutico. Prats, aunque satisfecho de los elogios que le dispensó la condesa –a la que él tanto valoraba-, se mostró prudente:

     No crea, doña Emilia, que las tengo todas conmigo. Aunque Tona ha accedido a que la sustituya, me ha expresado su tristeza por el hecho de que se tenga que acudir a tan drástico medio para alcanzar mi salvación. Incluso, me ha preguntado si, en su libro, el padre Feijoo decía algo, o no, acerca de volverse atrás del relevo ya acordado.

     Amigo Eudaldo –opinó la condesa-, para evitar ese posible retroceso, lo mejor será que abandone usted el pazo cuanto antes con rumbo desconocido, de manera que Tona no tenga cómo encontrarlo.

     No resultaría bien –discrepó Prats-: Tona podría hacer lo posible por encontrarme y, al no lograrlo, le quedaría un cargo de conciencia de por vida... Se me ha ocurrido una forma de dar a la transmisión del emplazamiento un tono mágico y religioso, que quite a Tona de la cabeza cualquier prurito de dejarlo sin efecto... Claro que voy a necesitar, una vez más, de la cooperación de usted.

     La condesa suspiró antes de concederle su venia, no sin advertirle:

     Espero que con ello pongamos fin a esta historia, que está dejando pequeños a muchos de mis cuentos.

     Descuide, señora condesa –prometió Eudaldo-, pero para ello habremos de esperar al próximo miércoles, que hay luna llena.

 San Andrés de Teijido

***

     Está a punto de alcanzarse la medianoche. Una luna sonrosada ilumina con su círculo perfecto la capilla del pazo, en cuya sombra destaca otro círculo, algo menos perfecto que el lunar, marcado en el enlosado con tiza blanca. En el interior del círculo se halla Tona, vestida con una túnica blanca; un albo velo le cubre la cabeza, y los dedos de sus pies descalzos sobresalen de la orla del vestido; sostiene con sus manos una vela encendida. Ante ella, fuera del círculo de tiza, Eudaldo, impecablemente vestido de etiqueta, aunque sin calzado alguno, se mantiene, erguido y taciturno, mirándola de hito en hito. Algo más separada, doña Emilia, ataviada de luto riguroso, lleva en la mano derecha un crucifijo y en la izquierda, un folio de pergamino.

     Suenan las doce campanadas en el reloj de torre del pazo. La condesa, ahuecando la voz, pronuncia solemnemente las siguientes palabras, que lee en el pergamino:

     Alma emplazada, por la virtud de tu caridad fraterna, sal de tu encantamiento y cede tu puesto a quien, por santa causa, te lo ha suplicado.

     Tona, al escuchar esas palabras, salió del círculo, entregó la vela a Eudaldo, besó el crucifijo y quedó inmóvil al lado de la condesa. Esta volvió a leer, con severa impostación:

     Alma que, por santa causa, quieres dar tu vida, salvando la ajena, entra en el círculo que habrá de llevarte al otro mundo en el plazo señalado.

     Eudaldo dio unos pasos, hasta quedar situado en el centro mismo del círculo, inmóvil y con la mirada perdida. Doña Emilia leyó entonces:

     Lo que acabáis de hacer por vuestra santa voluntad quede escrito e inmutable en el libro de la vida y de la muerte.

     Amén, respondieron Eudaldo y Tona al unísono.

     La condesa avanzó entonces hasta el borde del círculo mágico, desde donde sopló hasta apagar la vela. Seguidamente, ya con su voz natural, dijo, dirigiéndose a la pareja:

     Y ahora, hijitos, a casa, que no está la noche como para andar descalzos por el parque.

 

 

5.  ... Pero haberlas, haylas


     Corre la primavera del año 189..., el siguiente a aquel en que se produjeron los acontecimientos que hemos relatado en los capítulos anteriores. Doña Emilia, como suele en esta época del año, se halla en Madrid, viviendo la intensa vida literaria y de sociedad que acostumbra. Las noticias de actualidad le llegan, raudas y abundantes, por transmisión oral o por medio del correo. Apenas tiene tiempo de echar un vistazo a los periódicos que se amontonan en una mesita, al lado de aquella en que la condesa se desayuna. Esta mañana, por pura casualidad, el diario que ha quedado encima es La Verdad. Lo hojea, distraída, mientras da buena cuenta de un chocolate con picatostes. En la página 5, llama su atención un titular, que le invita a leer el breve texto por aquel encabezado. La noticia dice así:

Trágico suceso en el manicomio de Ciempozuelos

     En la mañana de ayer, uno de los internos en el hospital de orates de Ciempozuelos, en un rapto de furia, tiró por una ventana del segundo piso al doctor, Don Eudaldo Prats Colomer, que falleció instantáneamente a resultas del golpe recibido contra el suelo.

     Pese a su juventud, el doctor Prats era considerado como uno de los mejores médicos de España en su especialidad. Por ello y por las cualidades de humanidad y simpatía que lo adornaban, su trágica muerte ha sido unánimemente sentida.

     Doña Emilia, apenas termina la lectura del suelto, se levanta de la mesa de manera tan rápida y brusca, que casi tira el servicio de desayuno. Corre hasta el calendario de pared en el que, al pie de las fechas, figura el nombre del santo del día. Lee y, al menos por unos momentos, se le vienen abajo sus convicciones de mujer culta y avanzada de finales del siglo XIX.

     Es que ayer, día 25 de abril fue la festividad de San Marcos Evangelista.

Panorámica aérea del psiquiátrico de Ciempozuelos

 

 

 



[1] Emilia Pardo-Bazán y Rúa-Figueroa (1851-1921), una de las intelectuales y escritoras más importantes de España de los siglos XIX y XX.

[2] Jaime Quiroga Pardo-Bazán (1876-1936), primogénito de la condesa de Pardo-Bazán quien, por su condición de aristócrata y militar de derechas, fue asesinado en Madrid por secuaces republicanos, el 11 de agosto de 1936.

[3] El esposo de la condesa de Pardo-Bazán se llamaba José Quiroga y Pérez de Deza.

[4] El famoso pazo de Meirás también era conocido como Torres de Meirás, como lo recogió la condesa de Pardo-Bazán en su testamento, cuando manifestó su deseo de ser enterrada en él (lo que, hasta el presente año de 2024, no ha sido cumplido).

[5] Primer hospital psiquiátrico de Galicia, abierto en 1885 en las inmediaciones de Santiago de Compostela, que actualmente (2024) sigue en funcionamiento. Su ortografía en gallego es Conxo.

[6]  Psiquiátrico fundado en 1876 en el municipio de Ciempozuelos, provincia de Madrid.

[7] Juan Prim Prats (1814-1870), destacado militar y político español, que fue asesinado en Madrid, el 30 de diciembre de 1870, cuando era presidente del Consejo de Ministros de España. Lo controvertido de su figura pública explica que, para muchos, pudiera ser un estigma (como dice el relato) el ser pariente próximo del mismo.

[8] Se calcula que la condesa de Pardo-Bazán fue autora de no menos de quinientos cuentos, recogidos muchos de ellos en varias compilaciones.

[9] El escritor José María de Pereda se cuenta entre las muchas personas ilustres que se apartaron de la amistad de la condesa de Pardo-Bazán cuando esta publicó su famoso y -para entonces- atrevido libro, La cuestión palpitante (1882).

[10] La condesa de Pardo-Bazán estudió en su juventud la obra de fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (1676-1764), de lo que da fe su libro, Estudio crítico de las obras del padre Feijoo (1876).

[11] Famoso lugar de peregrinación en la provincia de La Coruña (municipio de Cedeira).

[12] Alusión a la creencia en la metempsícosis o transmigración de las almas, común en las religiones hindúes.

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