viernes, 4 de octubre de 2024

SUSANA Y SUS HOMBRES (UN RELATO ALGO MÁS QUE POLICIACO)

 


Susana y sus hombres (Un relato algo más que policiaco)

Por Federico Bello Landrove

 

 

     Un triple crimen perpetrado aparentemente por la misma persona pondrá en acción a una peculiar pareja de policías, que precisarán para resolver el caso de bastante más que ordenancismo y profesionalidad. Por eso afirmo que este relato es algo más que policiaco.



 

PRIMERA PARTE: LOS CRÍMENES DEL HOTEL CENTRAL

 

1.      Dos policías distintos, pero no distantes

 

     Acaban de comunicarme el fallecimiento de Ángel Vallecillo. Seguro que su nombre no les dice nada a ustedes, como tampoco a muchos de sus colegas en esta comisaría del distrito 14 de Miraflores, la capital de la nación, en donde ejerzo desde hace un par de años el cargo, y la carga, de jefa de la plantilla. Y no es extraño que Ángel sea en nuestros días un nombre solo recordado en la página de esquelas de El Heraldo, pese a lo cual ese diario -por razones que luego les revelaré- ha completado la necrológica remitida por la familia, con una breve nota, que dice lo siguiente:

     Ha fallecido en Cañizal, donde residía, el comisario de policía jubilado, Ángel García Vallecillo, quien fue durante muchos años uno de los más destacados e imparciales policías de nuestro país. Este periódico se suma al dolor de sus muchos colegas y amigos, transmitiendo a su familia sus sinceras condolencias.

     Estoy segura de que, de haber vivido aún Enrique de Isla, el antiguo director de El Heraldo, alguna referencia habría hecho a varios de los casos famosos que Ángel resolvió con su trabajo y olfato proverbiales; pero las personas pasan y, con ellas, el recuerdo de lo bueno o malo que guardaran en su memoria. Es por lo que, como tributo al compañero que se ha ido, quiero recoger sobre el papel uno de los casos que Vallecillo resolvió hace ya muchos años, aunque solo sea por la particularidad de que fue el primero de importancia en que trabajamos juntos. Si me decido a contarlo tantos años después, es porque todos los personajes principales del caso han pasado ya a mejor vida, a no ser yo, si es que puedo considerarme una protagonista del mismo. De todos modos, como la prudencia es una virtud cardinal, cambiaré en el relato los nombres de personas, lugares y entidades, conservando en todo lo demás la verdad de los hechos, tal y como yo los recuerdo; a decir verdad, con la misma viveza y emoción de los días en que acaecieron.

***

     No cabe duda de que aquellos eran otros tiempos. El país acababa de salir, como quien dice, de una feroz dictadura militar, siendo esa proximidad cronológica la que posiblemente me animase a ingresar en la policía, tan pronto concluí mis estudios de Leyes. Yo era entonces una muchacha que reunía ciertas condiciones bastante favorables para escoger tan exigente trabajo: Me encantaba el derecho penal; estaba concienciada de la necesidad de que entrase sangre nueva y femenina en la entonces muy desprestigiada y machista policía de nuestra nación; un desengaño amoroso me hacía grato poner tierra de por medio con mi ciudad, consiguiendo un destino lo más lejos posible del culpable de mis malos recuerdos. En suma, tras un año de preparación específica, obtuve plaza de subinspectora y me encaminé a tomar posesión a Cañizal, la pequeña y coqueta ciudad universitaria, que entonces vendría a tener la mitad de población de la que hoy la habita.

     Eran todavía los comienzos de la presencia de mujeres en la policía y a fe que las pocas que éramos lo soportábamos con silenciosa irritación. Nuestra actividad no llegaba más allá de entendernos con las detenidas, para cachearlas a modo; intervenir en vigilancias o diligencias en que conviniese, como mujeres, pasar más desapercibidas; o actuar en asuntos de poca monta, de aquellos en que se entendía conveniente un toque de feminidad, como los de menores o los relacionados con la prostitución. En resumen, a los seis meses de estar ejerciendo tan mínimas funciones, y sin visos de salir de ellas por mucho que destacara, pedí audiencia al comisario jefe con el propósito de presentarle mi solicitud de excedencia, a no ser que me procurase un trabajo menos deprimente, cosa que juzgaba muy improbable.

     Para mi sorpresa, el jefe me recibió con una amplia sonrisa y, sin apenas dejarme hablar, me puso en la mano lo que yo anhelaba:

-          Llevas ya medio año con nosotros: lo suficiente para comprobar que, sobre tu evidente competencia en cuestiones jurídicas, eres trabajadora y concienzuda, además de una funcionaria con iniciativa, sin dejar por ello de respetar a tus mandos. ¿Qué te parecería pasar a unidad de homicidios, a las órdenes del inspector jefe Vallecillo? Últimamente se le ha jubilado un par de elementos y se han quedado en cuadro.

     No es que Cañizal fuese la Chicago de los años treinta, pero el ofrecimiento me pareció superior a mis capacidades, contando además con que la brigada estuviese tan corta de efectivos. Ya me veía trabajando veinte horas diarias en asuntos de lo más complicado. Pero no queriendo mostrar debilidad cuando había ido a reclamar más trabajo y de mayor relevancia, traté de esquivar la envenenada oferta poniendo a un tercero como escudo:

-          Por mí, acepto agradecida, pero ¿qué opinará el inspector, teniendo yo tan escasa experiencia, o los compañeros que, siendo más antiguos que yo, pudieran ambicionar ese destino?

     El comisario acabó en cuatro palabras con mi afectada preocupación:

-          Si te he ofrecido ese puesto, Cárdenas, es porque me lo ha sugerido el propio inspector Vallecillo. Por lo demás -agregó maliciosamente-, los veteranos están por el momento situados en puestos que les resultan más convenientes para llevar una vida tranquila, por así decir.

     De modo que la cosa estaba clara, al cincuenta por ciento: Mis colegas preferían ver los asesinatos desde la barrera, no sintiéndose nada molestos con que la buena de Pamela se echase al ruedo para torearlos. Lo que me resultaba confuso era que Vallecillo se hubiese fijado en mí para incorporarme a su grupo operativo. Llegué a imaginar que aquello había sido una mentira bienintencionada del comisario, para tocarme la vanidad. Vallecillo me hizo ver que mis sospechas eran infundadas:

-          He examinado tu expediente -me dijo, al ir a incorporarme a su brigada- y comprobado que tuviste las máximas notas en derecho penal, así como que seguiste cursos de criminología con excelentes profesores, alguno de los cuales también lo fue mío. Por tanto, tienes una base magnífica para la investigación criminal… De todos modos, no es necesario que te diga que, de cada veinte homicidios, no suele haber más de uno que ofrezca interés y complicaciones para la policía. Y, por supuesto, de ese cinco por ciento en Cañizal me encargo yo, como jefe de la unidad.

     Se me debió de escapar un gesto de decepción, porque prosiguió, de manera mucho más amable:

-          Claro está que los jefes nos ponemos enfermos, disfrutamos de vacaciones, cumplimos la edad de jubilación… y hasta en ocasiones, aun estando operativos, precisamos de consejo y de cooperación. Eso es lo que espero de ti. Seguro que representará una excelente experiencia para cuando ocupes un puesto como el que yo ahora desempeño. Y te aseguro que el tiempo pasa muy aprisa, por más que yo ande por la mitad de mi vida profesional y tú seas todavía una jovencita.

     En efecto, yo no había cumplido aún los veinticinco y, por lo que hace a Vallecillo, frisaría los cuarenta, si es que no los había rebasado ya. Dicho sea de paso, era una diferencia de edad suficiente, como para no sospechar que fuese mi palmito lo que le hubiera movido a solicitar mis servicios. No sé si pensarían así mis compañeros, que no se privaban de requiebros e indirectas acerca de mi presunta belleza y de lo extraño que era que me mantuviera soltera y sin compromiso. Era algo que más de una vez ponderó Vallecillo cuando me fue conociendo y tratando, como una circunstancia feliz para un policía comprometido:

-          No sabes -me decía- lo importante que es para un detective el no tener compromisos familiares. No hay profesión más perjudicial y arriesgada para los tuyos que la de policía.

-          Pero tú bien que te has casado y tienes tres hijos, según creo.

     Ángel -ya lo llamaba entonces por el nombre- sonreía y salía por la tangente:

-          Es que la verdad se alcanza por la experiencia, y esta suele llegar demasiado tarde para que nos aproveche.

-          Anda, anda, que, si hubieras tenido que elegir entre tu profesión y tu familia, bien sé yo que te habrías inclinado por la segunda, y en tu caso, con toda razón.

     Le repliqué con ese énfasis porque había tenido ocasión de conocer a su esposa, Berta, y a sus retoños -ya creciditos- desde el primer momento en que empecé a trabajar con él. La verdad, me extrañó la rapidez con la que me invitó a su casa para que conociese a toda su parentela -como Ángel decía-, y me dio por pensar que quería desdramatizar el hecho, entonces inusitado, de que un policía de la crema de la profesión escogiese a una chica joven y de buen ver para integrarse en su selecto grupo y, a mayores, con vocación de ser su ayudante. Imaginé que prefería presentarme por propia iniciativa a su esposa, en vez de que esta pudiese entrar en sospechas o habladurías. Por si acaso iban los tiros por ahí, decidí extremar mi pose de modosita, presentándome en su casa apenas maquillada, con blusa de cuello camisero, falda pantalón y, por supuesto, una gran caja de bombones, éxito seguro habiendo muchachos de por medio. La verdad es que Berta y yo nos caímos bien desde un principio, no teniendo nunca motivos para recelar de que ella compartiese la maledicencia soterrada de ciertos compañeros de lengua viperina… ¡Y basta ya de cotilleos!, que había quedado en que el objeto de estas páginas sería el de recordar el asunto en que Vallecillo se lució y fue conocido en todo el país: el caso del triple asesinato del hotel Central. Vamos, pues, con el relato.

 

 

2.      Una noche movidita

 

     Todo empezó una tarde de finales de mayo, cuando yo no llevaba todavía ni un trimestre a las órdenes directas de Vallecillo. Un telefonazo de este me puso en marcha:

-          Pamela, deja lo que tengas entre manos y vente para el hotel Central, que tenemos trabajo, … mucho trabajo.

     La llamada era tan perentoria que no me procuré transporte, sino que salí disparada para el susodicho hotel, que estaba a unos diez minutos de mi casa. Al llegar, ya tuve que abrirme paso entre el numeroso personal que se agolpaba en las escaleras de acceso y en el vestíbulo del establecimiento. Con la ayuda de un policía uniformado de los que trataban de mantener el orden e impedir el acceso del público más allá del enorme hall, logré acceder a la escalinata y subir al primer piso, donde el inspector había montado provisionalmente su despacho, en uno de los comedores reservados. Al verme llegar, vino hacia mí y exclamó:

-          ¡Menos mal que ya tengo alguien con quien comentar el caso! Los compañeros de la unidad científica no han llegado aún y el forense, ni te cuento… Vamos a las habitaciones, para que te hagas una idea.

     En el ascensor y por los pasillos, me resumió lo que hasta entonces sabía:

-          A eso de las cuatro de esta tarde, quien dijo ser el gerente del hotel llamó a la comisaría para informar de que, al entrar a limpiar fuera de hora tres de las habitaciones del hotel, se habían encontrado con sendos huéspedes tirados en el suelo o en la cama, muertos sin signos aparentes de violencia. He examinado los tres cuartos y parecen cortados por el mismo patrón: Todo razonablemente ordenado y los fiambres disfrutando del sueño eterno, con clara apariencia de haber fallecido por sobredosis de alguna droga.

     En efecto, en las tres estancias, situadas dos de ellas en el segundo piso y una en el quinto, la apariencia era de perfecta normalidad, a no ser por los cadáveres: dos de ellos, tendidos en el suelo vestidos de calle, mientras el tercero yacía sobre una de las camas de la pieza, ataviado con un pijama. El rictus de los tres era en todos los casos de serenidad, como quien -en la cruda definición de Vallecillo- estuviese dormido para siempre. Y otra cosa en común de los tres finados era la edad: a ojo de buen cubero, les calculé unos cincuenta años.

     Vallecillo me amplió datos:

-          Al parecer, los fallecidos eran todos ellos miembros de una promoción de antiguos alumnos de la facultad de Leyes de Cañizal, que habían regresado a esta ciudad para conmemorar las bodas de plata. Ayer se celebró el grueso de los actos, incluyendo cena de gala y baile en el casino.

-          ¿Cuándo se descubrieron los cuerpos?, pregunté.

-          Por el rigor mortis y las livideces cadavéricas, yo diría que los tres fallecieron durante la noche, pero no se los descubrió hasta esta tarde.

-          ¿Y eso?, inquirí. ¿No les echó nadie en falta? ¿No entraron antes a limpiar la habitación?

-          No me atosigues a preguntas -suplicó Ángel-. Lo único que puedo contestarte es que las limpiadoras dejaron pasar horas sin cumplir con su tarea porque en las puertas figuraba la conocida advertencia de no molesten; de modo que no se propasaron a abrir y entrar hasta recibir la autorización del encargado, visto que ninguno de los huéspedes contestaba el teléfono, ni al conserje en persona.

-          ¡Qué astutos los asesinos!, opiné. Así han tenido tiempo sobrado de ponerse a buen recaudo.

-          Es posible, repuso el inspector, encogiéndose de hombros. Y no sería su única muestra de prudencia… ¿No te has dado cuenta? En ninguna de las habitaciones había a la vista copas ni tazas… Tal parece que no querían dejar huellas en objetos tan comprometedores.

     En esto, llegaron los primeros colegas de la policía científica y Vallecillo pasó a ocuparse de darles las pertinentes instrucciones. En vista de ello, le pregunté si quería que me dedicase a alguna otra cosa. Me contestó:

-          Por ahora, basta con que tomes nota de los empleados del hotel que hayan entrado en contacto con las tres víctimas, estando vivas o muertas. ¡Ah!, y que el gerente te dé todos los detalles acerca de las personas hospedadas ayer, en particular, las que formaran parte de los festejos de las bodas de plata. Te espero en mi despacho mañana, a las ocho, para intercambiar información e impresiones.

***

     En aquellas diligencias aprendí por primera vez de Vallecillo lo que él llamaba los tres axiomas de una buena investigación policial: No aventurar hipótesis hasta que los hechos fueran concluyentes; estar dispuesto a cambiar aquellas ante la fuerza de nuevos datos, no a la inversa, y la ley del embudo, con arreglo a la cual la policía era el primer filtro de los hechos, el fiscal el segundo y el tribunal el tercero:

-          Cada uno tiene sus propios límites -decía- en la aportación de las pruebas y en la valoración de la certeza de las mismas. Mal vamos, si los policías nos metemos a acusadores, o si los fiscales pretenden que les den la razón siempre en las sentencias.

-          Pero, Ángel, -repliqué- ¿y si, a pesar de investigar con amplitud y sin prejuicios, olvidamos indagar algo que resulte importante para orientar el juicio?

-          En ese caso, que los jueces o los fiscales nos pidan ampliación de lo que a ellos interese para enfocar judicialmente el asunto.

     La verdad es que, por el momento, el triple homicidio del hotel Central estaba aún muy lejos de la ley del embudo, pero muy pronto empezó a serle aplicable el axioma de no aventurar hipótesis antes de tiempo, no fuera que ello condicionase la búsqueda de los hechos, más allá de las habituales pautas de comportamiento. Como Vallecillo sostenía, la imaginación de un policía -probablemente, de una persona cualquiera- tiende a ser más fértil cuanto más y mayores sean los huecos que presenta la realidad de los hechos. Y, en tal sentido, no hay mayor fallo en los datos sobre un crimen que el de ignorar quién sea su autor. Eso era, precisamente, con lo que nos encontrábamos en aquel asunto, hasta el punto de que el inspector se atrevió a vaticinar al comisario jefe, a los pocos días del triple crimen:

-          Seguimos a oscuras sobre los autores y sobre el móvil que realmente tendrían para cargarse a esos tres individuos. Tendrás que darnos tiempo, medios y confianza, porque, salvo una chiripa, la solución del caso me parece que va para largo.

-          ¡Pues sí que me lo pones negro, con la cantidad de llamadas y de críticas que empiezo a recibir!

-          Gajes del oficio -respondió Ángel-. Si desconfías de mi trabajo, siempre puedes asumir personalmente la dirección de las pesquisas, o llamar a alguna lumbrera de la comisaría general de Miraflores para que se haga cargo de las mismas.

     Bueno, ignoro si los términos de la charla fueron tan tajantes porque, obviamente, yo no estuve en ella. Lo cierto es que, a partir de entonces, la presentación de informes a la superioridad sobre nuestro trabajo y avances fueron uno de los peores efectos de la desconfianza que empezaba a instalarse entre los medios de comunicación y en las altas esferas acerca de nuestra eficacia. Muchos de aquellos partes de adelanto en la investigación fueron redactados por mí y aún guardo sus copias como recuerdo. Ello me va a permitir ahora, aunque deslavazadamente, exponer a ustedes los términos en que fuimos avanzando en la investigación, con una seguridad que, de otro modo, el paso de tanto tiempo habría hecho imposible recordar con exactitud.


***

     Por empezar por alguna cuestión relevante, me referiré a lo relativo al móvil de los asesinatos. Curioso, porque acabo de referirme a que, todavía a la semana de los crímenes, Vallecillo reconocía desconocer los verdaderos motivos de aquellos. La verdad es que los culpables se habían esmerado en llevarnos hacia el trillado móvil del robo: Las billeteras de los tres finados habían sido despojadas de cuanto dinero hubieran contenido con anterioridad. Los tres relojes de pulsera habían desaparecido, como también cualquier joya que portaran, a excepción de las alianzas, que seguían en el dedo anular de dos de ellos. Pero Ángel se limitaba a exponer la fría objetividad de aquellas sustracciones, encogiéndose de hombros cuando yo insistía en pedirle su opinión al respecto. El inspector me explicaba:

-          Muchas veces el verdadero móvil de un crimen lleva hasta su autor, pero también sucede con frecuencia que desconocemos su causa real hasta que sabemos quién es el culpable o, cuando menos, el sospechoso.

-          O sea -repliqué decepcionada-, la pescadilla que se muerde la cola.

-          Yo lo llamaría el círculo vicioso -me rectificó-, puesto que tal vez sea un vicio el que nos puede ayudar a romperlo.

     Con su alusión al vicio, Vallecillo se refería a la abundancia de prostitutas y similares que pululaban por aquel lujoso hotel, prestas a satisfacer las lascivas inclinaciones de los clientes. Fueron las primeras en que pensamos como sospechosas, supuesto que el móvil de los criminales hubiese sido el robo. Ciertamente, no cuadraba mucho con nuestra suspicacia el hecho de que hubieran muerto nada menos que tres clientes en una sola noche, como tampoco que se les hubiera ido la mano en tres ocasiones a la hora de suministrar a los fallecidos la dosis de somnífero. De todas formas, era una línea evidente de investigación que había que agotar; solo que la cosa resultó más difícil de lo que nos imaginábamos. Ángel lo resumía así:

-          A diferencia de lo que sucede en las películas americanas sobre casos similares, es obvio que nuestro Cañizal no está muy preparado para mantener servicios de prostitución en hotel o a domicilio. Son, más bien, empleados complacientes los que hacen de alcahuetes para los clientes, cuando no las mismas trabajadoras quienes sacan un sobresueldo con sus servicios. Y, aunque por razones comprensibles, no se muestran muy inclinados a cooperar, en el hotel se conocen todos, la dirección ha colaborado con ciertas reservas y me ha convencido de que nuestras sospechas por ese lado no tienen fundamento.

-          Yo he llegado a la misma conclusión -corroboré- en mis pesquisas en casas de alterne y algunas direcciones telefónicas acreditadas. Si alguna prostituta estuvo detrás de las muertes, debió de ser una oportunista, de las que actúan por libre, mariposeando por la cafetería o la recepción.

-          Es posible -admitió el inspector-, pero no es probable que fuera una desconocida para los empleados. Hemos interrogado a todos los de la noche y ninguno vio a personas ignotas transitando por los pasillos o saliendo del hotel por ninguna de sus puertas.

-          A lo mejor nos hemos centrado excesivamente en buscar mujeres y en las horas nocturnas -apunté-. Es posible que alguno de los fallecidos fuese homosexual, o que la prostituta trabajase con algún compinche, o que esperase la mañana para escabullirse…

-          Me estás levantando dolor de cabeza -protestó Vallecillo-. Una cosa es explorar caminos razonables y otra sumergirnos en ellos cuando hay otros muchos posibles. ¿Quién te dice que, en vez de unas fulanas, no pudiera tratarse de una señora que tuviera cuentas pendientes con esos tipos y se las arreglara para camelarlos y que ellos mismos la llevaran a sus habitaciones?

-          ¡¿La misma mujer?! ¡¿Tres crímenes en la misma noche?!, exclamé asombrada.

-          ¿Por qué no?, me replicó Ángel. Tiempo tuvo, supuesto que lo tuviese todo preparado. Según el forense, dos de los fallecidos murieron alrededor de la medianoche y los encontramos vestidos tal y como habían ido a la cena de la promoción y con las camas hechas. El tercero falleció avanzada la noche o a la madrugada, lo que se compagina con que lo encontráramos en pijama y con la cama revuelta.

     Me quedé absorta por unos momentos. La nueva versión que Ángel sugería me iba resultando más y más interesante:

-          Entonces -concluí muy animada- solo tenemos que examinar en detalle las relaciones de los tres finados con los condiscípulos que hayan venido a Cañizal a celebrar las bodas de plata y ver cuáles de ellos tuvieran cuentas pendientes con los asesinados. En el caso de alguno de ellos podría escapársenos el móvil, pero con tres será sencillo encontrar el motivo de rencor. Además, el culpable tendría que no haber ido a la cena, o no haberse quedado al baile ulterior, como tampoco estuvieron los fallecidos. Y quién sabe si el criminal no estaría hospedado en el mismo hotel, para así tener más facilidad operativa.

-          ¡Claro!, bromeó Vallecillo. Y, puestos a imaginar, ¿por qué no confiar en que hubiese dejado en el cuarto de baño los frasquitos con los medicamentos que empleó para acabar con sus víctimas? Anda, anda, demos por sentado que vamos a tener que sudar para resolver este caso pues, aunque el asesino no sea un profesional, me parece que tampoco es un patoso.

     Me sentí molesta con la reprimenda de Ángel. Este lo notó y quitó hierro a sus palabras:

-          De todas formas, tienes toda la razón en lo de suponer que una de las posibilidades más probables es que entre condiscípulos ande el juego. Vamos a estudiar a fondo las listas de invitados a los actos de los veinticinco años de la promoción, aunque declinaran asistir a los mismos. Indagaremos todo lo posible en la biografía de los tres difuntos, con particular interés en sus años universitarios. Veremos, de entre los condiscípulos, quiénes pueden tener una mayor facilidad para conocer los medicamentos que mataron a las víctimas y para tener acceso a ellos… En fin, vamos a escudriñar la vida y milagros de todos esos cuarentones con ganas de fiesta, a ver si tenemos más suerte que con las furcias.

     No era poca la tarea que se me venía encima, pues supuse, con acierto, que el inspector jefe me confiaba ese pedazo de la investigación, ya que había sido yo quien lo había cortado. Por su parte, sacó de una carpeta unos cuantos folios de papel oficial y se despidió con este encargo:

-          Aquí tienes una copia del informe de autopsia del forense. Fíjate sobre todo en lo que dice sobre el cóctel letal que causó la muerte a los tres tipos y ya me dirás si sacas de él alguna conclusión acerca de las circunstancias de quien se lo diese a tomar.

 

 

3.      Empiezan los fiascos

 

     No creo necesario transcribir aquí literalmente las conclusiones del dictamen de autopsia, con su plétora de disquisiciones y palabras propias de la jerga médica. Baste decir que, según los dos forenses que firmaban el informe, la muerte de los tres occisos se había debido sin lugar a dudas a la ingestión voluntaria, aunque presumiblemente inconsciente -vamos, que se lo habían echado al coleto sin que nadie los forzara, pero sin ánimo de suicidarse-, de una mezcla de sustancias antidepresivas, somníferas y analgésicas, en cantidad suficiente para producir de manera rápida -unos pocos minutos- lo que Vallecillo había denominado el sueño eterno, es decir, una muerte indolora, precedida de pérdida de conciencia. Los doctores, como complemento o anejo de su estudio principal, agregaban la cita de una serie de medicamentos accesibles con receta médica oficial, que podrían haber sido empleados en el cóctel. Complementariamente, los galenos apuntaban que bastantes de ellos se prestaban a ser diluidos fácilmente en agua, infusiones o alcohol, así como que, en estos últimos casos, resultaban prácticamente indetectables para el sentido del gusto. Su ingesta, unida a la de alcohol, potenciaba los efectos de la mayoría de los principios activos de tales medicamentos. Finalmente, los forenses se hacían lenguas de lo acertado de la mezcla preparada, tanto en la cantidad como en la suma de efectos, para producir consecuencias mortales, suponiendo que fuera esa la intención de quien la hubiese preparado.



-           Bueno, Pamela -me preguntó Ángel al día siguiente de mi lectura del susodicho informe-, ¿qué has sacado en limpio de la autopsia, que pueda servirnos para acotar un poco, o un mucho, la identificación de nuestro siniestro personaje?

-          Para empezar -respondí-, que el brebaje era tan completo y bien dosificado, que podemos descartar que se trate de la obra de un cualquiera, o de que se le fuera la mano a alguien que solo quisiera dormir a un incauto. Vamos que, detrás de ese cóctel, está una mano asesina que poco parece tener que ver con la de una prostituta contratada ocasionalmente, o de sus proxenetas.

-          Eso creo yo -ratificó-; tanto más, cuanto que no se ha conocido un caso semejante de homicidio con tal exactitud farmacológica en los últimos años. Pero ¿y en positivo?, ¿a quiénes parece llevarte este modus operandi?

-          Sin duda, a una persona que tenga acceso a esos específicos, que no son nada fáciles de conseguir, sobre todo, en una concentración tal alta como para producir la muerte indefectiblemente: tres de tres, para decirlo en términos matemáticos.

-          También en eso estoy de acuerdo, aseveró Vallecillo. ¿Te atreves a precisar un poco más?

-          Yo diría que, salvo que nos las veamos con un médico o un farmacéutico, debe de tratarse de alguien bien familiarizado con los medicamentos empleados: Vamos, alguien que los toma habitualmente, o los prepara para que los ingieran otras personas de su entorno: una enfermera, o una cuidadora de ancianos, por poner dos ejemplos.

-          ¡Blanco!, exclamó exultante mi interlocutor. Yo no podría añadir más, sino que me atrevo a afirmar, doble contra sencillo, que se trata de una mujer, como ya hacía suponer el sexo de sus víctimas. No me digas que soy un machista por seguir el criterio de que el veneno suele ser el arma de las mujeres, pues también está comprobado, por razones estadísticas que la genética podrá explicar, que las mujeres suelen padecer más las enfermedades y achaques para los que se emplean esos específicos y, a mayores, convencen más fácilmente a los médicos para que se los receten.

-          Tú sabrás -repliqué con bastante escepticismo-, pero convendría seguir la pista de las recetas de esos tipos de medicamentos cursadas a Sanidad en el último año, sin atender al sexo de sus beneficiarios.

     El inspector emitió un silbido, que explicó de inmediato:

-          ¿Sabes tú el berenjenal en que nos meteríamos? He consultado con varios médicos y boticarios de mi confianza, a fin de saber para qué dolencias se emplean esos fármacos y con qué frecuencia se dispensan. Lo que se te ha ocurrido es imposible de llevar a cabo, aparte de resultar de dudosa utilidad para fundar una evidencia. De todas formas, para que el comisario no me tilde de perezoso, ya he ordenado lo que indicabas, pero solo en Cañizal y su provincia. ¡Ni pensar en extender por ahora la encuesta a toda la nación!

-          Pero eso -objeté- es suponer que el criminal es de Cañizal o, cuando menos, que ha utilizado una farmacia de por acá…

-          Desde luego, Pamela. Ya te he dicho que solo se trata de cubrir el expediente. Para llegar más lejos y cotejar cientos de miles de recetas, tenemos que hacer una previa selección de posibles sospechosos: Ya sabes, todos los miembros de la promoción de las bodas de plata y sus familiares más allegados. He logrado hacerme con un orlín[1] de la quinta de marras… Aquí lo tengo… Notarás que fueron sesenta y siete licenciados, de los cuales solo veintitrés eran mujeres. De modo -agregó guiñándome el ojo- que te será fácil investigarlos a todos.

-          ¿Te parece que me informe primero de los que, de entre ellos, vinieron conocidamente a Cañizal para las celebraciones?, pregunté un poco mosqueada.

-          Por supuesto. Los tres que organizaron el festejo los he señalados en el orlín con una señal a lápiz. Ellos te darán cuanta información precises; pero, en cualquier caso, no dejes de seguirles los pasos a todos, porque ¿quién nos dice que el criminal no quiso delatarse y vino a Cañizal de extranjis? De hecho, habría sido lo más lógico, digo yo.

***

    Los organizadores del evento me indicaron que, tras arduos esfuerzos, solo habían logrado dar con cincuenta y dos de los fotografiados en la orla de fin de carrera, la cual recogía presuntamente a todos los estudiantes de la promoción que habían logrado licenciarse o, al menos, llegado al último curso. A mi pregunta de qué había sucedido con quienes hubiesen perdido curso o abandonado los estudios antes de finalizarlos, me respondieron que no les habían enviado personalmente la invitación, pero que, al ser pública la convocatoria, cualquiera de ellos habría podido apuntarse, si era su voluntad. De hecho -recordaron-, ese había sido el caso de un par de repetidores que, por razón de amistades, habían preferido incorporarse a la promoción con la que habían iniciado sus estudios universitarios. Me precisaron:

-          Claro es que las bodas de plata solo se anunciaron en los medios informativos de Cañizal, pero en estos casos funciona mucho el boca a boca. No creemos que se quedara sin participar un solo compañero por razón de ignorancia. Otra cosa es que no se nos unieran por otros motivos. De hecho, de los cincuenta y dos que recibieron invitaciones y programas de actos, faltaron once.

     Como me había ordenado Vallecillo, asumí la tarea de dirigirme a todas y cada una de las jefaturas provinciales de Sanidad para localizar las recetas oficiales que se hubiesen dispensado en el año anterior a nombre de cualquiera de los miembros de la promoción de las bodas de plata, respecto de cualquiera de los medicamentos que contuvieran los principios activos hallados en los cadáveres de los tres fallecidos. La tarea era lo bastante pesada, como para que no fuese reclamada por unos simples policías; de modo que Ángel y yo fuimos a pedir el apoyo del juez que llevaba la tramitación procesal de las investigaciones. Los forenses debían de haberle puesto en antecedentes de la dificultad de la pesquisa pues nos puso algunas objeciones, basadas en la necesidad de no demorar la tramitación de la causa, en vista de la alarma y la atención que había suscitado:

-          Tengo entendido -nos indicó- que los medicamentos que pueden haber sido usados en estos envenenamientos son muy numerosos y de prescripción muy frecuente, desde el cáncer a la depresión, pasando por los vértigos, el insomnio y un montón de dolencias más. No creo que el haberlos adquirido legalmente sea un indicio razonable de criminalidad en este caso. Tal vez, podría limitarse la encuesta a los condiscípulos que se hubiesen hospedado con los difuntos en el hotel Principal. ¿Saben ustedes ya cuántos son?

-          En efecto, señoría -contestó Vallecillo-. Fueron exactamente catorce, sin contar a los fallecidos. Coinciden en su número y la identidad, tanto las inscripciones en el hotel, como los datos de los organizadores. Por cierto -agregó-, de los catorce, once son hombres y tres, mujeres; y, de esos catorce, doce vinieron acompañados de sus cónyuges y dos se hospedaron a título individual.

-          Como fue el caso de las tres víctimas -apostilló el juez-, para su desgracia.

     En fin, el magistrado refrendó nuestra laboriosa indagación. A la salida de su despacho, noté a Ángel pensativo y le pregunté por el motivo de ello. Me contestó:

-          Nunca acaba uno de parar mientes en todos los detalles dignos de reflexión. Tiene razón el juez: De haber venido acompañados, los tres finados estarían ahora seguramente con vida. ¿Tendría algo que ver el criminal en esa soledad, tan necesaria para él, o se habrá tratado de una simple casualidad?

-          Si la comparación no es odiosa -repuse-, algo de raro sí que tiene el que, de los catorce que están vivos, doce vinieran acompañados, mientras que las tres víctimas decidieron hacer el viaje solas. Claro que diecisiete casos no son como para confeccionar una estadística.

-          De todas formas, habrá que estudiarlo -concluyó el inspector-. A lo mejor encontramos alguna luz en las biografías de los difuntos… Por cierto, Pamela, ¿qué tal te va con las historias de esos tres pobres desgraciados?

-          Voy terminando, pero el resultado va a decepcionarte: Desde que acabaron sus estudios universitarios, no hay ningún dato que permita relacionarlos entre sí. 

     Creo que ha llegado el momento de que, resumiendo las abundantes notas biográficas que recopilé, les haga la presentación -debidamente velada- de las tres víctimas del caso. No obstante, para que no se me olvide luego, terminaré el latoso tema de las recetas de marras: Ni en todo el país se encontró una sola dispensación en el año anterior de medicamentos sospechosos a nombre de los sesenta y tantos condiscípulos de los tres finados. El comisario aseveró que era una verdadera lástima. Vallecillo y yo no lo tuvimos tan claro después de lo que el juez nos había dicho sobre los indicios razonables.

 

 

4.      Los tres interfectos

 

          Adalberto Mejías, el difunto de la habitación 204, era en la común opinión de los organizadores de las celebraciones el número uno de los integrantes de la promoción, en lo que se refiere a expediente y calidad intelectual. Todos ponderaban también su talante sencillo y servicial, que hacía su recuerdo particularmente añorado. Uno de mis informantes lo reflejaba así:

-          Adalberto -él prefería que lo llamásemos Alberto o Berto- era de una conocida familia de aquí, es decir, de Cañizal, dedicada a la enseñanza; pero, nada más acabar la carrera, marchó a la capital para preparar en una buena academia su ingreso en la carrera diplomática. Sacó pronto las oposiciones y, como es natural, pasó a residir en las más variadas ciudades del extranjero. Quiere decirse que solo volvía por Cañizal de tarde en tarde, para ver a sus padres y poco más. Cuando empezamos a preparar los festejos, le escribimos a La Valetta, donde estaba destinado de cónsul general, aunque la verdad es que no esperábamos que aceptase la invitación. Para sorpresa nuestra, pocos días antes de las celebraciones, recibimos su respuesta positiva y -lo que nos extrañó un poco- aceptó también nuestra general sugerencia para los ausentes de Cañizal, de reservarle habitación en el hotel Central, pese a que sus padres seguían viviendo y teniendo casa aquí. En todo caso, nos llevamos un alegrón, pues las fiestas hubieran quedado algo deslucidas, de faltar nuestro número uno.

-          Por lo que veo -advertí-, el señor Mejías tenía entre ustedes y sus condiscípulos la mejor consideración.

-          Por supuesto -contestó otro de los organizadores-. Si acaso, podría echársele en cara que ya entonces fuese un tanto reservado y no participase de los saraos y diversiones que organizábamos. Tampoco creo que hiciese entre nosotros amistades íntimas, aunque tenía buen trato con casi todos. Claro que en aquel tiempo la situación política del país y en la universidad era bastante tirante, por lo que resulta lógico que un muchacho muy estudioso y preocupado sobre todo por colocarse bien tratase de pasar de puntillas por las aulas. Lo cierto es que esta circunspección la siguió manteniendo en todos los años sucesivos, cuando las cosas de la política ya se habían felizmente normalizado.

-          La verdad -agregó mi tercer interlocutor- es que Berto era un tipo excelente, pero muy diplomático, por decirlo de un modo coloquial y ajustado a su profesión.

-          Pese a su discreción y mesura -pregunté-, ¿no conocen ustedes que alguno de sus condiscípulos, u otras personas de Cañizal tuviesen con él algún motivo de enemistad o de malquerencia?

-          Desde luego que no -contestaron al unísono-, y mucho menos como para matarlo. Es lo último que habríamos podido imaginar.

-          ¿Les dio alguna explicación de por qué venía solo a las bodas de plata?, inquirí. Ya saben ustedes que estaba casado.

-          Como nuestro contacto fue por correo -contestó uno de mis informadores-, nada sabíamos sobre su estado civil, ni tuvimos ocasión de preguntarle al respecto; pero luego, durante la comida, alguien le interrogó al respecto y le dijo algo como esto: El viaje es muy largo y mi mujer ha preferido quedarse en Malta con los chicos. Además, es danesa, no habla español y lo comprende a medias. Le faltó decir, a mayores, que estos festejos son un latazo para quienes no han tenido nada que ver con los compañeros de aquella época. Lo verdaderamente admirable es que la mayoría de los asistentes viniesen con sus consortes: Claro que la mitad, más o menos, vivimos aún en Cañizal.

-          Ya voy terminando -les prometí a modo de disculpa-. El señor Mejías asistió a todos los actos organizados hasta la noche: presentación; misa por los compañeros y profesores fallecidos; visita a la facultad y audiencia con el rector de la universidad; comida de fraternidad en el restaurante La fragua de Vulcano.

-          En efecto -corroboraron-. Tal vez, si con el ágape hubiésemos puesto fin a la celebración, nuestros tres compañeros aún seguirían con vida, pero tuvimos la ocurrencia -contando con que los de fuera pernoctarían en Cañizal- de rizar el rizo, con una cena de gala seguida de baile en el casino…

-          Y fue en esa sesión de noche donde echaron a faltar a los tres colegas, que luego fueron asesinados.

-          No exactamente. Benítez y Plata, en efecto, ya no se presentaron a la cena. El primero nos advirtió que la comida le había caído bastante pesada, por lo que no estaba seguro de volver a la noche. Plata no se presentó, sin avisarnos previamente ni, por supuesto, dar una explicación. Berto sí estuvo presente en la cena y, a poco de acabar esta e iniciarse el baile, se despidió, repartiendo abrazos y apretones de manos, pretextando que tenía que volar al día siguiente hasta La Valetta, por lo que tenía previamente que madrugar para llegar a tiempo al aeropuerto de Miraflores.

-          ¿Qué hora sería cuando en señor Mejías se ausentó del casino?

-          El baile empezó a eso de las once y cuarto, de modo que calcule alrededor de la medianoche.

***

     Dejemos por ahora al amable y reservado Berto y pasemos a tratar del ocupante de la habitación 219, su compañero de promoción y de acabamiento, Ricardo Benítez, quien, dicho sea de paso, fue el involuntario causante de muchos de nuestros sinsabores, por su fama y relevancia política, aunque algo ajadas por el paso del tiempo. Ya lo suponía desde un principio el inspector Vallecillo cuando, ante mi ignorancia acerca de la persona de dicho finado, me aclaró:

-          Sí, mujer, Ricardo Benítez, Grijalba en la clandestinidad, en la que pasó los últimos años de la pasada dictadura. Después de una temporada de relumbrón, ahora llevaba muchos años apartado de la alta política, pero no dudes de que sus amigos y correligionarios nos van a machacar como no demos con quienes lo hayan matado: por supuesto, exigiendo la mayor rapidez y deseosos de que los culpables den la medida de sus intrigas y revanchas.

     La verdad es que el tal Grijalba se me había atravesado desde el momento en que había quedado como una ignorante cuando pregunté a los organizadores de los actos por qué no figuraba la fotografía y el nombre del susodicho en la orla de la promoción. Me dieron una pequeña lección de historia, con la condescendencia con que los veteranos explican a los jóvenes lo que ellos conocen de sobra por haberlo vivido:

-          En los últimos tiempos de la dictadura, las cosas se pusieron tan peliagudas para los activistas de izquierdas, que tuvieron que esconderse, o tratar de exiliarse, para no acabar encarcelados… o algo peor. Ricardo, que era el líder de las FUC en Cañizal, pudo escapar a tiempo y estuvo escondido hasta que cayeron los militares. Como es natural, se perdió los cursos que pasó huido y no pudo licenciarse con el resto de los compañeros. Luego, cuando volvió, acabó la carrera y sacó el título…

-          Di más bien -intervino otro- que, a toda prisa, le regalaron aprobados y licenciatura. Es que entonces, y por algún tiempo más, los cachorros de las FUC se enseñorearon de la universidad a nivel nacional.

-          ¿Las FUC?, pregunté. Perdonen, pero no caigo en lo que significan esas siglas.

-          Fuerzas Universitarias de Combate… Bah, no se imagine usted a Ricardo empuñando un fusil de asalto o poniendo bombas. Cuando menos aquí, en Cañizal, no se pasó de manifestaciones, huelgas y publicaciones ilegales. Por otra parte -agregó mi informante, suavizando las palabras de su compañero-, Ricardo no era un lerdo para el Derecho. Prueba de ello es el papel que jugó en los juicios que se montaron contra los dirigentes más destacados de la dictadura…

-          … Que acabaron en nada por la amnistía -volvió a terciar el discrepante-, y bien que se calló nuestro ilustre condiscípulo, que no firmó los manifiestos de protesta contra aquel vergonzoso perdón, con la disculpa de que la democracia por la que él había luchado incluía el imperio de la ley.

     El ambiente se iba cargando, por lo que decidí llamarlos finamente al orden:

-          Bien, quedamos en que el señor Benítez no acabó la carrera con su promoción inicial. Entonces, ¿cómo es que lo invitaron a las bodas de plata? ¿O es que apareció por los festejos sin haber sido convocado?

-          Ni una cosa, ni otra, me contestaron. Faltando unos días para los eventos, recibimos un telefonazo del propio Ricardo, desde su bufete en Miraflores. Medio en serio, medio en broma, nos afeó que lo hubiésemos olvidado, cuando él nos recordaba con tanta emoción y sentimiento… Claro está, nos faltó tiempo para abrirle las puertas de las celebraciones, como a uno más de la promoción, máxime por la causa que le había impedido graduarse con los demás. Nos pidió que, como a los demás asistentes de afuera, le reservásemos habitación en el hotel Central, y ya nos advirtió que vendría solo, pues su mujer llevaba una temporada con astenia y no le apetecía viajar.

     Por un momento, se me encendió la luz de alarma de todo buen policía -modestia aparte-:

-          Eso de que ustedes reservaban habitación en el Central, ¿se hacía constar en las invitaciones que cursaban a los compañeros ausentes?

-          No, me respondieron. Solo nos ofrecíamos para buscar alojamiento para quienes nos lo solicitaran.

-          ¿Y están seguros de que el señor Benítez les pidió, literalmente, que le reservaran habitación en el Central, “como a los demás asistentes de afuera”?

-          Fui yo quien hablé con él -me contestó uno- y me parece que la iniciativa partió de él, no de mí. Con todo -agregó oficiosamente-, la cosa no tenía vuelta de hoja: el Central es el mejor y más conocido hotel de la ciudad, además de estar a dos pasos de la universidad.

-          Claro, claro -concedí con cierta picardía-. En cualquier caso, queda claro que fueron ustedes los que hicieron la reserva, a petición de su compañero… Solo me queda ya preguntarles por la participación o la ausencia del señor Benítez en los actos del viernes de autos.

-          Pues completamente normal, en lo referente a los de la mañana y a la comida. Al acabar esta, se despidió hasta la noche, si bien nos advirtió que no nos aseguraba su asistencia, pues la comida la había caído muy pesada y el baile no era actividad de su agrado, máxime no habiendo venido con su mujer. Parece ser que a algunos otros condiscípulos les dijo que llevaba mucho tiempo sin venir por Cañizal y que aprovecharía el resto del día visitando a otros conocidos. Lo cierto es que no aportó por el casino, como le he dicho.

     El organizador al que Benítez no le era simpático concluyó con una humorada:

-          Me ha dicho un pajarito que el verdadero motivo de su ausencia fue el de que un marxista, aunque sea de boquilla, no está bien visto en un baile de gala en el casino.

***

      La tercera víctima respondió en vida al nombre de Arcadio Plata. Sorprendentemente, los organizadores de los festejos me hicieron esta confidencia:

-          Por supuesto, era miembro de la promoción y se licenció con nosotros; pero muy poco después se marchó de Cañizal sin despedirse de nadie -que sepamos- y, según luego nos enteramos, se instaló en Santo Cristo del Buen Aire, a dos mil quilómetros de aquí.

-          Como que le olía el culo a pólvora, comentó de forma soez uno de mis interlocutores. Si llega a quedarse por aquí al caer la dictadura, habría tenido serios disgustos.

-          Déjame acabar, Vicente -protestó quien estaba en el uso de la palabra-… Digamos que, sin llegar a tales extremos, pensamos que no aceptaría la invitación, por más que hayan pasado ya más de veinte años de aquello.

-          Aquello -repetí-… ¿A qué se refieren?

     Vicente volvió a intervenir:

-          Pues a que el Plata era un confidente de la policía política como la copa de un pino. Incluso llegó a rumorearse que fuese un policía camuflado de estudiante. Parece que esto último era una simple habladuría, como lo que luego se comentó, de que en Santo Cristo lo habían visto de uniforme algunos que hasta allí viajaron.

-          Lo cierto y verdad -explicó el informante más sosegado- es que lo localizamos en el listín de procuradores de su provincia, ya muy al final de nuestras pesquisas. Creo que fue Vicente quien habló personalmente por teléfono con él…

-          Así fue, y el gilipollas se despachó echándome en cara que no lo hubiésemos avisado antes. Ya tengo noticias por otras personas pues, si llego a esperar tu llamada, no encuentro billetes para el avión. No lo mandé a tomar por el saco de puro milagro, sino que me limité a preguntarle si vendría solo y si quería que le reserváramos plaza en el hotel. Me contestó que se había divorciado hacía poco y que estaba con una chavala que no le apetecía presentar en sociedad. Y, en cuanto al hotel, me aseguró que ya tenía habitación…

-          Que, por cierto -agregué-, era la 514, tres pisos más arriba de las que ustedes reservaron para los demás compañeros.

-          La verdad es que no sé para qué aceptó, si no quería mezclarse con nosotros. ¿Querrá creer que tan solo vino a la comida y se marchó sin esperar siquiera a los brindis y el breve discurso con el que los asistentes me obligaron a acabar el ágape? -comentó Agustín que, a lo que parece, era el organizador máximo-.

-          Se fue pronto, pero ya iba bien cargado -puntualizó Vicente-. Entre Jorge y Alicia, dos compañeros, lo acompañaron hasta el taxi y comentaron asustados que estuvo a punto de caérseles por la escalera.

     Por un momento, recordé que la cama de la habitación del quinto piso había quedado algo revuelta, aunque no abierta del todo. Me dio en pensar que Arcadio llegase con una trompa más que regular y se hubiese dejado caer en el lecho para dormir la mona durante unas horas. Pero volví en seguida a la conversación y pregunté:

-          ¿No volvieron a saber de él?

-          Por supuesto que no, repuso Vicente. La última persona que sabemos lo vio vivo fue el taxista. Claro que no es cosa de sospechar de él. ¿No le parece?

     El tal Vicente me estaba cayendo cada vez peor. No conforme con hacer comentarios excesivos y chistes de dudoso gusto, acababa de darme trabajo adicional: localizar y tomar declaración al taxista, que a saber quién había sido entre los chóferes de los doscientos vehículos con licencia de taxímetro que había en Cañizal. En fin, para acabar con el tema, les diré que no saqué mucho en limpio:

-          Sí, señora -me dijo el taxista-. Llevé al señor hasta el hotel Central sobre las cuatro y cuarto de la tarde… En efecto, me dio la impresión de que iba contento, pero no borracho… Me fijé porque, al ayudarlo a meterse en el coche, las dos personas que lo acompañaron hasta allí me pidieron que cuidara de él, no siendo que fuera a caerse o algo así… No, no señora, no hubo lugar. El caballero me pagó la carrera, con una pequeña propina, y entró por su pie en el vestíbulo del hotel, sin tropezar con los escalones ni con la puerta; y eso que entró por la giratoria… No recuerdo que hablase en el trayecto que, por lo demás, es bastante corto: unos tres minutos. Solo recuerdo que, temiéndome que vomitara en la tapicería, le ofrecí una bolsa y él, un poco enfadado, me dijo: Ya soy mayorcito para jugar a inflar bolsas y estallarlas.

 

 

5.      Atando cabos

 


     Reunidos en el despacho de su casa, con el buró lleno de papeles, entre los que apenas destacaba una pequeña bandeja con servicio de café para dos, Ángel se reclinó en el sillón, extendió el brazo sobre los documentos y me preguntó de buenas a primeras:

-          ¿Qué podemos sacar en limpio de todo esto?

-          ¿Quieres decir que si he encontrado un hilo conductor o algo común en todo ello?, repregunté para ganar tiempo.

-          Por supuesto, me contestó. Ya va siendo hora de que empecemos a casar unos datos con otros. De no hacerlo así, cada vez va a ser más difícil lograrlo.

-          Pues, en lo que respecta a las víctimas, me temo que estemos como al principio -opiné-. Las tres son de Cañizal o de su provincia; de la misma edad y con los mismos estudios; cursaron Leyes en esta universidad y en la misma promoción; sus ideas políticas parecen haber sido lo suficientemente distintas, como para que no tuviesen, en principio, los mismos adversarios; acabada la carrera, siguieron caminos diversos y en lugares diferentes. En suma, podríamos sospechar que, uno por uno, hubieran hecho enemigos políticos con anhelos de venganza, pero, en todo caso, serían diferentes para cada uno de ellos.

-          Imagino por dónde quieres ir. Benítez era un activista contra la dictadura que, una vez caída esta, fue utilizado para formar parte de tribunales políticos que juzgaron crímenes y torturas del régimen anterior, aunque parece que lo hizo de manera bastante moderada y, en cualquier caso, el nuevo gobierno no se atrevió a llevar las cosas a mayores y acabó amnistiando a los reos más significados. En cambio, Plata está considerado con razón por sus compañeros como un delator, que colaboró en aquel entonces con la policía hasta términos bastante íntimos. Y el cónsul en La Valetta parece que, aunque de familia con tradición izquierdista, se mantuvo en todo momento al margen de las contiendas políticas, limitándose a estudiar y hacerse un porvenir. Vamos, que, ni buscados a posta se encontrarían tres individuos más arquetípicos de los diversos jóvenes que creó aquel tiempo tan revuelto…

-          … Ni de la evolución acomodaticia que los veinte años siguientes ha supuesto afortunadamente para aquellos muchachos, al convertirse en barrigudos cuarentones, cabezas de familia, añadí. De modo que, si del pasado remoto no hemos sacado nada en limpio, menos vamos a conseguir si nos dedicamos a husmear en el presente de esos tipos.

     Vallecillo se sonrió maliciosamente:

-          Veo -me dijo- que no te tienes muchas ganas de bucear en la vida de nuestros amigos. De todos modos, me he permitido recopilar bastantes datos sobre ellos, suficientes para hacerme la idea de que tal vez a alguno pudieran haberle tenido ganas ciertas personas en los últimos años, pero de ninguna manera la misma persona, como tendría que ser el caso. Así que, si no aparece nada nuevo, tendremos que convenir en que los malos sentimientos del criminal vienen de muy atrás y los despertaron las bodas de plata o, por mejor decir, le dieron la oportunidad de vengarse…

-          … Por algún motivo que no tiene que ver con la política, aseveré tajante.

-          En eso, señorita Mendoza, puede usted equivocarse -me replicó el inspector-. No me cabe duda de que el asesino, o asesinos, fueron los mismos en los tres casos, pero no tenían por qué tener contra sus tres víctimas el mismo móvil para vengarse.

-          Eso -repliqué, por llevarle la contraria-, suponiendo que lo que los moviese no fuera en todos los casos el robo…

     Ángel, con razón, me miró de hito en hito y meneó la cabeza con disgusto:

-          Entre nosotros, olvidemos el ánimo de lucro -decidió Vallecillo- y preguntémonos seriamente: No siendo por dinero o por venganza política, ¿qué otras posibilidades lógicas pueden haber llevado a cometer este triple asesinato?

-          El asesino, ¿fue un hombre o una mujer?, inquirí, como quien no quiere la cosa.

     Vallecillo salió por la tangente:

-          Supongamos que fuese una mujer; no por nada, sino para que tú me puedas dar una respuesta mejor informada.

-          Pues, si yo fuese una mujer estándar, de esas que usan los criminólogos, te diría que el móvil fue la venganza sentimental.

-          ¡Mujer!, cargarse a tres tipos de una tacada por razones pasionales… Un poco fuerte, ¿no te parece?

-          Puede ser que se acumulasen varias vivencias trágicas y la mujer explotó. Utilizando tu expresión: lo hizo de una tacada, pero no necesariamente por un mismo motivo, ni contra individuos que la maltrataran de la misma forma y al mismo tiempo.

-          Comprendo -afirmó Ángel-: Tres bombas diferentes, que el tiempo y el dolor van cebando, hasta acabar por hacerlas explosionar a la vez, muchos años después… Pudiera ser.

-          De una cosa estoy casi segura -proseguí-. La ocasión de cometer los crímenes la ofrecieron las bodas de plata, pero la criminal -sigamos con la suposición de feminidad- buscó y se trabajó el que acudieran sus tres objetivos… ¿Es que no te has dado cuenta?

     Por una vez, encontré a Vallecillo con la guardia baja; pero, lejos de reconocerlo, se levantó del sillón y me dijo:

-          Voy a pedir a mi mujer que nos sirva más café caliente y unas pastas. Hablas tanto, que se nos ha echado encima la hora de merendar.

***

     Todavía con los restos de una cocada en la boca, Vallecillo me interpeló:

-          Ahora explícame que has querido decir con eso de que el criminal se trabajó el que sus tres víctimas vinieran al mismo tiempo a Cañizal y se hospedaran en el mismo hotel, de modo que le fuera factible liquidar de una vez a los tres.

-          Empezaré por lo segundo -respondí-, que es lo que tengo más oscuro, hasta el punto de que pudo deberse a pura chiripa. En todo caso, en las invitaciones que los organizadores cursaron a sus condiscípulos ofrecían sus servicios para buscarles alojamiento -se supone que a un precio especial, al tratarse de un grupo de gente distinguida-. Era lógico que los asistentes de fuera aceptasen mayoritariamente la oferta, y Benítez y Plata lo eran. También es posible que la presencia de ellos dos y de Benítez en el hotel Central la hubiese planeado con ellos su asesino, citándolos donde mejor le conviniera. Por último -como me recordó el tal Vicente- la elección del Central para hospedarse en Cañizal era de cajón.

     Ángel, sin dejar de sorber el café, siguió mis disquisiciones con los ojos fijos en el techo. Cuando concluí, dejó pasar unos momentos antes de opinar:

-          Para ser el punto que tienes más oscuro, no es mala argumentación, pero resulta que queda en humo a no ser que justifiques que el criminal, de algún modo, se puso en contacto con sus víctimas y las animó a venir a las bodas, cosa que no era muy probable que decidiesen motu proprio, sobre todo, Mejías y Plata, que vivían muy lejos. De hecho, los tres apenas mantenían contactos conocidos con sus condiscípulos, y Plata, por lo que sabemos, no iba a ser muy bien recibido… Así que explícame, por favor, por qué tienes claro que todos ellos recibieron una segunda y especial invitación a venir a cargo de quien, a la postre, iba a darles el pasaporte.

-          Vas a decirme que es una corazonada -adelanté-, pero es que tres corazonadas en tres casos suponen una casualidad muy poco casual… Recordarás las notas de mis conversaciones con los organizadores del viaje…

-          Perfectamente, me contestó. No obstante, remárcame los puntos concretos en que se fundamentan los pálpitos de tu corazón.

-          Empecemos por Berto Mejías -comencé-. Le mandan la invitación cosa de un par de meses antes de los actos; se supone que la recibe y da la callada por respuesta; solo contesta afirmativamente a última hora y, contra lo que sería lógico, descarta alojarse en casa de sus padres y escoge la fórmula de la habitación de un hotel.

-          Prosigue, me indicó Vallecillo, al ver que yo quedaba callada, en espera de sus comentarios.

-          Está bien -acepté su silencio-. Voy con Grijalba, el guerrillero. Por fas o por nefas, no recibe la invitación remitida por los organizadores, por lo que es muy lógico que, viviendo en Miraflores, no tuviera idea de los actos que se organizaban. De golpe y porrazo, días antes de los eventos, coge el teléfono, echa una bronca a los promotores por no haber contado con él y pide que le reserven habitación, precisamente, en el hotel Central, como si alguien le hubiese soplado que iba a ser el cuartel general de los asistentes foráneos. Vamos, un ejemplo de ciencia infusa, salvo que admitamos que alguien le puso al corriente de todo, sin duda, interesado porque el señor Benítez viniera a su encuentro con la muerte.

-          No te pongas melodramática, Pamela -me rogó el inspector-, que ahora es el momento de trabajar con el cerebro… Finalmente, cuéntame lo que hayas ideado acerca de Plata, el policía frustrado… Y conste que lo llamo así porque le he seguido la pista y he comprobado que se presentó a los exámenes en dos ocasiones y suspendió; cosa que no me extraña, teniendo en cuenta sus antecedentes y que las oposiciones fueron cuando el régimen político ya había cambiado.

     Me quedé muy sorprendida, no del hecho en sí, sino de que Vallecillo hubiese localizado el dato y no me lo hubiese hecho saber. Con todo, por el momento decidí guardársela y finalizar mi argumento.

-          En el caso de Plata, él mismo reconoció a los organizadores que se había enterado de los actos por otras personas -no precisó más- y que ya había reservado habitación en el hotel Central por propia iniciativa. Además, dejó bien claro su distanciamiento de los demás compañeros, faltando, incluso, a la totalidad del programa, no siendo en la comida, donde dio la nota con sus excesos etílicos. Si los actos le importaban un bledo, ¿a qué vino desde tan lejos?

-          ¿Has acabado?, inquirió mi interlocutor en este momento… ¿Sí?... Pues, por lo que pueda valer, voy a añadir algunas circunstancias que pueden apoyar tus sospechas. Poca cosa… Si esto fuese una novela, podría titularse el capítulo, Los solitarios del hotel Central.

***

     Estaba cayendo la tarde, cuando Ángel se dignó explicarme la rúbrica del hipotético capítulo novelesco que, según él, podía abonar mi tesis de que la afluencia de las tres víctimas a los festejos hubiese sido provocada por el criminal:

-          Según mis informes -comenzó diciéndome-, a estos festejos académicos los asistentes masculinos suelen concurrir acompañados de sus esposas. No me preguntes el motivo de ello, ni el de que, cuando los antiguos alumnos son mujeres, es bastante menos corriente que aparezcan del brazo de sus maridos…

-          Yo podría darte varias razones de ello -le corté-, pero no lo haré para que no me taches de feminista radical.

-          Mejor así -afirmó Vallecillo-. Pero sigamos: Los tres asesinados vinieron solos, dando lo que me atrevería a llamar de simples excusas. Si acaso, podría considerarse más plausible la del cónsul Mejías, aunque no dijo toda la verdad: Su esposa es de nacionalidad danesa, pero hasta que se casó vivió casi siempre en Portugal, donde su marido la conoció. Así que lo de que se le atraviese el uso del español es más que discutible.

-          Yo juzgo también razonable -añadí- el que Plata no viniese a unos actos tan rimbombantes con su querida, que debe de ser una chica joven y algo… explosiva.

-          Joven sí y explosiva puede -replicó Ángel-, pero de querida, nada. Están casados desde el año pasado. Por cierto que el tal Arcadio tiene un historial movidito en la materia, dado que enviudó una vez y se ha divorciado dos. La de ahora solo tiene veintidós años y la conoció en la clínica de su odontólogo, donde la moza ejercía de recepcionista.

-          Ya veo que estás bien informado -ponderé con cierta guasa-. Quizá hayas averiguado también si era cierta o no la indisposición de la mujer de Ricardo Benítez…

     Vallecillo hizo como si no me hubiese oído y pasó a extraer las conclusiones de todo aquello:

-          Adonde quiero llegar es a lo siguiente: Todo ese escamoteo de las esposas para venir solos a las bodas de plata, puede avalar tu tesis de que se animaron a última hora ante la llamada de alguna persona que…

     Vi la cosa con una luz tan clara e instantánea, que no pude por menos de exclamar:

-          ¡Una mujer que los tres conocían y que los encandiló con la posibilidad de llevársela al huerto! Alguna moza de aquellos tiempos que aprovechó la ocasión de las celebraciones para reunirlos a los tres y vengarse de ellos.

     Ángel, aunque sin mostrar aceptación a mi tesis, pareció admitir su probabilidad:

-          De ser como dices, no tendría por qué ser una condiscípula, sino una conocida de su juventud que explotara la ocasión para vengarse, ¡y de qué manera! Pero eso amplía mucho el elenco de sospechosos, obligándonos a indagar a fondo en la vida de un montón de personas.

     Mi colega parecía abatido. Se me ocurrió una forma de animarlo:

-          Tenemos una manera de llegar directamente al culpable. Si es cierto que se puso en contacto con sus víctimas días antes de los festejos para inducirlos a venir, bastará con hacer una lista de las cartas y llamadas telefónicas que recibieran los tres de un mismo remitente o comunicante, y ¡bingo!

-          Es un camino que necesariamente habremos de recorrer -admitió-, pero que no creo que nos lleve a ninguna parte, si el criminal es tan prudente, como demostró en su comportamiento ulterior. Me pondré en contacto con el juez, para que nos autorice las gestiones con correos y las telefónicas, no sea que nos tumben la legalidad de las diligencias, si no contamos con autorización judicial.

***

     Se aproximaba la hora de la cena, por lo que hice ademán de levantarme y dar por concluido el diálogo. Sin embargo, Vallecillo tenía aún un punto por aclarar:

-          Tu interesante teoría -me dijo- sobre el sexo del criminal y los probables ingredientes eróticos del asunto quedaría en el aire, si no tuviésemos algo más que sospechas sobre las encuentros en el hotel entre el asesino y sus víctimas. En los casos de Ricardo Benítez y Arcadio Plata, no hay el más mínimo indicio de que los escarceos, si los hubo, pasaran a mayores. Por las horas aproximadas de ambas muertes, da la impresión de que apenas hubo tiempo más que para una charla y la copa o copas letales: algo muy continuado y con toda la rapidez que el asesino pudo imprimirle. En cambio, lo de Adalberto Mejías fue muy diferente, por razones que se nos escapan. Su muerte se produjo de madrugada y el brebaje mortal fue, con toda probabilidad, un café. Durante la noche, Adalberto y su asesina hicieron el amor, como se infiere de la cama deshecha y de los restos de semen que se han encontrado en las sábanas.

-          Supuesto que nadie lo hubiera llevado a las habitaciones y que desde ellas no se hizo petición de comida o bebida al servicio, ¿de dónde pudieron salir las bebidas con las que se mezcló el veneno? -pregunté-.

-          El Central es un hotel de primera, con todos los detalles. El minibar está muy bien surtido y hay cafetera eléctrica en todas las habitaciones. Por lo demás, ya sabes que en las de los difuntos encontramos sobradas huellas de consumo de alcohol o de café, por los botellines vacíos y por la cafetera medio llena. Claro que el criminal arrambló con las copas y las tazas que utilizaron, para impedir que recogiésemos sus huellas… ¡Esas sí que habrían sido concluyentes! Las demás, que pudiera haber dejado en puertas, muebles o lavabos, están mezcladas con las de cientos de otros clientes, de forma que, salvo que vayamos por un sospechoso concreto, no tenemos nada que hacer.

***

     Se me ocurre que puedo terminar esta parte de mi narración poniendo en su conocimiento el predecible fracaso de la diligencia antes aludida, de examinar la correspondencia y la lista de llamadas telefónicas recibidas por los tres finados en las semanas anteriores a la celebración de las bodas de plata. Claro está que sí hubo algunas llamadas desde los entonces muy abundantes teléfonos públicos, pero ninguna de ellas había sido grabada por los destinatarios, ni en los contestadores. En fin, que por este lado mi teoría de la invitadora -como llegamos a denominarla Ángel y yo- quedó coja, por no decir fallida. Y, como todas las demás pesquisas seguían sin llevarnos a buen puerto, Vallecillo empezó a recibir censuras y admoniciones, que hacían presagiar su pronto apartamiento del caso, con las consiguientes consecuencias.

     Así las cosas, el asunto dio uno de esos giros asombrosos, a los que unos llaman buena suerte, otros, milagro y yo, olfato de sabueso. Si les parece, dejaremos su exposición para la segunda parte de esta veraz historia.

 

 

SEGUNDA PARTE: TRAS LAS HUELLAS DE SUSANA

 

6.      Una desconocida de gran notoriedad

 

-          ¿Querrás creer que esta noche me la he pasado soñando con el camarada Benítez y las Fuerzas Universitarias de Combate?, me preguntó Vallecillo, nada más entrar en el despacho una bochornosa mañana de finales de junio.

-          No me extraña -bromeé-. Con la edad y las ideas que tienes, no me sorprendería que hubieses formado parte de las FUC.

-          ¡Je, qué graciosa!, replicó enfurruñado. Si te lo cuento -prosiguió-, es porque, viniendo para acá, el caso de Benítez me ha suscitado la siguiente pregunta: ¿No podría haber otros condiscípulos que, como él, ni figurasen en la orla, ni hubiesen sido invitados a las bodas de plata? Aun así, lo mismo que él se enteró, pudieron haberse informado otros.

     La revelación onírica de Ángel no me pareció muy interesante, pero tampoco parecía proclive a darme mucho trabajo; de forma que acepté y le sugerí:

-          Vale. Volveré a hablar nuevamente con los organizadores y les preguntaré expresamente por los compañeros suyos que abandonaron los estudios antes de licenciarse y que, por ello, hubiesen sido olvidados.

-          No me parece la mejor forma de adquirir certeza sobre ello -objetó el inspector-. Te aconsejo que vayas al archivo universitario y examines todos los expedientes de la facultad de Leyes correspondientes a aquella promoción. A tiempo estaremos luego de preguntar a Agustín y compañía por lo que recuerden de aquellos compañeros que fueron dejando la facultad antes de tiempo.

     Dicho y hecho o, como habría dicho Julio César, vine, vi, vencí. Además del conocido Benítez, otros ocho alumnos habían abandonado los estudios antes de graduarse, o bien habían trasladado la matrícula a otras universidades. Tomé nota de sus nombres y del último año cursado en Cañizal. Luego, ni corta ni perezosa, me pasé por el bufete del intemperante de Agustín y, tan pronto me recibió, dejé caer sobre el escritorio la cuartilla con los nombres de los olvidados y, con tono festivo, le reprendí:

-          ¡Vaya organizadores que están hechos! Dejaron de lado a ocho compañeros y, de paso, a nosotros in albis de su existencia.

     El reprendido, con cara de sorpresa, pasó los ojos por el papel, hizo trabajar su memoria durante un par de minutos y, finalmente, me contestó:

-          De cuatro o cinco me acuerdo y hasta podría indicar el motivo por el que dejaron los estudios: en general, por marchar a otras universidades. En cuanto al resto, o no los recuerdo, o no estoy seguro de por qué se marcharon. Es posible que los otros dos miembros de la comisión organizadora le puedan dar detalle de los que yo he olvidado. En todo caso, en su día convinimos en invitar solo a los fotografiados en la orla. La celebración de las bodas de plata era pública y, si algún omitido estaba interesado en participar en ella, no habría tenido más que decirlo… Quizá fuimos en exceso restrictivos y bien claro quedó con el caso del famoso Ricardo Benítez… Pero ahora mismo estoy leyendo estos nombres y no se me ocurre que ninguno de ellos haya sido echado de menos en los actos.    

-          ¿Está completamente seguro de que nadie preguntó por alguno de estos ausentes?, insistí.

     El tipo se incomodó de mi insistencia y contestó de la forma poco educada con que solía hacerlo:

-          No creerá que voy a recordar todo lo que allí se dijo por parte de todos los presentes -replicó-. Uno tiene memoria de abogado, no de policía.

***

     Expuse el resultado de mi pesquisa a Vallecillo y, por mera curiosidad, le dio por decirme:

-          Déjame ver esa hoja, a ver si me suena alguno de los nombres.

      (Ahora que lo cuento a tantos años vista, me percato de que ese injustificado interés fue la clave que nos permitió dar con la solución del caso. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero se ve que no sucede lo propio con los policías)

     Ángel fue enumerando en voz alta los nombres y apellidos que iba leyendo. Al llegar al sexto de los incluidos en la lista, se quedó perplejo:

-          Susana Mendoza Muñagorri -dijo por dos veces-. Ese nombre me suena…, me suena mucho.

-          Pues el Mendoza es bastante común -opiné-, pero el Muñagorri es del todo infrecuente, como no sea quizás en Vascongadas.

-          Déjame que piense… Tal vez esté confundiéndome con otra señora conocida. De hecho, el tal Agustín no lo destacó al preguntarle tú por todos los de la lista.

-          No te fíes de él -le advertí-. Estaba de malas, como si no quisiera cooperar…

-          O estuviera encubriendo a alguien -completó mi frase el inspector-.

-          ¡Jo, Ángel, como eres!, le reproché. A fin de cuentas, la tal Susana, ni vino a los festejos, ni parece que viva en Cañizal.

-          Eso último habrá que comprobarlo -afirmó-. Lo dejo en tus manos. Entre tanto, voy a hacer el sudoku del periódico: Es mi técnica cuando quiero acordarme de algún nombre que se me haya traspapelado en el cerebro.

-          ¿Qué tal si intercambiamos nuestras tareas?, lo embromé.

-          A ti te querría ver yo resolviendo un sudoku samurái[2], me replicó muy serio.

     Con o sin sudoku, esa misma tarde me telefoneó Vallecillo. Parecía exultante:

-          ¡Ya lo tengo! Podría contártelo ahora, pero prefiero charlar de ello cara a cara. ¿Por qué no te pasas por casa? Berta acaba de freír una fuente de rosquillas de anís que, a juzgar por el olor, se salen del mundo.

-          Voy para allá volando -repuse-, que también yo tengo alguna información que darte.

-          Tráete para acá una bolsa de plástico -me previno- para poderte llevar unas cuantas roscas para el desayuno.

     Media hora más tarde, Ángel y yo nos encontrábamos vis a vis, prestos a dar cuenta de aquellas delicias culinarias y, sobre todo, con ganas de contarnos nuestros avances en la investigación. Yo fui la primera en referirlos, ya que eran los que requerían de una más breve exposición:

-          Tras consultar la guía telefónica, di con un apellido Muñagorri, en la calle de la Pasión. Se trata de una casa antigua, sin portero, por lo que opté por llamar a un piso cualquiera para que me diesen informes, por supuesto, sin decir que era policía. Tuve la suerte de que, a la primera, me atendiese una mujer mayor, vecina de esas de “toda la vida”. En efecto, el apellido Muñagorri correspondía a una señora, llamada Cecilia, viuda desde hace muchos años de un tal Segismundo Mendoza. No le extrañe que, cuando llamó, no le hayan abierto, pues Cecilia lleva varios años en una residencia de ancianos y no vive nadie en la casa, me contó. Yo, como quien no quiere la cosa, le repliqué que tenía entendido que doña Cecilia tenía, por lo menos, una hija. La vecina me lo confirmó, asegurándome, no obstante, que la chica vivía fuera y se pasaba por la casa de ciento en viento y solo uno o dos días de cada vez. Mi informante tenía muchas ganas de hablar; de modo que, entre otros detalles intranscendentes, me refirió que madre e hija apenas se habían tratado desde la muerte del padre. La hija, Susana -me refirió-, era muy rara; debió de quedar perturbada por los malos tratos que sufrió en la cárcel, cuando la dictadura. Como es lógico, le pregunté si la tal Susana había aportado por la casa el pasado mayo y, ¡agárrate!, me respondió que ella no la había visto desde hacía años, pero que a la vecina que vive debajo de la señora Muñagorri le pareció oír pasos en el piso superior y el ruido de una cisterna. Alarmada, por si pudiera tratarse de ladrones o de okupas, subió a informarse; salió a atenderla Susana Mendoza en persona, y le informó de que estaba pasando un par de días allí, para ver cuál era el estado de su casa. ¿Y sabes en qué día habló la vecina con la Mendoza?... Pues el día antes de los crímenes del Central. ¿Qué te parece la coincidencia?

     Vallecillo, que me había escuchado con mucha atención, me desinfló inmisericorde:

-          Pues eso, que es una coincidencia. No obstante, apuntaremos a Susana Mendoza en la larga lista de sospechosos a investigar… Claro que es posible que tengamos que colocarla en un puesto destacado si, a lo que tú has descubierto, añadimos lo que tengo yo que decirte sobre ella… Come un par de rosquillas y ponte cómoda, porque es todo un culebrón.

***

     Aunque es evidente que no recuerdo las palabras exactas, ni puedo asegurar el orden preciso de las frases, voy a transcribir de seguido el culebrón de Susana Mendoza, siendo lo más fiel posible a la narración de Ángel Vallecillo. Vamos con ello.

-          Ya te decía yo que el nombre y los apellidos de Susana los tenía guardados en el baúl de los recuerdos, solo que traspapelados. ¡Claro!, hace ya cinco o seis años que el asunto transcendió a los periódicos o, por más precisar, que fue noticia en El Heraldo de Miraflores pues, si no hubiese sido por este diario, las influencias de la familia de Salvador Onofrio lo habrían silenciado por completo… ¿Cómo, que no sabes quién fue Salvador Onofrio?... Pues yo creía que se le citaba en los libros del bachiller. Pero no importa, sigamos.

Todo empezó porque Onofrio, catedrático de Literatura en la universidad de Miraflores, despidió sin miramientos a Susana Mendoza, que hasta entonces estaba contratada como profesora ayudante en dicha cátedra. Contra lo que Onofrio esperaba, su ayudante no se conformó y lo demandó a él y a la Facultad de Letras por despido improcedente ya que, según ella, la habían cesado por sufrir una grave enfermedad de larga duración. Su jefe, sin perjuicio de admitir que Susana estaba, efectivamente, enferma, contraatacó alegando que aquella venía teniendo un bajo rendimiento, incluso cuando estaba sana, y, a mayores, osó aducir que la profesora carecía de las cualidades y actualización precisas para formar parte del personal docente de la universidad de la capital de la nación.

Es obvio que el tipo no midió el alcance de sus palabras, ni hasta dónde estaba dispuesta Susana a tirar de la manta. Era un ejemplo típico del engreimiento de un potentado al que se le suben a las barbas. No solo era catedrático, sino que, por encima de todo, se consideraba un poeta de relumbrón y tenía un éxito notable con las obras de teatro que por entonces estrenaba. Además, los Onofrio formaban parte de la crème de la crème de la sociedad capitalina y su suegro, navegante entre dos aguas, había conservado sus negocios turbios y el puesto de diputado, aún después de caída la dictadura militar.

La réplica de Susana, basada en sus publicaciones, en el testimonio de algunos colegas y en el hecho de que llevaba ya diez años de profesora sin ninguna queja, motivó la réplica de Onofrio, por medio de otras pruebas contradictorias, y así fue preparándose la tormenta. Quizá esta no hubiese estallado de no ser por el apoyo que en su enfermedad y pleito recibió la Mendoza del director de El Heraldo, llamado Enrique de Isla, un periodista de los grandes y al que no le tiemblan las carnes ante influencias ni amenazas; todavía más si, como era el caso, la profesora colaboraba ocasionalmente con el diario en la sección de crítica literaria. Y así, aconsejada, o por propia iniciativa, ante las invectivas de Onofrio, Susana ofreció al juez hacer una confesión bajo juramento, estando y pasando por sus consecuencias, cualesquiera que estas fueren. La otra parte no se opuso y el magistrado estuvo conforme con ello, harto -como estaba- de tantas medias verdades por parte y parte.

La bomba estalló, por así decir, de dos veces. En la primera, Susana afirmó que llevaba una buena porción de años siendo la amante de Onofrio, concretamente, desde sus tiempos de estudiante de Letras de vocación tardía. Ese había sido el principal motivo por la que el catedrático la había acogido entre sus ayudantes, y la ruptura de tal intimidad lo era ahora para ser despedida. Así pues, la grave enfermedad de Susana había desencadenado, primero, la separación de los amantes y, acto seguido, la cesantía académica; una y otra cosa -según ella- por no haber resistido el delicado estómago del catedrático las responsabilidades y las limitaciones que la enfermedad de Susana podía comportarle.

Era indiscutible la verdad objetiva de lo que Susana alegaba, pero Onofrio no dejó por ello de revolverse y negar los hechos en lo posible. Esto desencadenó la segunda explosión, que fue mucho más fuerte que la primera. La profesora agregó que, en lo tocante a su mala calidad literaria, tenía una prueba concluyente en contrario que presentar. Y, en ese mismo momento, previa admisión por el juez, puso sobre la mesa de este un voluminoso cartapacio, acompañado de un acta notarial en que se aseguraba que la señora Mendoza había exhibido y entregado temporalmente en la notaría todos los documentos que en el acta de enumeraban, cuyas fechas eran absolutamente fidedignas. ¿Y sabes que era todo aquello? Pues borradores, más o menos extensos, de los dramas y las comedias que el ilustrísimo Salvador Onofrio había registrado como propiedad intelectual suya y estrenado en los escenarios de todo el país en los pasados años, algunos de los cuales habían sido, incluso, traducidos y representados en el extranjero. Pero, como las fechas acreditadas ante notario eran bastante anteriores a los estrenos, quedaba de sobra aclarado que Susana Mendoza había sido la negra[3] de su catedrático y la artífice de sus triunfos como dramaturgo. ¡Figúrate la que se armó! Onofrio quedó en el más espantoso de los ridículos, con la ayuda de las punzantes ironías de Enrique de Isla en sus editoriales del Heraldo y de la actitud inmisericorde del público que, a cada representación de las obras onofrianas, gritaba y pateaba, reclamando la presencia de la autora. La esposa del catedrático promovió el divorcio por infidelidad y la universidad de Miraflores le abrió un expediente por comportamiento contrario a la ética académica y a la dignidad exigible a los profesores de su claustro. Pero, antes de que todo eso cuajara, Onofrio se pegó un tiro en su despacho de la Facultad.

***

-          Supongo que mucho de lo que te he contado te habrá resultado familiar, me dijo Ángel, al concluir su relato.

-          Desde luego -afirmé con alguna exageración-, aunque de lo que más me acuerdo fue de que nuestro profesor de derecho civil nos lo puso como caso práctico sobre derechos de la persona y propiedad intelectual.

     Vallecillo se echó a reír:

-          A eso lo llamo yo oportunismo… Menos mal que el de derecho penal no os lo planteó también, como un posible caso de inducción al suicidio.

     Como me figuro que a ustedes, a mí el suceso me había resultado curioso, pero no acababa de encontrar el motivo por el que Ángel lo juzgaba útil para intentar resolver el caso que teníamos entre manos. Con todo, anteponiendo la curiosidad al interés profesional, le pregunté qué había sido de Susana Mendoza después del macabro final de su antiguo amante. Me explicó lo siguiente:

-          Supongo que te referirás a su existencia aparente, pues ignoro el efecto que el suicidio de Onofrio causaría en su íntima sensibilidad y su carácter. Me consta que, superando al fin su enfermedad, ha seguido viviendo en Miraflores, un poco a la sombra de Enrique de Isla y del apoyo económico que este le ha procurado. Se rumorea que ha publicado algunas cosas bajo seudónimo: nada de teatro, sino poesía y relatos breves. No sé si eso es cierto y, por lo tanto, ignoro el éxito que haya podido tener y el beneficio económico obtenido.

-          Desde luego -comenté- mucho menos que si hubiese publicado sus memorias o escrito para la televisión con su propio nombre.

-          No creo que la familia de Onofrio y los capitostes de los medios se lo hubiesen permitido -objetó Vallecillo-. Pero vamos a lo nuestro. ¿Qué podemos sacar en limpio para tratar de resolver nuestro caso?

-          Pues así, de entrada, creo que no mucho, a no ser que ya tenemos claro por qué los organizadores de las bodas de plata olvidaron a tan polémica condiscípula. Cuando vuelva a ver a Agustín, le voy a decir cuatro cosas…

-          ¿Y nada más?, insistió el inspector con sorna. Quizá será porque, cuando te he hablado de la grave enfermedad de Susana, te oculté que se trataba del cáncer.

-          Ya me lo figuraba -afirmé sin mucho convencimiento-, pero no se me alcanza la importancia de que sufra de eso, o de una grave cardiopatía, o una insuficiencia renal, por ejemplo.

-          ¿No recuerdas -insistió Ángel- lo que nos comentó el juez de instrucción cuando fuimos a pedirle autorización para investigar acerca de las recetas de neurolépticos? Pues se refirió al cáncer como una de las dolencias que más necesitaba de tales medicamentos.

-          Como tantas otras -objeté, poniéndome a la defensiva-, solo que antes cité un par de ellas que tan vez no sean un buen término de comparación.

     Vallecillo decidió poner fin a la discusión de manera amistosa:

-          Sea como fuere -afirmó- tendremos que volver a los registros de recetas oficiales para ver lo que haya a nombre de Susana Mendoza en los últimos diez años. Yo le pediré permiso al juez y tú te encargas de examinar todo lo que nos manden desde Sanidad… Creo que es un reparto de tareas bastante justo -bromeó-. Y ahora ve sacando la bolsa de plástico para llevarte las rosquillas. Así, mañana no tendrás que desayunar de cafetería.

 


 

7.      Un paseo por Miraflores

 

     Las cosas se iban aclarando. Como era de esperar, había decenas de recetas a nombre de Susana Mendoza, aunque la mayoría databan de varios años atrás, que era cuando le habían diagnosticado el cáncer y llevado a cabo su principal tratamiento. Muchas de las prescripciones procedían del hospital de Miraflores, por el que logré enterarme de que la terrible enfermedad le había afectado a los pechos, uno de los cuales le había sido extirpado para tratar de parar el desarrollo tumoral. Pasada aquella época, las recetas de analgésicos, tranquilizantes y similares disminuía de manera notable, pasando a ser dispensadas por orden de médicos en consulta ambulatoria, entre los cuales iban predominando dos o tres nombres, para mí desconocidos. Pero la bomba, que he de reconocer con vergüenza que me dio un alegrón, fue la de que, cosa de un año antes del crimen del Central, las recetas habían vuelto a ser muy abundantes, siendo muchas de ellas ordenadas por galenos del hospital de Miraflores de la primera vez. La cosa estaba clara: La enfermedad de las seis letras había recidivado y el botiquín de Susana Mendoza había vuelto a rebosar de medicamentos capaces de dormir para siempre a toda su promoción de Leyes. Claro que esa intuición mía precisaba de una corroboración: la de cotejar los específicos recetados con aquellos cuyos restos habían sido hallados en los cadáveres de Mejías, Benítez y Plata. Tendríamos que llamar nuevamente a la puerta del juzgado para que los forenses nos informasen al respecto.

     Una siempre se lleva sorpresas con los compañeros y con Ángel aquella fue una de aquellas ocasiones. Cuando le hice ver que todo indicaba que la Mendoza volvía a estar muy enferma, pareció venirse abajo, como si se hubiese tratado de una amiga. Me atreví a preguntarle el porqué de una pesadumbre tan profunda y él me contestó con una frase, que resume mejor que ninguna su modo de ser, como persona y como policía:

-          Tiene triste gracia que vayamos a echar mano a un criminal cuando el destino ya le ha hecho justicia.

     Lo vi tan atribulado, que me dio por buscar motivos para aminorar su sentimiento:

-          Bueno, bueno. Está por ver si la Mendoza está en las últimas, o si ha sido realmente ella quien se cargó a sus tres compañeros. A fin de cuentas, no tenemos el móvil, y sin eso andamos a ciegas.

     Ángel, al escuchar la palabra móvil volvió a su natural estado de sabueso, y asintió:

-          Tienes razón; este asunto tiene aún cuerda para rato. Por lo pronto, como sugieres, vamos a tener una charla con los forenses, a ver si se mojan y no nos salen con lo de que la medicina no es una ciencia exacta.

      Pues no, los facultativos no invocaron esa manida disculpa, sino que confirmaron sin lugar a dudas que los principios activos de los medicamentos últimamente recetados a Susana Mendoza habían sido hallados en los tres cadáveres del Central, en cantidad suficiente como para producir su muerte.

      Nos hallábamos, pues, en uno de los momentos álgidos de la investigación, y bien que nos venía, pues Vallecillo había sido seriamente apercibido en mi presencia por el comisario de que, o hacía grandes progresos de inmediato, o sería relevado del caso y puesto a patrullar las calles. ¡Bueno era él para que le vinieran con exigencias infundadas de arriba! Preguntó con sorna al jefe:

-          ¿Patrullaré en coche o a pie? Porque, si es en coche, me gustaría que mi compañero fuese la subinspectora Cárdenas.

     El comisario estalló:

-          ¡La subinspectora y tú podéis iros a tomar por el culo!

     Ángel debió de comprender que las represalias podrían alcanzarme también a mí y rectificó:

-          Estaba de broma, comisario. La verdad es que Cárdenas y yo tenemos ya un sospechoso muy -pero que muy- prometedor.

     La palabra de Vallecillo era oro puro para sus superiores y, cuando él hablaba de un sospechoso muy prometedor era garantía de que había dado con el culpable. Así pues, el comisario sonrió satisfecho y le concedió una moratoria:

-          ¡Dos semanas, Ángel! Te doy dos semanas para que me traigas al criminal envuelto en celofán, atado con un lazo rojo.

-          No hay problema, replicó. Cárdenas es un primor a la hora de empaquetar.

     Salimos del despacho de la entrevista con sensación de alivio. Yo creo que el inspector lo sentía más por mí que por él.

-          Vamos a tener que aprovechar bien los próximos días -me susurró-. Tal vez sea aconsejable hacer un viaje a la capital.

***

     Preparamos el viaje en un santiamén. Por si acaso, me atreví a preguntar a Ángel:

-          Disculpa si me entremeto, pero no le habrá molestado a Berta que vaya contigo, porque, si es así, me quedo en Cañizal, que bien te valdrás por ti solo para lo que tengas que hacer.

     Ángel sonrió:

-          La invité a venir con nosotros, pero lo rechazó de plano. Me dijo que nos tenía suficiente confianza, como para que necesitásemos carabina.

-          Es un alivio, confesé. La verdad es que me hace ilusión seguir toda la investigación de cerca y darme un garbeo por Miraflores. Por cierto, ¿cómo piensas abordar a la Mendoza?

-          La cosa está aún muy verde para irle por derecho -opinó-. Tenemos que pisar un terreno bien firme, si no queremos dar un patinazo y acabar convertidos en patrulleros de barrio.

-          Conforme -asentí-. ¿Puedo ir haciendo algo para preparar el terreno?

-          No estaría mal que repasaras las recetas de Susana y vieses qué médicos son los que han firmado las del último año.

-          Hay tres que son con los que más ha consultado. Ahora mismo, me acuerdo de un tal doctor Aliaga.

-          ¿Carlos Aliaga, el oncólogo? -inquirió Ángel-. ¡Pues sí que es casualidad! Fue al que llevamos a mi suegra, que en paz descanse, cuando le diagnosticaron cáncer de hígado. Pasa por ser uno de los mejores del país, aunque, en mi caso, no pudo hacerse nada… Lo visitamos varias veces, así que espero que se acuerde de mí.

     Pensó unos momentos y prosiguió:

-          Por ese lado, no creo que necesitemos más. En otro orden de cosas, voy a telefonear a Enrique de Isla, el director de El Heraldo, para anunciarle nuestra visita. Es un tipo muy ocupado y no le gustan nada los policías, pero tratándose de mí, espero que haga una excepción.

-          ¿También lo conoces?, pregunté con un dejo admirativo.

-          Son ya muchos años en la brecha -se justificó-. Ya que me ha tocado conocer a cientos de delincuentes y miles de corruptos y cantamañanas, no ha estado mal el conocer a algún que otro sujeto como Enrique.

***

     El doctor Aliaga apenas recordaba a Ángel. En cuanto a mí, que lo acompañaba en la entrevista, me echó una mirada que me hizo suponer que no se creyó que fuese -como me presentó el inspector- una compañera policía en acto de servicio: Por supuesto, no en la tarea de investigar nada relacionado con Susana Mendoza, sino un caso imaginario que, por razones de sigilo profesional, se abstuvo de concretar. Vallecillo llevaba una falsa disculpa para explicar al doctor el interés por su paciente:

-          Verá, doctor, se trata de que la ausencia de Susana en las bodas de plata causó una notable decepción en sus compañeros y una gran preocupación a su madre, que ya sabe usted lo delicada que está la pobre. En fin, como yo tenía que venir a Miraflores para una diligencia y lo conocía a usted, me ofrecí a hacer la gestión de preguntarle por Susana, por si la razón de su inopinada ausencia hubiera sido un problema de salud, como el que la aquejó hace unos años.

     El doctor pareció tragarse el cuento, pero aún dudaba sobre revelar detalles sensibles de su paciente:

-          ¿Cómo es que sabían que soy yo el oncólogo que la está tratando?

     Vallecillo llevaba su respuesta perfectamente preparada:

-          Supongo que porque fue usted quien la viene atendiendo desde hace años. Además, creo recordar que nos lo confirmó doña Cecilia Muñagorri.

     Aquello bastó para vencer las reticencias de Aliaga. De corrido, nos confirmó que el cáncer, tras unos años de contención, había reaparecido con toda su virulencia, incluso con varias metástasis, de tal forma que -pese a la buena edad de la enferma- su consejo, aceptado por esta, había sido el de someterse tan solo a un tratamiento paliativo, no operándola, ni alargando artificialmente su vida.

-          Entre tanto -resumió-, estamos procurando que sufra lo menos posible, pero cada vez precisa de mayores cantidades de fármacos y estos le producen menos efecto. Así que comprenderán que no esté para festejos, por más que ella tiene un espíritu indomable y sigue tan guapa y arreglándose con todo esmero. Pero lo que no soporta, ni lo ha consentido nunca, es revelar a su madre lo grave que está. Siempre me dice lo mismo: Ya le hice sufrir bastante de joven.

-          Bueno, pues todo aclarado -afirmó Ángel-, pero no haremos uso de ello para no contrariar la voluntad de Susana. Bastará con decir en Cañizal que estaba de viaje, o cualquier otra excusa razonable.

-          Se lo agradezco -respondió el médico-. No querría que ella me abroncase por revelar su estado actual; tanto más, cuanto que, de un mes a esta parte, anda bastante inquieta, hasta el punto de que ha dejado de venir por la consulta, sin prevenirme de ello. La he llamado a su casa sin resultado y mi auxiliar de clínica ha recibido de su portero la respuesta de que se había ausentado de la capital… Se lo cuento a ustedes porque, al estar ella tan grave, me siento responsable de lo que le pase y he estado tentado de acudir a la policía…

     Vallecillo lo interrumpió con cierta vehemencia:

-          Siendo una persona mayor y en sus cabales, no creo que mis compañeros vayan a inmiscuirse en su vida privada, pese a las razones médicas que concurren. A fin de cuentas, ella ya conoce su tratamiento y sabe adónde acudir si se queda sin medicamentos. No obstante, por corresponder a su sinceridad, déjelo de nuestra mano. De manera reservada, haremos todo lo posible por localizar a la señora Mendoza y, en su momento, le daremos noticias.

-          ¡Muchísimas gracias!, exclamó Aliaga, muy aliviado. No olvidaré este favor que me hacen.

-          No es nada, doctor -replicó Vallecillo-. El deber no está reñido con la humanidad.

***

     Lo primero que comentamos al salir de la consulta de Aliaga fue lo alejado que parecía el doctor de la realidad del país: ¡Mira que no haber hecho ningún comentario sobre los crímenes que se habían producido durante las celebraciones a las que no había acudido su paciente!

     Me dio por ejercer de chistosa, lo que felizmente solo hago en contadas ocasiones:

-          Si los difuntos hubiesen sido médicos, seguro que se habría enterado; pero tratándose de abogados, lo mismo habría dicho aquello de que tres abogados fiambres era un buen comienzo[4].

     Ángel hizo oídos sordos y aludió a la huida de Susana, con preocupación:

-          Puede ser que quiera evitar a la policía, o puede ser que esté preparándose para morir sola, como dicen de los elefantes… En cualquier caso, es un contratiempo para nosotros, con el poco tiempo de que disponemos para aclarar el asunto.

     Hizo un alto en su exposición, para concluir:

-          Aliaga no sabe en dónde está, pero me parece que yo conozco a quien puede estar al tanto de ello. Desde luego, como no lo sepa él… Pero ese no es un despistado, como el doctor. Si sabe algo, vamos a tener que sudar tinta para sacárselo… En fin, vamos a comer, que las preocupaciones me han abierto el apetito.

-          Pero ¿puede saberse a quién te refieres?, inquirí, un poco acelerada.

-          Ya te hablé de él en Cañizal: Enrique de Isla, el director de El Heraldo. Precisamente mañana, a las diez y media, estamos citados en las oficinas de su periódico.

***

     Ángel no quiso ser muy explícito cuando le pregunté por las circunstancias en que había conocido, bastantes años atrás, a Enrique de Isla, pero me parecía evidente que la confianza que debía de existir entre ellos se había cimentado en los años de plomo de la dictadura. Conociendo a Vallecillo y habiendo oído hablar de Isla, imaginaba que, en un momento dado, este podría haber caído en las redes de la policía y aquél lo habría podido sacar de ellas con menos daño de lo habitual en aquellos tiempos.

     Enrique de Isla era, físicamente considerado, un hombrecillo bajito y delgado, de apariencia y ademanes nerviosos, con una voz cascada y chirriante que elevaba bastante más de lo necesario, prueba evidente de una incipiente sordera. Su edad, no lejana de los sesenta años, quedaba en evidencia por una calvicie prácticamente total y una notoria encorvadura de espalda. Pero lo que más me impresionó fueron sus expresivos ojillos azules que, pese a estar velados por unas gafas con cristales de mediano grosor, poseían un brillo y una penetración inusuales. Nada más entrar con Ángel en su despacho, los fijó en mí con una enojosa fijeza, que no desvió hasta que mi compañero me presentó como una poli de las de la nueva escuela, digna de toda confianza. Claro -agregó- que, si te resulta embarazosa su presencia, puedo…

-          ¡No, hombre, no! -rehusó el periodista-. A fin de cuentas, no creo que sea tan secreto lo que te trae de nuevo hasta mí, después de tanto tiempo.

-          Por supuesto que no -concedió Ángel, mirándome de soslayo-. Un asunto de trabajo, que he preferido despachar yo, en vez de pasárselo a esas lumbreras que tenéis en Miraflores.

-          Pues tú dirás, chico… Pero antes, tomemos un café largo, a la americana, como te gustaba antaño.

     Se levantó; tomó de una placa térmica una cafetera globosa de vidrio pírex y sirvió el negro brebaje en tres tanques de loza blanca, que llenó hasta el borde:

-          Para nosotros, precisó, sin azúcar. ¿Cómo lo quiere la señorita?

-          Con un poco de azúcar, por favor.

     De un azucarero de alpaca tomó un azucarillo con las pinzas; hecho lo cual, posó directamente las grandes tazas sobre su buró, apartando los papeles que lo atiborraban, y se sentó frente a nosotros con la mesa de por medio. Dejó pasar el tiempo justo para tomar un par de sorbos de aquel potingue y, como quien tiene prisa y juzga innecesarios los preámbulos, indicó:

-          Bien, Vallecillo, ¿qué te trae por aquí?

-          Nos trae -corrigió el inspector- un caso que estamos investigando oficialmente, bajo control judicial. Como director de El Heraldo, seguro que lo conoces. De hecho, mandasteis a Cañizal a un reportero cuando se produjo: El triple crimen del hotel Central.

     Diría que las pupilas azules de Isla atravesaron en aquel momento los cristales de sus gafas, mientras echaba adelante el tronco y garfeaba los dedos de ambas manos para asir los brazos del sillón en que estaba sentado. No hacía falta ser muy lista para comprender que nuestro entrevistado había sufrido un sobresalto mayúsculo, fruto de la sorpresa, pero también de tener mucho que ocultar.

 

 

8.      La conexión

 

     De Isla se recompuso con prontitud y decidió ganar tiempo, tomando pie en lo del envío de un reportero para cubrir la noticia del triple homicidio del Central:

-          Si has venido a verme -dijo a Vallecillo- para que te dé alguna primicia sobre lo de Cañizal, vas fresco. El corresponsal que allí envié es un poco lerdo y, además, la noticia, que para tu ciudad habrá sido el no va más, en la capital despertó un interés solo relativo.

     Ángel no era hombre al que se pudiera torear sin que reaccionara con energía, y a fe que no se quedó corto en esta ocasión:

-          Sí -admitió-, ya me di cuenta de que los capitalinos no prestaron mucho interés al triple crimen, a juzgar por lo pronto que El Heraldo lo retiró de sus páginas. La verdad es que me extraña tal indiferencia, habida cuenta de que, entre los asesinados, había un diplomático y un antiguo héroe de la revolución. De hecho, otros diarios todavía mantienen caliente el caso y no hacen más que meterse con la policía por no lograr avances ni detenciones. La verdad, Enrique, si no te conociera, diría que algo o alguien ha influido en tu periódico para que se olvide del asunto.

     Isla se puso inmediatamente a la defensiva, aprovechando el elogio que acababa de hacerle Ángel:

-          ¡Por supuesto que sigo terne en no dejar que nadie me mangonee! Pero ¿cómo has podido siquiera imaginar que El Heraldo puede tener algún motivo para tapar este asunto?

     Vallecillo no se dignó contestar, sino que lanzó una nueva andanada:   

-          Y, sobre eso de que tu periódico mandó a un reportero lerdo e incapaz de cazar alguna primicia, permite que te diga que es una verdad a medias. La primera persona de El Heraldo que estuvo en Cañizal fue una redactora o, por lo menos, una articulista, que tiene muchas tablas y que ¡menuda primicia que logró! ¡Como que ella creó la noticia!

     Isla dejó pasar unos instantes, con el rostro inexpresivo, antes de responder:

-          Como no te expliques mejor…

     Mi compañero era dueño absoluto de la situación, que manejaba a su antojo. En ese momento, decidió evocar un pasado que yo ya conocía:

-          Hablando de la importancia concedida a las noticias, me viene a la mente un pleito de hace bastantes años, que El Heraldo fue el único medio que mantuvo en el candelero durante semanas, cuando sus colegas de la prensa miraban para otro lado. Seguro que lo recuerdas: Empezó siendo un caso de despido laboral y acabó en el suicidio de un tipo famoso… Honorio creo que se llamaba…

-          Onofrio -rectificó Enrique el error intencionado de Vallecillo-, Salvador Onofrio. Pero ¿a qué viene ahora traer a colación un asunto tan rancio? Los tiempos cambian y no hay dos noticias iguales. Me permitirás -agregó con inoportuno orgullo- que, como director de un gran diario, decida cuándo hay que dar carpetazo a un suceso, o cuando no.


     El inspector decidió dejar de jugar con su presa y, como suele decirse, tirársele a la yugular:

-          Ya sé que no hay dos noticias iguales, pero en esta ocasión la protagonista es la misma: Susana Mendoza, tu protegida, ahora como antaño. Pero lo de este momento es demasiado grave como para que te dediques a ayudarla a fin de que eluda la acción de la policía. Conque desembucha y ve diciéndonos en dónde se esconde la señora Mendoza, si no quieres que empecemos a tratarte con la cortesía debida al encubridor de un triple asesinato que, al revés que a ti, nos urge resolver de inmediato.

     La suerte estaba echada y las cartas con que jugaba Ángel no era claro que bastasen para ganar. A fin de cuentas, lo único sólido con que contaba era la afirmación del doctor Aliaga, en el sentido de que Susana había dejado de ir por su consulta y se había ausentado de su residencia de Miraflores. Todo lo demás eran meras presunciones, todo lo sensatas que se quisiera, pero insuficientes para involucrar a De Isla en la huida y, menos aún, en la ocultación de la criminal. Pero aquella jugada de póquer tenía la ventaja de que había mucho que ganar y poco que perder. A fin de cuentas, lo único que apostaba Vallecillo era su amor propio.

     Enrique de Isla no estaba dispuesto a aceptar el envite de Ángel así como así, sin conocer lo que sabíamos de Susana y teníamos contra ella. Así nos lo dio a entender y el inspector, intentando rebajar la tensión y, al propio tiempo, darme parte en el juego, consintió y dijo:

-          Está bien. Anda, subinspectora Cárdenas, explícale a Enrique lo que nosotros ya sabemos y que, por cierto, él conoce tan bien como nosotros.

-          ¿Detalladamente o en esquema?, pregunté, dándome postín.

-          Con detalle -reclamó Isla-. Tengo todo el tiempo del mundo para escucharla.

***

     Mi narración, aunque escueta y procurando no revelar pormenores que aconsejasen reserva, fue suficiente para que en la cara de Enrique de Isla se pintaran la preocupación y el desencanto. Con todo, nuestros descubrimientos seguían teniendo notables vacíos y en destacarlos se empeñó nuestro periodista:

-          En resumen -opinó, después de pensar sus palabras cosa de un minuto-, por lo que me decís y, sobre todo, por lo que no me decís, no tenéis otra cosa que pruebas circunstanciales y conjeturas: Que si una vecina la vio en su casa de Cañizal por aquellos días; que si compra para su enfermedad y sus dolores medicamentos iguales o parecidos a los que mataron a esos tres sujetos… y para de contar. Ni una huella dactilar; ni una persona que la viese por el hotel; ni, en especial, un motivo medianamente razonable para vengarse de una manera tan feroz… Yo creía que, sin pruebas directas ni móvil determinado, la policía estaba a ciegas.

-          Enrique -intervino Vallecillo, con desdén-, tú, a tu periódico y déjanos a nosotros valorar si tenemos o no material con el que detener e inculpar a un sospechoso. ¿No comprendes que ya hemos dado con todo lo esencial para resolver el caso? Con la declaración de los familiares y una búsqueda básica en las biografías de los asesinados, hallaremos sin dificultad la razón de la venganza de tu amiga. De hecho, en el caso de Arcadio Plata, bien claro está que Susana Mendoza quiso hacerle pagar su delación y las tristes consecuencias ulteriores… Y, para la confesión y algunas otras cosillas, nos emplearemos a fondo con la sospechosa, tan pronto la detengamos, con tu ayuda o sin ella.

-          Muy fácil lo encuentras todo -ironizó Isla-. Primero, tendréis que encontrarla; y luego, sea culpable o no, habréis de vencer su voluntad de hierro. ¡No sabes lo fuerte que la han vuelto las muchas desgracias que ha sufrido en su vida!

     Ángel decidió mostrar su peor versión, cosa que me desagradó:

-          ¿Estás refiriéndote a la Mendoza de hace veinte años, o a la cincuentona que sufre un cáncer terminal con grandes dolores? Deja que caiga en las manos de nuestros expertos en interrogatorios y verás lo que le dura la arrogancia.

     Enrique no se vino abajo, sino que respondió de una forma que, en principio, juzgué muy acertada; tanto, que llegué a pensar que Vallecillo se había pasado de listo:

-          Ya sé de lo que sois capaces los policías: los de antes y los de ahora. Precisamente por ello, sepa o no el paradero de Susana, no voy a colaborar contigo… y puedes tomar las medidas que gustes, que bien sabré yo defenderme y contraatacar.

     Pero el periodista dio de pronto un giro a su actitud y, casi en tono suplicante, preguntó:

-          ¿No podéis dejarla morir en paz? Sea culpable o no, está en las últimas, a punto de morir… o de suicidarse. ¿Qué más te da? Hubo un tiempo en que parecías humano.

     Ángel no se inmutó. Con toda frialdad hizo el cálculo de las consecuencias de lo que se le pedía:

-          Lo que me pides es imposible. No me consta médicamente lo que le queda de vida. Podría aprovechar el tiempo que le diéramos para huir del país. Y, por encima de todo, si muere sin declarar, no tendremos su confesión y el juez puede considerar que el caso queda abierto y sin resolver. Me pondrían en la calle. No es que no pueda ganarme la vida de otra manera -añadió con suficiencia-, pero me gusta mi trabajo y no estoy dispuesto a tirar veinte años por la borda por hacer más grata la agonía de una señora a la que ni siquiera conozco.

     En aquel momento, de manera espontánea, decidí intervenir en el diálogo, de una forma que, si hubiese estado amañada, podría haber sido un ejemplo del juego del poli bueno y el poli malo:

-          Si el señor De Isla -sugerí- está en condiciones de facilitarnos el paradero de la sospechosa, yo podría hacer una vigilancia discreta del lugar durante el tiempo que el inspector Vallecillo considere oportuno concederle para que se entregue, o para que esté en condiciones de intervenir en las diligencias pertinentes.

      Los dos hombres me miraron boquiabiertos, pero más aún me quedé yo cuando, sin darle tiempo a Ángel de responder a mi ofrecimiento, el periodista lo aceptó, aunque con condiciones:

-          Me parece aceptable lo que propone tu compañera -dijo, dirigiéndose al inspector-, pero comprenderás que no soy quién para tomar decisiones sin consultarlas con la interesada. Así que, si me das unos minutos para hablar con ella, podré daros la respuesta.

-          Así que la tienes localizada, picarón, dedujo Ángel, echándose a reír.

-          En absoluto -replicó Enrique-. Simplemente tengo un número de teléfono donde localizarla. ¡Lo que darías tú por conocerlo, para localizarlo e intervenirlo!

-          Anda, anda -lo acució Ángel-, llámala, que no tenemos todo el día. Y, a propósito, puedes marcar el número de oculto, pero estaremos presentes en la conversación. Creo que lo comprenderás…

-          Perfectamente -replicó el periodista, cariacontecido-, pero es del todo innecesario: No está la pobre como para salir huyendo, ni ganas de ello que tiene.

***

     Vallecillo declinó la invitación a almorzar que nos hizo De Isla. De esta colegirán ustedes que las negociaciones dieron su fruto y se consiguió el resultado apetecido para lo que el inspector, visiblemente cansado y satisfecho, calificó como el cierre del caso.

     Yo supuse inicialmente que Ángel no había querido comer en compañía de Enrique por mantener las apariencias, pero pronto comprendí que el motivo principal era otro, a juzgar por el latazo que me dio durante todo el almuerzo, lanzando instrucciones y ofreciéndome toda clase de recomendaciones y sugerencias. Para que no se me escapase nada de importancia, anoté las indicaciones que me parecieron más importantes y originales. Él, observando que había muchas cosas que me decía que yo dejaba pasar sin escribirlas, me afeó tal omisión:

-          ¿No tomas nota de todo? Mira que el encargo tiene miga y la tal Susana es de las de colmillo retorcido.

-          ¡Qué me vas a decir -repuse, entre la guasa y el hastío-, tratándose de una señora que tiene cuatro cadáveres a sus espaldas!

-          Déjate de bromas -me afeó-, que, como la dejemos marchar al otro barrio sin dejarlo todo bien atado, nos van a volar con pólvora.

-          ¡Qué expresiones más exageradas te gastas!, repuse echándome a reír. Anda, déjate de miedos y amenazas, y dime que te pareció mi sorprendente salida en el periódico.

     Ángel prefirió apoyarse en el juicio ajeno, a dar de plano su propia opinión:

-           Que tenía razón en comisario cuando dijo que eras una funcionaria con iniciativa. Claro que luego agregó que no por ello dejas de respetar a los mandos, sobre lo cual empiezo a tener mis dudas.

-          ¡Cómo puedes decirme eso, si de tanto querer parecerme a ti, estoy por ponerme un bigote postizo! Anda, tranquilízate, que estaremos en contacto permanente y, tan pronto se me plantee un problema o algún interrogante, te telefonearé, sea la hora que sea. Claro que si, contradiciendo lo prometido a De Isla y a la Mendoza, quieres venir tú también al balneario, o sustituirme…

     Me contestó de una forma que no he olvidado, y que evidenciaba que sabía poner sus valores por cima de sus miedos:

-          Eso, de ninguna manera -aseguró-. Está por la primera vez que haya faltado a mi palabra o despreciado la valía de un compañero, y vamos a seguir así, aunque nos juguemos el puesto… Mientras estés con Susana en el balneario, el caso es tuyo y solo acudiré si te pasa algo, o si me llamas.

     Lo dijo con cara muy seria, pero enseguida se acordó de un detalle que le hizo sonreír:

-          Mira que, con la de baños que hay por todo el país, tenía que elegir uno a pocos quilómetros de Cañizal. Será que quiere morir cerca del lugar que la vio nacer.

-          Sea como fuere -estimé-, esa cercanía nos viene de fábula para nuestro trabajo.

-          Y seguro que te gusta el sitio-concluyó Ángel-. Es un edificio precioso. No tiene mal gusto doña Susana, no.

 

 

TERCERA PARTE: MORIR EN UN BALNEARIO

 

9.      Los primeros momentos

 

     Ángel y yo nos despedimos en los jardines del balneario. Habíamos hecho el viaje desde Miraflores de un tirón. Se le notaba lógicamente preocupado por el riesgo de llegar al Salitral y encontrarse con que Susana hubiese desaparecido o, incluso, pasado a mejor vida. Quizá por ello no hizo ninguna parada y mantuvo durante todo el viaje un sorprendente silencio, como si no encontrase cosas nuevas que advertirme o aconsejarme. Solo al llegar y detener el coche, antes de que yo tuviera la oportunidad de descargar el equipaje, me hizo sucesiva y telegráficamente las siguientes observaciones:

-          Confirma, en cuanto entres, que la señora está presente y con vida, haciéndome una seña en uno u otro sentido… Localiza al policía de servicio y ponte de acuerdo con él para montar la vigilancia… Está ya acordada una guardia las veinticuatro horas, con tres turnos de un agente cada uno… Telefonéame a las diez de esta noche para ponerme al tanto de lo que haya acontecido.

     Salió del vehículo para ayudarme con la maleta, pero no fue necesario: un mozo uniformado del balneario realizó el servicio. Vallecillo se quedó al pie del coche, respirando el aroma de los pinos al incipiente frescor de la atardecida, tras un día tan caluroso como era de esperar un dos de julio en la región. Yo tomé la senda enarenada, siguiendo a mi porteador y, al abrirme este la puerta de la terraza encristalada que daba acceso a la fachada principal del edificio, no pude creer lo que veía: El propio señor De Isla se levantó de una butaca y comenzó a hacerme señas, llamando mi atención. Junto a él, en una tumbona, una señora de mediana edad, con el simple atuendo de balneario, en color azul, depositaba en ese momento su bebida en el velador y parecía mirarme con curiosidad. Me acerqué muy decidida y, de buenas a primeras, pregunté: ¿Doña Susana Mendoza Muñagorri? Confirmada por ambos tal identidad, regresé a la entrada y desde ella hice con la mano al inspector el gesto habitual de asenso. Ángel volvió a meterse en el coche y desapareció, supongo que camino de Cañizal.

     Isla parecía muy interesado en entablar conversación cuanto antes, pero yo tenía cosas más urgentes que hacer. Contacté con el policía de guardia, que me esperaba en la recepción y retoqué un poco su criterio para la vigilancia, respetando en todo momento la pauta ordinaria en este tipo de casos y la experiencia que parecía denotar por su edad. Seguidamente, me registré en el balneario, si bien ya tenía reservada habitación a mi nombre. Habiendo comprobado que me la tenían preparada en la planta inferior a la que ocupaba la señora Mendoza, indiqué que me cambiaran al segundo piso, para estar más próxima a ella. El encargado rezongó, alegando que el establecimiento estaba al completo, pero acabó prometiendo que haría el cambio al día siguiente, si bien no me garantizaba que mi nueva pieza se abriera a la fachada principal. Es lástima -se lamentó- porque perderá usted el disfrute de la magnífica terraza. Como se comprenderá, la advertencia no me afectó en absoluto: Tenía más y mejores cosas que hacer que tomar el sol o el fresco en la veranda.

     Una ducha de agua fría y, quizá también, el ambiente tranquilo y casi campestre que se respiraba en el balneario, me relajaron más allá de lo que habría imaginado un rato antes. Procuré no demorarme en el cuarto de baño; desempaqueté solo lo más preciso, y vestida de manera informal, bajé al encuentro de la pareja que presumiblemente me esperaba. Pero solo encontré a Enrique de Isla, con la misma impresión de nerviosismo que me había dado a mi llegada. Aclaró:

-          Susana empezaba a encontrarse cansada y ha decidido subir a descansar a la habitación. Con todo, me ha prometido que hará lo posible por bajar a cenar al restaurante. Tiene mucho interés en charlar contigo… ¿Puedo tutearte? Es que con esta edad…

-          Sin problema, Enrique -asentí-. La verdad es que Susana tiene buen aspecto para lo que yo esperaba por las referencias. En fin, me da la impresión de que eres tú quien está más interesado en conversar. De modo que aquí me tienes.

     El periodista sonrió con la cara del niño pillado en falta y admitió su urgencia por hablarme:

-          Lo comprendo: Te habrás asombrado de la prisa que me di en llegar hasta aquí. Ni comer en condiciones me he permitido, pero es que quería dulcificar el encuentro entre Susana y vosotros. Y he dicho vosotros, porque dudaba mucho de que Vallecillo cumpliera a rajatabla su promesa y se quedase a la puerta.

-          Pues, ya ves -bromeé-, ejerzo sobre el inspector un gran ascendiente y lo tengo dominado. Claro que -añadí más en serio- me ha leído la cartilla hasta términos extremadamente minuciosos.

-          Estoy seguro de ello -replicó sonriendo-. Por eso he estado feliz de que Susana nos dejara solos. Hay bastantes cosas que tenemos que comentar y que me siento más libre charlando de ellas a solas.

-          Pues tú dirás. Si puedo, te daré inmediata respuesta y, si no, se las plantearé a Ángel por teléfono.

***

-          Ante todo -inició De Isla-, te habrás hecho una pregunta elemental. Después de todo lo que hizo para culminar su vida y con el estado terminal en que ya se hallaba, ¿cómo es que Susana está pasando por este trago de persecución policiaca, en vez de poner inmediatamente fin a su existencia, de un modo u otro?

     Bien mirado, el interrogante tenía su fundamento, aunque las respuestas podían ser muy variadas. Lo cierto es que yo no me lo había planteado y así se lo expuse a Enrique:

-          No me atrevo a contestarte. Puede ser que Susana no tenga decidido suicidarse por razones religiosas, o que no imaginara que la íbamos a pillar tan pronto… ¡Qué sé yo!

-          Pues yo sí que lo sé, y esa es la razón principal por la que la he estado encubriendo y ahora, que no tengo otro remedio, he conseguido de vosotros las mejores condiciones posibles para que se entregue.

     Y, de manera escueta, me explicó dicho motivo:

-          A la mañana siguiente de la escabechina, Susana me llamó por teléfono al despacho, suplicándome que acudiese a su casa de Miraflores porque necesitaba como nunca de mi ayuda. En una hora me encontraba allí, para recibir la luctuosa noticia, que te aseguro ni imaginaba siquiera. Lo que quería de mí tenía que ver con una complicación legal de índole económica, que le había venido a la mente en el último momento, recordando seguramente sus conocimientos jurídicos de estudiante.

-          Así que ni fue la religión, ni el instinto de supervivencia -inferí-, sino la prosaica economía…

-          Mujer, dicho así… Te explico. Desde que le diagnosticaron el cáncer, Susana tenía hecho testamento a favor de su madre, cuya edad y desarreglos mentales exigirían cada vez mayores gastos en cuidados de todas clases. El único elemento patrimonial de cierto valor -de mucho valor, decía ella- era su piso de Cañizal…

-          Sé dónde está y conozco el inmueble -le aclaré-. Está un poco destartalado, pero es muy céntrico y amplio: Puede valer un pastón, si lo rehabilitan o se convierte en oficinas. Pero yo creía que el piso también era de la madre…

-          Te equivocas. Lo compró en su día el padre de soltero, con lo que heredó de sus familiares. Según eso, al morir el tal don Francisco, pasó toda la propiedad a Susana…, y ahora viene la complicación. Siendo ella la única dueña, aunque se lo legase a la madre, los familiares de las víctimas del hotel Central tendrían todo el derecho del mundo de echarse sobre el piso para cobrarse las indemnizaciones que fijasen su día los tribunales. Resultado: La madre se quedaría solo con la pensión de viudedad, del todo insuficiente para pechar con los gastos de la residencia y todo los demás.

-          Ya veo -afirmé con demasiado optimismo-. ¿Y qué maquinasteis para dejar sin un céntimo a las familias de las víctimas de Susana?

-          No seas cruel, Pamela, que más necesidad tiene de dinero doña Cecilia Muñagorri que los allegados de los tres fallecidos. En fin, se me ocurrió celebrar una dación en pago ante notario: Yo me quedaba con el piso de Susana, a cambio de condonarle todos los anticipos, préstamos y abono de facturas que le había ido haciendo para afrontar los mayores gastos de su enfermedad. Dando al piso el valor que por el momento tenía, el acuerdo resultaba muy razonable. Claro, por más prisa que nos hayamos dado, los trámites llevan su tiempo y no hace ni una semana que hemos firmado el documento final ante el notario de la cercana localidad de Mota del Castillo, quien tuvo la gentileza de desplazarse hasta el balneario en vista del delicado estado de salud de la otorgante.


     Me abstuve muy mucho de alarmar al caritativo director de El Heraldo, poniéndole de manifiesto la dudosa eficacia de tan tardía transmisión del inmueble, toda vez que incluso había sido posterior a los crímenes de Susana, por lo que era más que discutible que el derecho de Enrique pudiera primar sobre las reclamaciones indemnizatorias que pudieren hacer las mujeres e hijos de los asesinados. Dejé, pues, que mi informante prosiguiera la relación de aquel paripé jurídico, que me explicó así:

-          De esta suerte, vengo a quedar como una especie de ejecutor de la verdadera voluntad de Susana, pues hipotecaré o venderé el piso y, con lo que se obtenga, iré pagando cuanto doña Cecilia pueda necesitar.

-          Está bien, comenté algo hastiada de tan premiosa explicación. Queda claro a qué os habéis estado dedicando Susana y tú durante estos días, digamos, de propina en la vida de aquella.

-          Solo en parte -me corrigió De Isla-, pues aún hay más y bastante más importante para Ángel y para ti.

-          Pues explícamelo, por favor, que ya me tienes sobre ascuas -le dije de forma exagerada-.

-          Para convencer todavía más a Susana de que no se quitase de inmediato la vida -aclaró Enrique-, también le animé a que ordenara todos los papeles que me constaba tenía guardados, como notas biográficas, poemas, relatos breves, etcétera, así como su amplio archivo fotográfico. Es probable que, de tratarse solo de eso, no me hubiera hecho caso, pero unido a lo del piso de Cañizal, aceptó. En consecuencia, cargué todo aquel maremágnum en el coche cuando la traje al Salitral. Cuando puedo, me escapo de Miraflores y vengo a ayudarla con la ordenación del material y… ahí es donde está el motivo de interés para vosotros.

-          Al grano, por favor, Enrique -le supliqué-, que se acerca la hora de la cena.

-          Es verdad, perdona, se excusó. Con los datos y los recuerdos que toda esa documentación está trayendo a su mente y a su ánimo, está redactando un relato pormenorizado de lo que pasó en Cañizal aquellos dos días y de los motivos que tuvo en cada caso para matar a aquellos conocidos suyos de la Facultad. Y estoy seguro de que la historia os interesa sobremanera pues Susana no está dispuesta a ofrecer una confesión de los hechos, si no es reflexionando con toda calma y sin la agobiante presencia de unos policías o de una porrada de togados en un juzgado de instrucción.

-          Hombre, Enrique -le advertí-, estando ella como está, no creo que hubiera ningún problema para tomar la declaración aquí en el balneario, de forma relajada y con la menor cantidad de asistentes posible…

-          Es inútil, Pamela. Susana lo ha decidido así y, para que surta un efecto suficiente en la causa, entregará su relación en sobre cerrado al notario y que este levante acta de la persona que se lo entrega y demás circunstancias. Incluso, si lo queréis, podéis intervenir como testigos en la diligencia.

-          ¡Testigos y algo más!, exclamé con disgusto. Antes de cerrar el pliego y dárselo al notario, Ángel y yo habremos de leerlo y dar el visto bueno a su contenido, en lo relativo a que contenga todos los elementos que puedan hacer de él una verdadera confesión de los crímenes.

     De Isla maduró su respuesta durante unos momentos. Finalmente, dijo:

-          Llevas razón, y no creo que Susana tenga inconveniente, siempre que solo lo leáis vosotros y que, si exigís algún retoque, sea por motivos estrictamente legales. Yo mismo puede estar presente y asesorarla, para que no ponga obstáculos.

-          Más le vale aceptar -repuse en tono amenazante-, si no quiere que la tratemos como a cualquier otro criminal que se encuentre enfermo.

     De Isla se sintió molesto por el tono de mis palabras y replicó, no sin argumentos:

-          No forcemos la situación, no sea que Susana decida algo irremediable y nos quedemos todos con un palmo de narices… Desde luego, todo iría mucho mejor si procurases caerle bien y ganarte su confianza. Dadas las circunstancias -agregó-, pienso que no te sería difícil… ¿De cuántos días disponemos, antes de que Ángel haga efectivo su ultimátum?

-          No más de cuatro o cinco -calculé por lo bajo-. Son los que nos quedan para presentar al comisario el caso como resuelto.

-          Pues habrá que darse prisa -concluyó-. A ver si no se le recrudecen los dolores. La verdad es que el ambiente y las aguas y tratamientos de aquí le están viniendo muy bien.

***

     Allí que nos encontrábamos, sentadas las dos a la mesa en el restaurante casi vacío. De manera repentina, tras subir un momento a la habitación de Susana para ver cómo se encontraba, Enrique se despidió de mí aduciendo que al día siguiente tenía que estar sin falta en el periódico, por lo que iba a emprender viaje de inmediato a Miraflores, a ver si podía llegar a tiempo de tomar un bocado y acostarse. Se me ocurrió indicarle algo, que él aceptó encantado:

-          Guardando la debida reserva, creo que le vendría bien a la enferma que la visitara el doctor Aliaga y, en su caso, le renovara recetas y tratamiento.

-          Me parece perfecto -opinó Enrique-, aunque no creo que, con sus ocupaciones en la capital, pueda desplazarse hasta aquí.

-          Pues que envíe a un colega -sugerí-. En todo caso, que sepas que tienes mi autorización para que visite a Susana un médico de su confianza.

     De modo que esa fue la razón por la que faltó a la cena el periodista. En cuanto a los clientes del hotel, se ve que preferían la terraza al aire libre o la cafetería, buscando lugares más frescos, pero se equivocaban: La temperatura del restaurante era muy agradable y el empaque sin ostentación de la sala, tapizada en color salmón y con suelo de ajedrezado albinegro, favorecía la intimidad y una amable conversación en baja voz.

     La verdad es que fui solo yo quien cenó en condiciones, pues Susana, con estricto régimen, hubo de conformarse con un consomé con yema y una manzana asada. Para mí fue una bendición pues, no teniendo apenas que masticar ni tragar, la señora Mendoza emprendió el sendero de la charla, que mantuvo durante toda la cena, que yo procuré alargar demorándome en la ingesta.

-          ¿No habías estado aquí hasta ahora? -comenzó preguntándome-. Es lógico. A los jóvenes de hoy no os da por los balnearios; como mucho, un spa urbano y gracias. En época de mis padres y de tus abuelos todavía tenían éxito y eran considerados una verdadera fuente de salud. De niña, estuve aquí con mis padres. Claro que entonces estaba muy degradado: Cosa de los militares, que se empeñaron en utilizar parte de sus dependencias como cuartel. Pero mis padres venían de todas formas. Mi padre…

-          Don Francisco -precisé-.

-          ¡Eso! Seguro que el charlatán de Enrique te habrá hablado de él… Pues a lo que iba, que padecía de una enfermedad de la piel -psoriasis creo que se llama- y las aguas de aquí le venían estupendamente. Dicen que son de las que más sales tienen de Europa. El caso es que también a mí me mitigan los dolores y las angustias. Será también por la tranquilidad que hay aquí; bueno, la que ha habido hasta ahora.

     Comprendí que la puntada me iba dirigida, pero opté por fingir que entendía otra cosa y seguir tirándole de la lengua:

-          Cierto. En el verano se ponen de bote en bote estos establecimientos y no todos los huéspedes saben comportarse… Pero continúa, por favor.

-          Pues nada. Te hablaba de mi padre. ¡Cuánto me acuerdo de él, precisamente ahora y en este sitio! Ya sabrás que murió hace un montón de años, todavía joven; de un infarto, dijeron. No sé… El caso es que era un hombre fuerte, con un trabajo importante, director provincial de La Previsora Nacional, una aseguradora muy fuerte entonces y ahora… El caso es que se lo llevó Dios -como decía mi abuela- en un santiamén, sin que ni siquiera pudiese despedirme de él. A mi madre su falta la destrozó: Nunca volvió a ser la misma; se le agrió el carácter y ha acabado por desarrollar una especie de senilidad, que llaman alzheimer[5], y ahí está, en una residencia desde hace varios años, y sin visos de acabar pronto su triste existencia.

     Por unos momentos calló y paso una triste mirada por varios de los bodegones que colgaban de las paredes. De repente, cambiando por completo de tema, me preguntó:

-          ¿Y tú? ¿Cómo demonios te ha dado por meterte en ese mundo de hombrones furibundos y de sabuesos ladinos?

     Lo dijo con un dejo burlón, que me impulsó a no tomárselo a mal y contestarle de manera asimismo festiva:

-          Pues ya ves, consecuencia de una indigestión de criminología y por alejarme de un amor que me hizo mucho daño.

     Lo dije sin segunda intención, pero Susana, tomándomelo en serio, replicó con énfasis:

-          Has hecho muy bien. Por más que te creas fuerte y dominadora de la situación, los hombres, si les das la menor oportunidad, te arruinarán la vida. Eso me ha pasado a mí, y por dos veces, para que veas que no son solo errores de la adolescencia, ni se aprende necesariamente de las desgracias pasadas. No te diré más por ahora -susurró- pues lo estoy poniendo por escrito para ese asuntillo que tú y yo tenemos entre manos. Así que podrás leerlo en su momento y sacar las oportunas consecuencias. Aun así -sonrió-, se me hace duro que, para quitar de en medio un amor desengañado, no veas otro camino que el de meterte a policía.

     Le réplica me salió fulminante y sin pensar:

-          Tampoco ha sido muy común el tuyo, que digamos, amiga Susana.

     La señora quedó en suspenso unos momentos, para prorrumpir seguidamente en una carcajada sonora e incontenible, que agitó durante un minuto su vestido suelto y sus escasas carnes. De la risa pasó a un ataque de tos, que debió de repercutir en sus dañadas vísceras. Un rictus de dolor apareció en su rostro, haciéndome levantar y acudir a su lado, tratando de calmarla con una copa de agua y unas palmaditas en la espalda. Comprendí que lo mejor sería retirarse:

-          Ven, Susana, -le dije-. Salgamos a la terraza.

-          Mejor será que me lleves a la habitación -me rogó-.

     El camarero, solícito y ya experto en estos trances, avisó a un mozo para que nos acompañara. Susana, empezando a reponerse, se percató de que la cena estaba impagada.

-          Camarero -indicó-, cargue la cuenta a mi habitación, la 205.

-          De ninguna manera -rectifiqué-, hágalo con cargo a la mía, la 220.

     Y, cogiendo del brazo a mi acompañante, le dije al oído:

-          Si me comportase de otro modo, estaría cometiendo cohecho.  

 

 

10.  Idas y venidas

 

     El día siguiente fue relativamente tranquilo. En conversación telefónica de la noche anterior, Vallecillo había consentido en que organizase el día a mi manera, con tal que siguiera ganándome la familiaridad de Susana, ya que le aseguraba que iba por buen camino. ¡Pero ni un día más de asueto! -agregó-. No sabes la de equilibrios que tengo que hacer con el comisario para explicarle por qué no podemos detener de inmediato a la criminal y obligarle a que cante.

     A eso de las siete y media de la mañana, llamó a mi puerta el agente de guardia, para avisarme de que la señora acababa de salir de su habitación, en albornoz y zapatillas, de lo que colegía que bajaba al balneario. A toda prisa me vestí de la misma guisa, con el atuendo que me había facilitado al ingresar la gerencia de baños y, tras perderme un par de veces en el camino, fui a dar al recinto de la gran piscina termal, justo a tiempo de percatarme de que Susana, ya en traje de baño, se disponía a sumergirse en el líquido elemento. Hice yo lo propio, dejando la ropa sobrante en una silla de extensión y me acerqué a la escalerilla, con mi mejor sonrisa de madrugón, y ayudé a mi objetivo a bajar los escalones, sujeta a la barandilla, al tiempo que le decía:

-          ¡Buenos días! Se madruga, ¿eh?

-          Qué remedio, hija, -contestó jovial-. Hoy hay que trabajar.

     Dimos la vuelta a la piscina, deteniéndonos para sufrir el impacto de los chorros de agua salada a presión que, a cada trecho, invitaban a someterles una determinada parte del cuerpo. Fuimos de la mano de unos a otros y Susana hasta intentaba flotar en horizontal y dar unas brazadas, con tan poca seguridad, que opté por sujetarla por la barbilla o el pecho. Noté por su rubor y jadeo que empezaba a agotarse, por lo que la invité a salir de la pileta. La ayudé a secarse y, por propia iniciativa, tras ponerse el albornoz, fue a sentarse a la vera de la gran cristalera del ventanal del fondo, a través de la cual se columbraban los pinos, todavía velados por la neblina matinal. Iba yo a hacer lo mismo, cuando me detuvo:

-          ¿Serías tan amable de extenderme por el cuerpo este potingue que me ha recetado el médico del balneario para la sequedad de la piel? Entre tanto, voy a pedir que nos traigan el desayuno. Yo suelo tomarlo aquí siempre que puedo… Privilegios de la mala salud y la buena propina.

     Era realmente doloroso friccionar y acariciar aquel cuerpo mutilado, todavía en buena edad, reducido a poco más que los huesos y una piel fláccida, de un blancor nacarado, que transparentaba las venas como un modelo anatómico. Terminé con la pomada y, tomando un peine, atusé su cabello, corto y ralo, que enseguida cubrió con una toalla, a modo de turbante. A lo lejos, vimos llegar al camarero, con una mesa de ruedas y los servicios de desayuno para ambas. El suyo consistía en un zumo de naranja natural y un cruasán abierto con mantequilla. Yo había optado por un café bien cargado y dos tostadas, con aceite de oliva, una y la otra, con zumo de tomate.

-          ¿No te animas con un par de huevos fritos con beicon? -me preguntó, entre solícita y burlona-. Una policía tendrá que comer mucho para lidiar con los malhechores.

-          Así sería -repliqué cortésmente-, si hubiera por aquí malhechores, pero yo, por ahora, no he visto a ninguno.

     Se me quedó mirando, como no sabiendo qué contestar o, tal vez, no juzgando necesaria la réplica. El caso es que me salió por donde menos me esperaba:

-          ¿Cómo es que disteis conmigo tan pronto? ¡Yo que creía haber actuado como una profesional…!

     Decidí simplificar y dar juego con mi respuesta a una sabrosa conversación:

-          Fue cosa de dos: el inspector Vallecillo y el profesor Onofrio.

     Susana dio un fuerte respingo al escuchar este último apellido, que repitió alzando mucho la voz:

-          ¡Onofrio! Pero ¿cómo…?

     De manera breve le expliqué que el inicio de las pesquisas exitosas había surgido de la publicidad que Susana Mendoza había tenido, años atrás, como consecuencia del asunto judicial con el citado profesor. Mi interlocutora sonrió con tristeza y musitó:

-          El bueno de Salvador… Tenía que hacerme daño hasta después de muerto. Claro que, tal y como estoy, no creo que la cosa tenga la menor importancia. Porque, por lo demás, espero que no me vayáis a cargar también con su suicidio…

     Iba a responderle negativamente, pero, dando mi contestación por obvia, no la esperó para iniciar uno de sus soliloquios, conmigo como simple testigo:

-          No creas todo lo que dijeron los periódicos o, por mejor decir, aquello no era toda la verdad. Tuvimos días buenos, ¡qué digo!, tiempos maravillosos: los primeros, claro. Superados en parte mis trastornos postraumáticos, me matriculé de Letras en Miraflores, a la vez que trabajaba en las oficinas de El Heraldo y hacía los bolos culturales que me conseguía Enrique de Isla, mi ángel de la guarda. Yo ya tenía veinticinco años y, por eso y por otras cosas, sobresalía de mis compañeras. Salvador se fijó en mí y yo, escarmentada solo a medias, me dejé querer y acabamos siendo amantes. Luego, me contrató como ayudante suya y llegamos a ser en todo como uña y carne. ¡Mujer!, no voy a decir que fuese un camino de rosas. En la universidad todo eran habladurías y sarcasmos, por los que él pasaba con indiferencia y desprecio, pero yo tenía que apechugar en el día a día con alumnos y colegas. Tampoco voy a negar que me chupaba la sangre, literariamente hablando… ¡Pero qué hombre! Atento, generoso, atractivo y un amador como nunca podría yo haber imaginado que pudiera existir, fuera de las películas y las novelas. Además, hubo un tiempo en que estábamos tan unidos, que llegué a sentirme su verdadera mujer, más allá de que no fuera posible que él se divorciase, ni que yo pudiese estar a su lado notoriamente en muchas ocasiones… ¡Claro!, ya sé que no se portó bien conmigo cuando llegó el momento en que más lo necesité. Lo cierto es que quizá yo también esperé demasiado de él y reaccioné con severidad. ¡Y bueno era Salvador para aguantar quejas y diatribas! Así que, de lo uno a lo otro, y al final acabamos odiándonos o, cuando menos, haciéndonos el mayor daño posible. Parece increíble, pero, cuando nos llegó la noticia de su muerte, Enrique y yo brindamos con champán. ¡Y qué brindis! Vergüenza me da ahora recordarlo. ¡Que Lope de Vega le enseñe en donde esté a construir una buena comedia!... Ya ves, ahora que me toca a mí emprender el camino de la eternidad, sola y hecha un cadáver en vida, me pregunto de qué me habría servido tenerle a él de sostén; o si yo, que tan fuerte me he sentido en ocasiones, habría sido capaz de sufrir y de apoyarlo, de ser él quien me hubiera necesitado.

     El sol había empezado a entrar a raudales por la cristalera y su luz cegadora empezaba a darnos de plano. Aproveché el momento para invitar a Susana a cambiar de ubicación. Ella se disculpó:

-          No, no, retirémonos ya. Es tardísimo -añadió consultando el gran reloj del recinto-. ¡Menudo royo te he soltado! Pese a todos los pesares, sigo siendo una charlatana incorregible, y tú me escuchas con tanta atención… En fin, hay momentos en que una no puede menos de repasar ciertos retazos de la vida. Hoy le ha tocado a Salvador, pero tranquila, que no voy a agobiarte con mis otros hombres. Lo de los demás ya lo he puesto por escrito: Parte quedará en mi declaración para el juez y el resto lo conservará Enrique con mis otros papeles personales. Claro que me estás cayendo tan bien -afirmó, con un guiño-, que a lo mejor te autorizo para que los leas.


***

     A eso de mediodía, me encontraba tomando notas en la cafetería, cuando se me acercó el policía de guardia, para consultarme:

-          Acaba de llegar un médico que dice que viene de Miraflores, con la intención de reconocer a la señora Mendoza y hacer las prescripciones oportunas.

-          Tráigalo a mi presencia para decidir lo que hacer.

     En efecto, se trataba de un ayudante del doctor Aliaga, enviado para hacer sus veces. Le indiqué que la paciente se encontraba por el momento bajo vigilancia policial, por lo que, respetando en lo esencial la intimidad de los actos médicos, habría de informarme al terminar la consulta de las prescripciones que hubieran de tomarse. El galeno que, por su edad y semblante, parecía nuevo en semejantes lides, se limitó a balbucear:

-          Sí, ya entiendo… El doctor Aliaga me ha informado…

-          Venga -le indiqué-, le acompañaré hasta la habitación de la enferma o, si lo prefiere, al consultorio médico del balneario.

-          En principio, mejor en la habitación, afirmó.

     Por consideraciones humanitarias, opté por quedarme fuera durante la entrevista clínica, que duró una media hora. Al salir, el doctor se dirigió a mí alarmado:

-          Está muy mal -afirmó-. No sé cómo puede resistir solo con descanso, baños y medicamentos ordinarios. Mi consejo es que sea trasladada de inmediato a un hospital, con vistas a aplicarle un tratamiento de sedación, bajo constante y estricto control médico.

-          Mucho me temo, doctor -repliqué-, que no pueda cumplimentarse todo lo que me dice, así como así. No obstante, como no depende de mí, lo pondré en conocimiento de mis superiores y del director médico del balneario.

-          No, si ya sé que hay problemas para hacer lo que aconsejo, reconoció el galeno. Para empezar, la propia paciente lo ha descartado terminantemente. Dice que está aquí muy bien atendida; que se siente mucho mejor de lo que yo opino, y que, total, para morirse, mejor en un ambiente como este, que no en el guirigay de un hospital.

-          Pues ya ve, doctor, como están las cosas. De todos modos, me comprometo a avisar al punto al doctor Aliaga, si doña Susana cambia de opinión o viniere a perder el conocimiento.

-          No creo que se pueda hacer más, reconoció el médico. De todas formas, ya le he dejado, por consejo del doctor Aliaga, un buen número de específicos, con la pauta de administración. Algunos son inyecciones… Supongo que habrá personal para ponérselas, o para controlar un gotero.

-          Por descontado -lo tranquilicé-. Esto no es un hospital, pero se le parece.

     Me miró con cierto desdén y respondió:

-          Ustedes, los profanos, lo interpretan todo a su conveniencia.

     Lo despedí y subí de inmediato a la habitación de Susana. Me estaba esperando:

-          No te apures, Pamela -me dijo, nada más entrar-. No quieren sino salvar su responsabilidad y meter a los incurables en una de esas blancas catedrales del dolor. ¿Para qué?, me pregunto yo. Ya sé que estoy en las últimas, pero, por lo pronto, aquí estoy y aquí me quedo. Acércame la bata, por favor, que necesito ir al baño.

-          Escucha, Susana -le rogué-, no te hagas la valiente y, en todo lo posible, sigue los consejos del médico. Ahora mismo voy a llamar al del balneario para que esté al tanto de lo que se necesita.

-          Por el momento -aseveró-, ponerme una inyección intramuscular de este analgésico. Se me había acabado hace tres días y lo echo mucho de menos.

-          Avisaré a la enfermera, ofrecí.

-          ¿No sabes tú ponerla? En Miraflores yo no iba al practicante y me la ponía la asistenta.

-          ¡Estás como una cabra! -exclamé con una risotada-. Además, tienes menos culo que un poste de la luz.

     Esta vez fue ella quien soltó la carcajada, pero se recompuso de inmediato:

-          No me hagas reír, que tengo muy flojos los esfínteres, advirtió.

     Y echó a paso vivo hacia el cuarto de baño.

***

     La tarde empezó fastidiosa. Apenas habíamos terminado de comer, apareció Ángel y me estropeó el ratito de siesta que había iniciado en un butacón de la biblioteca:

-          ¿Qué tal? -dijo, acercándoseme sigiloso-. ¿Estás sola?

-          Ya lo ves, dije de mala gana, reprimiendo un bostezo. Susana está descansando en su habitación; de forma que no creo que faltes a tu palabra, si te quedas dentro del edificio unos momentos.

-          He pasado por aquí -explicó con una media verdad- porque me ha llamado Enrique a la comisaría, para decirme que mañana se llegará hasta aquí para dar los últimos toques a la confesión de Susana y quedar con el notario, a fin de que venga al balneario y extienda acta, ante él y nosotros, de lo que le manifieste la señora Mendoza, así como de la entrega de los pertinentes documentos.

-          Fenomenal, Ángel. Verás como mañana termina todo y a plena satisfacción por nuestra parte.

-          También me comentó que lo había llamado Aliaga, alarmado por el estado de su paciente. A ver si la va a diñar antes de firmar su declaración ante notario…

-          Tranquilo, colega -le dije con retintín-. La señora me ha prometido no morirse hasta quedar a bien con nosotros, cumpliendo lo prometido… En serio, Ángel, yo la veo aceptablemente y con buen ánimo. Prueba de ello es que ha rechazado de plano el hospitalizarse, como le sugirió el ayudante de Aliaga.

-          No, si ya… -gruñó el inspector-. Me ha comentado De Isla que, entre las aguas del Salitral y tu amable compañía, parece muy recuperada.

-          ¿De qué te extrañas, hombre de poca fe? -inquirí a punto de echarme a reír de mi propia grandilocuencia-. ¿Acaso no has leído La curación por el espíritu[6]?

-          No he tenido tiempo hasta ahora, doctora Cárdenas, pero le prometo subsanar esta imperdonable falta tan pronto concluyamos felizmente este caso.

     Todavía estábamos hablando, cuando se nos acercó un empleado del hotel, que me traía un recado, de parte de la señora de la 205.

-          ¿De qué se trata?, pregunté preocupada.

-          Ha telefoneado la señora, que si puede contar con usted hacia las siete de esta tarde, para dar un paseo por el jardín y llegarse hasta la capilla.

-          Contéstenle que no hay problema, que sobre esa hora pasaré a recogerla a su habitación.

     El mozo se retiró. Suspiré quejosa y dije:

-          ¡Qué se le va a hacer, Ángel! Ya no sé si lo hago por conseguir nuestro propósito, por piedad, o porque esa triple asesina está empezando a caerme bien.

     Vallecillo respondió de una forma que me desconcertó del todo:

-          Subinspectora Cárdenas, empiezo a creer que usted llegará a ser una excelente policía.

     Dejó sobre la mesa una nota manuscrita con los deberes para el día siguiente; se levantó; posó por un momento su mano en mi hombro y, sin más palabras, se alejó.

***

     La tarde era aún bochornosa, con el sol alto en el horizonte. Los pinos, espaciados y de recogida copa globosa perdida en las alturas, servían a duras penas para ofrecer una sombra sin frescor ni continuidad. Con todo, Susana, tocada con una pamela color avellana y protegida por una sombrilla japonesa, me insistió con dulzura en su propósito de hacer el breve recorrido hasta la pequeña capilla que, enjalbegada en tono crema, relucía más allá del estanque. Cuando llegamos a ella, mi acompañante hizo intención de abrir la puerta, pero esta se encontraba cerrada. Menos mal que yo había tomado una precaución para este evento:

-          Tranquila, Susana. Me han facilitado la llave en recepción.

     Abrí y lo primero que hizo fue sentarse en uno de los cuatro bancos colocados en el interior. Saqué de ello la conclusión -que se manifestaría errónea- de que lo que había querido con entrar era poder sentarse y refugiarse del sol. Pareció rezar o pensar un par de minutos y luego me explicó:

-          No me vendría mal elevar una oración, por mi alma y las de mis víctimas, pero la verdad es que no creo mucho en esas cosas, como tampoco mi padre. En cambio, mi madre siempre ha sido muy rezadora y, de hecho, me trajo aquí con ella más de una vez; solo que entonces la capilla era más historiada, a lo modernista. Se conoce que, cuando la guerra, la estropearían con el mal uso, o la abandonarían. La han debido de rehacer luego en estilo más actual. De todos modos, me recuerda a mi madre, ahora que ella ni idea tendría de haber estado aquí. Y con todo… ¿Sabes por lo primero que preguntó cuando entró en la residencia en que ahora se encuentra? Pues por la capilla. ¡Menos mal que la regenta una congregación de monjas!, pues ahora hacen muchas sin un lugar donde recogerse y rezar. En cambio, no hay una sin gimnasio, cuando la mayoría de los asilados están en silla de ruedas. Cosas del progreso…

      Regresamos dando un rodeo, empeñada ella en que yo viera la piscina al aire libre, circundada de césped. El esfuerzo la cansó y nos sentamos en un banco del sendero principal que conducía al balneario, bordeando el estanque con juegos de agua, festoneado de floridas begonias y alegrías. Susana volvió a su propensión al soliloquio; en este caso, a propósito de sus padres:

-          ¡Cuán diferentes eran, pero qué bien se llevaban! Cierro los ojos y me los imagino sentados aquí mismo, disfrutando de esta espléndida restauración del balneario que ellos conocieron medio arruinado. ¡Nada te digo, si la pensión les hubiera llegado para una habitación con terraza, como aquella en que su hija agoniza! No pudo ser y me siento culpable por ello. Yo era una cría y eran tiempos de jarana y de revuelta. Tuve que caer de lleno en aquellas violentas vilezas, en que participábamos como en un juego de patriotas, con nosotros de sabihondos protagonistas. Algo te dejaré escrito sobre ello, que te aclarará a lo que aludo. El caso es que destrocé mi vida y, con ello, la de mis padres, de los que era hija única. Ya te he contado que mi padre murió de un ataque al corazón, pero tengo para mí que le estalló de tanto sufrir por mi causa, sobre todo, por cómo me dejaron aquellos miserables. Y mi madre tampoco lo resistió, aunque a su modo. Se encerró en sí misma y no ha dejado de considerarme culpable desde entonces. ¡Y ahora el alzhéimer! Primero no nos entendimos por terquedades y resentimientos; ahora, ella vegeta y yo me muero sin poder tener un gesto de cariño y de perdón que ella entienda. ¿Qué quieres que te diga? En estos últimos días lo pienso, lo pienso mucho, y acabo por estimar que obré como lo hice, no tanto por vindicar lo que me hicieron, sino por haberme dejado sin padres. Tal vez sea que empiezo a buscarme subterfugios… ¿Qué opinas tú?

     Me pilló tan de sopetón la peliaguda interrogante, que hubo de repetírmela. Contesté -creo recordar- con estas, o parecidas, palabras:

-          Para poder opinar con fundamento tendría que conocerte bien y que me fueses completamente indiferente, circunstancias ambas que no concurren en mí.

     Y, sin esperar la posible réplica, me puse de pie y la ayudé a levantarse. En silencio anduvimos por el sendero y llegamos al hotel. Solo entonces tomó la palabra para decirme:

-          Subiré a la habitación y no me esperes para cenar, que me siento algo indispuesta. Avísame por teléfono cuando termines y espérame en la biblioteca, pues me gustaría comentarte algo esta noche, ya que mañana parece que voy a tener un día muy atareado.



 

11.    Algunas clarificaciones

 

     Susana me dejó muy intrigada con su prisa por comentarme algo, pese a su alegada indisposición. No obstante, para darle más tiempo de reponerse, cené pausadamente y subí a mi habitación, por razones de higiene. Al concluir, pasadas ya las diez, crucé el pasillo y llamé al cuarto 205. Al verme, Susana, que estaba todavía en bata, sentada en una butaca, me recibió encantada:

-          No sabes -me dijo- lo que te agradezco que hayas venido a visitarme en mi cuarto. De otro modo, tendría que haberme excusado contigo, pues tengo un desarreglo intestinal que, por ahora, me tiene recluida en la habitación.

-          ¡Cuánto lo siento!, lamenté. Si lo prefieres, aviso a la enfermería y dejamos la charla para otro momento.

-          No hay para tanto -rechazó-. Me pasa con frecuencia y, como es natural, ya tengo el consejo médico y el medicamento adecuado para arreglarlo en unas pocas horas. Así que siéntate y préstame atención durante unos minutos, que lo que voy a decirte es una nadería. No nos llevará mucho tiempo.

     ¡Vaya! -pensé-, otro monólogo de los suyos. Con todo, por cortesía, tomé asiento frente a ella y me la quedé mirando de hito. Enseguida empezó su parlamento:

-          Como comprenderás, me importa poco lo que piense de mí el común de los mortales, incluyendo en él a los jueces, los familiares de los fallecidos y los pocos o muchos que, en los próximos días, se molesten en leer las reseñas del éxito policiaco en los periódicos. Pero sí siento la necesidad de sincerarme contigo y de revelarte mis pensamientos respecto de un tema en que puedo haberte dejado una impresión falsa y del que, desde luego, no considero pertinente hacer ninguna revelación en el relato que he de dejar escrito para las diligencias judiciales.

Ahora, que ya tienes una idea de que el amor y el desamor han estado detrás de lo que les hice a esos tres hombres, estarás tentada de juzgarme como una mujer atormentada y desmedida que, al cabo de treinta años, ha sido capaz de tomar venganza fría y cruel de hechos que cualquiera en su sano juicio hubiese superado mucho tiempo atrás. Bueno, para juzgarme certeramente en este aspecto, primero habrás que tener una idea de lo que cada uno de ellos me hizo y de las consecuencias de ello. De eso no voy a hablarte ahora, puesto que, dentro de unos días, Enrique te entregará por encargo mío una copia de lo que él ha escrito, resumiendo cuanto sucedió en mis tiempos de estudiante. Pero sí deseo expresarte que no soy una persona amargada ni débil, de esas que no saben superar los desengaños del amor, ni valorar en sus justos términos lo que importa amar y ser amada, por poco tiempo que dure ese encanto. Si en mis palabras encuentras algún ejemplo o estímulo para que tú puedas superar situaciones similares, me sentiré muy satisfecha y bien recompensada.

Ya hemos hablado del profesor Onofrio, de lo mucho que lo quise y de la forma desatentada en que acabó nuestra relación, a cuenta de su cobardía por no arrostrar mi cruel enfermedad. Y, sin embargo, pasados los momentos álgidos de nuestra discordia en los tribunales, no ha habido día que no haya rememorado los muchos buenos momentos que pasamos juntos, ni dejado de sentirme afortunada por haberlos vivido. Gracias a ellos, sé que existe el placer del amor, y no solo sus tristezas. En suma, querida amiga, contra lo que pudiera haberte parecido en una primera impresión, no soy de los que, descontrolando sus recuerdos, comparten el mensaje aquella hermosa canción: Plaisir d’amour ne dure qu’un moment. Plaisir d’amour dure toute la vie[7].

     Con sensación de fatiga, interrumpió su disertación mientras yo, mentalmente, cantaba el estribillo que Susana había recordado. Me trajo de nuevo a la realidad su voz, ahora mucho más centrada en lo que profesionalmente podía interesarme:

-          Sin remontarme tan atrás, es posible que el amor que aún vive en los recuerdos esté detrás de un punto que, sin duda, os podrá interesar a tu jefe y a ti, y que recogeré en mi versión de los hechos, pero sin aludir a su dudosa motivación. Me refiero a que, en aquella noche, lejos de acabar con Berto de la manera rápida e impersonal con que lo hice antes con los otros dos, opté por pasar la noche con él, como ambos lo habíamos soñado en nuestra adolescencia y que, para mi desdicha, entonces decidimos postergar. Dígame, inspectora -cambió de registro con sorna-, ¿por qué cree usted que lo hice? ¿Fue porque ya era muy tarde para meras pláticas y yo me encontraba, a la vez, exaltada y exhausta? ¿Fue porque Berto apenas probaba el alcohol, y más habiendo ya tomado alguna copa en la cena de la promoción? ¿Sería porque, en cambio, si aceptó tomar de madrugada una taza de café, para proseguir nuestros deliquios amatorios? ¿O fue, más bien, porque el amor no está reñido con la muerte y ya era hora de sacar los atrasos, antes de que fuese imposible realizarlo?

Como profesional especializada en los móviles de los criminales, ¿qué opina usted?

     Por afectuosa sinceridad, o por compensarla su penosa labor de introspección, le contesté:

-          Como a ti -supuse-, me gustaría creer que fue por amor.

     Susana sonrió y quedó como ausente. Finalmente, encontró un motivo bien triste para darme la razón:

-          Supongo que tienes razón, cuando menos, en lo que a Berto concierne. Nadie que no me quisiera se habría solazado con mi cuerpo de ahora, mutilado y consumido.

***

     Llevaba razón Susana al decir que tendría el día siguiente muy atareado, si bien no sería así solo para ella. Estaba yo dando cuenta de un buen desayuno en la cafetería, cuando entró en esta Enrique de Isla. Creo que hizo por no verme, ya que por lo temprano -las siete y cuarto de la mañana- no había otros clientes en el recinto. Fue a sentarse a la mesa más alejada de la mía y recuerdo que pensé: Dada la hora, lo más probable es que haya pernoctado en el balneario.

     Terminé antes que él mi almuerzo y di un rodeo al salir para saludarlo. Dijo sorprenderse de verme levantada tan pronto y agregó:

-          También yo llevo un buen rato en pie. Cuando acabe de desayunar, me pondré en contacto con Susana para dar los últimos toques a su declaración y llamar luego al notario. Ayer por la tarde me llamó Ángel y ya sabes lo apurón que es. Me dio un ultimátum para hoy a las diecinueve horas.

-          Supongo que aceptará prorrogarlo hasta las veinte, o las veintiuna -conjeturé-. El caso es que todo esté concluido y conforme antes de que acabe la tarde y podamos irnos tranquilos a cenar.

-          En todo caso -concluyó el periodista-, no tenemos tiempo que perder. A ver si Susana tiene hoy un buen día.

     Si Enrique había madrugado, Ángel no le fue en zaga por mucho. Poco antes de las nueve, apareció por la puerta del balneario, en el que entró sin el menor rebozo.

-          ¡Hola, jefe!, le dije risueña. ¿Ya se ha levantado la prohibición de acceder a esta casa de salud?

-          Déjate de monsergas -respondió cortante-. O acabamos hoy mismo, o llamo una ambulancia y me llevo a la señora a la enfermería de la cárcel de Villaumbrosa. ¡Palabra!

-          Tranquilo, que ya lleva Enrique un rato con Susana, dando los últimos toques. De todas formas, sería bueno que le hicieses saber que andas por aquí, por si tiene alguna duda o comentario que hacerte.

     Apenas había pasado aviso a De Isla por un mozo -como yo le había sugerido-, cuando asomó Enrique por la puerta, con una abierta sonrisa; tan abierta, que presagiaba buenas noticias. Y así era, en efecto:

-          Hemos tenido suerte -afirmó-: Susana se ha levantado hoy muy decidida y ya se sabe que, cuando esta mujer está resuelta a hacer algo, no hay dolor ni diarrea que la pare. Por otra parte, me he hecho acompañar de un compañero de El Heraldo, que es un portento como mecanógrafo. Espero estar al final de la mañana en condiciones de pasaros el borrador de la manifestación de Susana, por si se os ocurre añadir algo. El notario ya está avisado para que venga por aquí tan pronto esté todo preparado.

-          Está bien -aprobó Vallecillo, ya más tranquilo-. Pamela y yo estaremos esperando tu aviso.

-          Perfecto -aceptó De Isla-. Si tuviéramos que cambiar impresiones, nos veremos en la biblioteca. Tu compañera sabe en dónde queda.

***

     No es cosa de detallar las varias idas y venidas que a lo largo de la mañana hicieron Ángel y Enrique por el camino de la biblioteca. La verdad es que casi siempre se trataba de tiquismiquis: algún añadido acerca de intenciones o circunstancias de lugar y tiempo de algún hecho; corrección de erratas -el mecanógrafo, seguramente por estar nervioso, no resultó tan bueno como nos lo habían anunciado-, etcétera. Finalmente, a eso de la una de la tarde, el documento quedó listo para entregarlo al notario. Enrique procedió a avisar a este y quedamos en reunirnos para los últimos trámites a las cinco y media. Yo me las prometía muy felices cuando De Isla nos invitó:

-          Ya que esta tarde hemos de reunirnos todos, sería bueno que Susana te conociera antes -dijo, dirigiéndose a Vallecillo-. La mejor forma sería comiendo juntos… Estáis invitados por cuenta del director de El Heraldo.

     Ángel, cortésmente, declinó la invitación:

-          No me tomes a mal que no acepte, pero seguro que no sería un comensal ameno, dando vueltas todo el tiempo a lo que tenemos entre manos. Será mejor que Pamela y yo tomemos un tentempié en la cafetería, mientras repasamos la copia de la declaración y cambiamos impresiones acerca de los últimos detalles. No obstante, tendré mucho gusto en saludar a la señora Mendoza minutos antes de que empiece el acto notarial.

-          Como gustes -replicó Enrique, con gesto de incomodo-. Supongo que el notario optará por reunirnos a todos en la biblioteca. Bajaré con Susana unos minutos antes de las cinco y media para hacer las presentaciones.

     Cuando se retiró Enrique, Vallecillo se disculpó conmigo:

-          No me lo tomes a descortesía con Enrique, ni mucho menos a prepotencia contigo, pero no me encuentro a gusto en esta situación y no veo el momento de que llegue a su fin.

-          Tranquilo, Ángel, dije haciendo de tripas corazón. Me quedo con lo más agradable que has dicho para mí: Nada menos que cambiar impresiones conmigo acerca del meollo del asunto. Es todo un honor.

     A Ángel no le cayó bien el tonillo de broma y me respondió enfurruñado:

-          Tienes todo el derecho de que te consulte y tenga en cuenta tu parecer; claro que, si prefieres ir a comer con tu amiga, me las arreglaré yo solito.

     Verdaderamente, cuando Vallecillo estaba con la neura, se ponía imposible.

***

     Llegaron el notario y su oficial con absoluta puntualidad cuando todavía estábamos esperando Ángel y yo que bajasen Susana y Enrique. Mi suposición a este respecto oscilaba entre una indisposición de última hora o el rechazo a la prevista ceremonia de las presentaciones. El caso es que, para ir ganando tiempo, el notario nos preguntó:

-          ¿Han decidido ya quiénes serán los testigos del acto? Convendría saberlo para que mi oficial vaya tomando nota y dejando constancia de sus documentos de identidad.

     Vallecillo y yo nos quedamos mirándonos abobados. Ni se nos había ocurrido pensar en ese requisito. Menos mal que, en ese mismo momento, hicieron por fin acto de presencia De Isla y Susana, portando el primero una carpeta, de la que inició la saca de documentos. Yo lo detuve:

-          Dice el señor notario que hace falta que designemos unos testigos del acto.

-          Dos serán suficientes, puntualizó el fedatario.

     Como nosotros antes, Enrique y Susana se miraron perplejos, interrogándose acerca de petición tan imprevista. De Isla sugirió, mirando a Vallecillo:

-          Por parte de doña Susana, puedo serlo yo mismo. Elegid vosotros, entre Pamela y tú.

-          ¡Ah, no, de ninguna manera!, rechazó Ángel con vehemencia, no sea que luego se pongan peros a la declaración alegando que ha sido testimoniada por personas interesadas.

-          Procuren que los testigos no tengan interés directo en el asunto -advirtió el notario- y decidan pronto, que tampoco la cosa tiene tanto misterio.

     El inspector pareció tener de pronto una iluminación:

-          ¡Un médico del balneario! Pamela, avisa que localicen al de guardia, que venga acá de inmediato.

     Cinco minutos después, teníamos ante nosotros a un joven doctor, con bata, maletín de instrumental y fonendo al cuello:

-          ¿Quién es la enferma? ¿Qué le pasa?, preguntó desalado.

-          Tranquilícese usted, recomendó el notario. Es tan solo para que nos sirva de testigo.

-          ¡Ah, no!, exclamó el doctor enfadado. Eso no entra dentro de mis deberes profesionales.

-          ¿Permiten ustedes un momento?, dijo con flema Vallecillo, mientras, echando mano a su placa oficial, se llevaba al galeno a una esquina de la biblioteca.

     Al cabo de un minuto, regresaron ambos hacia nosotros. El médico venía manso como un corderito.

-          Todo resuelto, afirmó Ángel. Podemos empezar cuando ordene el señor notario.

     Unos cuarenta minutos después, la diligencia quedó conclusa, con la firma de Susana, los dos testigos y el notario. Este entregó una copia simple a Susana y otra a Vallecillo, quedando a disposición del juzgado competente para enviarle las adicionales que necesitase. Seguidamente, se retiraron Susana y Enrique. Este, al pasar junto a mí, me entregó un sobre cerrado, tamaño folio, pronunciando estas palabras: De parte de Susana. El doctor finalmente preguntó a Vallecillo:

-          ¿Me necesita para alguna cosa más?

-          Espero que no, doctor -contestó Vallecillo sonriendo-. Al parecer, gozo por el momento de buena salud.

     Cuando nos quedamos solos en la gran sala, inquirí:

-          Ángel, ¿a qué tu interés porque fuese testigo el doctor, quisiera que no?

-          Porque podrá servirnos también como testigo para el caso de que nos vengan con que la señora Mendoza no estaba en condiciones de actuar, me explicó.

     Me dejó valorar por unos momentos su perspicacia. Luego curioseó a su vez:

-          ¿No vas a abrir ese sobre para que nos enteremos de su contenido?

-          Creo saber de antemano lo que hay dentro -repuse, con expresión enigmática-, pero, ya que muestras tanto interés, lo leeré en tu presencia.

***

     Conforme a lo prometido y esperado, el sobre contenía una mayor aclaración sobre cuáles habían sido las relaciones de Susana joven con los tres hombres a los que tantos años más tarde asesinó. Algunos detalles ya figuraban en la declaración que había entregado al notario; otros eran nuevos y poco o nada conocidos. Por lo escueto y seco de la redacción, supuse que esta sería obra de Enrique, sobre los datos que le habría facilitado previamente Susana. En cualquier caso, lo escrito rezaba así:

Adalberto Mejías

     Era miembro de una familia amiga de la de la madre de Susana y correligionaria en épocas anteriores de luchas y sufrimientos, de los que una y otra habían salido reducidas y escarmentadas por otra dictadura militar, antecesora de la de su época.  Adalberto era muy estudioso, sentimentalmente frío y enemigo del compromiso político, como de cualquier otro que le supusiera cierto sacrificio.

     Susana y Adalberto vivieron un romance, iniciado en la preadolescencia, que duró hasta su primer año en la universidad. En un primer momento, Susana vio el mundo con los ojos de su novio y fue un apéndice de su brillantez intelectual, hasta el punto de matricularse sin vocación en Leyes, por la mera razón que Adalberto lo había hecho.

     Los padres de ambos jóvenes y ellos mismos veían su relación amorosa como naturalmente abocada al matrimonio, pero, ya en la universidad, se interpuso entre ellos otro compañero de curso -al que más adelante se aludirá-, con mucho más carácter y encanto que Adalberto, a quien ganó la partida con su vitola de activista político contra la dictadura y sus ofertas a Susana de que se incorporase a dicho movimiento.

     De entrada, Susana trató de seguir con Adalberto, ganándoselo para que se uniese a la corriente antigubernamental. Al negarse el joven, surgieron desavenencias entre ellos y, finalmente, su ruptura. Esta última resultó inevitable cuando Adalberto informó a los padres de Susana de los pasos políticos peligrosos en que andaba su hija, y ellos reaccionaron severamente, en especial, la madre, que había sido la más golpeada por los sucesos pasados. Susana se indignó con Adalberto por la delación, que vio como una traición moral con propósito ventajista. A partir de entonces, la relación entre ellos fue de hola y adiós, hasta finalmente desaparecer.

     Cuando Susana fue detenida por la policía política, Adalberto se limitó a interesarse formulariamente por ella. Al ser liberada, la visitó una sola vez, ofreciéndose a ayudarla para que prosiguiera sus estudios. Susana rechazó dicha proposición, alegando que no se encontraba en condiciones mentales ni físicas para continuar la carrera. Entonces Adalberto se despidió con el formal ofrecimiento de estar a su disposición. Por cambios de residencia, por azar, o adrede, el hecho es que nunca más volvieron a encontrarse.

Ricardo Benítez

     Fue el condiscípulo activista que, como hombre y como revolucionario, ganó a Susana para la acción política y, finalmente, en la intimidad sexual. Él la impulsó a unirse a las Fuerzas Universitarias de Combate (FUC), que entonces y en Cañizal eran poco más que grupos promotores de manifestaciones, huelgas y publicaciones ilegales. Susana era ya entonces una buena escritora, por lo que se volcó en la redacción de hojas volanderas, pasquines y artículos en la revista clandestina Ardor, así como en la edición y reparto de esta.

     Finalmente, cuando las FUC se involucraron en actividades de tipo violento, como sabotajes y atentados contra profesores derechistas, la policía reaccionó contra ellas con eficacia y fuerza, yendo por Benítez, uno de sus líderes caracterizados. Este, advertido a su debido tiempo de la operación, escapó sin avisar a nadie, ni siquiera a Susana. Ello dio lugar a que Susana y otros compañeros activistas fuesen detenidos.

     Susana fue presionada y torturada para que revelase el paradero de Ricardo Benítez, cosa que no pudo hacer por desconocerlo. La policía, creyendo que no quería delatarlo, la retuvo y trató con suma dureza durante dos meses. Finalmente, fue puesta en libertad, destrozada física y anímicamente, lo que influyó seguramente en la muerte de su padre al año siguiente. Su madre, juzgándola responsable última de todo lo sucedido, se alejó moralmente de Susana, siendo esa una de las razones por las que, cuando empezó a salir de su marasmo, Susana dejó Cañizal y marchó para Miraflores, manteniendo en lo sucesivo con su madre un contacto superficial y esporádico.

     Mucho menor aún fue el trato con Ricardo Benítez, de quien se sabe que se mantuvo oculto en el campo durante años, hasta la caída de la dictadura. Fue entonces cuando Benítez reapareció por Cañizal en compañía de una joven embarazada, Camila Ruiz, a quien había conocido durante su enclaustramiento. Pese al importante papel político que jugó en los primeros años de la democracia, Benítez en ningún momento se tomó preocupación alguna por Susana, ni siquiera hizo por volver a verla.

Arcadio Plata

     Iba camino de presentarse a los exámenes a la policía de la Unidad Especial de Información y Defensa, abandonando sus iniciados estudios de leyes por haberse quedado sin la beca con la que los había iniciado. Aprovechando esta situación, la policía política lo financió para que siguiese en la universidad, ejerciendo funciones de confidente en el curso del que formaban parte, entre otros, Adalberto Mejías, Ricardo Benítez y Susana Mendoza. En su ejercicio de esa tarea, Arcadio conoció de las actividades subversivas de Benítez y de la propia Susana. Atraído por esta, le advirtió del peligro que corría si continuaba colaborando con Ricardo Benítez y le ofreció su valimiento para el caso de que abandonase a aquel y fuera más cariñosa con él mismo. Susana, indignada, despreció a Arcadio Plata. Al ser detenida por la policía poco después, Susana supuso que el despechado Arcadio había pasado a la policía la información sobre la relación amorosa entre Susana y Benítez y, en consecuencia, la alta probabilidad de que ella supiese en dónde estaba escondido su novio.

     Es cosa segura que, durante la detención de Susana, Arcadio apareció por la comisaría y le hizo ver que no tenía otra salida que la de delatar a Benítez, toda vez que nadie podía creer que no supiese dónde se ocultaba el huido. Comoquiera que la joven no pudiera facilitarles ese dato, Arcadio abandonó sus tentativas y la dejó por imposible. A partir de entonces, las torturas para que Susana cantase adquirieron más y más intensidad. Entre ellas, se produjeron repetidas violaciones de la muchacha por parte de hombres encapuchados. Por su conocimiento de la voz de Arcadio y de los giros y expresiones peculiares de su lenguaje, Susana llegó al convencimiento de que uno de sus violadores fue su condiscípulo Plata, quien practicaría tal crimen, al menos, en dos ocasiones.

     Al ser puesta en libertad, aunque no volvió por la Facultad, Susana vio por la calle a Arcadio en varias ocasiones, pero él hizo como si no la conociera.

     Al caer la dictadura, Arcadio Plata desapareció inmediatamente de Cañizal, por lo que todos supusieron que se habría acogido a la seguridad de alguna población lejana, donde no fuera conocido su pasado de colaborador con la policía política del periodo militar.

 

 

12.    Un lugar para morir

 


     Estábamos a dos días de cumplirse el plazo perentorio que el comisario había dado a Vallecillo para que resolviera el caso a su modo, es decir, sin interferencias agobiantes de terceros. Otro policía que estuviera tan urgido por sus superiores habría salido corriendo a Cañizal con la confesión de Susana, tan pronto se hubiese marchado el notario. Pero Ángel era de una pasta especial. Tras perder un buen rato leyendo y releyendo las mini biografías de los tres asesinados, me dijo con toda la flema del mundo:

-          No me apetece a estas horas coger el coche para Cañizal. Voy a telefonear a mi mujer para decirle que no iré a dormir. Entre tanto, pídeme una habitación en este hotel.

-          ¿No convendría que llamases también a nuestro jefe para darle la buena nueva?, pregunté en plan provocativo.

-          Me dio dos semanas, ¿no?, replicó. Pues voy a tomármelas hasta el último minuto.

     Parecía la rabieta de un niño respondón, pero lo cierto es que el inspector tenía un sexto sentido en su trabajo. Una hora después nos disponíamos a dar buena cuenta de la cena, cuando apareció por el comedor Enrique de Isla. Se acercó a nosotros muy sonriente y, tras un escueto ¿puedo?, se sentó a nuestra mesa. Nos informó:

-          Susana está agotada. Llegó a su habitación, se tomó un somnífero y se ha quedado dormida como un tronco. Yo también estoy rendido; así que a cenar y a la cama. No estoy para meterme ahora una porrada de quilómetros conduciendo.

-          Lo mismo ha pensado Ángel -le expliqué, entremetiéndome-, aunque el viaje hasta Cañizal sea bastante más corto que el de Miraflores.

-          Mejor -opinó De Isla-. Así podremos poner en claro algunas cosillas.

     Lo que mayormente le agobiaba a Enrique era el futuro inmediato que aguardaba a Susana, una vez que se hiciera llegar a la comisaría y al juzgado su declaración en acta notarial. Ante esa inquietud, Vallecillo respondió de la única manera legalmente posible:

-          Por supuesto que la trasladaremos de inmediato a Cañizal en una ambulancia adecuada. Una vez allí, según sea la gravedad que valoren los médicos, quedará ingresada en la enfermería de la cárcel o en el módulo para presos del hospital. En cualquier caso, la policía cumplirá su función con poner a la detenida y las pruebas a disposición del juez, y este tomará las ulteriores decisiones.

-          ¿Para cuándo calculas que sería el traslado a Cañizal?, inquirió Enrique.

-          Mañana se harán todos los preparativos; así que pasado mañana temprano haremos la conducción.

-          No sé si podré quedarme hasta entonces -calculó el periodista-…

-          Ni falta que hace -opinó, radical, Vallecillo-. La trataremos con toda la consideración debida a su estado de salud.

***

     A la mañana siguiente, cuando acudía muy temprano para desayunar, me entregaron en la recepción una nota de Vallecillo. Decía así:

     Voy a Cañizal para adelantarle al jefe el resultado de nuestras diligencias, a fin de que me ayude en todos los trámites para el traslado y primer alojamiento de la señora Mendoza. Volveré al Salitral lo más pronto que pueda. Mientras tanto pide a la dirección médica del balneario que te aconseje en la búsqueda de una ambulancia medicalizada para conducir a la enferma hasta el lugar en que haya de quedar detenida.

     Hice tal y como se me indicaba y, a eso de las diez, subí a la habitación de Susana para enterarme de su estado. Lo que me encontré fue bastante deprimente. Apenas incorporada en la cama con unas almohadas, desmadejada y con los ojos cerrados, yacía la enferma. En su respiración, se apreciaban frecuentes resuellos. A los pies del lecho, cabizbajo y apoyado en el respaldo de una silla, se hallaba Enrique.

     Al entrar y saludarlos, las cosas cambiaron de repente. Susana abrió los ojos, sonrió y musitó algo como llegó nuestra esperanza. Enrique me condujo hasta un sillón y me impulsó suavemente hasta sentarme. Al momento, me interpretó la frase de la enferma, explicando su anhelo:

-          Te estábamos esperando como agua de mayo, para hacerte una petición muy especial. Por cierto, ¿está por ahí Vallecillo? -preguntó, con notorio deseo de que se encontrase ausente-.

-          Ha ido para unas gestiones a Cañizal y volverá en la tarde. Pero, a lo que vamos, ¿cómo está hoy doña Susana?

-          Pues ya ves, hija -repuso sin aparente emoción-, muriéndome.

-          Mujer, no será para tanto, repuse. ¿Ha venido ya el médico?

-          Ya lo creo -terció Enrique- y la ha encontrado más o menos como estos días atrás. Lo que pasa es que, nada más despertarse, ha empezado con la obsesión de que este es el día, que de esta noche no paso, y no ha habido forma de quitárselo de la cabeza. Digo yo que habrá sido alguna pesadilla por el somnífero, y se ha despertado sobresaltada.

-          ¡Qué sabrás tú!, replico Susana con desdén. Anda, déjate de falsas esperanzas y pidámosle a Pamela lo que habíamos pensado.

-          ¿De qué se trata?, pregunté, temiendo que tanto circunloquio escondiera una solicitud difícil de atender.

-          Verás -expuso Enrique, con cierto sonrojo-, Susana está empeñada en pasar su última noche de libertad, no en esta habitación -que ha llegado a odiar-, sino en su casa de Cañizal.

-          Noche de libertad -se burló Susana-. Di las cosas claras: mi última noche de vida. Supongo -agregó mirándome- que, como a criminal en su última noche, se me complacerá un deseo.

     Me pareció sensato en aquella tesitura, ganar algo de tiempo y, de paso, constatar hasta qué punto las aprensiones de Susana tenían un fundamento objetivo:

-          Esta Susana siempre dándonos sustos… Si no haces más que malos agüeros y ni te levantas de la cama, ¿cómo piensas que podríamos pensar en trasladarte a Cañizal y dejarte que pases la noche en una casa particular, sin instalaciones médicas?

     La doliente, reuniendo todas sus fuerzas, echó para atrás la ropa de la cama y con voz enérgica, afirmó:

-          Vamos a ver de lo que soy capaz.

-          ¡Alto, alto!, exclamé alarmada. Ni tanto, ni tan calvo. Seguro que no has desayunado todavía.

-          ¿Desayunar? -intervino Enrique-. ¡Ni cenar siquiera! Lo de ayer la dejó tan derrengada, que tan pronto marchó el notario, subió a la habitación, se metió en la cama y así, hasta ahora.

-          Pues eso no puede ser, Susana -dije muy sería-. Lo primero, asearte y reponer fuerzas. Luego, veremos de vestirte, bajar a que te den un masaje reconfortante y que el médico nos cuente a las dos, y con todo detalle, cómo te encuentra. Más tarde, si todo ha resultado favorable, nos sentaremos y hablaremos de pasar la noche en la calle de la Pasión, como pretendes.

     Mientras yo hablaba, toda Susana parecía experimentar un cambio de esos que coloquialmente se califican de la vuelta del calcetín. Enrique estaba exultante:

-          ¡Magnífico programa! ¡Arriba los corazones! ¡Vamos a ello!

     Lo miré fijamente y con cierto reproche, por sus excesos verbales. Luego, le indiqué:

-          Sal de la habitación para que Susana pueda asearse. Mientras tanto, puedes ir pidiendo el desayuno y que suba una doncella para ayudarnos en la faena. Luego, tú y yo hablaremos.

***

     La mañana fue avanzando con la morosidad que imponía la evidente debilidad de Susana, que ella pretendía disimular con su firmeza de carácter y hasta una jovialidad inesperada. Lo cierto es que, so capa de afecto, se apoyaba constantemente en mi brazo, por lo que apreciaba con claridad su paso titubeante y cierto temblor corporal. Al fin, entre el temor y la expectación, entramos ella y yo en la consulta del director médico. Enrique quedó aguardando en la sala de espera.

     El doctor le hizo un reconocimiento muy detenido, por más que nos advirtió de antemano que carecía de especialización para valorar en una paciente poco conocida el avance de su enfermedad. Yo le hice ver que el objetivo principal de su dictamen habría de ser el de opinar sobre la posibilidad de trasladar a la enferma en ambulancia hasta Cañizal, con la pertinente atención médica durante el viaje.

-          No es por capricho, doctor, le aclaré. Se trata de una conducción por imperativo judicial.

-          Ya estoy enterado -admitió-. Por eso voy a informar favorablemente lo que, de otro modo, desaconsejaría.

     En ese momento, convirtiéndome de enfermera aficionada en policía responsable, pedí a Susana:

-          Querida, sal un momento del despacho, que quiero hablar particularmente con el doctor.

     Aunque sorprendida, Susana, ayudada por mí, hizo sin rechistar lo que se le pedía, quedando afuera, al cuidado de Enrique. Cuando nos quedamos solos, informé al médico:

-          La señora Mendoza se ha levantado pronosticando sin vacilar que el día de hoy será el de su muerte. ¿Ha encontrado en su examen algún síntoma que haga temer un desenlace tan inmediato?

-          Ya le he dicho que no soy oncólogo, ni tampoco tanatólogo. Por tanto, no tengo acerca de los síntomas de muerte inmediata otros conocimientos que los generales de cualquier médico. A tenor de ellos, la verdad es que no he hallado en la paciente una evidencia clara de que vaya a fallecer, digamos, en las próximas horas[8]. Claro que, estando tan grave, la muerte le puede sobrevenir en cualquier momento.

-          Entendido y créame que me tranquiliza en lo posible. Abusando de su amabilidad voy a hacerle una pregunta que me avergüenza un poco. ¿Tiene algún sentido científico la premonición de un enfermo grave respecto de su propia muerte?

-          No crea que la pregunta evidencia superstición o credulidad -me contestó-. Hay numerosos casos, algunos muy sorprendentes, de personas que han previsto su muerte inmediata, llegando hasta convocar a sus parientes para que el fin les llegue bien acompañados. Claro que supongo que, también en muchas ocasiones, la llamada habrá resultado un fiasco… En general, yo no daría al presagio de la señora Mendoza más valor que el de haber internalizado su peligro de muerte como algo ya inminente, lo que obviamente es cierto, aunque deferido quizá, no a horas, sino a días o semanas.

     Antes de despedirme, pedí al doctor un informe sobre su examen de la enferma y sus conclusiones médicas. Es para poner en antecedentes a los facultativos que habrán de hacer el traslado -expliqué con una media verdad-.

-          Le extenderé un certificado oficial -ofreció gentilmente-. En asuntos como este es mejor observar todas las formalidades.

     En lo que acabo de relatar transcurrió más de media hora. Al salir, Susana y Enrique eran ya presa de los nervios. Para tranquilizarlos, exhibí en alto el certificado y dije como anticipo:

-          Buenas noticias, pero vayamos para la habitación y allí os expondré mi criterio acerca de vuestra petición.

     En el camino fui dando los últimos toques a cuanto pensaba decirles. Así, tan pronto llegamos a la pieza, les hice sentar y solté de un tirón mi mensaje:

-          En vista del deseo de Susana, de lo que opina el médico y de mi propia opinión, no veo obstáculos insalvables para atender lo que habéis pedido. De hecho, para tenerlo todo previsto, diré que tengan preparada la ambulancia para hacer el traslado a Cañizal esta misma tarde. Ahora bien, como encargado principal del caso y como persona responsable y de la máxima experiencia, os advierto que la decisión definitiva corresponderá al inspector jefe Vallecillo. Cuando él llegue, le hablaré y procuraré que acepte mi punto de vista. Lo demás es cosa suya. Y cuando digo suya, quiero decir que me pondré en contra vuestra como se os ocurra hablarle personalmente del asunto, tratando de influir en su criterio y su conciencia. ¿Entendido?

     Enrique y Susana se miraron y, al unísono, expresaron por gesto su asentimiento. Pero todavía me quedaba una cosa más para afianzar el resultado, pues temía la reacción de Ángel si sospechaba que el periodista estuviese detrás de todo aquello. De modo que me dirigí a De Isla y le impuse una condición:

-          Para el posible buen éxito de la operación Pasión, ahora mismo cogerás el coche y te marcharás para Miraflores, no interviniendo más en ella, a no ser que Susana, Vallecillo o yo te avisemos por teléfono… Déjanos los números en los que podamos localizarte en las próximas horas.

     Creo que Enrique y yo sufrimos en aquel momento una comunicación telepática, porque, sin objeción ninguna, garabateó los números solicitados, se despidió de Susana con un beso y salió de la habitación, para no volver más por el balneario. La enferma me miró y una amplia sonrisa iluminó su rostro. Todavía en plan imperioso, le pregunté:

-          ¿Pasa algo?

-          Nada, Pamela; solo que me recuerdas mucho a mí cuando tenía tus años.

***

-          Pero ¿en qué cabeza cabe?, rugió Vallecillo, al exponerle aquella tarde la posibilidad de que Susana pernoctase en su casa familiar antes de pasar a la enfermería de la prisión o a las habitaciones de presos del hospital. ¡Es lo que me faltaba! -prosiguió-. Primero, el comisario dice que deja en mis expertas manos todo lo relativo a la logística del traslado y alojamiento de la detenida, lo que es una manera fina de decir “allá te las compongas que, si las diña por el camino, serán para ti las complicaciones”. Y ahora venís vosotras dos con que la señora tiene el pálpito de que va a morirse hoy y quiere hacerlo en su cama de la casa paterna. ¿Somos policías o hermanitas de la caridad?

     Ya me esperaba una andanada parecida por parte de Ángel; de modo que me fijé en el punto más débil de su artillería: aquello de que era él quien tenía mano libre para decidir sobre todo lo concerniente a la conducción de Susana hasta Cañizal. Haciendo cuña en esa pequeña rendija, inicié el contraataque:

-          ¿Adónde piensas llevar de mano a Susana, a la cárcel o al hospital?

-          Al hospital, desde luego -contestó-. La enfermería de la cárcel no me merece ninguna confianza. Por cierto, he tenido que dar más vueltas que un trompo para que me hayan hecho un hueco, porque las tres habitaciones del módulo de presos estaban ocupadas. Me han prometido tener desocupada una para mañana a las once.

-          Pues, siendo así, ¿qué más da hacer el traslado mañana directamente al hospital, donde a saber si no nos hacen esperar un rato largo, o bien trasladar a Susana esta tarde hasta su casa y mañana, bien descansada, llevarla al hospital cuando nos informen de que, en efecto, está todo preparado?

-          Llevarla, ¿en qué? ¿En autobús o en coche celular? -se guaseó Ángel-.

-          Si se encuentra bien, en taxi, que el trayecto no llevará más de cinco minutos. Si estuviese indispuesta, nada más fácil que encontrar una ambulancia en Cañizal para trasladar a un enfermo al hospital, teniendo ya la plaza asegurada.

     Aunque el inspector jefe parecía no dar su brazo a torcer, las observaciones que empezó a hacer me convencieron de lo contrario:

-          ¿Y si se nos muere por la noche, estando en su casa?

-          Tanto da, sobre poco más o menos, que se muriese en el balneario. Además, tengo un certificado médico bastante tranquilizador sobre su estado de salud a día de hoy.

     Saqué del bolso el expresado documento, que Ángel leyó con detenimiento.

-          Además -agregó luego-, la ambulancia medicalizada para hacer el traslado está avisada para realizarlo mañana.

-          Por si decidías adelantarlo -le corregí-, ya les he indicado que estuvieran preparados a partir de las cinco de esta tarde.

-          Ya veo que has pensado en casi todo -comentó irónicamente-. Según eso, ¿qué tienes planeado para cuidar de la enferma durante la noche?

-          Estaba esperando tu venia para ponerme en contacto con una de esas expertas enfermeras hospitalarias que prestan privadamente atención domiciliaria para redondear sus ingresos. Gracias a las dos caras de su trabajo, se las saben todas y pueden avisar a un médico competente en cualquier momento.

     Ahora sí que Vallecillo parecía batirse en retirada. Con expresión de cansancio, todavía objetó:

-          ¿Y la casa? Habiendo estado cerrada tanto tiempo, resultará inhabitable, aunque sea para una sola noche.

-          ¿No te acuerdas de que Susana pasó un par de días en ella cuando fue a Cañizal a hacer lo que hizo? Me ha asegurado que, en parte por cariño, en parte por no salir casi de casa, se dedicó a poner la vivienda en orden; cuando menos, las dependencias más necesarias.

-          Pero de eso hace ya varias semanas -arguyó-. A saber la de porquería que puede haber cogido desde entonces.

-          Querido Ángel -contradije-, una casa cerrada y deshabitada apenas se ensucia en tan poco tiempo: Te lo aseguro. Y, por si a continuación vas a recordarme que algo tendremos que cenar y desayunar, no sabes lo surtida que está la cafetería que hay en los soportales, frente por frente de la casa de Susana.

     Le habría dado un abrazo y dos sonoros besos, tras escucharle decir:

-          Adelante, Pamela. Hemos triunfado juntos y, si la suerte no nos acompaña, juntos nos hundiremos… Anda, ve a dar la noticia a la señora y, de paso, nos presentas, que ya va siendo hora de que yo conozca a esa encantadora de policías.


***

     Por emplear la misma expresión de Vallecillo, aunque en sentido contrario, la suerte nos acompañó durante el viaje y al llegar a la casa de la calle de la Pasión. A eso de las diez de la noche, tras un rato de charla y una cena que Susana apenas probó, esta se retiró acompañada de la enfermera a su habitación de jovencita, por la que había optado como más grata que la de sus padres, pese a ser está mucho más amplia y con cama de matrimonio. Mientras se acostaba, llamé por teléfono a Ángel, que nos había dejado tras comprobar que todo estaba en orden y que había llegado la enfermera. Le confirmé que las cosas seguían su curso normal y que estábamos a punto de irnos a la cama.

-          De acuerdo, concedió, pero advierte severamente a la enfermera que se mantenga alerta y controle cada media hora el estado de Susana, avisándote en cuanto aprecie algo preocupante.

-          Descuida, Ángel. Te he dicho que nos íbamos a la cama, pero yo me conformaré con echarme en algún diván próximo a su dormitorio.

-          Y, por descontado, telefonéame a cualquier hora, si sucede algún percance o quieres consultarme algo.

-          Así lo haré… Perdona, tengo que colgar, pues dice la enfermera que Susana reclama mi presencia.

-          Está bien. Que tengáis una buena noche.

     Susana, ya acostada, tan pronto me vio a la puerta de la habitación, me rogó con insistencia:

-          Ven a sentarte aquí, junto a mí y, por favor, quédate hasta que me duerma.

     Dijo esto último de forma tan ambigua que me hizo pensar en que el sueño al que aludía podía ser el eterno. Me senté en una descalzadora a la cabecera de la cama y le cogí la mano, tratando de sosegarla:

-          Tranquila, que me quedaré hasta que te venza el sueño. Seguro que te llegará pronto, pues has tenido un día muy agitado.

-          Sí, muy pronto -aseveró-. Ya he oído por tres veces el soniquete de San Pascual Baylón[9].

     No entendí lo que me decía, pues para mí era completamente extraño. No obstante, no le pedí aclaración y, con la mano libre de la suya, le acaricié la frente y el cabello, hasta que sus ojos cerrados y la respiración profunda y regular me convencieron de que estaba ya en brazos de Morfeo. Solo entonces me retiré del dormitorio, dejando la vigilancia a cargo de Beatriz, la enfermera, que tomó asiento en la butaca que yo acababa de abandonar.

     Me hallaba en un duermevela repleto de visiones confusas y desasosegantes, cuando Beatriz vino a mí y me tocó suavemente el hombro:

-          La enferma acaba de morir mientras dormía.

     Por algún motivo oculto e íntimo, lo primero que hice fue consultar el reloj: Eran exactamente las doce de la noche.

 

 

EPÍLOGO

 

     No las tuvimos todas consigo hasta que la autopsia del cadáver de Susana confirmó que había fallecido de muerte natural, aunque las ensoñaciones premonitorias y los soniquetes de San Pascual hacían muy relativo lo de natural en aquel óbito. En cualquier caso, quedamos a resguardo de la alarma que había sembrado en nosotros el comisario, cuando se enteró de que una detenida confesa de triple asesinato había muerto en la casa paterna, en su propia cama, rodeada de los cuidados de una enfermera y de una policía, mientras el inspector al frente del operativo esperaba en su casa que le dieran noticias por teléfono:

-          Vallecillo y Cárdenas -nos apercibió en su despacho-, ya podéis presentarme vuestra dimisión ipso fauto -tal cual- en el caso probable de que la asesina se haya bebido un cóctel como el que preparó a sus víctimas, sustrayéndose así en vuestras narices a la acción de la justicia.

-          ¿Y si, por el contrario, hubiese fallecido víctima del cáncer? -me atreví a preguntarle-.

-          Si fuese así, me haría el tonto y no os empuraría por pasaros las normas procesales por el arco de triunfo. A nadie le importa que la muerte llegue en un sitio u otro, siempre que nadie la haya ayudado con la guadaña. 

     El dictamen de los médicos forenses, como digo, puso fin a tan comprometedora eventualidad y pudimos dar fin a nuestro primer caso juntos con el suficiente éxito, como para que nos concedieran a ambos la cruz al mérito policial. Por cierto, no tuvo que luchar poco Ángel para que a mí no se me olvidara. Hasta se rumoreó por la comisaría que llegó a amenazar con rechazar la condecoración si yo no la compartía. También esto se arregló felizmente, si bien mi distintivo fue de tercera clase y el suyo de segunda. No me importó porque tengo asumido desde niña que siempre ha habido clases. Prueba de ello es que al comisario le dieron la de primera, por su magnífica dirección del caso, siendo felicitado por el propio tribunal provincial.

     Y, a propósito del caso, acabaré esta extensa referencia al mismo con una explicación del título que he dado a este relato del mismo. Charlando con Ángel un día en su casa, salió a colación el tema y recuerdo que comenté:

-          Todo el mundo en Cañizal lo conoce por el crimen del hotel Central, pero estoy segura de que habría mejores nombres para él. ¿Sabes el que le pondría yo?

-          Cualquiera acierta... Tal vez los soniquetes de San Pascual Baylón.

-          No seas impío -le reproché, echándome a reír-. Lo titularía Susana y sus hombres. ¿Qué te parece?

-          No está mal -opinó Vallecillo-, pero habría que concretar el número de hombres.

-          Pues cuatro -repuse-: sus tres víctimas y el que se suicidó en cierto modo por causa de ella.

-          Yo diría que te olvidas de un quinto… ¿No caes?... Pues el abnegado periodista.

-          ¡Enrique de Isla!, exclamé frunciendo el ceño, disconforme con la alusión. ¿En qué te basas para poner en duda su integridad personal?

-          No pongo en duda su comportamiento, sino los motivos últimos de su gran generosidad… He tenido ocasión de charlar con algún compañero suyo de El Heraldo y me aseguró ser de dominio público que De Isla era para Susana bastante más que un amigo; hasta tal punto que, de no ser por el fallecimiento de aquella, la mujer de Enrique habría seguido adelante con una demanda de divorcio que ya había planteado por infidelidad.

-          Bueno, ¿y qué?, contesté retadora. Después de cuatro canallas que le amargaron la vida, era hora de que algún hombre se portase bien con ella y le hiciese menos penosos sus últimos años.

-          Ya -aceptó Ángel con una sonrisa enigmática-, pero, habiendo llegado a ser tanta su intimidad, ¿no crees que Enrique estaba al tanto de lo que pensaba hacer Susana y que, sin necesidad de denunciarla, podría haber hecho mucho más para impedir los crímenes?

     Al fin capté lo que quería decirme y, por supuesto, me puse en guardia:

-          ¡Y qué, inspector! ¿Vamos a empezar de nuevo?... Si es lo que pretendes, no cuentes conmigo. Ya he tenido bastante.

     Vallecillo hizo el ademán de secarse el sudor de la frente y contestó:

-          Yo también, subinspectora. Caso cerrado.

    

   


 

        



[1] Diminutivo de orla. El término se emplea para aludir a la orla académica de tamaño muy inferior a la habitual de colgar, cuyas mucho menores dimensiones (aproximadamente, tamaño folio) permiten manejarla cómodamente de forma manual.

[2] Baste aquí con afirmar que se trata de un sudoku de muy alta dificultad.

[3]  Según la acepción número 17 de la Edición del Tricentenario del diccionario de la Real Academia Española, un negro (o una negra) es una persona que trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otro, especialmente en trabajos literarios.

[4] En descargo de la narradora, recordemos que el chiste es de uso común, habiéndose hecho mundialmente famoso cuando en la película Filadelfia (Philadelphia, dirigida por Jonathan Demme en 1993) fue puesto en boca del personaje encarnado por el actor Tom Hanks, quien obtuvo el Oscar al mejor actor protagonista por su trabajo en esa película -a pesar de contar el aludido chiste-.

[5]  Aunque el doctor Alois Alzheimer (1864-1915) descubrió la enfermedad que lleva su nombre en 1906, publicando su primer estudio en 1907, dicho mal no ha sido de conocimiento común y denominación epónima hasta época relativamente reciente -a lo que parece, por la expresión de Susana Mendoza, posterior a su conversación con Pamela Cárdenas-.

[6] Obra imperecedera de Stephan Zweig, aparecida en 1931, cuyo título ya orienta acerca de su contenido, que no es este el momento de apuntar sino, si acaso, de aconsejar su lectura.

[7]  La alusión se hace a la famosa canción francesa, Plaisir d’amour, compuesta hacia 1784 por Jean Paul Égide Martini, sobre texto de un poema de La nouvelle Célestine, de Jean Pierre Claris. El estribillo que se repite por tres veces es el siguiente: Plaisir d’amour ne dure qu’un moment / Chagrin d’amour dure toute la vie (“Placer de amor solo dura un momento / Tristeza de amor dura toda la vida”). Pueden hallarse múltiples versiones de dicha canción-romance en Internet.

[8] Esos síntomas o evidencias médicas de una muerte muy próxima han sido especialmente estudiados en enfermos de cáncer. Por ejemplo, véase (incluso por Internet), David Hui, Kenneth Hess, Renata dos Santos, Gary Chisholm & Eduardo Bruera, A diagnosis model por impending death in cancer patients: Preliminary report, “Cancer”, 2015, Nov., 1, 121(21): 3914-3921.

[9]  Creencia de las personas que hacen tal petición a dicho santo, de que este les avisará de su muerte tres veces, mediante uno, dos y tres golpes en el día de su muerte y en los dos anteriores. Véase, www.calatayud.org, 13 de agosto de 2018, San Pascual Baylón y sus tres golpes anunciadores de desgracias.

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