Susana
y sus hombres (Un relato algo más que policiaco)
Por Federico Bello Landrove
Un triple crimen perpetrado aparentemente
por la misma persona pondrá en acción a una peculiar pareja de policías, que
precisarán para resolver el caso de bastante más que ordenancismo y
profesionalidad. Por eso afirmo que este relato es algo más que policiaco.
PRIMERA PARTE: LOS CRÍMENES DEL HOTEL CENTRAL
1.
Dos
policías distintos, pero no distantes
Acaban de comunicarme el fallecimiento de
Ángel Vallecillo. Seguro que su nombre no les dice nada a ustedes, como tampoco
a muchos de sus colegas en esta comisaría del distrito 14 de Miraflores, la
capital de la nación, en donde ejerzo desde hace un par de años el cargo, y la
carga, de jefa de la plantilla. Y no es extraño que Ángel sea en nuestros días
un nombre solo recordado en la página de esquelas de El Heraldo, pese a
lo cual ese diario -por razones que luego les revelaré- ha completado la necrológica
remitida por la familia, con una breve nota, que dice lo siguiente:
Ha fallecido en Cañizal, donde residía,
el comisario de policía jubilado, Ángel García Vallecillo, quien fue durante
muchos años uno de los más destacados e imparciales policías de nuestro país.
Este periódico se suma al dolor de sus muchos colegas y amigos, transmitiendo a
su familia sus sinceras condolencias.
Estoy segura de que, de haber vivido aún
Enrique de Isla, el antiguo director de El Heraldo, alguna referencia
habría hecho a varios de los casos famosos que Ángel resolvió con su trabajo y
olfato proverbiales; pero las personas pasan y, con ellas, el recuerdo
de lo bueno o malo que guardaran en su memoria. Es por lo que, como tributo al
compañero que se ha ido, quiero recoger sobre el papel uno de los casos que
Vallecillo resolvió hace ya muchos años, aunque solo sea por la particularidad
de que fue el primero de importancia en que trabajamos juntos. Si me decido a
contarlo tantos años después, es porque todos los personajes principales del
caso han pasado ya a mejor vida, a no ser yo, si es que puedo
considerarme una protagonista del mismo. De todos modos, como la prudencia es
una virtud cardinal, cambiaré en el relato los nombres de personas, lugares y
entidades, conservando en todo lo demás la verdad de los hechos, tal y como yo
los recuerdo; a decir verdad, con la misma viveza y emoción de los días en que
acaecieron.
***
No cabe duda de que aquellos eran otros
tiempos. El país acababa de salir, como quien dice, de una feroz dictadura
militar, siendo esa proximidad cronológica la que posiblemente me animase a
ingresar en la policía, tan pronto concluí mis estudios de Leyes. Yo era
entonces una muchacha que reunía ciertas condiciones bastante favorables para
escoger tan exigente trabajo: Me encantaba el derecho penal; estaba
concienciada de la necesidad de que entrase sangre nueva y femenina en la
entonces muy desprestigiada y machista policía de nuestra nación; un desengaño
amoroso me hacía grato poner tierra de por medio con mi ciudad, consiguiendo un
destino lo más lejos posible del culpable de mis malos recuerdos. En suma, tras
un año de preparación específica, obtuve plaza de subinspectora y me encaminé a
tomar posesión a Cañizal, la pequeña y coqueta ciudad universitaria, que
entonces vendría a tener la mitad de población de la que hoy la habita.
Eran todavía los comienzos de la presencia
de mujeres en la policía y a fe que las pocas que éramos lo soportábamos con
silenciosa irritación. Nuestra actividad no llegaba más allá de entendernos con
las detenidas, para cachearlas a modo; intervenir en vigilancias o diligencias
en que conviniese, como mujeres, pasar más desapercibidas; o actuar en asuntos
de poca monta, de aquellos en que se entendía conveniente un toque de
feminidad, como los de menores o los relacionados con la prostitución. En resumen,
a los seis meses de estar ejerciendo tan mínimas funciones, y sin visos de
salir de ellas por mucho que destacara, pedí audiencia al comisario jefe con el
propósito de presentarle mi solicitud de excedencia, a no ser que me procurase
un trabajo menos deprimente, cosa que juzgaba muy improbable.
Para mi sorpresa, el jefe me recibió con
una amplia sonrisa y, sin apenas dejarme hablar, me puso en la mano lo que yo
anhelaba:
-
Llevas
ya medio año con nosotros: lo suficiente para comprobar que, sobre tu evidente
competencia en cuestiones jurídicas, eres trabajadora y concienzuda, además de
una funcionaria con iniciativa, sin dejar por ello de respetar a tus mandos.
¿Qué te parecería pasar a unidad de homicidios, a las órdenes del inspector
jefe Vallecillo? Últimamente se le ha jubilado un par de elementos y se han
quedado en cuadro.
No es que Cañizal fuese la Chicago de los
años treinta, pero el ofrecimiento me pareció superior a mis capacidades,
contando además con que la brigada estuviese tan corta de efectivos. Ya me veía
trabajando veinte horas diarias en asuntos de lo más complicado. Pero no
queriendo mostrar debilidad cuando había ido a reclamar más trabajo y de mayor
relevancia, traté de esquivar la envenenada oferta poniendo a un tercero como
escudo:
-
Por
mí, acepto agradecida, pero ¿qué opinará el inspector, teniendo yo tan escasa
experiencia, o los compañeros que, siendo más antiguos que yo, pudieran
ambicionar ese destino?
El comisario acabó en cuatro palabras con
mi afectada preocupación:
-
Si
te he ofrecido ese puesto, Cárdenas, es porque me lo ha sugerido el propio inspector
Vallecillo. Por lo demás -agregó maliciosamente-, los veteranos están por el
momento situados en puestos que les resultan más convenientes para llevar una
vida tranquila, por así decir.
De modo que la cosa estaba clara, al
cincuenta por ciento: Mis colegas preferían ver los asesinatos desde la
barrera, no sintiéndose nada molestos con que la buena de Pamela se echase al
ruedo para torearlos. Lo que me resultaba confuso era que Vallecillo se hubiese
fijado en mí para incorporarme a su grupo operativo. Llegué a imaginar que
aquello había sido una mentira bienintencionada del comisario, para tocarme la
vanidad. Vallecillo me hizo ver que mis sospechas eran infundadas:
-
He
examinado tu expediente -me dijo, al ir a incorporarme a su brigada- y
comprobado que tuviste las máximas notas en derecho penal, así como que
seguiste cursos de criminología con excelentes profesores, alguno de los cuales
también lo fue mío. Por tanto, tienes una base magnífica para la investigación
criminal… De todos modos, no es necesario que te diga que, de cada veinte
homicidios, no suele haber más de uno que ofrezca interés y complicaciones para
la policía. Y, por supuesto, de ese cinco por ciento en Cañizal me encargo yo,
como jefe de la unidad.
Se me debió de escapar un gesto de
decepción, porque prosiguió, de manera mucho más amable:
-
Claro
está que los jefes nos ponemos enfermos, disfrutamos de vacaciones, cumplimos
la edad de jubilación… y hasta en ocasiones, aun estando operativos, precisamos
de consejo y de cooperación. Eso es lo que espero de ti. Seguro que
representará una excelente experiencia para cuando ocupes un puesto como el que
yo ahora desempeño. Y te aseguro que el tiempo pasa muy aprisa, por más que
yo ande por la mitad de mi vida profesional y tú seas todavía una jovencita.
En efecto, yo no había cumplido aún los
veinticinco y, por lo que hace a Vallecillo, frisaría los cuarenta, si es que
no los había rebasado ya. Dicho sea de paso, era una diferencia de edad
suficiente, como para no sospechar que fuese mi palmito lo que le hubiera movido
a solicitar mis servicios. No sé si pensarían así mis compañeros, que no se
privaban de requiebros e indirectas acerca de mi presunta belleza y de lo
extraño que era que me mantuviera soltera y sin compromiso. Era algo que
más de una vez ponderó Vallecillo cuando me fue conociendo y tratando, como una
circunstancia feliz para un policía comprometido:
-
No
sabes -me decía- lo importante que es para un detective el no tener compromisos
familiares. No hay profesión más perjudicial y arriesgada para los tuyos que la
de policía.
-
Pero
tú bien que te has casado y tienes tres hijos, según creo.
Ángel -ya lo llamaba entonces por el
nombre- sonreía y salía por la tangente:
-
Es
que la verdad se alcanza por la experiencia, y esta suele llegar demasiado
tarde para que nos aproveche.
-
Anda,
anda, que, si hubieras tenido que elegir entre tu profesión y tu familia, bien
sé yo que te habrías inclinado por la segunda, y en tu caso, con toda razón.
Le repliqué con ese énfasis porque había
tenido ocasión de conocer a su esposa, Berta, y a sus retoños -ya creciditos-
desde el primer momento en que empecé a trabajar con él. La verdad, me extrañó
la rapidez con la que me invitó a su casa para que conociese a toda su
parentela -como Ángel decía-, y me dio por pensar que quería desdramatizar
el hecho, entonces inusitado, de que un policía de la crema de la profesión
escogiese a una chica joven y de buen ver para integrarse en su selecto grupo
y, a mayores, con vocación de ser su ayudante. Imaginé que prefería presentarme
por propia iniciativa a su esposa, en vez de que esta pudiese entrar en
sospechas o habladurías. Por si acaso iban los tiros por ahí, decidí extremar
mi pose de modosita, presentándome en su casa apenas maquillada, con
blusa de cuello camisero, falda pantalón y, por supuesto, una gran caja de
bombones, éxito seguro habiendo muchachos de por medio. La verdad es que Berta
y yo nos caímos bien desde un principio, no teniendo nunca motivos para recelar
de que ella compartiese la maledicencia soterrada de ciertos compañeros de
lengua viperina… ¡Y basta ya de cotilleos!, que había quedado en que el objeto
de estas páginas sería el de recordar el asunto en que Vallecillo se lució y fue
conocido en todo el país: el caso del triple asesinato del hotel Central. Vamos,
pues, con el relato.
2.
Una
noche movidita
Todo empezó una tarde de finales de mayo,
cuando yo no llevaba todavía ni un trimestre a las órdenes directas de
Vallecillo. Un telefonazo de este me puso en marcha:
-
Pamela,
deja lo que tengas entre manos y vente para el hotel Central, que
tenemos trabajo, … mucho trabajo.
La llamada era tan perentoria que no me
procuré transporte, sino que salí disparada para el susodicho hotel, que estaba
a unos diez minutos de mi casa. Al llegar, ya tuve que abrirme paso entre el
numeroso personal que se agolpaba en las escaleras de acceso y en el vestíbulo
del establecimiento. Con la ayuda de un policía uniformado de los que trataban
de mantener el orden e impedir el acceso del público más allá del enorme hall,
logré acceder a la escalinata y subir al primer piso, donde el inspector
había montado provisionalmente su despacho, en uno de los comedores reservados.
Al verme llegar, vino hacia mí y exclamó:
-
¡Menos
mal que ya tengo alguien con quien comentar el caso! Los compañeros de la
unidad científica no han llegado aún y el forense, ni te cuento… Vamos a las
habitaciones, para que te hagas una idea.
En el ascensor y por los pasillos, me
resumió lo que hasta entonces sabía:
-
A
eso de las cuatro de esta tarde, quien dijo ser el gerente del hotel llamó a la
comisaría para informar de que, al entrar a limpiar fuera de hora tres de las
habitaciones del hotel, se habían encontrado con sendos huéspedes tirados en el
suelo o en la cama, muertos sin signos aparentes de violencia. He examinado los
tres cuartos y parecen cortados por el mismo patrón: Todo razonablemente
ordenado y los fiambres disfrutando del sueño eterno, con clara
apariencia de haber fallecido por sobredosis de alguna droga.
En efecto, en las tres estancias, situadas
dos de ellas en el segundo piso y una en el quinto, la apariencia era de
perfecta normalidad, a no ser por los cadáveres: dos de ellos, tendidos en el
suelo vestidos de calle, mientras el tercero yacía sobre una de las camas de la
pieza, ataviado con un pijama. El rictus de los tres era en todos los casos de
serenidad, como quien -en la cruda definición de Vallecillo- estuviese dormido
para siempre. Y otra cosa en común de los tres finados era la edad: a ojo de
buen cubero, les calculé unos cincuenta años.
Vallecillo me amplió datos:
-
Al
parecer, los fallecidos eran todos ellos miembros de una promoción de antiguos
alumnos de la facultad de Leyes de Cañizal, que habían regresado a esta ciudad
para conmemorar las bodas de plata. Ayer se celebró el grueso de los actos,
incluyendo cena de gala y baile en el casino.
-
¿Cuándo
se descubrieron los cuerpos?, pregunté.
-
Por
el rigor mortis y las livideces cadavéricas, yo diría que los tres
fallecieron durante la noche, pero no se los descubrió hasta esta tarde.
-
¿Y
eso?, inquirí. ¿No les echó nadie en falta? ¿No entraron antes a limpiar la
habitación?
-
No
me atosigues a preguntas -suplicó Ángel-. Lo único que puedo contestarte es que
las limpiadoras dejaron pasar horas sin cumplir con su tarea porque en las
puertas figuraba la conocida advertencia de no molesten; de modo que no
se propasaron a abrir y entrar hasta recibir la autorización del encargado,
visto que ninguno de los huéspedes contestaba el teléfono, ni al conserje en
persona.
-
¡Qué
astutos los asesinos!, opiné. Así han tenido tiempo sobrado de ponerse a buen
recaudo.
-
Es
posible, repuso el inspector, encogiéndose de hombros. Y no sería su única
muestra de prudencia… ¿No te has dado cuenta? En ninguna de las habitaciones
había a la vista copas ni tazas… Tal parece que no querían dejar huellas en
objetos tan comprometedores.
En esto, llegaron los primeros colegas de
la policía científica y Vallecillo pasó a ocuparse de darles las pertinentes
instrucciones. En vista de ello, le pregunté si quería que me dedicase a alguna
otra cosa. Me contestó:
-
Por
ahora, basta con que tomes nota de los empleados del hotel que hayan entrado en
contacto con las tres víctimas, estando vivas o muertas. ¡Ah!, y que el gerente
te dé todos los detalles acerca de las personas hospedadas ayer, en particular,
las que formaran parte de los festejos de las bodas de plata. Te espero en mi
despacho mañana, a las ocho, para intercambiar información e impresiones.
***
En aquellas diligencias aprendí por
primera vez de Vallecillo lo que él llamaba los tres axiomas de una
buena investigación policial: No aventurar hipótesis hasta que los hechos
fueran concluyentes; estar dispuesto a cambiar aquellas ante la fuerza de nuevos
datos, no a la inversa, y la ley del embudo, con arreglo a la cual la
policía era el primer filtro de los hechos, el fiscal el segundo y el tribunal
el tercero:
-
Cada
uno tiene sus propios límites -decía- en la aportación de las pruebas y en la
valoración de la certeza de las mismas. Mal vamos, si los policías nos metemos
a acusadores, o si los fiscales pretenden que les den la razón siempre en las
sentencias.
-
Pero,
Ángel, -repliqué- ¿y si, a pesar de investigar con amplitud y sin prejuicios,
olvidamos indagar algo que resulte importante para orientar el juicio?
-
En
ese caso, que los jueces o los fiscales nos pidan ampliación de lo que a ellos
interese para enfocar judicialmente el asunto.
La
verdad es que, por el momento, el triple homicidio del hotel Central
estaba aún muy lejos de la ley del embudo, pero muy pronto empezó a serle
aplicable el axioma de no aventurar hipótesis antes de tiempo, no fuera que
ello condicionase la búsqueda de los hechos, más allá de las habituales pautas
de comportamiento. Como Vallecillo sostenía, la imaginación de un policía
-probablemente, de una persona cualquiera- tiende a ser más fértil cuanto más y
mayores sean los huecos que presenta la realidad de los hechos. Y, en tal
sentido, no hay mayor fallo en los datos sobre un crimen que el de ignorar
quién sea su autor. Eso era, precisamente, con lo que nos encontrábamos en
aquel asunto, hasta el punto de que el inspector se atrevió a vaticinar al
comisario jefe, a los pocos días del triple crimen:
-
Seguimos
a oscuras sobre los autores y sobre el móvil que realmente tendrían para
cargarse a esos tres individuos. Tendrás que darnos tiempo, medios y confianza,
porque, salvo una chiripa, la solución del caso me parece que va para largo.
-
¡Pues
sí que me lo pones negro, con la cantidad de llamadas y de críticas que empiezo
a recibir!
-
Gajes
del oficio -respondió Ángel-. Si desconfías de mi trabajo, siempre puedes
asumir personalmente la dirección de las pesquisas, o llamar a alguna lumbrera
de la comisaría general de Miraflores para que se haga cargo de las mismas.
Bueno, ignoro si los términos de la charla
fueron tan tajantes porque, obviamente, yo no estuve en ella. Lo cierto es que,
a partir de entonces, la presentación de informes a la superioridad sobre
nuestro trabajo y avances fueron uno de los peores efectos de la desconfianza
que empezaba a instalarse entre los medios de comunicación y en las altas esferas
acerca de nuestra eficacia. Muchos de aquellos partes de adelanto en la
investigación fueron redactados por mí y aún guardo sus copias como recuerdo.
Ello me va a permitir ahora, aunque deslavazadamente, exponer a ustedes los
términos en que fuimos avanzando en la investigación, con una seguridad que, de
otro modo, el paso de tanto tiempo habría hecho imposible recordar con
exactitud.
***
Por
empezar por alguna cuestión relevante, me referiré a lo relativo al móvil de
los asesinatos. Curioso, porque acabo de referirme a que, todavía a la semana
de los crímenes, Vallecillo reconocía desconocer los verdaderos motivos
de aquellos. La verdad es que los culpables se habían esmerado en llevarnos hacia
el trillado móvil del robo: Las billeteras de los tres finados habían sido
despojadas de cuanto dinero hubieran contenido con anterioridad. Los tres
relojes de pulsera habían desaparecido, como también cualquier joya que
portaran, a excepción de las alianzas, que seguían en el dedo anular de dos de
ellos. Pero Ángel se limitaba a exponer la fría objetividad de aquellas
sustracciones, encogiéndose de hombros cuando yo insistía en pedirle su opinión
al respecto. El inspector me explicaba:
-
Muchas
veces el verdadero móvil de un crimen lleva hasta su autor, pero también sucede
con frecuencia que desconocemos su causa real hasta que sabemos quién es el
culpable o, cuando menos, el sospechoso.
-
O
sea -repliqué decepcionada-, la pescadilla que se muerde la cola.
-
Yo
lo llamaría el círculo vicioso -me rectificó-, puesto que tal vez sea un vicio
el que nos puede ayudar a romperlo.
Con su alusión al vicio, Vallecillo
se refería a la abundancia de prostitutas y similares que pululaban por aquel
lujoso hotel, prestas a satisfacer las lascivas inclinaciones de los clientes.
Fueron las primeras en que pensamos como sospechosas, supuesto que el móvil
de los criminales hubiese sido el robo. Ciertamente, no cuadraba mucho con
nuestra suspicacia el hecho de que hubieran muerto nada menos que tres clientes
en una sola noche, como tampoco que se les hubiera ido la mano en tres
ocasiones a la hora de suministrar a los fallecidos la dosis de somnífero. De
todas formas, era una línea evidente de investigación que había que agotar;
solo que la cosa resultó más difícil de lo que nos imaginábamos. Ángel lo
resumía así:
-
A
diferencia de lo que sucede en las películas americanas sobre casos similares,
es obvio que nuestro Cañizal no está muy preparado para mantener servicios de
prostitución en hotel o a domicilio. Son, más bien, empleados complacientes los
que hacen de alcahuetes para los clientes, cuando no las mismas trabajadoras
quienes sacan un sobresueldo con sus servicios. Y, aunque por razones
comprensibles, no se muestran muy inclinados a cooperar, en el hotel se conocen
todos, la dirección ha colaborado con ciertas reservas y me ha convencido de
que nuestras sospechas por ese lado no tienen fundamento.
-
Yo
he llegado a la misma conclusión -corroboré- en mis pesquisas en casas de
alterne y algunas direcciones telefónicas acreditadas. Si alguna
prostituta estuvo detrás de las muertes, debió de ser una oportunista, de las
que actúan por libre, mariposeando por la cafetería o la recepción.
-
Es
posible -admitió el inspector-, pero no es probable que fuera una desconocida para
los empleados. Hemos interrogado a todos los de la noche y ninguno vio a
personas ignotas transitando por los pasillos o saliendo del hotel por ninguna
de sus puertas.
-
A
lo mejor nos hemos centrado excesivamente en buscar mujeres y en las horas
nocturnas -apunté-. Es posible que alguno de los fallecidos fuese homosexual, o
que la prostituta trabajase con algún compinche, o que esperase la mañana para
escabullirse…
-
Me
estás levantando dolor de cabeza -protestó Vallecillo-. Una cosa es explorar
caminos razonables y otra sumergirnos en ellos cuando hay otros muchos
posibles. ¿Quién te dice que, en vez de unas fulanas, no pudiera tratarse de
una señora que tuviera cuentas pendientes con esos tipos y se las arreglara
para camelarlos y que ellos mismos la llevaran a sus habitaciones?
-
¡¿La
misma mujer?! ¡¿Tres crímenes en la misma noche?!, exclamé asombrada.
-
¿Por
qué no?, me replicó Ángel. Tiempo tuvo, supuesto que lo tuviese todo preparado.
Según el forense, dos de los fallecidos murieron alrededor de la medianoche y
los encontramos vestidos tal y como habían ido a la cena de la promoción y con
las camas hechas. El tercero falleció avanzada la noche o a la
madrugada, lo que se compagina con que lo encontráramos en pijama y con la cama
revuelta.
Me quedé absorta por unos momentos. La
nueva versión que Ángel sugería me iba resultando más y más interesante:
-
Entonces
-concluí muy animada- solo tenemos que examinar en detalle las relaciones de
los tres finados con los condiscípulos que hayan venido a Cañizal a celebrar
las bodas de plata y ver cuáles de ellos tuvieran cuentas pendientes con los
asesinados. En el caso de alguno de ellos podría escapársenos el móvil, pero
con tres será sencillo encontrar el motivo de rencor. Además, el culpable
tendría que no haber ido a la cena, o no haberse quedado al baile ulterior,
como tampoco estuvieron los fallecidos. Y quién sabe si el criminal no estaría
hospedado en el mismo hotel, para así tener más facilidad operativa.
-
¡Claro!,
bromeó Vallecillo. Y, puestos a imaginar, ¿por qué no confiar en que hubiese
dejado en el cuarto de baño los frasquitos con los medicamentos que empleó para
acabar con sus víctimas? Anda, anda, demos por sentado que vamos a tener que
sudar para resolver este caso pues, aunque el asesino no sea un profesional, me
parece que tampoco es un patoso.
Me sentí molesta con la reprimenda de
Ángel. Este lo notó y quitó hierro a sus palabras:
-
De
todas formas, tienes toda la razón en lo de suponer que una de las
posibilidades más probables es que entre condiscípulos ande el juego. Vamos a
estudiar a fondo las listas de invitados a los actos de los veinticinco años de
la promoción, aunque declinaran asistir a los mismos. Indagaremos todo lo
posible en la biografía de los tres difuntos, con particular interés en sus
años universitarios. Veremos, de entre los condiscípulos, quiénes pueden tener
una mayor facilidad para conocer los medicamentos que mataron a las víctimas y
para tener acceso a ellos… En fin, vamos a escudriñar la vida y milagros de
todos esos cuarentones con ganas de fiesta, a ver si tenemos más suerte que con
las furcias.
No era poca la tarea que se me venía
encima, pues supuse, con acierto, que el inspector jefe me confiaba ese pedazo
de la investigación, ya que había sido yo quien lo había cortado. Por su parte,
sacó de una carpeta unos cuantos folios de papel oficial y se despidió con este
encargo:
-
Aquí
tienes una copia del informe de autopsia del forense. Fíjate sobre todo en lo
que dice sobre el cóctel letal que causó la muerte a los tres tipos y ya
me dirás si sacas de él alguna conclusión acerca de las circunstancias de quien
se lo diese a tomar.
3.
Empiezan
los fiascos
No
creo necesario transcribir aquí literalmente las conclusiones del dictamen de autopsia,
con su plétora de disquisiciones y palabras propias de la jerga médica. Baste
decir que, según los dos forenses que firmaban el informe, la muerte de los
tres occisos se había debido sin lugar a dudas a la ingestión voluntaria,
aunque presumiblemente inconsciente -vamos, que se lo habían echado al coleto
sin que nadie los forzara, pero sin ánimo de suicidarse-, de una mezcla de
sustancias antidepresivas, somníferas y analgésicas, en cantidad suficiente
para producir de manera rápida -unos pocos minutos- lo que Vallecillo había
denominado el sueño eterno, es decir, una muerte indolora, precedida de
pérdida de conciencia. Los doctores, como complemento o anejo de su estudio
principal, agregaban la cita de una serie de medicamentos accesibles con receta
médica oficial, que podrían haber sido empleados en el cóctel. Complementariamente,
los galenos apuntaban que bastantes de ellos se prestaban a ser diluidos
fácilmente en agua, infusiones o alcohol, así como que, en estos últimos casos,
resultaban prácticamente indetectables para el sentido del gusto. Su ingesta,
unida a la de alcohol, potenciaba los efectos de la mayoría de los principios
activos de tales medicamentos. Finalmente, los forenses se hacían lenguas de lo
acertado de la mezcla preparada, tanto en la cantidad como en la suma de
efectos, para producir consecuencias mortales, suponiendo que fuera esa la
intención de quien la hubiese preparado.
-
Bueno, Pamela -me preguntó Ángel al día
siguiente de mi lectura del susodicho informe-, ¿qué has sacado en limpio de la
autopsia, que pueda servirnos para acotar un poco, o un mucho, la
identificación de nuestro siniestro personaje?
-
Para
empezar -respondí-, que el brebaje era tan completo y bien dosificado, que
podemos descartar que se trate de la obra de un cualquiera, o de que se le
fuera la mano a alguien que solo quisiera dormir a un incauto. Vamos que,
detrás de ese cóctel, está una mano asesina que poco parece tener que
ver con la de una prostituta contratada ocasionalmente, o de sus proxenetas.
-
Eso
creo yo -ratificó-; tanto más, cuanto que no se ha conocido un caso
semejante de homicidio con tal exactitud farmacológica en los últimos años.
Pero ¿y en positivo?, ¿a quiénes parece llevarte este modus operandi?
-
Sin
duda, a una persona que tenga acceso a esos específicos, que no son nada
fáciles de conseguir, sobre todo, en una concentración tal alta como para
producir la muerte indefectiblemente: tres de tres, para decirlo en términos
matemáticos.
-
También
en eso estoy de acuerdo, aseveró Vallecillo. ¿Te atreves a precisar un poco
más?
-
Yo
diría que, salvo que nos las veamos con un médico o un farmacéutico, debe de
tratarse de alguien bien familiarizado con los medicamentos empleados: Vamos,
alguien que los toma habitualmente, o los prepara para que los ingieran otras
personas de su entorno: una enfermera, o una cuidadora de ancianos, por poner
dos ejemplos.
-
¡Blanco!,
exclamó exultante mi interlocutor. Yo no podría añadir más, sino que me atrevo
a afirmar, doble contra sencillo, que se trata de una mujer, como ya hacía
suponer el sexo de sus víctimas. No me digas que soy un machista por seguir el
criterio de que el veneno suele ser el arma de las mujeres, pues también está
comprobado, por razones estadísticas que la genética podrá explicar, que las
mujeres suelen padecer más las enfermedades y achaques para los que se emplean
esos específicos y, a mayores, convencen más fácilmente a los médicos para que
se los receten.
-
Tú
sabrás -repliqué con bastante escepticismo-, pero convendría seguir la pista de
las recetas de esos tipos de medicamentos cursadas a Sanidad en el último año,
sin atender al sexo de sus beneficiarios.
El inspector emitió un silbido, que
explicó de inmediato:
-
¿Sabes
tú el berenjenal en que nos meteríamos? He consultado con varios médicos y
boticarios de mi confianza, a fin de saber para qué dolencias se emplean esos
fármacos y con qué frecuencia se dispensan. Lo que se te ha ocurrido es
imposible de llevar a cabo, aparte de resultar de dudosa utilidad para fundar
una evidencia. De todas formas, para que el comisario no me tilde de perezoso,
ya he ordenado lo que indicabas, pero solo en Cañizal y su provincia. ¡Ni
pensar en extender por ahora la encuesta a toda la nación!
-
Pero
eso -objeté- es suponer que el criminal es de Cañizal o, cuando menos, que ha
utilizado una farmacia de por acá…
-
Desde
luego, Pamela. Ya te he dicho que solo se trata de cubrir el expediente. Para
llegar más lejos y cotejar cientos de miles de recetas, tenemos que hacer una
previa selección de posibles sospechosos: Ya sabes, todos los miembros de la
promoción de las bodas de plata y sus familiares más allegados. He logrado
hacerme con un orlín[1] de la quinta de marras…
Aquí lo tengo… Notarás que fueron sesenta y siete licenciados, de los cuales
solo veintitrés eran mujeres. De modo -agregó guiñándome el ojo- que te será
fácil investigarlos a todos.
-
¿Te
parece que me informe primero de los que, de entre ellos, vinieron
conocidamente a Cañizal para las celebraciones?, pregunté un poco mosqueada.
-
Por
supuesto. Los tres que organizaron el festejo los he señalados en el orlín con
una señal a lápiz. Ellos te darán cuanta información precises; pero, en
cualquier caso, no dejes de seguirles los pasos a todos, porque ¿quién nos dice
que el criminal no quiso delatarse y vino a Cañizal de extranjis? De hecho,
habría sido lo más lógico, digo yo.
***
Los organizadores del evento me indicaron
que, tras arduos esfuerzos, solo habían logrado dar con cincuenta y dos de los
fotografiados en la orla de fin de carrera, la cual recogía presuntamente a
todos los estudiantes de la promoción que habían logrado licenciarse o, al
menos, llegado al último curso. A mi pregunta de qué había sucedido con quienes
hubiesen perdido curso o abandonado los estudios antes de finalizarlos, me
respondieron que no les habían enviado personalmente la invitación, pero que,
al ser pública la convocatoria, cualquiera de ellos habría podido apuntarse, si
era su voluntad. De hecho -recordaron-, ese había sido el caso de un par de
repetidores que, por razón de amistades, habían preferido incorporarse a la
promoción con la que habían iniciado sus estudios universitarios. Me
precisaron:
-
Claro
es que las bodas de plata solo se anunciaron en los medios informativos de
Cañizal, pero en estos casos funciona mucho el boca a boca. No creemos que se
quedara sin participar un solo compañero por razón de ignorancia. Otra cosa es
que no se nos unieran por otros motivos. De hecho, de los cincuenta y dos que
recibieron invitaciones y programas de actos, faltaron once.
Como me había ordenado Vallecillo, asumí
la tarea de dirigirme a todas y cada una de las jefaturas provinciales de
Sanidad para localizar las recetas oficiales que se hubiesen dispensado en el
año anterior a nombre de cualquiera de los miembros de la promoción de las
bodas de plata, respecto de cualquiera de los medicamentos que contuvieran los
principios activos hallados en los cadáveres de los tres fallecidos. La tarea
era lo bastante pesada, como para que no fuese reclamada por unos simples
policías; de modo que Ángel y yo fuimos a pedir el apoyo del juez que llevaba
la tramitación procesal de las investigaciones. Los forenses debían de haberle
puesto en antecedentes de la dificultad de la pesquisa pues nos puso algunas
objeciones, basadas en la necesidad de no demorar la tramitación de la causa,
en vista de la alarma y la atención que había suscitado:
-
Tengo
entendido -nos indicó- que los medicamentos que pueden haber sido usados en estos
envenenamientos son muy numerosos y de prescripción muy frecuente, desde el
cáncer a la depresión, pasando por los vértigos, el insomnio y un montón de
dolencias más. No creo que el haberlos adquirido legalmente sea un indicio
razonable de criminalidad en este caso. Tal vez, podría limitarse la encuesta a
los condiscípulos que se hubiesen hospedado con los difuntos en el hotel Principal.
¿Saben ustedes ya cuántos son?
-
En
efecto, señoría -contestó Vallecillo-. Fueron exactamente catorce, sin contar a
los fallecidos. Coinciden en su número y la identidad, tanto las inscripciones
en el hotel, como los datos de los organizadores. Por cierto -agregó-, de los
catorce, once son hombres y tres, mujeres; y, de esos catorce, doce vinieron
acompañados de sus cónyuges y dos se hospedaron a título individual.
-
Como
fue el caso de las tres víctimas -apostilló el juez-, para su desgracia.
En fin, el magistrado refrendó nuestra
laboriosa indagación. A la salida de su despacho, noté a Ángel pensativo y le
pregunté por el motivo de ello. Me contestó:
-
Nunca
acaba uno de parar mientes en todos los detalles dignos de reflexión. Tiene
razón el juez: De haber venido acompañados, los tres finados estarían ahora
seguramente con vida. ¿Tendría algo que ver el criminal en esa soledad, tan
necesaria para él, o se habrá tratado de una simple casualidad?
-
Si
la comparación no es odiosa -repuse-, algo de raro sí que tiene el que, de los
catorce que están vivos, doce vinieran acompañados, mientras que las tres
víctimas decidieron hacer el viaje solas. Claro que diecisiete casos no son
como para confeccionar una estadística.
-
De
todas formas, habrá que estudiarlo -concluyó el inspector-. A lo mejor
encontramos alguna luz en las biografías de los difuntos… Por cierto, Pamela,
¿qué tal te va con las historias de esos tres pobres desgraciados?
-
Voy
terminando, pero el resultado va a decepcionarte: Desde que acabaron sus
estudios universitarios, no hay ningún dato que permita relacionarlos entre sí.
Creo que ha llegado el momento de que,
resumiendo las abundantes notas biográficas que recopilé, les haga la
presentación -debidamente velada- de las tres víctimas del caso. No obstante,
para que no se me olvide luego, terminaré el latoso tema de las recetas de
marras: Ni en todo el país se encontró una sola dispensación en el año anterior
de medicamentos sospechosos a nombre de los sesenta y tantos condiscípulos de
los tres finados. El comisario aseveró que era una verdadera lástima.
Vallecillo y yo no lo tuvimos tan claro después de lo que el juez nos había
dicho sobre los indicios razonables.
4.
Los
tres interfectos
Adalberto Mejías, el difunto
de la habitación 204, era en la común opinión de los organizadores de las
celebraciones el número uno de los integrantes de la promoción, en lo que se
refiere a expediente y calidad intelectual. Todos ponderaban también su talante
sencillo y servicial, que hacía su recuerdo particularmente añorado. Uno de mis
informantes lo reflejaba así:
-
Adalberto
-él prefería que lo llamásemos Alberto o Berto- era de una conocida
familia de aquí, es decir, de Cañizal, dedicada a la enseñanza; pero, nada más
acabar la carrera, marchó a la capital para preparar en una buena academia su
ingreso en la carrera diplomática. Sacó pronto las oposiciones y, como es
natural, pasó a residir en las más variadas ciudades del extranjero. Quiere
decirse que solo volvía por Cañizal de tarde en tarde, para ver a sus padres y
poco más. Cuando empezamos a preparar los festejos, le escribimos a La Valetta,
donde estaba destinado de cónsul general, aunque la verdad es que no
esperábamos que aceptase la invitación. Para sorpresa nuestra, pocos días antes
de las celebraciones, recibimos su respuesta positiva y -lo que nos extrañó un
poco- aceptó también nuestra general sugerencia para los ausentes de Cañizal,
de reservarle habitación en el hotel Central, pese a que sus padres seguían viviendo y
teniendo casa aquí. En todo caso, nos llevamos un alegrón, pues las fiestas
hubieran quedado algo deslucidas, de faltar nuestro número uno.
-
Por lo que veo -advertí-, el señor Mejías tenía
entre ustedes y sus condiscípulos la mejor consideración.
-
Por supuesto -contestó otro de los organizadores-.
Si acaso, podría echársele en cara que ya entonces fuese un tanto reservado y
no participase de los saraos y
diversiones que organizábamos. Tampoco creo que hiciese entre nosotros
amistades íntimas, aunque tenía buen trato con casi todos. Claro que en aquel
tiempo la situación política del país y en la universidad era bastante tirante,
por lo que resulta lógico que un muchacho muy estudioso y preocupado sobre todo
por colocarse bien tratase de pasar de puntillas por las
aulas. Lo cierto es que esta circunspección la siguió manteniendo en todos los
años sucesivos, cuando las cosas de la política ya se habían felizmente
normalizado.
-
La verdad -agregó mi tercer interlocutor- es que Berto
era un tipo excelente, pero muy diplomático, por
decirlo de un modo coloquial y ajustado a su profesión.
-
Pese a su discreción y mesura -pregunté-, ¿no
conocen ustedes que alguno de sus condiscípulos, u otras personas de Cañizal
tuviesen con él algún motivo de enemistad o de malquerencia?
-
Desde luego que no -contestaron al unísono-, y
mucho menos como para matarlo. Es lo último que habríamos podido imaginar.
-
¿Les dio alguna explicación de por qué venía solo a
las bodas de plata?, inquirí. Ya saben ustedes que estaba casado.
-
Como nuestro contacto fue por correo -contestó uno
de mis informadores-, nada sabíamos sobre su estado civil, ni tuvimos ocasión
de preguntarle al respecto; pero luego, durante la comida, alguien le interrogó
al respecto y le dijo algo como esto: El viaje es muy largo y
mi mujer ha preferido quedarse en Malta con los chicos. Además, es danesa, no habla
español y lo comprende a medias. Le faltó decir, a mayores, que estos festejos son
un latazo para quienes no han tenido nada que ver con los compañeros de aquella
época. Lo verdaderamente admirable es que la mayoría de los asistentes viniesen
con sus consortes: Claro que la mitad, más o menos, vivimos aún en Cañizal.
-
Ya
voy terminando -les prometí a modo de disculpa-. El señor Mejías asistió a
todos los actos organizados hasta la noche: presentación; misa por los
compañeros y profesores fallecidos; visita a la facultad y audiencia con el
rector de la universidad; comida de fraternidad en el restaurante La fragua
de Vulcano.
-
En
efecto -corroboraron-. Tal vez, si con el ágape hubiésemos puesto fin a la
celebración, nuestros tres compañeros aún seguirían con vida, pero tuvimos la
ocurrencia -contando con que los de fuera pernoctarían en Cañizal- de rizar el
rizo, con una cena de gala seguida de baile en el casino…
-
Y
fue en esa sesión de noche donde echaron a faltar a los tres colegas, que luego
fueron asesinados.
-
No
exactamente. Benítez y Plata, en efecto, ya no se presentaron a la cena. El
primero nos advirtió que la comida le había caído bastante pesada, por lo
que no estaba seguro de volver a la noche. Plata no se presentó, sin avisarnos
previamente ni, por supuesto, dar una explicación. Berto sí estuvo
presente en la cena y, a poco de acabar esta e iniciarse el baile, se despidió,
repartiendo abrazos y apretones de manos, pretextando que tenía que volar al
día siguiente hasta La Valetta, por lo que tenía previamente que madrugar para
llegar a tiempo al aeropuerto de Miraflores.
-
¿Qué
hora sería cuando en señor Mejías se ausentó del casino?
-
El
baile empezó a eso de las once y cuarto, de modo que calcule alrededor de la
medianoche.
***
Dejemos por ahora al amable y reservado Berto
y pasemos a tratar del ocupante de la habitación 219, su compañero de promoción
y de acabamiento, Ricardo Benítez, quien, dicho sea de paso, fue el
involuntario causante de muchos de nuestros sinsabores, por su fama y
relevancia política, aunque algo ajadas por el paso del tiempo. Ya lo suponía
desde un principio el inspector Vallecillo cuando, ante mi ignorancia acerca de
la persona de dicho finado, me aclaró:
-
Sí,
mujer, Ricardo Benítez, Grijalba en la clandestinidad, en la que pasó
los últimos años de la pasada dictadura. Después de una temporada de relumbrón,
ahora llevaba muchos años apartado de la alta política, pero no dudes de que
sus amigos y correligionarios nos van a machacar como no demos con quienes lo
hayan matado: por supuesto, exigiendo la mayor rapidez y deseosos de que los
culpables den la medida de sus intrigas y revanchas.
La verdad es que el tal Grijalba se
me había atravesado desde el momento en que había quedado como una ignorante
cuando pregunté a los organizadores de los actos por qué no figuraba la
fotografía y el nombre del susodicho en la orla de la promoción. Me dieron una
pequeña lección de historia, con la condescendencia con que los veteranos
explican a los jóvenes lo que ellos conocen de sobra por haberlo vivido:
-
En
los últimos tiempos de la dictadura, las cosas se pusieron tan peliagudas para
los activistas de izquierdas, que tuvieron que esconderse, o tratar de
exiliarse, para no acabar encarcelados… o algo peor. Ricardo, que era el líder
de las FUC en Cañizal, pudo escapar a tiempo y estuvo escondido hasta
que cayeron los militares. Como es natural, se perdió los cursos que pasó huido
y no pudo licenciarse con el resto de los compañeros. Luego, cuando volvió,
acabó la carrera y sacó el título…
-
Di
más bien -intervino otro- que, a toda prisa, le regalaron aprobados y
licenciatura. Es que entonces, y por algún tiempo más, los cachorros de las FUC
se enseñorearon de la universidad a nivel nacional.
-
¿Las
FUC?, pregunté. Perdonen, pero no caigo en lo que significan esas
siglas.
-
Fuerzas
Universitarias de Combate… Bah,
no se imagine usted a Ricardo empuñando un fusil de asalto o poniendo bombas.
Cuando menos aquí, en Cañizal, no se pasó de manifestaciones, huelgas y
publicaciones ilegales. Por otra parte -agregó mi informante, suavizando las
palabras de su compañero-, Ricardo no era un lerdo para el Derecho. Prueba de
ello es el papel que jugó en los juicios que se montaron contra los dirigentes
más destacados de la dictadura…
-
…
Que acabaron en nada por la amnistía -volvió a terciar el discrepante-, y bien
que se calló nuestro ilustre condiscípulo, que no firmó los manifiestos de
protesta contra aquel vergonzoso perdón, con la disculpa de que la democracia
por la que él había luchado incluía el imperio de la ley.
El ambiente se iba cargando, por lo que
decidí llamarlos finamente al orden:
-
Bien,
quedamos en que el señor Benítez no acabó la carrera con su promoción inicial.
Entonces, ¿cómo es que lo invitaron a las bodas de plata? ¿O es que apareció
por los festejos sin haber sido convocado?
-
Ni
una cosa, ni otra, me contestaron. Faltando unos días para los eventos,
recibimos un telefonazo del propio Ricardo, desde su bufete en Miraflores.
Medio en serio, medio en broma, nos afeó que lo hubiésemos olvidado, cuando él
nos recordaba con tanta emoción y sentimiento… Claro está, nos faltó tiempo
para abrirle las puertas de las celebraciones, como a uno más de la promoción,
máxime por la causa que le había impedido graduarse con los demás. Nos pidió
que, como a los demás asistentes de afuera, le reservásemos habitación en el
hotel Central, y ya nos advirtió que vendría solo, pues su mujer llevaba
una temporada con astenia y no le apetecía viajar.
Por un momento, se me encendió la luz de
alarma de todo buen policía -modestia aparte-:
-
Eso
de que ustedes reservaban habitación en el Central, ¿se hacía constar en
las invitaciones que cursaban a los compañeros ausentes?
-
No,
me respondieron. Solo nos ofrecíamos para buscar alojamiento para quienes nos
lo solicitaran.
-
¿Y
están seguros de que el señor Benítez les pidió, literalmente, que le
reservaran habitación en el Central, “como a los demás asistentes de
afuera”?
-
Fui
yo quien hablé con él -me contestó uno- y me parece que la iniciativa partió de
él, no de mí. Con todo -agregó oficiosamente-, la cosa no tenía vuelta de hoja:
el Central es el mejor y más conocido hotel de la ciudad, además de
estar a dos pasos de la universidad.
-
Claro,
claro -concedí con cierta picardía-. En cualquier caso, queda claro que fueron
ustedes los que hicieron la reserva, a petición de su compañero… Solo me queda
ya preguntarles por la participación o la ausencia del señor Benítez en los
actos del viernes de autos.
-
Pues
completamente normal, en lo referente a los de la mañana y a la comida. Al
acabar esta, se despidió hasta la noche, si bien nos advirtió que no nos
aseguraba su asistencia, pues la comida la había caído muy pesada y el baile no
era actividad de su agrado, máxime no habiendo venido con su mujer. Parece ser
que a algunos otros condiscípulos les dijo que llevaba mucho tiempo sin venir
por Cañizal y que aprovecharía el resto del día visitando a otros conocidos. Lo
cierto es que no aportó por el casino, como le he dicho.
El organizador al que Benítez no le era
simpático concluyó con una humorada:
-
Me
ha dicho un pajarito que el verdadero motivo de su ausencia fue el de que un
marxista, aunque sea de boquilla, no está bien visto en un baile de gala en el
casino.
***
La tercera víctima respondió en vida al
nombre de Arcadio Plata. Sorprendentemente, los organizadores de los
festejos me hicieron esta confidencia:
-
Por
supuesto, era miembro de la promoción y se licenció con nosotros; pero muy poco
después se marchó de Cañizal sin despedirse de nadie -que sepamos- y, según
luego nos enteramos, se instaló en Santo Cristo del Buen Aire, a dos mil
quilómetros de aquí.
-
Como
que le olía el culo a pólvora, comentó de forma soez uno de mis interlocutores.
Si llega a quedarse por aquí al caer la dictadura, habría tenido serios
disgustos.
-
Déjame
acabar, Vicente -protestó quien estaba en el uso de la palabra-… Digamos que,
sin llegar a tales extremos, pensamos que no aceptaría la invitación, por más
que hayan pasado ya más de veinte años de aquello.
-
Aquello
-repetí-… ¿A qué se
refieren?
Vicente volvió a intervenir:
-
Pues
a que el Plata era un confidente de la policía política como la copa de un
pino. Incluso llegó a rumorearse que fuese un policía camuflado de estudiante.
Parece que esto último era una simple habladuría, como lo que luego se comentó,
de que en Santo Cristo lo habían visto de uniforme algunos que hasta allí
viajaron.
-
Lo
cierto y verdad -explicó el informante más sosegado- es que lo localizamos en
el listín de procuradores de su provincia, ya muy al final de nuestras
pesquisas. Creo que fue Vicente quien habló personalmente por teléfono con él…
-
Así
fue, y el gilipollas se despachó echándome en cara que no lo hubiésemos avisado
antes. Ya tengo noticias por otras personas pues, si llego a esperar tu
llamada, no encuentro billetes para el avión. No lo mandé a tomar por el
saco de puro milagro, sino que me limité a preguntarle si vendría solo y si
quería que le reserváramos plaza en el hotel. Me contestó que se había
divorciado hacía poco y que estaba con una chavala que no le apetecía
presentar en sociedad. Y, en cuanto al hotel, me aseguró que ya tenía
habitación…
-
Que,
por cierto -agregué-, era la 514, tres pisos más arriba de las que ustedes
reservaron para los demás compañeros.
-
La
verdad es que no sé para qué aceptó, si no quería mezclarse con nosotros.
¿Querrá creer que tan solo vino a la comida y se marchó sin esperar siquiera a
los brindis y el breve discurso con el que los asistentes me obligaron a acabar
el ágape? -comentó Agustín que, a lo que parece, era el organizador máximo-.
-
Se
fue pronto, pero ya iba bien cargado -puntualizó Vicente-. Entre
Jorge y Alicia, dos compañeros, lo acompañaron hasta el taxi y comentaron asustados
que estuvo a punto de caérseles por la escalera.
Por un momento, recordé que la cama de la
habitación del quinto piso había quedado algo revuelta, aunque no abierta del
todo. Me dio en pensar que Arcadio llegase con una trompa más que regular y se
hubiese dejado caer en el lecho para dormir la mona durante unas horas.
Pero volví en seguida a la conversación y pregunté:
-
¿No
volvieron a saber de él?
-
Por
supuesto que no, repuso Vicente. La última persona que sabemos lo vio vivo fue
el taxista. Claro que no es cosa de sospechar de él. ¿No le parece?
El tal Vicente me estaba cayendo cada vez
peor. No conforme con hacer comentarios excesivos y chistes de dudoso gusto,
acababa de darme trabajo adicional: localizar y tomar declaración al taxista,
que a saber quién había sido entre los chóferes de los doscientos vehículos con
licencia de taxímetro que había en Cañizal. En fin, para acabar con el tema,
les diré que no saqué mucho en limpio:
-
Sí,
señora -me dijo el taxista-. Llevé al señor hasta el hotel Central sobre
las cuatro y cuarto de la tarde… En efecto, me dio la impresión de que iba contento,
pero no borracho… Me fijé porque, al ayudarlo a meterse en el coche, las dos
personas que lo acompañaron hasta allí me pidieron que cuidara de él, no siendo
que fuera a caerse o algo así… No, no señora, no hubo lugar. El caballero me
pagó la carrera, con una pequeña propina, y entró por su pie en el vestíbulo
del hotel, sin tropezar con los escalones ni con la puerta; y eso que entró por
la giratoria… No recuerdo que hablase en el trayecto que, por lo demás, es
bastante corto: unos tres minutos. Solo recuerdo que, temiéndome que vomitara
en la tapicería, le ofrecí una bolsa y él, un poco enfadado, me dijo: Ya soy
mayorcito para jugar a inflar bolsas y estallarlas.
5.
Atando
cabos
Reunidos en el despacho de su casa, con el
buró lleno de papeles, entre los que apenas destacaba una pequeña bandeja con
servicio de café para dos, Ángel se reclinó en el sillón, extendió el brazo
sobre los documentos y me preguntó de buenas a primeras:
-
¿Qué
podemos sacar en limpio de todo esto?
-
¿Quieres
decir que si he encontrado un hilo conductor o algo común en todo ello?,
repregunté para ganar tiempo.
-
Por
supuesto, me contestó. Ya va siendo hora de que empecemos a casar unos datos
con otros. De no hacerlo así, cada vez va a ser más difícil lograrlo.
-
Pues,
en lo que respecta a las víctimas, me temo que estemos como al principio
-opiné-. Las tres son de Cañizal o de su provincia; de la misma edad y con los
mismos estudios; cursaron Leyes en esta universidad y en la misma promoción;
sus ideas políticas parecen haber sido lo suficientemente distintas, como para
que no tuviesen, en principio, los mismos adversarios; acabada la carrera,
siguieron caminos diversos y en lugares diferentes. En suma, podríamos
sospechar que, uno por uno, hubieran hecho enemigos políticos con anhelos de
venganza, pero, en todo caso, serían diferentes para cada uno de ellos.
-
Imagino
por dónde quieres ir. Benítez era un activista contra la dictadura que, una vez
caída esta, fue utilizado para formar parte de tribunales políticos que
juzgaron crímenes y torturas del régimen anterior, aunque parece que lo hizo de
manera bastante moderada y, en cualquier caso, el nuevo gobierno no se atrevió
a llevar las cosas a mayores y acabó amnistiando a los reos más significados.
En cambio, Plata está considerado con razón por sus compañeros como un delator,
que colaboró en aquel entonces con la policía hasta términos bastante íntimos.
Y el cónsul en La Valetta parece que, aunque de familia con tradición
izquierdista, se mantuvo en todo momento al margen de las contiendas políticas,
limitándose a estudiar y hacerse un porvenir. Vamos, que, ni buscados a posta
se encontrarían tres individuos más arquetípicos de los diversos jóvenes que
creó aquel tiempo tan revuelto…
-
…
Ni de la evolución acomodaticia que los veinte años siguientes ha supuesto
afortunadamente para aquellos muchachos, al convertirse en barrigudos
cuarentones, cabezas de familia, añadí. De modo que, si del pasado remoto no
hemos sacado nada en limpio, menos vamos a conseguir si nos dedicamos a husmear
en el presente de esos tipos.
Vallecillo se sonrió maliciosamente:
-
Veo
-me dijo- que no te tienes muchas ganas de bucear en la vida de nuestros amigos.
De todos modos, me he permitido recopilar bastantes datos sobre ellos,
suficientes para hacerme la idea de que tal vez a alguno pudieran haberle
tenido ganas ciertas personas en los últimos años, pero de ninguna manera la
misma persona, como tendría que ser el caso. Así que, si no aparece nada
nuevo, tendremos que convenir en que los malos sentimientos del criminal vienen
de muy atrás y los despertaron las bodas de plata o, por mejor decir, le dieron
la oportunidad de vengarse…
-
…
Por algún motivo que no tiene que ver con la política, aseveré tajante.
-
En
eso, señorita Mendoza, puede usted equivocarse -me replicó el inspector-. No me
cabe duda de que el asesino, o asesinos, fueron los mismos en los tres casos,
pero no tenían por qué tener contra sus tres víctimas el mismo móvil para
vengarse.
-
Eso
-repliqué, por llevarle la contraria-, suponiendo que lo que los moviese no
fuera en todos los casos el robo…
Ángel, con razón, me miró de hito en hito
y meneó la cabeza con disgusto:
-
Entre
nosotros, olvidemos el ánimo de lucro -decidió Vallecillo- y preguntémonos
seriamente: No siendo por dinero o por venganza política, ¿qué otras
posibilidades lógicas pueden haber llevado a cometer este triple asesinato?
-
El
asesino, ¿fue un hombre o una mujer?, inquirí, como quien no quiere la cosa.
Vallecillo salió por la tangente:
-
Supongamos
que fuese una mujer; no por nada, sino para que tú me puedas dar una respuesta
mejor informada.
-
Pues,
si yo fuese una mujer estándar, de esas que usan los criminólogos, te diría que
el móvil fue la venganza sentimental.
-
¡Mujer!,
cargarse a tres tipos de una tacada por razones pasionales… Un poco fuerte, ¿no
te parece?
-
Puede
ser que se acumulasen varias vivencias trágicas y la mujer explotó. Utilizando
tu expresión: lo hizo de una tacada, pero no necesariamente por
un mismo motivo, ni contra individuos que la maltrataran de la misma forma y al
mismo tiempo.
-
Comprendo
-afirmó Ángel-: Tres bombas diferentes, que el tiempo y el dolor van cebando,
hasta acabar por hacerlas explosionar a la vez, muchos años después… Pudiera
ser.
-
De
una cosa estoy casi segura -proseguí-. La ocasión de cometer los crímenes la
ofrecieron las bodas de plata, pero la criminal -sigamos con la suposición de
feminidad- buscó y se trabajó el que acudieran sus tres objetivos… ¿Es
que no te has dado cuenta?
Por una vez, encontré a Vallecillo con la
guardia baja; pero, lejos de reconocerlo, se levantó del sillón y me dijo:
-
Voy
a pedir a mi mujer que nos sirva más café caliente y unas pastas. Hablas tanto,
que se nos ha echado encima la hora de merendar.
***
Todavía con los restos de una cocada en la
boca, Vallecillo me interpeló:
-
Ahora
explícame que has querido decir con eso de que el criminal se trabajó el
que sus tres víctimas vinieran al mismo tiempo a Cañizal y se hospedaran en el
mismo hotel, de modo que le fuera factible liquidar de una vez a los tres.
-
Empezaré
por lo segundo -respondí-, que es lo que tengo más oscuro, hasta el punto de
que pudo deberse a pura chiripa. En todo caso, en las invitaciones que los
organizadores cursaron a sus condiscípulos ofrecían sus servicios para
buscarles alojamiento -se supone que a un precio especial, al tratarse
de un grupo de gente distinguida-. Era lógico que los asistentes de fuera
aceptasen mayoritariamente la oferta, y Benítez y Plata lo eran. También es
posible que la presencia de ellos dos y de Benítez en el hotel Central la
hubiese planeado con ellos su asesino, citándolos donde mejor le conviniera.
Por último -como me recordó el tal Vicente- la elección del Central para
hospedarse en Cañizal era de cajón.
Ángel, sin dejar de sorber el café, siguió
mis disquisiciones con los ojos fijos en el techo. Cuando concluí, dejó pasar
unos momentos antes de opinar:
-
Para
ser el punto que tienes más oscuro, no es mala argumentación, pero
resulta que queda en humo a no ser que justifiques que el criminal, de algún
modo, se puso en contacto con sus víctimas y las animó a venir a las bodas,
cosa que no era muy probable que decidiesen motu proprio, sobre todo,
Mejías y Plata, que vivían muy lejos. De hecho, los tres apenas mantenían
contactos conocidos con sus condiscípulos, y Plata, por lo que sabemos, no iba
a ser muy bien recibido… Así que explícame, por favor, por qué tienes claro que
todos ellos recibieron una segunda y especial invitación a venir a cargo de
quien, a la postre, iba a darles el pasaporte.
-
Vas
a decirme que es una corazonada -adelanté-, pero es que tres corazonadas en
tres casos suponen una casualidad muy poco casual… Recordarás las notas de mis
conversaciones con los organizadores del viaje…
-
Perfectamente,
me contestó. No obstante, remárcame los puntos concretos en que se fundamentan
los pálpitos de tu corazón.
-
Empecemos
por Berto Mejías -comencé-. Le mandan la invitación cosa de un par de
meses antes de los actos; se supone que la recibe y da la callada por
respuesta; solo contesta afirmativamente a última hora y, contra lo que sería
lógico, descarta alojarse en casa de sus padres y escoge la fórmula de la
habitación de un hotel.
-
Prosigue,
me indicó Vallecillo, al ver que yo quedaba callada, en espera de sus
comentarios.
-
Está
bien -acepté su silencio-. Voy con Grijalba, el guerrillero. Por fas o
por nefas, no recibe la invitación remitida por los organizadores, por lo que
es muy lógico que, viviendo en Miraflores, no tuviera idea de los actos que se
organizaban. De golpe y porrazo, días antes de los eventos, coge el teléfono,
echa una bronca a los promotores por no haber contado con él y pide que le
reserven habitación, precisamente, en el hotel Central, como si alguien
le hubiese soplado que iba a ser el cuartel general de los asistentes
foráneos. Vamos, un ejemplo de ciencia infusa, salvo que admitamos que alguien
le puso al corriente de todo, sin duda, interesado porque el señor Benítez
viniera a su encuentro con la muerte.
-
No
te pongas melodramática, Pamela -me rogó el inspector-, que ahora es el momento
de trabajar con el cerebro… Finalmente, cuéntame lo que hayas ideado acerca de
Plata, el policía frustrado… Y conste que lo llamo así porque le he seguido la
pista y he comprobado que se presentó a los exámenes en dos ocasiones y
suspendió; cosa que no me extraña, teniendo en cuenta sus antecedentes y que
las oposiciones fueron cuando el régimen político ya había cambiado.
Me quedé muy sorprendida, no del hecho en
sí, sino de que Vallecillo hubiese localizado el dato y no me lo hubiese hecho
saber. Con todo, por el momento decidí guardársela y finalizar mi
argumento.
-
En
el caso de Plata, él mismo reconoció a los organizadores que se había enterado
de los actos por otras personas -no precisó más- y que ya había reservado
habitación en el hotel Central por propia iniciativa. Además, dejó bien
claro su distanciamiento de los demás compañeros, faltando, incluso, a la
totalidad del programa, no siendo en la comida, donde dio la nota con sus
excesos etílicos. Si los actos le importaban un bledo, ¿a qué vino desde tan
lejos?
-
¿Has
acabado?, inquirió mi interlocutor en este momento… ¿Sí?... Pues, por lo que
pueda valer, voy a añadir algunas circunstancias que pueden apoyar tus
sospechas. Poca cosa… Si esto fuese una novela, podría titularse el capítulo, Los
solitarios del hotel Central.
***
Estaba cayendo la tarde, cuando Ángel se
dignó explicarme la rúbrica del hipotético capítulo novelesco que, según él,
podía abonar mi tesis de que la afluencia de las tres víctimas a los festejos
hubiese sido provocada por el criminal:
-
Según
mis informes -comenzó diciéndome-, a estos festejos académicos los asistentes
masculinos suelen concurrir acompañados de sus esposas. No me preguntes el
motivo de ello, ni el de que, cuando los antiguos alumnos son mujeres, es
bastante menos corriente que aparezcan del brazo de sus maridos…
-
Yo
podría darte varias razones de ello -le corté-, pero no lo haré para que no me
taches de feminista radical.
-
Mejor
así -afirmó Vallecillo-. Pero sigamos: Los tres asesinados vinieron solos,
dando lo que me atrevería a llamar de simples excusas. Si acaso, podría
considerarse más plausible la del cónsul Mejías, aunque no dijo toda la verdad:
Su esposa es de nacionalidad danesa, pero hasta que se casó vivió casi siempre
en Portugal, donde su marido la conoció. Así que lo de que se le atraviese el
uso del español es más que discutible.
-
Yo
juzgo también razonable -añadí- el que Plata no viniese a unos actos tan
rimbombantes con su querida, que debe de ser una chica joven y algo… explosiva.
-
Joven
sí y explosiva puede -replicó Ángel-, pero de querida, nada. Están
casados desde el año pasado. Por cierto que el tal Arcadio tiene un historial
movidito en la materia, dado que enviudó una vez y se ha divorciado dos. La de
ahora solo tiene veintidós años y la conoció en la clínica de su odontólogo,
donde la moza ejercía de recepcionista.
-
Ya
veo que estás bien informado -ponderé con cierta guasa-. Quizá hayas averiguado
también si era cierta o no la indisposición de la mujer de Ricardo Benítez…
Vallecillo hizo como si no me hubiese oído
y pasó a extraer las conclusiones de todo aquello:
-
Adonde
quiero llegar es a lo siguiente: Todo ese escamoteo de las esposas para venir
solos a las bodas de plata, puede avalar tu tesis de que se animaron a última
hora ante la llamada de alguna persona que…
Vi la cosa con una luz tan clara e
instantánea, que no pude por menos de exclamar:
-
¡Una
mujer que los tres conocían y que los encandiló con la posibilidad de
llevársela al huerto! Alguna moza de aquellos tiempos que aprovechó la ocasión
de las celebraciones para reunirlos a los tres y vengarse de ellos.
Ángel, aunque sin mostrar aceptación a mi
tesis, pareció admitir su probabilidad:
-
De
ser como dices, no tendría por qué ser una condiscípula, sino una conocida de
su juventud que explotara la ocasión para vengarse, ¡y de qué manera! Pero eso
amplía mucho el elenco de sospechosos, obligándonos a indagar a fondo en la
vida de un montón de personas.
Mi colega parecía abatido. Se me ocurrió
una forma de animarlo:
-
Tenemos
una manera de llegar directamente al culpable. Si es cierto que se puso en
contacto con sus víctimas días antes de los festejos para inducirlos a venir,
bastará con hacer una lista de las cartas y llamadas telefónicas que recibieran
los tres de un mismo remitente o comunicante, y ¡bingo!
-
Es
un camino que necesariamente habremos de recorrer -admitió-, pero que no creo
que nos lleve a ninguna parte, si el criminal es tan prudente, como demostró en
su comportamiento ulterior. Me pondré en contacto con el juez, para que nos
autorice las gestiones con correos y las telefónicas, no sea que nos tumben la
legalidad de las diligencias, si no contamos con autorización judicial.
***
Se aproximaba la hora de la cena, por lo
que hice ademán de levantarme y dar por concluido el diálogo. Sin embargo,
Vallecillo tenía aún un punto por aclarar:
-
Tu
interesante teoría -me dijo- sobre el sexo del criminal y los probables
ingredientes eróticos del asunto quedaría en el aire, si no tuviésemos algo más
que sospechas sobre las encuentros en el hotel entre el asesino y sus
víctimas. En los casos de Ricardo Benítez y Arcadio Plata, no hay el más mínimo
indicio de que los escarceos, si los hubo, pasaran a mayores. Por las horas
aproximadas de ambas muertes, da la impresión de que apenas hubo tiempo más que
para una charla y la copa o copas letales: algo muy continuado y con toda la
rapidez que el asesino pudo imprimirle. En cambio, lo de Adalberto Mejías fue
muy diferente, por razones que se nos escapan. Su muerte se produjo de madrugada
y el brebaje mortal fue, con toda probabilidad, un café. Durante la noche,
Adalberto y su asesina hicieron el amor, como se infiere de la cama deshecha y
de los restos de semen que se han encontrado en las sábanas.
-
Supuesto
que nadie lo hubiera llevado a las habitaciones y que desde ellas no se hizo
petición de comida o bebida al servicio, ¿de dónde pudieron salir las bebidas
con las que se mezcló el veneno? -pregunté-.
-
El
Central es un hotel de primera, con todos los detalles. El minibar está
muy bien surtido y hay cafetera eléctrica en todas las habitaciones. Por lo
demás, ya sabes que en las de los difuntos encontramos sobradas huellas de
consumo de alcohol o de café, por los botellines vacíos y por la cafetera medio
llena. Claro que el criminal arrambló con las copas y las tazas que utilizaron,
para impedir que recogiésemos sus huellas… ¡Esas sí que habrían sido
concluyentes! Las demás, que pudiera haber dejado en puertas, muebles o
lavabos, están mezcladas con las de cientos de otros clientes, de forma que,
salvo que vayamos por un sospechoso concreto, no tenemos nada que hacer.
***
Se me ocurre que puedo terminar esta parte
de mi narración poniendo en su conocimiento el predecible fracaso de la
diligencia antes aludida, de examinar la correspondencia y la lista de llamadas
telefónicas recibidas por los tres finados en las semanas anteriores a la
celebración de las bodas de plata. Claro está que sí hubo algunas llamadas
desde los entonces muy abundantes teléfonos públicos, pero ninguna de ellas
había sido grabada por los destinatarios, ni en los contestadores. En fin, que
por este lado mi teoría de la invitadora -como llegamos a denominarla
Ángel y yo- quedó coja, por no decir fallida. Y, como todas las demás pesquisas
seguían sin llevarnos a buen puerto, Vallecillo empezó a recibir censuras y
admoniciones, que hacían presagiar su pronto apartamiento del caso, con las
consiguientes consecuencias.
Así las cosas, el asunto dio uno de esos
giros asombrosos, a los que unos llaman buena suerte, otros, milagro y yo, olfato
de sabueso. Si les parece, dejaremos su exposición para la segunda parte de
esta veraz historia.
SEGUNDA PARTE: TRAS LAS HUELLAS DE
SUSANA
6.
Una desconocida de gran notoriedad
-
¿Querrás
creer que esta noche me la he pasado soñando con el camarada Benítez y las Fuerzas
Universitarias de Combate?, me preguntó Vallecillo, nada más entrar en el
despacho una bochornosa mañana de finales de junio.
-
No
me extraña -bromeé-. Con la edad y las ideas que tienes, no me sorprendería que
hubieses formado parte de las FUC.
-
¡Je,
qué graciosa!, replicó enfurruñado. Si te lo cuento -prosiguió-, es porque,
viniendo para acá, el caso de Benítez me ha suscitado la siguiente pregunta:
¿No podría haber otros condiscípulos que, como él, ni figurasen en la orla, ni
hubiesen sido invitados a las bodas de plata? Aun así, lo mismo que él se
enteró, pudieron haberse informado otros.
La revelación onírica de Ángel no
me pareció muy interesante, pero tampoco parecía proclive a darme mucho
trabajo; de forma que acepté y le sugerí:
-
Vale.
Volveré a hablar nuevamente con los organizadores y les preguntaré expresamente
por los compañeros suyos que abandonaron los estudios antes de licenciarse y
que, por ello, hubiesen sido olvidados.
-
No
me parece la mejor forma de adquirir certeza sobre ello -objetó el inspector-.
Te aconsejo que vayas al archivo universitario y examines todos los expedientes
de la facultad de Leyes correspondientes a aquella promoción. A tiempo
estaremos luego de preguntar a Agustín y compañía por lo que recuerden de
aquellos compañeros que fueron dejando la facultad antes de tiempo.
Dicho y hecho o, como habría dicho Julio César,
vine, vi, vencí. Además del conocido Benítez, otros ocho alumnos habían
abandonado los estudios antes de graduarse, o bien habían trasladado la
matrícula a otras universidades. Tomé nota de sus nombres y del último año
cursado en Cañizal. Luego, ni corta ni perezosa, me pasé por el bufete del
intemperante de Agustín y, tan pronto me recibió, dejé caer sobre el escritorio
la cuartilla con los nombres de los olvidados y, con tono festivo, le
reprendí:
-
¡Vaya
organizadores que están hechos! Dejaron de lado a ocho compañeros y, de paso, a
nosotros in albis de su existencia.
El reprendido, con cara de sorpresa, pasó
los ojos por el papel, hizo trabajar su memoria durante un par de minutos y,
finalmente, me contestó:
-
De
cuatro o cinco me acuerdo y hasta podría indicar el motivo por el que dejaron
los estudios: en general, por marchar a otras universidades. En cuanto al
resto, o no los recuerdo, o no estoy seguro de por qué se marcharon. Es posible
que los otros dos miembros de la comisión organizadora le puedan dar detalle de
los que yo he olvidado. En todo caso, en su día convinimos en invitar solo a
los fotografiados en la orla. La celebración de las bodas de plata era pública
y, si algún omitido estaba interesado en participar en ella, no habría tenido
más que decirlo… Quizá fuimos en exceso restrictivos y bien claro quedó con el
caso del famoso Ricardo Benítez… Pero ahora mismo estoy leyendo estos nombres y
no se me ocurre que ninguno de ellos haya sido echado de menos en los actos.
-
¿Está
completamente seguro de que nadie preguntó por alguno de estos ausentes?,
insistí.
El tipo se incomodó de mi insistencia y
contestó de la forma poco educada con que solía hacerlo:
-
No
creerá que voy a recordar todo lo que allí se dijo por parte de todos los
presentes -replicó-. Uno tiene memoria de abogado, no de policía.
***
Expuse el resultado de mi pesquisa a
Vallecillo y, por mera curiosidad, le dio por decirme:
-
Déjame
ver esa hoja, a ver si me suena alguno de los nombres.
(Ahora que lo cuento a tantos años vista,
me percato de que ese injustificado interés fue la clave que nos permitió dar
con la solución del caso. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero se
ve que no sucede lo propio con los policías)
Ángel fue enumerando en voz alta los
nombres y apellidos que iba leyendo. Al llegar al sexto de los incluidos en la
lista, se quedó perplejo:
-
Susana
Mendoza Muñagorri -dijo por dos veces-. Ese nombre me suena…, me suena mucho.
-
Pues
el Mendoza es bastante común -opiné-, pero el Muñagorri es del todo
infrecuente, como no sea quizás en Vascongadas.
-
Déjame
que piense… Tal vez esté confundiéndome con otra señora conocida. De hecho, el
tal Agustín no lo destacó al preguntarle tú por todos los de la lista.
-
No
te fíes de él -le advertí-. Estaba de malas, como si no quisiera cooperar…
-
O
estuviera encubriendo a alguien -completó mi frase el inspector-.
-
¡Jo,
Ángel, como eres!, le reproché. A fin de cuentas, la tal Susana, ni vino a los
festejos, ni parece que viva en Cañizal.
-
Eso
último habrá que comprobarlo -afirmó-. Lo dejo en tus manos. Entre tanto, voy a
hacer el sudoku del periódico: Es mi técnica cuando quiero acordarme de
algún nombre que se me haya traspapelado en el cerebro.
-
¿Qué
tal si intercambiamos nuestras tareas?, lo embromé.
-
A
ti te querría ver yo resolviendo un sudoku samurái[2], me replicó muy serio.
Con o sin sudoku, esa misma tarde
me telefoneó Vallecillo. Parecía exultante:
-
¡Ya
lo tengo! Podría contártelo ahora, pero prefiero charlar de ello cara a cara.
¿Por qué no te pasas por casa? Berta acaba de freír una fuente de rosquillas de
anís que, a juzgar por el olor, se salen del mundo.
-
Voy
para allá volando -repuse-, que también yo tengo alguna información que darte.
-
Tráete
para acá una bolsa de plástico -me previno- para poderte llevar unas cuantas
roscas para el desayuno.
Media hora más tarde, Ángel y yo nos
encontrábamos vis a vis, prestos a dar cuenta de aquellas delicias culinarias
y, sobre todo, con ganas de contarnos nuestros avances en la investigación. Yo
fui la primera en referirlos, ya que eran los que requerían de una más breve
exposición:
-
Tras
consultar la guía telefónica, di con un apellido Muñagorri, en la calle de la
Pasión. Se trata de una casa antigua, sin portero, por lo que opté por llamar a
un piso cualquiera para que me diesen informes, por supuesto, sin decir que era
policía. Tuve la suerte de que, a la primera, me atendiese una mujer mayor,
vecina de esas de “toda la vida”. En efecto, el apellido Muñagorri correspondía
a una señora, llamada Cecilia, viuda desde hace muchos años de un tal
Segismundo Mendoza. No le extrañe que, cuando llamó, no le hayan abierto,
pues Cecilia lleva varios años en una residencia de ancianos y no vive nadie en
la casa, me contó. Yo, como quien no quiere la cosa, le repliqué que tenía
entendido que doña Cecilia tenía, por lo menos, una hija. La vecina me lo
confirmó, asegurándome, no obstante, que la chica vivía fuera y se
pasaba por la casa de ciento en viento y solo uno o dos días de cada vez. Mi
informante tenía muchas ganas de hablar; de modo que, entre otros detalles
intranscendentes, me refirió que madre e hija apenas se habían tratado desde la
muerte del padre. La hija, Susana -me refirió-, era muy rara; debió
de quedar perturbada por los malos tratos que sufrió en la cárcel, cuando la
dictadura. Como es lógico, le pregunté si la tal Susana había aportado por
la casa el pasado mayo y, ¡agárrate!, me respondió que ella no la había visto
desde hacía años, pero que a la vecina que vive debajo de la señora Muñagorri le
pareció oír pasos en el piso superior y el ruido de una cisterna. Alarmada, por
si pudiera tratarse de ladrones o de okupas, subió a informarse; salió a
atenderla Susana Mendoza en persona, y le informó de que estaba pasando un par
de días allí, para ver cuál era el estado de su casa. ¿Y sabes en qué día habló
la vecina con la Mendoza?... Pues el día antes de los crímenes del Central. ¿Qué
te parece la coincidencia?
Vallecillo, que me había escuchado con
mucha atención, me desinfló inmisericorde:
-
Pues
eso, que es una coincidencia. No obstante, apuntaremos a Susana Mendoza en la
larga lista de sospechosos a investigar… Claro que es posible que tengamos que
colocarla en un puesto destacado si, a lo que tú has descubierto, añadimos lo
que tengo yo que decirte sobre ella… Come un par de rosquillas y ponte cómoda,
porque es todo un culebrón.
***
Aunque es evidente que no recuerdo las
palabras exactas, ni puedo asegurar el orden preciso de las frases, voy a
transcribir de seguido el culebrón de Susana Mendoza, siendo lo más fiel
posible a la narración de Ángel Vallecillo. Vamos con ello.
-
Ya
te decía yo que el nombre y los apellidos de Susana los tenía guardados en el
baúl de los recuerdos, solo que traspapelados. ¡Claro!, hace ya cinco o seis
años que el asunto transcendió a los periódicos o, por más precisar, que fue
noticia en El Heraldo de Miraflores pues, si no hubiese sido por este
diario, las influencias de la familia de Salvador Onofrio lo habrían silenciado
por completo… ¿Cómo, que no sabes quién fue Salvador Onofrio?... Pues yo creía
que se le citaba en los libros del bachiller. Pero no importa, sigamos.
Todo empezó porque Onofrio,
catedrático de Literatura en la universidad de Miraflores, despidió sin
miramientos a Susana Mendoza, que hasta entonces estaba contratada como
profesora ayudante en dicha cátedra. Contra lo que Onofrio esperaba, su
ayudante no se conformó y lo demandó a él y a la Facultad de Letras por despido
improcedente ya que, según ella, la habían cesado por sufrir una grave
enfermedad de larga duración. Su jefe, sin perjuicio de admitir que Susana
estaba, efectivamente, enferma, contraatacó alegando que aquella venía teniendo
un bajo rendimiento, incluso cuando estaba sana, y, a mayores, osó aducir que
la profesora carecía de las cualidades y actualización precisas para formar
parte del personal docente de la universidad de la capital de la nación.
Es obvio que el tipo no midió el
alcance de sus palabras, ni hasta dónde estaba dispuesta Susana a tirar de la
manta. Era un ejemplo típico del engreimiento de un potentado al que se le
suben a las barbas. No solo era catedrático, sino que, por encima de todo, se
consideraba un poeta de relumbrón y tenía un éxito notable con las obras de
teatro que por entonces estrenaba. Además, los Onofrio formaban parte de la
crème de la crème de la sociedad capitalina y su suegro, navegante entre
dos aguas, había conservado sus negocios turbios y el puesto de diputado, aún
después de caída la dictadura militar.
La réplica de Susana, basada en sus
publicaciones, en el testimonio de algunos colegas y en el hecho de que llevaba
ya diez años de profesora sin ninguna queja, motivó la réplica de Onofrio, por
medio de otras pruebas contradictorias, y así fue preparándose la tormenta.
Quizá esta no hubiese estallado de no ser por el apoyo que en su enfermedad y
pleito recibió la Mendoza del director de El Heraldo, llamado Enrique de
Isla, un periodista de los grandes y al que no le tiemblan las carnes ante
influencias ni amenazas; todavía más si, como era el caso, la profesora
colaboraba ocasionalmente con el diario en la sección de crítica literaria. Y
así, aconsejada, o por propia iniciativa, ante las invectivas de Onofrio,
Susana ofreció al juez hacer una confesión bajo juramento, estando y pasando
por sus consecuencias, cualesquiera que estas fueren. La otra parte no se opuso
y el magistrado estuvo conforme con ello, harto -como estaba- de tantas medias
verdades por parte y parte.
La bomba estalló, por así decir, de
dos veces. En la primera, Susana afirmó que llevaba una buena porción de años
siendo la amante de Onofrio, concretamente, desde sus tiempos de estudiante de
Letras de vocación tardía. Ese había sido el principal motivo por la que el
catedrático la había acogido entre sus ayudantes, y la ruptura de tal intimidad
lo era ahora para ser despedida. Así pues, la grave enfermedad de Susana había
desencadenado, primero, la separación de los amantes y, acto seguido, la
cesantía académica; una y otra cosa -según ella- por no haber resistido el
delicado estómago del catedrático las responsabilidades y las limitaciones que
la enfermedad de Susana podía comportarle.
Era indiscutible la verdad objetiva de
lo que Susana alegaba, pero Onofrio no dejó por ello de revolverse y negar los
hechos en lo posible. Esto desencadenó la segunda explosión, que fue mucho más
fuerte que la primera. La profesora agregó que, en lo tocante a su mala calidad
literaria, tenía una prueba concluyente en contrario que presentar. Y, en ese
mismo momento, previa admisión por el juez, puso sobre la mesa de este un
voluminoso cartapacio, acompañado de un acta notarial en que se aseguraba que
la señora Mendoza había exhibido y entregado temporalmente en la notaría todos
los documentos que en el acta de enumeraban, cuyas fechas eran absolutamente
fidedignas. ¿Y sabes que era todo aquello? Pues borradores, más o menos
extensos, de los dramas y las comedias que el ilustrísimo Salvador Onofrio
había registrado como propiedad intelectual suya y estrenado en los escenarios
de todo el país en los pasados años, algunos de los cuales habían sido,
incluso, traducidos y representados en el extranjero. Pero, como las fechas
acreditadas ante notario eran bastante anteriores a los estrenos, quedaba de
sobra aclarado que Susana Mendoza había sido la negra[3] de su catedrático y
la artífice de sus triunfos como dramaturgo. ¡Figúrate la que se armó! Onofrio
quedó en el más espantoso de los ridículos, con la ayuda de las punzantes
ironías de Enrique de Isla en sus editoriales del Heraldo y de la
actitud inmisericorde del público que, a cada representación de las obras
onofrianas, gritaba y pateaba, reclamando la presencia de la autora. La
esposa del catedrático promovió el divorcio por infidelidad y la universidad de
Miraflores le abrió un expediente por comportamiento contrario a la ética
académica y a la dignidad exigible a los profesores de su claustro. Pero, antes
de que todo eso cuajara, Onofrio se pegó un tiro en su despacho de la Facultad.
***
-
Supongo
que mucho de lo que te he contado te habrá resultado familiar, me dijo Ángel,
al concluir su relato.
-
Desde
luego -afirmé con alguna exageración-, aunque de lo que más me acuerdo fue de
que nuestro profesor de derecho civil nos lo puso como caso práctico sobre
derechos de la persona y propiedad intelectual.
Vallecillo se echó a reír:
-
A
eso lo llamo yo oportunismo… Menos mal que el de derecho penal no os lo planteó
también, como un posible caso de inducción al suicidio.
Como me figuro que a ustedes, a mí el
suceso me había resultado curioso, pero no acababa de encontrar el motivo por
el que Ángel lo juzgaba útil para intentar resolver el caso que teníamos entre
manos. Con todo, anteponiendo la curiosidad al interés profesional, le pregunté
qué había sido de Susana Mendoza después del macabro final de su antiguo
amante. Me explicó lo siguiente:
-
Supongo
que te referirás a su existencia aparente, pues ignoro el efecto que el
suicidio de Onofrio causaría en su íntima sensibilidad y su carácter. Me consta
que, superando al fin su enfermedad, ha seguido viviendo en Miraflores, un poco
a la sombra de Enrique de Isla y del apoyo económico que este le ha procurado.
Se rumorea que ha publicado algunas cosas bajo seudónimo: nada de teatro, sino
poesía y relatos breves. No sé si eso es cierto y, por lo tanto, ignoro el
éxito que haya podido tener y el beneficio económico obtenido.
-
Desde
luego -comenté- mucho menos que si hubiese publicado sus memorias o escrito
para la televisión con su propio nombre.
-
No
creo que la familia de Onofrio y los capitostes de los medios se lo hubiesen
permitido -objetó Vallecillo-. Pero vamos a lo nuestro. ¿Qué podemos
sacar en limpio para tratar de resolver nuestro caso?
-
Pues
así, de entrada, creo que no mucho, a no ser que ya tenemos claro por qué los
organizadores de las bodas de plata olvidaron a tan polémica
condiscípula. Cuando vuelva a ver a Agustín, le voy a decir cuatro cosas…
-
¿Y
nada más?, insistió el inspector con sorna. Quizá será porque, cuando te he
hablado de la grave enfermedad de Susana, te oculté que se trataba del cáncer.
-
Ya
me lo figuraba -afirmé sin mucho convencimiento-, pero no se me alcanza la
importancia de que sufra de eso, o de una grave cardiopatía, o una
insuficiencia renal, por ejemplo.
-
¿No
recuerdas -insistió Ángel- lo que nos comentó el juez de instrucción cuando
fuimos a pedirle autorización para investigar acerca de las recetas de
neurolépticos? Pues se refirió al cáncer como una de las dolencias que más
necesitaba de tales medicamentos.
-
Como
tantas otras -objeté, poniéndome a la defensiva-, solo que antes cité un par de
ellas que tan vez no sean un buen término de comparación.
Vallecillo decidió poner fin a la
discusión de manera amistosa:
-
Sea
como fuere -afirmó- tendremos que volver a los registros de recetas oficiales
para ver lo que haya a nombre de Susana Mendoza en los últimos diez años. Yo le
pediré permiso al juez y tú te encargas de examinar todo lo que nos manden
desde Sanidad… Creo que es un reparto de tareas bastante justo -bromeó-. Y
ahora ve sacando la bolsa de plástico para llevarte las rosquillas. Así, mañana
no tendrás que desayunar de cafetería.
7.
Un
paseo por Miraflores
Las cosas se iban aclarando. Como era de
esperar, había decenas de recetas a nombre de Susana Mendoza, aunque la mayoría
databan de varios años atrás, que era cuando le habían diagnosticado el cáncer
y llevado a cabo su principal tratamiento. Muchas de las prescripciones
procedían del hospital de Miraflores, por el que logré enterarme de que la
terrible enfermedad le había afectado a los pechos, uno de los cuales le había
sido extirpado para tratar de parar el desarrollo tumoral. Pasada aquella
época, las recetas de analgésicos, tranquilizantes y similares disminuía de
manera notable, pasando a ser dispensadas por orden de médicos en consulta
ambulatoria, entre los cuales iban predominando dos o tres nombres, para mí
desconocidos. Pero la bomba, que he de reconocer con vergüenza que me
dio un alegrón, fue la de que, cosa de un año antes del crimen del Central,
las recetas habían vuelto a ser muy abundantes, siendo muchas de ellas
ordenadas por galenos del hospital de Miraflores de la primera vez. La cosa
estaba clara: La enfermedad de las seis letras había recidivado y el botiquín
de Susana Mendoza había vuelto a rebosar de medicamentos capaces de dormir para
siempre a toda su promoción de Leyes. Claro que esa intuición mía precisaba de
una corroboración: la de cotejar los específicos recetados con aquellos cuyos
restos habían sido hallados en los cadáveres de Mejías, Benítez y Plata.
Tendríamos que llamar nuevamente a la puerta del juzgado para que los forenses
nos informasen al respecto.
Una siempre se lleva sorpresas con los
compañeros y con Ángel aquella fue una de aquellas ocasiones. Cuando le hice
ver que todo indicaba que la Mendoza volvía a estar muy enferma, pareció
venirse abajo, como si se hubiese tratado de una amiga. Me atreví a preguntarle
el porqué de una pesadumbre tan profunda y él me contestó con una frase, que
resume mejor que ninguna su modo de ser, como persona y como policía:
-
Tiene
triste gracia que vayamos a echar mano a un criminal cuando el destino ya le ha
hecho justicia.
Lo vi tan atribulado, que me dio por
buscar motivos para aminorar su sentimiento:
-
Bueno,
bueno. Está por ver si la Mendoza está en las últimas, o si ha sido realmente
ella quien se cargó a sus tres compañeros. A fin de cuentas, no tenemos el
móvil, y sin eso andamos a ciegas.
Ángel, al escuchar la palabra móvil volvió
a su natural estado de sabueso, y asintió:
-
Tienes
razón; este asunto tiene aún cuerda para rato. Por lo pronto, como sugieres,
vamos a tener una charla con los forenses, a ver si se mojan y no nos salen con
lo de que la medicina no es una ciencia exacta.
Pues no, los facultativos no invocaron
esa manida disculpa, sino que confirmaron sin lugar a dudas que los principios
activos de los medicamentos últimamente recetados a Susana Mendoza habían sido
hallados en los tres cadáveres del Central, en cantidad suficiente como
para producir su muerte.
Nos hallábamos, pues, en uno de los
momentos álgidos de la investigación, y bien que nos venía, pues Vallecillo
había sido seriamente apercibido en mi presencia por el comisario de que, o
hacía grandes progresos de inmediato, o sería relevado del caso y puesto
a patrullar las calles. ¡Bueno era él para que le vinieran con
exigencias infundadas de arriba! Preguntó con sorna al jefe:
-
¿Patrullaré
en coche o a pie? Porque, si es en coche, me gustaría que mi compañero fuese la
subinspectora Cárdenas.
El comisario estalló:
-
¡La
subinspectora y tú podéis iros a tomar por el culo!
Ángel debió de comprender que las
represalias podrían alcanzarme también a mí y rectificó:
-
Estaba
de broma, comisario. La verdad es que Cárdenas y yo tenemos ya un sospechoso
muy -pero que muy- prometedor.
La palabra de Vallecillo era oro puro para
sus superiores y, cuando él hablaba de un sospechoso muy prometedor era
garantía de que había dado con el culpable. Así pues, el comisario sonrió
satisfecho y le concedió una moratoria:
-
¡Dos
semanas, Ángel! Te doy dos semanas para que me traigas al criminal envuelto en
celofán, atado con un lazo rojo.
-
No
hay problema, replicó. Cárdenas es un primor a la hora de empaquetar.
Salimos del despacho de la entrevista con
sensación de alivio. Yo creo que el inspector lo sentía más por mí que por él.
-
Vamos
a tener que aprovechar bien los próximos días -me susurró-. Tal vez sea
aconsejable hacer un viaje a la capital.
***
Preparamos el viaje en un santiamén. Por
si acaso, me atreví a preguntar a Ángel:
-
Disculpa
si me entremeto, pero no le habrá molestado a Berta que vaya contigo, porque,
si es así, me quedo en Cañizal, que bien te valdrás por ti solo para lo que
tengas que hacer.
Ángel sonrió:
-
La
invité a venir con nosotros, pero lo rechazó de plano. Me dijo que nos tenía
suficiente confianza, como para que necesitásemos carabina.
-
Es
un alivio, confesé. La verdad es que me hace ilusión seguir toda la
investigación de cerca y darme un garbeo por Miraflores. Por cierto, ¿cómo
piensas abordar a la Mendoza?
-
La
cosa está aún muy verde para irle por derecho -opinó-. Tenemos que pisar un
terreno bien firme, si no queremos dar un patinazo y acabar convertidos en patrulleros
de barrio.
-
Conforme
-asentí-. ¿Puedo ir haciendo algo para preparar el terreno?
-
No
estaría mal que repasaras las recetas de Susana y vieses qué médicos son los
que han firmado las del último año.
-
Hay
tres que son con los que más ha consultado. Ahora mismo, me acuerdo de un tal
doctor Aliaga.
-
¿Carlos
Aliaga, el oncólogo? -inquirió Ángel-. ¡Pues sí que es casualidad! Fue al que
llevamos a mi suegra, que en paz descanse, cuando le diagnosticaron cáncer de
hígado. Pasa por ser uno de los mejores del país, aunque, en mi caso, no pudo
hacerse nada… Lo visitamos varias veces, así que espero que se acuerde de mí.
Pensó unos momentos y prosiguió:
-
Por
ese lado, no creo que necesitemos más. En otro orden de cosas, voy a telefonear
a Enrique de Isla, el director de El Heraldo, para anunciarle nuestra
visita. Es un tipo muy ocupado y no le gustan nada los policías, pero
tratándose de mí, espero que haga una excepción.
-
¿También
lo conoces?, pregunté con un dejo admirativo.
-
Son
ya muchos años en la brecha -se justificó-. Ya que me ha tocado conocer a
cientos de delincuentes y miles de corruptos y cantamañanas, no ha estado mal
el conocer a algún que otro sujeto como Enrique.
***
El doctor Aliaga apenas recordaba a Ángel.
En cuanto a mí, que lo acompañaba en la entrevista, me echó una mirada que me
hizo suponer que no se creyó que fuese -como me presentó el inspector- una
compañera policía en acto de servicio: Por supuesto, no en la tarea de
investigar nada relacionado con Susana Mendoza, sino un caso imaginario que,
por razones de sigilo profesional, se abstuvo de concretar. Vallecillo llevaba
una falsa disculpa para explicar al doctor el interés por su paciente:
-
Verá,
doctor, se trata de que la ausencia de Susana en las bodas de plata causó una
notable decepción en sus compañeros y una gran preocupación a su madre, que ya
sabe usted lo delicada que está la pobre. En fin, como yo tenía que venir a
Miraflores para una diligencia y lo conocía a usted, me ofrecí a hacer la
gestión de preguntarle por Susana, por si la razón de su inopinada ausencia hubiera
sido un problema de salud, como el que la aquejó hace unos años.
El doctor pareció tragarse el
cuento, pero aún dudaba sobre revelar detalles sensibles de su paciente:
-
¿Cómo
es que sabían que soy yo el oncólogo que la está tratando?
Vallecillo llevaba su respuesta
perfectamente preparada:
-
Supongo
que porque fue usted quien la viene atendiendo desde hace años. Además, creo
recordar que nos lo confirmó doña Cecilia Muñagorri.
Aquello bastó para vencer las reticencias
de Aliaga. De corrido, nos confirmó que el cáncer, tras unos años de
contención, había reaparecido con toda su virulencia, incluso con varias
metástasis, de tal forma que -pese a la buena edad de la enferma- su consejo,
aceptado por esta, había sido el de someterse tan solo a un tratamiento
paliativo, no operándola, ni alargando artificialmente su vida.
-
Entre
tanto -resumió-, estamos procurando que sufra lo menos posible, pero cada vez
precisa de mayores cantidades de fármacos y estos le producen menos efecto. Así
que comprenderán que no esté para festejos, por más que ella tiene un espíritu
indomable y sigue tan guapa y arreglándose con todo esmero. Pero lo que no
soporta, ni lo ha consentido nunca, es revelar a su madre lo grave que está.
Siempre me dice lo mismo: Ya le hice sufrir bastante de joven.
-
Bueno,
pues todo aclarado -afirmó Ángel-, pero no haremos uso de ello para no
contrariar la voluntad de Susana. Bastará con decir en Cañizal que estaba de
viaje, o cualquier otra excusa razonable.
-
Se
lo agradezco -respondió el médico-. No querría que ella me abroncase por
revelar su estado actual; tanto más, cuanto que, de un mes a esta parte, anda
bastante inquieta, hasta el punto de que ha dejado de venir por la consulta,
sin prevenirme de ello. La he llamado a su casa sin resultado y mi auxiliar de
clínica ha recibido de su portero la respuesta de que se había ausentado de la
capital… Se lo cuento a ustedes porque, al estar ella tan grave, me siento
responsable de lo que le pase y he estado tentado de acudir a la policía…
Vallecillo lo interrumpió con cierta
vehemencia:
-
Siendo
una persona mayor y en sus cabales, no creo que mis compañeros vayan a
inmiscuirse en su vida privada, pese a las razones médicas que concurren. A fin
de cuentas, ella ya conoce su tratamiento y sabe adónde acudir si se queda sin
medicamentos. No obstante, por corresponder a su sinceridad, déjelo de nuestra
mano. De manera reservada, haremos todo lo posible por localizar a la señora
Mendoza y, en su momento, le daremos noticias.
-
¡Muchísimas
gracias!, exclamó Aliaga, muy aliviado. No olvidaré este favor que me hacen.
-
No
es nada, doctor -replicó Vallecillo-. El deber no está reñido con la humanidad.
***
Lo primero que comentamos al salir de la
consulta de Aliaga fue lo alejado que parecía el doctor de la realidad del
país: ¡Mira que no haber hecho ningún comentario sobre los crímenes que se
habían producido durante las celebraciones a las que no había acudido su
paciente!
Me dio por ejercer de chistosa, lo que
felizmente solo hago en contadas ocasiones:
-
Si
los difuntos hubiesen sido médicos, seguro que se habría enterado; pero
tratándose de abogados, lo mismo habría dicho aquello de que tres abogados fiambres
era un buen comienzo[4].
Ángel hizo oídos sordos y aludió a la huida
de Susana, con preocupación:
-
Puede
ser que quiera evitar a la policía, o puede ser que esté preparándose para
morir sola, como dicen de los elefantes… En cualquier caso, es un contratiempo
para nosotros, con el poco tiempo de que disponemos para aclarar el asunto.
Hizo un alto en su exposición, para
concluir:
-
Aliaga
no sabe en dónde está, pero me parece que yo conozco a quien puede estar al
tanto de ello. Desde luego, como no lo sepa él… Pero ese no es un
despistado, como el doctor. Si sabe algo, vamos a tener que sudar tinta para
sacárselo… En fin, vamos a comer, que las preocupaciones me han abierto el
apetito.
-
Pero
¿puede saberse a quién te refieres?, inquirí, un poco acelerada.
-
Ya
te hablé de él en Cañizal: Enrique de Isla, el director de El Heraldo. Precisamente
mañana, a las diez y media, estamos citados en las oficinas de su periódico.
***
Ángel no quiso ser muy explícito cuando le
pregunté por las circunstancias en que había conocido, bastantes años atrás, a
Enrique de Isla, pero me parecía evidente que la confianza que debía de existir
entre ellos se había cimentado en los años de plomo de la dictadura. Conociendo
a Vallecillo y habiendo oído hablar de Isla, imaginaba que, en un momento dado,
este podría haber caído en las redes de la policía y aquél lo habría podido
sacar de ellas con menos daño de lo habitual en aquellos tiempos.
Enrique de Isla era, físicamente
considerado, un hombrecillo bajito y delgado, de apariencia y ademanes
nerviosos, con una voz cascada y chirriante que elevaba bastante más de lo
necesario, prueba evidente de una incipiente sordera. Su edad, no lejana de los
sesenta años, quedaba en evidencia por una calvicie prácticamente total y una
notoria encorvadura de espalda. Pero lo que más me impresionó fueron sus
expresivos ojillos azules que, pese a estar velados por unas gafas con
cristales de mediano grosor, poseían un brillo y una penetración inusuales.
Nada más entrar con Ángel en su despacho, los fijó en mí con una enojosa
fijeza, que no desvió hasta que mi compañero me presentó como una poli de
las de la nueva escuela, digna de toda confianza. Claro -agregó- que,
si te resulta embarazosa su presencia, puedo…
-
¡No,
hombre, no! -rehusó el periodista-. A fin de cuentas, no creo que sea tan
secreto lo que te trae de nuevo hasta mí, después de tanto tiempo.
-
Por
supuesto que no -concedió Ángel, mirándome de soslayo-. Un asunto de trabajo,
que he preferido despachar yo, en vez de pasárselo a esas lumbreras que tenéis
en Miraflores.
-
Pues
tú dirás, chico… Pero antes, tomemos un café largo, a la americana, como te
gustaba antaño.
Se
levantó; tomó de una placa térmica una cafetera globosa de vidrio pírex y
sirvió el negro brebaje en tres tanques de loza blanca, que llenó hasta el
borde:
-
Para
nosotros, precisó, sin azúcar. ¿Cómo lo quiere la señorita?
-
Con
un poco de azúcar, por favor.
De un azucarero de alpaca tomó un
azucarillo con las pinzas; hecho lo cual, posó directamente las grandes tazas
sobre su buró, apartando los papeles que lo atiborraban, y se sentó frente a
nosotros con la mesa de por medio. Dejó pasar el tiempo justo para tomar un par
de sorbos de aquel potingue y, como quien tiene prisa y juzga innecesarios los
preámbulos, indicó:
-
Bien,
Vallecillo, ¿qué te trae por aquí?
-
Nos
trae -corrigió el
inspector- un caso que estamos investigando oficialmente, bajo control
judicial. Como director de El Heraldo, seguro que lo conoces. De hecho,
mandasteis a Cañizal a un reportero cuando se produjo: El triple crimen del
hotel Central.
Diría que las pupilas azules de Isla
atravesaron en aquel momento los cristales de sus gafas, mientras echaba
adelante el tronco y garfeaba los dedos de ambas manos para asir los brazos del
sillón en que estaba sentado. No hacía falta ser muy lista para comprender que
nuestro entrevistado había sufrido un sobresalto mayúsculo, fruto de la
sorpresa, pero también de tener mucho que ocultar.
8.
La
conexión
De Isla se recompuso con prontitud y
decidió ganar tiempo, tomando pie en lo del envío de un reportero para cubrir
la noticia del triple homicidio del Central:
-
Si
has venido a verme -dijo a Vallecillo- para que te dé alguna primicia sobre lo
de Cañizal, vas fresco. El corresponsal que allí envié es un poco lerdo y,
además, la noticia, que para tu ciudad habrá sido el no va más, en la capital
despertó un interés solo relativo.
Ángel no era hombre al que se pudiera torear
sin que reaccionara con energía, y a fe que no se quedó corto en esta
ocasión:
-
Sí
-admitió-, ya me di cuenta de que los capitalinos no prestaron mucho interés al
triple crimen, a juzgar por lo pronto que El Heraldo lo retiró de sus
páginas. La verdad es que me extraña tal indiferencia, habida cuenta de que,
entre los asesinados, había un diplomático y un antiguo héroe de la revolución.
De hecho, otros diarios todavía mantienen caliente el caso y no hacen
más que meterse con la policía por no lograr avances ni detenciones. La verdad,
Enrique, si no te conociera, diría que algo o alguien ha influido en tu
periódico para que se olvide del asunto.
Isla se puso inmediatamente a la
defensiva, aprovechando el elogio que acababa de hacerle Ángel:
-
¡Por
supuesto que sigo terne en no dejar que nadie me mangonee! Pero ¿cómo has
podido siquiera imaginar que El Heraldo puede tener algún motivo para
tapar este asunto?
Vallecillo no se dignó contestar, sino que lanzó una nueva andanada:
-
Y,
sobre eso de que tu periódico mandó a un reportero lerdo e incapaz de cazar
alguna primicia, permite que te diga que es una verdad a medias. La primera
persona de El Heraldo que estuvo en Cañizal fue una redactora o, por lo
menos, una articulista, que tiene muchas tablas y que ¡menuda primicia que
logró! ¡Como que ella creó la noticia!
Isla dejó pasar unos instantes, con el
rostro inexpresivo, antes de responder:
-
Como
no te expliques mejor…
Mi compañero era dueño absoluto de la
situación, que manejaba a su antojo. En ese momento, decidió evocar un pasado
que yo ya conocía:
-
Hablando
de la importancia concedida a las noticias, me viene a la mente un pleito de
hace bastantes años, que El Heraldo fue el único medio que mantuvo en el
candelero durante semanas, cuando sus colegas de la prensa miraban para otro
lado. Seguro que lo recuerdas: Empezó siendo un caso de despido laboral y acabó
en el suicidio de un tipo famoso… Honorio creo que se llamaba…
-
Onofrio
-rectificó Enrique el error intencionado de Vallecillo-, Salvador Onofrio. Pero
¿a qué viene ahora traer a colación un asunto tan rancio? Los tiempos cambian y
no hay dos noticias iguales. Me permitirás -agregó con inoportuno orgullo- que,
como director de un gran diario, decida cuándo hay que dar carpetazo a un
suceso, o cuando no.
El inspector decidió dejar de jugar con su
presa y, como suele decirse, tirársele a la yugular:
-
Ya
sé que no hay dos noticias iguales, pero en esta ocasión la protagonista es la
misma: Susana Mendoza, tu protegida, ahora como antaño. Pero lo de este momento
es demasiado grave como para que te dediques a ayudarla a fin de que eluda la
acción de la policía. Conque desembucha y ve diciéndonos en dónde se esconde la
señora Mendoza, si no quieres que empecemos a tratarte con la cortesía debida
al encubridor de un triple asesinato que, al revés que a ti, nos urge resolver
de inmediato.
La suerte estaba echada y las cartas con
que jugaba Ángel no era claro que bastasen para ganar. A fin de cuentas, lo
único sólido con que contaba era la afirmación del doctor Aliaga, en el sentido
de que Susana había dejado de ir por su consulta y se había ausentado de su
residencia de Miraflores. Todo lo demás eran meras presunciones, todo lo
sensatas que se quisiera, pero insuficientes para involucrar a De Isla en la
huida y, menos aún, en la ocultación de la criminal. Pero aquella jugada de
póquer tenía la ventaja de que había mucho que ganar y poco que perder. A fin
de cuentas, lo único que apostaba Vallecillo era su amor propio.
Enrique de Isla no estaba dispuesto a
aceptar el envite de Ángel así como así, sin conocer lo que sabíamos de Susana
y teníamos contra ella. Así nos lo dio a entender y el inspector, intentando
rebajar la tensión y, al propio tiempo, darme parte en el juego, consintió y dijo:
-
Está
bien. Anda, subinspectora Cárdenas, explícale a Enrique lo que nosotros ya
sabemos y que, por cierto, él conoce tan bien como nosotros.
-
¿Detalladamente
o en esquema?, pregunté, dándome postín.
-
Con
detalle -reclamó Isla-. Tengo todo el tiempo del mundo para escucharla.
***
Mi narración, aunque escueta y procurando
no revelar pormenores que aconsejasen reserva, fue suficiente para que en la
cara de Enrique de Isla se pintaran la preocupación y el desencanto. Con todo,
nuestros descubrimientos seguían teniendo notables vacíos y en destacarlos se
empeñó nuestro periodista:
-
En
resumen -opinó, después de pensar sus palabras cosa de un minuto-, por lo que
me decís y, sobre todo, por lo que no me decís, no tenéis otra cosa que
pruebas circunstanciales y conjeturas: Que si una vecina la vio en su casa de
Cañizal por aquellos días; que si compra para su enfermedad y sus dolores
medicamentos iguales o parecidos a los que mataron a esos tres sujetos… y para
de contar. Ni una huella dactilar; ni una persona que la viese por el hotel;
ni, en especial, un motivo medianamente razonable para vengarse de una manera
tan feroz… Yo creía que, sin pruebas directas ni móvil determinado, la policía
estaba a ciegas.
-
Enrique
-intervino Vallecillo, con desdén-, tú, a tu periódico y déjanos a nosotros
valorar si tenemos o no material con el que detener e inculpar a un sospechoso.
¿No comprendes que ya hemos dado con todo lo esencial para resolver el caso?
Con la declaración de los familiares y una búsqueda básica en las biografías de
los asesinados, hallaremos sin dificultad la razón de la venganza de tu amiga.
De hecho, en el caso de Arcadio Plata, bien claro está que Susana Mendoza quiso
hacerle pagar su delación y las tristes consecuencias ulteriores… Y, para la confesión
y algunas otras cosillas, nos emplearemos a fondo con la sospechosa, tan
pronto la detengamos, con tu ayuda o sin ella.
-
Muy
fácil lo encuentras todo -ironizó Isla-. Primero, tendréis que encontrarla; y
luego, sea culpable o no, habréis de vencer su voluntad de hierro. ¡No sabes lo
fuerte que la han vuelto las muchas desgracias que ha sufrido en su vida!
Ángel decidió mostrar su peor versión,
cosa que me desagradó:
-
¿Estás
refiriéndote a la Mendoza de hace veinte años, o a la cincuentona que sufre un
cáncer terminal con grandes dolores? Deja que caiga en las manos de nuestros expertos
en interrogatorios y verás lo que le dura la arrogancia.
Enrique no se vino abajo, sino que
respondió de una forma que, en principio, juzgué muy acertada; tanto, que
llegué a pensar que Vallecillo se había pasado de listo:
-
Ya
sé de lo que sois capaces los policías: los de antes y los de ahora.
Precisamente por ello, sepa o no el paradero de Susana, no voy a colaborar
contigo… y puedes tomar las medidas que gustes, que bien sabré yo defenderme y
contraatacar.
Pero el periodista dio de pronto un giro a
su actitud y, casi en tono suplicante, preguntó:
-
¿No
podéis dejarla morir en paz? Sea culpable o no, está en las últimas, a punto de
morir… o de suicidarse. ¿Qué más te da? Hubo un tiempo en que parecías humano.
Ángel no se inmutó. Con toda frialdad hizo
el cálculo de las consecuencias de lo que se le pedía:
-
Lo
que me pides es imposible. No me consta médicamente lo que le queda de vida.
Podría aprovechar el tiempo que le diéramos para huir del país. Y, por encima
de todo, si muere sin declarar, no tendremos su confesión y el juez puede
considerar que el caso queda abierto y sin resolver. Me pondrían en la calle.
No es que no pueda ganarme la vida de otra manera -añadió con suficiencia-,
pero me gusta mi trabajo y no estoy dispuesto a tirar veinte años por la borda
por hacer más grata la agonía de una señora a la que ni siquiera conozco.
En aquel momento, de manera espontánea,
decidí intervenir en el diálogo, de una forma que, si hubiese estado amañada,
podría haber sido un ejemplo del juego del poli bueno y el poli malo:
-
Si
el señor De Isla -sugerí- está en condiciones de facilitarnos el paradero de la
sospechosa, yo podría hacer una vigilancia discreta del lugar durante el tiempo
que el inspector Vallecillo considere oportuno concederle para que se entregue,
o para que esté en condiciones de intervenir en las diligencias pertinentes.
Los dos hombres me miraron boquiabiertos,
pero más aún me quedé yo cuando, sin darle tiempo a Ángel de responder a mi
ofrecimiento, el periodista lo aceptó, aunque con condiciones:
-
Me
parece aceptable lo que propone tu compañera -dijo, dirigiéndose al inspector-,
pero comprenderás que no soy quién para tomar decisiones sin consultarlas con
la interesada. Así que, si me das unos minutos para hablar con ella, podré daros
la respuesta.
-
Así
que la tienes localizada, picarón, dedujo Ángel, echándose a reír.
-
En
absoluto -replicó Enrique-. Simplemente tengo un número de teléfono donde
localizarla. ¡Lo que darías tú por conocerlo, para localizarlo e intervenirlo!
-
Anda,
anda -lo acució Ángel-, llámala, que no tenemos todo el día. Y, a propósito,
puedes marcar el número de oculto, pero estaremos presentes en la conversación.
Creo que lo comprenderás…
-
Perfectamente
-replicó el periodista, cariacontecido-, pero es del todo innecesario: No está
la pobre como para salir huyendo, ni ganas de ello que tiene.
***
Vallecillo declinó la invitación a
almorzar que nos hizo De Isla. De esta colegirán ustedes que las negociaciones
dieron su fruto y se consiguió el resultado apetecido para lo que el
inspector, visiblemente cansado y satisfecho, calificó como el cierre del
caso.
Yo supuse inicialmente que Ángel no había
querido comer en compañía de Enrique por mantener las apariencias, pero pronto
comprendí que el motivo principal era otro, a juzgar por el latazo que me dio
durante todo el almuerzo, lanzando instrucciones y ofreciéndome toda clase de recomendaciones
y sugerencias. Para que no se me escapase nada de importancia, anoté las
indicaciones que me parecieron más importantes y originales. Él, observando que
había muchas cosas que me decía que yo dejaba pasar sin escribirlas, me afeó
tal omisión:
-
¿No
tomas nota de todo? Mira que el encargo tiene miga y la tal Susana es de las de
colmillo retorcido.
-
¡Qué
me vas a decir -repuse, entre la guasa y el hastío-, tratándose de una señora
que tiene cuatro cadáveres a sus espaldas!
-
Déjate
de bromas -me afeó-, que, como la dejemos marchar al otro barrio sin dejarlo
todo bien atado, nos van a volar con pólvora.
-
¡Qué
expresiones más exageradas te gastas!, repuse echándome a reír. Anda, déjate de
miedos y amenazas, y dime que te pareció mi sorprendente salida en el
periódico.
Ángel prefirió apoyarse en el juicio
ajeno, a dar de plano su propia opinión:
-
Que tenía razón en comisario cuando dijo que
eras una funcionaria con iniciativa. Claro que luego agregó que no
por ello dejas de respetar a los mandos, sobre lo cual empiezo a tener mis
dudas.
-
¡Cómo
puedes decirme eso, si de tanto querer parecerme a ti, estoy por ponerme un
bigote postizo! Anda, tranquilízate, que estaremos en contacto permanente y,
tan pronto se me plantee un problema o algún interrogante, te telefonearé, sea
la hora que sea. Claro que si, contradiciendo lo prometido a De Isla y a la
Mendoza, quieres venir tú también al balneario, o sustituirme…
Me contestó de una forma que no he
olvidado, y que evidenciaba que sabía poner sus valores por cima de sus miedos:
-
Eso,
de ninguna manera -aseguró-. Está por la primera vez que haya faltado a mi
palabra o despreciado la valía de un compañero, y vamos a seguir así,
aunque nos juguemos el puesto… Mientras estés con Susana en el balneario, el
caso es tuyo y solo acudiré si te pasa algo, o si me llamas.
Lo dijo con cara muy seria, pero enseguida
se acordó de un detalle que le hizo sonreír:
-
Mira
que, con la de baños que hay por todo el país, tenía que elegir uno a pocos
quilómetros de Cañizal. Será que quiere morir cerca del lugar que la vio nacer.
-
Sea
como fuere -estimé-, esa cercanía nos viene de fábula para nuestro trabajo.
-
Y
seguro que te gusta el sitio-concluyó Ángel-. Es un edificio precioso. No tiene
mal gusto doña Susana, no.
TERCERA PARTE: MORIR EN UN BALNEARIO
9.
Los
primeros momentos
Ángel y yo nos despedimos en los jardines
del balneario. Habíamos hecho el viaje desde Miraflores de un tirón. Se le
notaba lógicamente preocupado por el riesgo de llegar al Salitral y
encontrarse con que Susana hubiese desaparecido o, incluso, pasado a mejor
vida. Quizá por ello no hizo ninguna parada y mantuvo durante todo el viaje un
sorprendente silencio, como si no encontrase cosas nuevas que advertirme o
aconsejarme. Solo al llegar y detener el coche, antes de que yo tuviera la
oportunidad de descargar el equipaje, me hizo sucesiva y telegráficamente las
siguientes observaciones:
-
Confirma,
en cuanto entres, que la señora está presente y con vida, haciéndome una
seña en uno u otro sentido… Localiza al policía de servicio y ponte de acuerdo
con él para montar la vigilancia… Está ya acordada una guardia las veinticuatro
horas, con tres turnos de un agente cada uno… Telefonéame a las diez de esta
noche para ponerme al tanto de lo que haya acontecido.
Salió del vehículo para ayudarme con la maleta, pero no fue necesario:
un mozo uniformado del balneario realizó el servicio. Vallecillo se quedó al
pie del coche, respirando el aroma de los pinos al incipiente frescor de la
atardecida, tras un día tan caluroso como era de esperar un dos de julio en la
región. Yo tomé la senda enarenada, siguiendo a mi porteador y, al abrirme este
la puerta de la terraza encristalada que daba acceso a la fachada principal del
edificio, no pude creer lo que veía: El propio señor De Isla se levantó de una
butaca y comenzó a hacerme señas, llamando mi atención. Junto a él, en una
tumbona, una señora de mediana edad, con el simple atuendo de balneario, en
color azul, depositaba en ese momento su bebida en el velador y parecía mirarme
con curiosidad. Me acerqué muy decidida y, de buenas a primeras, pregunté: ¿Doña
Susana Mendoza Muñagorri? Confirmada por ambos tal identidad, regresé a la
entrada y desde ella hice con la mano al inspector el gesto habitual de asenso.
Ángel volvió a meterse en el coche y desapareció, supongo que camino de
Cañizal.
Isla parecía muy interesado en entablar
conversación cuanto antes, pero yo tenía cosas más urgentes que hacer. Contacté
con el policía de guardia, que me esperaba en la recepción y retoqué un poco su
criterio para la vigilancia, respetando en todo momento la pauta ordinaria en
este tipo de casos y la experiencia que parecía denotar por su edad.
Seguidamente, me registré en el balneario, si bien ya tenía reservada
habitación a mi nombre. Habiendo comprobado que me la tenían preparada en la
planta inferior a la que ocupaba la señora Mendoza, indiqué que me cambiaran al
segundo piso, para estar más próxima a ella. El encargado rezongó, alegando que
el establecimiento estaba al completo, pero acabó prometiendo que haría el
cambio al día siguiente, si bien no me garantizaba que mi nueva pieza se
abriera a la fachada principal. Es lástima -se lamentó- porque
perderá usted el disfrute de la magnífica terraza. Como se comprenderá, la
advertencia no me afectó en absoluto: Tenía más y mejores cosas que hacer que tomar
el sol o el fresco en la veranda.
Una ducha de agua fría y, quizá también,
el ambiente tranquilo y casi campestre que se respiraba en el balneario, me
relajaron más allá de lo que habría imaginado un rato antes. Procuré no
demorarme en el cuarto de baño; desempaqueté solo lo más preciso, y vestida de
manera informal, bajé al encuentro de la pareja que presumiblemente me
esperaba. Pero solo encontré a Enrique de Isla, con la misma impresión de
nerviosismo que me había dado a mi llegada. Aclaró:
-
Susana
empezaba a encontrarse cansada y ha decidido subir a descansar a la habitación.
Con todo, me ha prometido que hará lo posible por bajar a cenar al restaurante.
Tiene mucho interés en charlar contigo… ¿Puedo tutearte? Es que con esta edad…
-
Sin
problema, Enrique -asentí-. La verdad es que Susana tiene buen aspecto para lo
que yo esperaba por las referencias. En fin, me da la impresión de que eres tú
quien está más interesado en conversar. De modo que aquí me tienes.
El periodista sonrió con la cara del niño
pillado en falta y admitió su urgencia por hablarme:
-
Lo
comprendo: Te habrás asombrado de la prisa que me di en llegar hasta aquí. Ni
comer en condiciones me he permitido, pero es que quería dulcificar el
encuentro entre Susana y vosotros. Y he dicho vosotros, porque dudaba
mucho de que Vallecillo cumpliera a rajatabla su promesa y se quedase a la
puerta.
-
Pues,
ya ves -bromeé-, ejerzo sobre el inspector un gran ascendiente y lo tengo
dominado. Claro que -añadí más en serio- me ha leído la cartilla hasta términos
extremadamente minuciosos.
-
Estoy
seguro de ello -replicó sonriendo-. Por eso he estado feliz de que Susana nos
dejara solos. Hay bastantes cosas que tenemos que comentar y que me siento más
libre charlando de ellas a solas.
-
Pues
tú dirás. Si puedo, te daré inmediata respuesta y, si no, se las plantearé a
Ángel por teléfono.
***
-
Ante
todo -inició De Isla-, te habrás hecho una pregunta elemental. Después de todo
lo que hizo para culminar su vida y con el estado terminal en que ya se
hallaba, ¿cómo es que Susana está pasando por este trago de persecución
policiaca, en vez de poner inmediatamente fin a su existencia, de un modo u
otro?
Bien mirado, el interrogante tenía su
fundamento, aunque las respuestas podían ser muy variadas. Lo cierto es que yo
no me lo había planteado y así se lo expuse a Enrique:
-
No
me atrevo a contestarte. Puede ser que Susana no tenga decidido suicidarse por
razones religiosas, o que no imaginara que la íbamos a pillar tan
pronto… ¡Qué sé yo!
-
Pues
yo sí que lo sé, y esa es la razón principal por la que la he estado
encubriendo y ahora, que no tengo otro remedio, he conseguido de vosotros las
mejores condiciones posibles para que se entregue.
Y, de manera escueta, me explicó dicho
motivo:
-
A
la mañana siguiente de la escabechina, Susana me llamó por teléfono al
despacho, suplicándome que acudiese a su casa de Miraflores porque necesitaba
como nunca de mi ayuda. En una hora me encontraba allí, para recibir la
luctuosa noticia, que te aseguro ni imaginaba siquiera. Lo que quería de mí
tenía que ver con una complicación legal de índole económica, que le había
venido a la mente en el último momento, recordando seguramente sus
conocimientos jurídicos de estudiante.
-
Así
que ni fue la religión, ni el instinto de supervivencia -inferí-, sino la
prosaica economía…
-
Mujer,
dicho así… Te explico. Desde que le diagnosticaron el cáncer, Susana tenía
hecho testamento a favor de su madre, cuya edad y desarreglos mentales
exigirían cada vez mayores gastos en cuidados de todas clases. El único
elemento patrimonial de cierto valor -de mucho valor, decía ella- era su piso
de Cañizal…
-
Sé
dónde está y conozco el inmueble -le aclaré-. Está un poco destartalado, pero
es muy céntrico y amplio: Puede valer un pastón, si lo rehabilitan o se convierte
en oficinas. Pero yo creía que el piso también era de la madre…
-
Te
equivocas. Lo compró en su día el padre de soltero, con lo que heredó de sus
familiares. Según eso, al morir el tal don Francisco, pasó toda la propiedad a
Susana…, y ahora viene la complicación. Siendo ella la única dueña, aunque se
lo legase a la madre, los familiares de las víctimas del hotel Central tendrían
todo el derecho del mundo de echarse sobre el piso para cobrarse las
indemnizaciones que fijasen su día los tribunales. Resultado: La madre se
quedaría solo con la pensión de viudedad, del todo insuficiente para pechar con
los gastos de la residencia y todo los demás.
-
Ya
veo -afirmé con demasiado optimismo-. ¿Y qué maquinasteis para dejar sin un
céntimo a las familias de las víctimas de Susana?
-
No
seas cruel, Pamela, que más necesidad tiene de dinero doña Cecilia Muñagorri
que los allegados de los tres fallecidos. En fin, se me ocurrió celebrar una
dación en pago ante notario: Yo me quedaba con el piso de Susana, a cambio de
condonarle todos los anticipos, préstamos y abono de facturas que le había ido
haciendo para afrontar los mayores gastos de su enfermedad. Dando al piso el
valor que por el momento tenía, el acuerdo resultaba muy razonable. Claro, por
más prisa que nos hayamos dado, los trámites llevan su tiempo y no hace ni una
semana que hemos firmado el documento final ante el notario de la cercana
localidad de Mota del Castillo, quien tuvo la gentileza de desplazarse hasta el
balneario en vista del delicado estado de salud de la otorgante.
Me abstuve muy mucho de alarmar al
caritativo director de El Heraldo, poniéndole de manifiesto la dudosa
eficacia de tan tardía transmisión del inmueble, toda vez que incluso había
sido posterior a los crímenes de Susana, por lo que era más que discutible que
el derecho de Enrique pudiera primar sobre las reclamaciones indemnizatorias
que pudieren hacer las mujeres e hijos de los asesinados. Dejé, pues, que mi
informante prosiguiera la relación de aquel paripé jurídico, que me
explicó así:
-
De
esta suerte, vengo a quedar como una especie de ejecutor de la verdadera
voluntad de Susana, pues hipotecaré o venderé el piso y, con lo que se obtenga,
iré pagando cuanto doña Cecilia pueda necesitar.
-
Está
bien, comenté algo hastiada de tan premiosa explicación. Queda claro a qué os
habéis estado dedicando Susana y tú durante estos días, digamos, de propina
en la vida de aquella.
-
Solo
en parte -me corrigió De Isla-, pues aún hay más y bastante más importante para
Ángel y para ti.
-
Pues
explícamelo, por favor, que ya me tienes sobre ascuas -le dije de forma
exagerada-.
-
Para
convencer todavía más a Susana de que no se quitase de inmediato la vida
-aclaró Enrique-, también le animé a que ordenara todos los papeles que me
constaba tenía guardados, como notas biográficas, poemas, relatos breves,
etcétera, así como su amplio archivo fotográfico. Es probable que, de tratarse
solo de eso, no me hubiera hecho caso, pero unido a lo del piso de Cañizal,
aceptó. En consecuencia, cargué todo aquel maremágnum en el coche cuando la
traje al Salitral. Cuando puedo, me escapo de Miraflores y vengo a
ayudarla con la ordenación del material y… ahí es donde está el motivo de
interés para vosotros.
-
Al
grano, por favor, Enrique -le supliqué-, que se acerca la hora de la cena.
-
Es
verdad, perdona, se excusó. Con los datos y los recuerdos que toda esa
documentación está trayendo a su mente y a su ánimo, está redactando un relato
pormenorizado de lo que pasó en Cañizal aquellos dos días y de los
motivos que tuvo en cada caso para matar a aquellos conocidos suyos de la
Facultad. Y estoy seguro de que la historia os interesa sobremanera pues Susana
no está dispuesta a ofrecer una confesión de los hechos, si no es reflexionando
con toda calma y sin la agobiante presencia de unos policías o de una porrada
de togados en un juzgado de instrucción.
-
Hombre,
Enrique -le advertí-, estando ella como está, no creo que hubiera ningún
problema para tomar la declaración aquí en el balneario, de forma relajada y
con la menor cantidad de asistentes posible…
-
Es
inútil, Pamela. Susana lo ha decidido así y, para que surta un efecto
suficiente en la causa, entregará su relación en sobre cerrado al notario y que
este levante acta de la persona que se lo entrega y demás circunstancias.
Incluso, si lo queréis, podéis intervenir como testigos en la diligencia.
-
¡Testigos
y algo más!, exclamé con disgusto. Antes de cerrar el pliego y dárselo al
notario, Ángel y yo habremos de leerlo y dar el visto bueno a su contenido, en
lo relativo a que contenga todos los elementos que puedan hacer de él una
verdadera confesión de los crímenes.
De Isla maduró su respuesta durante unos
momentos. Finalmente, dijo:
-
Llevas
razón, y no creo que Susana tenga inconveniente, siempre que solo lo leáis
vosotros y que, si exigís algún retoque, sea por motivos estrictamente legales.
Yo mismo puede estar presente y asesorarla, para que no ponga obstáculos.
-
Más
le vale aceptar -repuse en tono amenazante-, si no quiere que la tratemos como
a cualquier otro criminal que se encuentre enfermo.
De Isla se sintió molesto por el tono de
mis palabras y replicó, no sin argumentos:
-
No
forcemos la situación, no sea que Susana decida algo irremediable y nos
quedemos todos con un palmo de narices… Desde luego, todo iría mucho mejor si
procurases caerle bien y ganarte su confianza. Dadas las circunstancias
-agregó-, pienso que no te sería difícil… ¿De cuántos días disponemos, antes de
que Ángel haga efectivo su ultimátum?
-
No
más de cuatro o cinco -calculé por lo bajo-. Son los que nos quedan para presentar
al comisario el caso como resuelto.
-
Pues
habrá que darse prisa -concluyó-. A ver si no se le recrudecen los dolores. La
verdad es que el ambiente y las aguas y tratamientos de aquí le están viniendo
muy bien.
***
Allí que nos encontrábamos, sentadas las
dos a la mesa en el restaurante casi vacío. De manera repentina, tras subir un
momento a la habitación de Susana para ver cómo se encontraba, Enrique
se despidió de mí aduciendo que al día siguiente tenía que estar sin falta en
el periódico, por lo que iba a emprender viaje de inmediato a Miraflores, a ver
si podía llegar a tiempo de tomar un bocado y acostarse. Se me ocurrió
indicarle algo, que él aceptó encantado:
-
Guardando
la debida reserva, creo que le vendría bien a la enferma que la visitara el
doctor Aliaga y, en su caso, le renovara recetas y tratamiento.
-
Me
parece perfecto -opinó Enrique-, aunque no creo que, con sus ocupaciones en la
capital, pueda desplazarse hasta aquí.
-
Pues
que envíe a un colega -sugerí-. En todo caso, que sepas que tienes mi
autorización para que visite a Susana un médico de su confianza.
De modo que esa fue la razón por la que
faltó a la cena el periodista. En cuanto a los clientes del hotel, se ve que
preferían la terraza al aire libre o la cafetería, buscando lugares más
frescos, pero se equivocaban: La temperatura del restaurante era muy agradable
y el empaque sin ostentación de la sala, tapizada en color salmón y con suelo
de ajedrezado albinegro, favorecía la intimidad y una amable conversación en
baja voz.
La verdad es que fui solo yo quien cenó en
condiciones, pues Susana, con estricto régimen, hubo de conformarse con un
consomé con yema y una manzana asada. Para mí fue una bendición pues, no
teniendo apenas que masticar ni tragar, la señora Mendoza emprendió el sendero
de la charla, que mantuvo durante toda la cena, que yo procuré alargar
demorándome en la ingesta.
-
¿No
habías estado aquí hasta ahora? -comenzó preguntándome-. Es lógico. A los
jóvenes de hoy no os da por los balnearios; como mucho, un spa urbano y
gracias. En época de mis padres y de tus abuelos todavía tenían éxito y eran
considerados una verdadera fuente de salud. De niña, estuve aquí con mis
padres. Claro que entonces estaba muy degradado: Cosa de los militares, que se
empeñaron en utilizar parte de sus dependencias como cuartel. Pero mis padres
venían de todas formas. Mi padre…
-
Don
Francisco -precisé-.
-
¡Eso!
Seguro que el charlatán de Enrique te habrá hablado de él… Pues a lo que iba,
que padecía de una enfermedad de la piel -psoriasis creo que se llama- y las
aguas de aquí le venían estupendamente. Dicen que son de las que más sales
tienen de Europa. El caso es que también a mí me mitigan los dolores y las
angustias. Será también por la tranquilidad que hay aquí; bueno, la que ha
habido hasta ahora.
Comprendí que la puntada me iba dirigida,
pero opté por fingir que entendía otra cosa y seguir tirándole de la lengua:
-
Cierto.
En el verano se ponen de bote en bote estos establecimientos y no todos los
huéspedes saben comportarse… Pero continúa, por favor.
-
Pues
nada. Te hablaba de mi padre. ¡Cuánto me acuerdo de él, precisamente ahora y en
este sitio! Ya sabrás que murió hace un montón de años, todavía joven; de un
infarto, dijeron. No sé… El caso es que era un hombre fuerte, con un trabajo
importante, director provincial de La Previsora Nacional, una
aseguradora muy fuerte entonces y ahora… El caso es que se lo llevó Dios -como
decía mi abuela- en un santiamén, sin que ni siquiera pudiese despedirme de él.
A mi madre su falta la destrozó: Nunca volvió a ser la misma; se le agrió el
carácter y ha acabado por desarrollar una especie de senilidad, que llaman alzheimer[5], y ahí está, en una
residencia desde hace varios años, y sin visos de acabar pronto su triste
existencia.
Por unos momentos calló y paso una triste
mirada por varios de los bodegones que colgaban de las paredes. De repente,
cambiando por completo de tema, me preguntó:
-
¿Y
tú? ¿Cómo demonios te ha dado por meterte en ese mundo de hombrones furibundos
y de sabuesos ladinos?
Lo dijo con un dejo burlón, que me impulsó
a no tomárselo a mal y contestarle de manera asimismo festiva:
-
Pues
ya ves, consecuencia de una indigestión de criminología y por alejarme de un
amor que me hizo mucho daño.
Lo dije sin segunda intención, pero
Susana, tomándomelo en serio, replicó con énfasis:
-
Has
hecho muy bien. Por más que te creas fuerte y dominadora de la situación, los
hombres, si les das la menor oportunidad, te arruinarán la vida. Eso me ha
pasado a mí, y por dos veces, para que veas que no son solo errores de la
adolescencia, ni se aprende necesariamente de las desgracias pasadas. No te
diré más por ahora -susurró- pues lo estoy poniendo por escrito para ese asuntillo
que tú y yo tenemos entre manos. Así que podrás leerlo en su momento y
sacar las oportunas consecuencias. Aun así -sonrió-, se me hace duro que, para
quitar de en medio un amor desengañado, no veas otro camino que el de meterte a
policía.
Le réplica me salió fulminante y sin
pensar:
-
Tampoco
ha sido muy común el tuyo, que digamos, amiga Susana.
La señora quedó en suspenso unos momentos,
para prorrumpir seguidamente en una carcajada sonora e incontenible, que agitó
durante un minuto su vestido suelto y sus escasas carnes. De la risa pasó a un
ataque de tos, que debió de repercutir en sus dañadas vísceras. Un rictus de
dolor apareció en su rostro, haciéndome levantar y acudir a su lado, tratando
de calmarla con una copa de agua y unas palmaditas en la espalda. Comprendí que
lo mejor sería retirarse:
-
Ven,
Susana, -le dije-. Salgamos a la terraza.
-
Mejor
será que me lleves a la habitación -me rogó-.
El camarero, solícito y ya experto en
estos trances, avisó a un mozo para que nos acompañara. Susana, empezando a
reponerse, se percató de que la cena estaba impagada.
-
Camarero
-indicó-, cargue la cuenta a mi habitación, la 205.
-
De
ninguna manera -rectifiqué-, hágalo con cargo a la mía, la 220.
Y, cogiendo del brazo a mi acompañante, le
dije al oído:
-
Si
me comportase de otro modo, estaría cometiendo cohecho.
10. Idas y venidas
El día siguiente fue relativamente
tranquilo. En conversación telefónica de la noche anterior, Vallecillo había
consentido en que organizase el día a mi manera, con tal que siguiera ganándome
la familiaridad de Susana, ya que le aseguraba que iba por buen camino. ¡Pero
ni un día más de asueto! -agregó-. No sabes la de equilibrios que tengo
que hacer con el comisario para explicarle por qué no podemos detener de
inmediato a la criminal y obligarle a que cante.
A eso de las siete y media de la mañana,
llamó a mi puerta el agente de guardia, para avisarme de que la señora acababa
de salir de su habitación, en albornoz y zapatillas, de lo que colegía que bajaba
al balneario. A toda prisa me vestí de la misma guisa, con el atuendo que me
había facilitado al ingresar la gerencia de baños y, tras perderme un par de
veces en el camino, fui a dar al recinto de la gran piscina termal, justo a
tiempo de percatarme de que Susana, ya en traje de baño, se disponía a
sumergirse en el líquido elemento. Hice yo lo propio, dejando la ropa sobrante
en una silla de extensión y me acerqué a la escalerilla, con mi mejor sonrisa
de madrugón, y ayudé a mi objetivo a bajar los escalones, sujeta
a la barandilla, al tiempo que le decía:
-
¡Buenos
días! Se madruga, ¿eh?
-
Qué
remedio, hija, -contestó jovial-. Hoy hay que trabajar.
Dimos la vuelta a la piscina, deteniéndonos para sufrir el impacto de
los chorros de agua salada a presión que, a cada trecho, invitaban a someterles
una determinada parte del cuerpo. Fuimos de la mano de unos a otros y Susana
hasta intentaba flotar en horizontal y dar unas brazadas, con tan poca
seguridad, que opté por sujetarla por la barbilla o el pecho. Noté por su rubor
y jadeo que empezaba a agotarse, por lo que la invité a salir de la pileta. La
ayudé a secarse y, por propia iniciativa, tras ponerse el albornoz, fue a
sentarse a la vera de la gran cristalera del ventanal del fondo, a través de la
cual se columbraban los pinos, todavía velados por la neblina matinal. Iba yo a
hacer lo mismo, cuando me detuvo:
-
¿Serías
tan amable de extenderme por el cuerpo este potingue que me ha recetado el
médico del balneario para la sequedad de la piel? Entre tanto, voy a pedir que
nos traigan el desayuno. Yo suelo tomarlo aquí siempre que puedo… Privilegios
de la mala salud y la buena propina.
Era realmente doloroso friccionar y
acariciar aquel cuerpo mutilado, todavía en buena edad, reducido a poco más que
los huesos y una piel fláccida, de un blancor nacarado, que transparentaba las
venas como un modelo anatómico. Terminé con la pomada y, tomando un peine,
atusé su cabello, corto y ralo, que enseguida cubrió con una toalla, a modo de
turbante. A lo lejos, vimos llegar al camarero, con una mesa de ruedas y los
servicios de desayuno para ambas. El suyo consistía en un zumo de naranja
natural y un cruasán abierto con mantequilla. Yo había optado por un café bien
cargado y dos tostadas, con aceite de oliva, una y la otra, con zumo de tomate.
-
¿No
te animas con un par de huevos fritos con beicon? -me preguntó, entre solícita
y burlona-. Una policía tendrá que comer mucho para lidiar con los malhechores.
-
Así
sería -repliqué cortésmente-, si hubiera por aquí malhechores, pero yo, por
ahora, no he visto a ninguno.
Se me quedó mirando, como no sabiendo qué
contestar o, tal vez, no juzgando necesaria la réplica. El caso es que me salió
por donde menos me esperaba:
-
¿Cómo
es que disteis conmigo tan pronto? ¡Yo que creía haber actuado como una
profesional…!
Decidí simplificar y dar juego con mi
respuesta a una sabrosa conversación:
-
Fue
cosa de dos: el inspector Vallecillo y el profesor Onofrio.
Susana dio un fuerte respingo al escuchar
este último apellido, que repitió alzando mucho la voz:
-
¡Onofrio!
Pero ¿cómo…?
De manera breve le expliqué que el inicio
de las pesquisas exitosas había surgido de la publicidad que Susana Mendoza
había tenido, años atrás, como consecuencia del asunto judicial con el citado
profesor. Mi interlocutora sonrió con tristeza y musitó:
-
El
bueno de Salvador… Tenía que hacerme daño hasta después de muerto. Claro que,
tal y como estoy, no creo que la cosa tenga la menor importancia. Porque, por
lo demás, espero que no me vayáis a cargar también con su suicidio…
Iba a responderle negativamente, pero,
dando mi contestación por obvia, no la esperó para iniciar uno de sus
soliloquios, conmigo como simple testigo:
-
No
creas todo lo que dijeron los periódicos o, por mejor decir, aquello no era toda
la verdad. Tuvimos días buenos, ¡qué digo!, tiempos maravillosos: los primeros,
claro. Superados en parte mis trastornos postraumáticos, me matriculé de Letras
en Miraflores, a la vez que trabajaba en las oficinas de El Heraldo y
hacía los bolos culturales que me conseguía Enrique de Isla, mi ángel de la
guarda. Yo ya tenía veinticinco años y, por eso y por otras cosas,
sobresalía de mis compañeras. Salvador se fijó en mí y yo, escarmentada solo a
medias, me dejé querer y acabamos siendo amantes. Luego, me contrató como
ayudante suya y llegamos a ser en todo como uña y carne. ¡Mujer!, no voy a
decir que fuese un camino de rosas. En la universidad todo eran habladurías y
sarcasmos, por los que él pasaba con indiferencia y desprecio, pero yo tenía
que apechugar en el día a día con alumnos y colegas. Tampoco voy a negar que me
chupaba la sangre, literariamente hablando… ¡Pero qué hombre! Atento, generoso,
atractivo y un amador como nunca podría yo haber imaginado que pudiera existir,
fuera de las películas y las novelas. Además, hubo un tiempo en que estábamos
tan unidos, que llegué a sentirme su verdadera mujer, más allá de que no fuera
posible que él se divorciase, ni que yo pudiese estar a su lado notoriamente en
muchas ocasiones… ¡Claro!, ya sé que no se portó bien conmigo cuando llegó el
momento en que más lo necesité. Lo cierto es que quizá yo también esperé
demasiado de él y reaccioné con severidad. ¡Y bueno era Salvador para aguantar quejas y
diatribas! Así que, de lo uno a lo otro, y al final acabamos odiándonos o,
cuando menos, haciéndonos el mayor daño posible. Parece increíble, pero, cuando
nos llegó la noticia de su muerte, Enrique y yo brindamos con champán. ¡Y qué
brindis! Vergüenza me da ahora recordarlo. ¡Que Lope de Vega le enseñe en
donde esté a construir una buena comedia!... Ya ves, ahora que me toca a mí
emprender el camino de la eternidad, sola y hecha un cadáver en vida, me
pregunto de qué me habría servido tenerle a él de sostén; o si yo, que tan fuerte
me he sentido en ocasiones, habría sido capaz de sufrir y de apoyarlo, de ser
él quien me hubiera necesitado.
El sol había empezado a entrar a raudales
por la cristalera y su luz cegadora empezaba a darnos de plano. Aproveché el
momento para invitar a Susana a cambiar de ubicación. Ella se disculpó:
- No, no, retirémonos ya. Es tardísimo -añadió consultando el gran reloj del recinto-. ¡Menudo royo te he soltado! Pese a todos los pesares, sigo siendo una charlatana incorregible, y tú me escuchas con tanta atención… En fin, hay momentos en que una no puede menos de repasar ciertos retazos de la vida. Hoy le ha tocado a Salvador, pero tranquila, que no voy a agobiarte con mis otros hombres. Lo de los demás ya lo he puesto por escrito: Parte quedará en mi declaración para el juez y el resto lo conservará Enrique con mis otros papeles personales. Claro que me estás cayendo tan bien -afirmó, con un guiño-, que a lo mejor te autorizo para que los leas.
***
A eso de mediodía, me encontraba tomando
notas en la cafetería, cuando se me acercó el policía de guardia, para
consultarme:
-
Acaba
de llegar un médico que dice que viene de Miraflores, con la intención de reconocer
a la señora Mendoza y hacer las prescripciones oportunas.
-
Tráigalo
a mi presencia para decidir lo que hacer.
En efecto, se trataba de un ayudante del
doctor Aliaga, enviado para hacer sus veces. Le indiqué que la paciente se
encontraba por el momento bajo vigilancia policial, por lo que, respetando en
lo esencial la intimidad de los actos médicos, habría de informarme al terminar
la consulta de las prescripciones que hubieran de tomarse. El galeno que, por
su edad y semblante, parecía nuevo en semejantes lides, se limitó a balbucear:
-
Sí,
ya entiendo… El doctor Aliaga me ha informado…
-
Venga
-le indiqué-, le acompañaré hasta la habitación de la enferma o, si lo
prefiere, al consultorio médico del balneario.
-
En
principio, mejor en la habitación, afirmó.
Por consideraciones humanitarias, opté por
quedarme fuera durante la entrevista clínica, que duró una media hora. Al
salir, el doctor se dirigió a mí alarmado:
-
Está
muy mal -afirmó-. No sé cómo puede resistir solo con descanso, baños y
medicamentos ordinarios. Mi consejo es que sea trasladada de inmediato a
un hospital, con vistas a aplicarle un tratamiento de sedación, bajo constante
y estricto control médico.
-
Mucho
me temo, doctor -repliqué-, que no pueda cumplimentarse todo lo que me dice,
así como así. No obstante, como no depende de mí, lo pondré en conocimiento de
mis superiores y del director médico del balneario.
-
No,
si ya sé que hay problemas para hacer lo que aconsejo, reconoció el galeno.
Para empezar, la propia paciente lo ha descartado terminantemente. Dice que
está aquí muy bien atendida; que se siente mucho mejor de lo que yo opino, y
que, total, para morirse, mejor en un ambiente como este, que no en el guirigay
de un hospital.
-
Pues
ya ve, doctor, como están las cosas. De todos modos, me comprometo a avisar al
punto al doctor Aliaga, si doña Susana cambia de opinión o viniere a perder el
conocimiento.
-
No
creo que se pueda hacer más, reconoció el médico. De todas formas, ya le he
dejado, por consejo del doctor Aliaga, un buen número de específicos, con la
pauta de administración. Algunos son inyecciones… Supongo que habrá personal
para ponérselas, o para controlar un gotero.
-
Por
descontado -lo tranquilicé-. Esto no es un hospital, pero se le parece.
Me miró con cierto desdén y respondió:
-
Ustedes,
los profanos, lo interpretan todo a su conveniencia.
Lo despedí y subí de inmediato a la
habitación de Susana. Me estaba esperando:
-
No
te apures, Pamela -me dijo, nada más entrar-. No quieren sino salvar su
responsabilidad y meter a los incurables en una de esas blancas catedrales del
dolor. ¿Para qué?, me pregunto yo. Ya sé que estoy en las últimas, pero, por lo
pronto, aquí estoy y aquí me quedo. Acércame la bata, por favor, que necesito
ir al baño.
-
Escucha,
Susana -le rogué-, no te hagas la valiente y, en todo lo posible, sigue los
consejos del médico. Ahora mismo voy a llamar al del balneario para que esté al
tanto de lo que se necesita.
-
Por
el momento -aseveró-, ponerme una inyección intramuscular de este analgésico.
Se me había acabado hace tres días y lo echo mucho de menos.
-
Avisaré
a la enfermera, ofrecí.
-
¿No
sabes tú ponerla? En Miraflores yo no iba al practicante y me la ponía la
asistenta.
-
¡Estás
como una cabra! -exclamé con una risotada-. Además, tienes menos culo que un
poste de la luz.
Esta vez fue ella quien soltó la
carcajada, pero se recompuso de inmediato:
-
No
me hagas reír, que tengo muy flojos los esfínteres, advirtió.
Y echó a paso vivo hacia el cuarto de
baño.
***
La tarde empezó fastidiosa. Apenas
habíamos terminado de comer, apareció Ángel y me estropeó el ratito de siesta
que había iniciado en un butacón de la biblioteca:
-
¿Qué
tal? -dijo, acercándoseme sigiloso-. ¿Estás sola?
-
Ya
lo ves, dije de mala gana, reprimiendo un bostezo. Susana está descansando en
su habitación; de forma que no creo que faltes a tu palabra, si te quedas
dentro del edificio unos momentos.
-
He
pasado por aquí -explicó con una media verdad- porque me ha llamado Enrique a
la comisaría, para decirme que mañana se llegará hasta aquí para dar los
últimos toques a la confesión de Susana y quedar con el notario, a fin de que
venga al balneario y extienda acta, ante él y nosotros, de lo que le manifieste
la señora Mendoza, así como de la entrega de los pertinentes documentos.
-
Fenomenal,
Ángel. Verás como mañana termina todo y a plena satisfacción por nuestra parte.
-
También
me comentó que lo había llamado Aliaga, alarmado por el estado de su paciente.
A ver si la va a diñar antes de firmar su declaración ante notario…
-
Tranquilo,
colega -le dije con retintín-. La señora me ha prometido no morirse hasta
quedar a bien con nosotros, cumpliendo lo prometido… En serio, Ángel, yo la veo
aceptablemente y con buen ánimo. Prueba de ello es que ha rechazado de plano el
hospitalizarse, como le sugirió el ayudante de Aliaga.
-
No,
si ya… -gruñó el inspector-. Me ha comentado De Isla que, entre las aguas del Salitral
y tu amable compañía, parece muy recuperada.
-
¿De
qué te extrañas, hombre de poca fe? -inquirí a punto de echarme a reír de mi
propia grandilocuencia-. ¿Acaso no has leído La curación por el espíritu[6]?
-
No
he tenido tiempo hasta ahora, doctora Cárdenas, pero le prometo subsanar esta
imperdonable falta tan pronto concluyamos felizmente este caso.
Todavía estábamos hablando, cuando se nos
acercó un empleado del hotel, que me traía un recado, de parte de la señora
de la 205.
-
¿De
qué se trata?, pregunté preocupada.
-
Ha
telefoneado la señora, que si puede contar con usted hacia las siete de esta
tarde, para dar un paseo por el jardín y llegarse hasta la capilla.
-
Contéstenle
que no hay problema, que sobre esa hora pasaré a recogerla a su habitación.
El mozo se retiró. Suspiré quejosa y dije:
-
¡Qué
se le va a hacer, Ángel! Ya no sé si lo hago por conseguir nuestro propósito,
por piedad, o porque esa triple asesina está empezando a caerme bien.
Vallecillo respondió de una forma que me
desconcertó del todo:
-
Subinspectora
Cárdenas, empiezo a creer que usted llegará a ser una excelente policía.
Dejó sobre la mesa una nota manuscrita con
los deberes para el día siguiente; se levantó; posó por un momento su
mano en mi hombro y, sin más palabras, se alejó.
***
La tarde era aún bochornosa, con el sol
alto en el horizonte. Los pinos, espaciados y de recogida copa globosa perdida
en las alturas, servían a duras penas para ofrecer una sombra sin frescor ni
continuidad. Con todo, Susana, tocada con una pamela color avellana y protegida
por una sombrilla japonesa, me insistió con dulzura en su propósito de hacer el
breve recorrido hasta la pequeña capilla que, enjalbegada en tono crema,
relucía más allá del estanque. Cuando llegamos a ella, mi acompañante hizo intención
de abrir la puerta, pero esta se encontraba cerrada. Menos mal que yo había
tomado una precaución para este evento:
-
Tranquila,
Susana. Me han facilitado la llave en recepción.
Abrí y lo primero que hizo fue sentarse en
uno de los cuatro bancos colocados en el interior. Saqué de ello la conclusión
-que se manifestaría errónea- de que lo que había querido con entrar era poder
sentarse y refugiarse del sol. Pareció rezar o pensar un par de minutos y luego
me explicó:
-
No
me vendría mal elevar una oración, por mi alma y las de mis víctimas, pero la
verdad es que no creo mucho en esas cosas, como tampoco mi padre. En cambio, mi
madre siempre ha sido muy rezadora y, de hecho, me trajo aquí con ella más de una
vez; solo que entonces la capilla era más historiada, a lo modernista. Se
conoce que, cuando la guerra, la estropearían con el mal uso, o la
abandonarían. La han debido de rehacer luego en estilo más actual. De todos
modos, me recuerda a mi madre, ahora que ella ni idea tendría de haber estado
aquí. Y con todo… ¿Sabes por lo primero que preguntó cuando entró en la
residencia en que ahora se encuentra? Pues por la capilla. ¡Menos mal que la
regenta una congregación de monjas!, pues ahora hacen muchas sin un lugar donde
recogerse y rezar. En cambio, no hay una sin gimnasio, cuando la mayoría de los
asilados están en silla de ruedas. Cosas del progreso…
Regresamos dando un rodeo, empeñada ella en
que yo viera la piscina al aire libre, circundada de césped. El esfuerzo la
cansó y nos sentamos en un banco del sendero principal que conducía al
balneario, bordeando el estanque con juegos de agua, festoneado de floridas
begonias y alegrías. Susana volvió a su propensión al soliloquio; en este caso,
a propósito de sus padres:
-
¡Cuán
diferentes eran, pero qué bien se llevaban! Cierro los ojos y me los imagino
sentados aquí mismo, disfrutando de esta espléndida restauración del balneario
que ellos conocieron medio arruinado. ¡Nada te digo, si la pensión les hubiera
llegado para una habitación con terraza, como aquella en que su hija agoniza!
No pudo ser y me siento culpable por ello. Yo era una cría y eran tiempos de
jarana y de revuelta. Tuve que caer de lleno en aquellas violentas vilezas, en
que participábamos como en un juego de patriotas, con nosotros de sabihondos
protagonistas. Algo te dejaré escrito sobre ello, que te aclarará a lo que
aludo. El caso es que destrocé mi vida y, con ello, la de mis padres, de los
que era hija única. Ya te he contado que mi padre murió de un ataque al
corazón, pero tengo para mí que le estalló de tanto sufrir por mi causa, sobre
todo, por cómo me dejaron aquellos miserables. Y mi madre tampoco lo resistió,
aunque a su modo. Se encerró en sí misma y no ha dejado de considerarme
culpable desde entonces. ¡Y ahora el alzhéimer! Primero no nos
entendimos por terquedades y resentimientos; ahora, ella vegeta y yo me muero
sin poder tener un gesto de cariño y de perdón que ella entienda. ¿Qué quieres
que te diga? En estos últimos días lo pienso, lo pienso mucho, y acabo por
estimar que obré como lo hice, no tanto por vindicar lo que me hicieron, sino
por haberme dejado sin padres. Tal vez sea que empiezo a buscarme subterfugios…
¿Qué opinas tú?
Me pilló tan de sopetón la peliaguda
interrogante, que hubo de repetírmela. Contesté -creo recordar- con estas, o
parecidas, palabras:
-
Para
poder opinar con fundamento tendría que conocerte bien y que me fueses
completamente indiferente, circunstancias ambas que no concurren en mí.
Y, sin esperar la posible réplica, me puse
de pie y la ayudé a levantarse. En silencio anduvimos por el sendero y llegamos
al hotel. Solo entonces tomó la palabra para decirme:
-
Subiré
a la habitación y no me esperes para cenar, que me siento algo indispuesta.
Avísame por teléfono cuando termines y espérame en la biblioteca, pues me
gustaría comentarte algo esta noche, ya que mañana parece que voy a tener un
día muy atareado.
11. Algunas clarificaciones
Susana
me dejó muy intrigada con su prisa por comentarme algo, pese a su
alegada indisposición. No obstante, para darle más tiempo de reponerse, cené
pausadamente y subí a mi habitación, por razones de higiene. Al concluir,
pasadas ya las diez, crucé el pasillo y llamé al cuarto 205. Al verme, Susana,
que estaba todavía en bata, sentada en una butaca, me recibió encantada:
-
No
sabes -me dijo- lo que te agradezco que hayas venido a visitarme en mi cuarto. De otro modo,
tendría que haberme excusado contigo, pues tengo un desarreglo intestinal que,
por ahora, me tiene recluida en la habitación.
-
¡Cuánto
lo siento!, lamenté. Si lo prefieres, aviso a la enfermería y dejamos la charla
para otro momento.
-
No
hay para tanto -rechazó-. Me pasa con frecuencia y, como es natural, ya tengo
el consejo médico y el medicamento adecuado para arreglarlo en unas pocas
horas. Así que siéntate y préstame atención durante unos minutos, que lo que
voy a decirte es una nadería. No nos llevará mucho tiempo.
¡Vaya! -pensé-, otro monólogo de
los suyos. Con todo, por cortesía, tomé asiento frente a ella y me la quedé
mirando de hito. Enseguida empezó su parlamento:
-
Como
comprenderás, me importa poco lo que piense de mí el común de los mortales,
incluyendo en él a los jueces, los familiares de los fallecidos y los
pocos o muchos que, en los próximos días, se molesten en leer las reseñas del éxito
policiaco en los periódicos. Pero sí siento la necesidad de sincerarme
contigo y de revelarte mis pensamientos respecto de un tema en que puedo
haberte dejado una impresión falsa y del que, desde luego, no considero
pertinente hacer ninguna revelación en el relato que he de dejar escrito para
las diligencias judiciales.
Ahora, que ya tienes una idea de que
el amor y el desamor han estado detrás de lo que les hice a esos tres hombres,
estarás tentada de juzgarme como una mujer atormentada y desmedida que, al cabo
de treinta años, ha sido capaz de tomar venganza fría y cruel de hechos que
cualquiera en su sano juicio hubiese superado mucho tiempo atrás. Bueno, para
juzgarme certeramente en este aspecto, primero habrás que tener una idea de lo
que cada uno de ellos me hizo y de las consecuencias de ello. De eso no voy a
hablarte ahora, puesto que, dentro de unos días, Enrique te entregará por
encargo mío una copia de lo que él ha escrito, resumiendo cuanto sucedió en mis
tiempos de estudiante. Pero sí deseo expresarte que no soy una persona amargada
ni débil, de esas que no saben superar los desengaños del amor, ni valorar en
sus justos términos lo que importa amar y ser amada, por poco tiempo que dure
ese encanto. Si en mis palabras encuentras algún ejemplo o estímulo para que tú
puedas superar situaciones similares, me sentiré muy satisfecha y bien
recompensada.
Ya hemos hablado del profesor Onofrio,
de lo mucho que lo quise y de la forma desatentada en que acabó nuestra
relación, a cuenta de su cobardía por no arrostrar mi cruel enfermedad. Y, sin
embargo, pasados los momentos álgidos de nuestra discordia en los tribunales,
no ha habido día que no haya rememorado los muchos buenos momentos que pasamos
juntos, ni dejado de sentirme afortunada por haberlos vivido. Gracias a ellos,
sé que existe el placer del amor, y no solo sus tristezas. En suma, querida
amiga, contra lo que pudiera haberte parecido en una primera impresión, no
soy de los que, descontrolando sus recuerdos, comparten el mensaje aquella
hermosa canción: Plaisir d’amour ne dure qu’un moment. Plaisir d’amour dure
toute la vie[7].
Con sensación de fatiga, interrumpió su
disertación mientras yo, mentalmente, cantaba el estribillo que Susana había
recordado. Me trajo de nuevo a la realidad su voz, ahora mucho más centrada en
lo que profesionalmente podía interesarme:
-
Sin
remontarme tan atrás, es posible que el amor que aún vive en los recuerdos esté
detrás de un punto que, sin duda, os podrá interesar a tu jefe y a ti, y que
recogeré en mi versión de los hechos, pero sin aludir a su dudosa motivación.
Me refiero a que, en aquella noche, lejos de acabar con Berto de la
manera rápida e impersonal con que lo hice antes con los otros dos, opté por
pasar la noche con él, como ambos lo habíamos soñado en nuestra adolescencia y
que, para mi desdicha, entonces decidimos postergar. Dígame, inspectora -cambió
de registro con sorna-, ¿por qué cree usted que lo hice? ¿Fue porque ya era muy
tarde para meras pláticas y yo me encontraba, a la vez, exaltada y exhausta?
¿Fue porque Berto apenas probaba el alcohol, y más habiendo ya tomado
alguna copa en la cena de la promoción? ¿Sería porque, en cambio, si aceptó
tomar de madrugada una taza de café, para proseguir nuestros deliquios
amatorios? ¿O fue, más bien, porque el amor no está reñido con la muerte y ya
era hora de sacar los atrasos, antes de que fuese imposible realizarlo?
Como profesional especializada en los
móviles de los criminales, ¿qué opina usted?
Por afectuosa sinceridad, o por
compensarla su penosa labor de introspección, le contesté:
-
Como
a ti -supuse-, me gustaría creer que fue por amor.
Susana sonrió y quedó como ausente.
Finalmente, encontró un motivo bien triste para darme la razón:
-
Supongo
que tienes razón, cuando menos, en lo que a Berto concierne. Nadie que
no me quisiera se habría solazado con mi cuerpo de ahora, mutilado y consumido.
***
Llevaba razón Susana al decir que tendría
el día siguiente muy atareado, si bien no sería así solo para ella. Estaba yo
dando cuenta de un buen desayuno en la cafetería, cuando entró en esta Enrique
de Isla. Creo que hizo por no verme, ya que por lo temprano -las siete y cuarto
de la mañana- no había otros clientes en el recinto. Fue a sentarse a la mesa
más alejada de la mía y recuerdo que pensé: Dada la hora, lo más probable es
que haya pernoctado en el balneario.
Terminé antes que él mi almuerzo y di un
rodeo al salir para saludarlo. Dijo sorprenderse de verme levantada tan pronto
y agregó:
-
También
yo llevo un buen rato en pie. Cuando acabe de desayunar, me pondré en contacto
con Susana para dar los últimos toques a su declaración y llamar luego al
notario. Ayer por la tarde me llamó Ángel y ya sabes lo apurón que es. Me dio
un ultimátum para hoy a las diecinueve horas.
-
Supongo
que aceptará prorrogarlo hasta las veinte, o las veintiuna -conjeturé-. El caso
es que todo esté concluido y conforme antes de que acabe la tarde y podamos
irnos tranquilos a cenar.
-
En
todo caso -concluyó el periodista-, no tenemos tiempo que perder. A ver si
Susana tiene hoy un buen día.
Si Enrique había madrugado, Ángel no le
fue en zaga por mucho. Poco antes de las nueve, apareció por la puerta del
balneario, en el que entró sin el menor rebozo.
-
¡Hola,
jefe!, le dije risueña. ¿Ya se ha levantado la prohibición de acceder a esta
casa de salud?
-
Déjate
de monsergas -respondió cortante-. O acabamos hoy mismo, o llamo una ambulancia
y me llevo a la señora a la enfermería de la cárcel de Villaumbrosa. ¡Palabra!
-
Tranquilo,
que ya lleva Enrique un rato con Susana, dando los últimos toques. De todas
formas, sería bueno que le hicieses saber que andas por aquí, por si tiene
alguna duda o comentario que hacerte.
Apenas había pasado aviso a De Isla por un
mozo -como yo le había sugerido-, cuando asomó Enrique por la puerta, con una
abierta sonrisa; tan abierta, que presagiaba buenas noticias. Y así era, en
efecto:
-
Hemos
tenido suerte -afirmó-: Susana se ha levantado hoy muy decidida y ya se sabe
que, cuando esta mujer está resuelta a hacer algo, no hay dolor ni diarrea que
la pare. Por otra parte, me he hecho acompañar de un compañero de El Heraldo,
que es un portento como mecanógrafo. Espero estar al final de la mañana en
condiciones de pasaros el borrador de la manifestación de Susana, por si se os
ocurre añadir algo. El notario ya está avisado para que venga por aquí tan
pronto esté todo preparado.
-
Está
bien -aprobó Vallecillo, ya más tranquilo-. Pamela y yo estaremos esperando tu
aviso.
-
Perfecto
-aceptó De Isla-. Si tuviéramos que cambiar impresiones, nos veremos en la
biblioteca. Tu compañera sabe en dónde queda.
***
No es cosa de detallar las varias idas y
venidas que a lo largo de la mañana hicieron Ángel y Enrique por el camino de
la biblioteca. La verdad es que casi siempre se trataba de tiquismiquis: algún
añadido acerca de intenciones o circunstancias de lugar y tiempo de algún
hecho; corrección de erratas -el mecanógrafo, seguramente por estar nervioso,
no resultó tan bueno como nos lo habían anunciado-, etcétera. Finalmente, a eso
de la una de la tarde, el documento quedó listo para entregarlo al notario. Enrique
procedió a avisar a este y quedamos en reunirnos para los últimos trámites a
las cinco y media. Yo me las prometía muy felices cuando De Isla nos invitó:
-
Ya
que esta tarde hemos de reunirnos todos, sería bueno que Susana te conociera
antes -dijo, dirigiéndose a Vallecillo-. La mejor forma sería comiendo juntos…
Estáis invitados por cuenta del director de El Heraldo.
Ángel, cortésmente, declinó la invitación:
-
No
me tomes a mal que no acepte, pero seguro que no sería un comensal ameno, dando
vueltas todo el tiempo a lo que tenemos entre manos. Será mejor que Pamela y yo
tomemos un tentempié en la cafetería, mientras repasamos la copia de la
declaración y cambiamos impresiones acerca de los últimos detalles. No
obstante, tendré mucho gusto en saludar a la señora Mendoza minutos antes de
que empiece el acto notarial.
-
Como
gustes -replicó Enrique, con gesto de incomodo-. Supongo que el notario optará
por reunirnos a todos en la biblioteca. Bajaré con Susana unos minutos antes de
las cinco y media para hacer las presentaciones.
Cuando se retiró Enrique, Vallecillo se
disculpó conmigo:
-
No
me lo tomes a descortesía con Enrique, ni mucho menos a prepotencia contigo,
pero no me encuentro a gusto en esta situación y no veo el momento de que
llegue a su fin.
-
Tranquilo,
Ángel, dije haciendo de tripas corazón. Me quedo con lo más agradable que has
dicho para mí: Nada menos que cambiar impresiones conmigo acerca del
meollo del asunto. Es todo un honor.
A Ángel no le cayó bien el tonillo de
broma y me respondió enfurruñado:
-
Tienes
todo el derecho de que te consulte y tenga en cuenta tu parecer; claro que, si
prefieres ir a comer con tu amiga, me las arreglaré yo solito.
Verdaderamente, cuando Vallecillo estaba
con la neura, se ponía imposible.
***
Llegaron el notario y su oficial con
absoluta puntualidad cuando todavía estábamos esperando Ángel y yo que bajasen
Susana y Enrique. Mi suposición a este respecto oscilaba entre una
indisposición de última hora o el rechazo a la prevista ceremonia de las
presentaciones. El caso es que, para ir ganando tiempo, el notario nos
preguntó:
-
¿Han
decidido ya quiénes serán los testigos del acto? Convendría saberlo para que mi
oficial vaya tomando nota y dejando constancia de sus documentos de identidad.
Vallecillo y yo nos quedamos mirándonos
abobados. Ni se nos había ocurrido pensar en ese requisito. Menos mal que, en
ese mismo momento, hicieron por fin acto de presencia De Isla y Susana,
portando el primero una carpeta, de la que inició la saca de documentos. Yo lo
detuve:
-
Dice
el señor notario que hace falta que designemos unos testigos del acto.
-
Dos
serán suficientes, puntualizó el fedatario.
Como nosotros antes, Enrique y Susana se
miraron perplejos, interrogándose acerca de petición tan imprevista. De Isla
sugirió, mirando a Vallecillo:
-
Por
parte de doña Susana, puedo serlo yo mismo. Elegid vosotros, entre Pamela y tú.
-
¡Ah,
no, de ninguna manera!, rechazó Ángel con vehemencia, no sea que luego se
pongan peros a la declaración alegando que ha sido testimoniada por personas
interesadas.
-
Procuren
que los testigos no tengan interés directo en el asunto -advirtió el notario- y
decidan pronto, que tampoco la cosa tiene tanto misterio.
El inspector pareció tener de pronto una iluminación:
-
¡Un
médico del balneario! Pamela, avisa que localicen al de guardia, que venga acá
de inmediato.
Cinco minutos después, teníamos ante
nosotros a un joven doctor, con bata, maletín de instrumental y fonendo al
cuello:
-
¿Quién
es la enferma? ¿Qué le pasa?, preguntó desalado.
-
Tranquilícese
usted, recomendó el notario. Es tan solo para que nos sirva de testigo.
-
¡Ah,
no!, exclamó el doctor enfadado. Eso no entra dentro de mis deberes
profesionales.
-
¿Permiten
ustedes un momento?, dijo con flema Vallecillo, mientras, echando mano a su
placa oficial, se llevaba al galeno a una esquina de la biblioteca.
Al cabo de un minuto, regresaron ambos
hacia nosotros. El médico venía manso como un corderito.
-
Todo
resuelto, afirmó Ángel. Podemos empezar cuando ordene el señor notario.
Unos cuarenta minutos después, la
diligencia quedó conclusa, con la firma de Susana, los dos testigos y el
notario. Este entregó una copia simple a Susana y otra a Vallecillo, quedando a
disposición del juzgado competente para enviarle las adicionales que
necesitase. Seguidamente, se retiraron Susana y Enrique. Este, al pasar junto a
mí, me entregó un sobre cerrado, tamaño folio, pronunciando estas palabras: De
parte de Susana. El doctor finalmente preguntó a Vallecillo:
-
¿Me
necesita para alguna cosa más?
-
Espero
que no, doctor -contestó Vallecillo sonriendo-. Al parecer, gozo por el momento
de buena salud.
Cuando nos quedamos solos en la gran sala,
inquirí:
-
Ángel,
¿a qué tu interés porque fuese testigo el doctor, quisiera que no?
-
Porque
podrá servirnos también como testigo para el caso de que nos vengan con que la
señora Mendoza no estaba en condiciones de actuar, me explicó.
Me dejó valorar por unos momentos su
perspicacia. Luego curioseó a su vez:
-
¿No
vas a abrir ese sobre para que nos enteremos de su contenido?
-
Creo
saber de antemano lo que hay dentro -repuse, con expresión enigmática-, pero,
ya que muestras tanto interés, lo leeré en tu presencia.
***
Conforme a lo prometido y esperado, el
sobre contenía una mayor aclaración sobre cuáles habían sido las relaciones de
Susana joven con los tres hombres a los que tantos años más tarde asesinó.
Algunos detalles ya figuraban en la declaración que había entregado al notario;
otros eran nuevos y poco o nada conocidos. Por lo escueto y seco de la
redacción, supuse que esta sería obra de Enrique, sobre los datos que le habría
facilitado previamente Susana. En cualquier caso, lo escrito rezaba así:
Adalberto Mejías
Era miembro de una familia amiga de la de
la madre de Susana y correligionaria en épocas anteriores de luchas y
sufrimientos, de los que una y otra habían salido reducidas y escarmentadas por
otra dictadura militar, antecesora de la de su época. Adalberto era muy estudioso, sentimentalmente
frío y enemigo del compromiso político, como de cualquier otro que le supusiera
cierto sacrificio.
Susana y Adalberto vivieron un romance,
iniciado en la preadolescencia, que duró hasta su primer año en la universidad.
En un primer momento, Susana vio el mundo con los ojos de su novio y fue un
apéndice de su brillantez intelectual, hasta el punto de matricularse sin
vocación en Leyes, por la mera razón que Adalberto lo había hecho.
Los padres de ambos jóvenes y ellos mismos
veían su relación amorosa como naturalmente abocada al matrimonio, pero, ya en
la universidad, se interpuso entre ellos otro compañero de curso -al que más
adelante se aludirá-, con mucho más carácter y encanto que Adalberto, a quien
ganó la partida con su vitola de activista político contra la dictadura y sus
ofertas a Susana de que se incorporase a dicho movimiento.
De entrada, Susana trató de seguir con
Adalberto, ganándoselo para que se uniese a la corriente antigubernamental. Al
negarse el joven, surgieron desavenencias entre ellos y, finalmente, su
ruptura. Esta última resultó inevitable cuando Adalberto informó a los padres
de Susana de los pasos políticos peligrosos en que andaba su hija, y ellos
reaccionaron severamente, en especial, la madre, que había sido la más golpeada
por los sucesos pasados. Susana se indignó con Adalberto por la delación, que
vio como una traición moral con propósito ventajista. A partir de entonces, la
relación entre ellos fue de hola y adiós, hasta finalmente desaparecer.
Cuando Susana fue detenida por la policía
política, Adalberto se limitó a interesarse formulariamente por ella. Al ser
liberada, la visitó una sola vez, ofreciéndose a ayudarla para que prosiguiera sus
estudios. Susana rechazó dicha proposición, alegando que no se encontraba en
condiciones mentales ni físicas para continuar la carrera. Entonces Adalberto
se despidió con el formal ofrecimiento de estar a su disposición. Por cambios
de residencia, por azar, o adrede, el hecho es que nunca más volvieron a
encontrarse.
Ricardo Benítez
Fue el condiscípulo activista que, como
hombre y como revolucionario, ganó a Susana para la acción política y,
finalmente, en la intimidad sexual. Él la impulsó a unirse a las Fuerzas
Universitarias de Combate (FUC), que entonces y en Cañizal eran poco más
que grupos promotores de manifestaciones, huelgas y publicaciones ilegales.
Susana era ya entonces una buena escritora, por lo que se volcó en la redacción
de hojas volanderas, pasquines y artículos en la revista clandestina Ardor,
así como en la edición y reparto de esta.
Finalmente, cuando las FUC se
involucraron en actividades de tipo violento, como sabotajes y atentados contra
profesores derechistas, la policía reaccionó contra ellas con eficacia y
fuerza, yendo por Benítez, uno de sus líderes caracterizados. Este, advertido a
su debido tiempo de la operación, escapó sin avisar a nadie, ni siquiera a
Susana. Ello dio lugar a que Susana y otros compañeros activistas fuesen
detenidos.
Susana fue presionada y torturada para que
revelase el paradero de Ricardo Benítez, cosa que no pudo hacer por
desconocerlo. La policía, creyendo que no quería delatarlo, la retuvo y trató
con suma dureza durante dos meses. Finalmente, fue puesta en libertad,
destrozada física y anímicamente, lo que influyó seguramente en la muerte de su
padre al año siguiente. Su madre, juzgándola responsable última de todo lo
sucedido, se alejó moralmente de Susana, siendo esa una de las razones por las
que, cuando empezó a salir de su marasmo, Susana dejó Cañizal y marchó para
Miraflores, manteniendo en lo sucesivo con su madre un contacto superficial y
esporádico.
Mucho menor aún fue el trato con Ricardo
Benítez, de quien se sabe que se mantuvo oculto en el campo durante años, hasta
la caída de la dictadura. Fue entonces cuando Benítez reapareció por Cañizal en
compañía de una joven embarazada, Camila Ruiz, a quien había conocido durante
su enclaustramiento. Pese al importante papel político que jugó en los primeros
años de la democracia, Benítez en ningún momento se tomó preocupación alguna
por Susana, ni siquiera hizo por volver a verla.
Arcadio Plata
Iba camino de presentarse a los exámenes a
la policía de la Unidad Especial de Información y Defensa, abandonando
sus iniciados estudios de leyes por haberse quedado sin la beca con la que los
había iniciado. Aprovechando esta situación, la policía política lo financió
para que siguiese en la universidad, ejerciendo funciones de confidente en el
curso del que formaban parte, entre otros, Adalberto Mejías, Ricardo Benítez y
Susana Mendoza. En su ejercicio de esa tarea, Arcadio conoció de las
actividades subversivas de Benítez y de la propia Susana. Atraído por esta, le
advirtió del peligro que corría si continuaba colaborando con Ricardo Benítez y
le ofreció su valimiento para el caso de que abandonase a aquel y fuera más
cariñosa con él mismo. Susana, indignada, despreció a Arcadio Plata. Al ser
detenida por la policía poco después, Susana supuso que el despechado Arcadio
había pasado a la policía la información sobre la relación amorosa entre Susana
y Benítez y, en consecuencia, la alta probabilidad de que ella supiese en dónde
estaba escondido su novio.
Es cosa segura que, durante la detención
de Susana, Arcadio apareció por la comisaría y le hizo ver que no tenía otra
salida que la de delatar a Benítez, toda vez que nadie podía creer que no
supiese dónde se ocultaba el huido. Comoquiera que la joven no pudiera
facilitarles ese dato, Arcadio abandonó sus tentativas y la dejó por imposible.
A partir de entonces, las torturas para que Susana cantase adquirieron
más y más intensidad. Entre ellas, se produjeron repetidas violaciones de la
muchacha por parte de hombres encapuchados. Por su conocimiento de la voz de
Arcadio y de los giros y expresiones peculiares de su lenguaje, Susana llegó al
convencimiento de que uno de sus violadores fue su condiscípulo Plata, quien
practicaría tal crimen, al menos, en dos ocasiones.
Al ser puesta en libertad, aunque no
volvió por la Facultad, Susana vio por la calle a Arcadio en varias ocasiones,
pero él hizo como si no la conociera.
Al caer la dictadura, Arcadio Plata desapareció
inmediatamente de Cañizal, por lo que todos supusieron que se habría acogido a
la seguridad de alguna población lejana, donde no fuera conocido su pasado de
colaborador con la policía política del periodo militar.
12. Un lugar para morir
Estábamos
a dos días de cumplirse el plazo perentorio que el comisario había dado a
Vallecillo para que resolviera el caso a su modo, es decir, sin
interferencias agobiantes de terceros. Otro policía que estuviera tan urgido
por sus superiores habría salido corriendo a Cañizal con la confesión de
Susana, tan pronto se hubiese marchado el notario. Pero Ángel era de una pasta
especial. Tras perder un buen rato leyendo y releyendo las mini biografías de
los tres asesinados, me dijo con toda la flema del mundo:
-
No
me apetece a estas horas coger el coche para Cañizal. Voy a telefonear a mi
mujer para decirle que no iré a dormir. Entre tanto, pídeme una habitación en
este hotel.
-
¿No
convendría que llamases también a nuestro jefe para darle la buena nueva?,
pregunté en plan provocativo.
-
Me
dio dos semanas, ¿no?, replicó. Pues voy a tomármelas hasta el último minuto.
Parecía la rabieta de un niño respondón, pero lo cierto es que el
inspector tenía un sexto sentido en su trabajo. Una hora después nos
disponíamos a dar buena cuenta de la cena, cuando apareció por el comedor Enrique
de Isla. Se acercó a nosotros muy sonriente y, tras un escueto ¿puedo?,
se sentó a nuestra mesa. Nos informó:
-
Susana
está agotada. Llegó a su habitación, se tomó un somnífero y se ha quedado
dormida como un tronco. Yo también estoy rendido; así que a cenar y a la cama. No
estoy para meterme ahora una porrada de quilómetros conduciendo.
-
Lo
mismo ha pensado Ángel -le expliqué, entremetiéndome-, aunque el viaje hasta
Cañizal sea bastante más corto que el de Miraflores.
-
Mejor -opinó De Isla-. Así podremos poner en claro algunas cosillas.
Lo que mayormente le agobiaba a Enrique
era el futuro inmediato que aguardaba a Susana, una vez que se hiciera llegar a
la comisaría y al juzgado su declaración en acta notarial. Ante esa inquietud,
Vallecillo respondió de la única manera legalmente posible:
-
Por
supuesto que la trasladaremos de inmediato a Cañizal en una ambulancia
adecuada. Una vez allí, según sea la gravedad que valoren los médicos, quedará
ingresada en la enfermería de la cárcel o en el módulo para presos del
hospital. En cualquier caso, la policía cumplirá su función con poner a la
detenida y las pruebas a disposición del juez, y este tomará las ulteriores
decisiones.
-
¿Para
cuándo calculas que sería el traslado a Cañizal?, inquirió Enrique.
-
Mañana
se harán todos los preparativos; así que pasado mañana temprano haremos la
conducción.
-
No
sé si podré quedarme hasta entonces -calculó el periodista-…
-
Ni
falta que hace -opinó, radical, Vallecillo-. La trataremos con toda la
consideración debida a su estado de salud.
***
A la mañana siguiente, cuando acudía muy
temprano para desayunar, me entregaron en la recepción una nota de Vallecillo.
Decía así:
Voy a Cañizal para adelantarle al jefe
el resultado de nuestras diligencias, a fin de que me ayude en todos los
trámites para el traslado y primer alojamiento de la señora Mendoza. Volveré al
Salitral lo más pronto que pueda. Mientras tanto pide a la dirección médica del
balneario que te aconseje en la búsqueda de una ambulancia medicalizada para
conducir a la enferma hasta el lugar en que haya de quedar detenida.
Hice tal y como se me indicaba y, a eso de
las diez, subí a la habitación de Susana para enterarme de su estado. Lo que me
encontré fue bastante deprimente. Apenas incorporada en la cama con unas
almohadas, desmadejada y con los ojos cerrados, yacía la enferma. En su
respiración, se apreciaban frecuentes resuellos. A los pies del lecho,
cabizbajo y apoyado en el respaldo de una silla, se hallaba Enrique.
Al entrar y saludarlos, las cosas
cambiaron de repente. Susana abrió los ojos, sonrió y musitó algo como llegó
nuestra esperanza. Enrique me condujo hasta un sillón y me impulsó
suavemente hasta sentarme. Al momento, me interpretó la frase de la enferma,
explicando su anhelo:
-
Te
estábamos esperando como agua de mayo, para hacerte una petición muy especial.
Por cierto, ¿está por ahí Vallecillo? -preguntó, con notorio deseo de que se
encontrase ausente-.
-
Ha
ido para unas gestiones a Cañizal y volverá en la tarde. Pero, a lo que vamos,
¿cómo está hoy doña Susana?
-
Pues
ya ves, hija -repuso sin aparente emoción-, muriéndome.
-
Mujer,
no será para tanto, repuse. ¿Ha venido ya el médico?
-
Ya
lo creo -terció Enrique- y la ha encontrado más o menos como estos días atrás.
Lo que pasa es que, nada más despertarse, ha empezado con la obsesión de que este
es el día, que de esta noche no paso, y no ha habido forma de
quitárselo de la cabeza. Digo yo que habrá sido alguna pesadilla por el
somnífero, y se ha despertado sobresaltada.
-
¡Qué
sabrás tú!, replico Susana con desdén. Anda, déjate de falsas esperanzas y
pidámosle a Pamela lo que habíamos pensado.
-
¿De
qué se trata?, pregunté, temiendo que tanto circunloquio escondiera una
solicitud difícil de atender.
-
Verás
-expuso Enrique, con cierto sonrojo-, Susana está empeñada en pasar su última
noche de libertad, no en esta habitación -que ha llegado a odiar-, sino en su
casa de Cañizal.
-
Noche
de libertad -se burló
Susana-. Di las cosas claras: mi última noche de vida. Supongo -agregó
mirándome- que, como a criminal en su última noche, se me complacerá un deseo.
Me pareció sensato en aquella tesitura, ganar
algo de tiempo y, de paso, constatar hasta qué punto las aprensiones de Susana
tenían un fundamento objetivo:
-
Esta
Susana siempre dándonos sustos… Si no haces más que malos agüeros y ni te
levantas de la cama, ¿cómo piensas que podríamos pensar en trasladarte a
Cañizal y dejarte que pases la noche en una casa particular, sin instalaciones
médicas?
La doliente, reuniendo todas sus fuerzas,
echó para atrás la ropa de la cama y con voz enérgica, afirmó:
-
Vamos
a ver de lo que soy capaz.
-
¡Alto,
alto!, exclamé alarmada. Ni tanto, ni tan calvo. Seguro que no has desayunado todavía.
-
¿Desayunar?
-intervino Enrique-. ¡Ni cenar siquiera! Lo de ayer la dejó tan derrengada, que
tan pronto marchó el notario, subió a la habitación, se metió en la cama y así,
hasta ahora.
-
Pues
eso no puede ser, Susana -dije muy sería-. Lo primero, asearte y reponer
fuerzas. Luego, veremos de vestirte, bajar a que te den un masaje reconfortante
y que el médico nos cuente a las dos, y con todo detalle, cómo te encuentra. Más
tarde, si todo ha resultado favorable, nos sentaremos y hablaremos de pasar la
noche en la calle de la Pasión, como pretendes.
Mientras
yo hablaba, toda Susana parecía experimentar un cambio de esos que
coloquialmente se califican de la vuelta del calcetín. Enrique estaba
exultante:
-
¡Magnífico
programa! ¡Arriba los corazones! ¡Vamos a ello!
Lo miré fijamente y con cierto reproche, por sus excesos verbales. Luego, le indiqué:
-
Sal
de la habitación para que Susana pueda asearse. Mientras tanto, puedes ir
pidiendo el desayuno y que suba una doncella para ayudarnos en la faena. Luego,
tú y yo hablaremos.
***
La mañana fue avanzando con la morosidad
que imponía la evidente debilidad de Susana, que ella pretendía disimular con
su firmeza de carácter y hasta una jovialidad inesperada. Lo cierto es que, so
capa de afecto, se apoyaba constantemente en mi brazo, por lo que apreciaba con
claridad su paso titubeante y cierto temblor corporal. Al fin, entre el temor y
la expectación, entramos ella y yo en la consulta del director médico. Enrique
quedó aguardando en la sala de espera.
El doctor le hizo un reconocimiento muy
detenido, por más que nos advirtió de antemano que carecía de especialización
para valorar en una paciente poco conocida el avance de su enfermedad. Yo le
hice ver que el objetivo principal de su dictamen habría de ser el de opinar sobre la posibilidad de trasladar a la enferma en ambulancia hasta Cañizal, con la
pertinente atención médica durante el viaje.
-
No
es por capricho, doctor, le aclaré. Se trata de una conducción por imperativo
judicial.
-
Ya
estoy enterado -admitió-. Por eso voy a informar favorablemente lo que, de otro
modo, desaconsejaría.
En ese momento, convirtiéndome de
enfermera aficionada en policía responsable, pedí a Susana:
-
Querida,
sal un momento del despacho, que quiero hablar particularmente con el doctor.
Aunque sorprendida, Susana, ayudada por
mí, hizo sin rechistar lo que se le pedía, quedando afuera, al cuidado de
Enrique. Cuando nos quedamos solos, informé al médico:
-
La
señora Mendoza se ha levantado pronosticando sin vacilar que el día de hoy
será el de su muerte. ¿Ha encontrado en su examen algún síntoma que haga temer
un desenlace tan inmediato?
-
Ya
le he dicho que no soy oncólogo, ni tampoco tanatólogo. Por tanto, no tengo
acerca de los síntomas de muerte inmediata otros conocimientos que los
generales de cualquier médico. A tenor de ellos, la verdad es que no he hallado
en la paciente una evidencia clara de que vaya a fallecer, digamos, en las
próximas horas[8].
Claro que, estando tan grave, la muerte le puede sobrevenir en cualquier
momento.
-
Entendido
y créame que me tranquiliza en lo posible. Abusando de su amabilidad voy a
hacerle una pregunta que me avergüenza un poco. ¿Tiene algún sentido científico
la premonición de un enfermo grave respecto de su propia muerte?
-
No
crea que la pregunta evidencia superstición o credulidad -me contestó-. Hay
numerosos casos, algunos muy sorprendentes, de personas que han previsto su
muerte inmediata, llegando hasta convocar a sus parientes para que el fin les
llegue bien acompañados. Claro que supongo que, también en muchas ocasiones, la
llamada habrá resultado un fiasco… En general, yo no daría al presagio de la
señora Mendoza más valor que el de haber internalizado su peligro de muerte
como algo ya inminente, lo que obviamente es cierto, aunque deferido quizá, no
a horas, sino a días o semanas.
Antes de despedirme, pedí al doctor un
informe sobre su examen de la enferma y sus conclusiones médicas. Es para
poner en antecedentes a los facultativos que habrán de hacer el traslado -expliqué
con una media verdad-.
-
Le
extenderé un certificado oficial -ofreció gentilmente-. En asuntos como este es
mejor observar todas las formalidades.
En lo que acabo de relatar transcurrió más
de media hora. Al salir, Susana y Enrique eran ya presa de los nervios. Para
tranquilizarlos, exhibí en alto el certificado y dije como anticipo:
-
Buenas
noticias, pero vayamos para la habitación y allí os expondré mi criterio acerca
de vuestra petición.
En el camino fui dando los últimos toques
a cuanto pensaba decirles. Así, tan pronto llegamos a la pieza, les hice sentar
y solté de un tirón mi mensaje:
-
En
vista del deseo de Susana, de lo que opina el médico y de mi propia opinión, no
veo obstáculos insalvables para atender lo que habéis pedido. De hecho, para
tenerlo todo previsto, diré que tengan preparada la ambulancia para hacer el
traslado a Cañizal esta misma tarde. Ahora bien, como encargado principal del
caso y como persona responsable y de la máxima experiencia, os advierto que la
decisión definitiva corresponderá al inspector jefe Vallecillo. Cuando él
llegue, le hablaré y procuraré que acepte mi punto de vista. Lo demás es cosa
suya. Y cuando digo suya, quiero decir que me pondré en contra vuestra
como se os ocurra hablarle personalmente del asunto, tratando de influir en su
criterio y su conciencia. ¿Entendido?
Enrique y Susana se miraron y, al unísono,
expresaron por gesto su asentimiento. Pero todavía me quedaba una cosa más para
afianzar el resultado, pues temía la reacción de Ángel si sospechaba que el
periodista estuviese detrás de todo aquello. De modo que me dirigí a De Isla y
le impuse una condición:
-
Para
el posible buen éxito de la operación Pasión, ahora mismo cogerás el
coche y te marcharás para Miraflores, no interviniendo más en ella, a no ser
que Susana, Vallecillo o yo te avisemos por teléfono… Déjanos los números en
los que podamos localizarte en las próximas horas.
Creo que Enrique y yo sufrimos en aquel
momento una comunicación telepática, porque, sin objeción ninguna, garabateó
los números solicitados, se despidió de Susana con un beso y salió de la
habitación, para no volver más por el balneario. La enferma me miró y una
amplia sonrisa iluminó su rostro. Todavía en plan imperioso, le pregunté:
-
¿Pasa
algo?
-
Nada,
Pamela; solo que me recuerdas mucho a mí cuando tenía tus años.
***
-
Pero
¿en qué cabeza cabe?, rugió Vallecillo, al exponerle aquella tarde la
posibilidad de que Susana pernoctase en su casa familiar antes de pasar a la
enfermería de la prisión o a las habitaciones de presos del hospital. ¡Es lo
que me faltaba! -prosiguió-. Primero, el comisario dice que deja en mis
expertas manos todo lo relativo a la logística del traslado y alojamiento de la
detenida, lo que es una manera fina de decir “allá te las compongas que, si
las diña por el camino, serán para ti las complicaciones”. Y ahora venís
vosotras dos con que la señora tiene el pálpito de que va a morirse hoy y
quiere hacerlo en su cama de la casa paterna. ¿Somos policías o hermanitas de
la caridad?
Ya me esperaba una andanada parecida por
parte de Ángel; de modo que me fijé en el punto más débil de su artillería:
aquello de que era él quien tenía mano libre para decidir sobre todo lo
concerniente a la conducción de Susana hasta Cañizal. Haciendo cuña en esa
pequeña rendija, inicié el contraataque:
-
¿Adónde
piensas llevar de mano a Susana, a la cárcel o al hospital?
-
Al
hospital, desde luego -contestó-. La enfermería de la cárcel no me merece
ninguna confianza. Por cierto, he tenido que dar más vueltas que un trompo para
que me hayan hecho un hueco, porque las tres habitaciones del módulo de presos
estaban ocupadas. Me han prometido tener desocupada una para mañana a las once.
-
Pues,
siendo así, ¿qué más da hacer el traslado mañana directamente al hospital,
donde a saber si no nos hacen esperar un rato largo, o bien trasladar a Susana
esta tarde hasta su casa y mañana, bien descansada, llevarla al hospital cuando
nos informen de que, en efecto, está todo preparado?
-
Llevarla,
¿en qué? ¿En autobús o en coche celular? -se guaseó Ángel-.
-
Si
se encuentra bien, en taxi, que el trayecto no llevará más de cinco minutos. Si
estuviese indispuesta, nada más fácil que encontrar una ambulancia en Cañizal
para trasladar a un enfermo al hospital, teniendo ya la plaza asegurada.
Aunque el inspector jefe parecía no dar su
brazo a torcer, las observaciones que empezó a hacer me convencieron de lo
contrario:
-
¿Y
si se nos muere por la noche, estando en su casa?
-
Tanto
da, sobre poco más o menos, que se muriese en el balneario. Además, tengo un
certificado médico bastante tranquilizador sobre su estado de salud a día de
hoy.
Saqué del bolso el expresado documento,
que Ángel leyó con detenimiento.
-
Además
-agregó luego-, la ambulancia medicalizada para hacer el traslado está avisada
para realizarlo mañana.
-
Por
si decidías adelantarlo -le corregí-, ya les he indicado que estuvieran
preparados a partir de las cinco de esta tarde.
-
Ya
veo que has pensado en casi todo -comentó irónicamente-. Según eso, ¿qué
tienes planeado para cuidar de la enferma durante la noche?
-
Estaba
esperando tu venia para ponerme en contacto con una de esas expertas enfermeras
hospitalarias que prestan privadamente atención domiciliaria para redondear sus
ingresos. Gracias a las dos caras de su trabajo, se las saben todas y pueden
avisar a un médico competente en cualquier momento.
Ahora sí que Vallecillo parecía batirse en
retirada. Con expresión de cansancio, todavía objetó:
-
¿Y
la casa? Habiendo estado cerrada tanto tiempo, resultará inhabitable, aunque
sea para una sola noche.
-
¿No
te acuerdas de que Susana pasó un par de días en ella cuando fue a Cañizal a
hacer lo que hizo? Me ha asegurado que, en parte por cariño, en parte
por no salir casi de casa, se dedicó a poner la vivienda en orden; cuando
menos, las dependencias más necesarias.
-
Pero
de eso hace ya varias semanas -arguyó-. A saber la de porquería que puede haber
cogido desde entonces.
-
Querido
Ángel -contradije-, una casa cerrada y deshabitada apenas se ensucia en tan
poco tiempo: Te lo aseguro. Y, por si a continuación vas a recordarme que algo
tendremos que cenar y desayunar, no sabes lo surtida que está la cafetería que
hay en los soportales, frente por frente de la casa de Susana.
Le habría dado un abrazo y dos sonoros
besos, tras escucharle decir:
-
Adelante,
Pamela. Hemos triunfado juntos y, si la suerte no nos acompaña, juntos nos
hundiremos… Anda, ve a dar la noticia a la señora y, de paso, nos
presentas, que ya va siendo hora de que yo conozca a esa encantadora de policías.
***
Por emplear la misma expresión de
Vallecillo, aunque en sentido contrario, la suerte nos acompañó durante
el viaje y al llegar a la casa de la calle de la Pasión. A eso de las
diez de la noche, tras un rato de charla y una cena que Susana apenas probó,
esta se retiró acompañada de la enfermera a su habitación de jovencita, por la
que había optado como más grata que la de sus padres, pese a ser está mucho más
amplia y con cama de matrimonio. Mientras se acostaba, llamé por teléfono a
Ángel, que nos había dejado tras comprobar que todo estaba en orden y que había
llegado la enfermera. Le confirmé que las cosas seguían su curso normal y que
estábamos a punto de irnos a la cama.
-
De
acuerdo, concedió, pero advierte severamente a la enfermera que se mantenga
alerta y controle cada media hora el estado de Susana, avisándote en cuanto
aprecie algo preocupante.
-
Descuida,
Ángel. Te he dicho que nos íbamos a la cama, pero yo me conformaré con echarme
en algún diván próximo a su dormitorio.
-
Y,
por descontado, telefonéame a cualquier hora, si sucede algún percance o quieres
consultarme algo.
-
Así
lo haré… Perdona, tengo que colgar, pues dice la enfermera que Susana reclama
mi presencia.
-
Está
bien. Que tengáis una buena noche.
Susana, ya acostada, tan pronto me vio a
la puerta de la habitación, me rogó con insistencia:
-
Ven
a sentarte aquí, junto a mí y, por favor, quédate hasta que me duerma.
Dijo esto último de forma tan ambigua que
me hizo pensar en que el sueño al que aludía podía ser el eterno. Me senté en
una descalzadora a la cabecera de la cama y le cogí la mano, tratando de sosegarla:
-
Tranquila,
que me quedaré hasta que te venza el sueño. Seguro que te llegará pronto, pues
has tenido un día muy agitado.
-
Sí,
muy pronto -aseveró-. Ya he oído por tres veces el soniquete de San Pascual
Baylón[9].
No entendí lo que me decía, pues para mí
era completamente extraño. No obstante, no le pedí aclaración y, con la mano
libre de la suya, le acaricié la frente y el cabello, hasta que sus ojos
cerrados y la respiración profunda y regular me convencieron de que estaba ya en
brazos de Morfeo. Solo entonces me retiré del dormitorio, dejando la vigilancia
a cargo de Beatriz, la enfermera, que tomó asiento en la butaca que yo acababa
de abandonar.
Me hallaba en un duermevela repleto de
visiones confusas y desasosegantes, cuando Beatriz vino a mí y me tocó
suavemente el hombro:
-
La
enferma acaba de morir mientras dormía.
Por algún motivo oculto e íntimo, lo
primero que hice fue consultar el reloj: Eran exactamente las doce de la noche.
EPÍLOGO
No las tuvimos todas consigo hasta que la
autopsia del cadáver de Susana confirmó que había fallecido de muerte natural, aunque
las ensoñaciones premonitorias y los soniquetes de San Pascual hacían muy
relativo lo de natural en aquel óbito. En cualquier caso, quedamos a
resguardo de la alarma que había sembrado en nosotros el comisario, cuando se
enteró de que una detenida confesa de triple asesinato había muerto en la casa
paterna, en su propia cama, rodeada de los cuidados de una enfermera y de una policía,
mientras el inspector al frente del operativo esperaba en su casa que le dieran
noticias por teléfono:
- Vallecillo y Cárdenas -nos apercibió en su despacho-, ya podéis presentarme vuestra dimisión ipso fauto -tal cual- en el caso probable de que la asesina se haya bebido un cóctel como el que preparó a sus víctimas, sustrayéndose así en vuestras narices a la acción de la justicia.
-
¿Y
si, por el contrario, hubiese fallecido víctima del cáncer? -me atreví a preguntarle-.
-
Si
fuese así, me haría el tonto y no os empuraría por pasaros las normas
procesales por el arco de triunfo. A nadie le importa que la muerte llegue en
un sitio u otro, siempre que nadie la haya ayudado con la guadaña.
El dictamen de los médicos forenses, como
digo, puso fin a tan comprometedora eventualidad y pudimos dar fin a nuestro
primer caso juntos con el suficiente éxito, como para que nos concedieran a
ambos la cruz al mérito policial. Por cierto, no tuvo que luchar poco Ángel
para que a mí no se me olvidara. Hasta se rumoreó por la comisaría que llegó a
amenazar con rechazar la condecoración si yo no la compartía. También esto se
arregló felizmente, si bien mi distintivo fue de tercera clase y el suyo de segunda.
No me importó porque tengo asumido desde niña que siempre ha habido clases.
Prueba de ello es que al comisario le dieron la de primera, por su magnífica
dirección del caso, siendo felicitado por el propio tribunal provincial.
Y, a propósito del caso, acabaré
esta extensa referencia al mismo con una explicación del título que he dado a
este relato del mismo. Charlando con Ángel un día en su casa, salió a colación
el tema y recuerdo que comenté:
-
Todo
el mundo en Cañizal lo conoce por el crimen del hotel Central, pero
estoy segura de que habría mejores nombres para él. ¿Sabes el que le pondría
yo?
-
Cualquiera
acierta... Tal vez los soniquetes de San Pascual Baylón.
-
No
seas impío -le reproché, echándome a reír-. Lo titularía Susana y sus
hombres. ¿Qué te parece?
-
No
está mal -opinó Vallecillo-, pero habría que concretar el número de hombres.
-
Pues
cuatro -repuse-: sus tres víctimas y el que se suicidó en cierto modo por causa
de ella.
-
Yo
diría que te olvidas de un quinto… ¿No caes?... Pues el abnegado periodista.
-
¡Enrique
de Isla!, exclamé frunciendo el ceño, disconforme con la alusión. ¿En qué te
basas para poner en duda su integridad personal?
-
No
pongo en duda su comportamiento, sino los motivos últimos de su gran
generosidad… He tenido ocasión de charlar con algún compañero suyo de El
Heraldo y me aseguró ser de dominio público que De Isla era para Susana
bastante más que un amigo; hasta tal punto que, de no ser por el fallecimiento de
aquella, la mujer de Enrique habría seguido adelante con una demanda de
divorcio que ya había planteado por infidelidad.
-
Bueno,
¿y qué?, contesté retadora. Después de cuatro canallas que le amargaron la
vida, era hora de que algún hombre se portase bien con ella y le hiciese menos
penosos sus últimos años.
-
Ya
-aceptó Ángel con una sonrisa enigmática-, pero, habiendo llegado a ser tanta
su intimidad, ¿no crees que Enrique estaba al tanto de lo que pensaba hacer
Susana y que, sin necesidad de denunciarla, podría haber hecho mucho más para
impedir los crímenes?
Al fin capté lo que quería decirme y, por
supuesto, me puse en guardia:
-
¡Y
qué, inspector! ¿Vamos a empezar de nuevo?... Si es lo que pretendes, no
cuentes conmigo. Ya he tenido bastante.
Vallecillo hizo el ademán de secarse el sudor
de la frente y contestó:
-
Yo
también, subinspectora. Caso cerrado.
[1]
Diminutivo de orla. El término se emplea para aludir a la orla académica de
tamaño muy inferior a la habitual de colgar, cuyas mucho menores
dimensiones (aproximadamente, tamaño folio) permiten manejarla cómodamente de
forma manual.
[2]
Baste aquí con afirmar que se trata de un sudoku de muy alta dificultad.
[3] Según la acepción número 17 de la Edición
del Tricentenario del diccionario de la Real Academia Española, un negro (o
una negra) es una persona que trabaja anónimamente para lucimiento y
provecho de otro, especialmente en trabajos literarios.
[4]
En descargo de la narradora, recordemos que el chiste es de uso común,
habiéndose hecho mundialmente famoso cuando en la película Filadelfia (Philadelphia, dirigida por Jonathan Demme en 1993) fue puesto en boca del personaje
encarnado por el actor Tom Hanks, quien obtuvo el Oscar al mejor actor
protagonista por su trabajo en esa película -a pesar de contar el aludido
chiste-.
[5] Aunque el doctor Alois Alzheimer (1864-1915)
descubrió la enfermedad que lleva su nombre en 1906, publicando su primer
estudio en 1907, dicho mal no ha sido de conocimiento común y denominación
epónima hasta época relativamente reciente -a lo que parece, por la expresión
de Susana Mendoza, posterior a su conversación con Pamela Cárdenas-.
[6]
Obra imperecedera de Stephan Zweig, aparecida en 1931, cuyo título ya orienta
acerca de su contenido, que no es este el momento de apuntar sino, si acaso, de
aconsejar su lectura.
[7] La alusión se hace a la famosa canción
francesa, Plaisir d’amour, compuesta hacia 1784 por Jean Paul Égide Martini, sobre texto de un
poema de La nouvelle Célestine, de Jean Pierre Claris. El estribillo que
se repite por tres veces es el siguiente: Plaisir d’amour ne dure qu’un
moment / Chagrin d’amour dure toute la vie (“Placer de amor solo dura un
momento / Tristeza de amor dura toda la vida”). Pueden hallarse múltiples
versiones de dicha canción-romance en Internet.
[8]
Esos síntomas o evidencias
médicas de una muerte muy próxima han sido especialmente estudiados en enfermos
de cáncer. Por ejemplo, véase (incluso por Internet), David Hui, Kenneth Hess,
Renata dos Santos, Gary Chisholm & Eduardo Bruera, A diagnosis model por
impending death in cancer patients: Preliminary report, “Cancer”, 2015,
Nov., 1, 121(21): 3914-3921.
[9]
Creencia
de las personas que hacen tal petición a dicho santo, de que este les avisará
de su muerte tres veces, mediante uno, dos y tres golpes en el día de su muerte
y en los dos anteriores. Véase, www.calatayud.org, 13 de agosto de 2018, San Pascual Baylón y sus tres
golpes anunciadores de desgracias.
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