martes, 6 de agosto de 2024

PARÁBOLA DEL MÁS ALLÁ

 


PARÁBOLA DEL MÁS ALLÁ

Por Federico Bello Landrove

 

     ¿Deben los espíritus del pasado regir nuestras vidas, por el hecho de que los hayamos amado y merezcan que se les haga justicia?  Esquilo y Shakespeare, entre otros, abordaron el tema y dieron sobre el papel una respuesta positiva. Veamos si les lleva, o no, la contraria una joven española del siglo XX, en el ambiente mefítico de nuestra guerra civil.

 

Aparición a Hamlet del espíritu de su padre (según pintura de Henry Fuseli)

 

1.      El viaje de estudios

 

     Pocas veces se atrevía Alicia a contradecir a su padre, cuando menos, en lo tocante a decisiones acerca de sus estudios. No en vano ella era una adolescente de dieciséis años, con el bachiller recién terminado, y su padre, don Néstor, todo un catedrático de Filosofía del Instituto y presidente de la Diputación Provincial. Y, a mayores, a pesar del relajo republicano, todavía estamos en el año de 1936: demasiado pronto, por tanto, para que una muchacha de buena familia y mejores modales se atreva a enfrentarse con su padre por “quítame allá esas pajas”, como quien dice.

     Hemos hablado del año 1936 y que nadie dude de que nos encontramos en España: En concreto en la Muy noble, muy leal y heroica ciudad de Castellar. La conjunción de una circunstancia con otra explica la disculpa que Alicia está poniendo a su padre, tratando de evitar el coger la maleta, camino de Francia, unos días más tarde:

-          Pero, papá, ¿cómo voy a dejaros con la que se avecina? Y nada menos que marchando al extranjero, con todas las complicaciones del papeleo, máxime siendo menor de edad.

     Don Néstor ha enarcado las cejas, simulando ignorancia, en cuanto ha escuchado las primeras palabras de su hija, sobre las que vuelve, pidiéndole concreción:

-          ¿A qué te refieres con eso de la que se avecina?

-          ¡Vamos, papá! -protesta Alicia-, si en la FUE[1] lo comenta todo el mundo, que los militares están en un tris de sublevarse. ¿Cómo vas a ignorarlo tú, siendo el presidente de la Diputación?

     La muchacha calla y baja la mirada, como temerosa de haber usado con su progenitor de una expresión en exceso enfática. Comoquiera que don Néstor tampoco le responde una sola palabra, Alicia vuelve a la carga, pero buscando un testigo más concreto que sus amigos de la Federación. Precisa:

-          Ricardo me dijo que, hace unos días, entraron en el café del Norte unos falangistas y, enseñando sus pistolas, obligaron a los que allí estaban a cantar el Cara al Sol, brazo en alto; y, al marchar, les amenazaron con que pronto iban a hacer con las armas algo más que mostrárselas.

     A don Néstor la salió la vena de padre y bramó:

-          ¡Mejor le vendría a tu hermano quedarse en casa estudiando, que irse de parranda con los amigos, para luego volver y llenarte la cabeza de chismes y exageraciones! Dos suspensos le han caído y, gracias a que algunos profesores me conocen,  no ha sido alguno más.

     Alicia lamentó haber delatado a su hermano y plegó velas:

-          Vamos, que no tengo otra opción que coger el tren para Lyon el próximo día 3… En fin, espero que me entiendan en Francia cuando pida un vaso de agua, o una tortilla.

     Su padre sonrió beatíficamente:

-          No seas tan modesta. Una alumna de la Alianza Francesa con mención de honor puede desenvolverse en el vecino país perfectamente. Y, donde no, allí estará Madame Dumanoir para todo lo que necesites. Seguro que te trata como a una hija, mientras estés allí.

***

     Aquella misma noche, el matrimonio Manzanares conversaba en susurros en el dormitorio, a propósito de la charla precedente entre don Néstor y su protestante retoño:

-          Dios quiera -anhela doña Pilar- que Alicia no tenga razón. Anteayer me encontré en el mercado con mi conocida Águeda -ya sabes, la mujer del comandante Duque- y, como quien no puede revelar del todo un secreto, me animó a que adelantáramos las vacaciones de este año a Santander. No me explicó el porqué pero, a buen entendedor…

-          Santander o Castellar -gruñó don Néstor-, ¿qué más da? Si las cosas se ponen bravas, a saber en dónde lo pasaríamos peor. En todo caso, ningún sitio más seguro que Francia. De hecho, mandaría también para allá a Ricardo, si no fuera un vaina que no daría ni golpe en todo el verano y tendría que repetir curso… A quienes sí os puedo mandar fuera es a tu madre y a ti: Estaríais más seguras en el pueblo y, de paso, ella podría cobrar las rentas del año, ya que no hace otra cosa que echarlas en falta.

-          ¡Ni hablar! Que mi madre haga lo que quiera, pero lo que es yo, me quedo aquí con Roberto y contigo, y que salga el sol por dondequiera.

-          ¡Bah! -replicó el catedrático, con forzada displicencia-, no llegará la sangre al río. Si acaso, agilizaré los asuntos pendientes en la Diputación y el 25 de julio, a más tardar, marchamos para el Norte, que ya voy teniendo ganas de disfrutar de la playa.

     Simultáneamente, pero dos habitaciones más allá, Alicia -según su costumbre- musita su soliloquio antes de dormir. No es fácil de entender, pero hagamos un esfuerzo.

-          Ya me suponía yo que no me iba a hacer ni caso. ¡Anda, que no está pesado ni nada con eso de que el francés es clave para seguir la carrera de Filosofía y Letras! Total, para traducir algún libro de texto y entenderme con los franchutes, con lo que se aprende en la Alianza es más que suficiente. Claro que soy un poco pava y, en vez de decirle francamente lo que pensaba, me he andado por las ramas, dando razones bobas, y hasta dejando a Roberto en mal lugar. Pero, por otra parte, ¡cualquiera le dice a mi padre que lo que yo quería eran unas semanas libres para salir con Enrique y tontear un poco con él!; porque, entre los estudios y la manía suya de andar metiéndose en política, durante el curso apenas hemos podido cruzar media docena de palabras. Eso en julio y, en agosto, a Santander con los papás, que cada vez me gusta más, aunque lo tenga ya muy visto. En fin, ¡menudo cambiazo! En vez de Enrique y Santander, la tal Madame Dumanoir y Lyon, que será una gran ciudad -no lo discuto- pero sin mar y sin amigos…

¿Qué tal será la Madame? En la Alianza me han dicho que es una profesora de latín de liceo, soltera y muy acogedora. Espero que sepa algo de español, sobre todo, para los primeros días, y que me busque a alguien amable de mi edad con quien salir porque, si no… Bueno, no creo que en Francia se coman a nadie. Será cosa de acomodarse y de vestir bien, que en eso las chicas de allá se llevan la palma… Por cierto, tengo todavía que hacer la lista de cosas a llevar de equipaje. A ver si mañana encuentro tiempo para hacer la selección, que ya anda mamá fastidiando con que, con una maleta grande y un bolso de mano tienen que ser suficiente, que luego todo son problemas con los trasbordos, en Hendaya y en París.

     En el reloj del salón dan las once y las campanadas amortiguan el roce de un llavín en la cerradura de la entrada, preámbulo de los pasos de Ricardo, de puntillas, pasillo adelante. La abuela Reme, que estaba a oscuras en la cocina, oído avizor, enciende la luz y sirve a su nieto la cena, recalentada en la chapa de la económica, mientras le echa la consabida regañina por su retraso:

-          Suerte tienes de que tus padres hoy se hayan retirado temprano que, si no… 

***

     Como estaba previsto, el viernes, 3 de julio de 1936, Alicia Manzanares tomó en la estación de Castellar el expreso de la tarde, con destino Irún y Hendaya. En su equipaje, además de objetos personales y una mantilla de blonda de regalo para Madame Dumanoir, la jovencita llevaba consigo las inquietudes e ilusiones de su primer viaje al extranjero. En el andén quedaron sus padres, seguramente más inquietos que ella, pero mucho menos ilusionados. En apenas quince días, sus actuales preocupaciones tendrían la más trágica confirmación.

 

 

2.      Estalla la guerra civil

 

     Presentados con cierta parsimonia en el capítulo anterior los miembros de la familia Manzanares -o, si lo prefieren, Manzanares Abadía, para incluir el apellido de doña Pilar-, es llegado el momento de reflejar con unas pinceladas las consecuencias que para dicho grupo tuvo el desencadenamiento en Castellar de nuestra guerra civil. Y lo primero de todo es dejar constancia de que la ciudad y su región quedaron durante toda la contienda en manos de los sublevados contra la República, hasta su victoria final.

     Don Néstor, hombre conspicuo, como presidente de la Diputación, era también un conocido azañista[2]. De haberlo pillado en un primer momento, es llano que le hubieran dado el paseo, pero, al igual que sus hijos, conocía lo ominoso de la situación y el riesgo que corría. No estoy en condiciones de informarles de los preparativos que pudiera haber hecho en los días anteriores para salvar su vida. Solo sé -porque me lo contaron quienes lo vieron- que, a primera hora de la noche del 18 de julio, mientras las fuerzas contendientes pugnaban por hacerse con el control de la ciudad, don Néstor salió de su casa, con el sombrero echado y gafas oscuras, portando un maletín con lo indispensable, y se encaminó a hurtadillas a casa de su buen amigo, Agustín Valladares, casado con una prima suya y bastante más templado y cauto en sus ideas políticas que el refugiado. Las dos casas estaban separadas por no más de medio quilómetro, que recorrió el huido con buena fortuna, sin que, al parecer, nadie se percatara tampoco del lugar de su refugio.

     Como es natural, el resto de la familia quedó al retortero. Apremiados por la policía y los militares, doña Pilar, su madre y Ricardo contaron la misma historia, acordada de antemano: Que el cabeza de familia había salido de casa a mediodía del 18, al parecer con la intención de llegarse a Madrid, sin que les hubiera dado mayores detalles. Por el momento, los agentes se limitaron a registrar la casa, de la manera destructiva y violenta que empezaba a ser habitual, llevándose cuanto de valor o de gusto tuvieron por conveniente. Ricardo también se llevó algún que otro tortazo. Como doña Pilar tuvo ocasión de comprobar al lunes siguiente, día 20, la cuenta bancaria del matrimonio había sido intervenida por orden de la autoridad militar. Pocos días más tarde, tendría constancia de que su marido quedaba suspendido de empleo y sueldo en el instituto y destituido de su cargo de presidente de la Diputación. Vamos, que los Manzanares Abadía contaban tan solo con solo novecientas pesetas para no perecer de inanición, salvadas de la incautación bajo una pila de antracita en la carbonera. Estaba claro que tendrían que adoptar decisiones drásticas para evitar dicha causa de fallecimiento… y otras más probables y apremiantes.

     La primera medida tuvo como sujeto pasivo a Ricardo, de quien por fortuna no se habían acordado todavía sus antagonistas del SEU[3]. Recién cumplidos los dieciocho años, estaba en condiciones de incorporarse como voluntario al Ejército, como subterfugio para eludir la persecución política más letal. Doña Pilar suplicó a tal efecto la influencia de su amiga Águeda ante su marido, el comandante Duque. Este, un poco a regañadientes, influyó para que lo destinasen a su batallón, que estaba a punto de partir para el frente de la sierra de Guadarrama. Con el tiempo, el comandante se dejaría ganar por la simpatía y disciplina de su recomendado y, notando que este no era bien visto por sus compañeros de unidad -falangistas muchos de ellos-, decidió trasladarlo a una sección mandada por un alférez provisional de su confianza, con la indicación de que procurara evitarle cualquier abuso o discriminación por ser hijo de quien era. El alférez Del Moral, en la vida civil un joven maestro, cumplió a las mil maravillas el encargo hasta el momento en que, en junio de 1938, fue herido en el frente de Levante, quedando inútil para el servicio. En fin, con la ayuda de las buenas gentes y de la baraka de los protegidos por los hados, Ricardo pudo sobrevivir a la guerra y reanudar su carrera de medicina al terminar aquella. Más adelante puntualizaremos algo a este respecto.

     Como su propio nombre auguraba, Doña Reme podía ser el remedio de la penuria familiar, siempre que lograse cobrar las bastante cuantiosas rentas de sus tierras en Villacontén, pero la pretensión le salió rana. Prevalidos de la precaria situación política de la dueña, sus colonos se llamaron andana y llevaron su tradicional morosidad hasta términos de abierta negativa a cumplir sus compromisos. Claro que cabía que la señora recurriese a los tribunales, pero los pocos abogados dispuestos a defenderla le pidieron por adelantado una elevada provisión de fondos, que le resultó imposible de pagar. En conclusión, que doña Remedios no remedió nada, sino que, a mayores, se agarró un berrinche -depresión la llamó su médico de cabecera-, que todavía redujo más los medios de la familia, con gran satisfacción de la farmacia a la que acudían a comprar los específicos recetados.

     Hubo de quedar, pues, doña Pilar como único sostén de la familia, y a fe que en ello cumplió como las buenas. De soltera y en los primeros tiempos de su matrimonio había sido su profesión la de costurera -para que no se incomode, digámosle modista-. Al nacer Alicia y mejorar el sueldo de su marido, fue reduciendo sus horas de aguja, limitando sus servicios a las clientas de más postín; y así, hasta que la posición política de don Néstor hizo inconveniente, en opinión de ambos, que su esposa continuara trabajando, esto es, ganando algún dinero. En consecuencia, al estallar la guerra, doña Pilar había abandonado la práctica de su oficio, al que inmediatamente hubo de recurrir, al apretarle el zapato de la estrechez. Pero una cosa es que quisiera volver a la costura -incluso anunciándose por palabras en El Noticiero- y otra que sus antiguas parroquianas volvieran a llamar a su puerta, con la que estaba cayendo. Clientas, amigas, vecinas, casi todas le volvieron la espalda, temiendo ser señaladas como afectas a una republicanota que tenía a su marido en busca y captura. Total, que tuvo que acudir, una vez más, a llorarle las penas a su amiga Águeda:

-          ¿No podrías echarme una mano hasta que salgamos del apuro?... No, si no te estoy pidiendo dinero, sino que tu marido influya en que me den a coser ropa para el Ejército.

     Por la dureza de las telas y por lo poco que pagaban y la rapidez que exigían, pocas modistas se prestaban a una tarea tan penosa. No obstante, Águeda rehusó:

-          Imposible, tratándose de ti y estando tu marido huido… o escondido. Si mi Faustino te recomendara, le montarían una bronca… Claro que… ¡espera! Me parece que he dado con una posible solución; pero seré yo quien ponga la cara por ti, a riesgo de que me la rompan.

     Dicho y hecho. Águeda habló con una de las destajistas que confeccionaban ropa militar y que no podían dar abasto con los encargos. En unos días y bajo cuerda, empezaron a llegar a casa de Pilar docenas de cortes de camisas, que esta se encargaría de ensamblar, así como de coser los botones y ojalar. A cambio, la generosa contratista le abonaría la mitad de lo que el Ejército le pagaba a ella. Si la subcontratada trabajaba no menos de doce horas diarias, sería probable que pudieran pagar el alquiler y comer caliente todos los días…

     Nos queda por pasar revista a la joven Alicia, a quien habíamos dejado saliendo de la estación de Castellar, camino de Lyon. Naturalmente, a estas alturas, ya ha llegado a su destino y, por descontado, conoce que el Alzamiento se ha producido y triunfado en Castellar. Pero, para saber de su familia y de lo que su madre espera de ella, tendrá que llegarle, vía Alianza Francesa y Madame Dumanoir, la siguiente carta, que el director de la Alianza en Castellar se ha encargado de que externamente lleve un sobre con el membrete de la institución. La misiva, que obra ahora en mi poder, decía así:

     Castellar, 25 de agosto de 1936.

     Queridísima hija:

     Aunque imagino la zozobra que habrás tenido en todos estos días por la situación de aquí y la forma en que podría afectarnos, no he querido escribirte hasta contar con la ayuda del señor Épinal, el director en Castellar de la Alianza Francesa, ya que, de escribirte nosotros directamente, de seguro que habría sido la carta interceptada por la censura del correo. Ahora, con la seguridad que me ha dado el director, me apresuro a escribirte, contándote, ante todo, cómo nos encontramos, para así liberarte en lo posible de toda preocupación porque nos hubiese alcanzado alguna desgracia.

     Comenzando por papá, te diré que el día antes del alzamiento decidió marchar de casa, en vista de lo que se avecinaba, y dirigirse a Madrid, donde supongo llegaría sin novedad, ya que en aquella tarde funcionaron trenes y vehículos de alquiler sin novedad. Es verdad que no he tenido noticias suyas -tal vez tú hayas tenido mejor suerte-, pero no es extraño, habida cuenta del estado de guerra y de encontrarnos en zonas contrarias. Quiera Dios protegerlo y que, en acabando esta guerra lo antes posible, volvamos a reunirnos sanos y salvos.

     De tu hermano Ricardo te diré que, para evitar peores contratiempos, se ha alistado en el bando nacional, siendo enviado enseguida a uno de los frentes. Ya he tenido una carta suya, que me produjo gran alegría, pues dice que le han destinado en el batallón que manda el marido de mi amiga Águeda, con lo que ello puede suponer de protección o, cuando menos, de que no lo maltraten por ser hijo de quien es.

     La abuela está bien, aunque triste por vuestra ausencia, y te manda un millón de besos y abrazos, con el consejo de que no te inquietes por nosotras, que estamos tranquilas y acomodándonos a nuestra nueva situación, sino que mires por ti y te quedes en Francia hasta que la situación por acá mejore.

     Yo comparto totalmente las palabras de la abuela. En efecto, como no andamos bien de dinero, he vuelto a coser y, no faltándome trabajo, tengo pensado coger a alguna ayudante -oficial o aprendiza-, para que me ayude. Mientras tanto, la abuela me echa una mano con la costura y con la casa, que ya sabes la maña que se ha dado siempre con la compra y la cocina. ¡Con decirte que habla de coger algún huésped, ahora que Castellar bulle de militares y de refugiados huidos de la zona republicana! Pero el apuro económico no es para tanto; de modo que, por ahora, las habitaciones de Ricardo y tuya quedarán como estaban, esperando ansiosas vuestro regreso.

     Y, hablando de tu retorno, papá y yo hablamos sobre ello al momento de separarnos y los dos llegamos al mismo acuerdo: Que no se te ocurra volver a España hasta que la miseria y la violencia de la guerra no den paso a la paz o, al menos, a una situación más segura y esperanzadora para ti. Ya que hemos tenido la suerte de que la guerra te pillara en el extranjero, debes quedarte ahí, con la completa tranquilidad de que no te necesitamos materialmente, sino que, por el contrario, tu regreso sería fuente de mayores preocupaciones.

     Te preguntarás qué opinará Madame Dumanoir sobre que prolongues indefinidamente tu estancia en Lyon. Sobre ello, Monsieur Épinal me ha asegurado que, dadas las circunstancias y tu relación con la Alianza Francesa, hablarán con Madame para que siga acogiéndote y, donde no, buscarán otra casa de confianza que te albergue. Claro que queda la cuestión económica, pues tu manutención no puede correr de cuenta de quienes te hospedan; pero sobre eso, por ahora, no hay ninguna angustia, ya que, por conducto de la Alianza, haré llegar a tu alojadora algún dinero que teníamos en casa para imprevistos y, cuando se acabe, irán llegando por el mismo conducto otras cantidades que salgan de la aguja y la máquina de coser, que trabajo no ha de faltar. De todos modos, papá me dejó para ti el encargo de que, de no poder seguir en Francia con los estudios, veas de emplearte en algún trabajo digno y propio de tu edad y conocimientos: Ya sabes cómo es él de riguroso y responsable para con sus hijos. Pero no adelantemos acontecimientos.

     Muchas más cosas querría decirte en esta, Alicia de mi alma, pero Monsieur Épinal me apremia a que le entregue la carta cuanto antes. Así que dejemos el resto para otra ocasión, cuando tenga la posibilidad de escribirte por el mismo conducto. Por tu parte, me dicen que puedes enviarme noticias tuyas cada cierto tiempo también a través de la Alianza Francesa, que me las transmitirán de inmediato; de modo que ya estoy contando los días que falten para tener ante mis ojos tu hermosa letra y tus noticias. Hasta entonces, recibe todo el amor de

     Mamá

     Hasta aquí, la carta. De sus reticencias y mentiras piadosas ya se habrán percatado ustedes, sin que yo tenga que resaltarlas. Sobre sus consecuencias, iremos conociendo con el transcurso de esta verídica historia.

 

 

3.  Una vida en dos países. Francia


     Es evidente que, desde que se inició en España la guerra civil, la vida de Alicia hubo de desarrollarse en dos espacios distintos, con indudable, aunque muy diferente, repercusión. De una parte, en la ciudad francesa de Lyon, la joven vivía su existencia, digamos, corporal, puesto que allí moraba y tendría que procurarse sus medios de subsistencia. De otra, su alma estaba puesta en la hispana Castellar, de donde, de tiempo en tiempo, le llegaban por conducto de la Alianza Francesa las cartas de su madre -¡solo de ella!- en las que le contaba a su modo los acontecimientos que afectaban a sus seres queridos. La buena de doña Pilar, con el objeto de inspirar a su hija tranquilidad y animarla a permanecer en Francia, le pintaba su situación de color de rosa, hasta un punto difícilmente creíble. Según ella, el taller de costura marchaba viento en popa, con la imprevista colaboración de doña Solita, una vecina con la que, por diferencias políticas, habían tenido hasta entonces una relación meramente formal, pero que, desde que había iniciado doña Pilar sus trabajos de confección, se había incorporado a ellos como si de una oficiala se tratase, llegando, por la frecuencia y solicitud de trato, a convertirse en una más de la familia. RIcardo, ascendido a cabo, había tenido por fin un permiso, que le había permitido comprobar que, aunque con varios quilos de menos, seguía estando animoso y con buena salud. Una salud que acompañaba también a la abuela, que llevaba las cosas de la casa, mientras ella se entregaba a las propias de una modista. ¿Y el padre?

Panorámica parcial de la ciudad de Lyon

     De papá –le contaba en una carta, a finales del treinta y seis-, sigo sin tener noticias, como es natural dadas las circunstancias, pero todo invita a pensar que, no solo haya salvado la vida, sino que se halle sano y salvo en la zona roja, lo que es de esperar, dados su prestigio y buena relación con el señor Azaña, quien, pese a todos los pesares, continúa siendo presidente de la República...

     De vez en cuando, verdadero o verosímil, alguna carta le traía a Alicia un dato concreto, que la hacía sonreír y recordar, como aquella en que se decía:

     A falta de los nuestros, hasta tenemos ya un hombre en la casa, lo que en estos tiempos es de agradecer. Se trata del señor Posidio –el bedel del instituto, al que tu hermano llamaba “la morsa”, por sus largos bigotes blancos-. El hombre, tan afecto a tu padre, venía por casa todas las semanas para ver si necesitábamos algo y, de paso, nos traía alguna verdura o unos huevos, del pequeño huerto con gallinero que se le toleraba tener en torno de su casa, ocupando un trocito del patio de recreo. Pues bien, al tener que jubilarse y perder por ello la vivienda oficial, como el pobre se quedó viudo hace un par de años y sus hijos viven fuera, tu abuela y yo le ofrecimos hospedarle en nuestra casa, empeñándose él en pagarnos una módica cantidad, acorde a lo corto de su pensión. Lo hemos colocado en la habitación de Ricardo, con el compromiso de que la abandonará cuando este regrese al terminar la guerra, lo que bien se está haciendo de rogar.

     Pero en lo que insistía doña Pilar en todas sus cartas era en la necesidad de que su hija permaneciera en Francia hasta el final de la contienda civil, conforme también con la voluntad expresada por su padre antes de huir. Alicia, de inicio, había discrepado francamente de tal decisión, no solo por el deseo de compartir el destino de su familia y ayudarla en lo posible, sino también por los gastos y complicaciones que una estancia indefinida en casa de madame Dumanoir podía ocasionarle. Sin embargo, con el tiempo y la ignorancia sobre lo que en Castellar acontecía, Alicia fue acomodándose a vivir en Francia, más allá, incluso, del término que le habían fijado sus padres. En el presente capítulo veremos qué sucesos fueron provocando este cambio en Alicia y cuáles fueron los acontecimientos más significativos de su vida en el país que la acogía.

***

     Madame Dumanoir, soltera y sin descendencia conocida, se había encariñado con Alicia, no solo por compasión, sino por la compañía que le hacía y los servicios, cada vez más frecuentes, que le prestaba, por más que tuviera una criadita de Bourg-en-Bresse, que poco más hacía que ir a la compra –con sisas dignas de La Menegilda[4] – y preparar desabridos guisos, que su señora definía jocosamente como el menú de supervivencia. En el colmo de la generosidad, la Dumanoir –a la que ciertamente no le sobraba el dinero por lo escaso de su paga como profesora de latín- intentó que Alicia se pusiera al día en francés de los conocimientos precisos para seguir los estudios de historia en la universidad lionesa. Finalmente y de mutuo acuerdo, hospedadora y pupila llegaron a la conclusión de que tal camino no era el más adecuado para una jovencita que, más pronto que tarde, habría de regresar a España, ni para una mentora que andaba escasa de fondos. En resumidas cuentas: Alicia, por lo pronto, decidió colocarse en algún comercio de la ciudad, previas gestiones y recomendación de Madame.

     Hablar español y tener una sólida base de ciencias naturales y de química, obtenida en su bien superado bachiller, le abrieron las puertas de la farmacia de Monsieur Roger Guimard, de la que la señora Dumanoir era buena cliente desde hacía décadas. Pronto se hizo Alicia con la confianza de su patrón, hasta el punto de ponerla a las órdenes directas suyas y de su viejo mancebo en aquellos puntos en que la farmacia se jugaba fama y honradez: la dispensación de las recetas que requerían un expreso control legal y la confección de aquellas fórmulas magistrales que tenían como principios activos sustancias que podían resultar fatales con una pequeña alteración de las proporciones aplicadas. La joven empleada despertaba la admiración del señor Guimard, y hasta la hilaridad, cuando, oscureciendo su voz hasta el punto de fingirla masculina, le repetía el conocido latiguillo aprendido de los clásicos[5]:

     Monsieur, nunca olvide usted que la clave de un veneno no está en la sustancia, sino en la dosis.

     Como en tantos relatos románticos, el patrón de la empleadita tenía un hijo algo mayor que esta. Se llamaba Gastón -consiéntame la tilde, a la española- y, como primogénito del dueño de un buen negocio, se preparaba para suceder en su día al padre. Quiere decirse que se hallaba finalizando la licenciatura en farmacia, la cual obtendría muy pronto, a juzgar por su aplicación y privilegiada memoria. A Alicia, que no había tardado en fijarse en él, le recordaba a su hermano: desde luego, no por ser buen estudiante, sino por sus inclinaciones hacia la política activa, bajo las siglas de moda en la izquierda francesa, de Frente Popular. Por su parte, Gastón pronto no tuvo ojos, además de para los libros de texto, más que para aquella bella española, exiliada por huir de la brutalidad fascista, y que, con su bata blanca y su simpático acento español, guardaba sin duda unas dotes intelectuales y de las otras verdaderamente muy notables.

     Pero a diferencia de los dramas románticos que desembocan en tragedia, los señores de Guimard –incluida la esposa, Martine- también veían con agrado el obvio interés de su hijo mayor por la joven española como ellos la nombraban en la intimidad. De modo que no tardó en quedar convenido tácitamente que el matrimonio de Alicia y Gastón tan solo habría de esperar a que el muchacho concluyese sus estudios. He aquí, pues, la explicación del cambio de actitud de la joven en cuanto a despedirse de Francia tan pronto los nacionales diesen buena cuenta –como ya se veía venir- de la resistencia republicana y de las Brigadas Internacionales, en las que los Guimard incluso tenían un primo combatiendo. Esa reticencia de Alicia por volver desde Lyon a Castellar hubo de hacerse explícita cuando, dos meses después de concluida la guerra en España, su madre le remitió por el conducto habitual, una nueva carta, en la que decía:

     No creas, querida, que no me ilusiona lo bien que te vas abriendo paso en Francia, aunque no haya sido en la forma académica que tu padre y yo imaginábamos para ti. Con todo, y sin negarte el derecho que tienes de procurar –aunque sigas siendo menor de edad[6]- tu felicidad en la forma que juzgues más justa, no puedo menos de exponerte sin ambages cuál es nuestra situación aquí. He de confesarte ante todo que papá falleció en mayo del treinta y siete, fusilado por los militares, aquí en Castellar, donde había permanecido escondido desde que estalló la guerra, logrando que su paradero permaneciese ignorado durante más de medio año. Si no te lo comuniqué, hija mía, fue por evitarte tan tremendo dolor siendo casi una niña, y no ponerte en la situación de intentar volver para acompañarme en tan triste trance, siendo así que ello solo te traería dolor y desprecios. Espero que comprendas mi decisión de haber buscado lo mejor para ti –como papá hubiese querido- y que, lejos del abatimiento y del odio, no tengas otros sentimientos que el orgullo por llevar su sangre, que otros injustamente derramaron, y el de ser digna de seguir sus pasos de honradez y humanidad.

     ... Nuestra común felicidad ha de ser el que tu hermano haya regresado de la guerra sano y salvo, convertido en todo un sargento licenciado con la consideración de adicto al Régimen, o algo semejante, lo que le permitirá proseguir su carrera de medicina y acabarla de manera más rápida que antaño. Quiero decir que, ante la falta de profesionales y la necesidad de premiar los méritos de guerra, el nuevo gobierno está dispuesto a abreviar la duración de la licenciatura, pudiendo aprobar dos cursos por cada año de estudio... No sabes lo cambiado que está, máxime sabiendo el sacrificio que tu abuela y yo estamos dispuestas a hacer para que logre su propósito y pueda fijar en el portal de nuestra casa –es un decir- la placa de doctor. Estoy segura de que el esfuerzo merecerá la pena y que pronto tendremos entre nosotras a un hombre nuestro, no como el bueno de Posidio, que ahora está acogido en el asilo, pues no estaba ya para poder valerse por sí solo -que Dios le dé pronto el premio que merece por sus bondades-; un Manzanares que mire por nuestra seguridad y nuestra hacienda, devolviéndonos con creces cuanto de sus antecesores recibió...

     La abuela -me mataría, si viese que te escribo lo que sigue- está la pobre cada día más achacosa, de manera que ya le resulta casi imposible ayudarme con la casa; en particular, está perdiendo rápidamente la memoria y lo que tu hermano llama pudorosamente el control de los esfínteres. Estoy pensando una vez más en recabar ayuda ajena y contratar a alguna criadita –una de tantas chicas que la guerra ha dejado prácticamente en la calle- para que me ayude, mientras yo me dedico a la costura -cada vez con mayor demanda, te lo aseguro-, aprovechando que el final de la guerra y la victoria del bando dominante en Castellar anima a las señoras bien a meterse en gastos, haciendo cada vez menos desprecios a quienes, aun siendo de la cáscara amarga, sabemos nuestro oficio y las servimos a buen precio y puntualmente.

     ... Con todo, Alicia querida, nada sería mejor, ni nos aportaría mayor felicidad, que tu regreso entre nosotros, en la seguridad de que, con tu actual experiencia y conocimiento del francés, podrías colocarte muy bien en Castellar, y hasta ingresar en la universidad, una vez que tu hermano acabe de gravarnos con sus estudios... De todos modos, leo entre líneas en tus cartas que ese hijo del farmacéutico, que es tan buen muchacho, podría ser “algo más” de lo que me das a entender, y vuestra relación pudiera terminar en campanas de boda. No deja de entristecerme que tu hogar termine establecido tan lejos de mí, pero lo primero es tu felicidad, y tiempo y medios habrá para el reencuentro y para contarnos todo lo mucho que no puede ni debe decirse por escrito, en momentos en que la sinceridad sigue proscrita por la censura y el temor.

     Toda la moderación y la conformidad que destilaba el último párrafo de esta carta no fueron suficientes para dejar de conmover a Alicia, y aún hacerle llorar. Ante su imaginación iban desfilando y perdiéndose en el horizonte su casa y su instituto; el tibio Enrique y el veraneo en Santander; las calles amigas de Castellar y aquel parque que guardaba los mejores recuerdos de su infancia, y, de manera recurrente, los rostros de su abuela y de sus padres, envejeciendo a través del tiempo, y hasta el de su hermano –que nunca fue santo de su devoción-, con el pelo engominado y la mirada insolente, tal y como quedó inmortalizado en la foto de estudio que le apeteció sacarse en el estudio Daguerre en las navidades del treinta y cinco. En suma, era su vida, en retazos aleatorios, pero entrañables, la que pasaba ante sus ojos llorosos, como si el hecho de no retornar a Castellar le hubiese hecho perder su sentido, convirtiéndola a ella en una paria, desagradecida y sin memoria.

     Hubo de ser Madame Dumanoir quien, ante su pronto de hacer las maletas y prepararse de la noche a la mañana para despedirse de afectos y trabajo en Francia, calmó sus ímpetus, con aquella capacidad de raciocinio que la hacía irrebatible.

     Alicia –la sermoneó pacientemente-, solo hay una razón sólida y atendible para que dejes plantado el futuro que te espera en Francia, por el regreso al pasado que significaría la vuelta a lo que dejaste en España hace tres años y que, por otra parte, la guerra ha destruido y reemplazado por un mundo oscuro y hostil. Esa razón –lo sabes bien- es la de no abandonar a los tuyos, la de ayudar a tu madre en sus afanes y penurias. Y eso lo puedes hacer desde Lyon mejor, incluso, que en Castellar. Recapacita: Eres una muchacha desacostumbrada a los trabajos duros de la casa y que desconoce casi todo de la profesión de la confección y la costura. Durante bastante tiempo serías para tu madre, más una carga, que una ayuda efectiva. ¿Qué necesitan en el fondo tu madre y el resto de la familia para salir adelante? Solo una cosa, que tú puedes hacerles llegar desde Francia: dinero. El dinero que tú ganas y tienes ahorrado. Con eso, tu madre podrá conseguir servicio; tu abuela, atención médica y reposo; tu hermano, ayuda para sus estudios, aunque mejor haría en procurársela él, trabajando para mantenerse...

     No todo es cosa de dinero –replicó Alicia-. También están la soledad y la tristeza en que dejo a los míos con mi ausencia.

     Ninguna madre que ame a sus hijos se sentirá de verdad sola y triste porque estos vuelen y busquen su destino y su felicidad. Así sucede con la tuya, que ya ves cómo te anima en tus propósitos matrimoniales, aunque lamente –como es humano- que vayas a residir tan lejos de ella. Es ley de vida y tú no buscaste que el amor brotara tan lejos de Castellar. Además, está Gastón. También tienes con él, no solo una deuda de cariño, sino de justicia. No puedes abandonarlo por el simple hecho de que esté hecha su vida a orillas del Ródano..., como lo está la tuya, si de verdad lo quieres.

     Alicia empezaba a vacilar. Madame comprendió que lo mejor era dejar que madurase su decisión, pero aún agregó lo siguiente:

     Vuelve a dejar en el armario tu equipaje y tómate unos días para recapacitar. Relee cuidadosamente la carta de tu madre y, sobre todo, habla con Gastón y exponle tus inquietudes. Cada cual tiene sus deberes y su conciencia, pero los que se aman han de habituarse a comunicarse todo y a tomar en común las más graves decisiones que a ambos atañan.

     De aquella charla crucial surgieron, en efecto, las resoluciones que marcarían el inmediato futuro de Alicia. Gastón y ella se prometieron en matrimonio. Los Guimard se ofrecieron para ayudar económicamente a doña Pilar en cuanto fuese necesario. Y Alicia permaneció en Lyon, creyendo que ese habría de ser su destino definitivo. Pero, por suerte o por desgracia, la guerra volvió a torcer las vidas y los destinos de los jóvenes; en nuestro caso, los de los jóvenes franceses. A comienzos de septiembre de 1939, empezaba la Segunda Guerra Mundial, con Francia como uno de los principales beligerantes. Gaston fue llamado a filas y movilizado al frente. De común acuerdo, Alicia y él optaron por aplazar los planes de boda por algún tiempo.

*** 

     Entre septiembre de 1939 y abril de 1940, los franceses empezaron a dudar sobre si aquella guerra que habían declarado a la Alemania nazi sería un sueño o una broma: Tanto es así, que se referían a ella con el divertido apelativo de drôle de guèrre[7]. Incluso en la familia Guimard se habló de fijar una fecha para la boda, aprovechando alguno de los breves permisos que Gastón recibía para ir a ver a la familia. Alicia escribió directamente a su hermano para que averiguase las posibilidades que habría de que las autoridades españolas diesen un visado, al menos, a doña Pilar, a fin de que pudiera asistir a la boda. Ricardo cercenó cualquier intento de consulta, manifestándole que mamá, con harto dolor de su corazón, descarta el viaje por sus múltiples dificultades prácticas y la situación de guerra en Europa, considerando preferible que, cuando buenamente podáis, viajéis vosotros a Castellar, para conocer al novio y poder abrazarnos al fin, después de tantos y tan tristes años. En cualquier caso, la sugerencia de Alicia quedó muy pronto en agua de borrajas, como vamos a comprobar a continuación.

     En el mes de mayo de 1940, cual si de un rayo se tratase, la guerra azotó por fin la tierra francesa. En apenas tres meses, las tropas alemanas dominaron Francia y el improvisado y discutido gobierno de esta, encabezado por el mariscal Pétain, hubo de firmar un armisticio[8] que, por un tiempo, supuso que una amplia zona del este y sur del país quedó libre de ocupación formal por las fuerzas teutonas. Precisamente, la ciudad de Lyon quedó dentro de dicha zona, como su población más importante, aunque la capital de ese simulacro de Estado Francés radicó efectivamente en la coqueta villa balnearia de Vichy.

     Al cesar las hostilidades en Francia, buena parte de los integrantes del derrotado ejército galo fueron hechos prisioneros e internados en campos de concentración o de trabajo en territorio alemán, de donde no regresarían –los que lo consiguieron- hasta cuatro años después. Gastón fue de los afortunados que, ante la descomposición de su unidad y lo inevitable de la derrota, se despojó del uniforme y, tras múltiples avatares que él nunca reveló –en los que parece tuvo un significado positivo su conocimiento farmacológico-, apareció una dichosa tarde de agosto del cuarenta por su casa lionesa, aunque de tal guisa y desmejoramiento, que costaba reconocerlo.

     Monsieur Guimard, ante lo llamativo y ominoso de la deserción filial, optó por adoptar toda clase de prevenciones. Tuvo primero al prófugo escondido durante unas semanas en el desván de la casa, sin informar de su presencia ni siquiera a Alicia, que ya lo creía prisionero de los nazis, Dios sabe por cuánto tiempo. Luego, normalizada la situación política en la zona no ocupada, Gastón pasó a ocuparse de la botica, como segundo titulado de la misma, liberando a su fatigado padre de buena parte del trabajo. Finalmente, cuando aquel malhadado 1940 tocaba a su fin, los Guimard accedieron a lo que ya no podía esperar más y, con poco anuncio y afluencia solo de los más íntimos, se celebró en la alcaldía la ceremonia nupcial de Gastón y Alicia, no sin un buen regalo para quien la autorizó, para que cerrase los ojos ante los varios óbices administrativos que la nacionalidad y la menor edad de la novia suponían. Le faltó tiempo a Alicia para notificar a su familia de sangre la buena noticia, atreviéndose a acompañar la carta con una certificación del enlace, por si fuera posible que el mismo quedase reflejado en el registro civil español: vano intento, ya por insalvables deficiencias de derecho, ya por el poco interés de Ricardo en llevar las gestiones hasta los ministerios de Madrid, como un oficial del registro castellarense le sugirió.

     Antes he escrito con cierta malicia que el matrimonio de Alicia y Gastón ya no podía esperar más, y me temo que ustedes lo hayan entendido de forma equivocada. Si algo quedó convenido desde un principio entre los jóvenes es que evitarían tener hijos mientras durase la guerra. Fue algo que, por el momento, decidieron mantener dentro de la intimidad de la pareja, pero que de algún modo, años después, Alicia reveló a una amiga, cuando ya nada importaba aquel llamativo pero sensato acuerdo, y de la confidente, por el conocido método del boca a boca, acabó por llegar a mis oídos. Mi divulgación del hecho es aquí disculpable, pues el mismo está íntimamente relacionado con la vida y la muerte de Gastón Guimard y, por ende, de Alicia. Les explicaré el porqué.

     Ya he dejado dicho que, en sus años mozos de anteguerra, Gastón era un estudiante comprometido con sus ideas políticas, coincidentes, en más o en menos, con las del Frente Popular. El peligro nazi, la guerra franco-alemana y su propia fuga del escenario de los últimos combates de la misma, dieron lugar a que el joven, aun recién casado y con responsabilidades profesionales, estuviera dispuesto a compartir los riesgos y las actividades en que muy pronto –tanto, como mediados de 1941, como máximo- asumirían numerosos patriotas franceses, ya bajo las rojas enseñas del partido comunista, ya bajo las tricolores con la cruz de Lorena de los seguidores del general De Gaulle[9]. Alicia fue debidamente advertida de ello por su marido y, ante el grave peligro que suponía la adhesión a las fuerzas de la llamada Resistencia, Gastón juzgó conveniente no tener hijos mientras durase la guerra. Alicia, que comprendía lo ilusorio de intentar apartar a Gastón de la lucha armada, aceptó de buen grado tal espera, fácilmente practicable con los conocimientos y medios que un farmacéutico tenía a su disposición.

     Abreviemos el desarrollo de los acontecimientos. En fecha de 1943, que no me ha sido dado precisar, un comando de resistentes asaltó en Villeurbanne un cuartel de la Milice Française[10], con el objetivo de robar cuantas armas pudieran. El tiroteo que se produjo entre asaltantes y policías de guardia ocasionó el fallecimiento de Gastón. Era un suceso perfectamente previsible. A menos, Alicia estaba convencida de que, en aquel juego de héroes contra villanos, Gastón tenía pocas posibilidades de sobrevivir. El propio patriota debía de convenir en ello, toda vez que había imaginado la soledad y desvalimiento de Alicia en aquella Francia gris y miserable, y, de conformidad con sus deseos –que llegarían a ser su testamento-, todos –padres y esposa- habían aceptado lo que Gastón les proponía: mantener unida a aquella familia durante la guerra, como si él no les faltase. Luego, que Alicia decidiera el camino a seguir, contando en todo caso con la ayuda de los Guimard. Y así se cumplió, entre el luto y las expectativas imaginarias, los dos años que aún duró la guerra.

     De lo que luego fue de Alicia, valdrá más que tratemos más adelante, pues antes –aunque casi lo hayamos olvidado- habré de escribir acerca de lo que simultáneamente aconteció a los Manzanares de Castellar o, por así decir, de cuanto acaeció en el lugar en que Alicia había dejado su alma, viviendo una vida que solo en parte le fue entonces conocida.

 

 

4.  Una vida en dos países. España

 

     La familia Manzanares siempre mantuvo una prudente reserva sobre lo acaecido en el tiempo que su cabeza, don Néstor, permaneció escondido en una casa amiga de Castellar, tratando de evitar la prisión y casi indefectible condena a muerte. Por supuesto, no tenía sentido –por público y notorio- ocultar que el hogar que lo acogió –como ya he dicho- fue el de don Agustín Valladares y familia; un lugar muy bien pensado para ocultarse, ya que las relaciones de parentesco y de amistad que unían a Valladares y Manzanares no parecían a terceros lo suficientemente íntimas, como para correr aquellos el riesgo de ser severamente castigados como encubridores. De aquí nacían las primeras habladurías sobre el caso, poniendo en duda el altruismo de los hermanos castellarenses de don Néstor, o de los de su esposa, que vivían en un pueblo a escasa distancia de Castellar... Descarten ustedes tales infundios: Sé de buena tinta que había mediado un previo ofrecimiento de refugio por parte de don Agustín si llegare a precisarlo su amigo don Néstor para salvar su vida. El albergue, pues, estaba pronto, aunque con la esperanza de que lo fuese por pocos días: los justos para que el gobierno republicano impusiera su autoridad o, en el peor de los casos, pudiese el profesor dar el salto a la otra zona, o quién sabe si a Francia o a América, como lo logró con la ayuda de sus parientes gallegos el dentista Fagúndez, quien salió de Castellar primorosamente disfrazado de mujer y se mantuvo de tal guisa hasta embarcarse en La Coruña. Mas esos pocos días estaban llamados a convertirse en semanas, en meses, en años...

     Incertidumbres..., habladurías... Como la de qué manera, y por conducto de quién, doña Pilar hizo llegar a su marido la ropa indispensable para que pudiera mudarse de la mínima que don Néstor había llevado consigo en un maletín. O la de cómo pudo mantenerse un sepulcral silencio sobre la presencia del enclaustrado en una casa donde, además de don Agustín y su esposa Veneranda, moraban una hija jovencita, oficinista de la Confederación Hidrográfica, y una criada de las de toda la vida, sin duda digna de plena confianza, pero charlatana como la que más. Y, sobre todo, aquello de la escena del mirador, que los Manzanares describían de manera tan vívida, como si la hubiesen visto representada en alguna comedia de enredo en el teatro Alarcón.

     Pero volvamos a la cruda realidad, descrita con la objetividad que exigen los hechos históricos. En un capítulo anterior se aludió a los reiterados esfuerzos que realizaron la policía y sus adláteres para arrancar a los Manzanares el paradero de don Néstor: algo de lo que, por principio, solo estaba al tanto doña Pilar y estoy por asegurar que de su boca no salió palabra, ni siquiera para informar a Ricardo o a doña Reme. Y, aunque la esposa del fugado trató de hacer creer a los investigadores que su marido podría haber tomado un tren para Madrid a mediodía del último día de paz, aquellos acabaron por descartar tal posibilidad, al no haber sido visto el supuesto viajero en la estación, ni adquirido el billete preciso para acceder a andenes y montar en el convoy. Ítem más: Algunas personas decían haber visto a don Néstor acudir a la reunión de autoridades que a media tarde había convocado el gobernador civil, con vistas a adoptar las resoluciones más eficaces para cortar en Castellar el levantamiento armado que entonces se iniciaba. Incluso algunos vecinos decían haber oído, hacia las diez de la noche a don Néstor saliendo del portal. En resumen, las nuevas autoridades de Castellar, así como sus agentes y esbirros, llegaron a la conclusión de que don Néstor difícilmente habría podido salir de la ciudad, sino que se habría escondido en casa de algún conocido. A tenor de esta convicción, iniciaron sus pesquisas y registros. Y, conforme estos –iniciados en los domicilios de sus familiares y amigos más íntimos- iban resultando infructuosos, los gerifaltes tornaron el enfado en indignación, acuciando a sus subordinados para que dieran con el único pájaro de mayor cuenta que había volado. Tenían razón: El resto de la bandada de las primeras autoridades de izquierdas –y aún de otras, que no eran primeras, ni particularmente izquierdistas- había sido cazado en los primeros días a escopetazos, no siempre con el debido permiso de caza expedido por la autoridad judicial militar.

     Y vamos ya con la escena del mirador. Hacia mediados de agosto del 36, tocó el turno de los registros en los lugares sospechosos a la casa de los Valladares. En aquel momento la policía no había sido todavía apremiada por los dirigentes políticos y aún se hacía acompañar por aquellos falangistas que, lejos de luchar en los frentes, gustaban de operar en la retaguardia, satisfaciendo sus ansias de venganza o de botín. Quiere decirse que la pesquisa no pasó de lo rutinario y, si algún exceso hubo, no fue para sacar de su escondrijo al posible emboscado, sino para desparramar por los suelos o hacer trizas ropas y cristalería. El hecho es que don Néstor no apareció y la vivienda de la calle de Moyano ostentó desde entonces en el pertinente expediente policíaco la indicación de registrada con resultado negativo.

     La segunda vuelta se llevó a cabo en enero del año siguiente, 1937. Para entonces, la búsqueda del desaparecido presidente de la Diputación se había hecho apremiante, por la simple razón de que era la única pieza importante que faltaba por cobrar y los cazadores se sentían ridiculizados por su fracaso en conseguirla. Los Valladares volvieron a recibir la visita de los agentes –ahora, sin la inestimable cooperación de los activistas de la camisa azul[11]-. El registro, a diferencia del anterior, se realizó –vaya usted a saber por qué- a primera hora de la noche, resultando ser tan ineficaz como el anterior. Al final del mismo, los ocupantes del piso fueron conminados con las penas del infierno si, por un casual, resultare que el señor Manzanares acabara por ser hallado dentro de la casa, a lo que la veterana tata de la familia replicó rezongando:

     Si los señores policías no han dado con él en dos ocasiones, a lo mejor es que ese señor Manzanares se ha convertido en fantasma, con sábana y todo.

Miradores (foto de M.A. Aguadilla)

     Aparte del pertinente bofetón, propinado por el amostazado sargento de Seguridad que dirigía la diligencia, la criada recibió una buena reprimenda de su señora, alarmadísima, al parecer, por aquello de imaginar a don Néstor envuelto en una sábana. La tata, con esa confianza que dan los años de servicio y la común complicidad en algo peligroso, hizo caso omiso de la filípica y replicó en tono crítico:

     Lo que es, si los policías siguen viniendo, acabarán por encontrar al fantasma, y mal nos va a ir a quienes lo hemos dejado quedarse tanto tiempo en esta casa.

     Don Agustín barruntó el peligro de que la sirvienta acabase por cantar y optó por quitar hierro la situación:

     No es de esperar que vuelvan, tras dos registros infructuosos. Y, de todos modos, como cabeza de familia y responsable de lo que pase en esta casa, el único que se la juega soy yo. Es lo que viene sucediendo en casos parecidos. Recordad, incluso, el caso del concejal que se escondió en casa de las hermanas Rubiales, primas suyas: Cuando lo encontraron, ellas libraron con una quincena y un corte de pelo al cero.

     Y con que se quedaran sin la clientela que tenían antes –intervino Lucita Valladares-, que dicen que no ha vuelto a entrar por la puerta de su mercería ni un alma.

     Don Agustín y doña Veneranda se miraron de soslayo. El frente común inexpugnable parecía empezar a cuartearse.

     Bueno, bueno –opinó el primero-, que no cunda el desánimo. Quizá tenga razón Emilia y estemos rebasando los límites de lo razonable, tentando a la Providencia. Hablaré con Néstor y veremos qué pueda hacerse para bien de todos.

     Enfatizó estas dos últimas palabras, de forma que fuesen recta y certeramente comprendidas. Incluyo entre los buenos entendedores al huésped que empezaba a ser indeseable y que, después del susto de la intromisión policial, se había quedado deambulando por el pasillo, tratando de tranquilizarse tras el cerote. Por ello, cuando su amigo le dijo después de la cena que tenían que hablar, Don Néstor tomó la iniciativa y, tras un sólido aporte de razones para ello, les aseguró que estaba presto a abandonar aquel bendito refugio, librando a sus benefactores del daño que, de no hacerlo, acabaría por alcanzarlos a todos. Tan solo les pidió paciencia –no más de un par de semanas- para tratar de preparar su salida, con la ayuda de su esposa, a quien haría llegar una nota explicativa por el conducto habitual –expresión confirmativa de que, de algún modo, se comunicaron don Néstor y doña Pilar durante la reclusión de aquel-. Emocionados, los dos amigos se abrazaron en presencia de las tres mujeres de la casa, dado que –seguro que por casualidad- la tata entraba en ese momento en el comedor con la tortilla de patatas, segundo plato indefectible en la cena de los Valladares.

     Para desgracia del recluso, no hubo tiempo de preparar la descubierta. El miércoles, 3 de febrero de 1937, se realizó el tercer registro en la casa de los Valladares. Para perplejidad de todos, los policías fueron directamente al mirador con que el despacho de la vivienda se asomaba a la calle, púdicamente celado por una cortina de viscosa blanca, guarnecida a ambos lados por unos pesados cortinones de terciopelo carmesí, lo bastante largos y cumplidos como para poder envolverse en ellos una persona, sin dejar apariencia externa de ello. Esa persona era a la sazón don Néstor Manzanares, quien, como un cordero bien mandado, se dejó detener sin un ademán ni una palabra. Mejor dicho, con cuatro palabras: ¿Puedo llevar un abrigo?

     Hasta aquí, tal vez con mayor prolijidad de la debida, la escena del mirador, como por tradición oral ha llegado hasta nosotros. Pero para saber qué otra persona estaba detrás de la repentina ciencia infusa de los policías, habremos de llegar mucho más cerca del final de esta historia. Las reglas de una aceptable narración de misterio no permiten otra técnica.

***

     Doña Pilar, contra toda lógica empírica, mantenía la esperanza de que su marido librase la última pena, a causa del tiempo que ya iba transcurrido desde el principio de la guerra. Vana expectativa para quien leía diariamente El Noticiero y podía constatar cómo, tras una relativa pausa otoñal, diciembre había sido el mes más sangriento en los consejos de guerra, y nada hacía presagiar mayor benevolencia de los tribunales, como no fuera porque los reos que ante ellos comparecían eran cada vez de menos notoriedad. Pero no era ese, sin duda, el caso de don Néstor, el último pájaro de cuenta, máxime después de la lata que había dado para echarle mano. Quienes manejaban los hilos del proceso decidieron, para empezar, tomarse con calma su tramitación sumarísima y demoraron tres meses la celebración del juicio, durante los cuales doña Pilar apenas fue autorizada un par de veces a comunicar con su marido, ya que los paquetes con víveres y ropa presuntamente le eran entregados por conducto de sus carceleros. El preso, aunque demacrado y con bastantes quilos menos que en la primavera precedente, se mostró ante su esposa tranquilo y preocupado tan solo por la suerte de su familia. Al confirmarle que Ricardo seguía pegando tiros con buena salud y que Alicia permanecía sin novedad en Francia, se sintió muy aliviado y recomendó a su mujer:

     Por mucho que te cueste –y bien que lamento que trabajéis como azacanas-, no traigas a la niña a este antro de opresión y de muerte, hasta que acabe la guerra. No te preocupes por mí, que ya tengo mi destino marcado y solo me remuerde la conciencia por dejarte desamparada; pero eres fuerte y no habrás olvidado lo primorosa que eras con la aguja. Y dile al bueno de Posidio que le agradezco en el alma su gesto, que me compensa en parte de la ingratitud de tantos.

     Como muestra de exhibicionismo –si no de ludibrio-, el consejo de guerra de don Néstor se celebró en el salón de sesiones del palacio de la Diputación, donde tantas veces había él presidido los plenos de la institución. Esa vez, el lunes, 10 de mayo de 1937, le correspondió presidir al teniente coronel que venía haciéndolo habitualmente en Castellar desde hacía unos meses, ocupando Néstor –los acusados perdían el don, por ley o por costumbre- el banquillo, flanqueado por dos guardias civiles armados. Del juicio dio escueta y puntual reseña El Noticiero del día siguiente, en estos términos:

Juicio al antiguo Presidente de la Diputación

     A las once de la mañana del día de ayer, se celebró el consejo de guerra contra Néstor Manzanares Setién, que fue hasta el 18 de Julio presidente de la Diputación Provincial de Castellar. Leído el apuntamiento y practicada prueba testifical, el Señor Fiscal solicitó la pena de muerte por delito de rebelión militar, acogiéndose el defensor a la benevolencia del tribunal. Tras la oportuna deliberación, el Consejo de Guerra condenó al señor Manzanares a la pena capital, elevándose la sentencia la la Autoridad Militar para su confirmación.

     No haré apostillas a esta nota de prensa que, como todas las de su especie, era redactada y remitida para su publicación por la oficina de prensa del Gobierno Civil, o del Militar. Solo quiero recoger el contenido de la última palabra del reo, que algunos tomaron como de mal tono en quien estaba a merced de la clemencia ajena. En efecto, doña Pilar, asistente al juicio, grabó en su mente las palabras de su marido:

     Pido al tribunal sea benévolo cuando juzgue a don Agustín Valladares, que me acogió en su casa, no por afinidades políticas, sino por pura amistad. En cuanto a mí, solo pido que me ejecuten lo antes posible, para abreviar el sufrimiento de mi familia, cuya triste suerte es el único cargo de conciencia con que me iré de esta vida.

     Un poco largo, quizá, como para que no cortase secamente la perorata el colérico señor presidente, pero su esposa lo recordaba así, e incluso lo transcribió de su puño y letra en una cuartilla que, como preciada reliquia, guardó toda su vida. Pero larga o breve, la petición de don Néstor no fue del todo atendida pues la sentencia tardó casi tres meses en ejecutarse; una demora excesiva para deberse tan solo a los trámites legales indispensables[12], y que sugiere cierta vacilación a la hora de cumplir el fallo. Ni que decir tiene que, durante aquellas semanas, doña Pilar y su madre se echaron a la calle e iniciaron una desesperada búsqueda de recomendaciones y peticiones de clemencia que, cuando no terminaban con la puerta en las narices, se acogían a la disculpa de que no conocían a nadie que tuviera mano en asuntos como aquel. Con todo, alguien habría de corazón más generoso, que apoyase el indulto solicitado por la esposa, pero no me constan nombres ni cargos. En cualquier caso, la clemencia no llegó y, tras la dramática despedida de doña Pilar y de su madre en la tarde anterior, don Néstor fue fusilado en la campa de San Severo en la madrugada del día 3 de junio de 1937, festividad de Santa Clotilde.

     He recogido poco antes el emotivo recuerdo que tuvo don Néstor para su amigo Agustín el día del juicio, completamente merecido, por cierto. Por aquel peligroso y prolongado gesto de acogimiento, el señor Valladares fue condenado a doce años de prisión mayor. Como era habitual en aquellos días, en que urgía aliviar la carga de presos hacinados en las prisiones, la privación de libertad quedó reducida a tres años y medio, obteniendo la libertad condicional para las ferias castellarenses de 1940. Ciertamente, aunque fuera una alegría, la cosa no era como para celebrar los festejos: Agustín salió de presidio con infiltrado tuberculoso, expulsado del cuerpo del magisterio y desterrado de Castellar por un año, a no menos de cien quilómetros de dicha ciudad. Con el tiempo, don Agustín se repondría de la tuberculosis, y hasta se emplearía como contable de los Almacenes El Águila, pero solo él y su esposa sabían lo que tuvieron que sufrir por su bondad. A fuer de sinceros, habremos de convenir en que llevaba razón la tata Emilia en lo que repetía una y otra vez, al morir don Agustín en el año cuarenta y nueve:

     Si hay Gloria, el señor –con minúscula- está en ella.

***

     Poco a poco, hemos enlazado con lo que Alicia fue conociendo por las cartas de su madre, de las que ya tenemos noticia. Tan solo nos falta dar un par de pinceladas en el cuadro de los Manzanares para tener completo el panorama que la joven ha de encontrar, para el caso probable de hallar un motivo que la impulse a abandonar su exilio francés y regresar a sus raíces hispánicas, ahora que tanto sufrimiento y desastre se encuentra en un país como en el otro, por mor de las guerras. Y la verdad es que el acabado de ese retrato de los Manzanares con guerra al fondo no resulta particularmente halagüeño.    

     Comencemos por referirnos a Ricardo Manzanares, el hombre de la casa, en quien doña Pilar fiaba la fortuna de esta tras el sacrificio de financiar su carrera de médico. El joven, en efecto, madurado al sol de la contienda, olvidó sus prístinas inclinaciones políticas y la bohemia de la vida estudiantil de preguerra, tardando apenas tres años y medio en convertirse en un doctor, con vocación por la pediatría. Mas simultáneamente ennovió con una atractiva y enérgica muchacha, llamada Begoña Bermúdez, de conspicua familia de derechas castellarense, de las de toda la vida. Bueno, lo de conspicua merecería, tal vez, una aclaración y nadie mejor que doña Reme, la abuela de Ricardo, para hacerla, con la sinceridad y vehemencia que siempre la caracterizaron, hasta sus últimos días, que ya estaban discurriendo:

     Hija –le comentaba a doña Pilar-, tú dirás lo que quieras, pero me da en la nariz que Ricardo lleva camino de hacer una buena boda, pero también de dejar a su familia en la estacada. Y no me refiero solo a que emparente con esos estraperlistas de derechas, avergonzando la memoria de su padre, sino a que, si estás confiada en que el chico nos eche una mano para salir del hoyo, puedes esperar sentada.

     No le ocultaré, madre –repuso doña Pilar-, que en ciertos aspectos no es la chica que yo hubiera querido para Ricardo, pero, de eso a pensar que lo vaya a apartar de nosotras, incumpliendo sus deberes de hijo...

     Si no es cosa de él ni de ella, mujer –aclaró doña Reme-, sino de los Bermúdez que, como nuevos ricos y adictos al régimen, harán todo lo posible para no tener nada que ver con nosotras. Por respeto a la voluntad de su hija, o por darse pote con un médico de porvenir en su familia, han transigido con aceptarlo por yerno, pero ya verás como ha sido con la condición de que, tras él, no vayamos nosotras.

     Doña Rita titubeaba a la hora de dar la razón a doña Reme, tratando –como madre que se precie- de disculpar al hijo y echar sobre la nuera la tierra de los defectos y desencuentros:

     Bah, madre, eso son aprensiones suyas. A fin de cuentas, Ricardo es ahora un hombre de carácter y, poniendo a Begoña en su sitio, sabrá comportarse como debe y le ha sido enseñado.

     Dios te oiga, hija –concluyó doña Reme-, pero no esperes mucho de mi nieto, si no quieres sufrir una decepción morrocotuda.

     Ya en el dormitorio aquella noche, rememorando la precedente conversación, la abuela no pudo evitar un pensamiento, que llevó hasta sus labios en un susurro:

     Alicia, que seguro que querría, no puede. Ricardo, que puede, no querrá. En cuanto yo cierre el ojo, ¡menuda vida de soledad le espera a mi pobre hija!

     En fin, parte del presagio de la anciana tuvo su confirmación dos años más tarde, cuando Ricardo marchó para Madrid, contratado por el prestigioso Hospital del Niño Jesús. Como decía muchos años después quien tenía buenos motivos para saberlo:

     Aquella marcha tuvo mucho de fuga, de escapar de su pasado y de las contradicciones entre aquel y su presente. Es comprensible. Pero nada disculpa el que se despreocupara de su familia por la sangre, a la que apenas ayudó a partir de entonces en lo económico y nada en lo moral. Dicen que, al final de su vida, sufrió muchos remordimientos y hasta escribió una breve y sentida biografía de su padre, al cumplirse los cincuenta años de su ejecución. Pero lo que es su madre, murió con la aguja en la mano, víctima de un cáncer y del terrible tratamiento de radioterapia de antaño. Acababa de cumplir los sesenta...

***

     La abuela Reme no tardaría en fallecer, allá por el año 45, con el tiempo justo de despedir a su nieto cuando partía para Madrid. Si se percató, o no, de la confirmación de sus oscuros presentimientos, es cosa que puede ponerse felizmente en duda pues, al decir de uno de los asistentes al velatorio, la pobre señora ya estaba más pallá que pacá. De ser así, mejor para ella.  

     Doña Pilar dio tierra a su madre y evitó informar del fallecimiento a Alicia, para no condicionar sus decisiones. Tengo para mí que la señora tendría presente la conducta de Ricardo, para no cargar sobre los hombros y la conciencia de su hija lo que el hermano bien que podía hacer y no asumía. O acaso –seamos optimistas por una vez- se sintió fuerte y segura, gracias a lo que iba mejorando paulatinamente su situación monetaria, según la guerra civil se alejaba y, con ella, la miseria de los modestos y el desprecio de los vencedores pudientes. Así que doña Pilar optó por contratar a una segunda oficiala y puso la marcha de los asuntos domésticos en manos de una criada fija, recomendada por la tata Emilia, la de los Valladares, para que le sirviese de ayuda y de compañía.

     Y con esto podemos retirar el cuadro del caballete y mandarlo a enmarcar. Recuerden: Es el año 1945, aquel en que concluyó la Segunda Guerra Mundial. A partir de ahora, mi historia deja de estar condicionada por avatares bélicos bien reales, para sufrir el acoso del mundo de los espíritus. Aunque, a fin de cuentas, ¿están los muertos fuera de la realidad? Yo no sabría qué decir, ni es mi obligación pronunciarme. Solo soy la modesta narradora de la presente historia.

 

 

5.  El regreso de Alicia


     A poco de producirse la muerte de su esposo, Alicia empezó a tener de forma recurrente un sueño, de visión cada vez más precisa. Don Néstor, su padre, se le aparecía y rogaba que volviese a España para hacerle justicia. Un psiquiatra habría interpretado con facilidad el caso como un ejemplo del síndrome de Hamlet[13], aunque ese diagnóstico tenía en Alicia una objeción no desdeñable: la joven no había vuelto a leer dicha tragedia desde los ya lejanos tiempos del bachiller. Por otra parte, en su sueño no se producía el necesario diálogo entre el aparecido y la protagonista; de modo que mal podía esta conocer quién, o quiénes, eran las personas sobre las que habría de “hacer justicia”, ni cuál era la maldad o delito concretos que debería ajusticiar.

     Como es natural, Alicia experimentó ante su repetido sueño sentimientos sucesivamente más intensos. La sola visión onírica del padre engendró en su ánimo una triste inquietud, que no acababa de superar, por más que se dijera una y otra vez que los sueños sueños son, máxime cuando –por ocultación del hecho por su madre- no sabía que su padre había muerto, si bien lo presentía. Pero, cuando recibió en el año 45 la carta en que doña Pilar le informaba de la ejecución de su padre, la mera inquietud se convirtió en angustia. Empezaba a ver claro qué era lo que el espectro de su padre podía pretender de ella, por más que todavía le faltasen los necesarios detalles. Fue entonces cuando paró mientes en la vieja historia del príncipe de Dinamarca y en la probabilidad de que la identidad de los personajes sobre los que hacer de justiciera estuviesen ligados a la muerte de su padre con el estigma de la traición.

     Con todo, Alicia tenía poderosas razones para mandar a paseo a aquella inoportuna alma en pena, por más que fuese la de su querido padre. Para empezar, un sueño, por insistente que sea, no tiene por qué ser otra cosa que el fruto de un subconsciente calenturiento. En segundo lugar, de ser una llamada de su padre desde el otro mundo, parecía obvio que lo que pretendía de ella era, lisa y llanamente, imposible, mientras gobernasen en España las autoridades que la guerra civil había instaurado en España, a saber por cuántos años. Puesta a tomar cada vez más en serio su sueño, Alicia argumentaba ya en términos prácticos y se decía que, con Francia victoriosa de los nazis y hostil hacia la España de Franco, malamente iba a poder pasar la frontera una exiliada de izquierdas, con un mandato de hacer justicia frente a las personas que fusilaron a su padre.

     De la ética y la sensatez de nuestra protagonista da cumplida prueba la razón por la que, en principio, decidió descartar la toma en consideración de la petición espectral. Mi padre –se decía- era un hombre recto y nada violento: Nunca osaría pedir a su hija que cometiese un grave delito o, cuando menos, una barbaridad moral. ¡Ojalá que Alicia hubiese persistido en esa certera deducción, aunque con ello nos hubiésemos quedado sin historia!

     Fue esa argumentación moralizadora la que hizo que Alicia superase en parte sus angustias y, como algo curioso y ya pasado, se sincerase con Martine, su suegra, y le revelase su visión a la enésima vez que esta hubo envenenado su sueño[14]. Seguramente la la nuera lo hizo por razón de confianza y de convivencia, sin detenerse a considerar –quizá no conocía esa faceta de su suegra- que Martine era aficionada al espiritismo. Inmediatamente reaccionó a la revelación de la viuda de su hijo:

     Querida –aseguró-, ese no es un simple sueño. La precisión del recuerdo y la insistencia en el mismo significan que de verdad es tu pobre padre, que quiere comunicarse contigo para darte un encargo preciso.

     Alicia, nada creyente en esas conexiones de ultratumba, trató de quitarse de en medio las inconsistencias de su suegra y le replicó con cierta ironía:

     Pues ya me dirás cómo voy a interpelar a mi padre para que me explique qué es lo que quiere de mí y a qué personas he de buscarles las cosquillas, porque yo no sé cómo meterme en el sueño y, por supuesto, no voy a viajar a España para esperar allí instrucciones.

     Martine sonrió. Se veía que la chica no estaba muy ducha en las cosas del Más Allá:

     Muchas de nosotras recibimos señales y mensajes de los espíritus, pero muy pocas estamos en condiciones de entablar relación con ellos. Para conseguirlo están los médiums.  

     Alicia calló, con la secreta esperanza de que su suegra no supiese de ninguna de esas criaturas privilegiadas que parecen gozar de tales poderes paranormales, pero se equivocaba:

     Precisamente –prosiguió Martine- conozco a una vidente a la que he consultado con provecho en más de una ocasión. Se hace llamar Madame Audelà[15]. Aunque solo sea para que salgas de dudas, le haremos una visita... No te niegues, por favor. Es una mujer muy discreta y seguro que la experiencia te resulta muy gratificante... Si quieres, correré yo con los gastos, ya que te he propuesto la idea.

     Con tal cúmulo de seguridades, Alicia no tuvo más remedio que consentir.

***

     Pese a la opinión muy favorable que Madame Guimard tenía de la médium y a la apariencia amable y nada estrafalaria de esta, resultaba evidente la actitud fría y reservada que Alicia mantuvo mientras su suegra hacía las presentaciones e iniciaba la exposición del caso, visto que la joven no se arrancaba a explicarlo por sí misma. Madame Audelà interrumpió tal relato y, dirigiéndose a Alicia –a quien no había dejado de observar atentamente desde que entró en su casa-, le preguntó sin acritud:

     La señora no parece muy convencida de poder sacar nada en limpio de esta visita: ¿me equivoco?

     La interpelada tenía la respuesta negativa en la mente, pero le pareció de mal gusto expresarla con palabras. Optó por contestar con otra pregunta:

     ¿Debo estarlo para que usted pueda ejercer su labor con éxito?

     No necesariamente –repuso Audelà-, pero ayudaría. De hecho, la indiferencia no parece la mejor postura en quien tan entrañablemente amó a su padre, y este a ella.

     Alicia se quedó de piedra, pues la narración de Madame Guimard no había llegado a identificar al espectro. Pero en seguida comprendió que ambas madames podrían haber concretado algo más al concertar la visita. Rebajó entonces la estupefacción y precisó con claridad su objetivo:

     Lleva razón en lo relativo a los sentimientos hacia mi padre. El amor que le profesé, y sigo teniéndole, es lo que me impulsa a extremar mi atención al sueño en que se me aparece, con independencia de que me sienta más o menos impelida a considerarlo como algo más que una fantasía.

     La vidente volvió a darle una muestra más de su presciencia:

     Hará bien en sopesar seriamente las peticiones de un difunto, sobre todo cuando, como sucedió con su padre, fallece de manera repentina, o a manos de otras personas.

     Alicia quedó en silencio, aunque cada vez más inclinada a aceptar que se hallaba ante una persona de facultades muy especiales. Madame Audelà insistió en sus preguntas:

     En definitiva, madame, no perdamos el tiempo, ni hagamos concebir al espíritu falsas esperanzas. ¿Está usted dispuesta a cumplir su voluntad, si él se aparece y corrobora lo que le pidió en sueños?

     Si eso sucede –comprometió Alicia- haré cuanto mi padre quiera, siempre que esté en mi mano.

     Pierda cuidado –afirmó la médium-. Los espíritus pueden pedir cosas difíciles, pero nunca imposibles.

     Madame Guimard intervino, anhelante por asistir a una sesión de espiritismo con asistencia del alma de su consuegro. Terció, pues, y sugirió:

     Creo que ya está todo dicho. ¿Qué le parece, Madame Audelà, si fijamos la fecha de la próxima visita?

     Estas cosas, querida, no funcionan así. Ya les avisaré cuando el espíritu de Monsieur Manzanares y yo estemos preparados.

***

     El espíritu y la médium estuvieron prestos a los quince días y ni que decir tiene que Alicia y Martine acudieron emocionadas y con una tensión que llegaba a resultar angustiosa. Tanto, que para quien, como Madame Guimard, acudía como a un espectáculo, la sesión resultó decepcionante. Sentadas en torno a una mesa camilla, a la luz tenue de unas velas y uniendo de tanto en tanto sus manos, tan tópica y sencilla escenografía sirvió para un simple juego de preguntas y respuestas, en que la médium fue la única en hablar, erigiéndose en intérprete y transmisora de la voluntad y de las precisiones que decía expresaba el espíritu de don Néstor. Ni golpes en las paredes, ni desplazamiento de muebles, ni siquiera ronquera de la vidente al dar voz al alma a la que invocaba. Pero lo que Alicia deseaba era simplemente la confirmación de su sueño, con todo el detalle que fuese posible; y, para eso, ante la confusión de su mente y la necesidad de tener el encargo de su padre meridianamente claro, cuando el espíritu se retiró y la médium se levantó de la mesa y encendió la luz eléctrica, le rogó que hiciera un relato de corrido de cuanto su padre hubiese expresado. Madame Audelà lo resumió así:

     El espíritu de su padre quiere, en efecto, que le haga justicia frente a quien lo entregó a sus enemigos. Dijo también que, para ello, tendrá que regresar a España. Finalmente prometió que, si vuelve a la ciudad de Castellar, le hará conocer a una persona que le ayudará a cumplir su voluntad.

     Alicia, quizá juzgando la revelación demasiado escueta, o tal vez deseando una más amplia comunicación con su padre, preguntó si el espíritu de este no había dejado dicho para ella nada más. Madame Audelà contestó:

     Nada que tenga que ver con su voluntad, pero sí con la forma de ser de usted... El espíritu dijo: Mi amada hija está adornada de las mejores cualidades, pero entre ellas no cuenta la credulidad. Si te pidiere una señal de veracidad, le dirás: Tu abuela Reme ya está conmigo en este mundo y lamenta haberse ido del vuestro sin poder despedirse de su amada nieta Alicia. Eso me dijo y, cuando yo le indiqué que tal prueba resultaba innecesaria, dada la fe que usted parecía denotar, el espíritu sonrió y me dijo: Tengo mucha más experiencia que tú de lo terca que es mi pequeña.

     Alicia se echó a llorar inconteniblemente al escuchar esas últimas palabras de su padre, cuya autenticidad le pareció irrebatible, así en la forma, como en el contenido. No obstante, antes de tomar una decisión tan trascendental en su vida, escribió a su madre y, al preguntar en la carta por su abuela, utilizó un subterfugio, a fin de evitar que doña Pilar siguiera ocultándole su muerte: Dime la verdad, mamá, pues he soñado varias veces que la abuela nos había dejado. La madre contestó con veracidad, haciéndole saber que doña Reme había fallecido meses atrás. A partir de ese momento, Alicia no tuvo ninguna duda sobre qué debía hacer y puso manos a la obra de superar los obstáculos para lograrlo.

     Aparte del deseo de los Guimard de que continuase con ellos, la mayor dificultad para regresar a España era la tirantez de las relaciones entre los gobiernos francés y español, tras finalizar la Guerra Mundial y pretender vanamente los vencedores poner en un aprieto al Generalísimo Franco, rompiendo con su país relaciones diplomáticas. Pero ese prurito democrático no duró mucho y en 1947, aduciendo francamente su condición de española y la necesidad que su madre –de edad y viuda- tenía de su ayuda, Alicia pudo poner al día su pasaporte y obtuvo el pertinente plácet para su regreso a España. Así, once años después de su partida, una todavía veinteañera Alicia Manzanares pisaba nuevamente el andén de la estación de Castellar. La identidad del lugar le hizo concebir la emoción de que seguía siendo la misma chiquilla que de allí partiera para perfeccionar su francés, pero era obvio que se equivocaba. Las canas y arrugas de aquella madre a la que abrazaba al bajar del tren eran la primera prueba de la cruda realidad. El sibilino y perentorio deber que la había hecho volver era otra.

 

 

6.  La traición y los presuntos aleves


     Alicia no venía descalza de Francia. Entre sus ahorros y la generosa cantidad que los Guimard le entregaron como viático, en recuerdo de nuestro querido Gastón, traía en moneda francesa efectivo suficiente como para vivir holgadamente en Castellar, al menos, un par de años. Los posibles inconvenientes legales para convertir los francos en pesetas los obvió tras una entrevista con el señor Acebes, alto empleado del Banco Castellano, con el que su padre había llevado siempre sus asuntos financieros antes de la guerra. Tan solo le puso una condición:

     Vaya cambiando el dinero poco a poco. Al no haberlo declarado en frontera, podrían incautárselo, si lo hiciese de golpe.

     En el patio de operaciones observó que era el blanco de muchas miradas, y no solo masculinas. Supuso que la habían reconocido, pese a los muchos años transcurridos. No era así: El paso de una década había transformado a la pizpireta bachillera en una hermosa mujer, cuyo estilo y ropas a la francesa contrastaban favorablemente con los trapos de las féminas de Castellar. Pero no era admiración lo que pretendía; de modo que se prometió comprar algunos vestidos y otras prendas en cualquier comercio de medio pelo de los soportales y, por supuesto, retirar todos esos bérets y esas casquettes con que se tocaba[16]. No le sirvió de mucho tan humilde propósito. En cuanto su madre la vio llegar con una falda y un jersey color marrón teresiano, le echó una buena bronca:

     ... Así que la señorita –para doña Pilar era como si el matrimonio de su hija no hubiese existido- se gasta el dinero en esas birrias, en vez de permitir que su madre le haga los vestidos. En casa del herrero, cuchillo de palo.

     Perdona, mamá. Solo trataba de no darte trabajo, que ya tienes demasiado cosiendo para afuera.

     Y era cierto. La viuda de Manzanares –como ya empezaban a llamarla en sociedad- se estaba convirtiendo en una de las más afamadas modistas de Castellar, por más que ella no quisiera significarse de ningún modo, precisamente por ser viuda de quien era. Pero ni por esas: En su taller, que ya ocupaba la mitad de la casa, dos oficialas y una aprendiza se afanaban a la aguja o con la máquina de coser. Alicia hubo de conformarse con ayudar en tareas domésticas y en algunos asuntillos contables o administrativos que el trabajo de su madre generaba. Por lo demás, ni pensar en quitarle el puesto a Severina, la recomendada de la tata de los Valladares, tan buena criada, como dominante y celosa en sus cosas, a quien llevaban los demonios tan pronto entraba Alicia en la cocina a la hora de guisar, o la veía con un plumero en las manos:

     ¡Deje, señorita! –ordenaba- y salga a pasear un rato, que hace un día precioso para ello.

     La verdad es que la apreciación del buen tiempo por la Seve era en ocasiones muy discutible, pero Alicia, en el fondo, no dejaba de darle la razón: Necesitaba tomar el aire de la calle, mezclarse con la gente, recuperar el interés por la vida que correspondía a una joven de su edad; pero sus buenos propósitos naufragaban una y otra vez contra las aprensiones políticas y la sensación de vergüenza al haraganear, del viejo instituto, al parque; de los soportales, a esa universidad que ya nunca frecuentaría. Tenía que salir de sus casillas, pero no para flotar sobre aquella ciudad de recuerdos y camisas azules, sino para implicarse en nuevas ocupaciones, útiles y compartidas. Su Gastón lo expresaba otrora en un idioma que llegaría más tarde a odiar: lieben und arbeiten, amar y trabajar[17]. A ella, por ahora, no le apetecía amar. Así pues, tendría que limitarse a trabajar. Mas antes, y por encima de todo, habría de dar los primeros pasos por el camino de Némesis[18] y nadie mejor que su madre para que fuera su mentora.

***  

     Alicia había decidido desde un principio mantener en completo secreto el encargo de su padre y su voluntad de hacer lo posible por cumplirlo. Ese sigilo también rezaba para con su madre, aunque, de estar al tanto, tal vez asumiría con satisfacción la tarea de hacer justicia, sea ello lo que fuere. La verdad es que doña Pilar estaba deseando hablar con su hija del triste fin de su padre, ya que se había empeñado, por buenas razones, en omitir u ocultar en las cartas muchos detalles. Rememorando ahora estos, no dejaba de sufrir al revivirlos, pero también le producía la extraña sensación de que retrocedía en el tiempo y, de alguna forma, rescataba a su esposo de la muerte y el olvido. Y, al hacerlo con su hija, no solo podía sincerarse plenamente, sino cumplir el deber de devolverle los momentos –por amargos que hubieran sido- que no había podido vivir en su día.

     Pero Alicia, por lo pronto, no quería entrar en el terreno de menudencias y sensiblerías al que parecía querer conducirla su madre. Le dejaba hablar y hablar pero, en el fondo, lo que quería era llevarla a revelar lo referente a la traición, es decir, a las personas que, según el espectro, lo habían entregado a sus enemigos. Finalmente, no tuvo más remedio que preguntar directamente a su madre:

     Aun siendo lógico que la policía acabase dando con el paradero de papá, ¿no te has detenido a pensar en lo sospechoso que fue el que lograra burlarlos por dos veces y lo detuviesen a la tercera, apenas pocos días después del segundo registro? ¿No pasaría algo entre medias: algún chivatazo, por ejemplo?

     Para su sorpresa, y como si le hubiese leído el pensamiento, doña Pilar se excusó:

     Hija, no le demos vueltas inútilmente a aquellos días tan tristes. A papá le sucedió lo inevitable. Demasiado tiempo logró el pobre pasar inadvertido en aquella ratonera. ¿Te imaginas? Siete meses sin salir de casa, temiendo que en cualquier momento vinieran a capturarlo. ¡Y luego cinco meses más en prisión, esperando el juicio y después el fusilamiento!

     Alicia se incomodó por aquella respuesta que, no solo le privaba de conocimientos, sino que le parecía poco interesada por saber cuanto se pudiera acerca de lo sucedido a un ser tan querido. Replicó a su madre con excesiva rudeza:

     ¡No me digas que no te importa que papá fuese delatado por alguna persona, siendo privado por ello de la posibilidad de sobrevivir, por muy difícil que fuera!

     La madre, dolida, replicó, asimismo sin mucha contención:

     Si convirtiéndome en detective pudiera devolverle la vida a tu padre, o conseguir que les dieran su merecido a sus asesinos, no dudes de que revolvería Roma con Santiago por averiguar hasta el último detalle de cuanto sucedió. Pero papá está muerto, Alicia, y nosotras tendremos que convivir con ese dolor hasta el fin de nuestros días, con el añadido de ver a quienes lo mataron victoriosos y sin castigo, salvo el que Dios les tenga reservado en la otra vida.

     Al escuchar a su madre hablar de la otra vida, Alicia no pudo por menos de relacionarla con el encargo paterno, que ella se sentía llamada a cumplir:

     Que haya Dios y que castigue las malas acciones después de la muerte no excusa que nosotros no procuremos la justicia en este mundo. ¡Aviados estaríamos si no nos enfrentásemos a los criminales, antes y después de que cometan sus fechorías!

     Algún día podrá hacerse justicia y recuperar el honor y el buen nombre de quienes murieron simplemente por sus ideas –concedió doña Pilar-. Pero ahora, con la situación en que vivimos, solo nos queda guardar su recuerdo en la memoria y salir adelante. De dar vueltas a lo que pasó y hacerse constantemente mala sangre, solo sacaremos el destrozar aún más lo que nos queda de vida. ¡Qué más querrían aquellos asesinos: Acabar con los hijos, tras hacerlo con sus padres!

     Alicia todavía insistió, aún a riesgo de transparentar sus intenciones:

     Pero, mamá, ¿no crees que a papá le gustaría que fuésemos más activos y enérgicos a la hora de tenerlo presente, en lugar de limitarnos a vivir la vida como si fuese exclusivamente nuestra?

     De ningún modo –replicó la madre con vehemencia-. Tu padre fue a la muerte con la tranquilidad que le daba su conciencia, sin otro sufrimiento que el de dejarnos desasistidos. No tenemos mayor obligación para con él que la de salir adelante y, en lo que a Ricardo y a ti respecta, hacer buena la sangre que de él lleváis, con vuestro trabajo y honradez.

     De un modo u otro, Severina tuvo noticia del interés de Alicia por saber los detalles de la detención de don Néstor, así como de las reticencias de su madre para informarle de los mismos. Lo comentó con la tata Emilia –la criada de los Valladares- y le faltó tiempo a esta para trasladar a su amiga cuanto se sospechaba acerca del tema. A fin de abreviar la exposición, expondré de un tirón lo que Emilia contó a Severina, para que esta, a su vez, lo hiciese llegar a su señorita. He aquí el relato:

     Para mí que doña Pilar no hace bien ocultando a la niña lo que quiera saber sobre la detención de su padre, aunque se haga mala sangre y no pasen de ser sospechas, que han salpicado a muchos: ¡Hasta llegaron a pensar mal de mí y de Lucita, con el cuento de que éramos muy habladoras y no estábamos conformes con el riesgo que suponía tener a don Néstor escondido en nuestra casa! Pero tampoco me parece a mí que haga bien Alicia criticando a su madre, como si no le hubiese importado nada lo que pasó. ¡Bien que anduvo intrigando por el juzgado para que le dieran noticia de quién había denunciado a su marido, hasta que la echaron con cajas destempladas y con la amenaza de que, si seguía metiendo las narices donde no debía, se las iban a tener que cortar! Porque eso sí, Seve, alguien se fue de la lengua, eso es seguro. Te lo digo yo, que vi cómo los policías iban como rayos al cortinón en que se envolvía el pobre don Néstor. ¡Y lo que le dijeron al portero, cuando este se sorprendió de que volviesen tan de seguido: Esta vez será la última! En fin, Seve, que puedes asegurarle a tu señorita que, lo que es, chivatazo lo hubo; pero, ¿de quién? ¡Ahí está el detalle!: Que eso solo lo pueden saber a ciencia cierta los policías que entonces lo detuvieron; y eso, si el cuento no fue anónimo, o sea, una carta o un telefonazo de alguien que no se diera a conocer.

Bueno, vamos al grano. Como no se trata de volver loca a la señorita, le vas a decir que hay dos teorías más probables. La primera, que algún vecino de la acera de enfrente viese a don Néstor esconderse alguna de las veces que lo hizo y lo delatase. Eso es lo que creen mis señores, aunque es poco decir, pues no es fácil de localizar el vecino que lo denunció, entre los varios que pudieron verlo. Don Agustín opina que habría de ser alguien de derechas, o de izquierdas que quisiera hacer méritos ante las autoridades. Ya sabes que él se pasó varios años en prisión por haberlo escondido en su casa, por lo que no sabe lo que pasó en ese tiempo, pero la señora tenía entre ceja y ceja a la de Orozco, una señora de misa diaria en los capuchinos, casada con un viajante que, a poco de la detención de don Néstor y de mi señor, lo nombraron para no sé qué cargo en Burgos y allá que se fueron, que a Castellar no han vuelto, que yo sepa.

Claro que tu señora, doña Pilar, ha sospechado siempre de una vecina suya, doña Solita, casada con un militar al que mataron en el Alto del León, a los pocos días de empezar la guerra. Doña Pilar y ella nunca se habían tratado más que de hola y adiós, pero, a poco de quedarse viuda, la tal doña Solita, con el cuento de que se sentía muy sola y necesitaba distraerse haciendo algo, empezó a bajar a casa de los Manzanares y a ayudar en pequeñas cosas e, incluso, a echar una mano con la costura, que no se le daba mal, y sin querer cobrar nunca nada. A doña Pilar se le hacían los dedos huéspedes de tanta visita y tanto entremetimiento, pero su madre estaba muy a gusto con Solita y le quitaba a su hija de la cabeza sus barruntos. Debes saber, Seve, que, a cada poco y de muchas maneras de tapadillo, doña Pilar hacía llegar a mi señora ropa, libros, cartas y algunas otras cosas para que se las diera a don Néstor, al tiempo que recibía noticias de su salud y estado de ánimo, así como unas notas muy emocionantes suyas para sus hijos, que alguna vez me atreví a leer y me hacían pingar el moco. Bueno, pues que algo de eso pudo llegar a los oídos atentos de la vecina, seguramente por alguna indiscreción de doña Reme, y, de la espía a los policías, solo hubo un paso... Como en el caso de la de Orozco, también con doña Solita hubo de qué sospechar, pues, tras la detención de don Néstor, aquella alma caritativa dejó de visitar y ayudar a sus vecinas y, cuando doña Reme se lo echó en cara, Solita salió con que la viuda de Onésimo le había pedido su cooperación para el Auxilio Social[19] y ahora estaba muy atareada. ¡Qué casualidad!, ¿verdad?

     Hasta aquí, el relato de lo que Emilia  narró a Severina para que satisficiera los deseos de Alicia de conocer aquello que su madre no quería que supiera, por su bien. No era lo suficiente para pensar seriamente en hacer justicia pero, al menos, dejaba claro que en aquella tragedia, como en Hamlet o en Agamenón[20] , había habido un traidor –o varios-, aunque en este caso, no pudiendo dar muerte por su mano a la víctima, la habían entregado a los sicarios para que la llevaran al matadero. Poco podía hacer Alicia para dar con las personas que habían vendido a su padre, pero el hecho es que no quiso quedarse cruzada de brazos hasta que aquel le enviase desde el otro mundo la ayuda prometida.

Emblema del Auxilio Social

***

     Optó por indagar primeramente acerca de los vecinos sospechosos de los Valladares. Bien fácil le era acudir a Emilia, su espontánea informadora, y pedirle concreciones sobre aquellos Orozco, que parecían haber medrado a raíz de la prisión de su padre. La tata torció el gesto:

     Han pasado muchos años, niña mía –objetó-, para conseguir lo que quieres, pero todavía son pocos para que la gente hable sobre ciertas cosas. A lo mejor, los señores podrían informarte mejor.

     Alicia sonrió: Resultaba que la propia Emilia era un buen ejemplo de la gente a la que le incomodaba hablar sobre ciertas cosas.

     No me parece una buena idea –rechazó la joven-. Lógicamente ellos estarán más afectados que tú por lo sucedido y, además, le faltaría tiempo a doña Veneranda para contarle a mi madre que sigo, erre que erre, con mis malas ideas.

     La  tata transigió:

     Está bien, señorita. Procuraré enterarme y le contaré; pero mejor quedamos en algún sitio fuera de casa. No querría que mi señora me preguntase qué andamos tramando a sus espaldas... O, si no, se lo digo por conducto de la Seve, como la otra vez.

     Al cabo de unos días, en efecto, Severina le tenía toda la información, que se había aprendido al dedillo:

     Orozco era el apellido de la mujer, que el del marido no he encontrado a nadie que lo recuerde: ¡Han cambiado tanto los vecinos desde entonces! Vivían en el piso segundo, centro, frente por frente de nuestra casa, pero un piso más arriba. Desde que se marcharon de Castellar en el 37, no han vuelto a aparecer por aquí. ¡Ah!, me dijo el portero que, hace unos años, pasó por allí un señor, todavía joven, que dijo ser hijo de los que allí vivieron y le preguntó si podría echar un vistazo al piso, para refrescar sus recuerdos de la infancia. ¡Figúrate! El conserje le dijo que la vivienda estaba alquilada y que, si quería entrar, tendría que pedir permiso a los actuales inquilinos. El señor dio media vuelta y el portero no ha sabido más de él.

     Así que los sospechosos habían vivido en el segundo centro... Le faltó tiempo a Alicia para constituirse en la calle del Licenciado Pozas, esquina a Moyano, y hacerse una idea de la perspectiva y la visibilidad que se podía tener del mirador de los Valladares, que tan bien había llegado a conocer. La calle era bastante estrecha y recta. Seguramente la visión era satisfactoria desde la casa de la Orozco, como desde otras tres o cuatro de su inmueble y del contiguo. Le habían dicho que el segundo de los registros había sido ya de noche. Hizo la prueba de colocarse en la acera de enfrente y pedirle a Emilia que se situara entre cristales. Era evidente que, en horario nocturno, la identificación personal resultaba imposible. Emilia, algo obtusa y todo, le hizo observar:

     Eso no prueba nada, señorita. Aunque el denunciante no reconociese a don Néstor, ni siquiera lo hubiese visto nunca, le bastaría con ver a una persona esconderse como lo hizo ante la llegada de la policía, para comprender que se trataba de tu padre.

     Pero nadie sabía que estaba escondido en vuestra casa, ni tenía por qué conocer que don Agustín y él eran tan amigos...

     Niña mía –replicó la tata-, a raíz del primer registro, en el vecindario no se hablaba de otra cosa. ¡Anda que no tuve yo que hacerme la tonta, o mandar a paseo, a quienes querían tirarme de la lengua!

***

       La siguiente averiguación de Alicia vino rodada, pues se tropezó con doña Solita en las inmediaciones del mercado del Val. Al saludarla, la señora quedó sinceramente sorprendida, pues no reconoció a su antigua vecinita después de tanto tiempo. Al identificarse Alicia, doña Solita simuló alegría y le dedicó unas cuantas zalemas, a propósito de su buena apariencia, a las que la joven replicó de manera análoga. Pero no se trataba de andar con finezas, sino de aprovechar la oportunidad para aclarar ciertas cosas. En consecuencia, Alicia inmediatamente entró en materia:

     Ya que la veo, quiero agradecerle lo que hizo por mi familia en los primeros tiempos de la guerra. Mamá ya me ha contado...

     La señora la cortó, mostrando cierto nerviosismo:

     No fue nada. Para eso estamos los vecinos, para ayudarnos. Por cierto, no sé si sabes que me quedé viuda a poco de estallar el Alzamiento.

     ¡Es verdad, no había caído! Me lo contó mamá. La acompaño en el sentimiento. ¡Qué espanto! Primero, usted; luego, mi madre, y finalmente, yo... Me casé el Francia y mi marido también cayó en la guerra de allá.

     ¡Pobrecita! Créeme que lo siento mucho, pero eres joven y seguro que reharás tu vida. ¿Tienes hijos?

     No, señora. Mi esposo murió a poco de casarnos.

     Mejor así, y perdona que te lo diga. En otros casos, la falta de hijos hace sentir la soledad, pero tú puedes volver a casarte aquí en España y te será más fácil si..., bueno, si eres completamente libre.

     Alicia entendió que doña Solita ya estaba madura para entrarle a fondo, antes de que pudiera escabullirse con el pretexto de que tenía prisa, o algo parecido.

     Por cierto, doña Solita, mi madre quedó muy preocupada de que dejase de ir por casa, así, de repente, como si la hubiese faltado en algo, cuando tan bien se había portado usted con mi abuela y con ella...

     ¡Quita allá, chiquilla! Creo que ya le dije en su día que todo fue cosa de otras amigas, también mujeres de militares, que me echaron en cara el que anduviese entrando en casa de un prófugo, cuando mi marido había muerto luchando contra los vuestros. ¡No sabes cómo eran las cosas entonces! En fin, luego me cambié a otra casa más acomodada a mis necesidades y... Eso fue todo.

     Pues ahora que la guerra se va olvidando –ironizó Alicia-, vuelva usted a visitarnos. No dude que la recibiremos con el mayor cariño.

     Por compromiso, doña Solita asintió y e hizo ademán de despedirse, momento que aprovechó Alicia para presentarle el anzuelo que le tenía preparado:

     Adiós y espero que hasta pronto. ¡Ah! Y no olvide dar recuerdos de mi parte a doña Mercedes Sanz.

     ¿A quién?, preguntó sorprendida doña Solita.

     A Mercedes Sanz Bachiller, insistió Alicia, añadiendo el segundo apellido.

     No caigo –reiteró Solita-. No creo conocer a esa señora.

     Quizá no debería haber hecho aclaración alguna, pero el hecho es que Alicia repuso, con una sonrisa mefistofélica:

     ¿No? Pues es la señora que fundó el Auxilio Social[21] y que, según le dijo usted a mi madre, llamó personalmente a usted para que cooperara en tan benemérita labor.

     Roja como un tomate, doña Solita masculló algo así como una despedida y salió escopetada. Alicia, sin perder la sonrisa, le dijo mientras la veía alejarse:

     Hasta pronto, buena vecina.

 

 

7.  La ayuda prometida

 

     Alicia entendió que, por el momento, nada más podía hacer por complacer a su padre, mientras este no le aclarase la confusión en que se hallaba sumida, cumpliendo con el compromiso de proporcionarle una persona que la ayudase a cumplir su voluntad. Diariamente, al retirarse por la noche a descansar, cual si de una oración se tratara, se dirigía al espíritu paterno y le rogaba que volviese a ponerse en contacto con ella, aunque solo fuera en sueños, y le hiciese llegar la ayuda prometida. Pero los días pasaban y su petición no recibía respuesta ninguna, hasta el punto de que empezó a cansarse, suplicando cada vez con menor confianza y vehemencia. Llegó el momento en que comenzó a dudar de los mensajes deferidos por Madame Audelà y a creerse víctima de la credulidad en los sueños, como tantos otros embaucados a lo largo de los siglos por quienes, desde el profeta Daniel al psiquiatra Freud[22], se habían erigido en intérpretes de los delirios oníricos.

     Fuese por esta creciente decepción, o por la sensación de inutilidad y de vacío a que hemos aludido en el capítulo anterior, el caso es que, un buen día de mayo, Alicia vistió sus mejores galas y le espetó a doña Pilar: Mamá, voy a salir a buscar trabajo.

     La madre se hizo de cruces y apostrofó a su hija, no sin razón:

     ¡No sabes lo que dices! ¡Y así, de pronto, sin explorar el terreno ni buscar algunas referencias! ¡Pues anda, que está el empleo como para que se lo den a la primera que llegue a pedirlo! ¡Y siendo la hija de quien eres!

     Pues una de dos, mamá –repuso Alicia con guasa-: O salgo a buscar novio, o a buscar trabajo. De alguna forma tendré que mantenerme. Y, precisamente por ser hija de quien soy, veo más digno ponerme a trabajar que a pasearme por la calle de Santiago, luciendo palmito.

     Doña Pilar resopló y bajó el volumen de su voz:

     Eres imposible... Por lo menos, compra El Noticiero y busca en los anuncios por palabras.

     Mamaíta, que hasta ahí ya llego, repuso Alicia. Ya tengo echado el ojo a unas cuantas ofertas.

     Ten cuidado de dónde te metes –insistió doña Pilar-. Para estar despachando lentejas por cuatro perras, mejor te quedas en casa, laborando en el taller.

     Ya sabes que la costura no es lo mío –replicó Alicia- aunque, si no encuentro algo potable, todo se andará.

     En el fondo, no era la torpeza de sus manos lo que apartaba a Alicia del taller de su madre, sino un razonable deseo de salir de casa e integrarse en la vida social de la ciudad, aunque los comienzos fuesen tan limitados, como el ponerse detrás de un mostrador a despachar lentejas.

     Una de las ofertas de trabajo hacía referencia a una tienda de tejidos en la calle de Las Calderonas. La gestión resultó fallida porque, según el encargado, acababan de contratar a otra persona el día anterior, y bien que lo sentía, agregó con una malicia que presagiaba rijosidad. Alicia dio media vuelta y salió sin una palabra. Casualmente, frente por frente, un amplio establecimiento ostentaba el siguiente rótulo:

Farmacia, Perfumería y Droguería

La Española

Hijos de Celestino Recio

     Un sexto sentido la animó a entrar de una manera bastante desenfadada:

     Buenos días, ¿puedo hablar con un hijo de don Celestino Recio?

     ¿Con cuál de ellos?, contestó un señor de mediana edad, con bata blanca y corbata.

     Con el que esté al cargo de la farmacia.

     El farmacéutico es mi hermano –aclaró el señor-. Salga usted y entre por la puerta de más abajo.

     Resultó que el comercio estaba dividido en dos partes contiguas, comunicadas por el interior pero con entradas independientes. Alicia comprendió que era lo lógico, para evitar toda contaminación de los fármacos con los productos de droguería.

     El farmacéutico, Doctor Fidel Recio, según la placa, recibió con interés la petición de trabajo de Alicia, aunque le aclaró que, por el momento, no tenía ningún puesto vacante.

     Es una lástima –replicó la joven-. Acabo de llegar de Francia, donde ejercí de oficial de farmacia en una importante botica de Lyon durante varios años, y me molestaría tener que emplearme en una tienda de cualquier otro ramo menos científico.

     El señor Recio quedó pensativo unos momentos y, al cabo de ellos, le dijo:

     Tendrá usted referencias.

     No contaba con su buena acogida. Deme una hora y volveré con ellas que, por supuesto, verá que son excelentes.

     El tiempo real fue de cuarenta minutos. Evidentemente, Alicia estaba loca por conseguir un empleo así. El farmacéutico leyó de corrido el informe, aunque estaba escrito en francés. Al concluir, dijo a la joven:

     Ya veo que está usted muy cualificada. ¿Cómo es que, estando ya ambientada en Francia, ha regresado aquí?

     Dijo esta última palabra con un deje tal, que Alicia intuyó certeramente que incluía un notable desprecio por la actual situación española.

     ¿Qué quiere usted?, repuso. A mi marido francés lo mataron durante la guerra y mi madre viuda estaba sola en Castellar. Así que...

     No se tratará de la viuda del señor Manzanares que fue presidente de la Diputación –dedujo el farmacéutico-.

     En efecto, dijo Alicia. ¿Lo conoció usted?

     Fue profesor de mis hijos en el instituto. Un buen profesor, por cierto.

     Alicia se emocionó y sintió un nudo en la garganta. El señor Recio le preguntó:

     Hablará usted correctamente en francés, me imagino.

     Figúrese. Estuve once años viviendo en Lyon.

     Recio concluyó:

     Pues, si está interesada en trabajar para nosotros, puede presentarse el próximo primero de mes. Entonces firmaremos el contrato y concretaremos los emolumentos... No creo que quede descontenta con el sueldo.

     Confío plenamente en su honradez y caballerosidad –repuso Alicia sinceramente-. Hasta el día uno... y muchas gracias.

     ¡Mamá, ya tengo empleo!, exclamó Alicia tan pronto entró en casa.

     ¿Dónde?, si puede saberse –pregunto doña Pilar, temiéndose lo de las lentejas.

     En la Farmacia, Perfumería y Droguería de los hermanos Recio, repuso Alicia, separando las sílabas del establecimiento, muy ufana.

     ¿En la calle de las Calderonas?, preguntó formulariamente la señora. Es un comercio importante... Creo que has tenido suerte.

     Suerte y algo más –replicó la joven-. Me parece que se empieza a respetar y valorar nuestro apellido.


***

     Diríase que los espíritus son envidiosos, cuando menos el de don Néstor. Digo esto porque quien se había hecho el sordo cuando Alicia solo vivía para invocarlo, debió de sentirse molesto de que su hija empezase a hacer vida normal, despachando recetas, iniciando amistades –femeninas, por ahora- y hasta yendo al cine de vez en cuando. Doña Pilar estaba encantada, de eso y de lo relativamente abultado del sobre con la paga mensual, si bien ejerció de madre generosa:

     Hija, con una tercera parte ya cubres con creces tus gastos. Quédate el resto y mételo en el banco, que nunca se sabe lo que pueda depararnos el futuro.

     Mamá –contestó Alicia, echándose a reír-, como tiren la bomba atómica, se irá todo al garete, incluido el Banco Castellano.

     Lo dicho, que los espectros son muy suyos y quieren que se esté siempre pendiente de ellos. De buenas a primeras, se presentó el de don Néstor en los sueños de su hija y volvió con la perra de que le hiciese justicia. A Alicia le pareció, dormida y todo como estaba, que el señor Manzanares tenía cara de estar bastante enfadado, pero nada pudo replicarle ya que el guionista del sueño seguía empecinado en no incluirla como intérprete con frase. En consecuencia, la joven, un poco irritada, a su vez, cambió la fórmula de su oración nocturna y se dirigió así a su padre:

     Padre mío, yo he cumplido mi parte del trato: He regresado a Castellar y hecho lo posible por averiguar quién te traicionó, aunque infructuosamente. Ahora te corresponde, como prometiste, presentarme a la persona que habrá de ayudarme en la misión que me tienes encomendada. De no hacerlo, papá querido, tendrás que esperar a que te haga justicia Dios, Nuestro Señor, en el juicio final.

     El espíritu se dio por aludido y, al cabo de dos noches, volvió a los sueños de Alicia, cambiando su cantinela y dando respuesta a lo que su hija tanto le solicitaba. Bueno, eso lo interpretó Alicia, pues la aparición no pronunció otras palabras que esta frase sibilina: Si quieres saber, hazte niña. Eso mismo –y solo eso- repitió las noches siguientes, desoyendo los ruegos de su hija de que fuese más explícito en su admonición.

     La joven dio todas las vueltas posibles al acertijo, pero no llegaba más allá de intuir que sería haciéndose niña como descubriría la verdad, o la justicia, o llegaría hasta quien había de ayudarla. Como regular conocedora de los Evangelios, una y otra vez recordaba aquel pasaje en que Jesús, rodeado de niños, censuraba a sus apóstoles por su cerrazón de mollera y los aleccionaba con aquello de: si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos[23].  No era mala regla moral, pero Alicia no llegaba con ella a parte alguna. Eso, suponiendo que la consigna de su padre tuviese tan sagrado sentido.

     Casi toda paciencia tiene un límite, incluso para quien, como Alicia, era fiel cumplidora de su palabra y muy amante de su padre. Claro –pensaba ella- que no podía pasarse la vida dando vueltas en torno a un acertijo inextricable. Así que, si su padre no le daba nueva luz sobre el asunto, ella procuraría olvidar aquel fantasmal aspecto de su vida, intentando llevar esta por el sendero de lo normal. En consecuencia, intentó reconducir las relaciones con su padre al punto del que quizá nunca deberían haber salido: venerar su memoria y rezar por su alma. Y, de paso, reanudó cada vez con más ahínco y éxito su relación con el mundo sensible, que la iba absorbiendo con el brillo y la novedad de su recobrada juventud. Tanto, que su madre dejaba caer con frecuencia advertencias y reproches, que la hija recibía respetuosamente, para no disputar, pero con la atención y eficacia de quien oye llover. En ese sentido, don Néstor era mucho más comprensivo. Al parecer, se tomaba más a la ligera los centímetros del largo de la falda, los cafés en las terrazas con los compañeros de trabajo, o las veladas de teatro ¡y hasta de foxtrot! Nada de eso parecía importarle a quien no había vuelto a aparecerse desde aquellas noches en que había encarecido a su niña que procurase seguir siendo tal.

***

     Un domingo de final de verano, por la mañana, se le apeteció a Alicia dar un paseo por el Parque Grande que, entre el trabajo y las distracciones de adulta, apenas visitaba. En la rotonda de la Fama, acertó a ver a un barquillero, al que inmediatamente reconoció como Evaristo, aquel que en su infancia, cuando con sus manitas hacía girar la ruleta del bombo, siempre la obsequiaba con algún canutillo de más. Fuese por gula, o por sentimentalismo al verlo sin clientela, se acercó y pidió un par de gofres, melosos y con aroma a canela. Mientras pagaba, se aproximó al barquillero un chiquillo, acompañado de un hombre bien trajeado, de edad poco mayor que la de Alicia, con el mismo objetivo de mercar la apetitosa golosina. El caballero sacó del bolso para pagar unas monedas, varias de las cuales cayó al suelo. Ante la aparente impotencia del dueño para recogerlas, lo hizo Alicia, recibiendo la gratitud del favorecido, quien añadió:

     A veces logro agacharme, pero, con esta pierna, prefiero no dar un espectáculo en público.

     Solo entonces se percató la joven de que su interlocutor tenía alguna inestabilidad al permanecer parado, así como que cojeaba ligeramente al caminar. Entre tanto, el niño cogió los canutillos y le faltó tiempo para desenvolver uno de ellos y comerse la mitad de un bocado. El hombre sonrió y comentó a Alicia:

     Ojalá fuese yo tan rápido andando, como Vicentín comiendo barquillos.

     Alicia le replicó engullendo un buen trozo de gofre, al tiempo que le seguía la broma:

     Pues yo no voy a ser menos, que estos gofres están diciendo cómeme.

     De pronto, se dio cuenta de su descortesía y la subsanó:

     Perdone, no le he ofrecido... ¿Usted gusta?

     El caballero declinó la invitación y agregó:

     En todo caso, tendría que ser el niño quien me ofreciese, pero, al paso que va, no sé si le quedará algo más que los envoltorios.

     Vicentín se había sentado en un banco y, pese a su evidente apetito, se dedicaba a citar con un trozo de barquillo a un pavo real próximo. Su acompañante dijo a Alicia:

     Veo que tendré que sentarme con el niño y la verdad es que lo agradezco. ¿No quiere hacerlo usted también y así podrá degustar los gofres más reposadamente?... Pero, ante todo, permita que me presente: Víctor del Moral, servidor de usted.

     Alicia Manzanares, mucho gusto en conocerlo.

     Se estrecharon las manos y se sentaron a la vera de Vicentín, que todavía no había logrado ganarse la confianza del pavo. Y mientras Alicia degustaba los barquillos –ahora con mucha más calma que en un principio-, Víctor volvió sobre el tema de su pierna:

     Fue durante la guerra, una grave herida de metralla. No sé si habrían podido salvármela, pero la medicina de urgencia en el frente, ya se sabe. La verdad es que se ha avanzado mucho en esto de las prótesis y uno se va habituando a las limitaciones... Pero le estoy dando la lata con mis miserias. Quien más, quien menos, ha sufrido en la guerra lo suyo.

     Aparentando más curiosidad de la que efectivamente tenía en el tema, Alicia se interesó por la actual situación del mutilado:

     ¿Ha podido colocarse razonablemente, pese a su limitación?

     En efecto, repuso Víctor. Cuando me hirieron, era ya teniente. Me respetaron la graduación y, al terminar la guerra, pedí continuar de militar en algún destino compatible con mi estado. Me colocaron en tareas de oficina y esta es la fecha que estoy prestando servicio administrativo aquí, en Castellar.

     Alicia se sintió obligada a darle, a cambio, alguna información sobre ella, optando por la estrictamente profesional:

     Pues yo hace unos meses que me he colocado en una farmacia de la calle de Las Calderonas.

     Lo tendré presente –repuso Víctor-. La mayor parte de lo mucho que necesito me lo facilita la farmacia militar, pero siempre hay alguna cosa que se sale del petitorio y la tengo que adquirir en las farmacias civiles.

     Alicia y Vicentín concluyeron sus respectivas golosinas y el chico empezó a dar muestras de aburrirse y comenzó a tirar piedrecillas a pavos y palomas. Finalmente, cortó la charla de los mayores:

     ¿No vamos a montar en la barca del estanque?

     No hay prisa –replicó Víctor-. Espera un poco.

     Alicia terció, viendo la ocasión pintiparada de seguir sola su paseo campestre:

     Vaya, vaya –animó al militar-. No haga esperar a su hijo.

     Víctor, sonriendo, le aclaró en voz baja, para que no lo oyera Vicentín:

     No es hijo mío. Es un huérfano del colegio militar de Santiago, al que saco casi todos los domingos para que pase el día de fiesta conmigo... Como soy oficial de caballería, les tengo un apego especial a esos muchachos.

     Se despidieron y Alicia continuó su paseo, pensando que no le disgustaría volver a encontrar a aquel sujeto, de por sí bastante vulgar, pero que tenía sensibilidad y ternura como para pasarse los domingos haciendo de padre con un niño que carecía de él.

***

     No le fue difícil a nuestra pareja el reencuentro, y no porque Castellar fuese un pañuelo, sino porque no tardó apenas una semana en personarse Víctor en la farmacia Recio, para hacer la importante compra de un rollo de esparadrapo y un tubo de dentífrico. Alicia estaba en la rebotica preparando una fórmula magistral, pero el cliente preguntó por ella para darle un recado de parte de una amiga. La joven, bastante volada, poco más que lo saludó y le preguntó cómo seguía de los dolores de la pierna; pero, al insistir Víctor, tres días más tarde, en aparecer por la farmacia por un cepillo de dientes, Alicia comprendió que estaban a punto de llamar la atención de los demás empleados y, muy por lo bajo, lo despidió diciendo: el domingo, a las doce, donde la otra vez. Al menos así –imaginó la chica-, tendrían como carabina a Vicentín. Pero el niño no apareció porque, al parecer, tenía un catarro muy fuerte.

     Así, con el huérfano de caballería o sin él, Alicia y Víctor empezaron a quedar los domingos; primero, en el parque, donde el barquillero ya preparaba los gofres al verlos acercarse; luego, por la tarde, pues a Alicia le daba pena ser la causa de que Vicentín se quedase sin su paseo en barca y la comida de restaurante. Paseaban e, incluso, iban al cine, al que ambos eran muy aficionados, ahora que llegaba el invierno y el tiempo no hacía recomendable soportar el gris de la anochecida. La tarde solía concluir para ellos en el café Suizo, donde sustituían los matinales gofres por unas floretas con el café, o un chocolate con bizcochos de soletilla, según la temperatura que marcase el termómetro de su espinazo.

     Aquella amable costumbre –no podemos creer otra cosa- era tan gratamente recibida por el caballero como por la damisela. Pero atracción, lo que se dice atracción, solo la sufría Víctor, quien nunca imaginó –humilde que era, o escarmentado que estaba- a una chica del porte y la distinción de Alicia prestando atención y tiempo a un cojitranco como él, con unos cuantos años más y, por añadidura, con bastante poco pelo. Y, como dicen que suele suceder en estos casos, la joven, que en un principio podía haber parado con facilidad los acercamientos de Víctor, cada vez encontraba más difícil e injusto el explicarle en detalle que no sentía nada especial por él y, en consecuencia, que no se hiciese ilusiones de su relación. Claro que, mientras ella no le diese motivos ni esperanzas, nada impedía que se siguiesen viendo de domingo en domingo, con la casta apariencia de dos amigos que se complacen en la mutua compañía. Y en eso, Víctor le daba toda clase de facilidades: ni un roce intencionado, ni una indirecta maliciosa, ni una clara insinuación. Diríase, conociéndolo un poco, que sentía temor de que Alicia fuese una sombra que, cuando fuera a tocarla, se desvaneciera, como tan bellamente escribió el poeta[24].

     Pero, sombra o corporeidad, Alicia era percibida también por los castellarenses de dos piernas, quienes empezar a comentar sobre la asiduidad con que se la veía con Víctor. Se dice que la primera persona en hacer llegar la especie a doña Pilar fue una de sus más encopetadas parroquianas, quien conocía al acompañante de su hija e hizo de él una descripción bastante objetiva:

     Es un militar –teniente o capitán, creo-, que perdió una pierna en la guerra... Un señor muy serio, de una buena familia de derechas.

     A nadie extrañará que esta presentación del presunto pretendiente encendiera las iras de la modista, también de buena familia, pero de izquierdas:

     ¡Mira que no decirme nada y tener que enterarme por gente de fuera! Y, por lo que me han contado, no eres muy selecta, que digamos, al escoger pareja.

     La filípica pilló a Alicia tan desprevenida, que la madre pudo seguir sin interrupción:

     Mira que con lo que tú vales, y con lo que fue tu padre, y vas y te fijas en un militar de derechas, ¡y cojo, por añadidura!

     Aquello era demasiado. Alicia replicó a modo y se armó una bronca de campeonato, que acabó por llamar la atención de Seve, quien acudió desde la cocina, dispuesta a pacificar la riña, como hacía con cierta frecuencia. La verdad es que la señorita tenía un carácter muy vivo, y a la señora era difícil aguantarla desde que se descubrió un bulto en el pecho y los médicos le estaban haciendo pruebas, con bastante mal pronóstico.

     Las aguas volvieron a su cauce por el momento, pero a la primera discusión siguieron otras muchas, cada vez más frecuentes, o, por mejor decir, doña Pilar se dedicaba a zaherir constantemente a su hija por no dar calabazas inmediatamente a ese sujeto, al que ella no había visto nunca, ni cruzado con él una sola palabra. Alicia optaba por hacer oídos sordos a las invectivas maternas, a partir de que a la señora le hubieran diagnosticado un agresivo cáncer de mama, cuya única esperanza de supervivencia pasaba por amputar ambos órganos y someterse a una severa radioterapia, que la inhabilitaría para su trabajo personal como costurera. Pero una cosa era comprender y tolerar el mal genio de su madre y otra obedecerla en todo y encerrarse en casa, mandando al garete a Víctor y a todas sus demás amistades. Ante el razonable temor de la enferma de quedarse sola y desasistida, si Alicia se casaba, y más con un militarote, de derechas y sin una pierna, Alicia llamó a capítulo a su madre, con la Seve como testigo, y le transmitió su plan de vida para el próximo futuro. Más o menos, le dijo así:

     Mamá, tendrás que operarte y someterte a los demás tratamientos que te prescriban los médicos. Será duro, pero es muy probable que salgas adelante y vivas todavía muchos años. No puedes pretender que yo deje pasar mi vida hasta que tú agotes la tuya. Lo que sí tienes el derecho de pedirme, y yo el deber de ofrecerte, es todo el apoyo que necesites de ahora en adelante. Lo más fácil es que, una vez te repongas, puedas seguir dirigiendo el taller, aunque tú no pongas mano en la labor. Y, sea esto factible o no, aquí estoy yo para ayudarte con mi salario, y aquí está la Seve para seguir al frente de la casa, como hasta ahora. Así que no vuelvas a ofenderme con quejas de que te abandono, ni vituperes a quien no conoces, tratándolo tan injustamente por sus ideas políticas, como lo han hecho por el mismo motivo con nosotras... Y ahora démonos un beso y recemos un padrenuestro para que Dios dirija las manos de los cirujanos que van a operarte.

     Con todo, tras haber mantenido enhiesto el pabellón de su dignidad de mujer libre, Alicia asumió íntimamente que no tenía mucho sentido continuar saliendo con Víctor, si en realidad no lo amaba, perdiendo ambos su tiempo y dando que hablar al respetable público. Mas hete aquí que la cirugía de doña Pilar trajo, ¡al fin!, a Castellar a su hijo Ricardo, y con él tomaría un nuevo giro esta historia.

***

     Era la segunda vez que Alicia se encontraba con su hermano. La primera, a poco de llegar ella a España, fue en Madrid, donde él seguía trabajando como pediatra en el hospital del Niño Jesús. Sin entrar en líos de familia, diré simplemente que la joven no simpatizó con su cuñada, hasta el punto de reducir a tres días la estancia en su domicilio, prevista para una semana. Es posible que ello fuese un motivo más de los muchos que encontraba Ricardo para no aparecer por Castellar y mandar a su madre un giro postal, o alguna carta, de pascuas a ramos.

     Esta vez, jugándose la vida su madre en un quirófano, el médico de la familia no tuvo otra opción que la de pedir un permiso y llegarse a Castellar; naturalmente, solo, pues Begoña ha tenido que quedarse en Madrid con los niños y os manda un beso muy grande, lamentando no poder venir. Tanto Alicia, como doña Pilar, agradecieron sobremanera la imposibilidad de que la abnegada madre no pudiera dejar solos a dos hijos como de diez años, con las dos criadas que tenían de servicio.

     Mientras esperaban en la habitación de la clínica durante el desarrollo de la larga operación, Ricardo y Alicia tuvieron tiempo de charlar sobre los más variados temas, hasta el extremo de que, volviendo a sentirse unida a su hermano hasta el punto –cierto punto- que lo habían estado de chicos, la joven sacó a colación, un poco en broma, al personaje de Víctor:

     Fíjate –destacó Alicia- el miedo que tiene mamá de quedarse sola, que me tiene marcada, no sea que me dé por echarme novio y abandonar mi púdica viudez.

     Es normal en su estado –opinó Ricardo-, que es verdaderamente muy preocupante; pero, en fin, ¿es que le has dado motivos para sospechar de un pronto cambio de estado?

     Alicia se echó a reír y respondió con una verdad que, ni era toda, ni nada más que:

     Según ella, me tiene echado el ojo un militar de derechas y con una sola pierna.

     La verdad es que no es un retrato muy favorecedor, bromeó Ricardo.

     Pues no creas, matizó Alicia. Víctor del Moral es un caballero de la cabeza... al pie.

     Ricardo dio un respingo:

     ¿Víctor del Moral, dices? ¿Militar y mutilado? A ver si va a ser el alférez provisional que me protegió durante la guerra. Descríbemelo.

     Alicia hizo todo lo posible por hacerlo detalladamente, pero el personaje era de lo más corriente y los años transcurridos desde la guerra alejaban aún más el posible parecido. Ricardo se dio por vencido, una vez quedó claro que su hermana no guardaba fotografía ninguna del aspirante. En vista de ello, sugirió:

     Pregúntale si estudió magisterio antes de la guerra, o si le hirieron en la sierra de Espadán. De responderte afirmativamente, no cabrá duda de que es el mismo que tan bien se portó conmigo, y con todos los hombres de su unidad. ¡Cuánto me gustaría volver a verlo!

     Pues quédate unos días y podré presentártelo.

     Imposible, pasado mañana mismo tengo que regresar sin falta a Madrid... Pero sí voy a decirte una cosa: Si el tal Víctor es quien yo supongo y no está amargado de su desgracia, no lo dudes, hermana: Ese hombre vale más con una pierna que la mayoría de nosotros con dos. Y no dejes de transmitirle mi recuerdo y gratitud. Hay cosas que, por mucho tiempo que pase, permanecerán en la memoria.

 

 

8.  El ayudante se resiste


     Los meses siguientes fueron para Alicia un sin vivir. Apenas respuesta de la extirpación mamaria, su madre hubo de someterse a un severo tratamiento de radioterapia, que en aquella época de sus inicios suponía una tremenda cauterización de toda la zona y de su periferia, que la dejaba dolorida y chamuscada para los restos. Semejante barbaridad solo se realizaba en algunos hospitales avanzados de España, entre ellos, el provincial de Castellar. Por supuesto, también se llevaba a cabo, con mayor precisión y garantía, en varios de Madrid, pero ante las primeras insinuaciones de su hermana, Ricardo se había mostrado inflexible:

     Que la trataran aquí no supondría ninguna ventaja clínica y, en cambio, se hallaría descentrada. Para la convalecencia, nada mejor que su propia casa.

     Así pues, un par de veces por semana, Alicia acompañaba a doña Pilar al hospital para que recibiera su dosis de radiación. Iban y venían en taxi –la ambulancia les fue denegada- y, si la señora se sentía sin fuerzas, el médico autorizaba que se recuperase durante unas horas en una cama del hospital.

     Pese a todo, la joven hubo de reincorporarse a su trabajo en la farmacia, aunque don Ángel se comportó como correspondía a su nombre: Le autorizó a faltar y a no atenerse al horario, siempre que fuera necesario, y le facilitaba a precio de coste y a plazos los medicamentos que su madre precisaba, en especial, analgésicos. En este aspecto, también se ofreció a cooperar –y, de hecho, lo hizo- Víctor del Moral, sacando de la farmacia militar vendas, pomadas y otros productos que podía hacer pasar como destinados a cuidar su muñón.

     Hablando de Víctor, Alicia no dejaba de valorar su finura, a la hora de ofrecerse y mostrar interés por su madre, liberándola a ella de cualquier solicitud de proseguir sus salidas de los domingos. Todo lo más, una o dos veces por semana, al caer la tarde, la esperaba a la salida del trabajo, en el camino de la farmacia a su casa, para preguntarle cómo iban las cosas y ofrecerse para lo que fuera necesario. La joven imaginaba si, de saber todo esto, su madre seguiría vituperando al militarote de derechas al que le faltaba una pierna. Precisamente esa carencia fue objeto de la lamentación de Víctor, aunque por razón muy diferente de la personal:

     Es lástima que con la pierna ortopédica no pueda sacar el permiso de conducir. Si lo tuviera, podría haberme comprado un coche y ahora os llevaría al hospital, en vez de que tengáis que gastaros un pico en la carrera.

     No te apures, Víctor –contestó Alicia-. Llamamos siempre al mismo taxista y nos hace un precio bastante rebajado.

     Así fueron pasando los meses y 1948 tocó a su fin. Doña Pilar se recobró cuanto era posible, con la esperanza de los médicos en que el cáncer no se reprodujese en cualquier otro lugar de su cuerpo. Lo que resultó irrecuperable fue el taller de costura, que no habían tenido más remedio que cerrar, en vista de lo largo que iba a ser el proceso de curación. Las empleadas se concertaron para abrir otro, bajo la dirección de la oficiala más experta, y, cuando doña Pilar las llamó para reanudar el trabajo con ella como titular, rechazaron la oferta. En las circunstancias de debilidad en que estaba, no era cosa de empezar desde cero; de modo que la señora, con harto dolor, se avino a vivir con  la mínima pensión que le correspondía por incapacidad para el trabajo de modista, por el que había cotizado durante diez años, así como de las rentas que producían las tierras de Villacontén, heredadas de su madre, que con el cambio de régimen los llevadores ahora pagaban religiosamente. Por lo demás, la señora era de las de genio y figura y siguió oponiéndose a vivir del salario de su hija. Aunque ya no se refiriese a nadie en concreto, le decía con mucho retintín:

     Anda y mételo en el banco, que cualquier día te casas y no quiero que vayas descalza al altar.

     ¿Casarme yo?, bromeaba Alicia. Me van a caer los treinta, y nada. Tendré que ir buscando el santo al que vestir.

     En el fondo, Alicia no sentía ninguna preocupación por su soltería. Ante todo –aunque ya quedaba lejano- había experimentado la felicidad y los dolores del matrimonio, por más que en Castellar todos se empeñasen en tratarla como si no fuese viuda; cosa lógica pues, salvo sus íntimos, nadie había sabido de su matrimonio en Francia. Cuando se lo dijo, Víctor se quedó de piedra, aunque no cambiara en lo más mínimo su trato para con ella. Si acaso, lo de ser viuda de guerra debió de inspirarle mayor paciencia y comprensión.

     También se quedó asombrada Alicia cuando, a los pocos días de su charla con Ricardo, preguntó a Víctor:

     Por cierto, ¿no tendrías durante la guerra a tus órdenes a un soldado, llamado Ricardo Manzanares?

     Por supuesto -repuso Víctor-; y, desde que me dijiste que eras hija del difunto presidente de la Diputación, comprendí que Ricardo era tu hermano.

     Boquiabierta, la joven inquirió:

     Entonces, ¿por qué no me lo hiciste saber?

     Víctor sonrió, un poco avergonzado, y explicó:

     Supongo que no quería que me tratases con el agradecimiento debido a quien había hecho tanto por tu hermano. Y conste –agregó con malicia- que, a pesar de la recomendación del comandante Duque, más de una vez estuve a punto de meterle un buen paquete. Habrá llegado a ser un gran médico, pero en filas era un completo patoso.

     ¡Así que era eso! El bueno de Víctor no quería gratitud, ni deseaba mezclarla con otros sentimientos más íntimos. Alicia empezó a pensar que tal vez el amor no tuviera que ser siempre como el que había sentido por Gastón; que podría tener muchas formas, según fuese la persona querida y el momento de la vida en que brotase; en suma, que, si Víctor se le declaraba, probablemente le diría que sí, sin más análisis ni ponderaciones...

     Y, así las cosas, el espíritu de don Néstor reapareció.

***

     Nunca le había parecido el espectro tan enfadado como esta vez. Y no era para menos, dado que echó en cara a Alicia, con todo rigor y todas las letras, no haber hecho honor a la palabra empeñada. Como venía sucediendo en las apariciones anteriores, la durmiente no tenía modo de entrar en el sueño y pedir a su padre las aclaraciones oportunas. Pese a ello, don Néstor parecía adivinar lo que su hija quería, pero no podía, decirle y prosiguió:

     ¡Tanta urgencia en que te enviara al cooperador para hacerme la justicia que habías prometido y, en vez de utilizarlo en debida forma, vas y te enamoriscas de él!

     La angustia de la joven era tal, que entró en apnea. El espíritu fue desvaneciéndose y ella despertó angustiada y jadeante, costándole un rato recuperar el aliento. Al recobrarse, intentó vanamente volver a dormirse, por si la visión tenía a bien completar su mensaje, pero fue en vano. Ni en esa noche, ni en las sucesivas en que se presentó el aparecido, este amplió o aclaró su indicado mensaje. Tampoco suavizó el rictus ni el indignado vigor de sus palabras.

     La verdad es que, si bien Alicia tenía bastante en lo que ocuparse con las cosas de este mundo, el fantasma también podía esgrimir motivos para sentirse decepcionado por la falta de perspicacia de su vástago. Para el parcialmente finado don Néstor, resultaba paladino que Alicia –como él le prometió- había recibido a su emisario gracias a hacerse niña, esto es, a acercarse al barquillero de su niñez para comprarle aquellos gofres chorreando miel, que le despertaban sensaciones infantiles adormecidas, pero nunca olvidadas. ¿A quién había encontrado entonces? A Víctor, naturalmente. Y no solo lo había hallado sino que, de la manera más imprevista, había entablado con él la conversación, principio de su muy especial amistad. ¿Qué más quería aquella infiel como señal de ultratumba?

     Sí, todo eso estaba muy bien –pensaba Alicia-, pero ¿cómo demonios iba a favorecer el mutilado militar que ella hiciese justicia a su padre? Desde luego, no era persona violenta, dispuesta a prestarse a participar en un delito, ni tenía cuentas pendientes con las gentes de derechas, por muy criminales que fueran. Entonces, ¿cuál era el género de colaboración que podía esperar de Víctor? Tras mucho elucubrar, la joven llegó a la conclusión de que solo había una causa lógica para esperar ayuda de él: Su acompañante sabía algo que a ella podía permitirle cerrar el círculo de sus sospechas y dar con la persona exacta que había entregado a su padre a los verdugos. Era por ahí, con tiento y reserva, como podría servirse de Víctor para su secreto designio; pero ¿cómo lograrlo sin soltar prenda sobre su objetivo?

     Como tantas veces sucede, la casualidad premió a quien se halla alerta. Aconteció que, aunque Víctor le había informado de que trabajaba en oficinas militares, no había hecho más precisiones, ni le indicó en cuál de los muchos edificios que las albergaban era donde tenía su despacho. Pero una mañana de primavera, Alicia, tras pasar una mala noche –quién sabe si por culpa del espíritu gruñón-, decidió salir de casa más temprano de lo habitual y encaminarse a la farmacia dando un buen rodeo, para acabar de desperezarse. Y entonces lo vio de espaldas, vestido de militar, tratando de dar a su paso el aire firme y marcial que se espera en un oficial. La joven optó por seguirlo a cierta distancia, con la curiosidad que hasta entonces le había faltado. No tardó ni cinco minutos en verlo entrar en un elegante edificio de la calle de la Cárcava, ornado con la bandera nacional y el pretencioso Todo por la Patria, propio de las dependencias del Ejército. Dejó pasar un par de minutos y, a su vez, se acercó al portalón, hasta poder leer el dorado rótulo que definía la función del palacete:

Auditoría de la 7ª Región Militar

Juzgados Militares de Plaza

Fiscalía Militar

     Por el momento, tomó nota mentalmente y siguió su camino al trabajo, pues se le estaba haciendo tarde; pero a los dos días obtuvo licencia de don Ángel Recio para entrar a trabajar a las diez y, armándose de osadía, volvió a llegarse al mismo edificio y preguntó a uno de los soldados que guardaban la puerta:

     Por favor, ¿puede indicarme si trabaja aquí el teniente Víctor del Moral?

     En efecto, señora. Es el secretario del Juzgado número 1... ¿Quiere usted verlo?

     No, muchas gracias –rehusó de inmediato Alicia-. Solo trataba de confirmar si tiene su despacho aquí o en el edificio de Capitanía General. 

     A partir de ahí, Alicia fue atando cabos, lo que le fue sencillo, habida cuenta de que era perfectamente consciente de que su padre había sido juzgado y condenado en consejo de guerra, es decir, por un tribunal militar. Era lógico deducir que el expediente del asunto estuviese archivado en las dependencias judiciales militares, y que allí había de figurar –tal vez como el primero de los documentos- la denuncia del traidor, que también tendría que haber declarado ante el juez castrense, para ratificar su delación y dar cuantos detalles le fuesen solicitados. También era obvio que la identidad del delator se mantuvo secreta a todo lo largo del juicio –de hecho, así se lo confirmaron a la joven su madre y Severina, asistentes a aquel-, precio –entre otros- que las autoridades habrían pagado a quien les hizo tan señalado servicio; un favor, por otra parte, que la policía no querría que se supiese, para presumir así de esfuerzo y de eficacia.

     El eslabón final de toda esa concatenación de premisas era el siguiente: Si las actuaciones estaban archivadas en el archivo judicial militar, nada más fácil para un secretario de un juzgado de dicha naturaleza que averiguar el número de la causa –de hecho, la madre de Alicia lo recordaba de memoria-, ir por el legajo y descubrir el nombre del denunciante. ¡Ahora sí que le quedaba meridianamente clara la ayuda que Víctor podía prestarle, como paso necesario, aunque no suficiente, para que pudiera cumplir la promesa hecha a su padre! Era cosa de hablar con el guardián de aquel tesoro informativo y conseguir que se lo entregara; en principio, sin explicarle los motivos ni, menos aún, la ultraterrena procedencia de la solicitud. Alicia asumió que la empresa no iba a ser fácil, pero no imaginó hasta qué punto llegarían las dificultades.

***

      La joven empezó por preguntar a Víctor lo que, en realidad, ya sabía, pero quería oír de sus labios y obtener mayores precisiones. El teniente pareció mostrarse sorprendido de la pregunta que, no obstante, contestó con veracidad:

     Aunque no soy del Cuerpo Jurídico ni nada por el estilo, me colocaron de secretario de uno de los juzgados hace unos años, cuando no parábamos de trabajar, para desgracia de los desafectos al régimen. Como maestro, tenía destreza en la escritura y, además, sabía mecanografía. Todo lo demás –como me dijo el capitán-juez- se reducía a conocer unos pocos artículos del Código de Justicia Militar y a apretar las clavijas a los declarantes. Afortunadamente todo aquello pasó y ahora ya no son muchos los casos políticos graves que pasan por mis manos, ni me puedo permitir hacer ascos al puesto en que me han colocado. Con mi mutilación, como me ponga exquisito, me mandan para casa con una pensión de cuatro perras, a hacer muñequitos de madera y echarles migajas a las palomas.

     No era una justificación de conducta lo que esperaba Alicia de Víctor, sino conocer sus posibilidades de llegar a la información que ella necesitaba. Le sondeó:

     Aunque no estuvieras desde el principio de la guerra de secretario, supongo que podrás informarte de algunos detalles de los asuntos anteriores a tu nombramiento.

     Salvo excepciones, todos los expedientes estarán archivados –repuso Víctor, y añadió poniéndose en guardia-, pero su custodia es cosa de otros compañeros y su consulta tiene que ser autorizada, con justa causa, por el jefe del archivo... ¿Por qué lo preguntas?

     Alicia no tuvo más remedio que sincerarse hasta cierto punto:

     Al haber estado en Francia cuando juzgaron a mi padre, no tengo otra noticia que lo poco y confuso que accede a contarme mi madre... Supongo que, si tú estuvieses en mi situación, también querrías saber lo que pasó para guardarlo en el corazón y, en su día, transmitirlo a tus hijos.

     Víctor procuró eludir el compromiso que veía pender de su cabeza, cual espada de Damocles:

     Para serte sincero, Alicia, he de confesarte que, si no alegas una causa más concreta y detallas lo que quieres conocer del legajo, el comandante denegará tu petición. Será duro, pero así son las normas... Quizás, andando el tiempo, cuando pasen muchos años, las causas archivadas lleguen a ser de libre consulta para los condenados y sus familias.

     La joven insistió, de la forma que Víctor se estaba temiendo:

     No creo que hagan falta tantos requilorios para lo que yo pretendo. Tu mismo, en un vuelo, podrías conseguírmelo... Verás, con lo que me han ido contando algunas personas que estuvieron en el juicio, tengo una idea medianamente clara de lo que allí pasó. Solo me queda un vacío importante, no sé si porque no se habló de ello, o porque pasó desapercibido... Con que solo me informases de eso, me daría por satisfecha... Verás que es bien poca cosa.

     ¿Qué es lo que quieres conocer?, preguntó Víctor.

     El nombre de las personas que revelaron a las autoridades el lugar donde se escondía mi padre, contestó Alicia con firmeza.

     ¡Así que es eso! –exclamó el teniente-. Ese es un extremo –prosiguió- que nunca se daba a conocer a los inculpados, ni se hacía público en el juicio, por motivos perfectamente comprensibles. De hecho, no siempre figuraba en los autos: La denuncia podía figurar en un papel anónimo, o hacerse por teléfono sin que se identificase el comunicante.

     ¡Bah!, dijo Alicia fingiendo indiferencia. Puede que en el año 37 esos secretismos tuviesen razón de ser, pero ya han pasado doce años y los delatores, si aún viven, pueden estar tranquilos: Ellos ganaron la guerra, mi padre está bajo tierra y mi madre y yo no estamos como para pedir cuentas a nadie.

     Víctor no tragó con la argumentación tranquilizadora de Alicia, pero, en principio la rebatió como un simple leguleyo:

     Puede que tengas razón, pero las normas son las normas y yo no puedo desobedecerlas y exponerme a una sanción grave.

     No exageres. Solo habrías de echar un vistazo a un asunto archivado, como tantas veces habrás tenido que hacer; y, por supuesto, tienes mi palabra de que no revelaré a nadie la información que me transmitas.

     Salvo a tus hijos, matizó Víctor, entre la ironía y la incredulidad. No insistas, Alicia –añadió-. Créeme que no puedo te conceder lo que me pides. Es un caso de conciencia.

     La joven saltó al escuchar esa última frase:

     ¡Un caso de conciencia! Vaya forma rimbombante de referirte a que, por el hecho de que haya una remota posibilidad de que te sancionen, te niegas a hacer un favor a una amiga tan buena como yo.

     Víctor, a su vez, también explotó, aunque con buenas formas:

     Mira, Alicia, la misma insistencia y fuerza que pones en tu petición no hace sino confirmar mi convencimiento de que, detrás de ella, hay algo más que una inocente curiosidad. A nadie se le oculta que una información como la que me exiges podría ser –de hecho, sería- la fuente para resucitar viejas querellas y provocar los odios y venganzas que ha dejado vivos la guerra pasada... No estoy dispuesto a dar pábulo a tales sentimientos, y menos en ti, que parecías haberlos superado. Precisamente el que seas para mí, no ya una buena amiga, sino la persona a la que profeso mayor afecto, me determina a negarte eso que tú llamas favor y que, en realidad, envenenaría tu vida.

     Alicia no daba su brazo a torcer:

     Muchas gracias –replicó sarcástica- por decidir por mí lo que más me conviene, que, según tú, es ignorar todo cuanto pueda hacerme daño; incluso, quién fue culpable de que matasen a mi padre.

     Querida Alicia –concluyó Víctor-, a tu padre lo mataron entre muchos, y ya no tiene remedio. No permitas que esos mismos acaben también con el alma de su hija.

***

     Nuestra Alicia era una compleja mezcla de empecinamiento y reflexión. Como niña terca –en expresión de su padre- se sentía obligada a cumplir la promesa hecha a don Néstor y, desde luego, no iba a cejar porque surgiesen dificultades, ni a causa de los argumentos paternalistas de Víctor, que rechazaba hacerle un pequeño favor porque, supuestamente, de consentir en él podía envenenar su vida. La joven se sintió ofendida por esta intromisión, tanto o más que por la negativa a ayudarla. En consecuencia, el militar perdió atractivo a sus ojos, aunque no por ello dejó de frecuentarlo, renunciando ambos, de tácito acuerdo, a volver al tema del archivo y sus secretos.

     Pero Alicia también reflexionaba, y para ello le ayudó la cerrazón de Víctor. Desde luego, a ella le tenía sin cuidado que su conducta presente reprodujera o perpetuara en su vida la guerra civil. A fin de cuentas, Víctor era un iluso, si creía que la contienda había acabado: Ciertamente los soldados no se mataban en los frentes, pero los vencidos seguían sojuzgados, discriminados, fusilados y llenaban las cárceles: No era el recuerdo del pasado lo que envenenaba su vida, sino aquel presente, hosco y tenebroso, en que los últimos años de su juventud se empantanaban. Sí, los argumentos de Víctor la resbalaban en lo que pretendían, pero hicieron que se fijara en algo que, curiosamente, no había analizado hasta entonces: ¿En qué consistía hacer justicia a su padre? ¿Hasta qué punto le sería eso posible y, de serlo, qué consecuencias directas le acarrearía?

     Tiempo atrás, es posible que la respuesta a estas preguntas la hubiese impetrado de su propio padre, pero ya estaba harta de las demoras y ambigüedades del buen señor al aparecerse en sus sueños. Por otra parte, no hacía falta ser muy lista para comprender que lo que don Néstor llamaba justicia no sería otra cosa que Alicia consiguiera castigar con la muerte a quienes lo habían delatado. No sin enfado consigo misma, la joven acabó por entender que había comprometido su palabra para algo que no podía ni quería hacer: matar a alguien.

     Y en esas estaba, cuando de nuevo el espectro de su padre volvió a entenebrecer sus sueños. Como si el espíritu de don Néstor conociera sus más íntimos pensamientos, cuanto más se inclinaba Alicia por abandonar su compromiso, más la atormentaba aquel fantasma, recordándole su deber a cada noche. La muchacha sentía repugnancia de acostarse y angustia al ser vencida por el sopor que presagiaba aquella aparición que, aun siendo la de su amado padre, detestaba con todo su corazón. La falta de descanso nocturno hacía de sus días una secuencia de horas cansinas y turbias, lo que apreciaban con preocupación y tristeza cuantos la querían; entre ellos, Víctor, que se sentía culpable, imaginando que su negativa tuviera que ver con el decaimiento de la joven que, en cualquier caso, esta se negaba a explicar.

     Al borde del agotamiento y la depresión, Alicia hizo un intento desesperado para ponerse en contacto con el espíritu. Una noche, se arrodilló junto a la cama y, con lágrimas en los ojos, suplicó a su padre que la dispensara de su promesa, toda vez que matar a alguien, aunque fuera para hacer justicia, sería en ella un gravísimo pecado, que nadie que la amara como él la había amado podía atreverse a cargar sobre su conciencia.

     No puedo creer, padre mío –musitó Alicia-, que tu destino en el otro mundo pueda ser otro que el cielo de los bienaventurados. Siendo así, no puedes pretender que yo me condene, impidiendo que nos reunamos para siempre en la vida eterna.

     La súplica de Alicia era bella y coherente, supuesto –lo que yo no estoy en condiciones de afirmar- que don Néstor fuera, o estuviese llamado a ser, uno de los moradores del cielo. Sea como fuere, la petición tuvo el efecto esperado. La aparición tomó la forma de una simple mano con el índice extendido en ademán de señalar. Primeramente, indicó una página evangélica, en la que Alicia pudo leer con toda claridad:

     No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma

     Seguidamente, la mano señaló hacía una mesa, a la que estaban sentados su madre, Ricardo y ella misma, inmóviles, lívidos, con la mirada perdida, como muertos; pero no lo estaban, pues movían los labios para hablar –aunque de ellos no brotaba palabra alguna- y alargaban las manos unos hacia otros, sin llegar nunca a tocarse. Finalmente, la mano señaló un reloj, cuyas agujas estaban a punto de superponerse en la cifra de las doce. Luego, la visión se desvaneció.

     Cuando Alicia despertó, la claridad del sol iluminaba ya la habitación y ella misma se sintió invadida por una inesperada sensación de alivio y sosiego. Había dormido de un tirón toda la noche y se sentía eufórica y relajada. Todo ello le hizo comprender que, cualquiera que fuese lo que le deparara el futuro, aquella noche la había visitado el espectro de su padre por última vez.

***

     Alicia recompuso con cierta facilidad una interpretación del sueño, integrando sus tres partes en un todo coherente. Por de pronto, la alusión bíblica aclaraba que su padre no pretendía convertirla en una homicida, sino nada más –y nada menos- que en el instrumento de un castigo tan severo, que fuese capaz de matar el alma de quienes lo hubiesen traicionado. La segunda visión implicaba una doble consideración: Lo de matar el alma no tenía el estricto sentido evangélico de provocar al pecado a otros mediante el escándalo, sino dejarlos tan anonadados, que siguieran viviendo solo en apariencia, pero secos y destruidos por dentro. Y otra consideración era la de que esa destrucción de la vida espiritual sería el trasunto de la que había causado en la familia de los Manzanares la muerte de don Néstor. Finalmente, el reloj a punto de dar las doce daba a entender que el tiempo se acababa para algo o para alguien: Lo más probable es que fuese para el espectro del difunto profesor, a quien ya no le sería dado manifestarse más a los mortales. Alicia, pues, tendría que actuar sin más sugestiones, o bien abandonar definitivamente el compromiso con su padre.

     Definitivamente, aquel giro de guion sobre lo que ella había temido llevó a la joven a decidirse por cumplir su palabra. En verdad que el delator –quienquiera que fuese- se merecía un castigo ejemplar y Alicia estaba dispuesta a proporcionárselo. Cada vez que veía a su madre convertida en una anciana encorvada y medio ciega por las interminables jornadas de costura, y lacerada por el cáncer, sin tener siquiera el apoyo y el consuelo de su amante marido, sino el permanente recuerdo de su injusta pérdida, Alicia apretaba los dientes y se preguntaba cómo matar el alma de los causantes de aquella tragedia. En el reloj de la cercana iglesia de los franciscanos sonaban las doce campanadas, noche tras noche: Un nuevo día empezaba en que algún cínico culpable, lejos de recibir su merecido, disfrutaba en un bien amueblado dormitorio del salario de su crimen.

     Alicia, obsesionada por cumplir su cometido, llegó hasta el extremo: Puso a Víctor ante el dilema de revelarle el nombre de los denunciantes de su padre, o romper la relación que entre ellos, aunque lánguida, se mantenía. Para su avergonzada sorpresa, el presionado optó por rechazar aquel chantaje, cerrándole así el conocimiento del delator a castigar. La joven, tras un primer momento de desconcierto, comenzó a experimentar la grata sensación del caminante que, creyéndose perdido, encuentra una señal inequívoca, indicándole la salida de su laberinto. En efecto, con la negativa de Víctor, lograba poner fin a la esclavitud de vivir para el espectro justiciero de un padre y para un blando y pegajoso espejismo de amor. ¡Bienvenida a una nueva fase de su vida, que podría trazar con su mano o, cuando menos, recorrer en libertad, abierta al azar y a la esperanza! 

 

 

9. Justicia cumplida


     Como atendiendo a la llamada del mes de los difuntos, don Agustín Valladares falleció a mediados de noviembre de 1949. Las Manzanares no conocían que el caritativo señor estaba gravemente enfermo de una pulmonía doble, que se lo llevó en cosa de días; de modo que hubieron de enterarse por la esquela de El Noticiero. Doña Pilar, que estaba pasando una temporada más de dolores y agotamiento, no se atrevió a acompañar a su hija al velatorio que, según la costumbre del momento, se cumplía en casa del difunto, permaneciendo los más allegados toda la noche allí, rezando, conversando y tomando tentempiés, más o menos suculentos.

     Mientras Alicia, formalmente vestida de negro, se encaminaba hacia aquella casa, refugio de su padre durante tantos meses, no dejaba de pensar que, lo mismo que él le había pedido que le hiciese justicia, don Agustín podría también haberlo hecho, por los años que la misma denuncia le había tenido en prisión, perdiendo con ello salud y trabajo. Se ve –pensaba- que el señor Valladares era más conformista, o tal vez le habría hecho el macabro encargo a Lucita, su hija del alma. Precisamente fue esta la que, al llegar Alicia, la abrazó e hizo sentarse a su lado, seguramente por ser la asistente más próxima a ella en edad.

     Pasado el primer rato, muy concurrido, en que los rezos y los suspiros se mezclaban con bisbiseos acerca de la última enfermedad del finado y las bellas cualidades que lo adornaban, llegó la noche y, con ella, fueron despidiéndose las visitas hasta la misa de funeral a celebrar, corpore insepulto, al mediodía siguiente. Alicia hizo intención de retirarse, aduciendo la conveniencia de no dejar sola para cenar a su madre, pero Lucita, como si estuviera deseando saber de la vida sentimental de su conocida, le preguntó de sopetón:

     Por cierto, ¿sigues saliendo con ese señor un poco cojo, que fue antaño vecino nuestro?

     No deseando contestar, pero sí obtener más información, Alicia respondió a la pregunta de Lucita con otra:

     ¿Vecino vuestro de antiguo? No estaba al corriente de ese extremo.

     Lucita se quedó cortada, pero no era de las que callan, una vez que han empezado un tema de conversación:

     ¿Ah, no habéis hablado de ello entre vosotros? Pues sí; yo no me acordaba después de tanto tiempo, pero mis padres comentaron, al verte paseando con él, que no les cabía la menor duda. Tu acompañante era vecino de la casa de enfrente y se fue voluntario a la guerra, nada más iniciarse.

     Un fulgurante rayo de luz atravesó el cerebro de Alicia, al escuchar esas palabras. En lugar de marcharse de inmediato, se despidió de Lucita y explicó:

     Voy a pasar un momento a la cocina para saludar a la Seve.

     En efecto, allí estaba Severina, dedicada a preparar platos y copas para los que iban a velar de noche. Tan pronto vio a Alicia, la cocinera aprovechó para poner ante ella una bandejita de pastas aceitadas y una copa de moscatel. La joven se sentó e hilvanó la charla, de forma que su interlocutora no tuviera otra salida que la de sincerarse con ella:

     Seve, yo creía que me tenías aprecio y te importaba mi felicidad, pero mira por dónde me he enterado de que me has estado ocultando algo muy importante, que yo debía conocer.

     La criada quedó atónita y, sin saber aún a qué se refería Alicia, solo acertó a decir: Señorita, yo... La joven, sin dejarle reaccionar, prosiguió:

     Así que me veis por la calle con uno de los que delató a mi padre y os calláis como zorros, dejando que me interese por él como una lela. ¡Anda y que no se habrá reído de mí ese sinvergüenza, luciendo a su lado a la hija de quien traicionó!

     La andanada de Alicia había sido tan imponente, que la Seve, con verdad o sin ella, optó por echar la culpa a quien no podía ya disculparse, aunque quisiera:

     Yo se lo habría dicho, señorita. Es más, estuve dispuesta a hacerlo, pero el difunto don Agustín me lo prohibió de manera tajante. Recuerdo que me dijo –Dios me castigue sin miento-: La guerra acabó hace muchos años y es de razón que también concluyan los odios y las venganzas. Además, ese señor que sale con Alicia era un jovencito cuando marchó al frente, y no se encontraba en Castellar cuando nos delataron.

     Alicia insistió:

     ¿Lo sabían también doña Veneranda y Lucita?

     También, señorita –afirmó la Seve-. Precisamente fue la señora quien primero reconoció al cojo –usted dispense el señalar- como uno de los hijos de la señora Orozco: esos que vivían en el segundo al otro lado de la calle y que, a poco de llevarse la policía a su papá y al señor, marcharon a otra ciudad, y no precisamente descalzos.

     Aunque convencida de no equivocarse, Alicia se presentó, días más tarde, en la casa que había sido la de los presuntos delatores. Con mucha suavidad y el señuelo de una propina, preguntó al portero si recordaba el apellido de unos antiguos vecinos, que habían vivido en el segundo piso del inmueble:

     Verá –explicó-, es cosa de mi madre, que está enferma y querría encontrar a una antigua amiga, que vivió aquí, y se apellidaba Orozco; pero no recuerda el apellido del marido, que es imprescindible para localizarlos por la guía telefónica de la ciudad donde viven ahora.

     El conserje, con gesto avinagrado a pesar de la dádiva, contestó:

     Supongo que se referirá usted a los Del Moral. Yo no los he conocido, pero hace no mucho vino por aquí un señor que tenía ese apellido, con la pretensión de que le enseñase el piso en que había vivido de niño. ¡Fíjese qué idea, estando ahora alquilado por otros señores! ¡Como para jugarme el puesto!

     En un instante se le borraron a Alicia cuantos escrúpulos o dificultades había imaginado a la hora de cumplir la voluntad de su padre. El hipócrita de Víctor, con el cuento de impedir que envenenase su vida, lo que estaba haciendo era encubrir la participación de sus padres en la desgracia de don Néstor y de su acogedor. ¿Y para qué? Era obvio que no se trataba de evitar a aquellos un mal trago, pues el régimen político los protegía, hasta el punto de haberles premiado por su delación. ¡No!, lo que Víctor pretendía era quedarse con el santo y la limosna, o sea, su familia con las prebendas y él con la hija de la víctima con que las habían obtenido. ¡Vaya jugada sucia, e innecesaria, además!

     ¿Innecesaria? Hasta cierto punto, por lo menos. Ella se le había mostrado siempre abierta y generosa, sin importarle su profesión, sus ideas..., su mutilación. Si Víctor, a la recíproca, se hubiese sincerado con ella, si le hubiese pedido perdón en nombre de sus familiares culpables, es muy probable que se lo hubiera concedido, pese al espectro y sus desmedidas ansias de venganza. ¡Pero no! El caballero había optado por el camino de la reserva y del engaño, satisfecho de que su familia siguiera aprovechándose de las ventajas que su delación le proporcionó. Decía la Seve que Víctor se marchó a la guerra, por lo que nada había tenido que ver con la denuncia. Cierto, pero, cuando había tenido la ocasión de desmarcarse de los culpables directos, con su silencio cómplice había hecho con ellos causa común.

     La suerte estaba echada. Alicia llegaría hasta el extremo, así en los medios, como en los fines. Don Néstor tendría por fin su justicia, pero ahora había en ello una no pequeña diferencia: La hija consideraba que no era solo para su padre, sino también para ella misma.

***

     Estaba claro que Alicia, si quería consumar su propósito, habría de volver a entablar relaciones con Víctor, y eso no resultaría sencillo: No porque el militar fuera a poner dificultades –la joven estaba convencida de que la seguía queriendo-, sino para explicar de manera convincente la rectificación de su conducta, pues Víctor no era tonto, ni aún enamorado, y a Alicia no se le daba bien mentir.

     Todo lo despejó el acontecimiento luctuoso que se produjo por aquel entonces en la familia Manzanares. Doña Pilar recayó en el proceso canceroso y los médicos descartaron el encarnizamiento terapéutico, que solo iba a conseguir dilatar unos meses su vida, a costa de grandes gastos y sufrimientos. Era evidente que el fallecimiento de su madre liberaba a Alicia de todo compromiso moral, dejándola libre para realizar lo que se propusiera, sin causar con ello el abandono de nadie de ella dependiente.

     La muerte de doña Pilar se produjo en marzo de 1950 y Alicia contrató la inserción de la oportuna esquela en El Noticiero. Al entierro –bastante más concurrido de lo que lo hubiese estado unos años antes- acudieron, por supuesto, su hermano Ricardo y el teniente, Víctor del Moral, quienes por fin tuvieron ocasión de reencontrarse y darse el abrazo que llevaba esperando más de una década. Al despedirse ambos hermanos, Ricardo volvió a insistir a Alicia:

     Del Moral me ha dado a entender que habéis dejado vuestra relación por no sé qué punto de honrilla. Los años pasan y la soledad pesa cada vez más. No lo dudes y comprométete con él. Seguro que no te arrepentirás.

     Aunque no quería enfadarse con su hermano en tal ocasión, Alicia no pudo menos de replicarle:

     A Víctor y a mí nos separa algo más que la honrilla, y ya sabes aquello que se dice: Vale más estar solo que mal acompañado.

     Ricardo se encogió de hombros. Verdaderamente, su hermana tenía un carácter cada vez menos soportable.

     De todos modos, Alicia correspondió a las atenciones funerarias de Víctor, de la manera entonces habitual: Le envió por correo a la Auditoria un recordatorio y una tarjeta impresa agradeciéndole su asistencia al entierro y funeral de su madre. Le pareció que, como señuelo, era lo bastante para que fuera él quien diera el primer paso.

     En efecto, así sucedió. Al cabo de dos o tres días, Víctor la esperaba a la salida de la farmacia, según él, para saber cómo se encontraba después de sufrir tan irreparable pérdida. Ella le contestó:

     Resignada, ante el alivio que supuso para mi madre el dejar de sufrir tantísimo, y reconfortada por la seguridad de haber hecho por ella en vida todo cuanto pude. Por lo demás, el volver a casa y encontrarla vacía de su presencia resulta bastante duro.

     ¿Sigues conservando a la criada fija que llevaba bastantes años con vosotras?

     ¿A Emilia? –dijo Alicia-. Un día de estos tendré que pagarle la indemnización y despedirla. Mi economía no me permite ese dispendio que, por otra parte, ya no tiene sentido, una vez muerta mi madre.

     Pues vas a encontrarte muy sola en casa –dedujo Víctor-. Por lo menos, no te aísles del resto del mundo –agregó, con obvias intenciones-.

     Mientras tenga mi trabajo... –replicó Alicia, saliendo deliberadamente por los cerros de Úbeda-. Es muy interesante y absorbente: Me pasaría las horas muertas entre morteros y redomas.

     A partir de aquella tarde, Víctor la esperaba todos los días, ya sin la precedente cautela de no hacerlo junto a la farmacia. Por esta y otras evidencias, Alicia dedujo que Ricardo también había tocado a su antiguo benefactor, ponderándole las virtudes de su hermana y la buena pareja que hacían juntos, tan pronto superaran sus pequeñas diferencias. Tan animado se veía a Víctor, que no tardó en hablar de matrimonio con Alicia. El teniente parecía tenerlo todo pensado:

     Por lo que me cuentas –le dijo a la joven-, tu casa resulta demasiado grande para ser solo el hogar de una familia, sin tener que montar en ella un taller de costura, ni nada parecido. Tal vez, te gustaría más la mía que, a mayores, queda más cerca de tu trabajo..., suponiendo que quieras seguir empleada cuando te cases.

     Alicia no había estado nunca en el domicilio de Víctor –como correspondía a una honesta joven y a un hombre que vivía solo-. Sentía cierta curiosidad, pero, sobre todo, le pareció una ocasión pintiparada para ejecutar sus planes:

     Para decirte sí o no –respondió a la invitación-, tendría primero que conocer tu piso. Claro que no sé si te parecerá correcto, por si alguien nos ve y lo censura.

     Víctor rechazó la objeción y repuso entusiasmado:

     Mujer, si estamos preparando nuestro futuro, no tiene mal que parecer. Es más, voy a sorprenderte con una de mis cualidades ocultas: ¡Soy un buen cocinero! Te invito a comer en mi casa y verás lo que es bueno.

     Alicia empezó a concebir alguna sospecha acerca de lo que su galán entendería por ver lo que es bueno, pero, no obstante, aceptó:

     Conforme. Yo me encargo de llevar el postre y el vino.

     No tienes que traer nada, pero si te empeñas...  

***

     Comisario, aquí hay dos cartas.

     El aludido resopló con resignación y se permitió una gracieta:

     Se ve que en este caso todo va a pares: dos cadáveres, dos cosas envenenadas y, ahora, dos cartas.

     El inspector entregó las misivas a su jefe. Iban en sendos sobres cerrados, dirigidas a diferentes destinatarios, escritos con la misma letra, redondilla, muy clara, que hizo susurrar al comisario:

     Letra de colegio de monjas. Seguro que las escribió la chica.

     Entre tanto, el inspector repasaba las notas que había tomado del suceso, con vistas a pasar un primer informe al juez de instrucción, como este le había indicado al personarse en la vivienda, acompañado del secretario judicial y del médico forense. Repasó mentalmente lo que había escrito:

     Dos cadáveres de personas fallecidas unos tres días antes, según forense. Hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años, al que le falta la pierna izquierda desde la rodilla, en decúbito prono, tirado en el suelo del cuarto de estar. Mujer de unos treinta años, en decúbito lateral, echada sobre la cama del dormitorio. Bandeja de pasteles sobre una mesa de comedor, que desprenden olor que el forense identifica como de cianuro. Botella de vino de Rioja tinto, abierta y medio llena, en que se aprecia un poso presuntamente venenoso. Dos copas del mismo vino. Una de ellas, caída sobre el mantel, con líquido derramado. Otra, en pie sobre la misma mesa, apurada casi hasta el fondo. En el primer cajón de la cómoda del dormitorio, sendas cartas en sobres cerrados. Una, dirigida a los padres de Víctor del Moral. Otra, destinada al Señor Juez, sin más precisiones.

     Gracias a la gentileza, o al descuido, del inspector de policía, pude leer el atestado que se redactó con motivo del que El Noticiero tituló El crimen de la calle Colmenares, ofreciendo muy poca información sobre el mismo y siempre bajo la tijera de la censura. La carta dirigida a los padres de Víctor decía escuetamente:

     La muerte de su hijo Víctor es la consecuencia de la canallada que ustedes cometieron al denunciar a la policía el lugar donde se escondía mi padre, don Néstor Manzanares. Así pierdan su alma, como su hijo pierde la vida.

     En la carta dirigida al señor juez, podía leerse:

    Yo, Alicia Manzanares Abadía, he dado muerte por veneno a Víctor del Moral, sin conocimiento ni ayuda de nadie, por razones que a mí sola incumben. Seguidamente, ingiero el mismo veneno de manera voluntaria, prefiriendo el suicidio a la ejecución por mano ajena.  

 

 

10. Donde el cuento se transforma en parábola

  

     ¡Arriba, dormilona, que se va a hacer tarde para la misa!

     La voz estridente de doña Pilar, su madre, despertó sobresaltada a Alicia que, por lo demás, tenía buenas razones para dormir como un leño a las nueve de la mañana. Y no se trataba, solo, de que fuese un día festivo -¡nada menos que domingo de Resurrección!-, sino que no se había dormido hasta las dos y media de la mañana, por dar los últimos toques al extenso relato que descansaba en la mesilla de noche, listo para emprender al día siguiente –primero lectivo del tercer trimestre- el camino del instituto. Si nos vence la curiosidad, tenemos la ocasión de escrutar la portada, antes de que llegue a manos de su destinataria, la competente y rigurosa catedrática de Lengua y Literatura, doña Manolita Herranz. Aunque el resto de la obra está escrita a máquina -condescendiente préstamo de la Olimpia por su hermano Ricardo-, la cubierta va rotulada a mano, a tres tintas, y en ella puede leerse:

Instituto “Ciudad Laureada” de Castellar

Cátedra de Lengua y Literatura

Curso 1949-1950

UN CUENTO INSPIRADO EN “HAMLET”

Trabajo para Fin de Curso que presenta la alumna

Alicia Manzanares Abadía

Sexto Curso    Número 24

     Calzó las chinelas y echó sobre el camisón una bata azul, que apenas le tapaba las rodillas, tras el estirón del año pasado, cuando pasó el sarampión. De la cocina le llegaron los efluvios del chocolate a la taza y los churros, señal inequívoca de que se celebraba por todo lo alto una fiesta señalada. Se dio un chapuzón y corrió hacia la fuente de aquellos aromas. Su hermano ya estaba a la mesa, comiendo sin esperar a nadie, como en él era costumbre. Alicia se sentó e hizo lo propio. La madre le afeó a ella lo que toleraba a Ricardo, que para eso era hombre y alevín de galeno. Finalmente, con los tres a la mesa, doña Pilar empezó a leer la cartilla a su adolescente retoño:

     Alicia, por favor, no te emperejiles como el domingo pasado. Recuerda que aún estamos de alivio de luto por la abuela.

     Mamá –rezongó la chica-, hoy es fiesta religiosa muy grande: la más importante del año, según mi profesor de Religión.

     Y, además –terció Ricardo, tan mortificante como de costumbre-, estarán en misa doña Solita y su hijo, y ya se sabe que Alicita bebe los vientos por el poliomielítico de Víctor.

     Aunque Alicia no estaba muy segura de entender el palabro que acababa de soltar su hermano, se puso en guardia, dispuesta a replicar con acritud. La intervención de su madre lo impidió:

     No seas cruel, Ricardo, que nadie debe burlarse de las flaquezas ajenas y, menos aún, quien va para médico... Con todo y con eso, Alicia, ya sabes que no me agrada que trates con doña Solita y su familia, más allá de hola y adiós.

     Pero, mamá –se lamentó la hija-, ¿otra vez con las cosas de la guerra? Va para once años que acabó. Yo entonces tenía cinco años...

     Hay cosas que ni pueden, ni deben, olvidarse –aseveró doña Pilar-. Cuando tengas unos años más, ya te lo explicaré más a fondo.

     Alicia optó por dejar la charla y dedicarse a los churros, que ya escaseaban en el plato. Mentalmente, hizo cuentas de los años que tenía Víctor cuando el final de la guerra civil y llegó a la fácil conclusión de que eran cuatro, puesto que el muchacho, aunque de su mismo año natural, no cumplía hasta junio. Claro que, según su madre –y, ahora que caía, según su trabajo de Literatura-, hay cosas que no pueden ni deben olvidarse. Quizá su madre y Hamlet estuviesen en lo cierto; pero a lo que, ni ella, ni Víctor estaban dispuestos era a que ese recuerdo condicionase –envenenase- sus vidas.   

***

     Mes y medio más tarde, Alicia regresó del instituto al borde del llanto, el cual se desbordó tan pronto halló refugio en su dormitorio, rompiendo en sollozos. La causa de su pena se hallaba dentro de la cartera, aunque muchas de sus compañeras habrían hallado en ella un motivo de alborozo. Aquel día, la profesora Herranz había devuelto corregidos los trabajos para fin de curso, con la puntuación que le habían merecido. Lejos del diez que nuestra protagonista esperaba, su narración había alcanzado tan solo un siete que, dicho sea de paso, había sido la segunda nota de la clase. Una escueta crítica de la rigurosa doña Manolita hacía constar su opinión al respecto:

     Narración bien construida y con notable riqueza de vocabulario, pero demasiado extensa y con una peripecia excesivamente personal.

     Cuando se le pasó el cuajo, sacó la narración demasiado extensa del cartapacio y la sepultó en el hondón de su armario. Fue una sepultura meramente temporal pues, al terminar brillantemente el curso –y el bachillerato con él-, el cuento inspirado en “Hamlet” fue a parar, con los libros de texto de los últimos cursos, a una de las dos grandes cajas de cartón en que Alicia enterró los recuerdos más tangibles de sus años de instituto. Allí permaneció hasta que su nieta Victoria practicó una segunda y piadosa exhumación, al morir su abuela. De momento, se contentó con leer el original de Alicia, sin decidirse a ponerlo ante los ojos de nuevos lectores, quizá más severos aún que la profesora Herranz. Y así lo conservó, envejecido y olvidado...

     ... Hasta ahora.

Orestes matando a su madre, Clitemnestra (cerámica griega antigua).

     

 


[1] Siglas de Federación Universitaria Escolar, organización fundada en 1926 para aglutinar, a modo de sindicato, a estudiantes de enseñanzas media y superior, de ideología izquierdista.

[2] Adjetivo muy conocido -aunque no admitido en el diccionario de la Real Academia-, alusivo al político español de izquierdas, Manuel Azaña Díaz (1880-1940), que ocuparía, entre otros, los cargos de presidente del Consejo de Ministros (1931-1933) y de la República Española (1936-1939).

[3] Acrónimo de Sindicato Español Universitario, fundado en 1933 dentro de la estructura del partido político Falange Española, y que en 1939 se constituyó en la única organización estudiantil legal del Régimen franquista.

[4] Nombre coloquial de la famosa sirvienta de la zarzuela La Gran Vía (estrenada em 1886, el libreto es obra de Felipe Pérez González y la partitura, de los maestros Federico Chueca y Joaquín Valverde), que cifraba su prosperidad en hurtar a los señores a quienes servía.

[5]  En concreto, el aforismo que a continuación se dirá viene atribuido a Paracelso.

[6] Entre 1889 y 1943, la mayoría de edad vino fijada por el Código Civil español en los 23 años, con ciertas limitaciones adicionales para las mujeres hasta cumplir los 25.

[7] Traducible por “guerra en broma”, que duró para Francia de septiembre de 1939, hasta mayo de 1940.

[8] Se firmó en Rethondes, el 22 de junio de 1940.

[9] Charles de Gaulle (1891-1970), líder del movimiento de la Francia Libre a partir de junio de 1940. Posteriormente, sería presidente de la República Francesa entre 1959 y 1969.

[10] Fuerza armada, paramilitar primero, militar oficial desde enero de 1943, al servicio del régimen de Vichy, con el objetivo esencial de luchar contra la Resistencia a la ocupación alemana.

[11] A estas alturas de la Historia, quizá convenga recordar que, en el reparto de colores en los uniformes de las mesnadas partidistas de la época, el azul mahón correspondió a las de Falange Española. Su fundador, José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia (1903-1936) justificó su elección por ser un color neto, serio y proletario.

[12] Tales diligencias eran la aprobación de la sentencia por la autoridad militar, previo dictamen de su auditor y, puesto que la condena era a muerte, el visto bueno del Generalísimo a la ejecución.

[13] Al comienzo de la tragedia homónima de Shakespeare, es bien sabido que el espectro de su padre se aparece a Hamlet, le explica cómo y por quién ha sido asesinado y le ruega tome cumplida venganza de ello (perdón por tan prosaico recordatorio).

[14] Posible alusión de la autora del relato a la hermosa metáfora acogida por el poeta, Luis Cernuda, en su poema “Un español habla de su patria”, y posteriormente por Joaquín Leguina en el título de su novela, Tu nombre envenena mis sueños.

[15] El francés au-delà, como el italiano al di là, significan más allá, aunque con una connotación meramente topológica, que la Madame del relato parece usar con un significado de más allá de este mundo.

[16] Béret equivale a boina. Casquette es un tipo de sombrero redondo y sin ala, que se ciñe a la forma del cráneo al modo de los cascos militares. Se supone en el relato que son dos tipos de tocado característicos de la indumentaria femenina francesa.

[17] El idioma, por supuesto, es el alemán. Al parecer, esa fue la respuesta de un ya anciano Sigmund Freud cuando, al llegar exiliado a Inglaterra en 1938, los periodistas le preguntaron qué pensaba hacer en esa nueva etapa de su vida.

[18] Diosa griega de la venganza.

[19] Esta organización de beneficencia fue creada en Valladolid, en octubre de 1936, bajo los auspicios de Falange Española, por iniciativa de Mercedes Sanz Bachiller, entonces viuda del abogado y político, Onésimo Redondo Ortega.

[20] Se alude a las inmortales tragedias de Shakespeare y Esquilo, respectivamente.

[21] Véase antes, nota 19.

[22] Sobre el profeta Daniel y su interpretación de sueños o visiones, véase el libro profético de Daniel en el Antiguo Testamento de la Biblia. Sobre Sigmund Freud y los sueños, es esencial su obra, La interpretación de los sueños (1900).

[23] Véase en el Evangelio según San Mateo el pasaje, Mt, 18, 3-4.

[24] Rima XV, de Gustavo Adolfo Bécquer, que comienza: Cendal flotante de leve bruma…

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