miércoles, 12 de junio de 2024

ROMEO Y JULIETA EN BARILOCHE

 

 

Romeo y Julieta en Bariloche[1]

Por Federico Bello Landrove

 

     La Argentina de mediados del siglo XX es el escenario -válido, como otros muchos- de la felicidad y las desventuras de una pareja marcada por unas circunstancias adversas, que recuerdan las de Romeo y Julieta en la Italia medieval.

 

Vista general de la zona lacustre de Bariloche

 

1.      ¿Romeo y Julieta en el siglo XX?

 

     Decía una canción de no muy lejanos tiempos que la historia de Romeo y Julieta no tenía virtualidad en los días en que se cantaba, pues el amor ya estaba libre de opresiones y temores[2]. No quiero ser yo quién ponga en duda ese mensaje, notorio e incierto a la vez, pero si pondré ante los ojos de mis lectores el ejemplo de Anselmo y Betina, tomado de las crónicas porteñas del pasado siglo[3]. Una vez lo hayan leído, estarán en condiciones de responder -si quieren- a la cuestión latente en nuestra historia: si Capuletos y Montescos no continúan obstruyendo hoy en día los claros caminos del amor.

     Álcese, pues, el telón. La escena representa el Buenos Aires de 1954, en las postrimerías del primer periodo presidencial del general, Juan Domingo Perón.

***

     No tuvo Perón enemigo más franco y cercano que el general Eduardo Lonardi, quien, desde su relativa moderación política y su ferviente catolicismo, trató de oponer al radicalismo del presidente una fórmula más liberal, que congeniara la rigidez y disciplina castrenses con el respeto del poder y las conquistas sindicales, adobándolo todo con la doctrina social y evangélica de la Iglesia. Poco propicio a consentir rivalidades, máxime en las filas del ejército, Perón mandó forzosamente a Lonardi al retiro, allá por 1951, cuando el sancionado contaba con solo 55 años de edad. Tal vez fuese peor el remedio que la enfermedad pues, libre de las ataduras de las ordenanza e irritado por tal medida sancionadora, Lonardi empezó a conspirar a lo grande contra Perón, tanto en ambientes militares, como en sectores eclesiásticos, para lo cual se rodeó de un numeroso grupo de adictos fieles. Entre ellos -y ya nos vamos aproximando a los montescos-, contaba con un teniente coronel de artillería, antigua ayudante suyo, llamado Servando Rivera, que le servía de enlace con la guarnición de la importante y levantisca ciudad de Córdoba, en la cual servía el fiel Rivera, tan sólido católico y vigoroso antiperonista, como su jefe en conciencia.

     Don Servando tenía un hermano menor, llamado Nicolás, que no tenía mucho en común con aquél, más allá de la nula inclinación por el régimen peronista, cosa que parecía la seña de identidad de aquella familia. Pero don Nicolás se mantenía prudentemente alejado del catolicismo militante, así en lo religioso, como en lo político. Médico de profesión, el doctor Nicolás Rivera ejercía de cirujano en el hospital general Doctor Teodoro Álvarez, en el barrio porteño de Flores; una coincidencia que facilitó el que nuestro doctor montesco matriculase a sus hijos en el colegio privado Susini, centro docente relativamente cercano a su domicilio, que llevaba décadas destacando por la calidad de su docencia y la calidez del profesorado, empeñado en convertir su vetusto caserón en hogar de una gran familia numerosa de ambos sexos; una circunstancia esta última nada desdeñable, si se piensa en que la enseñanza mixta era allí y entonces excepcional, al menos, en las muy mayoritarias escuelas públicas de la Argentina.

     El hijo mayor del doctor Rivera podría haberse llamado Romeo, a nuestros efectos, pero lo cierto es que atendía al nombre, mucho más germánico, de Anselmo. Lo     presentaré al público como un jovenzuelo a punto de cumplir los dieciocho años y, por tanto, en el último curso de secundaria, por la que ha transitado como un estudiante concienzudo y sensato, tan poco dado a intervenir en contiendas políticas, como sus padres podrían desear. Quizá sería útil precisar que, en los tres últimos años del bachillerato, ha elegido la opción socio-humanística, cual corresponde a su inclinación por el Derecho, cosa que, desde luego, su padre tolera, pero está lejos de anhelar. Por último -aunque no en último lugar-, Selmo sentía una muy particular inclinación hacia una condiscípula y casi vecina suya que, por su firmeza y ternura, merecería la subjetiva e indefinible denominación de enamoramiento. Pero no vayamos más allá en la descripción del personaje: Ya que hemos topado con la otra persona de esta pareja, dejemos de analizar al muchacho y completemos el relato desde la perspectiva de quien en él ha de hacer el papel de la inmortal Julieta, aunque alguno llegue a pensar, con toda justicia, que la hemos metido con calzador en el personaje.

***

     Betina era la única hija del matrimonio formado por Ricardo Ruggeri, un criollo comerciante en muebles, con tienda abierta en la avenida de San Pedrito, y por Amaya Idiazábal, como quien dice, una recién llegada al país en una de esas hornadas de emigrantes poco anteriores a la Gran Guerra. De hecho, Amaya había nacido en la española Tolosa y ya tenía cinco años cuando arribó a los muelles rioplatenses. Tal vez por ello, la esposa nunca se había sentido parte integrante de la inmensa estirpe de los capuletos: Es decir, de los millones de argentinos que -como su marido- admiraban a Perón, veneraban a su esposa, Evita, y tenían como su evangelio y liturgia las consignas y actos públicos de la Confederación General del Trabajo.

     Tengo por cierto que la personalidad de su madre había resultado decisiva para que Betina estudiara en un colegio privado de corte liberal, con enseñanza mixta y en el que los adoctrinamientos peronistas del plan de estudios y la enseñanza religiosa obligatoria quedaban reducidos en la práctica a la mínima expresión. Igualmente, la señora Idiazábal de Ruggeri tuvo mucho que ver en la aceptación familiar de la vocación musical de su hija, superando las burlas y reticencias de ese ebanista que, en lugar de oído, tiene solo oreja, forma que ella -notable acordeonista y mezzosoprano del coro titular de centro vasco Laurak Bat bonaerense- empleaba para definir a su esposo desde el punto de vista musical. En fin, después de mucho discutir, Betina cursa la especialidad instrumental de violín en el conservatorio Manuel de Falla y, simultáneamente, escogió tres años atrás la opción de bachillerato artístico. Y, entre lo uno y lo otro, los caminos de Anselmo y Betina han empezado a separarse en el espacio y en el tiempo, con cierto alivio de doña Amaya, que, aunque no se sintiese concernida por la disparidad política entre su marido y los montescos Rivera, no habría estado muy conforme con la vinculación sentimental de su hija a una edad tan temprana.

     De todas formas, no hay como para alarmarse. Entre los estudios secundarios, el violín y el temperamento tranquilo de los jovencitos, apenas han pasado de los encuentros casuales en el recreo escolar; la coincidencia -tan casual como la anterior- en los autobuses de ida y vuelta al colegio, o alguna quedada que otra en la ajardinada plaza Pueyrredón. En cualquier caso, lo suficiente como para comprender la existencia de un mutuo interés y sentir el dulce vínculo de la fidelidad. Ciertamente, muy poco para compararlo con la pasión de Romeo y Julieta: tal vez porque los capuletos y montescos del Plata aún no han intervenido en la trama, marcando severos límites al amor. Pero por algo se empieza: Don Ricardo Ruggeri está a punto de salir a escena. Veamos en qué términos.

     El año 1953, el ministro de Educación de la República Argentina tuvo la feliz idea de encuadrar voluntariamente a los estudiantes de secundaria en dos asociaciones -masculina y femenina-, con el objetivo de promover desde la administración un conjunto de actividades -culturales, deportivas, lúdicas, etc.- que contribuyeran a ampliar sus horizontes y fomentar la unidad en todos los rincones de su extensa patria. Claro está que, con la experiencia sindical y política del peronismo, era de suponer con todo fundamento que el Régimen aprovechase la ocasión para ejercer sobre los asociados un adoctrinamiento favorable a aquel, preámbulo del encuadramiento de la juventud en el partido peronista y, en su momento, en la Confederación General del Trabajo. Pero, por el momento, la adhesión de Betina, por imperativo paterno, a la recién nacida Unión de Estudiantes Secundarios[4] solo desagrada a nuestra joven pareja porque ocupa el tiempo libre de los fines de semana en actividades colectivas, de las que la muchacha no puede librarse, máxime con sus conocimientos musicales, nada usuales entre sus compañeras, habitualmente seleccionadas para lucirse en las demostraciones públicas por su apostura física y cualidades deportivas. Tan es así, que las malas lenguas empiezan a criticar la excesiva proximidad y confianza con que Perón y sus adláteres las reciben en la residencia presidencial de Olivos. Menos mal que Betina, como ocasional violinista, no tiene que lucir sus encantos en shorts, ni acercarse en exceso al jerarca, por aquello de que música, pintura y guerra, desde fuera.

     Y así, entre unos incordios y otros, van pasando los días y los afectos. El último curso del secundario avanza inexorable hacia su conclusión y, con ella, Betina y Anselmo tomarán su propio camino, lejos del colegio acogedor que vio nacer y crecer su mutuo cariño. La chica se propone culminar su carrera musical en el conservatorio, con vistas, más a la docencia, que a su incorporación orquestal. El muchacho aspira a ingresar en la facultad de Derecho bonaerense, con miras a compartir la docencia y el ejercicio de la abogacía, y quién sabe si llegar algún día a profesar la magistratura. Una y otro sufren la angustia de tener que separarse, pero ninguno se decide a dar el paso de confesar y comprometerse, declarando sus sentimientos. En la Verona medieval, una fiesta palaciega y un escalable balcón dieron oportunidad al amor. En el Buenos Aires de 1954, la ocasión la brindó el general Perón. A fin de cuentas, era lo menos que podía esperarse del totipotente dictador, que tanto apreciaba a los jóvenes de su patria y, muy en particular, a las delicadas doncellas de UES. Tal vez los lectores más aficionados a la historia o, al menos, a la verosimilitud de las peripecias, me pidan una explicación a la intromisión peronista, que yo voy a darles con sumo gusto.    

Juan Domingo y Eva Perón (retrato oficial)

 

 

2.      Un paraíso llamado Bariloche


     Entre las celebraciones pensadas por los centros educativos para celebrar y premiar a los esforzados escolares que terminaban su secundario, ocupaban lugar preferente los llamados viajes de estudios a algunos de los lugares más atractivos de la nación. Entre ellos se contaba -como ni duda ofrece- la localidad de San Carlos de Bariloche, o Bariloche, a secas, a los pies de los Andes patagónicos, enclavada entre bosques de arrayanes y lagos glaciares de límpidas aguas azules. Claro que por aquel entonces la ciudad bien podría haber sido llamada la bella desconocida. La vía terrestre, con o sin la ayuda del ferrocarril, suponía un largo calvario de más de mil quinientos quilómetros desde Buenos Aires. Cómo sería de agotador el itinerario, que, cuando a Perón y sus científicos les dio por montar unos laboratorios de física nuclear, eligieron las cercanías de Bariloche, para mantener el sorprendente invento lejos de las miradas de los curiosos. Dicho sea de paso, otro tanto decidieron algunos nazis de buen gusto y cierto renombre, para reorganizar sigilosamente su vida tras perder la guerra.

     Pero remedando el famoso refrán, diremos que “si no puedes correr, vuela”. Eso decidió Perón cuando mandó construir un buen aeropuerto para Bariloche, que -¡oh feliz casualidad!- se concluyó en 1954: el mismo año en que, en diciembre, Anselmo y Betina terminaban su secundario. El teniente Candelaria, valiente aviador que primero cruzó los Andes en aeroplano, fue el justo epónimo de tan fausta obra de ingeniería, que acabaría por poner a Bariloche en el mapa del turismo y de la así llamada vida moderna o progreso; y, de paso, en la vida de unas decenas de afortunados jóvenes que, en aquella anualidad, se recibían de bachilleres.

     Baste lo expuesto para explicar que, al amanecer el viernes, 3 de diciembre de 1954, Betina Ruggeri y Anselmo Rivera se hallen en el aeropuerto bonaerense de Ezeiza, acarreando una voluminosa maleta cada uno. También queda aclarado que, en torno suyo, se amontonen varias decenas de jóvenes de ambos sexos, en la misma actitud de portadores de equipajes por los pasillos del aeropuerto; muchos de ellos -como Betina- con la azulada insignia de la UES prendida de la ropa y adherida a sus bultos. La razón diferencial del distintivo es clara: Los portadores del mismo son aquellos estudiantes a los que el ministerio de Educación les ha financiado el viaje con una beca. Son mayoría entre el numeroso grupo que ya se encamina a la puerta de embarque, cuyos integrantes no son solo del colegio Susini, pues el DC-4 de Aerolíneas Argentinas que los espera en la pista tiene una capacidad muy superior a la de los veinticinco escolares susinistas que van a graduarse pocas semanas después. En fin, instruidos por sus respectivos profesores, los jóvenes pasajeros se ordenan por institutos antes de subir al avión. Por timidez o por costumbre, se agrupan por sexos a la hora de situarse en las plazas, dentro del aparato. Aunque el viaje dure más de cuatro horas, Betina y Anselmo no parecen tener prisa por arrimarse o charlar. Parece bastarles con la semana que tendrán para hacerlo en Bariloche. El chico, más decidido y con la mosca de la UES detrás de la oreja, ya ha aclarado, no obstante, un punto relevante para su tranquilidad:

-          Profesor Maiztegui -preguntó al titular de física que los acompañaba-, ¿vamos a estar todos juntos en el mismo hotel, o van a separarnos a los chicos de las chicas?

     El interpelado sonrió, comprendiendo el motivo de la duda de Anselmo, y respondió:

-          El instituto Susini es mixto aquí y lo seguirá siendo en Bariloche. Nos alojaremos todos en el hotel Tunquelén… No es grande, pero no dudo de que cabremos desahogadamente.

Emblema de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios)

***

     Los ocho días de estancia de los escolares en Bariloche tocan a su fin. Su aprovechamiento académico -mens sana in corpore sano- ha salido a pedir de boca, como comentan satisfechos los profesores acompañantes de los susinistas, sentados en la veranda del hotel contemplando la puesta de sol tras las montañas, mientras combaten el sofoco con sendos mates helados. Uno de los maestros -ya lo sabemos- es el profesor de Física, Maiztegui. La otra, obvia tutora de las muchachas durante el viaje, es una entrañable docente de Lengua y Literatura, la señorita Fuselli, cuya edad, ya respetable, hace suponer que el agotamiento que evidencia sea por algo más que por la calorina. Los dos colegas están comentando en su charla el sofoco de los últimos días, que ha superado los treinta grados a la sombra:

-          Reconozco, Angelita -admite su interlocutor-, que no son temperaturas como para dar largos paseos y hacer excursiones lacustres, pero ya me dirás cómo íbamos a entretener a los chicos y conseguir que llegasen cansados a la noche, sin ganas más que de dormir.

-          No, si te doy la razón, Alberto -replicó la profesora-. Poco más podía hacerse, estando alojados en este hotel tan maravilloso, pero que está a veinticinco quilómetros de la ciudad.

-          Bueno -matiza don Alberto-, pese a todo, no hemos dejado de cumplir el programa que teníamos previsto. Hemos recorrido lo más interesante de San Carlos de Bariloche y visitado el laboratorio de física atómica, para que nuestros escolares vean que también puede hacerse ciencia de altura en la Argentina.

-          De cualquier manera -concluye doña Angelita-, estoy segura de que esta excursión será inolvidable para nuestros urbanitas porteños… Sobre todo -recalca- para algunos.

     El físico, aunque menos detallista que su colega, capta inmediatamente el sentido de sus últimas palabras:

-          Sí; desde luego que esas dos parejitas tendrán algo que recordar durante toda su vida, aunque ya se sabe lo que suelen durar los primeros amores.

-          ¿Dos parejas?, inquiere Angelita. A mí me salen tres.

     La profesora las enumera y su colega replica:

-          Pues yo no me había percatado de que Anselmo y Betina también…

-          Es que son muy prudentes, aclara la experta indagadora. Hasta demasiado para su edad, diría yo.

     El físico especula sobre los motivos del fenómeno y, conociendo bastante bien la ideología de las respectivas familias, opina:

-          Dados los tiempos que corren, harán bien en conservar la discreción.

***

     En efecto, como si hubiesen escuchado el sabio consejo del profesor Maiztegui, Betina y Anselmo pasan los últimos momentos de aquel atardecer a la sombra protectora del embarcadero, junto al lago Nahuel-Huapi, antes de recogerse en las habitaciones del hotel para hacer el equipaje. Saben que el edén está a punto de desvanecerse y la tristeza los deja sin palabras… O quizá ya se han dicho cuanto rebosaba de su corazón y no quieren quebrar el silencio del crepúsculo, aún más denso entre la calígine que el ardor hace brotar de las aguas del lago.

     Al fin, Anselmo, más reflexivo, o más crédulo en el valor de las palabras, rompe bruscamente el mutismo, y propone:

-          No tengo la menor duda acerca de nuestro amor, pero nadie sabe las dificultades y vicisitudes por las que podemos tener que pasar en tiempos venideros. Hasta es posible que las circunstancias nos alejen hasta vernos perdidos en la distancia.

-          ¡Qué cosas se te ocurren, Selmo! -le reprende Betina-. Seguro que, pese a quien pese, seguiremos juntos y queriéndonos… Y, de todas formas -añade la joven, con un dejo de tristeza-, no anticipemos desgracias que, ni sabemos cuáles puedan ser, ni, por tanto, cómo enfrentarnos a ellas.

     Anselmo insiste y, tomando las dos manos de la muchacha, llega al cabo de la proposición que le ronda su mente:

-          Betina, prometámonos que, cualquiera que sea el lugar y la situación en que nos encontremos, volveremos a este mismo lugar, así que pasen veinte años desde este mismo instante.

     Betina lo mira de hito en hito, sorprendida, y, de pronto, se echa a reír un tanto forzadamente:

-          ¡Veinte años! ¿Estás en tu sano juicio? Dentro de veinte años, o estaremos casados y cargados de hijos, o tan viejos, que no nos reconoceremos al vernos.

     Anselmo queda cortado: La verdad es que lo del plazo tan largo le ha salido sin pensar, tal vez inspirado por el famoso tango, tan pertinente para el caso[5]. Con todo, evita rectificar, como si hacerlo fuera perder la solemnidad del compromiso.

-          Prometámoslo, insiste.

     Betina opta por no discutir sobre algo tan incierto, como remoto. Lo que de verdad cuenta es el día de hoy y los sentimientos que encierra. En consecuencia, acepta el reto, con una miaja de burla:

-          Te lo prometo: Aquí volveré…, si es que no se me olvida la fecha.

     Todavía el sol poniente teñía de rosa la nieve de las cumbres más elevadas, cuando la pareja, lentamente, cogida de la mano, tomó el sendero que llevaba al hotel, apenas visible, allá en lo alto, entre la espesura.

Hotel Tunquelén (Bariloche)

***

     Tan solo nueve meses después de la dulce estancia de Betina y Anselmo en Bariloche, las cosas han cambiado radicalmente entre ellos. Sus respectivos estudios en el conservatorio y en la universidad han alterado irremediablemente sus horarios y costumbres, rompiendo el lazo de unión del colegio Susini y agobiando sus horas con nuevos y más complejos estudios. A mayores, desde junio de aquel complicado año de 1955, se desatan los demonios de la violencia política y el golpismo militar. La inquietud y el peligro no solo acechan en las calles y en los centros docentes, sino que alarman y dividen a los ciudadanos y a las familias. En la de Anselmo, el tío Servando conspira a las órdenes del general Lonardi y acabará acompañando a este a su ciudad natal de Córdoba, que se configurará como la capital y centro de la sublevación militar contra Perón. Por su parte, el padre de Betina, haciendo caso omiso de su próspera situación mercantil y de las advertencias de su esposa, se sentirá descamisado por encima de todo[6] y participará abiertamente en los grupos de resistencia armada promovidos por las organizaciones peronistas. Toda esta situación revolucionaria estallará en septiembre, concluyendo en pocos días con la caída de Juan Domingo Perón y el nombramiento como presidente provisional de Eduardo Lonardi. Veamos su reflejo en la carta que Betina Ruggeri envió a Anselmo unos meses después, con matasellos de San Miguel de Tucumán, para comunicarle su situación:

     Querido Anselmo:

     Con las prisas por salir de Buenos Aires para evitar a mi padre mayores peligros, no tuve ocasión de despedirme de ti, ni esto habría resultado prudente para nuestra seguridad. Pues te supongo ya al corriente de que el día 21 de septiembre pasado, dentro de los festejos organizados por las hordas triunfantes, prendieron fuego a la mueblería de mi padre hasta reducirla a cenizas; en vista de lo cual, y ante la probabilidad de que vinieran a por nosotros, abandonamos la casa y nos refugiamos en la de unos amigos vascos, hasta que la situación se normalizó y pudimos salir de Buenos Aires, con destino a esta provincia de Tucumán… Me permitirás que no te dé por ahora mayores detalles de mi paradero, pues recibimos informes de que muchos peronistas siguen siendo detenidos y maltratados. Cuando la situación se normalice y entiendan mis padres que ya no hay riesgo de que abran el correo y tomen represalias, volveré a escribirte y te daré mis señas, para que tú también puedas hacerlo…

     Pienso constantemente en ti y sufro porque no podamos vernos ni comunicarnos, por causas tan dolorosas y contrarias a nuestros sentimientos y deseos. Espero, cariño, que la situación cambie pronto y, entre tanto, no dudes de que te sigue queriendo y siendo tuya

     Betina.

 

 

3.       Acto segundo

 

     El argumento sigue desarrollándose en la Argentina pero, como por ensalmo, nos hallamos ahora en 1969, es decir, quince años después de la trama desenvuelta en el acto primero. Muchas cosas han tenido que cambiar en tanto tiempo, pero hay algunas que apenas mudan. En 1955 asistíamos a la primera caída de Perón y a la implantación de un régimen militar, eufemísticamente apodado la Revolución Libertadora -otros lo denominan la revolución fusiladora, pero tampoco hay que exagerar-. En 1969 nos hallamos en pleno desarrollo de otro gobierno militar, que se autodenomina Revolución Argentina, el cual, después de tres años en el poder, empieza a sufrir una contestación -así mismo argentina, le guste, o no-, con la que tendrá que lidiar durante el trienio que aún le queda de vida. Pero, antes de continuar tratando de los avatares generales, quizá convenga apuntar los cambios en nuestros personajes, de los cuales el acotador sepa lo bastante como para informarnos.

-          El general, Eduardo Lonardi, némesis de Perón y mentor de Servando Rivera, apenas ejerció durante dos meses el cargo de presidente de la República, del cual lo descabalgaron sus colegas más extremistas, que tenían en muy poco su lema, ni vencedores, ni vencidos. Al cabo de medio año, Lonardi fallecía víctima de un cáncer. El teniente coronel Rivera, triste y decepcionado, se apartó de toda actividad política, pidió el retiro tan pronto ascendió a coronel y, tras comprar una modesta chacra en la provincia de San Luis, se dedicó a la vida campesina y a redactar una biografía de su admirado Lonardi, de la que llevaba escritas unas cuatrocientas páginas cuando la muerte vino a buscarlo, usando de un infarto de miocardio a modo de guadaña. Eso fue allá por 1965. Desde entonces, la familia Rivera nada tiene de montesca, ni falta que le hace, en opinión de sus miembros supérstites.

-          El doctor, Nicolás Rivera, el padre de Anselmo, ha progresado en su profesión y, a costa de cambiar Buenos Aires por su Córdoba natal, ha alcanzado el puesto de subdirector de servicios quirúrgicos en el Hospital Nacional de Clínicas de la facultad de Medicina cordobesa. El cargo tiene, para un galeno vocacional, el inconveniente de ser más administrativo que médico, pero el doctor Rivera tiene ya una edad, como para seguir ejerciendo la cirugía durante diez horas diarias, y empieza a sentirse tan a gusto teniendo en sus manos la pluma estilográfica, como el bisturí.

-          De Anselmo Rivera -nuestro histórico Romeo-, poco se puede acreditar, más allá de que -conforme a su propósito-, ha cursado la carrera de Derecho, en la que ha llegado a doctorarse. Por unas u otras razones -principalmente, políticas- no ha logrado alcanzar la judicatura, pero se ha situado en uno de los mejores bufetes bonaerenses y, para una mayor distinción, imparte clases prácticas de derecho procesal en la universidad. No ha llegado a casarse, quizá por algún desengaño ya antiguo, que detesta recordar y, todavía más, hablar de él. Lo más que, por el momento, puedo asegurarles es que su engañadora no se llamaba Betina, ni tiene nada que ver con la familia capuleta de los Ruggeri.

-          Por cierto, ya que se ha mentado a los Ruggeri, he de confesar que no hay sobre ellos apostilla ninguna al texto de este capítulo. Si esto es fruto de la fatalidad, o si resulta ser un recurso dramático del glosador para mantener el interés de los espectadores, es cosa que solo podremos desentrañar prosiguiendo la lectura del argumento de la obra, que deseo no les esté resultando insípido.

***

     Decía al inicio de este capítulo que la dictadura militar argentina de la época empezaba a sufrir un proceso de contestación popular que, iniciado en 1969, ya no terminaría hasta acabar con el régimen, tres años después. Dicho proceso suele ser conocido con el nombre de las puebladas, bien por su carácter popular, bien por surgir de manera aparentemente desconectada en los más diversos pueblos o poblaciones del territorio nacional. Una de las primeras y más llamativas fue el Cordobazo de mayo del 69, iniciado por la decisión gubernamental de suprimir a los obreros el sábado inglés, es decir, el descanso retribuido de la tarde sabatina. A los trabajadores disconformes se sumaron en la protesta numerosos estudiantes de la universidad cordobesa, y pronto la ciudad fue un hervidero de manifestaciones, barricadas y enfrentamientos armados, que duraron tres días y no concluyeron -obviamente, con la derrota de los alzados- hasta que la policía y la guarnición militar de Córdoba recibieron numerosos refuerzos del exterior.

     Refieren las crónicas que, si el número de muertos parece no haber rebasado la decena, el de heridos se contó por centenares, siendo no menos de ciento cincuenta los de cierta gravedad, atendidos en los hospitales y dispensarios. Por su importancia y ubicación, las Clínicas universitarias recibieron a muchos de ellos, quienes, en su mayor parte, no pasaron de las curas de urgencia, ante el riesgo de ser detenidos si se demoraban algún tiempo en el interior del establecimiento. Con todo, unos cuantos hubieron de ser hospitalizados, procurando los médicos y enfermeras simpatizantes que lo fuesen de manera reservada, incluso en salas no destinadas a los servicios de cirugía general o de traumatología.

     En los primeros momentos, las fuerzas represoras se abstuvieron de visitar los hospitales en busca de heridos o convalecientes que identificar o detener. La verdad es que, con los cientos de presos hechos durante los disturbios, las cárceles estaban ya repletas. Pero el 5 de junio, a los cuatro días de terminados los desórdenes, un mayor de caballería se presentó en el hospital universitario, reclamando los datos acerca de un sujeto que había sido atendido allí de una herida de bala y al que, al parecer, se le había dado de alta al cabo de dos o tres días. Los médicos que atendieron al peticionario se lo pasaron al doctor Rivera, como competente para decidir sobre aquella demanda.

     El mayor, de forma cortés, pero imperativa, justificó la reclamación de forma bastante convincente:

-          ¡Para qué vamos a engañarnos, doctor! Por aquí habrán pasado docenas de manifestantes heridos y no les hemos exigido que los identificaran, pues sabemos lo poco que les gusta a ustedes denunciar a sus pacientes. Pero es que este es un caso muy especial: El tipo por el que estamos interesados no fue un manifestante cualquiera, sino que disparó su revólver contra un sargento, que ha estado varios días entre la vida y la muerte… Eso no lo podemos consentir, y supongo que usted tampoco, siendo hermano del difunto coronel Rivera…

     El doctor se atrevió a preguntar:

-          Con la cantidad de disparos que hubo en aquellos tres días, ¿cómo pueden estar seguros acerca de la persona que hirió al sargento?

-          Un soldado le disparó a su vez, acertándolo en un muslo -explicó de no muy buena gana el mayor-. Además, tenemos algunos datos identificativos del individuo en los archivos de la policía de Córdoba, pues ya andaba tras él como uno de los organizadores de un nuevo grupo subversivo muy peligroso, que se hace llamar los montoneros.

-          Aun así -objetó el médico-, bien podría suceder que el herido hubiese acudido a curarse a otro hospital, no a este, o que recibiese una cura de urgencia sin recoger sus referencias, dado el barullo que había en aquellos momentos.

-          Tenemos motivos -afirmó el militar- para creer que vino a curarse aquí y que la herida era lo bastante importante como para que tuviera que quedarse hospitalizado, al menos, durante unas horas.

-          Bien -aceptó Rivera, tratando de ganar tiempo-. Deme sus datos y daré indicaciones para que los confronten con los de los heridos de bala a los que atendimos estos días atrás.

-          Todo lo que puedo decirle por ahora -precisó el mayor- es que se trata de un varón, como de treinta y cinco años, y que recibió un disparo de fusil en el muslo izquierdo. Pero no se preocupe -aseveró con sorna-. Usted nos proporciona los datos de todos los heridos de bala atendidos en los últimos días y nosotros comprobaremos si, entre ellos, se encuentra la persona a la que buscamos.

-          Está bien -dijo Rivera-. Haré las averiguaciones oportunas y le comunicaré sus resultados.

     El mayor sonrió irónicamente y le rectificó:

-          No es preciso que utilice a los empleados del hospital. Vamos de inmediato adonde tengan ustedes los historiales clínicos y mis ayudantes recogerán toda la documentación pertinente… No se inquiete, que se la devolveremos a la mayor brevedad.

     El doctor Rivera, aunque sorprendido y molesto, se encogió de hombros y se levantó del sillón, encaminándose hacia la puerta de su despacho, seguido de cerca por el mayor. Al salir al pasillo, se percató de que un teniente y un sargento aguardaban la salida de su jefe. Este, sonriendo, le dijo a guisa de presentación:

-          Estos dos caballeros nos ayudarán en las tareas de búsqueda y traslado de los documentos.

Manifestación durante el Cordobazo de 1969

***

     Del diario cordobés, La Voz del Interior, correspondiente al domingo, 8 de junio de 1969:

     En la tarde de ayer, fue sorprendido en su domicilio de la calle Luis Agote de esta ciudad uno de los individuos que, en los desórdenes de los pasados días, se enfrentó a las fuerzas del orden, disparando su revólver contra un sargento del Ejército, que resultó herido de gravedad. Al ir a ser detenido por agentes de la Gendarmería Nacional, se resistió a ello y volvió a esgrimir contra los gendarmes su revólver cargado, ante lo cual, la fuerza actuante repelió la agresión con sus armas, alcanzando al indicado sujeto, cuyo nombre responde a las iniciales J.P., quien fue evacuado al hospital más próximo, donde ya ingresó cadáver.

     Al día siguiente, lunes, se desarrolla una tensa conversación entre el doctor Rivera y dos de sus colegas, quienes le están echando en cara su docilidad del día 5 para con los militares que fueron a reclamar la documentación atinente a los heridos de bala. Como don Nicolás conoce bien la ideología de sus interpelantes, se abstiene de recordarles el deber que, como profesionales, les cumple de comunicar a las autoridades los casos de atención por herida de arma de fuego, y se limita a resaltar la imposibilidad que había tenido de comportarse de otra manera; pero sus colegas son inflexibles:

-          Hubiera bastado -asegura uno- con pasar discretamente aviso a cualquier facultativo y al punto los informes habrían desaparecido.

-          Y, por otra parte -alega el otro-, ¡a quién se le ocurre no haber escamoteado de inicio los historiales, en lugar de archivarlos con todo cuidado!

     El doctor Rivera está a punto de estallar, pero prefiere seguir disculpándose para evitar una gresca:

-          A fin de cuentas, señores -observa-, nada irremediable habría sucedido, si el finado no se hubiese resistido a mano armada a la detención.

-          Eso es lo que dice la prensa al dictado del gobierno -replica displicentemente uno de sus interlocutores-. Lo que realmente sucedió -y lo sé de buena tinta- es que detuvieron al tal Peñalver y lo llevaron al cuartel de la División. Allí trataron de sacarle información a base de torturas y, además, se vengaron de lo del sargento.

-          ¡Ah! -añadió el otro colega protestante-, y de llevarlo a un hospital, nada de nada. Murió dentro del cuartel; metieron el cuerpo en un ataúd, que clavaron bien clavado, y así se lo entregaron a la viuda, con la orden de que no lo abriese y lo enterrara sin velatorio ninguno.

     Rivera estaba ya hasta la coronilla de que sus interlocutores le hicieran tragar su versión de los hechos como artículo de fe. Decidió dar por terminada la conversación con una maliciosa despedida:

-          En fin, señores, de cualquier manera que sea, lo sucedido es muy doloroso y bien que lo lamento, pero nada podemos hacer ya. Con todo, permítanme que ponga en duda los datos que ustedes me han ofrecido, a no ser que me permitan corroborarlos con sus fuentes de información.

     Los dos visitantes de Rivera se miraron uno a otro, con los ojos como platos, escandalizados. Luego, girando en redondo, se marcharon apresuradamente, rezongando. El excelente oído de don Nicolás aún le permitió entenderles dos palabras:

-          Algún día…

***

     Ese día no tardó en llegar. A mediados de 1971, a la salida de su domicilio camino del hospital, un comando de los montoneros secuestró al doctor Rivera, seguramente por haber proporcionado a los militares los datos precisos para que pudieran detener y ejecutar al compañero, Jorge Peñalver; una conducta que los secuestradores juzgaron especialmente deleznable por afectar a una persona herida, de la que se habían obtenido los datos en el ejercicio de una actividad sanadora. La decisión de los terroristas respecto del secuestrado fue la de ejecutarlo, lo que cumplieron mediante dos tiros de pistola dirigidos al corazón. El cadáver del médico fue abandonado en las inmediaciones de la localidad de Arroyito, entre la maleza de uno de los arcenes de la carretera de Córdoba a Santa Fe. El hallazgo del cuerpo se produjo a los tres días de haberse llevado a cabo el rapto del doctor por tres o cuatro individuos, en su despacho oficial del hospital universitario cordobés.

     En expresión del periódico local, La Voz del Interior, el funeral y ulterior sepelio del doctor Rivera constituyeron una multitudinaria y sentida manifestación de duelo a la que, además de la familia, autoridades y compañeros, se sumaron miles de cordobeses, que respetaban y tenían en alta estima la labor profesional de don Nicolás Rivera durante los largos años que ejerció la medicina en las Clínicas universitarias de nuestra ciudad.

     Todo eso era cierto y estaba muy bien, como lo parecía y era de justicia que se tuviese con el malogrado doctor algún rasgo que perennizara su recuerdo: El decano de la facultad de Medicina sugería dar su nombre a una de las aulas universitarias, y el director del Hospital proponía erigirle un busto en el hall del edificio. Pero, entre tanto, su hijo Anselmo no dejaba de pensar en lo sencillo que les había sido a los asesinos de su padre el entrar y salir del hospital con su retenido, y lo bien que conocían los intrincados pasillos que conducían hasta el despacho del subdirector de servicios quirúrgicos, en la tercera planta. Y los galenos que, dos años atrás, echaron en cara al ahora difunto su docilidad para con la policía, ahora, al concluir los pésames y disolverse el duelo, se alejaron musitando una afirmación, que Anselmo habría suscrito sin vacilación:

-          Estaba claro que algo así tenía que pasar.

***

     Un poco de historia, para seguir colocando este relato en su contexto. Allá por 1970, casi simultáneamente con la aparición de los montoneros -cuya matriz parecía ser un peronismo desaforado-, aparecía en la escena argentina el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), confusa mezcla comunistoide de ideas trotskistas y de praxis a la vietcong, cuya sólida estructura militarizada lo colocó en el primer rango entre las organizaciones guerrilleras, así numéricamente, como por su eficacia operativa. En sus momentos álgidos, hacia 1975, el ERP contaba con no menos de quinientos miembros armados, aunque algunas fuentes llegan a hablar, incluso, de varios millares. Tan temible colectivo, con parecida rapidez a como se formó, desapareció en un par de años: en cuanto los militares se hicieron con un poder dictatorial y afrontaron la lucha contra las guerrillas con el espíritu y los medios de una contienda civil.

     Pero, hasta llegar al golpe de Estado militar de marzo de 1976, Argentina tuvo el anhelado privilegio de ver regresar de su exilio español al general Perón, y de que este alcanzara la presidencia de la República tras las elecciones del otoño de 1973. Poco duró el júbilo de los capuletos, ya que su líder fallecía de muerte natural en julio del año siguiente, legando la condición de sucesora a su esposa y vicepresidenta, María Estela Martínez. La mandataria no reunía las condiciones para gobernar e imponerse en aquel reñidero que era entonces su país, por lo que las condiciones de convivencia cívica fueron degradándose, con multiplicación de la violencia y creciente intervención del Ejército para tratar de pararla. Tan dramática situación tuvo su abrupto, aunque esperado, final en marzo de 1976, con la deposición de la presidenta Martínez por una Junta Militar, que ejercería el poder político y se iría sucediendo a sí misma hasta dar paso en 1983 a un gobierno civil nacido de elecciones libres, tras el batacazo militar sufrido por Argentina el año anterior en la llamada Guerra de las Malvinas.

Patio de columnas del Palacio de Justicia de Buenos Aires

     Pues bien, en este ambiente de violencia y ausencia de un razonable estado de derecho, Anselmo Rivera se desenvuelve, según el mismo dice, como un exilado dentro de su propia patria. Los constantes desórdenes universitarios lo han llevado a dimitir de su puesto de profesor, limitándose ahora a ganarse la vida en el prestigioso bufete colectivo, Somoza & Richetti, sito en el número 980 de la calle Lavalle, a poca distancia del Palacio de los Tribunales. Para desarrollar su vida en unas pocas manzanas, ha alquilado un coqueto apartamento en Talcahuano con Sarmiento; lo justo para llegar estirando las piernas hasta su despacho, o a los juicios en que haya de intervenir. La muerte de su padre lo ha vuelto, si no timorato, sí muy cuidadoso de su seguridad. Procura no salir ni volver a casa a la misma hora; callejea para dirigirse a su destino; utiliza un taxi, no su propio coche, cuando lo precisa para sus desplazamientos; cena y desayuna en casa, recogiendo el almuerzo para llevar en un restaurante alemán de los alrededores; evita durante meses su visita a El plantel de Venus, acogedor rinconcito donde se había permitido antes frecuentes desahogos. En fin, tras muchas vacilaciones y alertado por el desdichado fin de su padre, ha comprado un pequeño revólver Smith & Wesson, modelo 36, que se echa al bolsillo casi siempre que sale de casa, aunque apenas ha practicado su manejo.

     Dentro de la general austeridad con que los diarios bonaerenses reflejaban la triste y violenta realidad argentina de la época, varios de ellos recogieron un suceso producido en el Palacio de Justicia de la Nación el 4 de octubre de 1975, cuando unos individuos dispararon sus armas contra un letrado que se les había enfrentado, resultando este gravemente herido. De habernos permitido la policía consultar su informe preliminar del caso, elevado al presidente de la Corte Suprema de Justicia, como máxima autoridad judicial en el edificio, habríamos constatado, en resumen, lo siguiente:

     Sobre las 9:50 horas del pasado martes, 4 de octubre, un grupo de tres o cuatro individuos, que vestían  con gabardinas o impermeables para mejor ocultar las armas que portaban, accedieron al patio de honor del Palacio de Justicia por la entrada de la calle Talcahuano, subieron por la escalinata y llegaron a la primera planta, en cuyo pasillo sacaron las armas de fuego que llevaban -al menos dos de las cuales eran largas, del tipo de los subfusiles- y parecieron dirigirse a alguno de los despachos u oficinas aledañas. En ese momento, uno de los letrados que se hallaba esperando su turno para intervenir en una diligencia judicial del orden civil, sacó su revólver, calibre 9 mm, debidamente legalizado, y lo empuñó apuntando a los indicados sujetos, gritando a la vez para llamar la atención y pedir ayuda. Los citados individuos, sorprendidos y alarmados, desistieron de su propósito, cualquiera que fuese, y emprendieron la huida por el mismo trayecto por el que habían venido, no sin hacer algunos disparos, dos de los cuales alcanzaron al susodicho abogado, quien a su vez disparó un tiro, quedando la bala incrustada en una de las columnas del Palacio.

     El letrado herido resultó ser el doctor Anselmo Rivera, que fue evacuado en estado de máxima gravedad al centro hospitalario más próximo. Alcanzado en los huesos de la pelvis y en el intestino, ha tenido que ser intervenido quirúrgicamente en varias ocasiones, permaneciendo hasta el momento ingresado en estado grave, sin que sea previsible su fallecimiento.

     En cuando a los individuos que practicaron el referido asalto al Palacio, continúan las gestiones encaminadas a su perfecta identificación y detención. Hasta el momento, puede presumirse fundadamente que se trate de integrantes de un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo, y que su objetivo fallido fuera el de cometer algún atentado mortal o secuestro contra alguna de los magistrados o autoridades judiciales con sede oficial en el Palacio de Tribunales…

Revólver Smith&Wesson, modelo 36, calibre 9 mm

 

4.       Un lugar para morir

 

     De haber sabido lo envejecido que estaba el Tunquelén, seguro que habría escogido algún otro lugar para su estancia en Bariloche, ahora que los hoteles pululaban en la ciudad y sus alrededores. Ciertamente, lo último que había sabido de aquel alojamiento era que había sido acomodo forzoso del presidente Frondizi, allá por 1963, cuando los militares, tras deponerlo, no sabían a ciencia cierta qué hacer con él. Pero ahora estamos en 1976 -en octubre, por más precisar- y el establecimiento daba toda la impresión de hallarse envejecido, decadente, sin una mano preocupada y capaz de devolverle su prístina pujanza. Claro que sus recuerdos de veintidós años atrás podían estar falazmente embellecidos por los inevitables lapsos de la memoria de un adolescente, para quien todo había sido nuevo: su primera estancia en los lagos patagónicos, su primer hotel, su primer amor… Y, en última instancia, también él ahora renqueaba y se consumía en un tiempo de inmundicia y de dolor, bastante más descangallado y caduco que el edificio que lo acogía por segunda vez.

     Por teléfono había solicitado que la habitación tuviese vistas al lago Nahuel-Huapi y al embarcadero. Cuando llegó, comprobó que le habían reservado una estancia en la segunda planta y, aunque le aseguraron en recepción que los ascensores funcionaban adecuadamente, pidió que le cambiasen a la planta baja, para que le fuera más cómodo desplazarse. El empleado, reparando entonces en el bastón sobre el que el cliente se apoyaba firmemente al caminar, comprendió sus motivos, aunque precisó:

-          Casi toda esta planta está ocupada con el restaurante y otras dependencias generales del hotel. Puedo ofrecerle acomodo en ella, pero tendría que ser en alguna de las piezas que dan a la parte trasera, sin las vistas que usted nos había pedido.

-          Lo comprendo y se lo agradezco -contestó el huésped-. Esta pierna me tiene muy limitado.

-          Espero que el señor mejore con el cambio de aires -le deseó el recepcionista-, y no dude en pedirnos cuanto necesite.

-          ¿Tienen ustedes vehículo del hotel para trasladar a los hospedados hasta San Carlos?

-          Contamos con un microbús, que va y viene cuatro veces al día. Aquí tiene su horario.

     El huésped acabó los trámites de registro. El empleado miró de reojo su documento de identidad al devolvérselo y dijo con afectación:

-          Aquí tiene, señor Rivera. Muchas gracias por haber escogido nuestro hotel para pasar esta semana y le deseamos una gratísima estancia.

     El señor Rivera hizo una leve inclinación por cortesía y emprendió penosamente el camino de su habitación, tras el mozo que transportaba la maleta y el neceser de su equipaje. Mientras renqueaba por el pasillo, que se le hacía inacabable, susurró entre dientes:

-          Una semana… Dudo de que pueda aguantar siete días.

     Una vez en la habitación, Anselmo se desviste con cierta precipitación y procede a vaciar la bolsa de colostomía, que casi se había llenado durante el viaje desde Buenos Aires. Acto seguido, toma cuidadosamente una ducha tibia y procede a deshacer el equipaje, colocando todos los trebejos para el ano artificial y el botiquín con los fármacos en la parte más honda del armario, cubiertos por una toalla de baño. Entre unas cosas y otras, se echa encima la noche y corre el riesgo de que se le haga tarde para cenar. El cansancio y las emociones reprimidas pueden más que el apetito y tal vez le permitan descansar olvidando por momentos el dolor. Telefonea para que le sirvan de inmediato un bocadillo, una pieza de fruta y una copa de vino en su habitación. Los consume, ya en pijama, y se mete en la cama, dejando abierta la ventana con la mosquitera echada. Boca arriba, en la postura más relajada que puede, intenta conciliar el sueño o, al menos, alcanzar el sopor. Vano intento. Toma un par de comprimidos de la mesilla de noche y los traga con un buche de agua. Por su experiencia, augura que tiene dos o tres horas de descanso por delante, precedidas de media hora de progresiva somnolencia, momento ideal para dejar volar la imaginación doquiera que le apetezca. Volar, arriba, más y más arriba, más y más atrás en el tiempo…

***

     ¿Qué ha venido a hacer Romeo Rivera en Bariloche? La respuesta a la primera parte de la pregunta es clara para él. De hecho, la tiene decidida desde que, dos meses atrás, el despacho Somoza & Richetti prescindió amablemente de sus servicios, liquidándole su finiquito en una cantidad equivalente a los diez mil dólares[7]. Ha sido la gota que hizo rebosar el vaso de dolores, podredumbre y potentes psicolépticos, que lo ha llevado a la inapelable conclusión de que no vale la pena ir degradándose a ojos vistas, física y moralmente, para acabar, dentro de diez años, hundido en la miseria, la soledad y el dolor. A cada noche, los frascos de potentes analgésicos y somníferos que pueblan la mesita de noche le invitan a acompañarlos, todavía lúcido y terne, en el camino de una suave aniquilación.

     Respuesta, pues, meditada y asumida con firmeza, que muchos compartirían en su misma situación. Pero ¿y lo de desechar su apartamento de Buenos Aires para acabar, optando por Bariloche para despedirse de este mundo? ¿Romanticismo, memoria, extravagancia? Tal vez, un poco de todo, sin que merezca analizar las razones. Es muy probable que ni el propio Anselmo, cuando ahora va a intentar conciliar el sueño, fatigado del viaje y decepcionado del Tunquelén, pueda aclararnos su porqué.

     La mañana suele ser su mejor momento. Se desayuna con un par de tostadas, bien impregnadas con mermelada de rosa mosqueta, y un chocolate mamouschka a la taza muy caliente, para despertar todos los sentidos. Luego, toma el bastón y se echa al hombro un bolso liviano, con sus pertenencias médicas más necesarias. La camarera que lo ve salir por la galería encristalada, le pregunta, muy servicial:

-          ¿Necesitará el caballero de algún coche, para hacer el circuito chico?

     Anselmo se sorprende de la pregunta, pero comprende luego y responde:

-          No, gracias. Solo voy a bajar hasta el embarcadero y, si me encuentro bien, puede que coja algún barco para dar un paseo por el lago.

-          Pues a las diez de la mañana atracará el primero.

     Tiene un pronto y pide a la empleada:

-          Por favor, avise a recepción para que me venga a buscar un taxi por la tarde, a eso de las tres y media.

     Penosamente desciende por el sendero que otrora recorrió con Betina aquella tarde. La verdad es que, en parte por egoísmo, en parte por falta de las noticias que ella le prometió, Julieta ha sido un vago recuerdo en los últimos veinte años. De hecho, el día en que se cumplieron las dos décadas, fecha a fecha, Anselmo se había acordado, sin otra relevancia que la de soñar con Bariloche. Ahora casi han transcurrido dos años más y, si está aquí, es de despedida: no es el momento de añoranzas ni de melancolías.

     Con todo, sentado en el duro banco del atracadero, rememora aquellos instantes de su adolescencia; el rostro -que solo ve nítido en los sueños- que besó con pudorosa ternura; la niebla velando la luz del atardecer, … y la promesa: aquel delirio gardeliano que a él ni se le había pasado por la cabeza cumplir y que Betina, como mucho, habría recordado en Tucumán, o donde rayos estuviese, mientras rascaba el violín o daba una vuelta a los porotos…

     Pero ya se acerca la hora de la llegada del barco. En pequeños grupos los huéspedes del hotel van llegando, saludan y van formando una hilera imperfecta. Anselmo se yergue con notable dificultad y advierte cómo su vulnerado intestino cumple con su periódica tarea de eliminación. Avergonzado de sí mismo, insinúa un adiós a los circunstantes y emprende el camino de retorno al hotel. En el mostrador del vestíbulo coge un ejemplar de La Prensa y se aparta unos momentos para hojearlo a un rincón solitario. El recepcionista se le acerca y le confirma su encargo:

-          Doctor Rivera, ya tiene avisado su coche para esta tarde… El taxista es de toda confianza.

***

Plaza mayor de Bariloche (gentileza de Adobe Stock)

 

     Si mucha decepción le había causado la decadencia del hotel Tunquelén, no menos tristeza le produjo a Anselmo el desbocado avance del progreso turístico que San Carlos de Bariloche padecía, creando los más absurdos y abigarrados contrastes con la dignidad y empaque de los antiguos edificios, de una planta, construidos o revestidos de piedra toba, con sus empinados tejados a dos aguas de planchas de pino o alerce y pintorescas ventanas abuhardilladas, que parecían sacadas de antiguos dibujos para los cuentos de los hermanos Grimm. Poco se habían atrevido a alterar la plaza principal, con su Centro Cívico, sus museos y la Municipalidad; pero era pasar bajo los arcos que franqueaban la calle Mitre y el alma se le caía a los pies, viendo aquellas construcciones de varios pisos, donde reinaban el hierro y el cristal, los tejados de barro cocido o pizarra, los chillones reclamos de neón, los suvenires expuestos por las aceras, con rótulos en inglés. En verdad solo habían pasado veinte años, pero para Bariloche no podía decirse que no hubieran sido nada.

     Con desprecio de su bastón y de su cojera, algunos turistas se tropezaron con él y hubo de esperar un tiempo hasta que los vehículos se dignasen permitirle cruzarse de acera. Deprimido y sudoroso, regresó hasta la plaza y se sentó de espaldas a la estatua ecuestre del general Roca, mirando al lago y a los niños que correteaban por los jardines, recién liberados de las aulas. Una voz a su espalda le sacó de una incipiente ensoñación:

-          ¿Se encuentra bien el señor? ¿Desea que lo lleve a algún otro sitio?

     Era el taxista, a quien había indicado que aparcase el coche, mientras él se daba un garbeo por los alrededores.

-          No, gracias, repuso Anselmo. Estaba descansando y haciendo un poco de tiempo. La verdad es que todo está muy distinto de como yo lo recordaba de chico.

     El chófer captó su dejo, entre la decepción y el desprecio, y le siguió la opinión:

-          ¡Qué me va a decir a mí! ¡No sabe el atolladero que es conducir por esta ciudad! Lástima, con lo preciosa que era hace veinte o treinta años. Pero ¡claro!, el turismo ahora lo invade todo, y no digamos a finales de año y en el invierno, con las estaciones de esquí.

-          Vamos -glosó Anselmo-, que van a acabar muriendo del éxito.

-          No todos -gruñó el conductor-, que plata -lo que se dice plata- solo la están ganando los hosteleros y los comerciantes, a costa de explotar a los indios, a los cabecitas negras[8] y a los inmigrantes chilenos. Con decirle que no estamos lejos de los cuarenta mil habitantes…

     El taxista, curiosamente llamado Nahuel -como el lago-, parecía una fuente inagotable de temas de conversación, lo que pronto empezó a fastidiar a su forzoso oyente. Este trató de librarse con una treta:

-          ¿Habrá algún edificio por aquí, que merezca la pena?

-          La catedral -contestó sin vacilar Nahuel-, pero la cierran a las cinco y ya son las cinco y media… ¿Por qué no entra usted en el Centro Cívico? Tiene teatro, museos, biblioteca…, y seguro que no le ponen dificultades a que eche un vistazo rápido. Si quiere, yo puedo…

-          No estoy para museos, ni creo que sea ya hora de visitarlos -replicó Anselmo-. Tal vez, me gustaría echar un vistazo a la biblioteca.

     El taxista -que era un justicialista[9] como la copa de un pino- se echó a reír y le preguntó:

-          ¿No ha oído hablar del secuestro de libros que llevaron a cabo aquí los milicos hace apenas un mes? … Le acompaño y, según visita la biblioteca, le cuento.

     La cosa podría haber tenido su gracia, si la cadera no hubiese empezado a ponerse insoportable, tan pronto su titular subió la media docena de escaleras del porche. Pero Nahuel contaba y reía, mientras subían en el ascensor y recorrían el pasillo de acceso a la biblioteca:

-          … Creían los milicos que las bibliotecarias de Bariloche habían llenado las estanterías de libros comunistas y revolucionarios; de modo que, a primeros de este septiembre, se presentaron algunos oficiales a hacer un espulgo[10]. Dicen que se llevaron más de doscientos libros, sin mirar otra cosa que el título… ¡y qué títulos! Las meteduras de pata fueron de época. Se llevaron un libro titulado Los maestros de la escuela soviética, que era un tratado sobre ajedrez; u otro, llamado La importancia de llamarse Ernesto, por opinar que ese nombre solo podía referirse a Ernesto Guevara, el Che.

     Mientras Nahuel apenas podía articular las palabras por las carcajadas, Anselmo a duras penas alcanzaba a sonreír. Finalmente, se sentó en un banco, a la puerta de la biblioteca, mientras notaba, una vez más, la familiar y desagradable sensación de que la bolsa recolectora cumplía su íntima función. Por compromiso y por no tener que dar disculpas al taxista, echó un vistazo a aquella grata estancia de la que acababan de desahuciar a unos cientos de sus silenciosos moradores y emprendió el camino de salida. Le convenía hallar cuanto antes un lugar cómodo donde poder mudar la bolsa y, de paso, tomar una colación que hiciera las veces de merienda y de cena. Preguntó sobre ello a Nahuel:

-          Pues, si no conoce el lugar -repuso el taxista-, la cosa no ofrece duda: el hotel Llao-Llao. Está muy cerca del Tunquelén y, si llegamos todavía con sol, el lugar tiene unas vistas maravillosas, y dan música todas las tardes.

-          No se hable más, amigo Nahuel, -sentenció Anselmo-. Vamos para el Llao-Llao y procuremos acabar el día de la mejor manera posible.

***

    

El hotel Llao-Llao y su paisaje circundante

     Pensándolo mejor y deseando quedarse solo, Anselmo pagó y despidió al taxista tan pronto llegó al Llao-Llao, agradeciéndole con una generosa propina los servicios prestados. En los amplios e impolutos lavabos del hotel restauró su higiene y, luego, haciendo valer su cojera, concertó con uno de los vehículos al servicio de los huéspedes que lo llevase a las once de la noche hasta el Tunquelén, pagando a precio de oro el viaje. Ya con todos los trámites cumplidos, pasó a la sala Alerce, acondicionada por las tardes como lujoso salón de té. Al fondo, a través de la inmensa cristalera, todavía los últimos rayos de sol herían con su luz las cumbres de las montañas y teñían de un rosa cada vez más cárdeno las nubes y su reflejo en el espejo del lago. A Anselmo le bastaron unos segundos para contemplar aquel paisaje con la quietud mágica del anochecer. Luego buscó un butacón con un velador próximo y se dejó caer sobre el mullido asiento con un suspiro de alivio. El leve ruido de su bastón al caer sobre la alfombra fue el reclamo para que se aproximara un camarero de punta en blanco, ya mayor, pero tan tieso como el báculo, que al punto levantó y entregó a su dueño, al tiempo que le preguntaba por su pedido. Anselmo, goloso y hambriento, pidió un té Earl Grey bien caliente y una ración de tarta de chocolate, con aditamentos de dulce de leche, frambuesas y nata montada. El veterano mozo hizo media reverencia y se retiró. Del otro extremo del salón, por el momento medio vacío y silencioso, llegaban las notas pausadas de un piano. Anselmo recordó que, según el taxista, en el hotel daban música por las tardes y, como solía hacer, trató de identificar las sucesivas piezas que tocaba el pianista, la mayoría conocidas para él, aunque no diera con su título.

     Llegó la consumición con una apariencia de lo más apetitoso y, al mismo tiempo, se incorporó a la música del piano la de un violín, formando un dúo muy armonioso. Aunque Anselmo parecía enfrascado en dar buena cuenta de la tarta, no pudo menos de fijar su atención en la bellísima melodía que ejecutaba la violinista, dulce y apasionada a la vez, que a él le parecía propia de una pieza de música clásica, pero que nunca antes había escuchado. Fueron poco más de tres minutos, durante los que permaneció embelesado, como si su mente sensible se separara de aquel cuerpo desgarrado. Luego, al pasar el camarero a su lado, le hizo una seña:

-          ¿Haría el favor de cambiarme el servicio más cerca de los músicos? Me está gustando mucho lo que tocan, pero me cuesta trabajo oírlos bien desde aquí.

-          No me extraña -repuso el mozo, mientras llevaba a cabo el traslado-. Aunque son de Bariloche y no muy conocidos, los clientes entendidos alaban con frecuencia sus actuaciones.

     De cerca, la música seguía resultándole grata -aunque ninguna como la primera pieza que escuchó-, pero Anselmo pudo ahora escrutar a quienes tocaban, en especial, a la violinista, todavía joven, con un vestido malva y el cabello recogido por una trenza alrededor de la cabeza. El corazón le dio un vuelco: Habría jurado, pese a su miopía, que aquel rostro le era familiar… Claro que cualquier psicólogo aficionado sabe que tendemos a ver, cuando estamos en un determinado lugar, a las personas que relacionamos con el mismo…  ¿Sí…, no…? Esas gafas, esa exagerada delgadez, el color pajizo del cabello… Volvió a hacer una seña al camarero -ahora más disimulada-:

-          No sabrá los nombres de los instrumentistas… La verdad es que me parece conocer a la violinista… Tal vez la haya escuchado ya en Buenos Aires…

-          Figuran en el cartel de la entrada, pero no los recuerdo de memoria. Un momento, que voy a comprobarlo.

     Unos instantes después, el mozo le susurró al oído:

-          Clemente Isunza y Betina Ruggeri.

     Recibió la noticia con la aparente tranquilidad de quien escucha lo que en el fondo presiente. Terminó su merienda y, procurando retirarse lo más sigilosamente posible, fue acercándose a la entrada del salón. Dos camareros cuchicheaban allí, mano sobre mano. Anselmo, como quien no quiere la cosa, pegó la hebra con ellos:

-          ¿A qué hora acaban los músicos su actuación?

-          A las ocho y media -contestó uno-. Es cuando recogemos los servicios y preparamos el local para mañana.

     Anselmo consultó su reloj: Acababan de dar las ocho. Prosiguió:

-          ¿Tendrían papel y bolígrafo? Tengo que escribir una nota.

     Le facilitaron el recado de escribir. Les dio las gracias y pergeñó una nota, con estas palabras:

Dentro de veinte años, en este mismo lugar

A.R.

     Dobló el papel y se lo entregó al mozo que le pareció más abierto, junto con un billete de cien pesos-ley, con la siguiente indicación:

-          Tenga la bondad de entregarle este recado a la violinista entre pieza y pieza… Soy amigo de la señora Ruggeri y quiero saludarla al final de su actuación.

     Siguió con la vista al camarero, constatando que diera la nota a Betina, y seguidamente se arrellanó en un sillón invisible desde el pequeño escenario, gracias a uno de los pilares de alerce de la sala. Allí esperó, comprobando frecuente y nerviosamente cuán lentas corren en ocasiones las manecillas del reloj.

El atardecer en el hotel Llao-Llao

 

 

5.      Morir en Bariloche

 

     ¿Cómo habría descrito el gran Shakespeare una escena en que Romeo y Julieta, vivos y cuarentones, se hubieran encontrado por casualidad en alguna posada de Capri -un suponer-, y estuvieran contándose los principales acontecimientos de su vida, desde el hipotético momento en que la capuleta abandonara Verona en busca de lugares menos inhóspitos? Yo no soy capaz de concebirlo: Así que, en lugar de elucubrar, agucemos el oído y procuremos escuchar lo que están diciéndose Betina y Anselmo, sentados en un rincón de la sala Alerce, mientras ella ingiere el tentempié que le sirve la cocina del hotel al acabar su ejecución vespertina.

-          … Seguro que te habrás preguntado alguna vez -está hablando ella- por qué no volví a escribirte, ni hice por verte en Buenos Aires las pocas veces que regresé allí. Ya sabes lo zafio que era mi padre en temas de política, máxime después de perder la mueblería: No dudes de que no me habría permitido terminar mi carrera y me habría puesto a vender puntillas o a fregar escaleras. Pero quien acabó por convencerme fue mi madre: ¿Qué adelantarás -me dijo- con sufrir tú y hacerle sufrir a él por un amor a distancia, y con tantas desigualdades y diferencias entre vosotros? Corta radical, aunque te duela, y haceros un porvenir de la manera que vuestras vocaciones os tengan marcado. Y luego -prosiguió astutamente-, ¿quién sabe? Con madurez y una profesión, podrá ser posible lo que ahora resulta disparatado.

     Anselmo no replicó nada, aunque Betina hizo una pausa para tomar un bocado. Luego, ella prosiguió:

-          En fin, acabé los estudios de violín y durante ellos conocí a un estudiante de magisterio, que hacía sus pinitos como alumno de canto. Como inciso, te diré que era un peronista un tanto extremoso que, por esto mismo, fue muy bien recibido y apadrinado por mi padre. Al acabar la carrera, nos casamos y fuimos a vivir a Córdoba, donde Jorge -así se llamaba él- encontró acomodo en una escuela pública. Yo me desempeñé como violinista, dando clases particulares a domicilio y en la Casa Peronista de Alta Córdoba. No tenía mucho tiempo para perfeccionar mi ejecución, pues pronto tuvimos una niña y, al cabo de dos años, un chiquillo… Aquí tengo una foto reciente, para que te hagas una idea.

     Betina sacó del bolso una fotografía algo ajada, en color, en la que se veía a una chiquita y a un niño, posando ante el pedestal de la estatua del general Roca, con el edificio de la Municipalidad barilochense de fondo. Anselmo hizo un elogio formulario de la apostura de la parejita y devolvió la imagen a la orgullosa mamá, quien prosiguió:

-          Así, en plan telegráfico, no tengo mucho más que contarte. Hace siete años, durante el Cordobazo del 69, los gendarmes fueron por mi marido, con el pretexto de que había disparado a un milico; se lo llevaron detenido y, al cabo de unos días, me lo devolvieron en un ataúd cerrado, con la orden de que no lo abriese por ningún motivo… A mí se me cerraron en la ciudad las puertas para trabajar; de modo que volví para Tucumán, con mis padres, pero ¡ya ves!: cuatro bocas más en una casa pobre. A la desesperada, escribí a un profesor de música muy bueno de Buenos Aires, para el que me dieron recomendación. Me llamó para una audición y, gracias a Dios, no quedé del todo mal…

-          ¡Qué modesta eres! -exclamó Anselmo-. Te he estado escuchando esta tarde y tocas maravillosamente. Sobre todo, me ha emocionado la obra con la que has empezado la actuación.

-          ¡Ah!, el romance de El tábano, de Shostakovich[11]. Es una de mis favoritas.

     Tras esta interrupción, Betina prosiguió:

-          El profesor Lysy había fundado aquí en Bariloche una orquesta de cámara, para la que no le era muy fácil por entonces encontrar buenos profesores, dado que su sede estaba en este culo del mundo. Me ofreció una suplencia, con el compromiso de buscarme trabajos complementarios para completar mi economía. No había vuelto por Bariloche desde… desde lo nuestro, pero tenía un recuerdo maravilloso. Era el lugar ideal para los niños. Acepté y aquí me tienes, va para seis años. Toco poco con la Camerata, pero tengo plaza fija en la escuela de música municipal y -como puedes comprobar- ando haciendo funciones en buenos hoteles para los turistas ricachones…, como lo serás tú, sin duda.

     Anselmo negó, sonriendo. Betina afiló el ingenio y señaló hacía la nota que él acababa de enviarle con el camarero:

-          ¡No irás a decirme que has venido a Bariloche para cumplir aquella romántica promesa de volver al cabo de veinte años!

     Rivera se quedó con ganas de replicarle algo así como: Si así fuese, ¿te gustaría?, pero la situación no se prestaba a sensiblerías; de modo que prefirió estar a la recíproca y resumir, a su modo, los años pasados.

***

-          No puedo decirte, ni sí, ni no -respondió Anselmo a la sarcástica exclamación de Betina-. Poco antes de que se cumplieran los veinte años desde entonces, sufrí un grave accidente de circulación, que me tuvo entre hospitales y quirófanos durante muchos meses…, y ya ves cómo he quedado.

-          Apenas he tenido tiempo de fijarme -se disculpó Betina-. ¿Qué tal te encuentras? ¿Es muy doloroso?

-          No perdamos estos breves momentos contando desgracias, repuso Selmo. Tan solo te diré que lo que me ha quedado es irreversible y, en cualquier caso, no estoy dispuesto a ponerme de nuevo en manos de los cirujanos. El hecho es que, si he viajado en estas circunstancias hasta Bariloche, ha sido para tomarme unos días de relajado descanso antes de volver al trabajo en Buenos Aires.

     Guardaron silencio durante unos instantes. Luego, Anselmo prosiguió:

-          ¡Pero si ni siquiera te he dicho a qué me dedico! Te diré que ejerzo la abogacía en un buen bufete de la capital. Es lo único en que me ocupo, una vez abandoné el profesorado en la universidad, en vista de los desórdenes y politiquerías que la asfixian… Sigo siendo bastante exigente en mis cosas, lo que no es una buena cualidad para desenvolverse en la Argentina que nos ha tocado vivir.

-          Y que lo digas -coincidió Betina-. Pero ¿te casaste, o también en ese punto has sido demasiado exigente?

-          No te diré que no lo haya pensado -respondió Anselmo-, y hasta estuve cerca de ello alguna vez; pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora, con esta edad y de esta facha, doy por cerrados esos episodios.

-          No te retires tan pronto de la feria -bromeó Betina-. Tú reponte y es probable que luego veas las cosas de otra manera.

-          ¿Estás sugiriendo que me case con una enfermera de buen corazón?, inquirió Rivera, con idéntico tono festivo.

-          Nunca falta un roto para un descosido, amigo Selmo, repuso Betina, risueña. De todos modos, si llegas a necesitar de una musicoterapeuta, no tienes más que decírmelo y te buscaré alguna de toda confianza.

Vista parcial del salón Alerce (hotel Llao-Llao de Bariloche)

     La noche avanzaba. Hacía tiempo que la violinista había terminado la cena y, aunque había telefoneado a casa para avisar del retraso a su hija, empezó a sentirse preocupada. Así se lo manifestó a su interlocutor:

-          Voy a tener que dejarte para atender a los chicos, aunque la niña es ya una mujercita de su casa. Como supongo que te hospedas aquí, podemos vernos mañana…, o, mejor aún, te llevaré a casa en mi coche para que conozcas a mis hijos y veas el pisito en que vivimos.

-          La verdad es que he estado alojado durante estos días en el hotel Tunquelén, por razones que no hará falta que te explique -Betina se estremeció-. Lo de dejarme caer por este palacio para millonarios ha sido pura casualidad, y bien que me alegro de ello. Y, en cuanto a volver a vernos, será imposible por el momento, ya que tengo billete para marchar mañana.

     Betina se entristeció, hasta el punto de que sus ojos adquirieron un brillo especial:

-          ¿No podrías aplazar el retorno un par de días?, preguntó con énfasis. Supongo que habrá avión diariamente.

-          Imposible, lamentó Anselmo. Me han señalado un juicio muy importante en el Supremo para pasado mañana… Es lo que tiene -sonrió- ser un abogado de relumbrón: que no aceptan de ningún modo el que te reemplace un sustituto.

     La Ruggeri suspiró, agregando:

-          Bueno, ahora que nos hemos reencontrado será más fácil mantener la relación, sin tener que emplazarnos para dentro de otros veinte años. Te voy a facilitar mis señas y número de teléfono.

     Sacó del bolso una tarjeta impresa con esos datos, que le entregó, aclarándole:

-          Es mi presentación para ante los empresarios. Ya sabes, los del Teatro Colón, el Metropolitan y otros antros de parecido nivel.

     Anselmo le pidió otra tarjeta y por el envés escribió su dirección y teléfono. Se la devolvió, añadiendo protocolariamente:

-          Si vas a Buenos Aires por cualquier motivo, ahí tienes tu casa.

-          No creas que me disgustaría pasar unos días en La Reina del Plata con los niños, señaló Betina. ¿Querrás creer que no han estado nunca allá?

-          En mi opinión -replicó Anselmo-, no se pierden gran cosa. Buenos Aires es una ciudad para adultos y, aún eso, con reparos. Algunos la llaman La ciudad de la furia, y a fe que muchos espíritus mesiánicos no han vacilado en convertirla en la antesala del infierno.

     Bettina se encogió de hombros:

-          Ningún lugar es un paraíso, sentenció. Este mismo Bariloche se está convirtiendo en una ciudad artificiosa e insustancial, y ya sabes que desde hace muchos años es un nido de nazis.

     Se despidieron en el vestíbulo, con una falsa euforia de besos y promesas de un pronto encuentro. Anselmo desechó que Betina lo llevara en su coche hasta el Tunquelén, con la disculpa de que ya estaba esperando por él un vehículo contratado de antemano. En el fondo, sentía que ya estaba todo dicho y no convenía alargar por más tiempo la ficción, no siendo Leonard Whiting[12], sino un abogado cesante en inminente peligro de extinción.

***

     Nuestro Romeo aficionado pasó gran parte de la noche de claro en claro, imaginando lo que podría ser el pasar el resto de su vida con Betina. De hecho, procuraba rememorar exactamente sus gestos y palabras y cada vez se iba convenciendo más de que ella se lo había sugerido. A fin de cuentas, por amor o por piedad, también él podía ser para ella límpida fuente de ayuda y consuelo. Pero ¿era él, realmente, el caballero bien situado, abogado postinero, que llevaba bastón poco menos que como signo de elegancia, que le había hecho creer? La verdad es que se había presentado ante ella lleno de presunción y de doblez, como quien evita dar lástima a quien nunca más ha de volver a ver, para que guarde un grato recuerdo. No era esa, ciertamente, la verdad con que habrían de convivir dos personas llamadas a compartir sus vidas.

     ¿Y ella? ¿Era sincera o se comportaba como él lo había hecho? Era indudable que tenía dos hijos y, mal que bien, ejercía una hermosa profesión. ¿Acaso necesitaba para llenar su existencia de un tipo sin salud, sin trabajo, atado a una bolsa de heces y a un botiquín lleno de psicotrópicos? ¿Y qué sabía de ella, más allá de hermosos recuerdos ajados y cubiertos con el polvo de los años?

     Poco a poco fue serenando el torbellino de sus pensamientos y controlando las ilusorias expectativas que la mera presencia de Betina había despertado en su corazón. A la postre, quedó solo un poso inesperado y sorprendente: Aquel Jorge Peñalver, cuya muerte había dejado viuda a Betina tenía que ser, sin duda, el mismo individuo a quien su padre no había tenido más remedio que descubrir, con tan tristes consecuencias para ambos y, también, para la familia del montonero. Puesto a dejar él el mundo, tal vez podría hacerlo con una buena acción, valiera lo que valiese…

     A la mañana siguiente, tomó el primer autobús para San Carlos y, haciendo valer su condición de abogado, logró ser recibido de inmediato por un escribano, a quien expresó su intención de otorgar testamento, con la urgencia que aconsejaba el ir a someterse el día siguiente a una operación de riesgo vital. El fedatario, aunque rezongón, dio orden a un oficial de que recogiera la voluntad de Anselmo. Este aseguró que la cosa iba a ser de lo más sencillo:

-          Como es de ley -afirmó-, los dos tercios de mis bienes corresponderán a mi madre, en calidad de legítima[13], y dispongo del tercio restante en favor de la señora Betina Ruggeri, residente precisamente en esta ciudad. Tan solo quiero añadir la petición a mi madre de que, si a bien lo tiene y considerando la situación económica de una y otra herederas, vea de renunciar a una sexta parte de lo que le corresponde, para que mis bienes se distribuyan a partes iguales entre ellas.

-          ¿No dispone usted nada sobre la adjudicación de bienes concretos?, inquirió el oficial.

-          Haga constar que la parte de la señora Ruggeri se forme, en lo posible, por efectivo y valores negociables en bolsa, concretó Anselmo. Así le será más fácil y rápido hacer frente con ellos a lo que pueda necesitar.

-          ¿Piensa nombrar albacea?, preguntó también el actuario.

     Anselmo negó, sonriendo:

-          Mejor que se entiendan entre ellas dos… Así tendrán ocasión de hablar de mí y procurar comprender mis motivos.

     Concluido el acto, el testador recogió su copia y encargó al escribano que hiciese llegar otras dos a las herederas, a la mayor brevedad posible. Pagó, se despidió y, al salir del despacho, oyó la voz del notario que le deseaba:

-          ¡Que salga con bien de su operación!

     Anselmo se dijo que pocas veces un buen deseo había tenido tan pocas posibilidades de cumplirse…, aunque, bien mirado, quizás el bien fuese para él dejar de vivir.

***

     Las luces se van debilitando, hasta dejar sumida en la oscuridad una habitación del hotel Tunquelén de Bariloche, en la que Anselmo Rivera, tendido sobre la cama, duerme ya el sueño eterno. En la mesilla de noche, un vaso de agua y algunos recipientes de farmacia desordenados y con parte de su contenido esparcido por el tablero. En una mesa de escritorio, apoyadas en un búcaro, la copia del testamento y una brevísima misiva para el juez, afirmando la realidad del suicidio. Sin esperar a que llegue el príncipe de Verona, ni a que se reconcilien y estrechen su mano Capuleto y Montesco[14], cae lentamente el telón. Simultáneamente -si la censura lo permite-, se escuchan de fondo las notas del himno nacional argentino y un coro canta su estrofa:

Oíd, mortales, el grito sagrado:

Libertad, libertad, libertad.

Oíd el ruido de rotas cadenas,

Ved en trono a la noble igualdad

Muerte de Romeo y Julieta (G. Klimt), fresco en el Burgtheater de Viena

    

      

   


[1] Este no es un cuento histórico, aunque sí pegado a una época y unos lugares. Por ello, y contra mi habitual manía de las notas al texto, optaré por reducir estas a un mínimo, que juzgo inevitable.

[2] La versión original, alemana, se titulaba Romeo und Julia (letra de Hans Bradtke; música de Henry Mayer) y se estrenó en 1967, cantada por Peggy March. Es español fue popularizada con el título de Romeo y Julieta, con la adaptación de Carlos Céspedes y la voz de la cantante Karina.

[3] Porteño es usado aquí como relativo a la ciudad de Buenos Aires. El “siglo pasado” alude al siglo XX.

[4] En lo sucesivo me referiré a esta Unión con el acróstico UES.

[5]  Por supuesto, se trata del tango Volver (1934), de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, que contiene el famoso -e irónico- verso: que veinte años no es nada.

[6] Literalmente, sin camisa, es decir, muy pobre o desharrapado. Fue el epíteto empleado exitosamente por Eva Perón para aludir a sus partidarios que nada tenían o consideraban suyo, fuera de lo que pudiera ofrecerles en justicia el movimiento peronista.

[7] Aproximadamente, 50.000 euros actuales (año 2024).

[8]  Expresión, entre afectuosa y peyorativa, utilizada desde la época peronista para referirse a los peones del campo, la construcción y la industria, caracterizados por lo atezado de su cutis, ya por el trabajo al sol, ya por la pigmentación racial.

[9]   Nombre que adoptó desde 1971 el partido peronista, para cumplir con la prohibición legal de utilizar en su nombre cualquier vocablo que hiciese referencia a personas físicas concretas.

[10] Curiosa confusión de los sustantivos expurgo (el correcto aquí) y espulgo (“limpieza de pulgas y piojos”).

[11] Conocido fragmento de la suite, op. 97 a, de Dmitri Shostakovich, que lleva el nombre de la película soviética (1955) para la que fue creada como banda sonora. Compuesta inicialmente para un reducido número de instrumentos (piano y violín, principalmente), su trasposición para orquesta fue arreglada por Levon Atovmyan, siendo hoy esta, la versión más interpretada de la obra, que puede escucharse en youtube.

[12]  Nombre de actor que, con 17 años, hizo el papel de Romeo en la versión cinematográfica de Romeo y Julieta, dirigida por Franco Zeffirelli en 1968.

[13] Esa era la legítima que correspondía a los ascendientes en el Código civil argentino de la época (artº 3.594). En 1985, el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, la rebajó a la mitad del caudal relicto (artº 2.445).

[14] Alusión entendible recordando la última escena del Romeo y Julieta de Shakespeare.

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