jueves, 18 de noviembre de 2021

NUESTRO PEQUEÑO MUNDO. EL FANTASMA Y LA SEÑORA TIERNEY

 



Nuestro pequeño mundo. El fantasma y la Señora Tierney

Por Federico Bello Landrove

 

A la Clínica Menninger, con mi respetuosa admiración

 

     La ilustre actriz cinematográfica Gene Tierney (1920-1991) padeció importantes trastornos psíquicos que, aunque condicionaron decisivamente su carrera, terminó por superar -dentro de lo posible-, con la ayuda de personas e instituciones reflejadas en este relato, y de un personaje imaginario -por más de un concepto-, que es la clave para convertir lo que sería un sesudo ensayo en un cuento, en que pretendo enseñar divirtiendo.

Emblema de la Clínica Menninger


 

1.   El viajante de Guerlain


     Debía de ser alrededor de la una de la tarde. Como en otras varias ocasiones, me había quedado sola en la trastienda de Talmage’s, guardando voluntariamente el establecimiento, mientras Billie, la dueña, y Edwina, la dependienta principal, se tomaban un descanso, yendo a comer, bien a su casa, o bien en alguna cafetería de las inmediaciones. Apenas había colocado sobre un velador la fiambrera, el pan y la botella de leche que mi casera, la señora Craig, me había preparado amorosamente, cuando me pareció oír el tintineo de las campanillas que advertían de la apertura de la puerta de entrada. En efecto, así era. Un caballero atildado, con el sombrero en una mano y un voluminoso maletín de muestras en la otra, sonrió ampliamente ante mi aparición y, sin preámbulos, expresó su alivio:

-          ¡Menos mal! Callejeando en busca del 3107 de la calle S.W. Huntoon he echado, lo menos, media hora.

     Pese a su disculpa, de buena gana lo habría despedido hasta que reabriésemos la tienda, de no ser por la sorpresa que me había producido el haber olvidado echar la llave de la entrada, así como por los recuerdos que me trajo el notorio acento francés con que el intruso hablaba en nuestra lengua. Así que le contesté:

-          Lo cierto es que la tienda está… debía estar cerrada hasta dentro de media hora. En fin, ya que ha entrado, si me promete ser breve, dígame en qué puedo servirle.

-          Agradecidísimo -repuso el visitante-. Pero, antes de nada, permita que me presente. Me llamo Daniel Salomons y soy el viajante y comisionista para Kansas y Nebraska de la afamada casa de perfumería Guerlain.

     Me mostró una tarjeta de visita en la que, bajo la doble ge del símbolo de la casa, figuraban los datos que acababa de darme de palabra. Los efluvios que despedía la pequeña cartulina me hicieron pensar que, por el momento, entre los complementos que vendíamos para los vestidos, no se encontraban las fragancias. Recuerdo que pensé para mí: Esta Billie, cada vez más lanzada. Claro que, si se ha atrevido con la bisutería fina, no creo que le vaya a hacer ascos a la perfumería.

     Pero, de inmediato, el intruso me sacó de dudas. No es que mi principal hubiese ampliado los ramos del negocio, sino que…

-          No quiero entretenerla, pues solo vengo, como quien dice, a ver si hay suerte. He leído en el Capital Journal[1] que habían abierto una boutique muy elegante, y pensé que podría ser un buen complemento ofrecer a sus clientes los mejores perfumes de París; pero, claro está, esa es una decisión de la dueña y, a lo que intuyo, estoy hablando con una distinguida empleada de la firma.

     Me eché a reír por el ditirambo. ¡Si el señor Salomons supiera!

-          En efecto, le confirmé. Solo soy una vendedora, y de distinguida, nada: He sido la última en llegar y con un nombramiento meramente temporal -paré en seco, pues me estaba metiendo en terreno resbaladizo-. De todas formas -proseguí por otros derroteros-, yo pienso lo mismo que usted sobre las fragancias francesas y, si me guarda el secreto, las de Guerlain estaban entre mis favoritas.

-          ¿Estaban?, inquirió. Pues, ¿qué ha pasado para que, por lo que huelo, se haya pasado a Elizabeth Arden?

-          Cuestión de economías… y de que mi madre prefiere regalar esencias americanas.

-          Ya veo -admitió con cierto desdén-. ¿Cuál era su marca predilecta cuando se encontraba en mejores condiciones de fortuna?

-          ¡Qué indiscreto!, repliqué con fingido enfado. Dicen que los viajantes son capaces de acertar, con solo ver a las posibles clientas. Siendo así, no le será difícil adivinarlo.

     Monsieur sonrió, con suficiencia, y dijo:

-          En efecto. En mi próxima visita, tendré mucho gusto en obsequiar a la señora con un frasco de su perfume favorito.

     La charla se alargaba y el tiempo para comer se me estaba acabando. Le dije:

-          Voy a tener que dejarlo solo durante unos minutos. Puede esperar aquí, si quiere, o seguir con sus ocupaciones y volver luego. Cerramos a las cinco.

     No me contestó, aunque, según me retiraba al reservado, me pareció que tomaba asiento en una de aquellas historiadas sillas, doradas con purpurina, que tan ridículas me habían parecido cuando me presenté para trabajar en Talmage’s. Engullí a toda prisa el almuerzo, algo intranquila por lo que pensaría Billie de que hubiera dejado a Salomons a sus anchas por la tienda. Justo a la una y veinticinco, me bebí la leche y salí de nuevo a la zona comercial. El viajante finalmente se había marchado y, lo que era más llamativo, había cerrado con llave la puerta al salir.

     A las 13:30 en punto, aparecieron Billie y Edwina. La primera me preguntó:

-           ¿Te has probado el par de trajes sastre que nos llegaron ayer de Tulsa?

     Decidí mentir a medias, para no tener que confesarle mi extraño encuentro con Salomons:

-          Un poco por encima -repuse-, pero querría repetir en tu presencia, a ver qué te parece el largo de la falda.

-          Seguro que viene más corto que la temporada pasada. Al paso que van, acabaremos por enseñar las rodillas.

-          ¡Dios nos libre!, exclamó la buena de Edwina, que andaría por las 150 libras. Y no lo digo por ética, sino por estética, aclaró.

     Entraron los dos primeros clientes de la tarde: una pareja de mediana edad. Venían en busca de un fular y un bolso de boxcalf. Aproveché, al partir los clientes, para comentar a Billie:

-          Cada vez vienen más personas a comprar complementos. Tal vez fuese una buena idea añadir alguna sección atractiva y que se venda con un buen margen: los perfumes, por ejemplo.

     De entrada, mi jefa no dio ninguna virtualidad a mi sugerencia:

-          ¡Quita, quita! A este paso, acabaremos por convertirnos en un Crosby[2] en miniatura. Nosotras, a lo nuestro, que son los trapos.

     No importaba. Billie acabaría por ceder. Aunque, de todas formas, ¿qué me importaba a mí que vendiésemos esencias de París o esquíes austriacos? Me lo iba preguntando en el largo camino de vuelta a casa, bajo los últimos rayos del sol otoñal. La razón era evidente, por más que porfiara en no admitirla: Daniel Salomons tenía una atractiva aura de misterio, que me impulsaba a desear nuestro reencuentro.

***

     El otoño del 59 se hacía esperar en el este de Kansas. Octubre llegaba ya a su mitad y aún me resultaba grato, en los mejores días, ir a almorzar al aire libre en el ameno Parque Collins, extendiendo mis frugales viandas en una de las mesas de picnic, que tan aprovechadas eran en el verano. Me disponía a dar buena cuenta de aquellas cuando, de sopetón, descubrí frente a mí al señor Salomons, ya sentado y sonriente, como si hubiese respondido a mi intuición de que habría de reencontrarme con él en cualquier momento.

-          ¡Uf, qué sorpresa!, exclamé. ¿Me estaba esperando?

-          Acabo de llegar de Emporia por razones de trabajo y decidí tomarme un descanso, antes de proseguir hasta Kansas City. ¡Qué lugar más grato para reposar!

-          ¿Le apetece un emparedado?, ofrecí, al ver que no traía aparentemente nada que comer.

-          Gracias, pero comeré en algún snack de carretera. He parado solo para charlar un poco con usted.

     Ahora que lo pienso, entonces me pareció lo más natural del mundo lo que era bastante llamativo. De todos modos, Daniel se explicó:

-          Suponía que, teniendo tan cerca del trabajo un parque así, no se quedaría siempre a comer en la tienda.

-          En efecto -ratifiqué-. Me encanta el paraje y, por otra parte, hoy no tenía ningún vestido que probarme… Tengo que estar muy al corriente de todo lo que llega, para aconsejar a las clientas.

     Parecía concentrado en verme comer. De pronto, preguntó:

-          ¿Y qué? La señora Talmage, ¿se decide por vender perfumes o no?

-          No parece estar por la labor, respondí, pero no pierda la esperanza. Tal vez, si hubiese vuelto usted por la tienda y hablado con ella…

-          Haré lo posible, pero tengo un trabajo agotador. Entre un ayudante y yo, llevamos el territorio de dos Estados y, por si fuera poco, la empresa se empeña en que tengamos la sede en Omaha.

     Algunos paseantes se nos quedaron mirando, como extrañados. Mi interlocutor debió de suponer que estaban curioseando en nuestra conversación. Yo le dije:

-          Si quiere, podemos hablar en francés. Así podré practicar para no olvidarlo.

     Salomons aceptó, ya en la lengua gala. No me pidió explicaciones, pero yo me explayé, con cierto deje presuntuoso:

-          Es que, de muchacha, estuve dos años interna en un colegio de Lausana, gracias a lo cual todavía lo hablo con fluidez.

-          La Suisse Romande[3]: buen sitio para vivir, pero dudo que lo sea para aprender un buen francés.

     Me dejó tan planchada, que con mi mohín le provoqué la risa. Decidió suavizar su reproche:

-          Bueno, no vayas a creer -me percaté de que me tuteaba, al emplear el nuevo idioma[4]-; en París hablamos de forma bastante ramplona, a no ser los petimetres o los actores de la Comedia Francesa.

     Me pareció que hacía ademán de retirarse, pero recordó su anterior promesa:

-          No contaba con verte tan pronto y no tengo en el muestrario el perfume que solías usar antes de…, bueno, antes de cambiar de fragancia. Pero no te inquietes, cualquier día de estos te lo hago llegar y verás cómo acierto.

     Rebusqué en el cestillo en busca de la manzana de postre. Al levantar la vista, Daniel había desaparecido o, por mejor decir, se iba difuminando entre los arbustos. Todavía en francés, dije en voz alta, con el vano propósito de que me oyera:

-          ¡He ahí uno que larga velas sin levar el ancla siquiera!

     Quien sí me oyó fue una señora que pasaba con un cochecito de niño, a la que tuve que aclarar, en correcto inglés, que no me estaba dirigiendo a ella.

 

 

2.   Con viento calmoso


     Recuerdo que el día anterior me había puesto una conferencia Howard, desolado. Su pleito de divorcio había sufrido la enésima suspensión, por culpa de la inventora de ardides, como él llamaba a su contraparte[5]. Yo había intentado tranquilizarlo dado que, en mi opinión, no tenía sentido pensar en el matrimonio entre nosotros hasta que me dieran el alta en la clínica y pasaran unos meses más sin recaídas graves, como la que había acaecido hacía un año[6]. No había querido insistir, además, en mis vacilaciones al aceptar una unión en la que ni él, ni yo, estuviésemos preparados para arrostrar sus grandes dificultades. Rumiando estos pensamientos, subí en penumbra las escaleras y llegué a mi habitación, tras saludar a Marguerite, que tan solo me avisó de que pronto tendría preparada la cena.

     Había empezado a quitarme el adusto uniforme de la corbata[7], cuando me percaté de que Salomons estaba sentado en la descalzadora. Apenas contuve un grito de sobresalto, al que correspondió con el simple gesto de encender el cigarrillo que ya tenía entre los dedos.

Gene Tierney despidiendo a una clienta a la puerta de Talmage’s (1959)

 

-          ¿Cómo demonios…?, balbuceé. La señora Craig no me dijo…

     Me respondió con fingida indiferencia, en francés:

-          No creerás que Arsenio Lupin[8] llamaba a la puerta para anunciar su indeseada presencia.

     Me molestó la gracieta y le respondí con acrimonia:

-          En efecto, indeseada, e inoportuna por añadidura.

     Encajó el sofión con absoluta deportividad:

-          Perdona, si molesto, pero, a partir de ahora y hasta nuevo aviso, vas a tener que soportarme, y viceversa. A fin de cuentas, puedes encerrarte en tus desgracias, o hacerme partícipe de ellas, por si te alivia. Hasta podría echarte una mano…

     Por un momento, me sacudió el triste y neblinoso recuerdo de otros impertinentes, que venían invadiendo mi vida, doblando mis cuitas con la interrupción de mi reposo. Al menos, este Salomons era simpático y hablábamos en francés, como en los lejanos tiempos de mi adolescencia.

-          Disculpa mi rudeza -me disculpé-. Llevo un tiempo dándole vueltas a mi porvenir. Te parecerá ridículo, pero en medio de esta vorágine[9] hay un caballero de Texas que anda detrás de mí con miras matrimoniales; y, ni yo puedo decidirme, por mi estado mental, ni él puede librarse de su tempestuoso matrimonio presente.

     Daniel sonrió, al tiempo que hacía un gesto de asentimiento:

-          Ya decía yo que no perderíamos el tiempo charlando esta tarde. Para empezar, lo de esa señora tan recalcitrante en no dejarse divorciar está abocado a solucionarse con algo de tiempo y bastante más dinero, que es cosa que a tu pretendiente le sobra y a su astuta mujer le falta. Yo creo que, si ese petrolero -se llama Howard, ¿no?- pusiera menos énfasis en destacar los incumplimientos matrimoniales de ella y aflojase los cordones de la bolsa sin más excusas…

-          ¡Es el colmo!, exploté. No tienes el gusto de conocerlo y te permites imaginar y juzgar su conducta. ¡Valiente consejero metomentodo estás hecho!

-          Tranquila, muñeca -que diría Boggie[10]-. En efecto, no tengo el placer de conocer a tu hombre de Texas, pero sí a su actual esposa. Si fueses tan meticulosa para otras cosas, como lo eres para valorar si me está bien entrar en esta casa por la puerta o por la ventana, sabrías por mi apellido la razón de mi conocimiento… Vamos, haz memoria, Salomons…, y nacido en París…

      No pude menos de echar una lagrimita, contra mi voluntad; y es que la alusión a la memoria me había tocado en lo más vivo:

-          Si tú hubieses pasado por tres años de tratamiento a base de electroshock, bañeras de agua helada, ropas empapadas y ligaduras en manos y pies, es muy probable que estuvieses en mi mismo estado: no recordar lo sucedido, imaginar lo inexistente y mezclar lo real y lo fantaseado.

     El rostro de Daniel no expresó ninguna emoción. Simplemente explicó aquello que, con toda lógica, se me había escapado acerca de su parentela:

-          Tampoco habría sido muy feliz mi existencia, apellidándome Salomons, si no salgo pitando de Francia cuando la invadieron los nazis en el año 40. Pero, a lo que iba: Tengo un primo por parte de padre, muy bien instalado en Hollywood desde hace muchos años. Seguro que te sonará el seudónimo, con el que oculta sus hebreos y poco eufónicos apellidos, Salomons Cahen. Se hace llamar Jean Pierre Aumont[11] y seguro que lo recuerdas en Lilí[12].

Jean Pierre Aumont (dcha.) con Charles Boyer (cortesía de Antique Photo World)

     ¡Por supuesto que lo recordaba! Y, pese a mis lapsos de memoria, lo tenía presente, como un francés de arrolladora simpatía, incorregible del flirteo, con el que había yo salido alguna vez. Claro que no se lo iba a confesar a su primo, ni tampoco a hacerle explícita mi condición de actriz en vía muerta. Me limité a hacer un gesto de asentimiento. Él prosiguió:

-          Pues, siendo así, comprenderás que sé bien de lo que hablo y de que, con los dispendios a que se entrega y está habituada, la todavía señora de tu rico tejano no podrá resistir mucho con los tres mil euros mensuales que el juez le ha concedido para alimentos. Si esas son todas vuestras cuitas, habré de asegurarte que pronto habrán pasado. Un poco de paciencia, o, como diría un viejo lobo de mar, capead este viento calmoso, que no tardaréis en tenerlo fresco.

     Iba yo a replicarle que no tenía nada clara mi decisión ante el cortejo de Howard, cuando unos golpecitos en la puerta de mi habitación me hicieron volver a la prosaica realidad presente.

-          Gene, hija, la cena está sobre la mesa… ¿Pasa algo?

-          ¡Ahora mismo bajo, Marguerite! Estaba leyendo unos diálogos en voz alta, para ejercitar la recitación, y se me ha ido el santo al cielo.

     Los pasos de mi casera fueron alejándose, hasta tomar el tempo de su lento descenso de los escalones. Me pareció que Salomons había dicho algo, o que bromeaba a propósito de mi disculpa. Sin dejar de mirar hacia la puerta, pregunté con guasa:

-          ¿Qué? ¿También vas a bajar a cenar con nosotras?

     Nadie contestó. Miré hacia la descalzadora y me percaté de que estaba sola en el dormitorio. El balcón seguía cerrado y un olor confuso al tabaco que yo gastaba y al perfume del que gocé otrora llenaba la habitación. Al abrir la pieza y salir al pasillo, aquel aroma familiar fue reemplazado por el de sopa de pescado que subía desde el comedor. No me atreví a hacer esperar a Maggie, pero, tan pronto acabé de recoger los cacharros y dejé la cocina en orden de revista, escapé escaleras arriba y registré mi cámara. En uno de los cajones de la cómoda, bajo una capa de ropa interior, hallé el frasco sin abrir de Shalimar[13], mi fragancia favorita desde los tiempos de Suiza. Un mes antes, me habría asombrado de que Daniel fuese tan atento y adivinase mis preferencias. Ahora, la verdad, muy poco, o nada, en él podría admirarme.

***

     Como si hubiese sido profético, comenzó muy pronto a cumplirse el vaticinio de Salomons y empezó a soplar sobre mis asuntos un viento fresco. Aunque no me hubiesen reconocido, las compradoras que acudían a Talmage’s, cada vez en mayor número, habían reparado en mi estilo y buen conocimiento de la mercancía -¡menudo maestro había tenido para ello![14]-, de lo que mi jefa bien que se aprovechaba, animándome incluso a probar los modelos que llegaban al establecimiento, haciendo el pase de los mismos. Las clientas cuchicheaban entre ellas y no dejaban de mirarme, hasta que algunas de ellas se atrevieron a hacerme la pregunta que yo me estaba temiendo:

-          Perdone, pero ¿no es usted…?

     No tenía sentido mentir, máxime cuando en la clínica no dejaban de inculcarme la asunción normalizada de todas las facetas de mi personalidad:

-          Sí, soy yo, respondía. Estoy descansando una temporada del ajetreo de las películas.

-          ¡Qué sencilla es usted!, me dijo una. ¡Y qué suerte tiene Billie de contar con su apoyo para sacar adelante el negocio!

     La verdad es que Billie -y yo, por añadidura- estábamos a punto de morir de éxito. La noticia corrió por Topeka y pronto tuvimos la tienda llena de mironas y de pesadas, que tardaban media jornada en comprarse un bolso o unos zapatos. Luego, los diarios se hicieron eco de la noticia de que una rutilante estrella de la pantalla, hallándose en horas bajas, se había empleado como dependienta para poder vivir. Fotografías mías, robadas en la tienda, aparecieron en la prensa y comencé a tener la sensación de ser reconocida y espiada en cualquier parte adonde fuese. La dueña, aunque agradecida y amistosa, empezó a dar muestras de hartazgo ante aquella publicidad tan incómoda y que no revertía en el congruo incremento del dinero que ingresaba en caja. De modo que, adelantándome a los acontecimientos, expuse la problemática situación al doctor Wilkens en una de las dos sesiones semanales en que repasábamos la marcha de mi tratamiento de libertad vigilada, como yo lo llamaba.

-          Veo insostenible el seguir como hasta ahora -resumí, al acabar mi exposición de los hechos-. La señora Talmage está al borde del colapso y me temo que pronto pase otro tanto con la viuda Craig, pues ya he visto a curiosos merodeando por la casa.

     Wilkens, dejó de tomar notas e inquirió:

-          ¿Y qué se te ocurre que podamos hacer para solucionar este pequeño contratiempo?

     Aunque me caía simpático el doctor, me encontraba tensa y bastante harta de su pose psicoanalítica, largándome constantemente los qué harías tú, cuando, en el fondo, ni estaba capacitada para decidir, ni tenía la sartén por el mango. Le repliqué irritada:

-          Dígamelo usted, que fue quien implantó la terapia ocupacional en régimen de acogimiento familiar. Yo solo soy una sentenciada en libertad condicional.

     El psiquiatra se tragó mis malos modos y respondió con el mantra de aquella bendita clínica[15], en que reinaba el psicoanálisis, no la violencia y el maltrato:

-          Ya sabes, Gene, que tienes suscrito con nosotros un contrato de libre asistencia y cooperación. Lo menos, pues, que podemos pedirte, mientras siga vigente, es que nos orientes sobre tus reflexiones y deseos.

     La réplica me salió sin pensar, a modo de exabrupto:

-          Si, claro, como si estuviera hablando con Daniel Salomons.

     ¡Estaba perdida! No me soltaría hasta haberme exprimido todo aquello de lo que ni yo misma sabía su naturaleza y sentido. De todos modos, tenía ya ganas de exponérselo a alguien que pudiese explicármelo científicamente. Así que le conté de pe a pa lo que ustedes ya conocen. Debía de estar lanzada, porque acabé con un rasgo de ridícula presunción:

-          Debe de ser que tengo mucho gancho con los espíritus… Ya recordará cómo se enamoró de mí el Capitán Gregg[16] en esa película que, seguramente, habrá visto y recordará con agrado.

-          ¿También se ha enamorado de ti el señor Salomons?, me preguntó, sin revelar emoción alguna.

-          No, desde luego -repuse-. Hasta ahora no hemos hablado de sentimientos tan íntimos. Además, ya sabe que soy una mujer comprometida, agregué engolando la voz.

-          Ya entiendo, dedujo. No habéis pasado de una charla amistosa, en la que él parece estar al cabo de todo y te aconseja, mientras tú cada vez vas teniendo más confianza y le cuentas más intimidades…

-          Así es, doctor -confirmé de corazón-. ¿Qué le parece que pueda ser ese franchute que me regala perfume y me da tranquilizadores consejos?

     Como buen psicoanalista, dejaba que yo fuera sacando mis propias conclusiones. Se limitó a ponerme en el buen camino: el de aceptarme a mí misma y tomar mis cosas con normalidad y buena cara:

-          Yo no lo he visto, pero parece que se te acerca con buenas intenciones, no como aquellos que en la clínica de Connecticut[17] se burlaban de tus tristezas y te tiraban cubos de agua sobre la bata.

-          No, eso sí -admití-. Vamos mejorando de presencias. Esta es de lo más agradable que me he echado a la cara.

-          ¿Y qué consecuencia puedes sacar de estos progresos?

-          Me figuro -hipoteticé- que la de que mi mente, con la ayuda de esta santa casa, va viendo la vida con menos estrés y más esperanza.

     Su rostro inexpresivo se iluminó con una fugaz sonrisa. Concluyó:

-          Procura seguir con la situación presente unas semanas más. Yo hablaré con la señora Talmage para que tenga un poco de paciencia con vuestra indeseada popularidad. Y, si vuelves a toparte con Salomons, toma buena nota de cuanto habléis…, cuando te quedes sola, quiero decir.

     Ya levantada del diván y con el abrigo puesto, recordé:

-          No hemos hablado hoy de mi tejano, y sigo indecisa sobre qué contestar a sus requerimientos, cada vez más insistentes.

-          Lo dejaremos para lo próxima sesión -contestó mientras me despedía a la puerta de su despacho-. Como diría el señor Salomons, remedando al capitán Gregg, todavía sopla un viento calmoso.

     ¡Era imposible aquel loquero! No había forma de sacarle una palabra más, ni un segundo más, de lo que tenía premeditado. Eso que, en lo de aproximar a Salomons y a Gregg, había deslizado una vinculación que podía tener mucha miga. ¡Si hasta los dos se llamaban Daniel!

     ¡Cuánto me gustaría volver a pegar la hebra con el perfumista! Pero lo malo de los Arsenio Lupin es que solo aparecen cuando no te los esperas…

 

 

3.   Navegando con viento a la cuadra


     Con arreglo a mis orígenes y formación, yo era -tenía que ser- episcopaliana. Con todo y eso, en todo el tiempo que llevaba en Topeka no había pisado por la Catedral de la Gracia[18]. Me dio por romper con mi indiferencia una tarde nivosa de principios de diciembre, en que Billie me había concedido licencia para perder de vista a las clientas de Talmage’s.

Catedral episcopaliana de La Gracia (Topeka)

 

     Las vidrieras dejaban pasar una luz mortecina, que a duras penas lograban colorear. Con su ayuda, avancé por la nave, casi desierta, hasta uno de los primeros bancos, donde tomé asiento. A mi lado, alguien había debido de dejar olvidado el libro de rezos[19]. Lo abrí al azar y me topé con un versículo para las completas, que dice: ¿Cuándo, Señor, lucirá vuestro día, que no conocerá ocaso?  Una voz susurrante detrás de mí glosó el texto de esta forma algo irreverente:

-          Tal vez hagamos mejor conformándonos con que mañana amanezca de nuevo.

     Sin necesidad de volverme, identifiqué la voz. Un poco irritada por encontrarlo en aquel lugar de personal meditación, repliqué, a mi vez:

-          ¿Qué hace un judío como tú en una iglesia como esta?

     Me tuve merecida la respuesta:

-          Amiga episcopaliana, los judíos tenemos algo que ver con lo que llamáis el Antiguo Testamento.

     En un instante, lo tuve sentado a mi derecha. Por más que ni el lugar ni el momento me pareciesen propicios, no era cosa de perder la ocasión que había estado esperando. Cerré el libro y, dejando las controversias por el momento, me encaré con él y decidí empezar nuestro coloquio en donde yo lo había dejado con el doctor Wilkens, algunos días atrás.

-          Buen viento te trae, amigo Daniel -lo saludé con mi mejor sonrisa-. Hace algún tiempo que estaba tratando de coincidir contigo, pero -¡claro!-, como no tienes ningún Gull Cottage[20] donde visitarte…

     Debía de estar esperando esa comparación, u otra parecida, porque saltó como si no hubiésemos estado en lugar sagrado:

-          ¡Oye, oye!, que yo no soy ningún difunto, ni tengo compromiso alguno de estar a tu disposición. ¡Pues con valiente tipo me quieres comparar!: basto, engreído y tan necio como para perder la vida por descuidarse con una estufa de gas!... ¿No será que te gustaría que te hiciese yo la corte, como aquel fantasma barbudo, que precisaba de catalejo para ver en la distancia y de abrir las ventanas para salir al jardín?

     De entrada, me dejó cortada aquella vehemencia, tan sutil en apariencia, como injusta en el fondo. Tan solo acerté a responder:

-          Perdona si te he ofendido. Si bien se mira, entre ti y el capitán Gregg no hay más similitudes que el nombre de pila y tus frecuentes metáforas marineras con el viento.

     Pareció tranquilizarse y se centró en mi interés por reencontrarlo. Susurró:

-          En fin, ya que volvemos a vernos, explícame en detalle lo que te preocupa.

     Se reclinó sobre el respaldo del banco, cerró los ojos, cruzó los brazos y escuchó sin interrumpirme cuanto hube de decirle sobre las preocupaciones que más me acuciaban: aquellas que condicionaban sin remisión mi futuro. Creo que me llevaría, por lo menos, un cuarto de hora ponerlo al corriente de mis angustias y vacilaciones, si es que no las conocía ya mejor que yo misma. Concluí y siguió un largo silencio que se me hizo agobiante. Finalmente, Daniel, sin volver la cabeza hacia mí, sino mirando al altar mayor, dibujó unos trazos en el aire mientras pronunciaba tres palabras, al modo de la cena del rey Baltasar[21]: Sal… Vuelve… Vive. Pero yo no me quedé atónita, como Rembrandt pintó al monarca babilonio, sino que le repliqué airada, procurando herirle en lo más hondo:

-          Tal vez me sería posible seguir el consejo, si el señor y la comparsa dejasen de intervenir en mi vida.

     Por esta vez, Salomons contuvo su enojo y respondió pausadamente:

-          Podría hacerte una disertación sobre la delgada e imperceptible línea que separa la realidad de la ficción, la vigilia del sueño, la ilusión y la imagen; pero no creo que te sirviese de mucho. Quedémonos, pues, dentro de tus propios planteamientos: ¿Me he metido yo en tu vida, o ya tengo mi propia existencia, que se ha cruzado con la tuya, hasta el punto de convocarme para reflexionar y aconsejarte? Más aún: ¿Formo o no formo parte de ti? ¿No seré tu otro yo? ¿No me habrás dado tú misma realidad a fuerza de creer en mí, y hasta de querer que exista?

La cena de Baltasar de Rembrandt (1635)

 

     La cabeza me daba vueltas, tratando de hallar respuesta a semejante sarta de preguntas, hasta que comprendí que debería batirlo con sus propias armas:

-          Hace un momento te ofendiste de que hubiese buscado un parecido entre ti y el capitán Gregg, pero, en el fondo, tú eres un fiasco aún mayor que él. Aquel buen difunto enamoradizo no se hacía pasar por quien no había sido, pero tú has tenido que inventarte una personalidad hecha de retazos emprestados. ¿O es que me vas a hacer creer que eres primo de Jean Pierre Aumont y que también entraste en París a lomos de un Sherman[22]?

     El primo Daniel salió de mi encerrona con una finta inteligente:

-          Jean Pierre ganó París con la sangre de los boches[23]; yo, con perfumes que encandilan. Así que ya me dirás quién es mejor de los dos.

     Como si, de pronto, hubiese recordado algo, se volvió hacia mi y, cogiéndose la solapa de su chaqueta, me mostró la insignia que la decoraba: dos letras acoladas, que brillaban sutilmente a la luz mortecina del atardecer.

-          Aquí tienes, el emblema de Guerlain en oro y esmaltes. Acaban de entregármelo por haber intermediado en la venta de cien mil frascos de perfume, a lo largo de toda mi vida profesional. Y, ¿sabes una cosa? El que completó el número redondo fue el de Shalimar, que te regalé, aunque yo lo hiciera pasar ante mis jefes por un encargo pagado.

     En el colmo de la arrogancia, decidió rebozarla de condescendencia:

-          Así que -concluyó-, para variar, también tú me has sido útil en alguna ocasión.

Insignia de Guerlain, similar a la ganada por Monsieur Salomons

 

     El capitán Gregg había dictado a su amada Lucy sus memorias, para que el libro resultante fuese testigo de su real existencia y comunicación. Si yo permitía que aquel presuntuoso hiciese de un frasco de perfume la credencial de su real intromisión en mi vida podía irme despidiendo de mis esperanzas. Así que lancé un dardo al aire y, al parecer, halló el blanco:

-          Habrás engañado a tu empresa, pero conmigo no lo conseguirás. ¿Regalarme tú el aroma que exhala mi presencia? Di, más bien, que, ilusionada y aturdida, quise poner en tu haber lo que, en realidad, adquirí yo misma de mi magro sueldo de 40 dólares semanales. ¡Eres un farsante, un abusador de mujeres en apuros, un…, un… un capitán Gregg sin corazón y sin barba!

     Me levanté de un salto y, sin mirar atrás, emprendí a rápidas zancadas el camino de salida. Esta vez sería yo quien pusiera el Fin a la entrevista.

***

     Acudí a la siguiente sesión con el doctor Wilkens dispuesta a no entrar en detalles, ni andarme por las ramas.

La Clínica Menninger, cuando aún estaba en Topeka

 

-          Doctor -le dije nada más entrar-, he tenido una vez más la alucinación con el perfumista francés, pero no valía la pena que tomara notas. Esta vez me he percatado de la impostura, se la he echado en cara y he sido yo quien puso el punto final a la entrevista.

-          Buenas tardes, Gene -me contestó, empezando por donde debí haberlo hecho yo misma-. Quítate el abrigo, échate en el diván y relájate unos momentos, en la forma acostumbrada.

     Con solo esas frases intranscendentes, se me pasó el orgullo de sentirme la capitana de mi alma[24] y volví a mi triste y vulgar papel de psicoanalizada. Con todo, el doctor empezó a salirse de la pauta de costumbre, siendo él quien llevaba la iniciativa:

-          No creo -me dijo- que se trate de alucinaciones, sino de simples delirios o, por mejor decir, de ideas delirantes.

-          No sabe el consuelo que me da, doctor Wilkens, afirmé, entre la ironía y la ignorancia.

-          ¡Je! -se le escapó-. Tiene su importancia, no creas. Sobre todo, tiene importancia que empieces a reconocerlos y a plantarles cara…, aunque tampoco te excedas. Vale más ir con prudencia y aprender a convivir con ellos.

-          No pretenderá -afirmé rotunda- que me deje embaucar por cualquier cantamañanas que aparezca en mi escenario, o me susurre patrañas al oído…

-          ¿Qué tal van las cosas con tus agentes de la libertad vigilada?, preguntó, saliéndose por la tangente, con términos que yo había empleado otras veces.

-          ¡Es una locura! -me lamenté-. Estoy por disfrazarme de Santa Claus y ponerme a la puerta de Crosby’s, antes que soportar la avalancha de compradoras navideñas en Talmage’s. Esas sí que van a volverme loca: Son mucho peores que el fantasma de Guerlain.

-          Quizá no sea necesaria, ni una cosa, ni otra -opinó Wilkens-. ¿Qué te parece si te autorizo a viajar en Navidades a Nueva York, para que pases estos días con la familia?

-          ¡Maravilloso!, exclamé. Supongo -agregué- que, entre los familiares, incluye usted a Howard.

-          Eso es cosa vuestra. No te pongo otra condición que la de que no te dediques a limpiar las ventanas de la casa por la parte de afuera[25].

-          Descuide, doctor -lo tranquilicé entre risas-. Me limitaré a hacerlo por dentro.

     Así concluyó la entrevista. Me dio la mano; me felicitó las Pascuas y, haciendo un esfuerzo, que le agradecí muy sinceramente, se despidió con una imagen, en el más puro estilo marinero:

-          Gene, tienes el viento a la cuadra. A ver cómo navegas de bolina[26].

 

 

4.   Con viento fresco… y sin fantasma


     Regresé de Nueva York con renovados bríos y el compromiso de casarme con Howard tan pronto recibiera yo el alta médica y tuviese él la sentencia de divorcio conseguida. En Topeka me esperaba el panorama laboral de costumbre. Tan pronto reanudé el trabajo en Talmage’s, el aluvión de curiosas y reporteros cayó sobre mí. No podía seguir así y se lo hice saber al doctor Wilkens:

-          Doctor, no voy a tener más remedio que renunciar al régimen de libertad vigilada y volver al de reclusión en la clínica. Tal vez puedan buscarme aquí alguna tarea útil y, a ser posible, entretenida. Se me ocurre que, con la de compañeros de profesión que estamos en tratamiento, podríamos organizar una compañía de teatro, y hasta rodar algún melodrama freudiano[27].

-          No se prepare para el diván -me dijo por toda contestación-. El Doctor Karl[28] quiere verla inmediatamente.

-          ¡El Gran Padre Blanco!, exclamé impresionada. ¿No podríamos esperar al próximo día? Hoy no me encuentro preparada.

     Wilkens sonrió:

-          No se alarme -intentó tranquilizarme-. Si me mandase llamar urgentemente a mí, me echaría a temblar, pero con los pacientes es una persona encantadora.

     Echamos a andar, pasillos y escaleras adelante. Finalmente llegamos ante el despacho del Director. Wilkens me guiñó un ojo y bromeó:

-          Lubitsch era muchísimo más duro[29]. En último extremo, lo peor que puede hacerle el Doctor es rescindirle el famoso contrato.

El Doctor Karl Menninger (1893-1990)

 

     En efecto, el Doctor Karl era muy amable con sus pacientes y, sobre todo, ejercía sobre nosotros un efecto casi extático, de contemplación y seguimiento, que uno de sus pocos detractores afirmaba que solo era comparable con el del perro enamorado de su dueño. Pero no era esa la línea en que iba a desarrollarse nuestra breve entrevista, a la que, en sus momentos finales, se agregaría como testigo y fedatario el Administrador jefe, señor Sheffel[30]. Yo la recuerdo así:

-          Gene, a juicio del doctor Wilkens, que comparto, está usted en condiciones de recibir el alta médica. ¿Cuál es su opinión al respecto?

-          ¡Cómo voy a discrepar, si he estado soñando cinco años con este momento! No obstante, no me abandona el recuerdo del fracaso del año pasado, que me obligó a regresar con ustedes.

-          El retorno no es ningún fracaso. La salud, física o mental, es un estado de relativo bienestar que, para desgracia de los pacientes y trabajo de los médicos -hizo una pequeña parada, para sonreír-, solo dura un cierto tiempo… De todas formas, aprendemos de nuestras experiencias, y la suya le aconseja lo siguiente: propóngase objetivos, pero modere su velocidad al tratar de alcanzarlos… Me han dicho que es usted experta en náutica; así que le digo: Se va de aquí a favor de viento, pero no largue todo el velamen, si pasa de viento fresco[31].

-         

-          Bien. De todos modos, no es preciso que largue amarras de hoy para mañana. Tómese su tiempo. Y no olvide que en este puerto siempre habrá un proís para usted si, por cualquier motivo, decide volver a visitarnos.

     Por el momento, estaba todo dicho. Menninger se me quedó mirando durante unos segundos, como si quisiera escrutar mi mente y adivinar el futuro. Luego pulsó el interruptor del interfono y, a poco, apareció Sheffel con los papeles que habríamos de firmar para legalizar nuestra ruptura. Los cumplimentamos, nos estrechamos las manos y fue el Administrador el único que acertó a romper aquel silencio, hecho de emoción y de cariño. Buena suerte, fueron sus palabras. Afuera, en la sala de espera, aún me aguardaba el doctor Wilkens. Me cogió de la mano y me acompañó hasta los jardines de la salida. Allí me entregó un ejemplar de Man against himself[32]. La dedicatoria era encabezada por la famosa frase del Gran Padre Blanco:

     El amor cura a la gente, tanto a los que lo dan, como a los que lo reciben.

     Y luego, de su propia cosecha:

     Nunca pierdas la esperanza.

***

     No zarpé de Topeka hasta unas semanas después de mi despedida de la clínica. Quería tomarme las cosas con calma, desde la preparación de los siguientes pasos en mi vida, hasta despedirme con pausa de las personas que tanto habían hecho, o procurado hacer, por mí en aquellos últimos meses de mi estancia en Kansas, vale decir, el tiempo de libertad vigilada. Pero todo llega a su fin, como quedó reflejado en algunos diarios de la época, que pronto se enteraron de mi partida, aunque ni se me ocurriese dar al respecto ninguna rueda de prensa. Mi casera, la señora Craig, me hizo llegar un recorte del Salina Journal, correspondiente al 26 de febrero de 1960[33], en que textualmente se recogía lo siguiente:

Gene Tierney deja Topeka

     Gene Tierney, que pasó la mayor parte de los últimos dos años en Topeka para recibir tratamiento psiquiátrico, ha regresado hace unos días a Nueva York para reanudar su carrera de actriz. Amigos de la estrella, que cuenta 39 años de edad, nos han informado de que Tierney planea por ahora vivir en Nueva York, pero solo temporalmente.

      Como suele ser habitual, los periodistas suelen convertir en probada realidad lo que, en el mejor de los casos, constituye un esperanzado propósito. Lo digo por la alusión a la reanudación de mi carrera, que mejor podría haberse calificado de despedida. Pero esa es ya otra historia[34].

***

     Hasta ahora, no he regresado a mi querida Clínica Menninger[35], lo que no quiere decir, ni mucho menos, que no continúe afectada por mi incurable enfermedad. Visiones y voces siguen acompañándome doquiera que voy y, cuando menos lo espero, aparecen y desaparecen, dejando en ocasiones tras de sí una secuela de ideas delirantes, seguidas de comportamientos por mi parte más delirantes aún. Cuando, por fin, baja el telón, he de enterarme por Howard de qué ha tratado la obra y cuál ha sido en ella mi papel. Luego, salgo del teatro de mis particulares farsas y reanudo mi vida ordinaria. Y así, hasta la siguiente función.

Habitación de la Clínica Menger, en tiempos del presente relato

 

     Tengo que confesarles que no he vuelto a ver a Daniel Salomons, ni tan siquiera ninguna de mis voces ha tenido la gentileza de dirigirse a mí en francés. No me cabe duda de que el primo de Jean Pierre, por parte de padre, estará archivado provisionalmente en algún cajón de mi memoria, como el frasquito de Shalimar lo está en una gaveta de mi más privado sifonier. Como avisada lectora de Las mil y una noches, nunca lo he abierto, aunque bien sabe Dios que me asalta con frecuencia la tentación, pero hasta ahora no he caído en ella. Con los genios de Oriente no se juega.     

 

Frasco de Shalimar, perfume de la casa Guerlain

 

      

   


[1] Diario de Topeka (Kansas), fundado en 1858, cuyo nombre alude al hecho de ser Topeka la capital del Estado.

[2] Crosby Brothers’ Department Store, fundado en 1880 y cerrado en 1975. Desde 1910 radicó en un distinguido edificio historicista de aire italiano, en los números 717-719 de la Kansas Avenue de Topeka.

[3] Denominación habitual para referirse a la zona de Suiza de lengua francesa.

[4] Tal vez resulte ocioso recordar que en inglés no existe el tratamiento general de respeto, pero sí en francés, utilizando la segunda persona del plural. Como es sabido, en español, el usted exige la tercera persona del singular.

[5]  La narradora alude, sin citarla, a la esposa del que la telefoneaba la cual, en efecto, merecía el apelativo por partida doble, pues era inventora de artilugios físicos de cierto relieve y, además, estaba poniendo toda clase de dificultades para que progresara la demanda de divorcio interpuesta por su marido, a comienzos de 1959. Howard, como luego se aclara, era entonces el novio de la narradora.

[6] Nuestra protagonista alude a que, tan pronto le dieron el alta hospitalaria a fines de 1958, regresó a Hollywood y firmó para rodar una película (Vacaciones para enamorados, que dirigiría Henry Levin en 1959), teniendo que abandonar el set apenas comenzada la filmación. Seguramente, el nivel de estrés padecido fue superior a sus fuerzas, tanto más, cuanto que parte del rodaje había de llevarse a cabo en Rio de Janeiro y en São Paulo (muy lejos, por tanto, de sus lares).

[7]  Véase la oportuna ilustración, que acompaña al texto de este capítulo.

[8]  Famoso ladrón francés de guante blanco, fruto de las ficciones del autor Maurice Leblanc (1864-1941), cuyas aventuras se publicaron con gran éxito entre 1905 y 1941.

[9]  Nuestra amiga emplea -y no a humo de pajas- el vocablo que sirvió para traducir al castellano su película Whirlpool, dirigida por Otto Preminger en 1950.

[10] Alusión al gran actor, Humphrey Bogart, con quien compartió protagonismo nuestra narradora en la película de 1955, La mano izquierda de Dios (dirigida por Edward Dmytryk), última en que participaría aquella antes de sufrir la grave crisis psiquiátrica a que se refiere el presente relato.

[11] Jean Pierre Aumont (1911-2001), famoso actor parisino de teatro y cine, que intervino en numerosas películas estadounidenses, a partir de La cruz de Lorena, dirigida por Tay Garnett en 1943. Permaneció sin casarse entre 1951 (en que enviudó de María Montez) y 1956, cuando contrajo matrimonio con Marisa Pavan. En ese lapso y en momentos anteriores (1949-1952), cultivó la compañía de la actriz Hedy Lamarr -mujer de Howard entre 1953 y 1960-, con la que se dice que estuvo a punto de contraer matrimonio.

[12] Famosa película romántica y musical, dirigida por Charles Walters en 1953.

[13] Perfume de la casa Guerlain, comercializado desde 1925. Es, tal vez, el primero de los basados en aromas de tipo oriental, cuya base es la bergamota. El nombre responde al del conjunto de palacios y jardines de Lahore (Pakistán), creado por Sha Jahan para su favorita, Mumtaz Mahal, en el siglo XVII. Para ella también construyó el suntuoso mausoleo del Taj Mahal, en la ciudad de Agra (India).

[14]  La protagonista alude a la dedicación de su primer marido al diseño de vestuario para los estudios de Hollywood y, posteriormente, para el público en general, con boutique abierta en Nueva York. La pareja, casada en 1941, se divorció en 1953.

[15]  Más adelante quedará detallado que se trataba de la Clínica Menninger de Topeka (Kansas), uno de los establecimientos psiquiátricos más relevantes a nivel mundial. Fundada en 1919, en las fechas del relato estaba en la cumbre de su fama y dimensiones: Además de las consultas externas, llegó a atender en régimen de hospitalización a unos 1.100 enfermos. Se calcula que un 10% de los trabajadores de Topeka trabajaban para la Clínica, directa o indirectamente. El citado mantra del contrato entre el médico y el enfermo fue expuesto por el Director de la clínica, Dr. Karl Menninger, en uno de sus famosos libros, que cito por la coincidencia cronológica con su atención a la narradora: Karl Menninger, Theory of Psychoanalytic Technique, Basic Books, Nueva York, 1958 (accesible íntegramente por Internet).

[16]  Personaje protagonista de la película, El fantasma y la Señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947), representado por el actor inglés, Rex Harrison, y en la que nuestra Gene encarnó a la protagonista, Lucía Muir, de la que se enamora el difunto capitán de marina, Daniel Gregg, y viceversa. El film, muy acreditado, puede verse en versión española, de manera abierta, en algunas páginas de Internet, como la intitulada www.eldespotricadorcinefilo.com, con la que estoy en deuda por tal motivo.

[17]  En concreto, en la ciudad de Hartford. La institución llevaba el inadecuado rótulo de The Institute of Living.

[18] Grace Episcopal Cathedral, sede del obispo episcopaliano de Kansas. Es un amplio y hermoso edificio neogótico, que se construyó en la primera mitad del siglo XX y que, incendiado deliberadamente por un individuo el 26 de noviembre de 1975, ha sido objeto de ulteriores trabajos de restauración y ampliación. Está situada en el cruce de la Octava Avenida con la calle Polk, en la zona suroeste de la ciudad de Topeka.

[19] Literalmente, Book of common prayer.

[20] Nombre de la casa de campo donde se desarrollan las escenas de interior de El fantasma y la Señora Muir (véase nota 16). Radica en el pueblo costero imaginario inglés de Whitecliff, trasladado para el rodaje a la preciosa localidad californiana de Carmel-by-the-Sea, muy ligada al famoso actor y director de cine, Clint Eastwood, que fue su alcalde entre 1986 y 1988, y en la que actualmente (2021) reside.

[21] Episodio recogido en la Biblia, libro de Daniel, capítulo 5. La representación por Rembrandt data de 1635 y el cuadro se halla actualmente (2021) en la National Gallery de Londres. Reproduzco la pintura en el texto de este relato.

[22] Sobre Jean Pierre (Aumont), véase la nota 11. Sherman: alusión al nombre del carro de combate estadounidense M-4, utilizado por el ejército americano y sus aliados durante la Segunda Guerra Mundial, a partir de 1942. La entrada en París de los Aliados se produjo a partir del 18 de agosto de 1944.

[23]  Palabra despectiva empleada por franceses y belgas durante la Primera Guerra Mundial, para referirse a los militares alemanes.

[24] Alusión al conocido poema Invictus, de William Ernest Henley (1849-1903).

[25] Nuestra narradora estuvo a punto de suicidarse en la Navidad de 1957, arrojándose al vacío desde una ventana de casa de su madre, radicada en el piso 14º de un inmueble de Manhattan. Cuando se le preguntó qué era lo que pretendía, respondió que estaba limpiando las ventanas.

[26] Tener el viento a la cuadra, es decir, perpendicular a la derrota, viene a indicar que la situación tiene tanto de favorable, como de contraria. Navegar de bolina significa tomar una dirección que ofrezca al viento la menor resistencia -o ángulo- posible.

[27] En efecto, la Clínica Menninger alcanzó predicamento en Hollywood y los moguls de los estudios empezaron a enviarle a numerosas estrellas para tratarlas, con eficacia y reserva, de sus problemas mentales y adicciones, principalmente la alcohólica.

[28] Era la forma usual en su Clínica de referirse a su Director entonces, Karl Menninger (1893-1990). Sus pacientes, entre el respeto y la jocosidad, lo llamaban El Gran Padre Blanco, como hacían los indios americanos con el Presidente de los Estados Unidos.

[29] Nuestra protagonista lo sabía por propia experiencia, aunque supo capear el temporal con el famoso director de cine, y hasta hacerse respetar. Coincidieron precisamente en el rodaje de la película El diablo dijo no (Heaven can wait), del año 1943, cuando Gene tenía solo veintidós años.

[30] Irving Eugene Sheffel (1916-2015).

[31] En tiempos de la navegación a vela, el viento fresco era el más fuerte de los que permitía largar todas las velas con seguridad. Hoy suele equipararse a viento de fuerza 5, o con una velocidad próxima a los 30 kilómetros por hora, pero la terminología y medición distan de ser unánimes.

[32] Hay traducciones al español, con el título de El hombre contra sí mismo. La primera edición, en inglés, apareció en 1938 (Harcourt, Brace & Co.), en Nueva York, con un total cercano a las 500 páginas.

[33] La noticia se recoge en su primera plana. Salina es una localidad de Kansas a casi 200 kilómetros de Topeka.

[34] Un resumen de la misma, con bibliografía, lo pueden encontrar en mi trabajo titulado De virus y cuarentenas. El caso de Gene Tierney, publicado en este mismo blog el 9 de noviembre de 2021, dentro de la etiqueta de ensayos.

[35]  De haber vivido unos cuantos años más, Gene Tierney habría conocido que su querida Clínica Menninger se trasladaba de Topeka a Houston (Texas), ciudad esta en que la actriz residió habitualmente entre 1964 y 1991, cuando falleció. Dicho traslado se produjo entre 2001 (cierre en Topeka) y 2003 (apertura en Houston), bajo los auspicios del poderoso Baylor College of Medicine de Houston. Si ese traslado ha implicado una mera asunción del ilustre nombre Menninger, o si ha implicado también la continuidad de su tradición y espíritu, es algo que tendrán que valorar los expertos en Psiquiatría, entre los que no tengo el gusto de contarme.

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