sábado, 5 de junio de 2021

CRÓNICA DEL VALLADOLID COMUNERO POR UN LETRADO DE SU REAL CHANCILLERÍA

 

 

Un letrado vallisoletano en tiempos de las Comunidades

Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Alfonso María Guilarte Zapatero (1918-1993)

 

     No quiero que pase el año 2021 (en que se cumple el quinto centenario de la rota de Villalar) sin aportar a tal efeméride mi grano de arena histórico-imaginario en este blog. Un relator de la Real Audiencia y Chancillería vallisoletana espigará entre sus recuerdos juveniles todo lo referente a aquel tiempo, en que -según frase hecha- se jugó y perdió el recto destino de Castilla[1].

Escudo de Valladolid en el siglo XVI

 

1.   Donde dos personas muy distintas se reencuentran con el pasado


     Una de esas personas, ciertamente soy yo, cuando hace unos años me hallaba buceando en los inagotables archivos de la Chancillería vallisoletana[2]. No voy a echar la culpa de mi hallazgo al descuido de los beneméritos empleados que han dado forma y soporte modernos a las decenas de miles de documentos generados por dicha institución a lo largo de medio milenio. Lo achacaré, más bien, a la fortuna y la propia perspicacia, que me hizo suponer que las relaciones de un modesto pleito de lindes entre heredades a la vera de la Puerta del Campo no podían dar lugar a tan extenso legajo: dieciocho folios, rectos y vueltos. ¡Y tanto! Como que la mayor parte de ella estaba dedicada -sin rúbrica ni solución de continuidad con la parte propiamente jurídica- a relatar las andanzas comuneras del relator del pleito, licenciado Bernardino de Tercero. Ni que decir tiene que me sentí afortunado con el hallazgo, y aún celador de su reserva, hasta tanto me diera por divulgarlo en justa y debida forma, a saber, de manera literal, con las pertinentes anotaciones y en un castellano que fuese plenamente legible para los españoles del tiempo presente. El momento ha llegado, en el año de la celebración del quinto centenario de la batalla de Villalar, y a ello me apresto. Mas bueno será que, ya que aún no estoy inclinado a probar en pormenor la certeza de mi hallazgo, explique, al menos, a mis lectores por qué nuestro licenciado, puesto a legar a la posteridad sus recuerdos, lo hizo en ese lugar y de manera tan subrepticia. Claro que es una impresión pero, como casi todas las mías, sin duda la hallarán ben trovata. Esta es mi idea:

     Bernardino escribe su memoria hacia 1542, en pleno reinado de Carlos I, cuando aún estaba muy presente el episodio de las Comunidades de Castilla y vivos muchos de los testigos que habían participado en él, o lo habían conocido personalmente. No era, pues, el momento de que un funcionario de la Justicia real reconociera su vinculación con algunas de las personalidades que apoyaron el movimiento o habían sido condescendientes con el mismo. Nuestro relator hizo bien en esconder cuanto pudo sus confidencias, sin dejar por ello de permitir que la posteridad las conociese e hiciera de ellas el uso histórico que conviniere. De hecho, tuvo éxito en ambos empeños: Nadie las descubrió en su época -de otro modo, no me cabe duda de que habrían sido expurgadas- y, como vemos, se ha llegado, por fin, a su revelación. Yo cumplo con exponer sus recuerdos: Del uso que los historiadores hagan de ellos no me siento responsable.

     Lo de explicar la ubicación precisa del sorprendente regalo de don Bernardino resulta más peliagudo, pero voy a ofrecer mi opinión, con la esperanza de que sea compartida por muchos. El pleito al que se añaden los recuerdos tenía como objeto el deslinde y propiedad de ciertos terrenos del otrora llamado corral de Doña Ginebra, conjunto de casas y huertas cabe la muralla de la villa, junto a la Puerta del Campo. En esas casas es opinión general que nació, allá por 1460[3], el famoso capitán comunero y obispo zamorano, Don Antonio de Acuña, quien en su momento dijo que tenía a gala haber nacido en Valladolid y pasado aquí buena parte de sus años mozos[4]. Bien es verdad que, llegado el momento de heredar a sus mayores y de hacer frente a los cuantiosos gastos de su estancia en Roma, hubo de vender el lote que le correspondiera en tales bienes raíces. De hecho, no los precisaba para tener un buen acomodo en su villa natal, en las llamadas casas de los Acuña, entre la calle de Francos y la plaza de Santa María, donde en efecto se alojó en tiempos de la Santa Junta durante las pocas semanas que de continuo estuvo en Valladolid[5]. Por ello, cuando el relator Tercero puso manos y cabeza en el susodicho pleito, este no tenía a la familia de Don Antonio como parte del litigio; pero ello no tenía que desorientar a persona tan ligada a la villa y a la persona del Obispo. Creo que esa es la razón por la que prefirió esta lite para colocarle el apéndice de sus memorias comuneras, en recuerdo y honor del formidable prelado.

     Baste lo dicho para explicar mi reencuentro con el pasado, como reza el epígrafe de este capítulo. Pero ¿y el de Bernardino de Tercero? Para aclararlo, forzoso será que comencemos a exponer su relato, escrito de su puño y letra, en lo que bien podríamos calificar de prólogo de su jugosa exposición[6].

***

     Cierto día de febrero del corriente año de 1542 -comienza el relato Bernardino de Tercero-, hallándome estudiando un pleito de hidalguía para presentar la pertinente relación sobre él a la Sala competente, recibí por un ujier aviso de que preguntaba por mí un matrimonio de mediana edad y buen porte, habiendo dado el marido, como seña de identidad, la de que era el licenciado Meneses, sin precisar el motivo de la visita. Estuve a punto de despedirlos, con la indicación de que volviesen otro día, previa petición de audiencia, pero, ante la posibilidad de que el tal licenciado fuese persona conocida de la curia, aunque no de mí mismo, opté por recibir a la pareja, si es que, en efecto, lo eran. Si no lo hubiese hecho así, no me lo habría perdonado.

     Resultó que el varón no era nadie digno de nota, pero la mujer, tras asegurarse de que yo había conocido otrora al Señor Obispo de Zamora que tan tristemente finó, añadió con sencillez: Pues yo soy su hija, aunque bastarda, y mi nombre es Isabel Osorio de Acuña. ¡Cuál no sería mi sorpresa, no tanto porque tan fogoso clérigo hubiese tenido descendencia, sino porque jamás había oído hablar de ella, ni a él, ni a nadie! Sin embargo, no había lugar a error ni a engaño, toda vez que, por su filiación, había sido llamada a presencia de Su Majestad, el Emperador Carlos, para ser recibida en audiencia, con una finalidad que la citación no concretaba. La buena de Doña Isabel, temiéndose lo peor, pese al tiempo transcurrido desde la ejecución de su padre, recurría a mí como persona que había tratado a su progenitor dentro de un mutuo respeto y consideración, para que procurase averiguar el motivo del real requerimiento, aconsejándola según lo que de tal pesquisa resultare. Al preguntarles yo por su razón de conocimiento de una relación tan breve y antigua, aludió a un dominico del convento de San Pablo, lo que mucho me enfadó interiormente, al haber violado el fraile el secreto de confesión.

     En fin, realizadas con sumo cuidado las diligencias encomendadas, tuve la satisfacción de informar a Doña Isabel y a su esposo de que lo que Su Majestad pretendía era suavizar su pretérito rigor con el Obispo Acuña -más vale tarde que nunca-, ofreciendo al licenciado Meneses algún cargo acompasado a su título y prosapia. Ya tranquilizados, aconsejé a la hija del obispo que acudiese a la audiencia acompañada de su esposo, y a este, que, si su situación económica no era desahogada, llevara a efecto el famoso dicho vale más un toma que dos te daré, y prefiriese un oficio de posesión inmediata, que para ascender en la casa real ya habría tiempo, una vez dentro de ella.

     El conocimiento y las gestiones habidas con la hija de Acuña despertaron en mí dormidos y secretos recuerdos, así como la voluntad de plasmarlos por escrito, para bien de mi memoria y de quienes trataren de los trastornos del Reino de los primeros años de Su Majestad, el Emperador. Mas, siendo mi contacto con Acuña breve y poco fructuoso, me incliné por ofrecer un relato menos descarnado de aquellos sucesos, rodeándolos de cuanto de principal yo sentí y viví en aquellos tiempos. Y, no teniendo hijos y sí una buena posición y el lógico temor de perderla, he considerado la conveniencia de poner mi escrito en lugar lo suficientemente escondido, como para que no venga en relucir hasta que el autor haya ido a hacer compañía a los respetados obispos a los que conoció y trató cuando era apenas un muchacho, aunque mayor que el Rey que nos vino de Flandes para primero, turbación y después, gloria.

     Nada he de revelar de mi nacimiento y primeros años -prosigue Don Bernardino- que no sirva al buen entendimiento de lo que me acaeció desde el momento en que, llamado por mi benefactor y pariente, Don Diego Ramírez, me presenté en esta villa de Valladolid, en el año del Señor de mil quinientos dieciocho, habiendo ganado en el anterior el grado de bachiller por la universidad de Alcalá. Dábase la circunstancia de que mi padre pertenecía a la familia hidalga de los Tercero, afincada en Alconchel, con estrecho parentesco con Don Diego, al haber sido su madre, Doña María Fernanda, tía de mi progenitor. El año precedente, 1517, había sido nombrado mi ilustre pariente -a quien siempre llamé tío, con su aquiescencia- Presidente de la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, y, cuando yo me presenté ante él por vez primera, acababa de cesar como obispo de Málaga, para asumir en ausencia la diócesis de Cuenca, tan querida para él como para mí, por razones de paisanaje.

     Era la razón de mi venida la de que mi tío me ayudase a encontrar un oficio acomodado a mi titulación y condición caballeresca, pero no era su conciencia tan torcida que, por razón de parentesco, me buscase una colocación sin antes merecerla. En su virtud, y cierto de que no tenía ninguna vocación de entrar en religión, ni siquiera de tomar órdenes menores, optó por sugerirme que viera de licenciarme utriusque Iuris en la Universidad vallisoletana, corriendo él con los gajes pertinentes de matrícula, libros y hospedaje. Muy pronto, mi buen natural -permítaseme reconocerlo- lo movió a acogerme en su casa, que -como Presidente de la Real Audiencia- era en el mismo palacio de los Vivero, y muy amplia, aunque fría y destartalada. Y, pensando en que, con licenciatura, práctica y buenos ducados, podría recibirme, no tardando, de letrado en la Audiencia, como escribano de número u otro puesto semejante, me confió por escribiente sin sueldo a las expertas manos del escribano más antiguo de la Sala del Crimen, a fin de que aprendiera las bases del oficio, al propio tiempo que avanzaba en los conocimientos teóricos. Y esto es cuanto tengo que contar sobre mí, de modo que se entendiere mi presencia en esta villa[7] y mi participación en los famosos sucesos que en ella y en otros lugares de Castilla se produjeron, cuando muchas de sus villas y ciudades formaron Comunidad.

Estado actual del patio del palacio de los Vivero (Valladolid)

 

 

2.   Donde Bernardino de Tercero hace testimonio y juicio de las Comunidades


     Tenía yo apenas veinte años y estaba recién llegado a Valladolid, cuando en esta villa se celebraron, en febrero de 1518, Cortes del Reino de Castilla. En la Universidad se suspendieron efectivamente las clases y los estudiantes, revueltos con la demás gente del pueblo, acudimos ante el palacio de Pimentel para tratar de ver de cerca al rey, Don Carlos, y a los magnates de su Corte. Según me haría saber más adelante mi señor, Don Diego, el Rey hubo de esperar unos días, hasta que se aquietaran los ánimos de algunos procuradores, siendo el más levantisco Juan Zumel, quien con el tiempo amainaría sus aires, pasando a ser incondicional del Emperador[8], hasta el punto de que, tres años más tarde, constituida esta villa en Comunidad, sería su casa allanada y saqueada su hacienda, incluidos los bienes y dineros que había depositado en la iglesia de Santa María. Es el hecho que, cuando Rey y Corte comparecieron en San Gregorio para abrir las sesiones y jurar las leyes del Reino, lo que acaeció en la tarde del 5 de febrero, pocos fueron los que presenciaron el corto paseo entre el palacio y el colegio, quedando impresionados, entre otras cosas, de la apariencia casi infantil del monarca, que aún no tenía cumplidos los dieciocho años de edad. Sí que no falté, como uno más entre los que llenaban la gran plaza, al acto de la Misa solemne en San Pablo, la mañana del domingo, 7 de febrero, acto al que pudo asistir en lugar destacado Don Diego, como Presidente de la Real Audiencia, repitiéndose allí ante Dios sacramentado los juramentos de dos días antes. Como ya he dicho, fue algún tiempo después cuando mi generoso benefactor adquirió conmigo la suficiente confianza, como para hacerme partícipe de sus inquietudes en el comienzo de aquel reinado, que con tanta esperanza como preocupación comenzaba.

-          Has de saber, Bernardino -me confió- que yo había captado desde mi cargo las muchas y justas razones que las gentes del común tenían para sentirse descontentas. Había comprobado que las sentencias firmes de la Audiencia eran constantemente burladas por los señores, en lo que afectaba a sus dominios, con el consiguiente efecto de desilusionar a sus contrapartes y de que los oidores hubieran de perder tiempo y esfuerzo en exigir el acatamiento de sus decisiones, demorado una y otra vez. Y, en lo tocante a la vida de las villas y ciudades, constataba que sus regidores, mercadeando con sus cargos o perpetuándolos en sus familias, impedían que sus habitantes participaran en realidad de la marcha de sus asuntos y que se lograra alcanzar el bien común; y ello, sin necesidad de acordarme de los corregidores quienes, aunque comisionados reales, muchas veces usaban de su autoridad con más equidad y altruismo que los propios regidores. De todo ello, como del malestar por el masivo nombramiento de flamencos para cargos castellanos, no me recaté de escribir al rey[9], favorecido por mi conocimiento anterior del Señor de Chièvres y otros próceres de su entorno, así como de mi condición episcopal, por la que había sido capellán en Flandes de su madre, la reina Doña Juana, y estado presente en la ceremonia de bautismo del mismo rey. No me extrañó, por tanto, que las Cortes pusieran tantos reparos antes de recibir el juramento real y de conceder el subsidio que se solicitaba; como tampoco que formularan al rey ciertas condiciones o exigencias, entre las que se contaban las de que aprendiera a hablar castellano; que los dineros no salieran de Castilla; que los cargos públicos y los beneficios de la Iglesia en Castilla recayesen solo en castellanos, y que el rey acatase las leyes del reino y lo sirviera en todo momento.

     Con todo, la clausura de tan tensas sesiones de Cortes fue seguida por grandes regocijos, coincidiendo con el tiempo de Carnaval. Corriéronse toros; hubo justas y torneos; se distribuyó de balde por la ciudad miel y vino y, en fin, hizo Don Carlos cuanto en su mano estuvo para congraciarse con el pueblo, que correspondió entusiasta y agradecido, aunque no hubo de durar mucho el recuerdo de tales fiestas, una vez hubo abandonado el rey la villa el 22 de marzo, para encaminarse a Zaragoza, a fin de cumplir análogas jornadas de Cortes en el Reino de Aragón.

     Baste lo dicho como resumen de mis recuerdos, dado que, en aquel año de gracia de 1518 podría ser notorio el malestar del pueblo, sobre todo, en las ciudades, pero aún no se sentía tan recio, que hubiera de dar lugar a las alteraciones que habrían de llegar dos años más tarde.

     Aún me place rememorar ciertos momentos famosos, antes de que Valladolid hubiera de abrazar la causa comunera. Es el primero, la llegada del rey, ya emperador, a nuestra villa, camino de las Cortes a celebrar en Galicia, entrando en aquella a 1 de marzo de 1520, seguramente con el propósito de acallar las protestas y reclamaciones a que había dado lugar el nombramiento de los procuradores, el mes anterior. Según me refirió entonces Don Diego, Su Majestad consiguió del regimiento de la villa que adelantase su aquiescencia con el subsidio que en Cortes había de pedir, bajo condiciones que malamente cumplió luego, pese a firmarlas por escrito, y que no eran sino las ya exigidas en 1518, precisando además que, caso de ausentarse del reino, se obligaba a que su ausencia no fuera mayor de tres años. Igualmente, Don Carlos se comprometía a que el subsidio repartido en su día a la villa no fuese mayor que el conseguido en 1518. Otorgado a los procuradores poder para votar en esos términos, el rey prosiguió su camino a Santiago de Compostela, donde las Cortes iniciarían su actividad el 31 de marzo.

     No había prendido aún en Castilla la rebeldía que, por aquella primavera, ya ardía en la ciudad y tierra de Toledo, cuando se produjeron alborotos al regreso de los procuradores que habían concedido en Cortes al monarca el subsidio que solicitaba, en contra de la opinión del común y sin cumplir las condiciones que se le exigían. Eran los apoderados de esta villa Francisco de Santiesteban y Gabriel de la Serna, de quienes se decía que, además de la cantidad estipulada de nueve ducados diarios por día de estancia en Galicia, habían recibido otros trescientos, pagados por el rey para torcer su voluntad contraria al impuesto, que habría de servir para que viajara a Flandes y Alemania y allí se hiciera coronar emperador. No llegaron en Valladolid las cosas al luctuoso remate de Segovia[10], ni siquiera al saqueo y destrucción de sus casas, como las cuadrillas o parroquias[11] proponían, mas hubieron de salir de la villa para evitar mayores males. Don Diego respiró aliviado por haberse logrado mostrar el justo enfado con aquellos hombres supuestamente corruptos, sin que el pueblo se tomase la justicia por su mano.

***

      Llegó el verano y, con él, el cierre de la Universidad y la posibilidad de retornar a mi tierra de Cuenca para visitar a mis padres y hermanos; pero Don Diego me desaconsejó el viaje puesto que toda la tierra que habría de recorrer estaba sembrada de alarmas y levantamientos, a los que el regente o gobernador, el cardenal Adriano, ordenaba responder de forma cada vez más severa. Decisión suya fue que tropas reales, al mando del capitán general, Don Antonio de Fonseca, tratasen de domeñar la altivez de los segovianos y, no pudiendo hacerlo sin apoyo de artillería, tomasen esta de su depósito en Medina del Campo. Como es bien sabido, la oposición de los medinenses concluyó en el incendio de la mayor parte de su villa, aunque hasta ahora no haya llegado a saberse si se trató de una amenaza que se descontroló, o de una decisión calculada. Aquel fuego prendió en toda Castilla, pues su recuerdo contribuyó a avivar la rebeldía popular más que ningún otro agravio. Mi señor y tío, el Presidente, aludió entonces en mi presencia a un sujeto, alcalde de casa y corte, del que luego volvería a escuchar nuevos excesos y desafueros:

-          A ese Ronquillo[12] le sobra en rigor lo que le falta de prudencia. Dicen que fue él quien excitó la ira de Fonseca, por haberle desacatado los segovianos cuando fue a hacer inmediata e inflexible justicia por los homicidios pasados.

     A los dos días de prenderse el incendio de Medina, la noticia era ya sabida en nuestra villa, hasta el punto de que, con una gran concentración popular, las cuadrillas de ella acordaron en el monasterio de La Trinidad juntarse en Comunidad[13], como ya lo venían haciendo otras muchas en Castilla, pero que en Valladolid se había demorado por la autoridad y fuerza militar de que disponían las autoridades que en la villa tenían su asiento: el regente Adriano; el Consejo Real; la Real Audiencia; el capitán general de la villa, Infante de Granada, y grandes tan poderosos, como el Conde de Benavente[14]. Pero nada pudieron todos contra el deseo ciudadano, si bien la Comunidad recién formada hubo de conformarse, por el momento, con enviar representantes a la ciudad de Ávila, donde tenía entonces su sede la Santa Junta de todas las Comunidades. Ítem más, a los pocos días la comunidad vallisoletana envió una fuerza de dos mil hombres para socorrer a Medina del Campo[15].

Retrato idealizado del obispo Diego Ramírez de Villaescusa

      En el mismo día en que se alzó Valladolid, también levantó el pendón comunero la villa tordesillana, donde moraba muy contra su voluntad la reina Doña Juana, privada de libertad y de gobierno por decirse que estaba loca, no sé hasta qué punto, ni con qué fundamento. Era ese estado la causa de que su hijo hubiese tomado por sí y para sí el título de rey, sin gran oposición de magnates ni de las Cortes, aunque teniendo el cuidado de compartir la realeza con su madre, discutiéndose estérilmente cuál de los nombres habría de ponerse el primero en los documentos. Pero ahora, con el reino levantado contra el rey, Doña Juana podía ser el contrapeso que inclinara la balanza de un lado o de otro. Era cosa de la que pocos hablaban francamente y, entre los que menos, Don Diego, aunque no tardaría en tener que pronunciarse de algún modo. He aquí el momento, según mi opinión, en que el levantamiento comunero tomaría un giro decisivo o, cuando menos, en que yo me vería forzado a tener en él una intervención que, aunque mínima, habría de ser mayor que la de otros que, según el bando al que se adhirieron, o se vanagloriaron de sus acciones o, por miedo, trataron de ocultarlas.

 

 

3.   En que nuestro Relator empieza a significarse

 

     El 29 de agosto llegó a Tordesillas el capitán general, Juan de Padilla, quien fue recibido en audiencia por la reina Doña Juana, ante gran concurso de vecinos, capitanes y procuradores de la Comunidad. Hasta Valladolid llegó la fama de que Su Alteza[16] había acogido a los levantiscos con afecto y palabras muy cuerdas, animándolos a que hicieran cuanto fuese preciso para servir a la reina y castigar a los malos. En el colmo del buen juicio, Doña Juana mandó llamar a personas de sabio consejo que había conocido años atrás, entre ellas, a su capellán y obispo de Málaga[17]. Mucho dudó mi tío en acudir a la convocatoria, temiendo que ello le comprometiera en el levantamiento, pero pudo más el respeto y afecto que profesaba a Doña Juana, por lo que resolvió acudir a confortar su espíritu y rendirle pleitesía, evitando mayores responsabilidades con un pronto regreso a Valladolid, para cumplir con sus deberes de Presidente. Pedíle formar parte del reducido séquito formado a tal fin, en lo que consintió Don Diego, por más que la jornada no me fue especialmente lucida, pues hube de esperarlo en la explanada ante el palacio y el convento aledaño, hasta que hubo concluido la audiencia. Poco me contó el Obispo de lo tratado en aquel encuentro, señal inequívoca de que había ejercido en él como hombre de Iglesia y padre y curador de almas, tanto con la reina, como con la infanta[18]. Tampoco le oí nada acerca de la opinión que hubiese sacado sobre el juicio de Doña Juana que, por aquellas fechas, parecía haber mejorado mucho, gracias al respeto y la mayor libertad de que al fin gozaba. Solo cuando Tordesillas volvió a caer en manos de las tropas realistas escuché a Don Diego unas palabras que podían resumir sus sentimientos de afecto hacia la reina:

-          Ahora volverá Denia[19] y tornarán los desprecios y las privaciones. ¡Ay si la Junta me hubiese hecho caso y hubiera trasladado a madre e hija a esta villa y les hubiese dado la consideración regia que se les debía![20]

     Muchas otras preocupaciones tenía mi señor y tío, como consecuencia de haber tomado nuestra villa partido por la Comunidad. Más de una vez tuvo que templar los ánimos y aplacar las querellas entre la Comunidad vallisoletana y las autoridades que todavía representaban el poder real en estas tierras. En verdad, la Real Chancillería era respetada por casi todos, en atención a sus funciones de Justicia y al buen carácter y criterio de Don Diego, que muchas gaitas había de templar, comenzando por su propia casa, pues algunos oidores no bien mirados por el común tomaron la decisión de ausentarse de Valladolid; como no tardaría en hacerlo el regente del Reino, cardenal Adriano, que desde aquellas fechas compartía su gobierno, por orden del rey, con el Condestable y el Almirante de Castilla. Dicho cardenal, que era un dechado de prudencia y buen criterio, en el decir de Don Diego, acabó por abandonar de oculto Valladolid a mediados del mes de octubre, acogiéndose a la villa de Rioseco, feudo del Almirante y lugar que habría de convertirse en el centro de las armas imperiales. Mucho lamentó mi señor tal ausencia, que lo privaba de un amigo y de un gran apoyo para predicar mesura y concordia. Tampoco el Cardenal olvidaría a Don Diego, su hermano en el episcopado, acogiéndolo en momentos de desgracia y animando en su día al Emperador a que lo volviese a recibir en su favor.

     En aquellos días se conoció por menudo en la villa lo acordado por la Junta de las Comunidades, todavía establecida en Ávila, como ley para estos reinos, que ha dado en llamarse perpetua[21]. Hube yo de considerar sus capítulos muy justos y benéficos, en todo lo tocante a justicia, impuestos, armas, Consejo, oficios y beneficios y otras muchas cosas, pero mi buen tío no fue de mi parecer, por entender que ponía a los súbditos por encima del rey y, rechazando el hecho del Imperio, colocaba a Don Carlos en la alternativa de abandonar sus otros reinos o perder el de Castilla. Mucho y ameno platicamos ambos, por su generoso favor, en aquellos días sobre tales novedades y pude comprobar que, cuando se entraba a glosar los capítulos concretos, Don Diego se complacía con algunos de los que directamente le atañían, como los de la justicia, las cosas de la Iglesia o la mayor participación del común en sus asuntos propios y en los tratados por las Cortes.

     A fines de septiembre de ese año de 1520, el denostado Consejo Real, del que algunos de sus miembros habían decidido ausentarse de Valladolid por su seguridad, fue declarado disuelto por la Santa Junta. Esto hubo de agrandar la labor de la Real Audiencia, que quedaba constituida como el único residuo del poder real en nuestra villa. Dedicados los oidores a su habitual tarea de administrar justicia, incumbía al presidente relacionarse con las demás autoridades, procurar el mantenimiento del orden en Valladolid y su entorno y representar el poder real ante la Comunidad. Don Diego asumió tales deberes con la dedicación y prudencia que lo caracterizaban, aunque su carácter y salud no dejaban de resentirse, pues era ya de edad superior a los sesenta años[22]. Para empezar, mi señor hubo de comparecer ante la Junta de Valladolid para aplacar su inquina hacia el Consejo Real -aún en la villa- y el cardenal Adriano, a quienes consideraban sin fundamento responsables del pavoroso incendio de Medina del Campo. Y, según iban abandonando la villa las otras autoridades reales, para constituir su verdadera capital y punto de reunión en la villa del Almirante de Medina de Rioseco, fue constante el ir y venir del Presidente, procurando evitar que se llegara a una situación de guerra abierta, lo que finalmente habría de producirse a lo largo del mes de noviembre. Mi señor y tío me lo explicaba así:

-          Mientras el rey estuvo representado en Castilla por el Cardenal, cabía esperar que todas las querellas se concertaran, no tanto por la reflexión y docilidad de la Junta, como por el temperamento de aquel y el hecho de que no disponía de fuerzas armadas de nota. Pero, en cuanto Don Carlos ha puesto también como regentes del reino al Condestable y al Almirante, es llano que otros muchos señores se les unirán y reunirán tropas e irán contra los comuneros. Solo nos queda rezar y laborar para que, aunque sea bajo mano, prosigan los contactos y negociaciones entre los miembros más sensatos de los dos bandos. En ello también yo habré de ocuparme.

     Como Don Diego vaticinaba, los regentes declararon la guerra a la Junta el 31 de octubre pero, como él así mismo adelantaba, continuaron las componendas entre los menos dispuestos a dar la batalla. Así, los días 15 y 20 de noviembre, el propio Almirante se reunió con algunos procuradores de la Junta, tratando de llegar a un acuerdo que ahorrara el batallar. La situación se tornó en Valladolid muy poco propicia a tales acomodos, cuando su capitán general, el infante Don Juan de Granada, fue depuesto de su cargo, que se confió al regidor y decidido comunero, Pedro de Tovar, quien se hizo cargo del mando de los quinientos hombres armados, que formaban el contingente que Valladolid había puesto a disposición de la Santa Junta[23]. Fue entonces cuando el Presidente tomó la decisión de intervenir personalmente en los esfuerzos para lograr la paz. Comoquiera que, una vez más, Don Diego me autorizó a formar parte de su reducido séquito para tales jornadas, habré de extenderme en su relación, tal vez más de lo conveniente para mí, ya que él sin duda se halla ya en la presencia de Dios.

***

     El sábado, 27 de noviembre, muy de mañana, Don Diego, acompañado de cuatro oidores y varios frailes, así como de tres alguaciles y por mí mismo, tomó el camino de Medina de Rioseco, distante ocho leguas de Valladolid, villa de señorío del Almirante. Era propósito de mi señor y tío el de encontrarse con el dicho Almirante y el cardenal Adriano, para tratar de llegar a una concordia y, si posible fuere, a la disolución de los ejércitos de ambos bandos, situados a la sazón a no más de una legua de distancia entre ellos[24]. En el intento de pasar entre los dos ejércitos y acceder a Rioseco, nuestra comitiva fue a dar en una posada, donde encontramos al obispo de Zamora, que colaboraba con el capitán general, Don Pedro Girón, en mantener la firmeza y disciplina de las tropas comuneras. No había yo conocido aún a Don Antonio de Acuña, toda vez que, cuando por primera vez se dejó ver por Valladolid en aquellos tiempos, había sido hacia el 20 de octubre anterior y la villa, todavía poco inclinada hacia un hombre con tanta fama de extremoso y violento, le había cerrado sus puertas, habiendo de aposentarse en el monasterio de El Prado, desde donde conversó y exhortó a diversos próceres de la cuidad, antes de retirarse, al parecer, a la ciudad de Toro, que le era muy afecta. A primera vista, su apariencia no era amenazadora, por tratarse de un hombre de edad avanzada -poco más o menos como la de Don Diego-, grueso más que corpulento, de cara redonda que respiraba afabilidad; pero, en cuanto se enteró de los propósitos que traía Don Diego y de sus requerimientos a la concordia, sus ojos despedían chispas y su voz truenos; y eso que, como muestra de desprecio, se mantuvo casi todo el tiempo de espaldas o de lado al Presidente, a quien ni escuchar quiso los razonamientos que, como hermano en el episcopado, le dirigió. Todo lo más que de él se obtuvo es que no moviera el ejército hasta que Don Diego pudiera llegar a Rioseco y hablar con los gobernadores. Aún recuerdo las palabras que el Presidente dijo a un franciscano que lo acompañaba, nada más salir a campo abierto:

-          Cuando el diablo se ha metido en cuerpo sagrado, no hay demonio en el mal que le iguale.

     En todo caso, pese a la oposición de Acuña, mi señor tuvo ocasión de dirigirse a diversos caballeros y hombres de armas allí presentes, con palabras tan sensatas como valientes. A los caballeros díjoles que no era de razón que se enfrentaran con los de su parecida alcurnia y hasta de su misma sangre; a los del común, trató de ganarlos con la advertencia de que, tan pronto el rey, triunfando o no, volviese a gobernar, sería a ellos a quienes echase la soga al cuello, pues no tenían quien comprase perdones ni intercediese por ellos; llegando, incluso, a sugerirles que no confiasen en las buenas palabras de los hidalgos que los mandaban pues, si obtuvieran la victoria, no tardarían en hacerse tan señores, como los que estaban con el Almirante. De cualquier manera, tengo para mí que tal vez escuchara mejor Don Diego a los hombres del común que estos al Presidente, pues aquellos no abandonaron las armas, pero mi tío quedó impresionado de algunos de sus argumentos, trasluciendo una simpatía por ellos, que a la postre habría de traerle la pérdida del cargo, el exilio y, durante un tiempo, la proscripción.

     Quiero decir que, una vez en Rioseco, en las casas del Almirante, este lo acogió con sorpresa y de manera poco amistosa, echándole en cara que mirase tanto por un apaciguamiento que dejaba en pie muchas de las exigencias de la Junta; y eso que el Almirante pasaba por ser el gran señor y regente más favorablemente impresionado por algunos de sus pedimentos, cosa que tal vez animase a mi señor para ser con él demasiado expresivo y sincero. Así, entre buenas palabras y reproches, nada pareció lograrse y hubimos de regresar a Valladolid cansados y mustios, viendo lo baldío que había sido el esfuerzo de Don Diego quien, al recogerse de nuevo en su casa de la Real Audiencia, hubo de guardar cama durante unos días, por causa de un fuerte enfriamiento. Eran las primeras fechas de diciembre de aquel inacabable año de 1520, que tantas sorpresas y noticias estaba aún llamado a traernos.

 

 

4.   En que entra en la vida de nuestro Relator el Obispo más belicoso


     Si ha de creerse a fray Antonio de Guevara en sus muy recientes Epístolas[25], los esfuerzos de mi señor y tío no resultaron del todo vanos ya que, apenas nos habíamos ausentado de Medina de Rioseco, el día 3 de diciembre los gobernadores enviaron a Villabrágima, a su vez, a tan ilustre prelado para convencer a los comuneros de que depusieran las armas, bajo la dudosa oferta del emperador de concederles el perdón y parte de sus reclamaciones. Una vez más, hubo de ser el obispo Acuña quien se opusiera del modo más frontal a aceptar la generosa oferta; pero dícese que la benevolencia imperial sí conmovió a Don Pedro Girón quien, para evitar una batalla campal, movió las tropas hasta la no lejana Villalpando, del señorío del Condestable, la cual le abrió sus puertas sin mayores dificultades. Claro que ese traslado hacia poniente dejó expedito el camino de Tordesillas, lo que aprovecharon las fuerzas realistas con la rapidez del rayo, presentándose ante dicha villa el día 5 de mañana. Las escasas tropas que habían quedado para resguardo de la Junta y de la Reina nuestra señora resistieron con denuedo hasta la tarde, cuando se abrió un hueco en la muralla, por el que entraron los imperiales y domeñaron la resistencia de los comuneros, entre los cuales dicen que mucho sobresalió el batallón de trescientos curas de la diócesis de Zamora, que Don Antonio de Acuña había constituido cuando se alzó contra Don Carlos[26]. Aquí quedaron presos varios de los procuradores de la Junta y esta perdió la posesión de la reina y de la infanta, lo que, al decir de Don Diego, fuese mayor daño para la Comunidad que la pérdida de la villa, por más que Doña Juana, por locura o por mucha sensatez, nunca se había avenido a poner su firma en los documentos con que la Santa Junta intentaba legalizar y dar marchamo de mayor autoridad a sus decisiones.

Retrato anacrónico del obispo Acuña

     La pérdida de Tordesillas fue conocida en Valladolid al día siguiente de suceder, provocando en toda la villa tristeza y estupor, cuando se supo que había sido propiciada por la retirada a Villapando de las tropas de Don Pedro Girón, quien sólo intentó el socorro de la villa cuando era demasiado tarde. Algunos levantaron gritos de traición, juzgando que había acabado por dominar en el capitán general su condición de gran señor sobre la de jefe de la tropa comunera. Mas no debía el general temer al común ni tener mala conciencia, pues al siguiente día, 7 de diciembre, se presentó con una hueste como de quinientos hombres, a las puertas de Valladolid, en compañía del obispo Acuña. La conmoción fue muy grande y la Junta de la villa, haciéndose eco del sentir de las cuadrillas y para evitar mayores males, prohibió que entrasen las tropas y, tras escuchar los argumentos y disculpas de ambos capitanes, despacharon a Girón, aunque con no malas palabras, retirándose él a sus tierras de la comarca de Peñafiel, en donde decidió permanecer hasta el final de la guerra, renunciando a su mando y mostrándose esquivo con la Junta, a pesar de que esta le escribió en términos muy corteses, prometiendo castigar a quienes lo hubiesen ofendido en su honor. Por su parte, Acuña, tan culpable como Girón de lo acaecido, pero más afortunado en el concepto público, optó por permanecer en Valladolid, en sus casas familiares de la calle de Francos, siendo testigo y partícipe en los importantes sucesos que habrían de producirse en la villa los días siguientes.

     Aunque mi señor, Don Diego, no guardaba buen recuerdo de su reciente encuentro con el obispo de Zamora, quiso tener con él una atención, tanto por cortesía, cuanto por procurar que su natural violento se aplacase después del chasco de Tordesillas. Me mandó a su casa con dos ánsares cebados y una carta de la que, por hallarse cerrada, no supe su contenido. Acuña me recibió en una sala que evitaba el frío por ser interior, con las paredes cubiertas de tapices y reposteros, de madera el suelo y con una gran estufa de peltre a sus pies. Agradeció vivamente la gentileza de mi señor, a quien se refirió como mi amo. Yo le repliqué que no era su criado, sino su pariente y huésped, mientras terminaba mis estudios de ambos Derechos y conseguía algún oficio. Disculpóse por el lapso y me preguntó si la Universidad continuaba con sus lecciones, a lo que le repuse que malamente, pues profesores y estudiantes, si es que no se habían ausentado de Valladolid, se hallaban más preocupados por las actuales mudanzas que por las leyes de Justiniano o las Decretales de Gregorio Nono.

-          ¿Qué se comenta por la villa acerca de la pérdida de Tordesillas y la retirada de Girón y de sus mesnadas?, me preguntó, tal vez, para conocer mi opinión.

-          Señor -contesté-, no se cree que señores de vasallos y gentes del común puedan mezclarse mejor y por más tiempo que el agua con el aceite.

     Se echó a reír y, despidiéndome por tener que atender otras visitas, agregó algo que yo no olvidaría al conocer sus próximos desmanes en la Tierra de Campos:

-          Razón tienes -concedió-. Habrá que arrancar los colmillos a esos sabuesos antes de que los claven en nuestras carnes.

***

     Muy pocos días después, toda vez que Tordesillas se había perdido y que los procuradores que habían logrado escapar habían venido a acogerse en Valladolid, desde nuestra villa se mandaron correos a las ciudades en comunidad para que completaran el número de sus procuradores, decidiéndose que, en lo sucesivo, sería Valladolid la sede de la Junta General. Todo esto se aprobó el día 15 de diciembre, si bien no todas las ciudades y villas que estuvieron representadas en Tordesillas mandaron apoderados a Valladolid. Además de Burgos, dominada por el Condestable, se perdió la presencia de Soria y de algunas que estaban más allá de los montes carpetanos, como Guadalajara y las andaluzas[27], cosa que, en principio, no inquietó mucho a la Junta, preocupada, más bien, por hacerse fuerte en las tierras del Duero, tanto en las ciudades menos entusiastas, como en las behetrías que seguían en manos de los señores y no aportaban armas ni dineros al movimiento. Súpose que Valladolid se había convertido en la capital de aquél, lo que incomodó a los regentes: Se dice que el cardenal Adriano escribió sobre ello a su rey y el Condestable mandó un requerimiento a la villa, conminándola a disolver a la gente de armas que en ella hubiese. No convinieron en ello los vallisoletanos, que decidieron fortalecer su seguridad, amenazada en particular por las fortalezas próximas en manos de los nobles realistas, o del propio rey, cual era el caso de la de Simancas. Fue entonces cuando la Comunidad consiguió tomar los castillos de Fuensaldaña y de Cabezón, confiando su tenencia a Pedro Cisneros y a Antonio de Deza[28]. La villa dio en estos momentos la capitanía de sus tropas a Don Juan Hurtado de Mendoza, hijo de Don Pedro, el cardenal que había fundado, años atrás, el Colegio de la Santa Cruz[29].

     El 23 de diciembre, la Junta General asignó finalmente un mandato expreso al obispo Acuña, quien había recobrado la plena confianza de la Comunidad. En particular, le ordenó trasladarse a la ciudad de Palencia, para avivar en ella el fervor comunero y designar a un nuevo corregidor, que reemplazara al de nombramiento real, que había huido al pronunciarse los palentinos por la sublevación. Según oí referir a Don Diego, el celoso prelado excedió con mucho el encargo recibido pues, ante todo, apoyó y legitimó el alzamiento de la villa de Dueñas contra su señor, el Conde de Buendía. Seguidamente, el día de Navidad entró en Palencia y celebró misa en su catedral; y después, saliendo de la ciudad, recorrió las behetrías próximas de Campos y Carrión, recaudando fondos para su causa y avivando los anhelos de los villanos por liberarse del señorío de los poderosos. Decía mi señor que era muy mala cosa malquistarse con los caballeros rurales y los señores de vasallos pues, de sumarse de corazón unos y otros a la causa del emperador, los comuneros estarían perdidos. No sé si Don Diego consideraba esto como una desgracia o como una bendición, pero, en todo caso, mostraba el grave error que estaba cometiendo la Junta, no haciendo regresar a Acuña entre los muros de Zamora.

      La caída de Tordesillas debió de animar al toledano, Juan de Padilla, para volver a cruzar los montes y presentarse ante la Junta, de la que se había distanciado a raíz del nombramiento de Don Pedro Girón como comandante de sus fuerzas. Lo cierto es que el último día del año del Señor de 1520, Padilla y su compañero madrileño, Zapata, entraron en Valladolid, donde fueron aclamados y vitoreados como si de héroes victoriosos se tratase. Verdad es que traían la reconfortante compañía de mil y quinientos soldados, reclutados en tierras de Toledo y de Madrid, refuerzo indispensable para las tropas que, abandonadas de sus jefes en Villalpando, habían ido retornando espaciadamente a las proximidades de Valladolid. La tierra en su torno se había convertido en una especie de campamento militar, cuyos castros principales se organizaron en torno a Zaratán, Fuensaldaña y Villanubla. La villa bullía así mismo de energía bélica, colocando tiros en las puertas de la muralla y a lo largo de ella, así como estableciendo vigilancia en las cavas y garitas. Todo su cerco fue inspeccionado, para repararlo allí donde fuese necesario. Ello implicaba la adopción de numerosas disposiciones sobre organización del ejército y recaudación de contribuciones, cuyo cumplimiento y ejecución no resultaban fáciles, surgiendo polémicas entre la Junta de Valladolid, ya muy consolidada, y la General, que apenas se había establecido todavía en la Villa. En cierto modo, la llegada a Valladolid de los representantes de las villas y ciudades comuneras daba a la misma el brillo que con la salida de los Consejos había perdido, pero no por eso era menos complejo gestionar el alojamiento de los procuradores y sus criados, tarea en la que en ocasiones participó Don Diego.

     Con lo dicho, doy por concluida mi referencia a los sucesos del año 1520, que acababa sin que ninguno de los dos bandos hubiese obtenido ventajas decisivas, ni los buenos oficios de los más templados tuviesen el efecto de pacificar los ánimos ni disolver los ejércitos.

Carlos I joven (escultura anónima del siglo XVI)

 

 

5.   Donde las Comunidades avanzan sin saberlo hacia su despeñadero


     A 4 de enero de 1521, la Junta de Comunidad de Valladolid ordenó a los vecinos que entregasen los picos, azadones y escodas de que dispusiesen y mandó requisar las armas, pólvora y balas de cañón, así como las piezas de artillería en poder de los dichos vecinos. Podría parecer una incautación harto improbable, pero he aquí que, en casa de Doña María Velasco, de la familia del Condestable, halláronse dos falconetas. Menos hacedero resultó recaudar las sisas que se establecieron para sufragar el coste de la gente de guerra, pues no se piense que, ni la reclutada por los señores, ni la aprestada por las comunidades, iban al combate por amor de aquellos o de estas, sino que habían de ser bien pagados diariamente, corriendo de otro modo el riesgo cierto de que abandonasen sus banderas. Así lo entendía Don Diego, con cierta amargura:

-          Solo los señores adelantan los dineros a cambio de esperanzas, pero ellos las tienen ciertas de que el rey los compensará con creces y, entre tanto, comen y beben de lo suyo y juegan a dos paños, sin arriesgar sus vidas, ni lo principal de sus haciendas.

     Bien podría referirse mi señor a los grandes, como el Almirante o el Conde de Benavente. Otros, como el Condestable pretendieron influir en los vecinos de nuestra villa, a través de los de Burgos, de los que el día 22 de enero llegó una carta invitando a Valladolid a abandonar la causa comunera. La Junta local quemó la carta. Algo parecido pretendía el nuncio del Santo Padre, León X, cuando llegó por aquellos días hasta las puertas de la villa, que no se le franquearon, viéndose con procuradores de la Junta en el monasterio de El Prado, con gran enfado del común, que incluso trató de impedírselo.

     Creo yo que fueron los tiempos de un mayor entusiasmo por la Comunidad, cuando Valladolid cursó cartas a las principales plazas comuneras para que enviasen tropas y pertrechos de guerra, así como a las principales villas y lugares de la Tierra de Campos cabe Palencia, amenazándolas si no abrazaban la causa de los alzados contra el rey. Hubo de ser, una vez más, el obispo de Zamora quien llevase a cabo, con su eficacia y rigor acostumbrados, tales amenazas. En efecto, habiendo regresado por unos días a Valladolid, cumplido el encargo sobre Palencia y sus contornos, diole mandado la Junta de que pusiera manos sobre las villas y castillos de Tierra de Campos que se resistieran a la Comunidad o no ofrecieran los donativos y sisas necesarios para mantener el alzamiento. Partió de aquí Don Antonio de Acuña, a lunes, 10 de enero, con nutrida hueste, que alcanzaría a unos mil hombres, pocos de ellos a caballo, y alguna artillería de sitio, y dícese -pues yo no fui testigo- que hubo pocas poblaciones o castillos que se le resistieran con éxito[30]. Solo en la etapa final de su campaña contó Acuña con el apoyo del flamante capitán general de las Comunidades, Juan de Padilla, quien, más ambicioso estratega que el obispo, pretendió acercarse a Burgos y cortar la comunicación de las tierras y fuerzas del Condestable con las ya acantonadas en Medina de Rioseco, al mando del Almirante y del conde de Haro. Menos celoso de gloria militar, más viejo, cansado y enfermo, Acuña cumplió a satisfacción con el encargo de la Junta y tornó a Valladolid a primeros de febrero, cargado de riquezas de todo género, que puso a disposición de la Junta, sin que hubiese ni rumor siquiera de que retuviese un maravedí. Mas tan estricto cumplimiento de las órdenes fue con tal detrimento y miedo de los señores y de los campesinos desafectos, que entregó a los primeros en manos de los gobernadores y se malquistó tanto con los segundos que, tan pronto él y Padilla se retiraron de la zona, el Condestable pudo salir de Burgos y hacerse con toda la Tierra de Campos, llevando sin riesgo ninguno a sus hombres hasta Rioseco, alcanzando sobre la tropa comunera una gran ventaja en número, en particular, de caballería.

     Mientras tales cosas dicen que acaecían en tierras palentinas, en Valladolid se disputaba acerca de la atribución de la capitanía general de la Comunidad General, entre dos ilustres y entregados caballeros toledanos, Juan de Padilla y Pedro Lasso de la Vega. El Presidente me había resumido así la controversia, que duró varias semanas y no fue sin daño de la causa:

-          Lasso -me confió- no está lejos de aceptar acuerdos con los gobernadores, sobre la base del perdón y de alguna componenda, aunque no creo que maquine una traición, como algunos de sus contrarios piensan[31]; en tanto que Padilla ha llegado tan lejos, en Toledo como aquí, que parece imposible lograr con él ningún concierto. Mas, en lo tocante a lo que ahora se trata, vale decir, lo militar, Lasso no desea otra cosa que una estrategia contemporizadora y defensiva, en tanto que Padilla arde en deseos de tomar la ofensiva y vengar el desastre de Tordesillas que, blasona, nunca se habría producido de haber estado él al frente de las fuerzas de la Comunidad.

     Finalmente, como es sabido, fue Padilla el escogido y así se cimentó la continuación tan diferente que tuvieron las vidas de ambos caballeros.

***

     El 17 de diciembre del año anterior, Don Carlos había promulgado en la ciudad alemana de Worms un Decreto, tras ser informado de la vehemencia con que nuestra villa había recibido el fermento comunero. Dicha disposición no llegó a general conocimiento -cuando menos, en Valladolid- hasta más de un mes más tarde y causó la más profunda tristeza a mi señor y tío, quien comprendió que suponía un verdadero punto de no retorno en el conflicto. El emperador empezaba por considerar rebeldes y traidores a cuantos comuneros no abandonasen de inmediato las armas, y a doscientos cuarenta y nueve de los más destacados de ellos los condenaba incontinente a la pena capital, veinte de los cuales eran vecinos de esta villa. Ítem más, ordenaba que saliesen al punto de Valladolid todas las autoridades, consejos e instituciones que ejercieran funciones de gobierno en la misma, citando expresamente a la Real Chancillería. Y, en lo que a mí más podría afectarme, mandaba cerrar de inmediato la Universidad, hasta que se restaurase en debida forma el orden en la villa. Con harto dolor y sin tomar otras providencias que el cierre bajo llave de las dependencias y la custodia por su persona del sello real, Don Diego ordenó a los oidores y al resto del personal de la Audiencia, con excepción de un mínimo retén de porteros y alguaciles, que abandonasen la villa, camino de Arévalo, como era ordenado por el rey. Con la venia del Presidente, yo decidí permanecer en su casa, como guardián de la misma, ya sin otra misión que cumplir que esta de vigilancia. Mas mi función concluyó muy luego, ya que, llegada la comitiva de la Real Audiencia a la puerta de Santiesteban, la población, alertada, les cerró el paso y los obligó a volver a las casas de la Audiencia. No dejaba de ser un orgullo que el pueblo tuviese en tanto a aquellas personas y la función que desempeñaban, pero ello acabó por dañar la reputación de Don Diego ante el rey y sus gobernadores pues, ya que habían de permanecer en Valladolid a la fuerza, el Presidente dio orden de que se continuara celebrando vistas y juicios, y despachando los asuntos, como si se estuviera en paz y tranquilidad, en la medida en que la Junta siguiera garantizando, como hasta entonces, el orden y respeto de los actos judiciales y de las personas que los realizaban. Tan solo limitó las actividades en cuanto supusiera tener que hacer uso del sello real, lo que, como es sabido, afectaba casi exclusivamente al despacho de los asuntos de hidalguías.

     Aunque ello suponga no seguir el orden cronológico de los acontecimientos, cumple recordar aquí que la Junta, a 7 de marzo, respondió a las proscripciones imperiales de Worms, acordando redactar un listado de traidores por enemigos de las Comunidades que, afortunadamente, se fue confeccionando sin prisa y sin ejecución inmediata, siendo pregonada en la plaza del Mercado. Más precavidos que el obispo de Zamora, los autores del documento tuvieron buen cuidado de no incluir en la misma a los gobernadores del Reino, ni a los grandes de mayor poder, como el Conde de Benavente, de quien todos sabíamos que solo soportaba a los comuneros por defender su hacienda; de modo que, cuando Padilla y Acuña decidieron presentarse en su feudo de Cigales y derrocar su castillo, tomó las de Rioseco sin cuidarse más de las apariencias.

Plano de Valladolid con la distribución de sus cuadrillas

     Libre de mis deberes académicos, pedí a Don Diego la venia de visitar en su lecho de enfermo al obispo de Zamora, llevándole algún obsequio y sugiriendo ciertos remedios[32]. A regañadientes me concedió tal licencia, porque visitar a los enfermos es obra santa, si es que en efecto lo estuvieren. Lo cierto es que Acuña me recibió de muy buena cara y he de decir que, por un momento, recordé lo dicho por mi tío, pues apenas daba el enfermo muestras de estarlo. Con todo, le prometí brevedad y ofrecí mis buenos oficios para ver de traerle a que lo reconociera al famoso médico, Francisco de Villalobos[33]. Con sinceridad, me contestó, declinando la oferta:

-          Son mis mayores males mi mucha edad y el cansancio por batallar. El primero es incurable y, en lo atinente al segundo, unos días de reposo y amena conversación bastarán para reponerme, sin necesidad de galenos.

     Entendí esto último como una invitación a regresar a conversar con él, lo que, en efecto, hice en otra ocasión más, en la que mostró vivo interés por el estado y opiniones de mi tío, al que dijo tener en alta estima, pese a la discordancia de pareceres. Muchas cosas me contó sobre su frecuente y obligado empleo de la fuerza, cuando menos desde que, habiendo perdido el favor real, hubo de tomar con las armas la posesión de la sede zamorana y sostener el señorío de la importante fortaleza de Fermoselle:

-          Yo tendría que haber sido el primogénito de mi padre -me confesó-, pues mi genio es el decidir y ejecutar, en tanto que mi hermano mayor, don Diego, es más letrado y acomodaticio. Ahora, en este trance, ya no habrá vuelta atrás y suerte tendré de que me alcance la protección que la Santa Sede romana concede a los obispos.

-          Pero, señor -inquirí-, ¿cree vuestra reverencia que los comuneros han de vencer o, cuando menos, tienen razón para enfrentarse a su rey?

-          Recemos, hijo, porque Dios nos dé la victoria, ya que nuestra causa seguramente es santa, dado que la Junta así se intitula. Y, sin confiar en exceso ni desmayar, ayudemos a Nuestro Señor, como quería San Benito: ora et labora; o como dice el refrán, a Dios rogando y con el mazo dando; y si pudiere ser con una pica, mejor que mejor.

     A estas alturas, Acuña se había convertido en un valor seguro y un hombre indispensable para la Junta. El nombramiento de Padilla como capitán general y el progresivo apartamiento de Lasso, dieron lugar a que se formase lo que por sus detractores diose en llamar el triunvirato civil, formado por el propio obispo de Zamora y los procuradores Diego de Guzmán, de Salamanca, y Gonzalo de Guzmán, de León. Sin embargo, eso no disuadió a Acuña de intervenir en los asuntos militares. Pocos días antes, Padilla había sufrido el mayor revés, hasta entonces, de su carrera, asunto que, por lo oscuro o por lo mal urdido, nunca ha sido aclarado. Los que pretenden que el caballero toledano salga bien librado lo cuentan así:

     Hallábase Padilla ante Torremormojón, tratando de debelar a los realistas refugiados en aquella villa y en su castillo, cuando recibió secretamente una embajada de algunos gremios burgaleses, que le ofrecieron abrirle por sorpresa las puertas de su ciudad, si las tropas comuneras se hallaren del otro lado en momento convenido. Aceptó Padilla de muy buen grado el ofrecimiento y, calculando el tiempo necesario para cumplir la jornada, fijaron el día del 23 de enero para la alarma. Mas los burgaleses concertados se levantaron contra los hombres del Condestable dos días antes, siendo finalmente vencidos. Así, cuando Padilla se presentó ante la ciudad, la halló cerrada y presta a resistirlo, teniendo los comuneros que abandonar la empresa por no disponer de artillería de sitio.

     Otros lo narran de manera menos airosa para el valiente caballero pero, en todo caso, lo cierto es que Burgos quedó por el rey y, desde aquí, el Condestable pudo efectuar su contrataque, recuperando casi toda la Tierra de Campos y llevando a sus huestes hasta encontrarse con las que mandaba su hijo, el conde de Haro, en el campo de Medina de Rioseco. En vista de lo cual, Padilla volvió a concertarse militarmente con Acuña, tomando de consuno el acuerdo de librar a Valladolid de la amenaza del castillo de Cigales, aunque ello provocara la ira de su señor, el Conde de Benavente. Y se dice que ambos capitanes discutieron los próximos movimientos militares, antes de que Acuña se partiera de Valladolid para el reino de Toledo. Eran ambos del parecer de que recobrar Tordesillas habría de ser el objetivo final de la ofensiva, pero para ello era menester tomar antes la fortaleza de Simancas, fuertemente guarnecida de los imperiales, la cual barraba el acceso más directo a las orillas del Duero. Padilla propuso luego intentar la conquista de la plaza y fortaleza de Torrelobatón, feudo del Almirante, a mitad de camino entre Rioseco y Tordesillas, lo que impediría al ejército realista socorrer la villa tordesillana, para el caso de que fuese atacada por el comunero. Así se convino y llevó a cabo por Padilla con toda su fuerza, como de seis mil hombres, el día 25 de febrero, tras no menos de cuatro días de empleo de la artillería y los asaltos.

     Para entonces, el obispo de Zamora ya se hallaba camino de Toledo, por comisión de la Junta que, al tener noticia de la muerte del señor arzobispo, Guillermo de Croy, juzgó muy favorable para la Comunidad el hacerse con la recaudación de las cuantiosas rentas de la mitra toledana. ¡Quién mejor para ello que el obispo de Zamora, hombre de iglesia y de guerra, implacable y honrado cobrador, y aún expropiador, de los bienes precisos para continuar la guerra, quienquiera que fuese su dueño! Si Don Antonio llevaba otras intenciones, más personales y egoístas -como la de ocupar el sitial del arzobispo-, es cosa que no me atrevo a juzgar pues, aunque acudí por cortesía a despedirlo, solo cruzamos unas breves palabras, como estas:

-          Tenga su reverencia buen viaje y ojalá reporte este para la Comunidad tanto bien, como el que habría de parársele de su permanencia en esta villa.

-          Jornadas arduas serán las por venir, hijo, que unos días habré de revestirme de alba y casulla y otros, con casco y coselete.

     Partió de nuestra villa el belicoso obispo el 20 de febrero. En los días precedentes, hubo en Valladolid gran revuelo y escándalo, por obra de ciertos esbirros de Padilla -aunque otros dicen que de Acuña- que, acuciados por la urgencia en pagar la soldada de las tropas, saquearon algunos palacios y casas señoriales, así como ciertos conventos de la villa. Los frailes y la propia Iglesia Mayor pusieron el grito en el cielo, entendiendo que sufrían un flagrante sacrilegio. El tiempo transcurrido desde aquellos hechos hasta estos días ha agrandado el alcance del robo y la irreligiosidad de sus autores, poniéndolo en relación con los saqueos, mucho más numerosos, perpetrados por Acuña en la Tierra de Campos. Me consta que, en los conventos más importantes de la villa, como los de San Pablo y San Benito, se guardaban en depósito retribuido joyas, títulos y dineros de muchas familias ricas, que buscaban aquel acomodo como más seguro que sus propios domicilios, de los que, incluso, se habían ausentado. También algunos banqueros aprovechaban ese medio de ocultar el dinero para sus transacciones en aquella época tan insegura[34]. Con todo, fueron las reiteradas peticiones de la Junta a los regidores y familias con fama de ricas, para que se avinieran a hacerle préstamos forzosos, lo que más irritó a muchos en la villa, mientras el pueblo veía con buenos ojos todo lo que sirviera para aplacar al ejército, acampado en Zaratán, Fuensaldaña y Villanubla, antes de que partiese, como ya tengo dicho, a la toma de Torrelobatón.

Vista actual del castillo de Torrelobatón

 

 

6.   Donde la empresa comunera llega a desastrado fin y derrocamiento


     Con Acuña camino de Toledo y Padilla sobre Torrelobatón, quedaron la Junta General y su todavía agente, Don Pedro Lasso, más desembarazados para intentar en el último momento un acuerdo con el rey, a través de sus gobernadores, particularmente el Cardenal y el Almirante, los más templados de los tres. Esos cabildeos no eran bien vistos en nuestra villa, donde la Junta local y las cuadrillas eran partidarias de resolver la contienda por la vía militar; tanto más, después de haberse conocido el Decreto de Worms, en que Don Carlos trataba a todos los comuneros como rebeldes y traidores, señalando a casi doscientos cincuenta de ellos como carne de patíbulo. Por ello, fue una gran sorpresa la presencia a las puertas de la villa del ilustre fraile franciscano, Francisco de Quiñones, conocido como fray Francisco de los Ángeles[35], obispo de Coria y muy de la confianza del emperador. Al parecer, venía con comisión y encargo regio, certificado por los gobernadores, para intentar llegar a un acuerdo que evitara el derramar más sangre cristiana. La Junta Santa, contra el parecer de Valladolid y de Salamanca, acordó el día 1 de marzo una tregua a respetar entre el 3 y el 10 de dicho mes, para poder escuchar a fray Francisco y discutir sus propuestas. Esos ocho días pasaron sin lograrse ningún acuerdo, por lo que, como ya ha quedado dicho, la Junta hizo público un listado de traidores enemigos de las Comunidades y adoptó medidas confiscatorias sobre las familias del regimiento de la villa; envió cartas a las ciudades y villas comuneras, en petición de urgentes auxilios y soldados; y, finalmente, se adoptaron medidas para asegurar los abastecimientos de la villa, cuyos cuadrilleros se manifestaron dispuestos a todo, menos a aprobar acercamientos a la posición del rey.

     Mi señor, Don Diego, tuvo en principio gran confianza en que la embajada de fray Francisco tuviera éxito, pero pronto se convenció de la endeblez de tales posibilidades, por algunas razones que se dignó explicarme:

-          Sabrás, Bernardino -me confió- que el fraile, aunque sabio y bien intencionado, no viene aquí con poderes ciertos, sino con cartas ambiguas de los gobernadores que, si a ellos no los obligan, menos aún a su rey y señor. Por una vez coincido con lo que se escucha en las calles: que la Junta, falta de medios, se deja halagar con buenas palabras, mientras los nobles aumentan de día en día su fuerza y no piensan en otra cosa que en resolver el litigio en el campo de batalla, una vez han obtenido del emperador prebendas y firmes promesas.

     Lo cierto es que, entre lapsos y tensiones, las negociaciones entre la Junta y fray Francisco se prolongaron durante un mes. Al fin, el 7 de abril, concluyeron en un acuerdo, que venía a aceptar una gran parte de las peticiones comuneras, pero la Junta tuvo la debilidad de someterlas a la aprobación de las cuadrillas de Valladolid, cuya postura contraria era bien conocida, y que, por otra parte, ningún derecho tenían a contrariar el parecer de la Junta General. Así, por una cuestión de pundonor -conseguir por benignidad del rey lo que ya no deseaban lograr más que por fuerza e imposición-, se desbarató un acuerdo que, meses atrás, habría sido recibido con aclamaciones y tedeums. La villa y sus instituciones quedaron en un ominoso silencio, que cada uno interpretaba a su sabor, pero que para todos presagiaba un encuentro armado al que la Junta llegaría en momento muy poco favorable. Los señores, con un ejército superior al comunero, tanto en infantes, como en caballos[36], habían trasladado sus reales a la villa de Peñaflor de Hornija, para controlar más de cerca el ejército de Padilla. Este -nadie sabe bien por qué- se había encastillado en Torrelobatón, tal vez a la espera de refuerzos, o quizá atendiendo la conclusión de las conversaciones de paz que se tenían en Valladolid. A duras penas en esta villa lograron aprestarse algunas fuerzas, en particular de artillería, que nadie se ofrecía a mandar y conducir hasta el cuartel de Padilla. Hubo de ser un joven universitario de noble familia, llamado Diego López de Zúñiga, quien asumiera la capitanía, saliendo de la villa el día 20 de abril y llegando a su destino en vísperas de la tragedia.

Ejecución de Padilla, Bravo y Maldonado (Antonio Gisbert, 1860)

     No es mi propósito contar aquella definitiva derrota como si la hubiese presenciado, pero las narraciones de la misma que hasta mí han llegado me permiten resumirla del siguiente modo:

     El día 23 de abril, de mañana, Padilla y sus hombres salieron de Torrelobatón, tomando la vía de Toro, donde esperaban hallar mayor seguridad y refuerzos. Estando tan próximos los enemigos, era ardua tarea el conseguirlo, pues había que andar no menos de ocho o nueve leguas. A eso de mediodía, se desató una gran tormenta, que encenagó de tal manera el camino, que la artillería quedó varada en el barro, y los soldados de a pie, cansados y empapados, apenas podían avanzar. Los imperiales, habiendo sabido por espías o por exploradores del movimiento y camino de Padilla, avanzaron para cortarle el paso, con su poderosa caballería en cabeza. Quiso el capitán general comunero desplegar su ejército en Vega de Valdetronco, pero no le fue posible por lo quebrado del terreno, decidiendo entonces seguir camino hasta la villa de Villalar, más allá de la cual había una campa medianamente apta para pelear. Más, cuando apenas habían recorrido tres leguas desde Torrelobatón, sin haber desplegado todavía sus filas, los comuneros fueron acometidos por la caballería señorial, fuerte de ochocientos hombres, que desbarató a sus enemigos e hizo entre ellos gran mortandad, como de un millar de soldados. El resto se dio a la fuga, dispersándose por los lugares próximos, no llegando a Toro sino en grupos reducidos y desperdigados. Los principales jefes comuneros fueron hechos prisioneros y, al siguiente día, tras juicio sumarísimo por los alcaldes de corte, tres de ellos fueron decapitados en la plaza de Villalar, ante su iglesia. Eran estos: Juan de Padilla, jefe de la hueste de Toledo y capitán general de la Comunidad; Juan Bravo, capitán de los segovianos, y Francisco Maldonado, que propiamente no era quien comandaba a los salmantinos, pero fue ejecutado en lugar de su primo, Don Pedro, que seguiría el mismo triste destino al año siguiente, habiendo denegado el emperador el perdón de su vida, solicitado por su deudo, el Conde de Benavente.

     La noticia de la rota de Villalar hubo de llegar a Valladolid al día siguiente, ocasionando un duelo y vacío de poder que no son fáciles de rememorar sobre el papel. Mi señor y tío, al tener conocimiento de la muerte de Padilla y los demás, ofició una misa de difuntos en la capilla de la Audiencia, aunque no se atrevió a guardar luto ni mandarlo observar, por no dar mayores motivos de enfado a los gobernadores triunfantes. Estos, antes de aparecer por la villa, mandaron publicar, el día 27 de abril, un perdón, que incluía a todos los vallisoletanos, a excepción de doce; ello suponía incluir a ocho de los apartados por el Decreto de Worms. Como se sabe, un perdón general del rey tendría lugar, finalmente, el 1 de noviembre de 1522, siendo echado en la plaza del Mercado de nuestra villa[37].

***

     Siendo el propósito de estas páginas el de hacer una crónica del tiempo de la Comunidad en Valladolid, tal y como yo lo viví, debo concluirla con la entrada en la villa del Condestable, el Almirante y el Conde de Benavente, en los primeros días de mayo de 1521. Muy poco después, por su propia autoridad, sin haberlo ordenado el emperador, los gobernadores del Reino apartaron a Don Diego de sus funciones en la Real Audiencia, mandándole marchar a su diócesis de Cuenca, a hacerse cargo de su tarea de pastor de almas; pero, temiendo que fuese acogido con afecto y pudiera reanimar la Comunidad en aquella tierra, le prohibieron expresamente instalarse en la ciudad de su sede, como tampoco en la de Huete, asentándose de entrada en la villa de Pareja[38], para pasar luego a Roma y, habiendo logrado la benevolencia del emperador, continuar rigiendo santa y celosamente su diócesis, hasta fallecer en el año del Señor de 1537.

     Menos aún he de volver a acordarme del obispo de Zamora que, como es bien sabido, acabó sus días en la fortaleza de Simancas, ajusticiado por el alcalde de casa y corte, Francisco Ronquillo, por el delito de asesinar al alcaide de la dicha fortaleza, Mendo Noguerol, en el mes de febrero de 1526. Nunca volví a verlo, ni a escribirme con él, desde los días de la Comunidad; por lo que mucho me sorprendió que alguien recordase nuestra breve y superficial relación, hasta el punto de recomendarme a su hija, según expliqué al principio.

Cartel de celebración del V Centenario de la batalla de Villalar (Valladolid, 2021)



[1] Hasta ahora (2021), nadie parece dudar de que la mejor obra histórica sobre las Comunidades sigue siendo la tesis doctoral del profesor francés, Joseph Pérez, leída en 1970 y publicada por vez primera en español en 1977, con el título de La revolución de los Comuneros de Castilla. He manejado su síntesis: Joseph Pérez, Los Comuneros, Historia 16, Madrid, 1989, 219 pp.

[2] Considero máxima autoridad académica en la historia de esa institución a la profesora, María de la Soterraña Martín Postigo, autora de varias monografías sobre el tema, entre las que me ha sido de la mayor utilidad la siguiente: Los Presidentes de la Real Chancillería de Valladolid, Institución Cultural Simancas, Valladolid, 1982.

[3] El año natal actualmente más aceptado es 1459, pero, en todo caso, con el circa delante.

[4] Antonio Osorio de Acuña, obispo de Zamora y famoso capitán comunero (c. 1459-1526). Sobre él, véase Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña. Historia de un comunero. He manejado la primera edición, edit. Miñón, Valladolid, 1979. El profesor Guilarte lo fue mío, de Historia del Derecho, en la Universidad de Valladolid, curso 1964-1965.

[5] Son inevitables los errores y anacronismos en sede de topografía urbana de Valladolid y nombres de sus calles, tratando de una época anterior al gran incendio de 1561 y al primer plano científico de la ciudad, el de Ventura Seco (1738). He consultado reiteradamente la siguiente magna obra: Bartolomé Benassar, Valladolid en el Siglo de Oro, Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 1983. En sus páginas 128-129 pergeña un esquema de plano del Valladolid de la época, con los nombres de algunas pocas calles principales.

[6]  Es lástima que no haya podido contar con el conocimiento de este documento el poeta, Luis López Álvarez, autor del inspirado y erudito romance titulado Los Comuneros, 1ª edición, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1972, reeditado en numerosas ocasiones (he manejado su tercera edición, segunda en la editorial Laia, Barcelona, 1979). Encabezada por unas palabras preliminares de Vicente Aleixandre, me parece una obra de lectura plenamente aconsejable.

[7] Valladolid no alcanzó la consideración oficial de ciudad hasta el año 1596, ni tuvo obispo propio hasta 1595, siéndolo hasta entonces el de Palencia.

[8] Nacido seguramente en Valladolid hacia 1473, falleció en 1534, siendo al parecer enterrado en la iglesia vallisoletana de Nuestra Señora de la Antigua. De su cambio ideológico da idea el que fuera el más activo y violento de los agentes imperiales para conseguir la extinción del movimiento comunero en Toledo, en 1522.

[9] Carta de 8 de abril de 1517: …Yo por bien habría que al pueblo se diese alguna autoridad en la gobernación porque templase el mando de los regidores…

[10] En los días 29 y 30 de mayo de 1520, las turbas segovianas lincharon hasta la muerte a dos alguaciles y al procurador en Cortes, Rodrigo de Tordesillas.

[11]  En total eran en Valladolid catorce, aunque dos de ellas actuaban de forma conjunta, por lo que suele aseverarse que en total eran trece.

[12] Rodrigo Ronquillo (1471-1552), famoso, y hasta legendario, alcalde de casa y corte en los tiempos de Carlos I. Sobre él, véase Eduardo Ruiz-Ayúcar, El alcalde Ronquillo: su época, su falsa leyenda negra, 2ª edición, Institución Gran Duque de Alba, Ávila, 1997 (la primera edición data de 1958).

[13] La mejor página de Internet que conozco sobre las Comunidades en Valladolid es: www.infovalladolid.es, propiedad del Ayuntamiento vallisoletano. He manejado sus entradas, Por qué la Valladolid comunera fue germen de la participación ciudadana, año 2011, y la serie de dieciocho entregas, Crónicas de la Valladolid comunera, año 2021, que tiene el desacertado criterio de no comenzar hasta el 15 de diciembre de 1520, es decir, cuando Valladolid se convirtió en sede de la Santa Junta General de las Comunidades.

[14] La obra fundamental sobre el Valladolid de las Comunidades es: Beatriz Majo Tomé, Sociedad y conflictos en Valladolid en el tránsito de la Edad Media y la Moderna. Contexto y desarrollo de la Revolución Comunera, Tesis doctoral de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, curso 2015-2016. Versión editada en libro: Misma autora, Valladolid comunera: Sociedad y conflictos en Valladolid en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 2017 (663 páginas).

[15]  De la importancia numérica del contingente nos puede dar idea el que la población de la villa era entonces de unas 40.000 almas como máximo, si bien es de suponer que formarían parte de la fuerza reclutas y voluntarios del alfoz y tierras próximas.

[16]  Título de los reyes castellanos hasta entonces. Fue Carlos I quien se empeñó en introducir en Castilla el título de Majestad (Sacra, Católica y Real Majestad, en su caso), que los comuneros rechazaron, pero que acabaría por imponerse nemine discrepante.

[17]  Doña Juana ignoraba que Don Diego Ramírez de Villaescusa había cesado en 1518 en la diócesis malacitana y había sido promovido a la de Cuenca.

[18] Doña Catalina de Castilla (1507-1578), que acompañaba a su madre en el encierro de Tordesillas hasta el año 1525, en que salió de él para contraer matrimonio con el rey de Portugal, Juan III.

[19] El marqués de Denia, Don Bernardo de Sandoval y Rojas, fue hasta 1536, junto a su mujer, el encargado por Fernando el Católico y Carlos I, de gobernar y vigilar la vida de la reina Doña Juana. Los comuneros le expulsaron temporalmente de su cargo y de Tordesillas, por entender que estaba cumpliendo sus deberes de forma harto violenta y miserable.

[20] Todo este episodio entre Doña Juana y Don Diego es puramente hipotético, pero arranca de algo cierto: Que la reina reclamó de los comuneros la presencia de su capellán, el Obispo de Málaga, así como de los consejeros reales, licenciados Polanco, Zapata y Aguirre.

[21] Texto de la misma, por ejemplo, en Joseph Pérez, Los Comuneros, citado en nota 1, pp. 200-206. Véase, Ramón Peralta, La Ley Perpetua de la Junta de Ávila (1520), edit. Actas, Madrid, 2010.

[22] Diego Ramírez de Villaescusa, o de Arellano, o de Fuenleal (1459-1537). Véase la breve nota biográfica en la página web de la Real Academia de la Historia, a cargo de Miguel Carrera Garrido, o la más extensa y jugosa, por Miguel Jiménez Monteserín, Diego Ramírez de Villaescusa, un clérigo honrado, letrado y honesto en Cuenca, www.cadenaser.com, entrada de 7 de enero de 2021. Sobre su actividad como presidente de la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, véase la obra de María de la Soterraña Martín Postigo, citada en la nota 2.

[23] No le duraría mucho la capitanía general a Pedro de Tovar, ya acreditado de levantisco en los desórdenes de 1517, derivados de la imposición a la villa por Cisneros de una leva y equipamiento a su cargo de 600 hombres de armas. Sería sucedido en el cargo por Juan (González) de Mendoza, en los momentos en que Valladolid -como se verá más adelante- se convirtió en la sede de la Junta General de las Comunidades.

[24] En realidad, aunque las tropas comuneras asediaban Medina de Rioseco a distancia de unas dos leguas, parte de las fuerzas realistas no se encontraban en la citada villa, sino atrincheradas en la zona de Villabrágima, enfrentadas a las comuneras, que tenían en dicha villa el cuartel general. Estas eran comandadas por Don Pedro Girón y las realistas por el Conde de Haro, hijo del Condestable.

[25] Antonio de Guevara (1480-1545), fraile franciscano menor, famoso escritor y eclesiástico que, a partir de 1528, fue obispo sucesivamente de Guadix y de Mondoñedo. Su discutida alusión al episodio que se refiere en este relato está recogida en la carta 48ª de sus Epístolas familiares, publicadas por vez primera en Valladolid en 1539 y 1541 (edición moderna, a cargo de la Real Academia Española, en Madrid, 1950-1952). Resumen del episodio y de la discusión acerca de su veracidad, en Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña, cit. en nota 4, pp. 115-118.

[26] La funesta decisión táctica de Pedro Girón -que se sepa, no obstaculizada por Acuña- ha sido considerada traición por unos y error de cálculo por otros. Véase, Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña, cit. en nota 4, pp. 118-122.

[27] De las 18 ciudades y villas castellanas con representación en Cortes, hubo en Valladolid procuradores de once: Toledo, León, Murcia, Salamanca, Toro, Segovia, Cuenca, Ávila, Zamora, Valladolid y Madrid. Faltaron pues los de Burgos, Soria, Guadalajara, Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada.

[28] En el caso de Cabezón, sería más correcto aludir a la villa, ya que el castillo fue derruido incontinente.

[29] Pedro González de Mendoza (1428-1495). El citado Colegio vallisoletano se concluyó en 1492. Tuvo, al menos, tres hijos, entre ellos el susodicho Don Juan (1487-1523), único del trío en no ser legalizado, al haber nacido con posterioridad al pertinente privilegio real.

[30]  Sobre la campaña de Acuña en Tierra de Campos, véase Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña, citado en nota 4, pp. 123-139.

[31]  Finalmente, en marzo de 1521, Pedro Las(s)o de la Vega y Guzmán (c.1492-1554) se pasaría a los realistas, aunque no recibiría un perdón real casi completo hasta 1526. Era hermano del gran poeta, Garci Laso de la Vega (c.1500-1536).

[32]  Es innecesario señalar que cuanto se recoge en el relato, sobre  relaciones entre Bernardino de Tercero y el obispo Acuña, o con Don Diego Ramírez de Villaescusa, es una mera licencia literaria.

[33]  Francisco López de Villalobos (1473-1549), famoso médico al servicio del rey católico, Fernando, que perdió el favor regio al ser entronizado Carlos I, que ya tenía sus propios galenos. A título de curiosidad, véase Narciso Alonso Cortés, Médicos Vallisoletanos, en Miscellanea Vallisoletana, tomo I, Valladolid, 1912 y sucesivos, pp. 432 y siguientes. Ha sido reeditado más modernamente por el Ayuntamiento de Valladolid: Narciso Alonso Cortés: Obra selecta (5 volúmenes), Valladolid, 2003-2005.

[34] Véase Manuel Danvila y Collado, Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla, seis tomos, M. Tello, Madrid, 1897-1899. Para esto, tomo 3º, pp. 102, 282 et alt. (accesible por Internet). Resumen en Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña, citado en nota 4, pp. 140-142.

[35] Francisco de Quiñones, fray Francisco de los Ángeles, (c. 1480-1540), obispo de Coria, General de la Orden Franciscana, cardenal (desde 1527), ejerció en ocasiones misiones diplomáticas o de legado del emperador Carlos V. Véase, Juan Messeguer Fernández, El padre Francisco de los Ángeles de Quiñones al servicio del Emperador y del Papa, Hispania, 1958, nº XVII, pp. 651​-687.

[36] Se calcula que la infantería comunera era de unos 6.000 hombres, por 8.000 de los imperiales. La caballería comunera era de entre 400 y 600 efectivos, por entre 800 y 1.000 la enemiga. Es innecesario referirse a la artillería, dado que no intervino en la batalla.

[37] Sobre los aspectos penales y procesales penales de la represión de los comuneros, véase: Ricardo M. Mata y Martín, La justicia penal en el levantamiento comunero de Castilla. Las ejecuciones de Villalar y otros episodios, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, vol. LXXIII, 2020, pp. 91-138 (accesible en Internet).

[38] Hoy, en la provincia de Guadalajara.

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