lunes, 18 de mayo de 2020

EN BUSCA DE LA JUSTICIA (I): LA BATALLA NAVAL DE LISSA


En busca de la Justicia (I): La batalla naval de Lissa


Por Federico Bello Landrove



     Nuevo acercamiento mío al género de la historia novelada, en tres relatos. Tres italianos imaginarios serán convocados para ayudar a impartir justicia en tres momentos muy significados de la Historia de Italia: la derrota de Lissa, dentro de su Tercera Guerra de Independencia (1866); el escándalo de la presunta bigamia del Ministro, Francesco Crispi (1878); los excesos sexuales de ciertos clérigos de la época de preparación de los Pactos Lateranenses (1929). Es posible que mis protagonistas no logren que se haga justicia pero, al menos, creo que entretendrán a ustedes y harán que aprendan algo de la Historia de Italia en aquellos tiempos.








1.      Se necesita un experto




     Las sesiones instructoras de la encuesta de la Marina de Guerra sobre la derrota de Lissa han concluido[1]. Los Auditores de la Armada acaban de cerrar esa fase del procedimiento con una decisión, cuya dureza pocos habrían imaginado, empezando por el Almirante investigado. A partir de ahora, queda abierta la posibilidad de que el derrotado comandante de la flota, Carlo Pellion di Persano[2], pueda ser acusado de hasta cinco delitos, a cual más grave: negligencia, ignorancia, desobediencia, cobardía ante el enemigo y alta traición. Y digo que existe la posibilidad de ser acusado porque el Almirante es Senador del Reino; por tanto, la Cámara habrá de dar autorización para proceder contra uno de sus miembros. En este caso, parece que no habrá problema, dado que el propio Senador, pese a la gravedad de los cargos que pueden imputársele, ha sacado a relucir su orgullo militar:

-          Pido a los honorables senadores -ha dicho en la Cámara- que concedan el suplicatorio para que pueda ser juzgado, y así resplandecerá la injusticia de las conclusiones de la investigación y la total corrección de mi conducta en la batalla del 20 de julio.

     Algunos senadores tuercen el gesto, no tanto por afecto hacia Persano, como porque, según la común interpretación de las leyes vigentes, será el pleno del Senado, constituido en Sala de Justicia, el tribunal ante el que habrá de desarrollarse el juicio y que dictará sentencia inapelable. Como ha susurrado el Presidente de la Cámara, el honorable Gabrio Casati, al oído del Vicepresidente Marzucchi[3]:

-          Te espera un juicio ingrato e interminable, querido Celso.

     Y es que, ante los conocimientos y prestigio de Marzucchi, Casati ha decidido delegar en su persona la presidencia del Senado cuando se constituya en tribunal de justicia para juzgar a los senadores. Marzucchi, por tanto, ya tiene bastante experiencia para presidir y dirigir los debates procesales, y no cree que la causa se le vaya a ir de las manos. Así pues, sonríe y contesta a Casati:

-          No dudo que será ingrato, pero ya me encargaré yo de que no dure ni un minuto más de lo que sea pertinente.


***


     El inicio de las sesiones del juicio se produce el 11 de octubre de 1866, en el Salone dei Cinquecento del Palazzo Vecchio de Florencia, a la sazón sede provisional del Senado italiano, hasta que Roma pueda convertirse de hecho en la capital de Italia. El presidente del tribunal, Marzucchi ha sido inflexible, cuando, días antes, ha recibido al Fiscal encargado del caso, Marvasi[4], y al defensor, Sanminiatelli[5], para darles algunas instrucciones:

-          Supongo que ustedes estarán muy interesados en plantear al tribunal numerosas cuestiones previas, a fin de anular o retrasar este juicio. Está claro que voy a ser inexorable en solucionarlas con rapidez. Y debe quedarles también paladino que no vamos a perder ni un solo segundo con temas políticos o cuestiones que afecten a personas distintas del acusado. A tal fin, he decidido que esta fase procesal no dure más de tres sesiones.

     Marvasi, más aplomado y conocedor de Marzucchi, le pregunta con ironía:

-          Perdón, señor presidente, ¿se refiere a sesiones, o a días de sesión?

     Marzucchi le contesta en el mismo tono:

-          Si hay sesiones de mañana y de tarde, contarán como una sola; pero dudo mucho de que los honorables senadores tengan edad y tiempo como para ocupar con este asunto el día entero.

     A la salida, Marvasi toma del brazo a Sanminiatelli y le susurra:

-          Te anticipo que tengo para tu defendido una buena noticia, pero no estoy en condiciones de hacérosla saber hasta que presente mi acta de acusación.

     El abogado defensor adivina por dónde pueden ir los tiros, cuando aventura:

-          Cualquier benevolencia de tu parte será bien recibida, aunque tampoco sería nada del otro mundo: Si te presentas ante el Senado sosteniendo el disparate de la alta traición, con su secuela inexorable de pena de muerte, pondrás al tribunal en tu contra. Los senadores no son jurados populares, que disfruten mandando a la horca o al fusilamiento a los acusados.

     Esa misma tarde, Sanminiatelli tiene una reunión con el conde Persano, para informarlo de los últimos eventos. El almirante mantiene su particular pose, estirada y distante.

-          Excelencia -expone ceremoniosamente el abogado-, cuanto más se acerca el juicio, más me preocupa mi general ignorancia de las normas y de las conductas militares. Pienso si no sería oportuno contar con uno o dos marinos avezados en estos temas.

-          ¿Y qué soy yo, un barbero? -le replica desdeñosamente Persano. Hace semanas que le facilité un ejemplar de mi batalla de Lissa[6]. Y cualquier duda que tenga al respecto, me la pregunta y en paz.

     Sanminiatelli no quiere polemizar, pero está harto de la prepotencia de su cliente:

-          Lo cierto, almirante, es que tengo, no una, sino dos batallas de Lissa: la suya y la de ese capitán anónimo, que levantó tanta polvareda[7]. Y, la verdad sea dicha, parece que cuentan combates diferentes, de lo dispares que son sus puntos de vista y sus conclusiones.

     Persano está a punto de explotar. De estar en otro ambiente, tal vez habría castigado a su defensor a pasar por la quilla:

-          Ese anónimo cobarde, que tiró la piedra y escondió la mano, no es otro que el capitán del Ancona, Piola Caselli[8], quien, por lo visto, es más diestro clavando la pluma que el espolón de su barco.

     El abogado insiste:

-          Por experiencia de muchos años, sé que el abogado y su defendido deben tener una mutua confianza, pero no una servil dependencia. Nadie es buen juez de sus propios actos; tanto más, si se juega en ellos tanto como Su Excelencia. Déjeme incorporar al equipo de la defensa a un experto independiente. De otro modo, Conde, me veré obligado a abandonar su defensa.



Almirante Carlo Pellion, Conde de Persano



     Persano recoge velas y, dando por hecho que tendrá que aceptar el consejo del defensor, aduce:

-          En Ancona, entre todos aquellos ineptos lobos de la Auditoría, había uno que, dentro de lo que cabe, me trató con cierto respeto y repartió las culpas con mis subordinados y el Ministerio. Se llama Mario Ruggeri.

-          Perfecto, responde Sanminiatelli. Me pondré en contacto con él, a ver si se presta a ayudarnos.

     Ruggeri resultó ser un auditor general de la Armada, jubilado, que había sido sacado de su retiro para presidir el equipo de auditores, en vista de la categoría personal del encausado y de la relevancia del asunto. Recibió a Sanminiatelli en su casita familiar de la via Eremitani de Padua. Escuchó atentamente lo que el defensor venía a ofrecerle y, luego, se disculpó muy razonadamente:

-          Comprenderá usted que no pueda aceptar el encargo, después de haber formado parte, tan destacada como inútil, en la investigación oficial de lo de Lissa, cuando mis más jóvenes y exigentes colegas ni se inmutaron al calificar al poco competente Persano de traidor y cobarde, nada menos. Como ve, parece que no tengo éxito a la hora de convencer a los demás de la validez de mis puntos de vista. Por otra parte, Persano es -y usted disculpe- un engreído incapaz de llegar a un acuerdo de mínimos sobre sus indudables responsabilidades, y eso es algo que no estoy en actitud de tolerar: Cuando declaró ante nosotros en Ancona, solo le faltó solicitar por su desempeño en la batalla otra Gran Cruz que prender de su pecho. Así que siento que haya hecho usted el viaje en vano, que hay una tiradita hasta aquí desde Florencia.

-          No he perdido nada, sonrió Sanminiatelli, pues he tenido una clara constancia de sus puntos de vista acerca de mi defendido y eso, viniendo de alguien tan experto y objetivo, será para mí muy útil.

     En mitad del gesto de incorporarse del sillón, Ruggeri quedó suspenso y volvió a arrellanarse, para sorpresa de su Interlocutor:

-          Avvocato, preguntó, ¿no ha pensado usted en nadie para ocupar el puesto de consultor y experto, en el caso de rechazarlo yo?

-          En efecto. Estoy in albis del tema y no creo que Persano sea buen informador a este respecto.

-          Pues, siendo así, creo que puedo ofrecerle un nombre de toda garantía. Se trata de un primer teniente de navío, que me produjo una impresión excelente cuando declaró sobre el caso. Además, como tercer oficial de la María Pía, fue un testigo presencial de los hechos, del que le aseguro una actuación espléndida ante el Senado, si lo propone usted como tal.

-          ¿Cómo podré ponerme en contacto con él? ¿Y qué le hace pensar que aceptará el encargo?

     Ruggeri respondió muy convencido:

-          Después de la firma de la paz, el Teniente ha conseguido una plaza de profesor en la Sección genovesa de la Regia Escuela de Marina[9], desde donde me mandó un saluda hace unos días. Deje que sea yo quien le escriba, exponiéndole el objeto de su petición. Y estoy seguro de que, si no lo encuentra incompatible con la atención a sus clases, aceptará asesorarle, a ruego mío. Le daré sus datos, para que sea él quien contacte con usted.

-          De acuerdo, Auditor General. No obstante, ¿podría decirme su nombre?

-          Teniente Orsenigo. Ahora mismo no recuerdo su nombre de pila.






2.      Teniente Orsenigo, a su servicio




     Afortunadamente para el agobiado defensor, pasadas las tres intensas sesiones dedicadas a tratar de las cuestiones preliminares, el Senado ha decidido tomarse las cosas con calma, quién sabe si aleccionado por otras altas instancias. Lo cierto es que, al concluir la última de las tres sesiones, el presidente Marzucchi ha cerrado la audiencia con estas palabras:

-          Esta Sala de Justicia resolverá sobre todas las cuestiones previas presentadas, en las próximas semanas. Tengan las partes un poco de paciencia, pues los temas que nos han propuesto son diversos y complejos y queremos estudiarlos con el detenimiento que merecen. Les haremos llegar por escrito a sus procuradores nuestra resolución. Será entonces cuando fijemos una fecha para reanudar la vista de la causa, con la requisitoria del señor Fiscal.



Celso Marzucchi

     En realidad, las cuestiones previas no parecen tener mucha enjundia. En experta y pesimista expresión del abogado defensor, están de antemano condenadas al fracaso. Pero algo hay que alegar, para justificar la postura procesal que se defiende y para que, aunque no se logre un éxito inmediato, los argumentos vayan calando en el tribunal o, como él dice, ablandándolo. La verdad es que el pesimismo de Sanminiatelli estaba justificado, en la medida en que, ante una sala abarrotada de público y de periodistas, el expeditivo Marzucchi había pronunciado, más o menos, estas palabras:

-          Antes de que los señores Fiscal y Defensor presenten sus alegaciones, quiero recordarles que este es un juicio que se celebra ante el Senado, constituido en Sala de Justicia, con un único procesado, el Almirante Carlo di Pellion, conde de Persano, y por un único hecho, su desempeño como Comandante de la flota del Reino de Italia, desde el inicio de la pasada guerra contra el Imperio Austriaco, hasta el retorno de los barcos a puerto, después de la batalla de Lissa. El Senado no es competente para enjuiciar a otras personas, ni este proceso comprende otros hechos que los antes expresados. En consecuencia, es mi deber no permitir a las partes que pretendan ampliar este juicio más allá de lo indicado. Seré inflexible en el cumplimiento de tal deber y, para el caso muy improbable de que lograre alguna de las partes ir más allá de lo procedente, el Senado se percatará de ello al estudiar las alegaciones y rechazará el planteamiento de las cuestiones impertinentes.

     Con todo y con eso, Sanminiatelli no se había arredrado, sino que había comenzado su exposición formulando una protesta, por el hecho de que, al lado de Persano, no se juzgara a los dos contralmirantes que, de forma tan inadecuada y desobediente, lo habían secundado en Lissa. De manera muy comedida, para el gusto de su defendido, el abogado había presentado así la protesta:

-          Imaginen los honorables senadores que los contralmirantes al mando de dos de las tres secciones de la flota se hubiesen comportado de manera deficiente, desobedeciendo, incluso, las órdenes recibidas de Persano: ¿Sería justo que este hubiera de cargar en sede penal con las responsabilidades de sus colegas? Pero imaginen por un momento que el Almirante único acusado, pretendiendo repartir con otros su responsabilidad, o exonerarse de toda ella, cargara contra la profesionalidad y el honor de sus compañeros ausentes del proceso: ¿Sería justo que los contralmirantes no estuvieran en posición de rebatirlo y de defenderse incontinente? Estoy seguro, Excelencias, de que nadie, ni siquiera los propios ilustres marinos a quienes se les cierra el acceso a la causa, encontrarían razonable tal exclusión del reconocido principio de corresponsabilidad penal y, por consecuencia, del de acusación procesal conjunta a una pluralidad de personas.

     La inmediata réplica de Marzucchi no dejó lugar a dudas, pero sí dejó flotando en la Sala una implícita amenaza, que acabaría por hacerse realidad:

-          Señor abogado defensor, su protesta queda registrada, pero no le autorizo a que continúe explicándola por más tiempo. Usted sabe perfectamente que esta Sala de Justicia es competente para juzgar al almirante Persano por la única razón de que es Senador en ejercicio, circunstancia que no concurre en los otros dos ilustres marinos a que viene refiriéndose. Por consiguiente, se excede usted al concluir que su ausencia del proceso signifique para ellos la impunidad. Por el contrario, tiene un solo y único significado: que, de ser responsables, se les tomará en su día cuenta de sus actos, pero por otros tribunales o instituciones distintas de esta, que tiene limitadas por la Constitución sus facultades de juzgar y, en su caso, de condenar.

     Y el Presidente concluyó con esta sugerencia, un tanto irónica:

-          Y si tanto le interesa que los contralmirantes aludidos puedan verse colocados en una supuesta indefensión, puede traerlos ante nosotros como testigos, que muy gustosamente escucharemos cuanto tengan que decirnos. Naturalmente, ni el Fiscal ni la defensa tomarán mi observación como improcedente sugerencia, pues todos sabemos que ambas partes ya pensaban proponer a esos dos ilustres marinos dentro de sus respectivas listas de testigos.

     Fuera de ese conflictivo tema de presentar aparentemente a Persano, si no como el único, sí como el primero en ser juzgado en solitario, el resto de los argumentos previos de Sanminiatelli habían tenido poco recorrido, como él preveía y el fiscal Marvasi se encargó de resumir de forma lapidaria:

-          No hay forma más fácil, y menos útil, de eludir responsabilidades que la de afirmar que no había normas aplicables al caso, ni procedimiento adecuado para juzgarlo. El defensor ha hecho uso de ambas -estoy convencido de que sin fruto- en clara contradicción con su propio defendido pues, si nos hallásemos en un mundo sin normas penales ni procesales, ¿qué sentido tiene que el almirante Persano haya pedido al Senado que levantase su inmunidad para poder defenderse ante toda Italia? ¿O es que nos ha tomado el pelo a todos?

     El Almirante reaccionó ante tales palabras de una forma tan viva, que Marzucchi le aconsejó mantener la compostura y al Fiscal, que moderase la forma de expresión.

     Con todo, el defensor alegó la existencia de una situación de alegalidad, dado que la norma de comportamiento militar, que constantemente se aducía como pauta de conducta, eran las Ordenanzas de la Armada aprobadas para el Reino de Cerdeña, en los ya lejanos tiempos del rey Carlos Félix[10], las cuales no habían sido confirmadas como ley por el Reino de Italia, ni recogida su validez por una ley italiana posterior a la Unificación. Y, en cuanto a los problemas procesales, Sanminiatelli aludió a la circunstancia de que el Senado carecía de reglas de procedimiento para los casos en que actuaba como Sala de Justicia, si bien aclaró que:

-          En un orden estrictamente procesal, mi defendido y yo mismo estamos seguros de que, con normas y sin ellas, el Senado llevará el caso con la imparcialidad y el respeto al derecho de defensa, que siempre lo han caracterizado.

     En ese momento, Marzucchi había hecho un ademán, como preguntando:

-          Entonces, señor abogado, ¿para qué demonios plantea usted esta cuestión de nulidad de la causa?

     Digamos, para concluir el tema, que el Senado rechazó todas las cuestiones preliminares planteadas, sin dejar ninguna para sentencia, y fijó la fecha del jueves, 10 de enero de 1867, para que el Fiscal presentase en audiencia pública su acusación o requisitoria en la causa. Ello proporcionó a la defensa el tiempo preciso para comunicar con el teniente Orsenigo y a este, el de volver a reflexionar sobre el asunto, ya que -como él mismo decía- estudiarlo, lo que se dice estudiarlo, ya lo tengo hecho de meses atrás. Veamos brevemente cómo se desarrollaron los acontecimientos, hasta llegar al día en que el Senado reabriría la tramitación formal del proceso.


***




Disposición inicial de las flotas en la batalla de Lissa (20-7-1866)



     Orsenigo recibió de no muy buena gana el ruego del auditor general Ruggeri, para que se pusiera a disposición de Sanminiatelli, a fin de asesorarlo en las cuestiones navales que suscitaba la batalla de Lissa y el previo comportamiento de Persano. La verdad es que la invitación era de lo menos comprometida. Decía Ruggeri:

     Estoy sinceramente convencido de que al Almirante se lo trató injustamente por la Auditoría, olvidando en exceso varios de los principios que esta tuvo siempre a gala respetar: tener en cuenta la previa situación de la Armada que, a última hora, se pone bajo las órdenes de un Comandante; constatar el nivel de cooperación y de obediencia que con el Comandante hayan tenido los jefes de secciones y los capitanes de las naves; valorar las derrotas en términos de diligencia y conocimientos propios y de las capacidades del adversario; respetar los principios de buena fe y presunción de inocencia. Aplicando esos principios, yo jamás habría dicho de Persano que fuese un traidor ni un cobarde, ni que hubiese desobedecido al Gobierno ni al Ministro de la forma clara y abierta que este delito suele exigir. Usted bien sabe que es esa mi forma de pensar y creo que coincide con la suya, según expresó ante la Auditoría Naval en su testimonio. Y opino que de eso se trata: De hacer ver al avvocato Sanminiatelli, con todos los datos que la ciencia y la táctica naval ofrecen, las líneas de responsabilidad y de posible defensa que tenga el caso Persano, siempre dentro de los términos de la objetividad y de la técnica militar…

     Como el curso estaba empezando en la Academia Naval, Orsenigo decidió aprovechar para dejar resuelta cuanto antes su participación en la defensa de Persano. Se puso al trabajo y, en apenas un par de días, concluyó un breve, pero completo, informe sobre el estado de la flota italiana, el intento de asalto a la isla de Lissa y el posterior desarrollo de la batalla naval; todo ello, acompañado de cinco croquis: uno de la isla y de su puerto principal, San Giorgio, y cuatro acerca de las sucesivas posiciones de los barcos de ambas escuadras en diversos momentos de la batalla. En el texto principal, que mandó telegráficamente, anunciando la remisión postal del resto, indicaba:

     Cúmpleme decirle que acepto exponerle mi punto de vista sobre la campaña del Adriático del pasado verano, como oficial participante en ella y como experto en historia naval, que puede ofrecer un juicio crítico sobre la flota italiana y su desempeño, al mando del almirante Persano. Lea usted cuanto por correo le envío, digiéralo y, una vez hechas tales cosas, podrá estar en condiciones de hacerme preguntas y solicitar aclaraciones concretas, así como de apuntar algunas respuestas y conclusiones sobre posibles responsabilidades del Almirante. Para todo eso, recelo del telégrafo y del correo, considerando preferible que viaje usted hasta Génova para entrevistarse conmigo, de la forma reservada que, por ahora, corresponde a mi estimación de nuestras relaciones procesales.

     Ni que decir tiene que tan extenso telegrama creó en el abogado una expectativa emocionada, no solo por la validez del contenido postal, sino también por la preocupación de que la carta se extraviara o fuese interceptada. No fue así, por fortuna, y cinco días más tarde llegó a manos de Sanminiatelli el envío esperado, cuyo contenido devoró, por más que se le hubiera recomendado una digestión pausada. Se quedó asombrado: En apenas siete folios y cinco dibujos, aparecía vívida y neta ante sus ojos, toda la campaña, con el estado y características de los buques; los periplos realizados; las labores de mejora de todo tipo intentadas; las principales comunicaciones y reuniones habidas entre los mandos -que, sin duda, Orsenigo había conseguido gracias a alguna mano amiga en la Auditoría-; los fracasados intentos de desembarcar en Lissa a los infantes de marina, para tomar desde tierra la isla; los movimientos de ambas flotas y los combates entre sus barcos; la pasividad de muchos de los buques italianos en la batalla; los sucesivos hundimientos de dos de ellos -tres, contando el tardío del Affondatore-, con el resultado de trescientas víctimas mortales; finalmente, la retirada de ambas flotas del lugar del combate, así como el confuso primer informe de Persano al Ministro de Marina, que hizo creer a este que Lissa había constituido la victoria italiana que salvaría el honor del país, tras la lamentable derrota terrestre de Custoza[11].

     Aunque el defensor todavía no tenía en su poder el acta acusatoria del Fiscal, dio por bueno que esta contendría los cinco delitos sugeridos por los auditores y, conforme a ese esquema, fue colocando los hechos y los datos que Orsenigo le ofrecía. Pronto constató que su abundancia era abrumadora, en lo referente a rechazar el delito de alta traición. El de cobardía frente al enemigo tenía precisamente en el primer teniente una referencia fundamental, puesto que en su informe podía leerse:



Ariete acorazado Affondatore, que entró en servicio en junio de 1866


     La pirofragata Maria Pia, tan pronto recibió el aviso por parte del Esploratore de la cercanía de la flota austriaca, salió inmediatamente a su encuentro, sola, por hallarse a la sazón en posición avanzada a la entrada de la base naval de Ancona. Es cierto que, en cuanto el Almirante se percató de nuestro propósito de trabar combate, nos envió con un cañonazo la señal de no proseguir hacia el enemigo; pero buena parte de los oficiales y de la tripulación, incluidos el capitán, Evaristo del Carretto, y yo mismo, pudimos comprobar sin lugar a dudas que los austriacos habían llegado hasta Ancona con el único propósito de determinar el número y calidad de nuestras unidades, hecho lo cual, se retiraban en dirección norte, a dos tercios de máquina y sin propósito de trabar combate. Por otra parte, según pude informarme por conducto de Carretto, en la conferencia de altos oficiales que Persano convocó a última hora del mismo día, 27 de junio, todos los asistentes -es decir, los dos contralmirantes y los capitanes de los barcos, menos dos ausentes- manifestaron su acuerdo con el almirante, por entender que nuestras fuerzas habían sido sorprendidas en plenas labores de carboneo, reparación y aprovisionamiento, lo que las hacía mucho menos eficaces de lo que podrían serlo días después. No obstante, por si el enemigo regresaba, Persano tomó amplias providencias para que la flota pudiese estar en debidas condiciones de zarpar, en no más de tres horas desde que nuestros avisos colocados fuera de la bahía diesen la voz de presencia de barcos sospechosos a la vista. Desde ese momento, hasta el 8 de julio en que nuestra flota abandonó el puerto de Ancona, no hubo presencia de buques austriacos en las inmediaciones, ni se dio aviso ninguno de su cercanía. De todo lo cual, deduzco que una eventual acusación de cobardía ante el enemigo se basa en la falsa información de que los austriacos hubieran comparecido ante Ancona en plan retador, cuando lo hicieron con el objetivo y por el tiempo mínimo para percatarse de nuestra presencia allí y de las fuerzas a que, en su día, tendrían que enfrentarse. Tegetthoff[12] consiguió sus objetivos previos y no quiso tentar la suerte, pretendiendo ese día más.

     Prosiguiendo con las acusaciones de las que Persano tendría que defenderse, la siguiente en orden de gravedad era la de desobediencia al Ministro de Marina, Depretis, quien, en nombre del Gobierno, supuestamente había urgido a Persano a abandonar el seguro de Ancona y trabar combate para dejar el Adriático despejado de enemigos, para bien de la marcha de la guerra y mejora de las eventuales condiciones de paz. Si es que el Almirante había sido desobediente, lo habría evidenciado en uno de estos momentos, o en ambos: 1º. Durante su permanencia con la flota atracada en Ancona, entre el 25 de junio y el 8 de julio, desoyendo las insistentes llamadas de hacerse a la mar y buscar al enemigo. 2º. En su llamativo crucero arriba y abajo del Adriático, entre el 8 y el 13 de julio, con regreso incluido a Ancona, donde permaneció hasta el día 17, sin hacer caso de las desesperadas llamadas del Ministro, quien incluso viajó personalmente hasta Ancona y amenazó a Persano con destituirlo, si proseguía con su desinterés en el combate. Ciertamente, una condena por desobediencia ya no implicaría, en modo alguno, la ejecución del Almirante, pero sí podría suponerle una larga estancia en prisión. La defensa de ese delito tendría que convertirse en el caballo de batalla del avvocato. Y a decir verdad, Orsenigo parecía mostrar el camino para salir de la acusación en cuanto a los días de la primera estancia en Ancona -del 25 de junio al 8 de julio-, pero ofrecía escasas posibilidades de librarse, en lo relativo a la conducta de Persano entre el 8 y el 17 de julio. Cuando hablase con el Primer Teniente, habría de pedirle aclaraciones al respecto.

      De los dos delitos menores -negligencia e ignorancia o error inexcusable en el ejercicio del mando en combate- Sanminiatelli consideraba poco menos que un milagro evitar la condena a su defendido; un milagro que, si acaso, tendría que pedir, no a Santa Bárbara, sino al Ministro de Marina, si es que tenía la fortuna de que, en los momentos finales del juicio, se encontrase fuera del cargo el desobedecido Depretis, que había quedado hasta la coronilla de Persano, como se puede comprender. Pero, hasta llegar allí, habrían de pasar varios meses y, en política italiana, unos meses son casi una eternidad.

     Así que, el Defensor escribió días después a Orsenigo, loando su trabajo como era justo hacerlo. Le proponía también un encuentro en Génova para lo antes posible y ya apuntaba algo que el Teniente hubo de aceptar a regañadientes, porque era su deber cívico: acudir a la llamada del Senado, para declarar como testigo de la defensa en el juicio contra Persano. Ya veremos en su momento el éxito moral que ello supuso para el profesor ayudante de Historia de la Guerra en el Mar, asignatura que él definía en broma ante sus alumnos como una de las más antiguas y acreditadas manifestaciones de la incompetencia militar.



Visión ideal del contralmirante Tegetthoff en la batalla de Lissa (gentileza de alamy stock photo)



     A la carta de Sanminiatelli respondió brevemente Orsenigo, señalando que:

     Creo que debemos posponer cualquier encuentro personal hasta el momento en que el Fiscal haya presentado su acusación y, por tanto, sepamos con seguridad los hechos que imputa al Almirante y la calificación jurídica que los da…

     Y, en cuanto a su sugerencia de que yo deponga como testigo de la defensa, excede de los límites de los acuerdos a los que llegó con el auditor general Ruggeri y conmigo mismo. De persistir en tal empeño, le adelanto que habré de entrar en la sala como testigo de la defensa, pero saldré de la misma como testigo del tribunal ante la nación italiana: es decir, habiendo cumplido a conciencia con mi deber de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… No sé si eso satisfará a su patrocinado, ni tampoco a usted. Por eso se lo advierto formalmente.






3.      El desarrollo del juicio




     El 10 de enero de 1867 presentó el fiscal, Diomede Marvasi, su esperada requisitoria. Como Sanminiatelli esperaba, la alta traición había desaparecido de entre los delitos a valorar, lo que alejaba mucho la amenaza del pelotón de fusilamiento. Los otros cuatro delitos se mantenían en liza, incluido el muy grave de cobardía frente al enemigo, que se concretaba en el hecho de no haber salido de Ancona el 27 de junio, cuando la flota austriaca llegó hasta allí en plan desafiante. La desobediencia -como era de prever- se fundaba en dos hechos, separados por varios días: el retraso en partir de Tarento y en navegar hasta Ancona, una vez iniciada la guerra el 20 de junio; y no haber observado la Instrucción Ministerial de 7 de julio, que imponía poner rumbo hacia el enemigo y tratar de echarlo del Adriático, en vez de lo cual, la flota italiana se había limitado a realizar un zigzagueante periplo por dicho mar entre el 8 y el 13 de julio, en que volvió a fondear en Ancona durante otros cuatro días. Finalmente, una serie de tres hechos soportaba la acusación por ignorancia y negligencia ante el enemigo: 1º. Graves incorrecciones en la tentativa de desembarco en la isla de Lissa, los días 18 y 19 de julio, no preparando tampoco de manera conveniente el inminente combate naval de la jornada del 20. 2º. Haberse trasladado Persano de su buque insignia, el Re d’Italia, al acorazado Affondatore, una vez iniciada la batalla, la cual comandó de manera imperita, sin dirigir acertadamente los movimientos de su flota, hasta el punto de no haber hundido un solo barco enemigo, ni siquiera el poderoso Kaiser que, gravemente averiado, pudo retirarse del combate y refugiarse en Lissa, sin que nadie se lo impidiera. 3º. Tras los serios reveses sufridos hasta las 14:30 horas del día 20, y pese a seguir contando con fuerzas suficientes, no haber sabido reanudar el combate ni querido dar caza a los austriacos, que se retiraban al puerto de San Giorgio, satisfechos con lo conseguido hasta entonces.

     El Defensor presentó, por cubrir apariencias y alargar un poco más esa fase intermedia, la protesta de que el escrito del Fiscal no respetaba el reconocido principio procesal de que los mismos hechos no podían ser objeto de una doble incriminación. El avvocato entendía que Marvasi había de optar para cada hecho entre calificarlo de una forma o de otra, pero no de dos. En último extremo, podría formular una calificación alternativa, es decir, este hecho constituye este delito o este otro, pero no tal delito y tal otro. Como era de esperar, el tribunal rechazó la objeción, por entender que, para esta fase inicial del juicio, los hechos habían quedado perfectamente individualizados y, de su mera lectura por un profesional del foro, podía deducirse qué delito integraba cada uno de ellos. En consecuencia, el Senado urgía al Defensor a presentar su relato de hechos y petición de condena o absolución, de manera inmediata.

     En realidad, Sanminiatelli, alegando indisposición, había comparecido ante la Sala a través de un colega que lo ayudaba en el juicio. Con el escrito de Marvasi en la cartera, había salido a la estación telegráfica más próxima a su oficina, entrando de ese modo en contacto inmediato con Orsenigo. Este, molesto por recibir un telegrama en medio de una clase sobre la batalla de Trafalgar, se limitó a contestar: Recibida requisitoria. Enviaré argumentos para contestarla esta misma tarde.



Vista actual del Salone dei Cinquecento, preparado como salón de conferencias

     El arsenal de réplica aportado por Orsénigo volvió a parecer a Sanminiatelli suficiente para rechazar la acusación de cobardía; bastante para rechazar la de desobediencia en uno de sus puntos, y nulo en lo tocante a impugnar la impericia y errores crasos de Persano. Disponía de muy pocas horas para comparecer ante el tribunal con su calificación en la mano; además, compartía de corazón la postura de Orsénigo, aunque se viese obligado formalmente a pedir la absolución del Almirante. En consecuencia, hubo de presentar una argumentación en los mismos términos sugeridos por el Primer Teniente. A fin de cuentas -se dijo- salvaremos el pellejo del Conde.

-          ¿Ya ha superado el Defensor su indisposición de ayer?, preguntó con cierta sorna el presidente Marzucchi, al comenzar la sesión.

-          Me encuentro mucho mejor, gracias, respondió Sanminiatelli. En todo caso, espero se me disculpe si, por desarreglos de salud, pueda cometer algún error de poca monta.

-          No se preocupe, avvocato, replicó el Presidente. Todos los daríamos por contentos si solo cometiésemos errores de poca monta. Proceda pues a la lectura de sus conclusiones.

     Haciendo un breve resumen del argumentario de fondo en el escrito del Defensor, podemos destacar los puntos siguientes: A) La flota italiana, pese a su estado y dificultades, se hizo a la mar desde Tarento el 21 de junio, es decir, al día siguiente de la declaración de guerra a Austria, sin que ni siquiera hubiese recibido orden concreta de zarpar; con todo, ya informó al Ministerio de Marina de que quedaban atrás dos barcos por hallarse en condiciones imposibles de navegación; como también avisó de que la marcha habría de ser lenta, dadas las dificultades que la armada padecía, con una duración estimada de cinco días para llegar a Ancona, a una velocidad media de cinco nudos. B) La presencia austriaca ante Ancona del día 27 de junio, más que un desafío, fue una acción de reconocimiento, como lo prueba el hecho de retirarse cuando el Maria Pia fue contra ellos; de hecho, todos los comandantes presentes en la reunión de ese mismo día decidieron, de forma unánime, no intentar dar caza al enemigo. C) Es completamente falso que nuestra escuadra estuviera lista el 27 de junio, siendo así que, los días 6 y 7 de julio, todavía se exponía al Ministro que no estaba en condiciones, así como los motivos de ello. D) Ante todo, ni el Ministro de Marina, ni el Gobierno, dieron instrucciones concretas hasta el 7 de julio, ni tampoco hicieron oposición a las decisiones que Persano iba tomando; aun siendo cierto que la orden general -más bien, el objetivo propuesto- era el de que había que desembarazar el Adriático de naves enemigas, se recogían ciertas salvedades y, en todo caso, se seguía manteniendo Ancona como base. El defensor terminaba solicitando la absolución de su patrocinado y proponía una prueba testifical, en la cual figuraba el Primer Teniente Raimondo Orsenigo, de la Escuela Naval de Génova. Para darle tiempo de viajar hasta Florencia, tan pronto concluyó la corta audiencia de aquel día, Sanminiatelli le envió el siguiente telegrama:

     Propuesto como testigo. Prepare viaje inmediatamente pues verdadero juicio empieza mañana y orden declaración testigos no es muy riguroso. Saludos, Sanminiatelli.

     El prudente Orsenigo ya había tomado algunas precauciones ante tal eventualidad. Daba la feliz casualidad de que el capitán de navío Brunamonti, director de la sección genovesa de la Academia, era un furibundo defensor de la inocencia de Persano, a quien admiraba por su desempeño como Ministro de Marina, cuando -según su forma de hablar- había creado la Regia Marina, como una madre da a luz a sus hijos. Al dejar caer en su presencia que tal vez sería llamado a declarar por el defensor del Almirante, le espetó:

-          Avanti, Savoia![13] Tiene a su disposición mi carruaje oficial. No va a ir en la diligencia, desluciendo su uniforme.

     Así que, tan pronto recibió el telegrama de Sanminiatelli, fue a pedirle el oportuno permiso, aunque todavía no hubiese llegado la citación del Senado:

-          Ponte inmediatamente en camino -ordenó Brunamonti-, que esos políticos son capaces de retrasar el envío para fastidiar al Almirante. Ahora mismo doy orden de que preparen mi coche y te recoja cuando y donde digas, a ti y a tu equipaje.

-          No es necesario, señor -objetó Orsenigo-. Me he enterado de que sale un avviso esta tarde de La Spezia a Livorno. Puedo tomarlo y luego, de Livorno a Florencia…

-          ¡¿Estás loco?!, rugió el Director. Dame inmediatamente tu dirección de Génova y…

-          No será necesario, señor. Me he tomado la libertad de tener un par de maletas preparadas aquí mismo, en la Academia.

-          ¡Buena idea!, concedió Brunamonti. Entonces puedes estar en la Capital antes de la noche… Y cuando acabes con la declaración, no tengas prisa en volver. Me avisas y esperas a que te mande otra vez transporte. ¿Estamos? ¡Es una orden!

     El Primer Teniente se cuadró, saludó y se dispuso a salir del gran despacho. El Director también se levantó, fue tras él y lo cogió fuertemente por el antebrazo:

-          ¡Cómete a los senadores como tú sabes! Y saluda de mi parte al Almirante. Le presentas mis respetos y, por si no se acuerda, le indicas que serví a sus órdenes en la campaña de 1860.

     Al quedar por un momento frente a frente con Brunamonti, Orsenigo notó que le brillaban intensamente los ojos. Aunque no era precisamente un admirador de Persano, no dejó de emocionarse también él un poco y pensó: ¡Cuánto me gustaría que alguien se acordase así de mí en la desgracia!


***


     Si yo digo que la declaración del primer teniente Orsénigo fue el momento más elevado y respetable del largo juicio contra Persano, pensarán ustedes que con qué derecho lo afirmo si, a fin de cuentas, yo no estuve allí. Por eso, me he molestado en localizar un ejemplar del cotidiano La Nazione de Florencia[14], correspondiente al día 18 de enero de 1867, en cuya página tres podía leerse una amplia referencia del testimonio de Orsénigo, bajo los siguientes titulares:

La batalla de Lissa reprodujo fielmente la táctica de la de Trafalgar

Un teniente de navío, profesor en la Academia de Génova, asegura que más de la mitad de los barcos de nuestra flota fueron meros espectadores del combate

     En la sesión de la tarde de ayer del juicio contra el almirante Persano, se produjo un hecho insólito. Por vez primera, podía cortarse el silencio, mientras hablaba durante tres horas un -si se nos permite- simple teniente de nuestra escuadra, quien había comenzado su exposición reconociendo el hecho de que había sido testigo del combate de Lissa, pero testigo en el más estricto sentido, puesto que la división de que su barco formaba parte, se movió tan descoordinadamente que, al comienzo de la batalla, rebasó por la parte de tierra los navíos austriacos y no fue capaz de virar hacia el enemigo y combatirlo. Y eso -agregó- que la lucha duró otras cuatro horas más, periodo durante el cual, más de la mitad de nuestros barcos permaneció al sur o al norte de la zona de combate, donde, con una razonable coordinación, la casi totalidad de los buques enemigos daban buena cuenta, a cañonazos o con sus espolones, de la decena escasa de los nuestros, que supo combatir con mejor o peor suerte. Fue algo muy parecido -dijo- a lo que sucedió en Trafalgar, cuando la flota inglesa, merced a tomar una formación percutiente, rompió la línea adversaria y trabó combate con toda su fuerza contra lo más granado de la enemiga, mientras el resto de esta era incapaz de maniobrar para cerrar las líneas. En el más absoluto silencio, el teniente Orsénigo añadió: Claro que hay dos diferencias esenciales entre Trafalgar y Lissa. La primera, que el vicealmirante Tegetthoff es un ilustre marino pero, desde luego, no es Horacio Nelson. Y la segunda, más importante aún, que en Trafalgar los buques habían de maniobrar conforme a la fuerza y dirección del viento, mientras que en Lissa todos ellos tenían un motor impulsado por el carbón… y por la voluntad humana. Se produjo una interrupción, hasta que el Defensor formuló la siguiente pregunta: Obviamente Nelson fue más grande de lo que lo es Tegetthoff pero ¿opina usted que Persano se mostró peor o mejor almirante que el francés, Villeneuve? La respuesta caló hondo en los senadores: Ni uno ni otro estuvieron a la altura de su gran momento pero, desde luego, Villeneuve fue bastante mejor obedecido y secundado por sus subordinados…

     El Fiscal, comprendiendo que se las tenía con un testigo sincero y respetado, trató de convertirlo en perito, pidiéndole su opinión acerca de la existencia, o no, de desobediencia, error grave o negligencia en la conducta de Persano, pero Orsenigo no entró en el juego, recordando que no era él, como testigo, quien tenía la misión de subsumir los hechos en las Ordenanzas de la Marina, sino la de exponerlos con la máxima veracidad y precisión, lo que creía haber hecho ya. Y, comoquiera que el señor Marvasi insistiera, el Teniente solicitó el amparo del tribunal, que le fue inmediatamente concedido, declarándose impertinentes las sucesivas preguntas de ese tenor…

     Al retirarse el teniente del estrado de los testigos, el Presidente Marzucchi le rogó que tomase asiento en la sala hasta el momento en que concluyera la sesión del juicio, permaneciendo seguidamente a sus órdenes. Así lo hizo, haciéndole un hueco a su lado el ilustre diputado y profesor de Pisa, señor Carrara, con quien mantuvo animada conversación en voz muy baja durante la media hora que aún tardaría el tribunal en dar por concluida la sesión. Seguidamente, el oficial Orsenigo se acercó a la presidencia, manteniendo un breve diálogo en posición de firmes con Marzucchi y otros senadores que se acercaron. Al parecer, todos felicitaron al Teniente por su comportamiento ante el tribunal, como también en la campaña de Lissa, donde fue distinguido con la medalla de bronce al valor militar, por haber sido el oficial de guardia en el Maria Pia que, en la madrugada del día 27, había puesto proa a la flota enemiga, sin esperar a las demás naves, siendo disuadido por Persano, que solo saldría con toda la escuadra unas tres horas después. Alguno de los senadores presentes comentó a este diario que Orsenigo le manifestó que habría renunciado de buen grado a la condecoración, con tal de salvar a uno solo de los marineros muertos.



Medalla de Bronce al Valor Militar


***


     La declaración de Orsenigo fue de los últimos testimonios prestados. El 19 de enero, con el Salone dei Cinquecento atestado de senadores, otras autoridades y público, el Fiscal Marvasi tomó la palabra para formular sus conclusiones definitivas y defenderlas con toda la pasión y el detenimiento que tuviera por conveniente. Sanminiatelli, no obstante, perdió casi todo el interés por la extensa perorata de su antagonista a los cinco minutos de empezada, es decir, tan pronto quedó claro que retiraba la acusación por el delito de cobardía frente al enemigo, el único -recuerden- que habría permitido fusilar al Almirante. No dudaba il avvocato que la marcha atrás de Marvasi la había provocado el rotundo testimonio del Primer Teniente, sobre los hechos de la madrugada del 27 de junio ante Ancona. Persano, dentro de su rigidez, parecía algo más relajado y, presa de un creciente hastío, se dedicaba a dibujar a lápiz siluetas de navíos de guerra, con habilidad indudable.

     El Defensor volvió a concentrarse en las palabras del Fiscal, cuando este pasó a disertar sobre la concurrencia del delito de desobediencia. Para su satisfacción, apreció que Marvasi defendía mediocremente su existencia, en lo tocante a la permanencia de la flota anclada en Ancona hasta el 7 de julio: Se le notaba temeroso o, cuando menos, titubeante a la hora de defender una firmeza ministerial y un buen estado de la escuadra, que Sanminiatelli podía rebatir de modo aplastante. Hubo, pues, de insistir en el incomprensible periplo por el Adriático de los días 8 a 13 de julio, así como en el retorno a la seguridad del puerto anconitano, de donde Persano se resistió a salir, hasta que no recibió la furibunda visita del Ministro, imponiéndole un ultimátum.

     Llegó a hora de comer y todavía le quedaba por exponer al Fiscal los extensos y, de seguro, apabullantes argumentos sobre los errores y negligencias cometidas por Persano, los días 18 a 20 de julio. El presidente Marzucchi levantó la sesión hasta las tres, advirtiendo formalmente al Fiscal que habría de concluir su alegato en la jornada de tarde, a tiempo -agregó- de que los honorables senadores jueces y el respetable público podamos llegar a nuestras casas a buena hora para cenar. Un tanto amoscado, Marvasi no tuvo otra que asentir.

     La niebla gélida en las calles y el sopor de la comida dejaron en sus casas a la mayor de los curiosos e, incluso, a buena parte de los periodistas, que optaron por darse una vuelta por el Palazzo Vecchio pasadas las seis. Apenas llegarían a tiempo pues, según concluía la crónica de La Nazione del día siguiente:

     El fiscal Marvasi terminó su informe a las seis y veintidós de la tarde. Reiteró su petición de condena al Almirante acusado por los delitos de desobediencia, impericia y negligencia, dejando a la justa discrecionalidad de la Sala de Justicia el alcance de la pena de prisión y las demás accesorias que hubieran de imponerse al almirante di Persano, “pues el Fiscal es consciente -concluyó- de que, en casos como el presente, la justa severidad de la pena no depende solo de su duración, sino de muchas otras circunstancias”.

     Mañana vendrá dedicado el juicio a la formulación de conclusiones y al informe verbal de la Defensa. En la primera, no se esperan sorpresas, por cuanto todos estamos seguros de que el abogado Sanminiatelli solicitará la absolución de todos los cargos que siguen haciéndosele a su defendido.


***


     Para cualquiera que desconozca los entresijos procesales, le habría parecido de una ligereza intolerable que el Defensor hubiera dedicado parte de su atención a contar el número de veces que el Presidente del tribunal había abierto la boca en la tarde anterior, mientras escuchaba el discurso del Fiscal. Contadas las marcas hechas sobre el folio, habían alcanzado la cifra de veintisiete, durante las tres horas que había durado aproximadamente la sesión. Sanminiatelli comprendió que no podía ofrecer a los senadores otra jornada más de aburrimiento. Se dijo a sí mismo: El juicio está perdido, salvo en lo tocante a la desobediencia. Trabajaré a fondo esa cuestión. En cuanto al resto, será una brillante y entretenida sesión de fuegos de artificio. A estas alturas, a punto de acabar el juicio, dudo de que Marzucchi se atreva a llamarme la atención ni, menos aún, a barrarme el camino.

     Pasó buena parte de la noche repasando el tomo del Programma de Carrara[15] que trataba del delito en cuestión, resumiendo sus elementos y situando frente a ellos los hechos ciertos o probables que el juicio había puesto de manifiesto. Luego esbozó una serie de puntos -los fuegos de artificio- que dejaría caer sobre la sala como los cañonazos que la escuadra italiana había dejado de disparar en Lissa. Conviene -pensó- que no sean muchos, no más de media docena: Seguro que cada uno va teniendo menos efecto que el anterior… En fin, recogió los pocos folios resultantes, escritos con letra grande y profusión de subrayados y de epígrafes en tinta bermellón; los numeró e incluyó en un pliego rotulado Informe final. Luego se echó en la cama y, contra lo que esperaba, durmió varias horas con relativa placidez.

     El día 20 de enero de 1867 fue el último del juicio al Almirante, dedicado en exclusiva a la presentación de conclusiones e informe verbal de la defensa. Como todos preveían, Sanminiatelli solicitó la absolución para su patrocinado de todos los cargos que se le hacían por el Fiscal. Acto seguido, tras haber comprobado que Carrara se encontraba entre el público, se atrevió a decir con total sinceridad:

-          Tiempo habrá, honorables jueces, de discurrir sobre los fallos y las bondades del mando del acusado en la campaña de Lissa; mas estoy seguro de que defraudaría mi deber como abogado y como parlamentario, si no invirtiera lo mayor de mi tiempo en disertar sobre la concurrencia, o no, del conflictivo delito de desobediencia. Lo voy a hacer de la mano de dos guías infalibles que, a los senadores y a mí, no nos permitirán perder el camino, ni errar la meta de la justicia: Para los hechos, la del teniente Raimondo Orsenigo, cuyo ponderado y culto testimonio no dudo que resuene aún en vuestros oídos. Y para las cuestiones jurídicas, la del más grande de los profesores de Derecho Penal de Italia, cuyo Programma honra a nuestra nación ante toda Europa. Me refiero, por supuesto, al catedrático de Pisa, compañero en la Cámara de los Diputados, y que ha seguido, incluso hoy, este juicio con una asiduidad, que corrobora la importancia del mismo.

      Seguidamente, entró en materia y, durante dos horas, realizó una exposición detallada de los hechos que hacían inaplicable la condena por desobediencia, así como los motivos fácticos que permitían matizar los errores cometidos, que no las negligencias, las cuales eran achacables a otras personas, tanto o más que al Almirante.

-          Y no pasaré por alto la decisión de cambiar de buque insignia, una vez comenzada la batalla; una decisión que había sido comunicada previamente a los contralmirantes y a los comandantes de división, que tenía el motivo principal de que el Affondatore reunía en el momento las mejores condiciones para serlo. En cualquier caso, ningún efecto pudo tener en la acción de nuestras naves, a no ser que sus capitanes no hubiesen tenido en cuenta lo que les había sido avisado previamente.

     Estaban a punto de dar las doce, cuando Sanminiatelli estaba listo para encender los fuegos artificiales. Para conseguir mayor efecto, cortó su discurso y, dirigiéndose al Presidente, solicitó que suspendiera la vista en ese momento pues, más allá de repasos interminables de hechos y de legalismos, solo le faltaba exponer a los jueces, por un principio de buena fe y de respeto, aquello sin lo cual la Justicia se vuelve ciega, pero no para juzgar por un igual a todos los hombres, sino despeñándose por los senderos del Summum ius. Marzucchi, siempre en sus puntos, aceptó la proposición con estas palabras:

-          Dada la hora, el tribunal acepta la petición del abogado defensor, cuyas palabras seguiremos escuchando con gusto a partir de las tres de esta tarde, si bien puede estar seguro de que en esta grandiosa sala, la Justicia nunca ha estado ciega, sino con los ojos cubiertos por una venda.


***


     Dada mi pereza, así como el deseo de no alargar en exceso esta extensa narración, volveré a acogerme a la lectura de los reportajes del diario florentino La Nazione, que al día siguiente esquematizaba los fuegos artificiales de Sanminiatelli, en seis puntos, coincidiendo con los prefijados por el avvocato. El periódico lo recogía así:

     De forma respetuosa y procurando no aludir a personas ni clases determinadas, el Defensor fue desgranando las razones de equidad que han de confluir con las de derecho, para poder juzgar este caso -como tantos otros- con una justicia que satisfaga, a la vez, la Ley y nuestras conciencias. En primer lugar, se refirió a la responsabilidad personal o principio de personalidad de la culpa, es decir, a no echar sobre uno solo las culpas de muchos. Seguidamente, pasó a recordar los pasados méritos de Persano, que con toda justicia lo alzaron a los puestos de único Almirante de Italia en activo y de Ministro de Marina en el año de 1862. En tercer lugar puso mucho énfasis en la regla de oro, fijada ya por los romanos a la hora de juzgar a los jefes militares: la de no convertir el error disculpable ni, mucho menos, la derrota en un delito. A continuación, más como forma de reconfortar a nuestros marinos que de justificar a sus almirantes, recordó que la marina italiana es, hoy por hoy, joven y, como tal, con una preparación y unos medios imperfectos, defecto de juventud que pronto se ha de curar con el esfuerzo de todos, y que reluce trágicamente cuando se enfrenta a otras escuadras de países antiguos y poderosos, ricos en experiencia, tradición y buenas prácticas.

     Estas últimas observaciones provocaron rumores y cierto desasosiego, tanto entre los senadores, como en parte de público, por lo que el Defensor pasó rápidamente a su quinto argumento, también atrevido y que puede entenderse dirigido, entre otros, a nosotros, los hombres de la prensa, de los que hasta ahora me parece que el abogado Sanminiatelli no ha escuchado ni una crítica acerba: En concreto, el Defensor pidió al tribunal que no fiara en personas malignas o envidiosas, que pululan en torno a quienes, como Persano, han alcanzado el grado más alto, ni prestara oídos a personas ignorantes, que destruyen reputaciones y soliviantan la opinión pública. Tales malos sentimientos e influencias -opinó el Abogado- llegaron a infectar a los Auditores Militares que conocieron de este caso en sus primeros momentos. En ese instante, Marvasi masculló algunas palabras, que quien firma esta crónica no alcanzó a oír, pero que fueron vivamente replicadas por Sanminiatelli, recordándole cómo, con toda justicia, el propio Fiscal había rechazado de entrada la calificación a Persano como traidor y, luego, reconocido la injusticia de la de vil y cobarde. El incidente no pasó a mayores y el Presidente se limitó a hacerles una advertencia gestual.

     Las palabras finales del abogado apelaron al sentimiento de la Nación, rectamente interpretado, que él dice está a favor de considerar, tal vez, al Almirante como un comandante no a la altura de aquella gran jornada de Lissa, pero no como un delincuente que deba ser condenado e ir a prisión. Acabó diciendo: En conclusión, señores senadores, pido una absolución que se deduce de los hechos y de los rectos sentimientos. No por perder una batalla naval hay que inculpar a un Almirante, y no solo como descuidado o flojo -lo que ya de por sí ya sería excesivo en este caso-, sino como traidor, cobarde y, todavía ahora, como desobediente al Gobierno de su Patria.

     Solo faltaba ya el trámite de la última palabra, que correspondía al Almirante dirigir al tribunal, si es que lo consideraba oportuno. Su defensor temía que el orgullo y el mal genio de Persano diesen lugar a un perjuicio de sus propios intereses. De forma precautoria, había sacado el tema un par de días antes:

-          Conde, ¿piensa hacer uso del derecho a decir la última palabra?

-          Por supuesto -replicó Persano-, pero todavía no he decidido los términos.

     Al avvocato le pareció una forma elegante de decirle que no iba a compartir estos con él. Así pues, se limitó a aconsejarle:

-          En cualquier caso, le ruego que sea muy breve y que recuerde que su posición, por ahora, es la de un acusado que aspira a ser declarado inocente. Por favor, no se salga de esos parámetros.

-          Tendré presentes sus consejos, concluyó el Almirante, con una muy leve sonrisa.

     Lo que resultó de todo ello fue tan indicativo de la ruda sinceridad del Almirante, como del convencimiento -al menos, aparente- de estar en posesión de la verdad. Concedamos, por última vez, a La Nazione el dudoso honor de ser citada en este relato:

     En pie, rígido, impasible, con voz potente, el almirante Persano dijo: Mi abogado, al que públicamente quiero agradecer su esfuerzo procesal, me ha rogado que sea breve en este trámite y voy a seguir su consejo. Solo afirmaré tres cosas, ante Dios y por mi honor. La primera es que quienes me nombraron para comandar la flota sabían, tan bien como yo, que no era un buen estratega, que no eran de ese rango mis virtudes militares. La segunda, que ya podría haber tenido yo el genio de un Temístocles, un Andrea Doria o el del propio Nelson, y lo mismo habría perdido la batalla de Lissa, teniendo como segundos en el mando a los contralmirantes Albini y Vacca, quienes desobedecieron reiteradamente mis órdenes durante el combate. Y, por último, que me siento responsable de una sola cosa o, si lo prefieren, que admito mi culpa por un solo delito…

      Al llegar a este punto, el Almirante hizo una larga pausa, durante la cual la expectación de los presentes llegó a hacerse intensísima. Finalmente, di Persano rompió su silencio y completó la frase: … el delito de no haber dimitido cuando llegué a Tarento y me encontré la flota en aquel lamentable estado, en lugar de quedarme y hacer lo posible por mejorarla[16].

     El Presidente levantó la sesión a las cinco y tres minutos de la tarde. El juicio ha quedado así visto para sentencia. El tribunal no tiene límite de tiempo para dictar esta, la que tendrá carácter de firme, por no caber contra ella recurso alguno.[17]






4.      Algo de lo que pasó después




     El lunes, 15 de abril de 1867, ciento diez senadores jueces votaban condenar al almirante Carlo Pellion di Persano, por los delitos de negligencia e impericia, a la pena de pérdida del cargo en la Marina Real, así como de las condecoraciones y derechos económicos, lo que suponía, dicho francamente, la expulsión del almirante Persano de la profesión a que había dedicado más de cuarenta años de su vida. La condena penal implicaba también la condena en costas, es decir, el abono por el reo de todos los gastos del proceso. Entre ellos, el avvocato Sanminiatelli le tuvo la deferencia de no incluir sus propios honorarios.

     La condena satisfizo a pocos -lo que algunos consideran prueba de la justicia de la misma-. La mayoría opinó como titulaba la recién nacida Gazzetta Piamontese de Turín[18]: Una pena leve. Tanto así, que un incómodo Diomede Marvasi hizo, unos días más tarde, unas declaraciones ante los periodistas que, aunque forzadas, no dejaron de hacer fortuna por forma de expresarse. Decía así:

-          “Pena leve”, sí, pero ejemplo grande, sobre todo, al haberse gestado de cara al pueblo y con todo el Senado detrás. Fue un juicio, y es una pena, que exigían a un tiempo la justicia, la disciplina y el futuro de la Armada, que tan importante es para Italia.

      Aunque satisfecho por la absolución de la desobediencia, que evitaba la cárcel al Almirante, bien sabía su Defensor que aquella pena nada tenía de leve para Persano. Para quien, llegado al culmen de la carrera militar, es expulsado de ella con deshonor -era así, por poco graves que fuesen los delitos-, la supuesta pena leve se convierte en una verdadera muerte civil. Sanminiatelli se percataba de ello, con solo captar el rictus del reo. Tan es así que, tratando de infundirle ánimos, le preguntó cuando fue a despedirse de él, sabiendo que partía hacia Génova:

-          ¿Qué piensa hacer, Conde? ¿A qué va a dedicarse a partir de ahora?

-          A lavar mi buen nombre, por supuesto -le replicó, aún altanero-. No pararé hasta lograr mi rehabilitación.

-          ¿No cree que le convendría dejar pasar algún tiempo? En fin, que el asunto se olvide un tanto y pueda usted reflexionar con tranquilidad acerca de su vida futura.

-          El tiempo, en Italia, pasa rápido, y no hay vida posible sin honor. Ahí tiene usted -prosiguió Persano-; en lo que tardó en llegar mi sentencia ya hemos cambiado una vez de Presidente del Consejo de Ministros y dos, de Ministro de Marina. ¿Quién sabe lo que nos deparará mañana?... Por cierto, quedé impresionado de los conocimientos y porte de aquel teniente… Orsenigo, creo que se llamaba. ¿Podría facilitarme sus señas en Génova para visitarlo cuando me traslade allá?

     El Abogado captó inmediatamente lo que Persano se proponía, pero tampoco era quién para dificultárselo; de modo que le dijo la verdad:

-          Ignoro la dirección de su domicilio. Solo sé que trabaja como profesor en la Academia Naval.

     Con todo, envió al día siguiente un telegrama a Orsenigo:

     Almirante interesado el localizarle. Prepárese si no tiene interés en apoyar sus pretensiones de que le ayude en revisión de sentencia para su rehabilitación.

     Mes y medio más tarde, recibió una misiva que, de alguna manera, respondía al telegrama:

     Me complace informarle que, en efecto, recibí en la Academia la visita del ex Almirante di Persano -él sigue presentándose así-, con el propósito de que me pusiese a sus órdenes para ayudarlo con su pretendida rehabilitación. Con todo respeto y firmeza, le hice saber que su condena por los delitos a que fue finalmente penado me parece justa y no voy a colaborar en ninguna forma de revocación. Reaccionó con una mezcla de palabras insultantes y de desprecio, que recibí con la dignidad de quien se sabe ante un hombre grande, agobiado por la adversa fortuna y por sus propios errores… Y no sabe cómo se ha puesto, al enterarse de mi negativa, el Director de la Academia, como sabe persanista hasta el tuétano. No me extrañaría que fuese este que estamos concluyendo mi primer y último año de profesor en tierras ligures. A ese precio, ¡me da igual!

     Recibo noticias de que, al fin, van a ajustarse cuentas con los contralmirantes Vacca y Albini[19], así como a unos cuantos capitanes del desastre de Lissa. Sabe usted que no soy un justiciero, pero me agrada que se extiendan las responsabilidades a otras personas que se lo merecen. Si algún pecado tiene la condena de Persano es que sea la única por la derrota del 20 de julio. El nuevo proceso en marcha es una buena forma de corregirlo, aunque ya sabe que yo no me conformo con poco. Siempre caen los militares o los marinos, pero nunca los políticos que los organizan, dotan de medios y dirigen. Quizá sea pedir demasiado…

     Por cierto, creo que hubo en julio del pasado año también una bochornosa derrota del Ejército italiano. ¿Ha oído usted hablar de ella? … Algún día escribiré sobre los motivos probables del trato tan desigual entre Lissa y Custoza. Pero, por hoy, no me queda sino desearle… 

     Así pues, Orsenigo no apoyó una eventual rehabilitación de Persano, pero ello no fue óbice para que el Almirante iniciara su campaña y la mantuviera hasta el año 1883, en que falleció. Fueron quince años en los que Lissa acabó por ser un nombre arrumbado en el baúl de los recuerdos de la mayoría de los italianos. Para los que mantenían viva la memoria de aquella batalla, no parecía haber duda: Persano era el culpable de la derrota, la personificación del jefe poco combativo, al que amistades e influencias colocan muy por encima del límite de su competencia. ¿Injusto? Yo así lo creo, pero hace falta mucho tiempo para que el veredicto de la historia sustituya al fogonazo impresionista de la memoria.

     Al menos, una persona de relieve sintió por Persano algo más que indiferencia o desprecio. Habida cuenta de que la condena de aquel comportaba la pérdida del derecho a percibir pensión de retiro y que -rara avis- el Conde carecía, al parecer, de fortuna personal, el rey de Italia, Víctor Manuel II, tuvo piedad de su suerte y asignó a Persano, de su propio peculio y reservadamente, una pensión vitalicia, para que no tuviese que vivir en la indigencia. Si el beneficiario mostró, o no, gratitud hacia su Soberano es algo que desconozco. 


***


     Apenas hubo secado la tinta con que los senadores redactaron y firmaron la sentencia de 15 de abril de 1867 contra el Almirante, el Ministro de Marina, Pescetto, ordenó seguir con el enjuiciamiento de los hechos de Lissa, siquiera las responsabilidades se exigirían por un medio menos escandaloso y traumático que el de un consejo de guerra. Bajo la presidencia del senador, Edoardo Castelli, se formó una Comisión especial de doce próceres (senadores, diputados, almirantes retirados, generales) para valorar el desempeño en la batalla de Lissa de los dos contralmirantes a las órdenes de Persano, Albini y Vacca, y de los cinco capitanes de navío que, al parecer, menos se habían distinguido por su combatividad o pericia náutica. Entre estos últimos, se encontraba -quizá injustamente- el capitán Piola Caselli, que tan tempranamente había escrito, a su modo y manera, sobre aquel combate naval.

     La citada Comisión falló en octubre de 1867, exonerando de responsabilidad a uno de los capitanes; castigando a los otros cuatro -Caselli incluido- con diversas sanciones disciplinarias, y proponiendo para los contralmirantes Albini y Vacca el pase inmediato al retiro, voluntariamente o en calidad de jubilación anticipada. Esa fórmula implicaba que mantuviesen el derecho a sus pensiones y privaba a la medida del carácter de sanción pública y, más aún, del de pena. No me extrañaría que Persano hubiese perdido los estribos al comparar cómo había sido tratado él, en relación con sus dos inmediatos subordinados.

     Poco importa que, por razones de baja política -tal vez, tan baja como la precedente-, un nuevo Gobierno, presidido por Rattazzi, y con el temible Crispi[20] como promotor de la revisión de la medida, declarase ilegal la formación de la Comisión y dejara sin efecto sus sanciones. En lo que respecta a los dos contralmirantes, el retiro de la Armada les fue mantenido con carácter definitivo.


***


     Estoy seguro de que mis lectores, de poderme interpelar, lo harían para preguntarme qué fue del Primer Teniente, Raimondo Orsenigo quien, a fuer de instruido y justo, se ha ido convirtiendo en protagonista del relato, por encima de otros personajes más conocidos y encumbrados. Pero está visto que, amén de otras buenas cualidades, Orsenigo tenía la de la discreción pues, más acá del proceso contra Persano y de la carta a Sanminiatelli antes citada in extenso, su huella desaparece y su persona se pierde en la niebla de la historia no escrita. No pierdo la esperanza de que personas curiosas puedan tener más suerte que yo, un día se encuentren con el ilustre marino y puedan preguntarle por su vida y milagros, a partir de aquellos intensos días de 1866 y 1867 que, con mejor o peor fortuna, he intentado recoger en estas páginas.



Moderna maqueta, con fotografía antigua de la pirofragata, Regina Maria Pia, botada en 1864

    



  

    





[1] La batalla naval de Lissa se dio junto a esta isla de la costa dálmata, entre las flotas italiana y austriaca, el día 20 de julio de 1866. Ciertas oscuridades de la derrota, motivaron una previa investigación de la misma por parte de la Auditoría Naval italiana en Ancona, desarrollada en agosto-septiembre de 1866, con las duras conclusiones que se reflejan en el relato, contra el almirante jefe de la flota del Reino de Italia, Carlo Pellion, Conde de Persano.
[2] Carlo Pellion, Conde de Persano (1806-1883), destacado marino de guerra italiano, en cuya carrera figura un breve paso como Ministro de Marina (1862) y alcanzar la máxima categoría de la Marina de Guerra italiana (Almirante, en 1861), así como ser el Comandante de la flota derrotada por los austriacos en Lissa (1866).
[3] Celso Marzucchi (1800-1877), abogado, profesor de Derecho Civil y Senador (desde 1860), habiendo alcanzado la Vicepresidencia de dicha Cámara en cinco ocasiones.
[4]  Diomede Marvasi (1827-1875), jurista y político, quien, por sus relevantes servicios en la magistratura, fue escogido para representar al Ministerio Público en el proceso contra Persano (1867) ante el Senado, constituido en Alta Corte de Justicia.
[5]  Luigi, Conde de Sanminiatelli-Zabarella (1834-1879), abogado, docente universitario y miembro de la Cámara de los Diputados (1867-1873). Algunas fuentes adelantan su óbito a 1874.
[6] Carlo Pellion di Persano, I fatti di Lissa, UTET, Torino, 1866.
[7] Giornata di Lissa (20 luglio 1866) disegnata da un ufficiale superiore dell'Armata Italiana di operazione, 1866. Se trata de un libelo anónimo, cuya autoría reconoció el capitán Giuseppe Alessandro Piola Caselli (1824-1910) quien, con el tiempo, alcanzaría el grado de contralmirante.
[8] Véase nota anterior. En la batalla de Lissa aún se usó de los espolones para averiar y tratar de hundir los buques adversarios. Fue la última gran batalla naval en usarse de esa táctica y la primera en que combatieron verdaderos barcos acorazados.
[9]  En la época del relato, la Academia estatal para la formación de los oficiales italianos estaba dividida entre Nápoles -los dos primeros cursos- y Génova -los dos últimos-. A partir de 1881, la institución unificó su sede, que fue trasladada a Livorno, donde actualmente (2020) permanece.
[10] Carlos Félix de Saboya (1765-1831), rey de Cerdeña y duque de Saboya entre 1821 y 1831.
[11] Se alude a la llamada segunda batalla de Custoza (24 de junio de 1866), en la que el ejército italiano fue derrotado por el austriaco, en circunstancias confusas y con un mediocre desempeño táctico.
[12] Contralmirante Wilhelm von Tegetthoff (1827-1871), comandante de la flota austriaca, victoriosa en la batalla naval de Lissa (ver nota 1).
[13]  Grito de ánimo y de guerra, alusivo a la dinastía que rigió el reino de Cerdeña-Piamonte y, a partir de 1861, el de Italia.
[14]  Diario florentino fundado en 1859, que sigue publicándose en la actualidad (2020). Mis referencias a sus números son completamente imaginarias, fruto de la libertad literaria y del aprecio por los diarios veteranos.
[15] Programma del Corso di Diritto Criminale, por Francesco Carrara, aparecido en diez volúmenes en la década de 1860. Está considerado la obra cumbre del Derecho Penal de la Escuela Clásica.
[16]  Son expresiones de enfado y de disculpa propias del almirante di Persano, aunque no precisamente formuladas en el hipotético momento de pronunciar la última palabra en su juicio.
[17]  Con la finalidad de no hacer interminable este relato histórico novelado, me he tomado la licencia de abreviar la tramitación del juicio, la cual realmente duró hasta el mes de abril: Por ejemplo, el capitán Piola Caselli depuso como testigo el 5 de dicho mes. En cambio, sin dar mayores explicaciones por la aparente demora en emitirla, he mantenido la fecha exacta de la sentencia, 15 de abril de 1867.
[18] Su primer número apareció el 9 de febrero de 1867. A partir del 1 de enero de 1898, pasó a convertirse en La Stampa, uno de los periódicos más famosos de Italia, que continúa apareciendo desde Turín.
[19] Giovanni Vacca (1810-1879) y Giovan Battista Albini (1812-1876), contralmirantes a las órdenes del almirante di Persano en la batalla de Lissa.
[20] Francesco Crispi (1818-1901), destacado político italiano, que ejerció la Presidencia del Consejo de Ministros de su país en los periodos 1887-1891 y 1893-1896. A él, como protagonista real, va dedicado el segundo relato de esta serie (En busca de la Justicia (II): La bigamia del ministro Crispi), encontrable en este mismo blog.  

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