martes, 10 de marzo de 2020

EL JUICIO DEL GENERAL FRANCO




El juicio del General Franco

Por Federico Bello Landrove



     Este relato se inspira en la llamada Historia virtual que, puestos a encontrarle alguna explicación coherente, intenta responder a la pregunta de ¿qué habría sucedido si…?[1] Pero, en este caso, no busquen más coherencia que la que evidencian las notas a pie de página, o al final del texto. Todo lo demás es sueño. Y, como ya ha sido dicho, el sueño de la razón produce monstruos.





1.      Reflexiones en la mazmorra




     Aunque no tiene muy claro dónde se encuentra, diría que el calabozo le resulta familiar, trayéndole casi olvidados recuerdos de alguna trastada de cadete, que diera con sus huesos en estos sótanos ciclópeos, en su lejana adolescencia[2]; o, tal vez, haya sido la mala conciencia, al no haber podido socorrer a los valientes que aquí se recluyeron hace… (¿semanas, meses?: ha perdido la noción del tiempo), forzados a rendirse cuando todo se vino abajo[3]. Total, qué más da el recinto, diferente solo en el tamaño de lo que para él llegó a ser la ratonera marroquí, donde hubo de pasar, cual león acorralado, los momentos más duros de su asendereada vida militar. ¡Claro que sabe perfectamente que el Marruecos de España cuenta con veinte mil kilómetros cuadrados, y que tuvo a su disposición a los treinta y cuatro mil hombres que constituían sus fuerzas de ocupación y mercenarias! -por cierto, ¿qué habrá sido de ellas?-; pero aquellos kilómetros llegaron a pesar sobre su libertad tanto o más que los pocos metros de que ahora dispone; y, en cuanto a los militares a sus órdenes, ¿de qué sirvieron a España?, o ¿qué pudo haber hecho más él para aprovechar su fuerza y su entrega?

     Por él no quedó. Abandonando la seguridad de Canarias, dejando ir a su mujer y a su hija, se presentó en Tetuán, tras declarar ante toda España el estado de guerra, y se hizo cargo de la fuerza que habría de marcar la diferencia y dar a los patriotas la victoria[4]. ¡Ah!, pero nadie pareció percatarse de esos malditos quince quilómetros de agua, que separan Marruecos de la Península. Y luego, esos aviadores, señoritos y cabezas locas -como mi hermano Ramón, que ojalá no se haya movido de Washington[5]-, y esos criminales de la marinería, que arruinaron nuestro trabajo en tierra y nos encerraron en una trampa[6]. Ya me temía yo la reacción de esa Francia comunistona del Frente Popular, vendiendo, o regalando, aviones a la República, pero no contaba con que Inglaterra, poniéndose rígida, plantificase su Navy delante de Gibraltar, amenazando con sus cañones a quienquiera que por mar viniera a ayudarnos. ¡Eso ha sido lo que ha echado para atrás a Hitler y Mussolini, no los paños calientes de la neutralidad y de la desconfianza hacia nuestra decisión y nuestro futuro! Y luego, lo del Churruca[7], que impresiona al más valiente, pues ¿qué oficial va a jugarse la vida, si sus subordinados, en vez de acatar sus órdenes, lo degüellan?

     En fin, no creo que tenga de qué arrepentirme, que gestiones hice de sobra. Solo me faltó ir nadando hasta Algeciras, para luego mendigar en Roma o en Berlín. Ni siquiera los amigos franceses nos permitieron asomar las narices por su Zona, que no habría sido mal punto de partida para pasar a Italia e intentar un vis a vis con el Duce. Así que, ¡nada!: Con la mejor infantería de España, regulares y legionarios, encerrado en el Protectorado, día tras día, viendo y oyendo cómo se deshacía en la Península el alzamiento, como un azucarillo en el agua salada del Estrecho. Claro que nadie decía toda la verdad y, menos que nadie, la radio gubernamental. Pero yo tenía mis fuentes y nada se me ocultaba acerca de la gravedad de la situación: En Andalucía, todo perdido, con Queipo y Varelita[8] teniendo que retirarse -por no decir escapar- a Castilla. En el Centro, Madrid en manos de las hordas comunistas, que se desbordaban más allá de la cordillera, rompiendo el frente del Guadarrama. En el Norte, tras una lucha feroz, los requetés de Mola[9] vencidos por los gudaris separatistas, batiéndose en retirada. ¡Pobre Mola!, tan pagado de su listeza y dotes de organización -El Director, lo llamaban-; ¿qué habrá sido de él? Menos mal que tiene el Pirineo cerca… Solo mi Galicia y las Islas resisten, aunque lo último que supe de ellos era descorazonador: Mi General -dijeron unos y otros-, si no pasa el Ejército de Marruecos, tendremos que desistir, pues carecemos de medios para avanzar y las deserciones de suboficiales y tropa son ya una sangría abierta. Les ordené resistir un mes más, que ya se ha cumplido con creces, eso es seguro, aunque no tenga una clara noción del tiempo…


***


     Todo se iba desmoronando. Claramente recuerda lo que contestaba a los oficiales que le preguntaban en Ceuta qué hacer:  Fe ciega en la victoria. Realizar todo cuanto sea factible y necesario. Todo, menos rendirse. Yo nunca lo haré.

     Ha logrado descabezar un sueño, entre la agitación y la angustia. Se despierta bruscamente y se alza del camastro, sin saber todavía discernir lo cierto de lo soñado. Alguien le ha dicho que Sanjurjo y Mola han muerto a manos de la aviación republicana: verdad o mentira, pero lo cierto es que la púrpura del poder supremo parece pronta a caer sobre sus hombros, ahora que es cuando menos la ambiciona, ni está preparado para aceptarla. El carcelero, sonriente, se ha dejado decir con guasa -como para ridiculizar su persistencia- que los generalotes golpistas han huido  a la carrera, a Francia o a Portugal; verdad a medias, pues no son uno ni dos los que han conseguido un salvoconducto del Gobierno a cambio del abandono de las armas. Solo unos pocos de los jefes facciosos han sido ejecutados o víctimas de paseos: Fanjul, Villegas, Goded[10]… Él lo sabe y está seguro de que compartirá su destino, pagando por todos los demás. Y alguien le ha ido con la especie de que puede que el Frente Popular de Blum[11] expulse de Francia a Carmen y a Nenuca[12], deportándolas al Marruecos francés, quién sabe si para obligarle a que vaya a reunirse con ellas, abandonando Ceuta. Olvidando su presente carcelario, se ve en lo alto del Monte Hacho[13], dispuesto a jugarse el todo por el todo pero, esta vez, abandonando a los suyos y huyendo de la quema.

     Por fin, Mussolini ha tenido un rasgo favorable. Le ofrece una escapatoria, pero por el puerto internacional de Tánger. Si logra llegar hasta allá, un destructor lo sacará de tapadillo y lo trasladará hasta un lugar seguro en la colonia portuguesa de Cabo Verde. Una vez allí, que Salazar lo proteja. Convoca en Tetuán a generales y coroneles con mando y les expone su desgraciado destino: Hay que cesar, por ahora, en la lucha y buscar la salvación personal, en bien de la Patria. Les sugiere que, de manera cautelosa, abandonen su Zona y pasen a la francesa, donde le han asegurado que serán bien recibidos. ¿Y él? Él se despide, como dicen que lo hizo Goded en Barcelona, liberándolos de su deber de seguimiento y fidelidad, pero se abstiene de exponerles cuál es su plan y su destino. Acompañado de sus ayudantes y con la guardia de una compañía de la Legión, se encamina hasta Arcila, en visita de inspección. Tánger está a la vista, pero le informan de que un destructor y un guardacostas de la República se hallan surtos en su puerto. Como si todavía fuera el señor de la guerra con miles de hombres a sus órdenes, envía una amenazadora protesta a las Autoridades tangerinas[14], para que esos barcos piratas abandonen aquellas aguas pues, de otro modo, les hará una visita. Con alivio, constata que los dos navíos zarpan, pero no hay, por entonces, ni rastro del destructor italiano anunciado. Se vuelve a sentar en el camastro de la celda, mientras recuerda cómo, todavía aparentando poderío, entró en Tánger al amparo de la noche y se alojó en el edificio del Consulado General de España, que sigue apasionadamente fiel a su persona. Solo la guardia legionaria anuncia a los curiosos su presencia en la ciudad. Su primo y ayudante acude a la Cancillería italiana[15] para saber de su evacuación. Es cuestión de tres o cuatro días -le dicen-; el Duce ha dado a este caso absoluta prioridad.

     Siente una opresión en el pecho y parece que no le entrase aire suficiente por la garganta, cuando recuerda la encerrona. A la tercera noche tangerina, del vientre del Tofiño[16], amarrado en los muelles al amparo de las sombras, brota un batallón de infantería de marina que, por una vez, pilla desprevenidos a los legionarios quienes, salvo el pelotón de guardia, se hallan desperdigados por la kasbah y el puerto. Unos cuantos disparos, gritos y carreras preludian la entrada de los enemigos en la habitación, forzando la puerta. Apenas le ha dado tiempo de coger la pistola y debatirse entre dispararla contra los asaltantes o contra sí mismo. Dos gorilas uniformados se echan sobre él y lo desarman. Casi en volandas, se ve transportado hasta un destructor, feroz antagonista en el Estrecho. Salen a mar abierto, donde vislumbra un gran buque, seguramente el Jaime I[17], al que es trasbordado sin ningún miramiento. Le parece que algún otro detenido está siguiendo su misma suerte. ¿Qué habrá sido de Pacón[18]? Luego, encerrado en un camarote, varias horas de travesía, con la mar picada. Atracan al amanecer en Cádiz o, por mejor decir, echan el ancla a la vista del puerto, trasladándolo hasta él en una lancha, entre hombres armados de fusil con bayoneta calada. Lo encierran en La Carraca y le viene a la memoria aquel grabado de sus libros de texto, del venezolano recostado y pensativo, como él ahora. Del tal Miranda[19] dicen que murió enfermo en prisión. Seguro que no va a ser ese el destino que a él lo aguarda.







2.      La defensa con la ley, no con la espada



     El nuevo Jefe del Gobierno, Largo Caballero[20], ha acabado haciendo de la necesidad virtud. Por él, habría aprobado que lo tirasen desde el Jaime I al mar con un pedrusco atado a la pierna. De todas formas, Franco no se va a librar del tribunal popular, de que lo juzguen ocho hombres del pueblo, totalmente adictos a la República. Ni todos los Funes[21] del mundo van a impedir que la selección de los jurados sea lo más rigurosa posible, para que ese general tan taimado no vaya a librarse de la pena de muerte.

     Tumbado en el catre, con el cerebro lleno y el estómago vacío, al General le parece estar oyendo a esos personajes, aunque tal vez todo sea fruto de la breve conversación que le han dejado mantener la tarde anterior con el bueno de Sánchez, el teniente de Oficinas Militares, todavía sargento cuando se encerraron en el Ministerio de la Guerra para organizar la respuesta armada a lo del 34[22]. El oficial, recién salido -como quien dice- de la cárcel de Porlier, donde ha estado a punto de recibir el paseo, ha sido claro y concluyente: Mi General, no voy a andarle con paños calientes. Con los tribunales populares, está usted sentenciado de antemano. Pero su juicio será de relumbrón y, al menos, le dejarán hablar, explicarse… Nombre a un buen defensor civil; no se le ocurra defenderse a sí mismo pues lo tomarían como desafío y el fiscal lo pulverizaría. Hágalo por su familia y por los muchos que lo respetamos y lamentamos sobremanera cómo ha venido a acabar. Ha dado, al fin, su brazo a torcer: No tiene nada de qué arrepentirse, ni arroga a nadie el derecho de juzgar su comportamiento militar, pero cubrirá las apariencias, no por él, sino por su responsabilidad ante la Historia. Ahora, queda por buscar quien le ponga el cascabel al gato, es decir, un abogado defensor que no sea de los unos ni de los otros, sino de los de espada y balanza. Sánchez lo ha desengañado en cuanto a designar a un letrado que sea militar: Se le escucharía como hombre de armas conchabado con los facciosos, no como un profesional del Derecho, que actúa por ministerio de la ley. Y puestos a que me escuchen -ironiza el General-, quizá sería mejor uno de izquierdas. Sánchez lo ha tomado por la palabra, quizá por no entender el sarcasmo. Déjelo de mi cuenta, Excelencia -ha dicho-; pero hay que actuar pronto, antes de que le nombren un abogado de oficio. El teniente Sánchez se mueve rápido y regresa al punto: Me he informado con Don Mariano[23] y no solo me ha recomendado a un abogado, sino que le ha pedido que acepte el peliagudo encargo, por la dignidad de la Justicia. Le gustará -concluye- es muy reservado… y gallego.

***

     La cara le resulta familiar y, más aún, cuando se le presenta como Ruperto Quiroga. ¿De los Quiroga de La Coruña?, pregunta; y el otro responde: De los de Mondoñedo. Se siente atraído hacia aquel abogado todavía joven, sonriente y sin prejuicios; tanto más, cuando, al preguntárselo, contesta que ha aceptado el caso, precisamente, porque todo parece perdido. Llámelo tentación de orgullo, o de amor propio, tratando de alcanzar un imposible. Sentado en una silla de anea, coloca una ajada cartera de cuero, con tirantes de colegial, y saca de ella un rimero de folios en blanco. Desnude su alma -le ordena-. Revele al mundo, no las causas de la insurrección, que a nadie en la sala le interesarán, sino el porqué de su demora y de sus reticencias en unirse a la sublevación; eso, precisamente, por lo que fue censurado por sus propios compañeros. Siente que la sangre le afluye al rostro: El Letrado le está pidiendo que hurgue en el fondo de su carácter, circunspecto, prudente, disimulador. Finalmente, lo encuentra interesante, tanto para descartar su imagen de Franquito el Miedoso, como para revelar la mucha culpa que -según él- tuvieron los políticos en la sublevación. Se concentra, pero pasan los minutos y no logra disipar el torpor de su mente. El abogado insiste: Ciñámonos a los hechos, a su conducta y a sus escritos a todo lo largo de los tiempos de la República. Eso sí que lo tiene claro; tanto, que pretende dictar al defensor cuanto le viene a la boca: Su aguante cuando cerraron la Academia General; su no por partida doble a Sanjurjo, rechazando sumarse a su levantamiento y defenderlo ante los tribunales; el no haber promovido, ni menos pertenecido, a la UME[24]; su decidido apoyo al Gobierno cuando la Revolución del 34, por más que ahora se pretenda que los buenos eran los separatistas catalanes y los dinamiteros asturianos; su aceptación de la inoperancia gubernamental, ante la que se venía con la victoria del Frente Popular; los malos tragos pasados en Canarias, pese a los cuales rechazó cualquier sugerencia para sumarse a un golpe de Estado militar; su carta de finales de junio al Presidente Casares, advirtiéndole de los riesgos del profundo disgusto militar[25]

     El esfuerzo de memoria y dictado le hace sudar copiosamente, pero no parece que impresione al letrado Quiroga, quien hace rato que ha dejado de tomar apuntes. General -lo interpela, sin el mi de respeto-, todo eso no compensa ni la décima parte de su sublevación, declarando el estado de guerra en Canarias, alentando y animando al Ejército para que se alzara, o tomando el mando supremo en Marruecos, no dejando allí títere con cabeza, y estando a punto de lograr pasar a legionarios y morisma a la Península. En cambio, olvida usted -no sé si deliberadamente- lo único que puede impresionar de algún modo a sus jueces. Me refiero a su conato de abandonar el Ejército y entrar en la política, cuando estuvo a punto de presentarse en las elecciones de febrero por Cuenca. Muchos dicen que le echó para atrás la envidia de Primo de Rivera[26]; de hecho, Prieto creyó en la sinceridad de usted y lo elogió como militar disciplinado[27]… Claro que, a estas alturas, no creo que sus palabras tengan mucho valor, ni aunque nos lo aceptasen como testigo para el juicio.

     Agitado, se incorpora con brusquedad del lecho, que cruje con el embate. Pocas cosas le avergüenzan tanto, como la veleidad que tuvo de intentar pasarse a la política, abandonando el Ejército. Y eso de que testifique a su favor un sujeto como Prieto… ¡Eso, de ninguna manera!, grita, ¡el honor por encima de la vida! A fin de cuentas… Como si le hubiese leído el pensamiento, el letrado termina la frase: … El militar que se subleva y fracasa se ha ganado el derecho a morir. Y prosigue, ya de su cosecha: Mala defensa podré hacer, si usted pierde toda esperanza, como los condenados al Infierno. En fin -añade-, espero que me permita alegar y probar que hizo cuanto en su mano estuvo para evitar el alzamiento; que advirtió a sus superiores del riesgo de este, y que, con tantas idas y venidas, no tuvo que ver con la masacre en Marruecos de los primeros momentos, aunque lo que dicen que vino después -que el Fiscal, sin duda, conocerá de pe a pa- será harina de otro costal.

      Se hace en el calabozo la oscuridad absoluta. Quiroga parece desvanecerse con la sutileza de un cuerpo glorioso, mientras musita: Lo intentaremos invocando la equidad, porque otros como usted andan paseándose por Lisboa o por París ahora que, después de todo, la guerra ha terminado y nos alumbra el cálido sol revolucionario. El General se deja caer nuevamente en el colchón e, hipando, musita: Estoy perdido, irremisiblemente perdido. Si, al menos, los franceses se compadecieran de mi mujer y de mi hija…

***

     El juicio, para el 1 de octubre, el próximo jueves, le anuncia Quiroga. Una leve claridad se insinúa a través del pesado cortinaje que nadie sabe cómo ha ido a colgarse entre él y el ventanuco enrejado. ¿Qué más da el día? ¿O sí? Algo se revuelve en su interior, como si esa jornada fuera fatídica, como si en ella hubiese de empezar para él algo extraordinario[28]. En sesiones de mañana y tarde -agrega Quiroga-. No me extrañaría que tengamos sentencia antes de que acabe el día.

-          No la temo -se engalla el General-. No hice otra cosa que defender a la Patria-.

     Quiroga se levanta para marcharse, mientras replica:

-          La defensa, Excelencia, con la ley, no con la espada.





3.      El juicio que no fue ni será







     Como por ensalmo, se siente teletransportado a una sala de justicia, con más de teatro que de tribunal, que apenas se parece a aquella del Supremo donde se juzgó a Sanjurjo o a Berenguer[29]. El recinto, en el que parece moverse libremente, pese a los guardias de asalto que lo custodian, está ocupado por reducidos grupos de personas; nada parecido, ni de lejos, a cuanto él había imaginado. Vislumbra caras conocidas, ajados uniformes, periodistas con bloc y lápiz en ristre, pero nadie parece darse cuenta de su presencia, ni él hace nada por acercárseles o trabar conversación. Un gran reloj del tipo ojo de buey ocupa gran parte de la pared del fondo, marcando constante e inexorablemente las nueve. Algo, como un ruido sordo, lo impulsa a asomarse a uno de los balcones cerrados que -de eso sí que no tiene duda- dan a la plaza de la Villa de París, cuyos jardines apenas pueden albergar a la multitud. Algo vociferan, tal vez en su contra pues, al columbrar su rostro tras los cristales, prorrumpen en fueras y mueras. Para evitar tal reacción, retrocede hasta el centro de la sala, en el momento en que, por una puerta que da a los estrados, entra el tribunal. En efecto, los togados son tres, como le ha informado Quiroga, pero los jurados forman una fila interminable, cuyos componentes desfilan a paso lento, mirándolo con indiferencia o con desprecio[30]. No localiza al fiscal, como no sea un individuo que, sentado y con la cabeza baja, no hace más que escribir. De espaldas a él, un sujeto uniformado, con la voz de Sánchez, se dirige al presidente y le advierte de que no ha llegado el defensor. Automáticamente, el acusado se dirige de nuevo al balcón para ver si el abogado viene. Lo que aprecia lo alarma: Quiroga se las ve y se las desea para abrirse paso entre la multitud, aunque esta no actúa por malicia, pues parece no conocerlo. Los esfuerzos del Letrado por acercarse a la puerta del Supremo son cada vez más ineficaces, hasta el punto de perderse su humanidad entre el maremágnum de manifestantes, que rugen y ondean como un mar embravecido.

     El General se vuelve angustiado y quiere advertir a los magistrados y al Jurado de lo que acontece, pero la voz no le sale del cuerpo, ni logra hacerse notar. De nuevo en la ventana, ve que la gente ya se ha percatado de quién es Quiroga y de lo que pretende, por lo que lo retienen, amenazadores. En esto, el presidente da la voz de comenzar el juicio, aunque nadie hay para defender al acusado, de lo que solo él parece darse cuenta. El defensor, abajo, es golpeado de manera despiadada, cosa que Franco ve, aunque no mire. La imagen del abogado se desvanece, entre las piernas de los circunstantes. Su defendido intenta, de nuevo, gritar alertando de lo que sucede, pero es en vano. El aire parece faltarle. Por última vez se escucha el audiencia pública. El reloj del tribunal, que sigue marcando las nueve, da por fin la hora, pero su sonido, prolongado e imperioso, recuerda más bien el del despertador de la mesita de noche.

***

     En la mañana, después de la Misa, mientras desayunan en el comedor del palacio de El Pardo, Doña Carmen le pregunta:

-          ¿Qué soñaste anoche, Paco, que no hacías más que dar vueltas y gruñidos?

-          Bah, sería una pesadilla, contesta el Jefe del Estado, sin más explicaciones, quizá porque -como sucede con la mayoría de los sueños- este se haya borrado al despertar.

     Sin embargo, al acabar el refrigerio, mientras se encamina hacia el despacho, le da por pensar -y no se explica por qué-:

-          ¿Qué habrá sido de Rupertito, mi amigo de la infancia, que tantas veces me echó una mano con los golfillos de la calle María[31]? Lo último que supe de él, todavía antes de la Guerra, es que se había hecho abogado y le iba bastante bien defendiendo recursos de casación en lo Criminal.  






[1] A título de ejemplo, véase Niall Ferguson (Director), Historia virtual. ¿Qué hubiera pasado si…?, edit. Taurus, Madrid, 1998, espec. pp. 11-86 (Historia virtual: Hacia una teoría caótica del pasado, a cargo de Niall Ferguson) y pp. 181-210 (España sin guerra civil: ¿Qué hubiera pasado sin la rebelión militar de julio de 1936?, a cargo de Santos Juliá).
[2] Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), ingresó cadete en la Academia Militar de Infantería sita en el Alcázar de Toledo, en el año 1907, cuando contaba catorce de edad.
[3] Alusión virtual a la resistencia mantenida, a partir del 22 de julio de 1936, por fuerzas del bando nacional -principalmente, guardias civiles- en el Alcázar toledano, bajo el mando del coronel José Moscardó Ituarte (1878-1956).
[4] El General Franco se hizo cargo del mando supremo sublevado Ejército español de Marruecos, el 19 de julio de 1936. Sobre los textos de Franco declarando el estado de guerra en Canarias y comunicándolo al resto de España, animando a sumarse a su empeño, véanse los documentos recogidos en: Brian Crozier, Franco, historia y biografía, volumen segundo, Editorial Magisterio Español, edición de 1984, Madrid, pp. 324-334. La traducción corrió a cargo de Joaquín Esteban Perruca.
[5] Ramón Franco Bahamonde (1896-1938), hermano del General Franco y destacado aviador militar, era Agregado Militar aéreo en la Embajada española en la capital de los EE.UU., cuando se produjo el Alzamiento de julio de 1936.
[6] En varias de las unidades navales de guerra, suboficiales y/o marinería impidieron la sublevación de sus mandos rebelándose contra su autoridad y, en bastantes casos, ejecutándolos inmediatamente.
[7] El destructor Churruca, inicialmente sublevado, escoltó el primer día del Alzamiento a un contingente de unos 500 hombres, entre Ceuta y Cádiz; pero, al regreso (19 de julio de 1936), alertada la tripulación, se hizo con el mando del buque y detuvo a sus mandos quienes, en principio, no fueron matados, a diferencia de lo acaecido en otros barcos, como ha quedado dicho en la nota anterior.
[8] Alusión a los generales sublevados Gonzalo Queipo de Llano (1875-1951) y José Enrique Varela Iglesias (1891-1951), que se hicieron con el poder, respectivamente, en Sevilla y Cádiz. El General Varela era apodado por Franco Varelita, más por familiaridad que por razones de estatura.
[9]  Alusión al general Emilio Mola Vidal (1887-1937), El Director del levantamiento militar de julio de 1936 y Jefe del Ejército del Norte nacionalista, hasta su fallecimiento en accidente de aviación.
[10] Generales sublevados contra la República, que por ello fueron condenados a muerte y ejecutados. Se trata de Joaquín Fanjul Goñi (1880-1936), Rafael Villegas Montesinos (1893-1936) y Manuel Goded Llopis (1882-1936).
[11]  Leon Blum (1872-1950), político socialista francés, que presidió el Consejo de Ministros en la época del Frente Popular, entre junio de 1936 y junio de 1937, así como entre marzo y abril de 1938.
[12]  Alusión a la Carmen Polo y Martínez-Valdés (1900-1988) y a Carmen Franco Polo (1926-2017), esposa e hija única del General Franco, quienes a la sazón residían en Bayona de Francia, de incógnito.
[13] Máxima altura del enclave ceutí, desde donde Franco oteó en ocasiones las operaciones en el Estrecho.
[14]  Franco envió varias protestas y serias advertencias a las Autoridades internacionales de Tánger, para que evitasen dar facilidades o permitir la actuación armada de partidarios de la República española, en la ciudad tangerina y en su hinterland. Tres de ellas están literalmente recogidas en el libro de Brian Crozier, Franco, historia y biografía, volumen segundo, citado en la nota 4.
[15] Tras un periodo en que la administración de la Zona Internacional de Tánger corrió a cargo de Francia, Inglaterra y España (1923-1928), luego entraron también a formar parte del gobierno de la ciudad Portugal, Bélgica, Países Bajos e Italia, situación que se mantuvo entre 1928 y 1940, año este en que España anexionó temporal y provisionalmente Tánger a su Protectorado marroquí, mientras durase la Guerra Mundial (1940-1945).
[16] Buque hidrográfico de la Armada republicana que, según las protestas de Franco (véase nota 13), permanecía anclado en el puerto de Tánger, como buque insignia de esta escuadra (la republicana del Estrecho), donde se encuentran el Estado Mayor y el Mando… (telegrama de 7 de agosto de 1936).
[17] Acorazado que permaneció fiel a la República, hasta su destrucción por una explosión interna, al parecer, accidental, en los astilleros de Cartagena, el 17 de junio de 1937.
[18] Apelativo familiar del primo carnal de Franco, Francisco Franco Salgado-Araujo (1890-1975), teniente coronel y ayudante militar del General a la sazón, con quien entonces mantenía una estrecha relación. Pacón se hizo famoso cuando se publicaron póstumamente sus libros, Mis conversaciones privadas con Franco (1976) y Mi vida junto a Franco (1977), con una inesperada, aunque modesta, dosis de sinceridad y de crítica.
[19] Francisco de Miranda (1750-1816), precursor de la independencia de Venezuela y otros Estados de la América española, fue encerrado por ese motivo en la fortaleza gaditana de La Carraca, donde fallecería el 14 de julio de 1816, al parecer, de un ataque cerebrovascular. El texto alude al famoso cuadro sobre el mismo, titulado Miranda en La Carraca, por Arturo Michelena, presentado en 1896.
[20] Aunque Francisco Largo Caballero (1869-1946) no fue Presidente del Gobierno republicano hasta el 4 de septiembre de 1936, el relato adelanta el nombramiento, entendiendo que la virtualidad de la historia justifica la ucronía.
[21] Alusión a Mariano Ruiz-Funes García (1889-1953). Su condición de político templado y catedrático de Derecho Penal explica el supuesto exabrupto de Largo Caballero, con quien fue Ministro entre septiembre y noviembre de 1936 (con anterioridad, lo había sido de Agricultura, con otros Presidentes).
[22] Alusión a Jesús Sánchez Posada, quien en 1934, siendo sargento del Cuerpo Auxiliar Subalterno del Ejército, cooperó estrechamente, como auxiliar administrativo, con el General Franco en la logística burocrática para domeñar la Revolución de Asturias. En 1936, ya teniente, estuvo como preso político en la madrileña cárcel de Porlier, librándose de sacas y ejecuciones por ser un mero militar de oficinas. Durante el Franquismo -que yo sepa- ascendió hasta comandante de Oficinas Militares (año 1960), siendo destinado en el Consejo Supremo de Justicia Militar. Nacido hacia 1902, ignoro la fecha de su defunción.
[23] Pretendo aludir al entonces Presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gçomez González (1883-1951), cargo en que se mantuvo entre agosto de 1936 y el final de la Guerra Civil (1939). Anteriormente, había sido Presidente de la Sala Sexta del citado Tribunal, que estaba a cargo de lo Militar, por lo que tenía razones para conocer bien el desempeño de los abogados que actuasen en la materia.
[24] Siglas de Unión Militar Española, asociación informal o clandestina de militares profesionales de ideas contrarias al izquierdismo republicano. Fue fundada en 1933, participando en varias conspiraciones contra el Gobierno, entre ellas, la que culminó en el alzamiento de julio de 1936.
[25] Algunos de los principales textos citados en el relato aparecen recogidos textualmente en el libro de Crozier, citado en la nota 4, volumen segundo. Así, el discurso de 14 de junio de 1931, dirigido a los cadetes de la Academia Militar General de Zaragoza, con ocasión de su cierre (pp. 317-320); o la carta a Casares Quiroga, fechada el 23 de junio de 1936 (pp. 321-323)
[26] José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia (1903-1936), fundador de Falange Española quien, por unas u otras razones, parece que declinó presentarse como diputado en una candidatura que también incluyese al General Franco.
[27] Indalecio Prieto Tuero (1883-1962), figura muy destacada del socialismo español quien, en un discurso pronunciado en Cuenca con motivo de las elecciones generales de febrero de 1936, aludidas en la nota anterior, se pronunció muy elogiosamente sobre Franco, como militar, y manifestó su convencimiento de que sabría mantener el respeto por la legalidad republicaba. Sobre ello, véase, por ejemplo, la biografía de Crozier, citada supra en la nota 4, volumen primero, p. 257.
[28] El relato alude al hecho real de que el General Franco tomase posesión de los cargos de Generalísimo de los Ejércitos nacionales y Jefe del Gobierno del Estado Español, en Burgos, a 1 de octubre de 1936. Luego, ya es sabido que se hizo desaparecer las palabras del Gobierno, para convertirlo ilegalmente (o, cuando menos, alegalmente) en Jefe del Estado.
[29] Alusión a los generales José Sanjurjo Sacanell (1872-1936) y Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) quienes, por diversos motivos y muy distinta consecuencia legal, fueron juzgados por el Tribunal Supremo, respectivamente, en julio de 1933 y en mayo de 1935.
[30] El tribunal, de haber sido juzgado Franco en octubre de 1936, habría estado formado por tres magistrados del Tribunal Supremo, como tribunal de Derecho, y ocho jurados en representación de los sindicatos o partidos políticos adictos a la República, como tribunal para emitir el veredicto acerca de los hechos. Véase Enrique Roldán Cañizares, La justicia de la Segunda República en guerra. Una aproximación historiográfica, Revista de Historiografía, 29 (2018), pp. 37-54; El mismo, La evolución competencial de los Tribunales populares de la II República, Revista Internacional de Pensamiento Político, vol. 9 (2014), pp. 425-440. El texto legal clave en la materia es un Decreto de 23 de agosto de 1936. Los citados artículos pueden consultarse en abierto por Internet.
[31] Nombre que tenía en 1892, y mantiene ahora (2020), la rúa ferrolana donde nació el General Franco, el 4 de diciembre de 1892.

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