jueves, 8 de agosto de 2019

EXPIACIÓN (HISTORIA DE UN AMOR TRANSFIGURADO)



Expiación (Historia de un amor transfigurado)

Por Federico Bello Landrove

Je viens, le coeur tendre et les mains nues[1]

    
 A mitad de camino entre el ensayo realista de Espido Freire[2] y el apasionado romanticismo de la canción popularizada por Nana Mouskouri, este relato se aproxima al tema del amor revivido de otra manera por alguien que, no solo quiso revestirlo de expiación, sino hasta cambiar de identidad para no ser el de antes. Lo que consiguió en este noble y peliagudo empeño es el argumento de este cuento largo, o novela corta. 



1.      Un viajero poco común


     Viendo a Gabriel Ascaso sentado en la zona de embarque del aeropuerto de Madrid, esperando el avión de Aeroméxico para Ciudad de Panamá, nadie habría creído que fuese un viajero poco común, como más arriba he dejado dicho. Unos sesenta años de edad; estatura algo más que mediana; delgadez sin exceso; cabello casi enteramente canoso, con amplia calva en la coronilla. Vestía en plan informal, casi deportivo, y velaba sus ojos con gafas oscuras, que disimulaban por el momento unas facciones anodinas, en el más estricto sentido de la palabra. Junto a él, la típica maleta autorizada para cabina, así como un sombrero de paja, tipo panamá, como correspondía al país de destino. Entre las manos, un pequeño bolso del que, a cada momento, saca un cuadernillo de pastas duras, escrito de su puño y letra, que precisamente encierra la clave de lo extraordinario del viajero. Podríamos titular ese texto Biografía de Guillermo Albentosa, hasta el día de hoy. Y lo curioso es que no se trata del borrador o proyecto de una novela, o de la peripecia vital de un hombre real y distinto. No. Guillermo Albentosa será el nombre de Gabriel Ascaso, desde el momento en que aterrice en su meta centroamericana. Y no es fácil inventarse de cabo a rabo una existencia no vivida. Por eso se comprende que la haya recogido por escrito y que constantemente esté repasándola, para memorizar todas sus imaginadas vicisitudes.
     ¿Cuál es el motivo de que un señor mayor, de apariencia respetable, pretenda cambiar de identidad, al hacerlo de continente? No piensen mal de él. No le guía el deseo de ocultar fechorías, ni de aparentar excelencia. Todo lo que quiere es tender un puente hacia su pasado y hacer a cierta persona el bien que antaño no le hizo, aun debiendo. O, para ser más exactos, compensarle por el daño que, casi sin querer, le causó. Si les digo que la víctima de otrora es una mujer, más o menos de su edad, empezarán a sospechar la verdad: de amores frustrados anda el juego. Si les informo que la señora se llama Berta del Amo, poco sacarán en limpio, a no ser que sean ustedes fieles seguidores de los congresos y los textos docentes de Lengua. Y, desde luego, les faltará aún por descifrar la causa por la que Gabriel/Guillermo vuela hasta ella ocultando su personalidad real. Así pues, veo que lo mejor será remontarnos a más de cuarenta años atrás y exponer cronológicamente y de forma escueta lo sucedido a Gabriel y a Berta, siempre que tenga importancia para seguir y comprender este relato.

***

     Digámoslo claramente: Gabriel Ascaso es un sujeto que fracasó en conservar y fructificar su primer amor, cuando ninguna razón de fondo había para ello. Quiero decir que Berta y él se querían y formaban en ciernes una pareja perfecta. Claro que siempre pueden encontrarse disculpas que, en la inexperta y torpe época de la adolescencia, parecen causas o dificultades insuperables. En el caso que nos ocupa, la tierna edad de los chicos y las diferencias entre las familias -políticas y socioeconómicas- estuvieron en el fondo del fracaso. Y no sería yo quien ridiculice los obstáculos, ni eche en cara a Gabriel el no haber intentado vencerlos. Bien sé lo que, en aquel entonces, contaban la menor edad y las intromisiones familiares; como me consta que lo que a la sazón se llevaba era que fuesen los hombrecitos quienes dieran los pasos precisos para declarar y defender el amor, mientras las jovencitas maniobraban en la sombra, con apariencia de pasividad y sumisión. En fin, el hecho es que aquella prometedora relación se fue al traste, con muy distintas consecuencias para cada uno de los afectados por la ruptura.
     Nunca se saba bien si es el carácter el que influye en los acontecimientos, o si son los hechos los que forjan el modo de ser. Pero, inclinándome en este caso por la segunda de las opciones, me atreveré a resumir que la huida de Gabriel fue el punto de partida de una forma de entender el cariño de modo vitalista y acomodaticio, buscando por encima de todo la tranquilidad y el interés propio, y no insistiendo en obtener el cariño de una mujer, cuando ello da pesares o precisa de paciencia y perseverancia; antes al contrario, aceptando sin la menor dificultad el rechazo inicial que pudiera recibir. En consecuencia, Gabriel tenía por cierto que el amor y la mujer de nuestra vida no llueven del cielo, como un don personalísimo e irrebatible, sino que se ajustan a la idea de un atractivo razonable, que luego va ahormándose a fuerza de tiempo y de convivencia. La palabra favorita del vocabulario femenino de Gabriel era el epíteto agradable, matizado, si acaso, por el cuantitativo muy.
     Por el contrario, Berta había salido de aquel primer desengaño -en el que todo el protagonismo había correspondido a Gabriel y a sus familias respectivas- muy afectada en su forma de entender el amor. Con Gabriel se había hecho la idea de que el cariño era el más íntimo y entregado sentimiento espiritual, a cuya consecución confluían todas aquellas personas que la querían bien y miraban por su porvenir. El fracaso fue para ella bastante más que la casi inevitable crisis del primer amor: Se convirtió en una radical mutación, que la edad no hizo sino profundizar. Donde antes habían imperado la mente y el espíritu, ocupó ahora la preeminencia la sexualidad, dentro de los niveles que en aquella época eran tolerables; y de ser una niña dócil y confiada, se transformó en la típica adolescente cerrada y rebelde, dispuesta a no dar la menor relevancia a las opiniones paternas sobre sus eventuales parejas, y hasta a llevarles la contraria, como signo de independencia; un tanto masoquista, la verdad sea dicha.
     En la ulterior evolución de Gabriel y de Berta debió de tener mucha importancia un ingrediente en que -por cierto- no había caído hasta ahora: me refiero al paso del tiempo. Aunque Gabriel tuvo siempre una mente alerta y una notable capacidad de decisión, lo cierto es que -por unas cosas u otras- se entregó a su formación y estudios, sobre cualquier otra dedicación. Por otra parte, bastante tímido y poco apasionado, dio tiempo al tiempo, sin enfrascarse en relaciones de verdadero noviazgo; y así, llegó a sus veinticinco años disponible, con la carrera académica conclusa y ganadas las oposiciones de catedrático de Instituto en la especialidad de Geografía e Historia. Solo entonces, como quien prepara un ejercicio adicional de los exámenes, buscó y halló a la mujer que compartiera su vida con él. Fue en el instituto de su primer destino, en la persona de una compañera de Matemáticas, quien -adelantémoslo ya- cumplió sobradamente sus expectativas pues, además de físicamente agradable, fue una excelente esposa y madre, así como una abnegada ama de casa. Puede decirse que, mientras ella vivió, maldito lo que se le ocurrió a Gabriel repensar su vida sentimental y buscarle tres pies al gato de sus pocos y cortos amores pasados, incluido el primero.
     Por el contrario, Berta tuvo la suerte de espaldas. Pese a su joven edad y a la opinión negativa de sus padres, se empeñó en casarse con un estudiante panameño de Medicina, que cursaba estudios en la Universidad de Castellar -la ciudad donde vivían entonces nuestros personajes-. Ella no había cumplido aún los veinte años, ni acabado su carrera, pero todo se precipitó, al menos, por la imposición del novio de casarse antes de que tuviera que regresar a su país para ejercer la profesión. De común acuerdo con Berta, se salió con la suya. Estoy convencido de que la diferencia de edad y la indudable mayor experiencia en cosas del sexo contribuyeron decisivamente a tal desenlace.
     De todos estos avatares, Gabriel y Berta no tuvieron noticias recíprocas, o fueron muy escasas y por terceros. Solo estoy seguro de que él supo del matrimonio de ella y de la identidad del novio, dado que Castellar era un pañuelo, estudiaban en la misma Facultad y tenían amigos comunes. Luego, una y otro tomaron muy distintos rumbos y no tengo otra idea de sus saberes y recuerdos, que la que se irá deduciendo de lo que nos digan en capítulos sucesivos, o seamos nosotros capaces de inferir de los hechos.  



2.      Sublime decisión


     Hemos de partir de una premisa: Buena parte de lo que narraré en la primera parte de este capítulo fue desconocido por quienes no protagonizaron los hechos, hasta años después de haber estos sucedido. Por ejemplo, la viudez de Gabriel, como consecuencia de un cáncer de su esposa, se produjo a los cuarenta y cinco años de su edad, pero es muy probable que no fuese conocida por Berta, habida cuenta de que el óbito se produjo en Galicia y las respectivas familias no se trataban. De hecho, Gabriel nunca recibió un pésame que acreditara, si no la tristeza, sí, al menos, el conocimiento del fatal desenlace. Ni -menos aún- es probable que llegara a oídos de Gabriel el conflicto matrimonial de Berta, que fue desembocando sucesivamente en pésima convivencia entre los esposos, conflictivo divorcio, tensiones con sus hijos y mala situación económica. Adelantemos que, con harto esfuerzo y soledad, Berta fue sobreponiéndose a las adversidades. El marido acabó por dejarla en paz, cuando decidió contraer nuevo matrimonio y los hijos llegaron a una edad en que no eran influenciables, para malmeterlos contra su madre. Los dos chicos acabaron por reconocer las razones y, sobre todo, las buenas cualidades de su madre y ligaron con ella una pasable convivencia, mientras concluían sus estudios y volaban del hogar materno, para vivir su propia experiencia vital. Por último, Berta sacó partido de su buena formación literaria; homologó sus estudios de España y los acabó con la graduación panameña, incorporándose al claustro de la Universidad Católica de Ciudad de Panamá, donde fue ascendiendo escalones docentes, a la par que se hacía un cierto renombre con sus ensayos sobre escritores del país. Quienes tuvieron la ocasión de conocerla en aquellos años, dan unánimemente testimonio de que aquella desdichada época la cambió de manera muy notable, convirtiendo a la joven alegre y confiada en una mujer, a la par que fuerte, dura y resentida, dueña de su destino y muy cerrada para los demás. Claro está que no dejó de hacer unos pocos amigos y de mantener esporádicamente relaciones con diversos hombres, sin que tales escarceos tuvieran mayor importancia, fuera del de Iván Céspedes, al que pronto aludiré muy brevemente.
      De todo ese calvario tuvo Gabriel parcial y tardía noticia por la madre de Berta, a quien casualmente encontró por la calle en Castellar, en una de las escasas visitas que giraba a su ciudad natal. Al preguntarle por su hija, la señora fue fiel, aunque escueta, relatora de las desgracias, con esa fruición que muchos ponen en que los demás se enteren de nuestras cuitas y -al menos, formalmente- nos compadezcan. El encuentro ya fue cuando Gabriel estaba viudo, aunque él se abstuvo de ofrecer ese detalle a quien apenas era un desvaído recuerdo de su juventud. Guardó la información en su mente y siguió adelante con los quehaceres de su profesión y la preparación de sus hijos, que ya transitaban por los difíciles años del final de las carreras y la obtención de un título y de experiencia para afrontar una vida económicamente independiente. Con todo, en la soledad de su dormitorio, no dejaba de imaginar en ocasiones la felicidad que Berta y él habrían podido tener juntos -nunca se le ocurría que su unión hubiera podido fracasar- y los problemas que ambos se habrían evitado, de haber puesto él algún sacrificio y paciencia de su parte. Inevitablemente, se consideraba el responsable de aquella prehistórica ruptura pero, por el momento, el sentimiento de culpa no traía consigo el cumplimiento de ninguna penitencia. De hecho, haciendo bueno el dicho quien evita la tentación, evita el peligro, nunca se le ocurrió poner unas letras a quien ya figuraba en los datos de la incipiente Internet ni, menos todavía, tratar de coincidir en Castellar con ella, supuesto que solía hacer una visita anual a sus ya ancianos padres.
     Y voy con la prometida referencia a Iván Céspedes, a quien cronológicamente he de situar aquí, aunque en la memoria de Gabriel no entrase sino mucho tiempo después. Hubo de enterarse de que era un distinguido colega de Berta en la Universidad, con quien vivió un tórrido romance, aun sabiendo que se trataba de un individuo casado y con hijos. Todo lo más que llegó a saber de buena tinta, es que se trataba de un intelectual de éxito y escritor de menos pelo del que a sí mismo se atribuía. Bajo seguridades de que su matrimonio estaba espiritualmente muerto y de que no tardaría en rezarle el miserere, Iván superó las objeciones morales de Berta, en tanto las murallas de su dureza y desconfianza se vinieron abajo, de la misma o parecida forma que con su marido antes del matrimonio, a saber, con una dosis de sexo y vida alegre, que el amante sufragaba con el cuantioso patrimonio de su mujer. No es de extrañar, pues, que el miserere nunca llegase a recitarse y que el señor Céspedes volviese al redil conyugal. Berta sufrió un -relativo- desengaño y nunca llegó a decidir si valorarlo como un miserable o como un hombre débil, que la había vuelto a la vida por un tiempo, como ella misma llegó a confesar. Gabriel pensaba que a Berta le había tocado sufrir más por los débiles que se batieron en retirada, que no por el oportuno listo, que otrora había recogido los despojos.





***

      Los años pasan rápidos, sobre todo, en la fase central de la vida. Frisando los sesenta, Gabriel se encontró con los hijos colocados, dos nietos que vivían al otro lado del país y la atractiva posibilidad de la jubilación al cumplir la sesentena, una bendición para los profesores hispanos de escuelas e institutos, aunque nazca de la malévola opinión de que los maestros mayores, ni comprenden a sus alumnos, ni están al día de sus especialidades. Pero Gabriel -el Gabi, para sus confianzudos discípulos- no tenía en ese sentido amor propio e, impenitente paremiólogo, respondía con aquello de tú dame pan y llámame perro. En suma, decidió coger la licencia definitiva a los sesenta, pese a los malos augurios de algunos de sus hijos -biológicos o políticos- de qué iba a hacer en casa y cómo se las iba a arreglar solo. Él sonreía y, para sus adentros, empezó a tramar el plan que ha dado con sus huesos en Barajas y con su historia, en este humilde blog.
     Ahora sí que, tras el examen de conciencia y el dolor de los pecados, tenía la posibilidad pintiparada de cumplir una penitencia o, por mejor decir, de imponérsela él mismo. Berta y él tenían una edad parecida, aún interesante. Los dos estaban solos en casa, con los hijos fuera del hogar y, mayormente, lejos de las ciudades de residencia de sus padres. Y, por lo que a él se le alcanzaba, ella no había vuelto a ligar en serio, después del fiasco de Céspedes. Así que, ¿por qué no viajar a Panamá para ayudar y acompañar a su primer amor, de la mejor forma posible? Era algo que se le habría ocurrido al más obtuso. Lo que pocos hubieran imaginado era llevar a cabo la empresa de incógnito, es decir, sin darse a conocer como Gabriel Ascaso, sino como un españolito que, por razones a determinar, aparece de sopetón a orillas del Pacífico y se topa con una compatriota, profesora de rompe y rasga, al decir de sus colegas. Parece una estupidez, a poca memoria visual que le quedase a Berta, pero la cosa no es descabellada. ¿Han probado ustedes -si ya tienen los sesenta- a comparar una fotografía suya de chavales o de chiquillas y otra de ahora mismo? Pues, si han hecho la prueba, además de coger una depresión regular, habrán notado que el parecido es tan relativo y discutible, que una persona que haya pasado cuarenta y pico años sin verlos a ustedes no es fácil que los reconozca, sin un punto objetivo de enlace o -más a mi favor- si el identificable niega ser quien creían. En cualquier caso, es muy probable que Gabriel tuviese algunos motivos para presentarse como otra persona. A definirlos me voy a aplicar a continuación, pero no les aseguro el acierto, ni la verosimilitud. Y es que, aunque sea amigo mío, ¡tiene cada ocurrencia!



3.      La trama


     Como les decía, ¿qué pudo impulsar a Gabriel para cambiar de identidad, en orden a reaparecer en la vida de Berta? Para empezar, se me ocurre jugar a la contradicción. Si se presentaba como quien era en realidad, podría cosechar de entrada un fracaso, si su antiquísima amadora le guardaba rencor o juzgaba absurda su iniciativa, tras casi medio siglo de silencio. Pero puede ser que Gabriel tampoco quisiera jugar al éxito, es decir, al triunfo del recuerdo y la nostalgia de una señora a la que le había salido fatal cuanto había intentado después de lo suyo. Una tarde, cuando todo hubo pasado, mientras tomábamos el fresco en el Parque Grande, me dijo una cosa que, bien analizada, puede darnos la explicación:
-          Yo no me creía digno de recuperar su amor, tanto tiempo después. Mi objetivo era convertirme en un compañero leal. Bastaba con eso para justificar mi viaje y llenar mis aspiraciones.
     ¡Y qué mejor, para no aprovecharse -para bien o para mal- de lo de antaño, que no ser el mismo!, en el más estricto sentido de la expresión.
     Sea como fuere, tomada la decisión de vivir aquella aventura, y de hacerlo como un perfecto desconocido, Gabriel comenzó por forjarse su nueva personalidad. Era como un juego, cuyas únicas reglas consistían en no complicar tanto la trama, que resultara difícil de memorizar o de sostener, y no simplificarla tanto, que se prestara a un fácil descubrimiento de la superchería. En consecuencia, mantendría de su identidad todo aquello que no resultara en exceso sospechoso. No sería profesor, pero sí maestro; no vendría de Castellar, pero sí de una capital próxima que él conocía bien y Berta, no; sería un recién jubilado, viudo -aunque reciente- y con los hijos y nietos que Dios le había dado; culto y en buena posición económica, pero procurando no alardear de lo uno ni de lo otro. En cuanto al nombre, escogió uno que siempre le había gustado y hasta se atrevió con un apellido infrecuente y un tanto ostentóreo[3]. Y para aprovechar camisas y pañuelos con sus iniciales bordadas, mantuvo las capitales G.A. en su apelativo.
     Con todo -según ya he dicho-, Gabriel preparó un cuaderno con gran lujo de detalles, tanto para evitar errores, como para rodear sus nuevos datos personales de detalles y peculiaridades. Con su tradicional gusto por los refranes, tenía muy presente aquel, tan conocido: Se coge antes a un mentiroso que a un cojo.
     Hubo dos cuestiones que le trajeron muy preocupado durante cierto tiempo: Por qué se le había ocurrido Panamá como destino para su nueva vida y qué demonios iba a hacer en la Universidad donde Berta ejercía de profesora. Lo primero lo despachó con bastante aseo, fundiendo una inexistente prescripción médica con un concienzudo estudio geográfico sobre el bello País del Istmo. El resultado le quedó así: Padeciendo debilidad y fuertes dolores óseos, había consultado en una clínica especializada de Madrid con un doctor puertorriqueño, quien le recomendó un clima como el de su tierra para aliviar mucho su dolencia. Poco amigo de la bandera de las barras y estrellas, había estado dando vueltas al consejo y, finalmente, se decidió por la pequeña República panameña, de cuya capital y naturaleza le había contado maravillas un amigo, profesor de la Universidad castellarense, que las había conocido durante un congreso.
     Solucionado el tema del dónde y el porqué, Gabriel hubo de enfrascarse con el de su inopinada y repentina afición por la literatura centroamericana. Aquí le ayudó mucho la información de Internet, gracias a la cual supo de la dedicación docente y creativa de la profesora Berta del Amo. Sabedor de que era autora de una colección de relatos de tipo erótico, estuvo en un tris de apuntarse a la vena lúbrica, lo que acabó descartando por diversas y obvias razones. Finalmente, optó por presentarse como un entusiasta de la vida y obra de Rodolfo Caicedo[4], a cuya labor periodística Berta había dedicado un ya añejo ensayo. Leyó lo suficiente de y sobre Caicedo, como para sostener una charla inteligente sobre el tema, que -dicho sea de paso- le encantó desde el punto de vista histórico.




***

     Si engañar a Berta era el mayor problema, tampoco era moco de pavo explicar a sus hijos la aventura tropical, sin que entraran en sospechas o lo tuvieran por perturbado. Aunque no estaba cometiendo un crimen, excluía de antemano revelarles su objetivo. Tampoco iban a tragarse lo del consejo del médico puertorriqueño. Así que optó por mantener oculto su designio hasta un par de meses antes de la partida y presentar su marcha como la momentánea cana al aire de un enamorado de la naturaleza y los viajes exóticos. Claro que Gabriel no era hombre que hubiese caído en la calvicie por arrojar las canas al alto, ni por viajar más allá de Europa y Egipto, pero, aderezó el manjar con la sal y pimienta de la jubilación y la hipocondría de quien afirma quién sabe lo que me quedará de vida, que ya tengo más años que mi hermana Feli cuando murió, y no digamos que vuestra santa madre.
     Mal que bien, la cosa coló; sobre todo, cuando dejó claro para las personas interesadas de la familia, que había encontrado una habitación en una mansión deliciosa, que le ofrecía media pensión por la mitad de precio que en España. ¡Si hasta voy a ahorrar dinero!, decía, con más de un punto de exageración.
     Efectivamente, por Internet había hallado una pensión deliciosa o, en expresión personal suya, muy agradable. En realidad, no era tanto un hostal, cuanto una casa particular, cuya dueña -viuda y con hijos, en cierto apuro económico- alquilaba tres habitaciones del piso superior de su chalet, en el Complejo Los Libertadores, a un paseo de la USMA[5]. Gabriel tomó nota y telefoneó a la señora, doña Anita Arosemena, abriéndosele todas las puertas cuando dijo que era un maestro español jubilado, que preparaba una larga estancia en Ciudad de Panamá, por motivos de salud. Con todo, no eran la ubicación ni el precio los mayores atractivos del aún no visto alojamiento, sino la circunstancia de que, grosso modo, distaba no más de un quilómetro de la vivienda de Berta y tenía una excelente comunicación con la Universidad Católica, aunque cuatro o cinco quilómetros de recorrido no se los quitaba nadie. A una mala, Gabriel se consideraba un buen andarín, con cuerda para rato.
     Hechos todos los preparativos, mi amigo decidió embarcar en los primeros días de setiembre, que en La Universidad panameña era el comienzo, no del curso, sino del tercer ciclo o trimestre del mismo. Así tendría todo el verano hispano para despedirse de hijos y nietos, aunque insistió en asegurarles que solo sería una temporadita, según me pinte el clima y me canse de tanta exuberancia tropical. Una de sus nueras debió de entender lo de la exuberancia en otro sentido, pues le guiñó el ojo y comentó:
-          Ten cuidado, que las caribeñas tienen mucho gancho.
     A lo que, aparentando indiferencia, replicó el suegro:
-          En Panamá serán más tranquilas, ya que lo baña el Pacífico[6].
     En fin, lo que les he contado resume los principales preparativos de Gabriel para su viaje penitencial. Tampoco merecía mucho más, habida cuenta de que Berta podría calarlo a las primeras de cambio y dejarlo compuesto y sin novia, como quien dice. Eso mismo imaginó Gabriel mientras atendía la llamada a embarcar, pero la presencia de dos esculturales azafatas al final de la manga llevó sus pensamientos hacia más placenteros objetivos.



4.      El fanático de Rodolfo Caicedo


     No les ocultaré que, antes de hacer definitiva su resolución viajera, Gabriel actualizó la imagen de Berta, a través de Facebook y, sobre todo, de algunas fotografías en actos académicos, existentes en Internet. Pese a los cambios y estragos inevitables por la edad, parecía aún una señora de buen ver, de rostro inteligente y con un notable incremento de masa corporal, afortunadamente bien repartido. Así, a la vez que confirmaba su caritativo designio, suavizaba el impacto de la decepción y se preparaba para volverla a ver sin excesos emocionales, así como a reconocerla sin dificultad.
     En llegando a Ciudad de Panamá, nuestro hombre se tomó su tiempo, entre la prudencia y el temblor de piernas. El alojamiento resultó tan grato como lo parecía en las fotos. La habitación era amplia, amueblada con gusto en el estilo que denominamos colonial, y con una amplia terraza al sol poniente, desde la que se columbraba el inicio de la llamada Vereda peatonal que, en poco más de un quilómetro, llevaba hasta el edificio principal universitario. Tras un cambio en la pieza inicialmente prevista, Gabriel consiguió el único dormitorio con cuarto de baño interior, aceptando una subida de precio de tres dólares diarios[7]. En cuanto a la media pensión, acordó que la comida incluida sería la cena, suponiendo que el almuerzo lo haría con harta frecuencia en el café de la USMA o -si se lo autorizaban- en los comedores universitarios.
     Como era previsible, una vez provisto de un plano, su primera visita fue para los exteriores del domicilio de Berta -de cuya ubicación no daré detalles precisos, para evitar cualquier indeseada identificación[8]-, una casa de campo de época y estilo parecidos a los de la pensión Arosemena, pero de una sola planta y con más amplio pensil, que lindaba con el de otro edificio gemelo. La zona tenía la apariencia de una ciudad jardín, por lo que colijo que en principio fuese una pequeña urbanización, que con el tiempo había ido transformándose. Entre paréntesis: la verja, cubierta con un frondoso seto vivo de madreselvas y buganvillas, apenas dejaba vislumbrar algo de la casa. pues solo sobresalían los ápices de arbustos de adelfa y las copas de dos árboles de porte, que más adelante sabría que se trataba de un guayacán y un flamboyán, típicos de la zona.
      Su segundo centro de interés fue la propia USMA, un conjunto encantador de edificios, estilo geométrico de los años sesenta, de uno o dos pisos a lo sumo, acogedores y nada pretenciosos, ya fuera por el espíritu recoleto que los había inspirado[9], ya por la moderada afluencia de estudiantes[10]. Como si del padre -o del abuelo- de un presunto alumno se tratase, Gabriel husmeó por construcciones y jardines, deteniéndose, no solo en el edificio principal, sino también en el de Posgrado, el gran café con sus enormes cristaleras y -como si fuese una premonición- la biblioteca, que llevaba el nombre de M.G. McGrath[11]. Con cierta sorna, me confesó:
-          Dejé para el final la capilla, donde no te oculto que recé por el éxito de mi misión. Fíjate qué pomposidad. Desde entonces, me quedé con el lema religioso de la Universidad: Intellectum da mihi ut viviam[12].
     Me pareció una buena petición para mi amigo a quien, según mi parecer, le sobraba inteligencia teórica, pero andaba falto de sabiduría para la vida, a la que a veces llamamos gramática parda.





***

     Después de darle mil vueltas a la peliaguda y transcendental cuestión, Gabriel optó por la forma más sencilla y directa de abordar a Berta: informarse de que todas las tardes lectivas, excepción hecha de los viernes, se hallaba en su despacho de la Facultad de Humanidades, sección de Profesorado de Primaria y Media[13], con general disponibilidad para los estudiantes. Así pues, se fijó una fecha, dio un completo repaso a sus apuntes sobre Caicedo[14], vistió -pese a la todavía alta temperatura de mediados de octubre- un traje color tabaco con corbata tono verde agua, y se caló el jipijapa y las gafas oscuras, sin olvidar el repuesto de unas graduadas de montura de carey para el gran momento. Un inciso: Gabriel apenas usaba las gafas de miope en el cine o ante el televisor, pero le pareció un disfraz apropiado, a fin de alejar aún más su rostro del que tuvo en la protohistoria de Castellar.
     Gabriel (a partir de ahora, Guillermo, Guillermo Albentosa) resumía la entrevista con este juicio: fue de dulce. La verdad es que no debió de ser ligera la sorpresa de la profesora, al presentársele un alumno en los umbrales de la tercera edad, desconocido y, a mayores, no matriculado. Pero el neófito tenía a su favor unas cualidades irresistibles: Venía de España -y de muy cerquita de Castellar, según él-; hablaba con fluidez y cortesía en ese castellano tan rico en jotas guturales, ces linguo-dentales y elles palatales, a la castellarense. Y, para rematar, le pedía orientación y ayuda para enfrascarse en el más atractivo de los escritores panameños, si no por sus obras literarias, sí por su variedad y apasionante biografía. Tan emocionado aparentaba estar Guillermo con su tema, que llegó a pasarse un poco, a juzgar por el comentario que le dedicó Berta, con una sonrisa:
-          Veo, señor maestro, que poco va a necesitar de mi auxilio. Antes, al contrario, tendré que aprender de usted.
     Luego, ya en serio, agregó:
-          Me parece que, por el momento, sabe usted de Caicedo lo suficiente para empezar. Tendré que encaminarle a la biblioteca, para que pueda usted bucear en su abundante obra. Preséntese usted allá a doña Rita Veragua, a quien inmediatamente avisaré por teléfono de su empeño.
     Yo le preguntaba:
-          ¿Y no te decepcionó que fuera a ser tu mentora otra persona, que no Berta?
-          ¡Quita allá!, me respondió. No sabes lo tranquilo que me quedé. Según le hablaba, me parecía que iba a descubrirme de un momento a otro. Tanto como me había preocupado por la fisonomía y olvidé lo que menos cambia con la edad: la voz[15]. 
     Para dar tiempo, decidió relajarse y pasar unos días de verdadero turista, visitando el viejo Panamá y el Panamá Viejo, lo que no es un mero juego de palabras[16], y hasta dándose un chapuzón en Playa Farfán, donde en seguida percibió que la temperatura de las aguas del Pacífico no estaba hecha para su edad y delgadez. Diré de paso que Guillermo tampoco se convirtió en un fan del ceviche, por lo que él llamaba la funesta manía de acidificar, en vez de acidular. Verdad es que mi amigo se llevaba mal con el limón, pero bastante bien con el diccionario.
     Por fin, al lunes siguiente de la visita a Berta, Guillermo se presentó en la biblioteca McGrath, para saludar a Rita Veragua y solicitar su cooperación en las tareas de aportación bibliográfica. Encontró a una señora rellena y menuda, unos diez años más joven que él mismo, de rostro simpático y sonrisa abierta, con gafas de montura de titanio, apenas perceptibles[17]. De la impresión que Rita le produjo da cuenta muy gráfica la siguiente frase de mi amigo:
-          Era un encanto de mujer, el colmo de la sencillez y la amabilidad. Te digo la verdad: Si no hubiera estado bien casada y con una familia feliz, no sé si no habría cambiado a Berta por ella.
     De entrada, la biblio -como era generalmente apodada por los estudiantes- le había preparado una mesa aparte en la gran sala, junto a su despacho, donde ya se encontraba media docena de libros de Caicedo y las fichas referenciales de otros varios: en total, unos doce -no todos los suyos, le dijo, pero la mayor dificultad vendrá si quiere acceder a sus artículos periodísticos, en los que la profesora Del Amo es una autoridad-.
     Al verse ante menú tan apetitoso como extenso, Guillermo se vino un poco abajo. ¿Cuándo voy a reencontrarme con Berta, si antes tengo que leer y digerir todos estos libracos?, se dijo. Pero tampoco eran tantos, ni tan extensos. En quince días de trabajo esforzado y constante, estaba en condiciones de asegurar que poemas, dramas, fábulas y escritos políticos habían caído bajo su vista, resumidos en más de cincuenta fichas, redactadas con su admirable letra, regular y menudísima, que hacía la desesperación de Rita cuando las echaba un vistazo, por encima del hombro de Guillermo.
-          ¡Hombre de Dios!, exclamaba con sobresalto de los circunstantes. Va a perder la vista con esa miniatura de letras.
-          Es que los pensionistas españoles apenas ganamos para material escolar, bromeaba.
     Los malos augurios de alejamiento de Berta no se vieron confirmados. No había pasado un mes desde su entrevista con ella, cuando Rita le dijo, al acabar la jornada matinal:
-          ¿Tienes algo que hacer este mediodía? -Nótese que Guillermo había logrado, tras arduos esfuerzos, imponerle el tuteo, poco corriente entonces por allá-
-          Almorzar y volver al tajo, respondió.
-          Espléndido. La doctora Del Amo quería que comieseis juntos, para charlar de tu trabajo. Te espera a la una en el Café de la Universidad. Prepárate -bromeó-, que te va a hacer un examen en toda regla.
     Naturalmente, pasados los primeros momentos, en aquella comida a dos se habló de casi todo, menos del trabajo. Berta había recibido el asombrado y encomiástico informe de Rita, que nunca había visto a un jubilado trabajar tanto. Los resultados, todavía era pronto para discutirlos -dijo Berta-. Así que…
-          … Vamos a hablar un poco de España o, por mejor decir, de Castilla. Ya sabes que soy de Castellar -tuteo espontáneo- y, desde que murió mi madre, no he vuelto por allí.
-          ¿No te queda nadie por aquellos pagos?
-          Un hermano, pero te confesaré que, muertos nuestros padres, no tengo muchos ánimos de regresar. De hecho, prefiero que sea él quien se dé una vuelta por aquí, pero se ha vuelto un comodón. Va a hacer diez años de su última visita.
     Berta -como era natural- se callaba las verdaderas razones del distanciamiento fraternal: una cuñada a la que no tragaba y los líos hereditarios, tan frecuentes cuando alguno de los herederos está muy lejos del caudal.
-          ¿Y amigos?, insistió Guillermo.
-          ¡Uf! La mayoría, en ignorado paradero y el resto, a cuarenta años de distancia y difíciles de reunir en vacaciones. Pero ¿y tú?; ¿cómo es que, tan pronto te has retirado, te viniste para esta tierra, tan hermosa, como olvidada por nuestros compatriotas?
      Era el momento de soltar de carrerilla buena parte de los apuntes de la citada Biografía de Guillermo Albentosa, pero este comprendió que, con un resumen, bastaba por ahora. De modo que se limitó a esposa, viudez, hijos y nietos, a más de la consabida milonga sobre el médico puertorriqueño y la bondad del clima tropical para sus huesos. Berta, desconocedora de los entresijos terapéuticos, simplemente comentó:
-          Desde luego, calor no te va a faltar, aunque no sé si la humedad no será contraproducente.
-          La verdad es que, por ahora, los dolores se me han quitado casi del todo, y hasta la artrosis parece haber ido a menos. Y, en cuanto al principio de osteoporosis…
     Berta empezaba a aburrirse de tantas palabras acabadas en osis. En consecuencia, Guillermo concluyó:
-          En último extremo, si no me pinta bien, con coger el avión de vuelta y los papeles sobre Caicedo, tengo todo resuelto.
     La profesora asintió:
-          Pero antes tienes que hacer un periplo por este país. No puedes irte sin un buen recorrido de naturaleza, playas y restos coloniales. Durmiendo en la biblioteca, como quien dice, ¿qué has podido ver de por aquí, hasta ahora?
     Guillermo se lo contó, incluso lo del ceviche y la frialdad del agua marina. Berta concluyó:
-          Tienes que salir más… Por cierto, el próximo viernes vienen a cenar a casa Rita y su marido, con algunos otros amigos. ¿Por qué no te sumas?... Darás la nota -buena-, de traje y corbata, y con tu facilidad de palabra… Eso sí, dulcifica un poco tus jotas y sesea algo: los indígenas te lo van a agradecer.



5.      Nadando entre dos aguas


     El día de la invitación -pensó Guillermo- coincidía casualmente con el del cumpleaños de Berta, que recordaba perfectamente era el 24 de octubre. En consecuencia, para no quedar desmarcado, decidió comparecer con un regalo más aparatoso que la tradicional tarta o botella de vino o licor. Merodeó por el casco antiguo de la capital, hasta dar con una librería anticuaria, en las proximidades del Palacio de las Garzas[18]. Me lo refería:
-          Entré buscando alguna edición dieciochesca de una obra española y salí con un libro en inglés, de principios de siglo -del XX-: una edición ilustrada de Ben-Hur, que supongo la retrotraería a los tiempos de su infancia, si es que volvió a leerla. Se la dediqué respetuosamente, remarcando nuestro común interés por los libros y la tradición. Cuando fui a pagar, me llevé la sorpresa de que me cobraron veinticinco dólares, pese a su excelente estado de conservación. Hacía mucho que no realizaba un obsequio de compromiso por tan poco dinero.
     En lo del amor por la tradición, la casa de Berta le dio toda la razón a mi amigo. Dejémoslo en el uso de la palabra:
-          Chico, si por fuera ya daba el cante su zócalo de azulejos talaveranos, por dentro parecía un consulado de España. Todo, los muebles, los adornos, los cuadros, las fotografías, tenían acento español, como correspondía al esfuerzo y gasto realizados para desmontar y traer desde España buena parte de la casa de sus padres. Yo la recordaba de mis escasísimas visitas en las fiestas y días señalados. Figúrate, pues, la curiosidad y la emoción que sentía; hasta el punto de que, abandonando la reunión del jardín, me perdí por el interior de la vivienda, hasta dar con mis huesos en la magnífica biblioteca. Allí me pilló Rita, enviada en mi busca, cuando estaba yo tratando de encontrar los libros escritos por Berta. La rescatadora, ante mi explicación, aclaró: Los libros de su autoría los expone en el salón.
     Como Guillermo había sospechado, se trataba de una fiesta de cumpleaños, siquiera en pequeño grupo, para lo que se estila en los países de tradición norteamericana: Rita y su marido -por descontado-; un profesor ayudante de su cátedra, con quien me había cruzado por los pasillos de la Universidad; dos vecinas, una con su esposo y otra, con su madre; Alfredo, el hijo mayor de Berta, con su único vástago, un hercúleo adolescente; quizás alguien más, y yo. Un camarero ejercía su función de servir, sin perjuicio de que Berta también atendiera a los invitados, como delicada anfitriona.
     Cenaron a una amplia mesa ovalada, con hermosos adornos florales y música española e hispanoamericana, emitida alternativamente. Yo pegué la hebra con la pareja de vecinos -comentó Guillermo-, que dijeron haberme visto paseando por los contornos. Les aclaré que estaba de pensión a un paso de allí. Por curiosidad, se acercó a Alfredo y se le presentó, como un viejo posgraduado que estaba tutelado por su madre. El hijo primogénito de Berta y de su ex marido le explicó que era ingeniero y trabajaba en Colón, siendo el muchacho allí presente su único hijo. ¿Su hermano pequeño no vive por aquí? -preguntó Guillermo, a quien le constaba que Berta había tenido dos retoños-. ¡Qué va!, contestó, ejerce como pediatra en Baltimore[19].
     El resto de la velada, la pasó charlando con Rita y su marido, quien resultó ser un cirujano encantador, hasta el punto de gastarle Guillermo la broma de que le había resultado tan grata su conversación, que no le importaría proseguirla en el quirófano. Con todo, tan pronto iniciaron el desfile los primeros invitados, Guillermo se sumó a la despedida. Berta hizo ademán de acompañarlo, pero lo apartó hacia una salita, cuyas paredes estaban literalmente cubiertas de pinturas.
-          La mayor parte, explicó, son obra de mi padre, que en paz descanse. Las reconocerás, pues casi todas son paisajes de Castellar y alrededores.
     Guillermo se puso en guardia:
-          Viví y estudié magisterio en Durocelo, y luego pasé a ejercer en Galicia, donde me casé. Así que poco anduve por tu tierra, de la que solo conozco los principales lugares y monumentos.
     Berta cambió de conversación:
-          Entre todos mis invitados, apenas he podido atenderte… ¿Has traído coche?
-          ¡Qué va! Me alojo a diez minutos de aquí… Busqué un sitio muy próximo a la Universidad.
-          Pues, a pesar de todo, ándate con cuidado, que por la noche no es extraño que ronden individuos poco recomendables. ¿Quieres que le pida a mi hijo, o al marido de Rita, que te acompañen?
-          Gracias, déjalos tranquilos. Por esta vez, me arriesgaré.
-          Si notas algo raro, llámame al móvil. Toma nota de mi número.
     Seguidamente, Berta cogió un libro de sobre una cómoda y se lo entregó, diciendo:
-          Me dijo Rita que te habías perdido buscando mis obras. No creo que merezcan la pena pero, ya que tienes tanto interés, voy a regalarte una. Así que libro por libro.
     Guillermo agradeció el obsequio y, todavía más, las palabras que siguieron:
-          El próximo fin de semana tengo que ir dar una conferencia a Chiriquí[20]. Si quisieras acompañarme, tendríamos tiempo de hacer turismo. Es una zona preciosa.
     El caballero accedió encantado; tanto que casi se va de bruces al bajar los cinco escalones, de la puerta al jardín. Incluso, se le cayó al suelo el libro. Al recogerlo, a la tímida luz de la lámpara de la entrada, leyó el título: Sueños en el Parque Encantado. La dedicatoria le puso sobre aviso, por segunda vez aquella noche:
A un gentil desconocido/de una extraña afinidad
     Se sobresaltó por aquellos dos octosílabos, pero muy pronto cambió esa sensación por la de una ominosa inseguridad, que ya no lo abandonó hasta entrar, sin novedad, en la pensión Arosemena.




***

     Dejemos por un momento el punto de vista de Guillermo y atrevámonos a imaginar, con cierto fundamento, la confusión en que se encontró Berta, ante aquel individuo que -como reflejó en la precedente dedicatoria- se le presentaba como un desconocido, pero en quien encontraba algo muy familiar. ¿Serían la edad y la proximidad de origen? Tal vez, pero eso mismo -como la viudedad y la amplia cultura, por no citar la voz- le traían retornos de lo vivo lejano, como escribiría su admirado Alberti[21]. Por momentos, se le ocurrían muchas ideas para descubrir el enigma, aunque todas ellas lentas y poco realizables, tales como pedirle una credencial para extenderle el título de investigador, o de prestatario de libros de la Universidad, o dirigirse a algún conocido común de Castellar y preguntarle por el paradero de Gabriel Ascaso. En aquellos momentos, cuando entraba en dudas y no sabía cómo aclararlas, sentía una profunda indignación, y hasta vagos sentimientos de una venganza, que hasta entonces había estado lejos de ella, no tanto por bondad, cuanto porque Gabriel solo había sido, hasta el momento, un desvaído recuerdo. En el fondo, aquella hostilidad era la consecuencia de la lamentable equivocación en que el viajero había incurrido al calibrar las reacciones de Berta. Esta, solo de pensar que Gabriel y Guillermo pudieran ser la misma persona, se encocoraba hasta el extremo, sintiendo próximo algo que muy pocas veces había consentido a nadie: que le tomasen el pelo.
     Con amor propio y sin él, era una mujer muy femenina y práctica, por lo que debió de pensar: ¿Para qué ir por derecho y pegarse un batacazo, rompiendo inexorablemente el comienzo de una gran amistad? Frecuentándolo, malo había de ser que, si era un fraude, no acabase cayendo en algún renuncio, o confesando lisa y llanamente su identidad. Mas no había por qué abandonar formas menos perifrásticas o paulatinas de acción. La de escudriñar su documentación le parecía la más acertada. Decidió servirse de Rita, aunque sin explicarle las razones últimas de la gestión. En suma, al lunes siguiente del cumpleaños, pidió a su amiga:
-          Veo que Guillermo lleva camino de permanecer entre nosotros una temporada larga. Cumplamos pues las normas: Pídele que se documente, para extenderle tú, su carné de lector y prestatario de libros, y yo, el de investigador temporal y privado de la USMA.
     Rita, in albis, protestó:
-          Mujer, con que nos traiga unas fotografías, será suficiente.
     Berta buscó una disculpa razonable, que no la descubriera:
-          Es que siento verdadera curiosidad por saber su verdadera edad.
     La bibliotecaria se echó a reír:
-          ¡Acabáramos! La señora le ha echado el ojo y vuelve a las andadas de que no quiere ligar con un tipo más joven que ella.
     La profesora se ruborizó, pero mantuvo el tipo:
-          Piensa lo que quieras, pero documéntalo… Por cierto, el próximo fin de semana nos iremos juntos para Chiriquí. ¿Nos recomiendas algún hotel en la floresta?

***

     Con lo sabido y lo que auguraba, Rita no estaba muy dispuesta a complicarle la vida a Guillermo, pues intuía que la disculpa de Berta no era toda la verdad. No obstante, tenía que cumplir las reglas y acatar lo señalado por la catedrática. En consecuencia, pidió al viajero que le mostrara el pasaporte, o algo equivalente, para documentarlo en la USMA. Afortunadamente para él, esta era una de las eventualidades que había previsto en su Biografía:
-          ¿Sabes lo que es la ETA?, preguntó muy misterioso a Rita.
-          ¿Unos terroristas?, inquirió a su vez la bibliotecaria.
-          Exactamente; una banda terrorista que me la tiene jurada por una faena que, con toda justicia, les hice yo a algunos de sus miembros, internados en la cárcel de…, bueno, en una cárcel de Galicia.
     Y, como el mejor de los émulos de los hermanos Grimm, le contó la historia inventada de que había ejercido como maestro de la prisión, lo que le permitió descubrir unas triquiñuelas de los reclusos y el Gobierno vasco, por virtud de las cuales este les estaba concediendo a aquellos títulos académicos -incluso universitarios-, sin tener los requisitos para ello. Guillermo había denunciado los hechos, provocando el fracaso de dicha dinámica y la oportuna actuación penal por falsedad documental. En su consecuencia, ETA lo había amenazado de muerte, poco antes de alcanzar su jubilación. Para evitar el posible cumplimiento de tan terrible advertencia, la Policía le había facilitado el acceso a una personalidad distinta, aconsejándole que se ausentara de España durante una temporada.
-          Entonces, ¿cuál es tu verdadera identidad?
-          La misma que voy a reflejar en los impresos que me has dado, salvo mi nombre, que es Guillermo, etc., etc. Y perdona que no te revele los apellidos. Es más, tengo que pedirte, por mi seguridad y la tuya, que no digas a nadie lo que he tenido que confesarte.
-          Descuida, Guillermo. De saber lo grave que es la cosa, ni a Berta, ni a mí se nos habría ocurrido preguntarte.
     Guillermo comprendió al punto que Berta estaba detrás de lo sucedido. Para desactivar su preocupación, concluyó:
-          Insisto. Puedes asegurar a la profesora Del Amo, si te pregunta, que solo he alterado los apellidos. Todo lo demás corresponde a mi verdadera identidad.
     Rita pareció querer justificar a su amiga y, al tiempo, hacerle a Guillermo una confidencia importante, por el bien de ambos:
-          No sé si te has percatado de que Berta te tiene en mucha estima. Quizá por eso… En fin, la vida no ha sido muy generosa con ella, ni siquiera ahora, cuando podría estar tranquila y mirar cara a cara el porvenir.
-          ¿Le pasa algo grave?, preguntó Guillermo, preocupado.
-          Tiene el corazón más débil de lo que sería aconsejable -se dio cuenta del equívoco y sonrió-…; la víscera cardiaca, quiero decir. No es extraño, con lo que ha sufrido. Y, además, está la herencia genética: Su padre falleció a los cincuenta y cuatro años de insuficiencia cardiorrespiratoria… En fin -concluyó-, que lo paséis muy bien por Chiriquí.







6.      Unos corazones bastante delicados


     Hasta la excursión de aquel fin de semana, no había presenciado Guillermo ninguna clase ni discurso de Berta, por lo que tuvo ocasión entonces de admirar las cualidades de claridad, conocimientos y don de gentes, que hacían estar al auditorio pendiente de sus palabras, aunque no le fueran especialmente interesantes o afines. En el Instituto, él tenía fama de buen orador y de profesor con cualidades pedagógicas. Por tanto, podía juzgar con conocimiento de causa, si bien -sonriendo- imaginaba la considerable diferencia de actitud entre universitarios panameños y adolescentes españoles. Los profesores hispanos llevaban años luchando por dar sus clases en un ambiente medianamente respetuoso y receptivo: la batalla entre el interés por enseñar y el desinterés por aprender, la había llamado la veterana Jefa de Estudios del Instituto madrileño de la Alameda de Osuna, donde él había finado su actividad profesional.
     De esto y otras cosas parecidas charlaban Guillermo y Berta, de regreso al hotel de David[22], donde ya se habían alojado la noche anterior, en habitaciones contiguas y con comunicación interior, como la cosa más natural del mundo. Mi amigo se sinceraba sobre ello, años después:
-          Habrás oído que la así llamada otrora la batalla de los sexos tiene su origen en el prejuicio de que los caballeros tienen como constante y primordial objetivo en las relaciones mixtas el de llevarse a la cama a las señoras. ¡No sabes lo bien que me entendía yo con Berta, gracias a que ni se me habría ocurrido insinuarme siquiera! Yo estaba allí, cual el caballero Sir Galahad[23], como paladín de mi dama, de la que ni siquiera habría aceptado el pañuelo con sus colores para ponerlo en el asta de mi lanza.
-          Pero, Gabriel, ¿y la dama? ¿Estaba Berta tan ayuna como tú de pensamientos libidinosos? ¿No pensaría que no te gustaba nada?
-          Tal vez, pero inicialmente lo achacaría a que un longevo estudiante no se atrevería a aspirar a poseer las gracias de una catedrática universitaria.
     Pero volvamos al relato. Acabado el compromiso de Berta como conferenciante, condujo a Guillermo hasta un pueblecito costero, junto al Pacífico, en cuyo muelle degustaron una deliciosa langosta (al) ajillo, servida a la caricia de la brisa marina. Guillermo manifestó a su acompañante lo mucho y bien que había quedado impresionado con su disertación. Berta quitó importancia a su actuación:
-          ¡Bah!, mero resultado de la preparación del tema y de lo predispuesto que estaba el auditorio. Verías que el coloquio estuvo muy poco animado, y es ahí donde un profesor se la juega. Los alumnos tendrán sus opiniones, pero se las suelen guardar en público; y no digamos ante una profesora a la que apenas conocen.
     A media comida, Berta le preguntó:
-          En acabando de comer y de dar un paseo por la playa, hemos de regresar a David para recoger los equipajes. ¿Qué prefieres que hagamos luego: mar o montaña?
-          Me da igual. Elige tú lo que prefieras, que no te suponga conducir mucho tiempo.
-          En este país no hay largas distancias, pero sí que es cierto que las carreteras son bastante mediocres por lo general… No sé… Me recuerdas mucho a un novio que tuve en España. El pobre hacía lo poco que podía en el agua pero, en cambio, era un andarín impresionante en toda clase de terrenos.
     Guillermo mantuvo un rostro impenetrable, aunque le daba la impresión de que Berta se estaba refiriendo a él, en una traída a colación, de esas en que se dice lo de aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid…
-          Insisto en que elijas tú -reiteró Guillermo-, ya que eres la guía de la expedición… Por lo demás -añadió sin poderse contener, aunque entrase en terreno peligroso-, el recuerdo de ese novio no sé si será una comparación grata u odiosa.
-           Hace tanto tiempo -suspiró Berta -, que su recuerdo puede estar alterado por la nostalgia del tiempo pasado. Con todo, puedo asegurarte que le sigo teniendo cariño, cosa que no puedo decir de la mayoría de los que vinieron después…
-          … Que habrán sido bastantes, a juzgar por tus indudables atractivos.
     Berta rompió a reír y replicó:
-          No creas. A mi marido le fui fiel durante todo nuestro matrimonio. Luego, entre mi mal carácter y la vitola de profesora, doctora, catedrática universitaria y escritora, no han sido muchos los que se me han arrimado… Y tú, mi atractivo y animoso pensionista, ¿has aprovechado el tiempo, una vez guardaste el luto debido a tu esposa?
-          Un caballero no habla de señoras y, menos aún, ante una de ellas.
-          ¡Vamos que, como se decía en mis tiempos en España, no te has jalado una rosca! También en eso me recuerdas a aquel Gabriel de mi adolescencia: mucho pensar, bastante hablar y muy poco… actuar.
     Como en un fogonazo -tal vez, al escuchar de sus labios su verdadero nombre- Guillermo comprendió que Berta lo estaba tentando para que se delatara, de una u otra manera. Le estaba dando toda clase de facilidades para descubrirse, incluso contando con que -en apariencia, al menos- parecía recordarlo con cierta ternura y excelente memoria. Pero no cedió. Me lo explicaba así:
-          Si en verdad seguía acordándose de mí con nostalgia y afecto, yo no debía aprovecharme de ello, acogiéndome a un pasado idealizado, sino ser aceptado por lo que era en el momento presente. Y, si todo era una trampa para hacerme caer, no había montado todo aquel complejo y caritativo tinglado, para que saltase por los aires a las primeras de cambio.
     En consecuencia, la plática languideció, se terminó la langosta y la pareja, finalmente, pasó el siguiente día tomando el sol y bañándose en el Pacífico, pese a su fría temperatura. Después de la tensa charla del chiringuito, hubo una tregua,  con temas menos comprometidos y superficialidad, Paseando uno junto a la otra, o tumbados al sol, toalla con toalla, Guillermo sentía -como los monjes poco vocacionales- crecer la ternura, el deseo de tomar su mano o rozar sus mejillas. Quizás Berta lo percibiese, pero no regresó a las insinuaciones.
     En el camino de retorno a Ciudad de Panamá, la profesora puso varios CD de música de su época. Uno de los discos le resultó particularmente grato a Guillermo, pues la cantante era de sus favoritas y, aunque cantaba en francés, él lo entendía casi perfectamente. Al llegar a uno de los temas centrales, el hombre se estremeció: Nunca se había percatado de que una canción pudiese expresar tan acertadamente cuanto él había sentido mientras viajaba hacia Berta. Esta preguntó, precisamente mientras sonaba el tema:
-          ¿Te gusta Nana Mouskouri[24]?
-          Es una de las grandes damas de la canción de la segunda mitad del siglo XX -respondió-. Tuve la suerte de escucharla en directo en Saint-Jean-de-Luz, en su mejor momento.
-          A mí me encanta escucharla -agregó Berta- y, más aún, bailarla mecida por su maravillosa voz.
     A Guillermo se le escapó una confidencia sobre su real carácter, que a la doctora no le pasó desapercibida:
-          Cuidado que me gusta la música, pero bailar ha sido siempre para mí un suplicio.




***

     El Caicedo progresaba; tanto que, de común acuerdo, Berta y Guillermo recibieron con cierto interés la sugerencia que les hizo Rita:
-          Podíais hacer un buen trabajo en equipo. Berta se ocuparía de tratar la parte poética y periodística, y Guillermo, de los aspectos históricos y políticos. Como panameña, os puedo adelantar que sería un tema candente, que pondría a la obra en el top ten de ventas[25]: el proceso de independencia de Panamá, así como en las implicaciones de este con el Canal y la intromisión americana[26]. Y es que, a pesar de los esfuerzos de Guillermo por meterse por las sendas literarias, yo lo veo mucho más curtido en Historia.
-          Pero eso -objeto Berta- nos obligaría a una labor de discusión y coordinación bastante compleja. Tendríamos que pasar mucho tiempo juntos o, al menos, con amplia disponibilidad.
-          ¿Y qué problema tienes? -inquirió Rita, un poco molesta-. Guillermo no sale de la biblioteca en todo el día.
-          Ya sabes, Rita -le replicó Berta, contemporizando-, que, para las publicaciones, me gusta más trabajar en casa, sin que nadie me moleste.
     Guillermo estaba empezando a ponerse nervioso, sintiéndose como una pelota de tenis, lanzada de una mujer a otra. Finalmente, intervino:
-          Aunque la idea de trabajar al alimón sea interesante, será mejor dejarlo. Berta no tiene especial interés en el personaje y, en cuanto a mí, soy un novato, que de ninguna manera puede aspirar a ponerse al nivel de una catedrática.
     Berta convino inmediatamente en la idea de dar de lado El Caicedo a cuatro manos. Rita, un tanto mohína, cuando se quedó a solas con Guillermo le espetó:
-          No te gusta mezclar el trabajo con el placer, ¿eh?
-          Me parece que, tanto la profesora, como yo, somos bastante individualistas. Si nos empeñásemos en cambiar a estas alturas, seguro que saldríamos tarifando.
     Por lo que vemos, mi amigo se estaba convirtiendo en un experto en el arte de responder a lo que no se le preguntaba. Con todo, quedó bastante incómodo, hasta que Berta le demostró que había acertado en su postura. Fue a finales de noviembre, mientras almorzaban en un restaurante del Baluarte de las Monjas, en su habitual salida de los fines de semana:
-          Habrás notado, Guillermo, que Rita se desvive por emparejarme con alguien, a la primera que da con algún pretexto. Y eso que la riño en cada ocasión.
-          Como en lo de Caicedo… Supongo que lo hará con la mejor intención pero, la verdad, no creo que haya estado muy afortunada, fijándose en mí.
-          ¡Toma, ya salió Don Humildito! Puedo asegurarte que no me he topado con nadie más aparente, desde los tiempos de Céspedes, el literato huidizo.
-          La verdad, Berta, es que te estoy muy agradecido por la atención que me dispensas, y sorprendido de lo bien que nos entendemos, en el más superficial sentido de la expresión.
     Berta se echó a reír:
-          Por supuesto: una profesora no debe seducir nunca a un alumno… Pero, ¿por qué sorprendido? ¿Acaso te me habían presentado como una mujer dura, severa, a la defensiva, que le canta las verdades al lucero del alba?
-          No me refería a eso, que cada cual tiene su carácter y sus circunstancias. Aludía al hecho de que, habiéndonos conocido ayer, como quien dice, parece que hubiésemos estado juntos toda la vida.
     Sin percatarse, Guillermo había entrado en el berenjenal menos apetecible, y Berta aprovechó la ocasión, replicándole con retintín:
-          Eso mismo pienso yo. ¿No será que nos hemos tratado antes y no nos acordamos? Tal vez, en otra vida, como creen los hinduistas.
-          Yo no creo en la metempsícosis. ¿Tú, sí?
-          Más bien, en la comunicación con los espíritus. Fíjate que la otra noche tuve un sueño la mar de raro. Mi madre, que mucho sufrió teniéndome tan lejos durante tantísimos años, se me aparecía con cara muy sonriente. Al preguntarle yo por qué se la veía tan contenta, me respondió con una frase extraña, cuyo sentido se me escapa: Ya que Panamá no va a España, España viene a Panamá. ¿Qué te parece?
-          Me parece que te echaba en cara el ser tan descastada y haberlos visitado menos de lo que habrían deseado. La segunda parte, la alegría porque España viaje a Panamá, no creo que se refiriese a mí, pues no veo de qué modo mi llegada pueda significar un cambio a mejor en tu vida.
-          ¡Y dale con hacerte de menos!... En fin, valioso o no, ello se verá pero, hasta el momento, lo único que me has dado a lamentar es que no hayas venido antes, mucho antes.

***

     El día 4 de diciembre, cuando Guillermo se hallaba trabajando en su habitual puesto de la biblioteca, Rita se asomó a la puerta de su despacho y lo invitó a entrar. Parecía muy atribulada y tropezaba al hablar:
-          ¿No te ha dicho nada?... Claro, si es que es más dura que una piedra… Has de saber que el caso es grave… Bueno, hay que confirmarlo con el cateterismo…
     Poco a poco, su interlocutor recibió toda la información de manera inteligible. Berta había pasado su semestral revisión de cardiología y la habían encontrado muy desmejorada. El electrocardiograma había salido sumamente irregular; había frecuentes extrasístoles; el pulso, muy agitado. En fin, los médicos habían decidido profundizar en el diagnóstico pero, entre tanto, habían aconsejado reposo casi absoluto y completa tranquilidad psíquica. La bibliotecaria continuó, pesimista:
-          Vamos, todo lo que Berta no está dispuesta a hacer, ni aunque la aten a un sillón. Sigue viniendo a la Universidad y dando clases, como siempre, y si le dices algo, suelta la cantinela de costumbre: Lo que haya de vivir, que sea de verdad.
-          No sabía nada -repuso mi amigo-. De hecho, no ha cancelado la excursión de este fin de semana a Bocas del Toro[27].
-          ¡Está majareta!, exclamó Rita. Parece dispuesta a hacer contigo lo mismo que con sus padres.
-          ¿A qué te refieres?
-          Todos los sinsabores, problemas y enfermedades los pasó ella sola, hasta que los hijos empezaron a tener una edad y yo, a intimar con ella. Ni una sola noticia de ello llegó a España. Cuando yo se lo eché en cara, me dijo: Bastante daño les hice a mis padres viniéndome a este rincón del mundo, como para tenerlos preocupados a ocho mil quilómetros de distancia.
-          Entiendo -respondió Guillermo-. Tenme informado, que yo me encargo de que no sea así conmigo.
-          Haré lo que pueda -replicó Rita, con decaimiento-, pero no me va a ser fácil. Si me he enterado de esto, ha sido porque me avisó uno de los cardiólogos, que es amigo mío. Así que no se te ocurra decirle a la profesora que me he ido de la lengua.
     Guillermo suspendió su tarea diaria, salió al campus y estuvo paseando, como técnica suya de reflexionar. Llevaba así casi una hora, cuando notó que lo tocaban en el hombro. Quedó boquiabierto cuando, al volverse, se vio cara a cara con Berta.
-          He ido por la biblioteca para invitarte a café y resulta que te encuentro haciendo novillos -dijo ella, con sorna-.
-          ¿Y qué se le ofrece a la doctora Del Amo?, preguntó él, siguiendo su registro.
-          Nada, que creo que tendremos que aplazar lo de Bocas del Toro: Anuncian mal tiempo por allá. Si te parece, podemos cambiar por un paseíto romántico por Panamá Viejo[28].
-          Me parece de perlas pues, tal vez por la humedad, me está fastidiando la rodilla derecha. Y, además, tengo un pequeño problema.
-          Cuenta, cuenta. A ver si puedo hacer algo por ti, para variar.
     Guillermo había pergeñado en la hora anterior una de esas decisiones fulminantes suyas, que le habían proporcionado tanto éxitos, como batacazos. Como cuento, estaba bastante bien urdido, con el objetivo de estar lo más cerca posible de Berta, para el caso de que lo necesitara:
-          Estoy bastante harto de los otros huéspedes de mi pensión. Son ruidosos, escuchan música a las tantas y no me dejan dormir, pues tengo el sueño muy ligero. La patrona no ha sido capaz de poner orden; así que le he dicho que dejo la habitación para Navidades, aprovechando que pienso pasarlas en España y no sé si volveré.
     A Berta casi le da un colapso por la falsa noticia. Guillermo la invitó a sentarse en un banco del paseo y le aclaró que lo de marcharse de Panamá era una disculpa para la patrona:
-          Lo que sí es cierto es que, como mi estancia acá va para largo, estoy pensando en alquilar una casita e instalarme con más espacio y comodidad. ¿No habrá algo libre en tu vecindario inmediato?
-          Pues no sé -respondió-, pero voy a ponerme en contacto con mis vecinos, a ver si ellos saben de algo. Y, entre tanto, ya estás cogiendo los bártulos y viniéndote para mi casa, hasta que encuentres algo que te complazca.
     Guillermo le habría respondido con gusto que vivir junto a ella era lo que más podría satisfacerle, pero reaccionó al contrario:
-          No puedo aceptar, Berta. Te daría más trabajo, te quitaría intimidad y, para colmo, ya sabes lo que empezaría a rumorearse.
     Berta lo miró de hito en hito con gesto de displicencia:
-          Me importa un pito lo que piensen. Y, en cuanto a lo del trabajo, tengo una criada estupenda hasta las cuatro de la tarde. Del resto -agregó, muy seria- te encargarás tú, que estás acostumbrado a ser amo de casa.
     Guillermo calló, aceptando la oferta, a la que la profesora puso un plazo fijo:
-          Mi hijo de Estados Unidos vendrá a pasar unos días en las próximas fiestas. En cuanto se vaya él, te vienes tú.
     El domingo por la noche, mi amigo recibió una llamada de Rita, toda emocionada:
-          He telefoneado a Berta, para quedar en la hora y acompañarla mañana a la prueba, y me ha dado la noticia.
-          No sé a qué te refieres.
-          ¿A qué va a ser? A que vas a estar a su lado a partir de ahora.
-          Bueno, ella se empeñó, pero solo hasta que yo encuentre acomodo.
-          ¡Je! Si no fuera por la buena intención que te guía, te echaría un buen sermón. ¡Quién lo iba a decir, con lo distintos que parecéis!
     Guillermo se incomodó, aunque se contuvo:
-          ¿Algo más?
-          Nada, chico, nada. Solo decirte que la ingresan mañana a las nueve y le harán el cateterismo por la tarde.
-          Ya lo sabía. Me lo dijo ayer, en la excursión, aunque quitando importancia a su dolencia y rogándome que no apareciera por el hospital… Comprenderás que no la voy a hacer caso.
-          Por supuesto. Además, ahora que lo pienso, necesitas que te examinen el corazón, casi tanto como ella. ¡Vaya pareja de corazones delicados!




7.      Viviendo junto a Berta, que no con ella


     La estancia provisional de Guillermo en casa de Berta se convirtió en definitiva, por obra y gracia de su delicado estado de salud. Claro es que, si su presencia hubiese resultado incómoda para la profesora, tal cosa no habría sucedido. Mas llegó el momento en que tener a su lado a una persona agradable y de confianza fue para ella una fuente de calma y de seguridad. Guillermo me lo interpretaba así, algunos años después:
-          Los ahogos y angustias nocturnas, fruto de violentas extrasístoles, le hacían temer que no volviera a ver la luz del día. Y, por otra parte…, ejem, estaba el consejo médico de abstenerse de cualquier esfuerzo, incluidos los actos sexuales. Ella y yo sabíamos que, bajo ningún concepto, iba yo a propasarme, ni siquiera a petición suya o con su consentimiento. No digo que fuese una buena situación, ni que bastase para aplacar habladurías, pero marcaba para nosotros placenteramente las reglas del juego. Ella ya no estaba para muchos trotes, y yo había venido a Panamá solo para ser amigo y ayudante.
     Otra regla -esta, sobreentendida- respetó Berta a partir de entonces. Aunque la procesión fuera por dentro, no volvió a jugar a los detectives con la presunta identidad oculta de Guillermo. Temía que cualquier descubrimiento indeseado pudiera provocar el desvanecimiento de aquella visión, tan real. No obstante, pequeños errores o indiscreciones de mi amigo debieron llevarla -pienso yo- a un convencimiento casi pleno de que aquel compañero de fatigas había sido su primer amor. Pronto tendría ocasión de intentar probarlo.
     Los días transcurrían con monótona languidez, como habría dicho Verlaine[29], siendo las noches el momento de las angustias. Finalmente, Berta disfrutaba de una licencia por enfermedad, por lo que disponía teóricamente de mucho tiempo para sí. Por las mañanas, se encerraba en la biblioteca de su casa, teniendo Guillermo prohibido entrar sin llamar previamente y esperar la venia. Como la tarea semi secreta suponía el manejo de libros y el amontonamiento de papeles, suponía que la enferma estaría ordenando sus trabajos finales y, si acaso, disponiendo de sus bienes de manera pormenorizada. El ordenador funcionaba casi todo el tiempo pero Berta empleaba los lápices de memoria para guardar los archivos de cuanto hacía. Por las tardes, tras una breve siesta, mecida por las músicas más variadas de su elección, Guillermo y ella cogían el coche -que ahora conducía él- y buscaban las frondas de los parques o la brisa a la orilla del mar, charlando y leyendo, hasta la puesta del sol. De regreso a casa, daban un paseo terapéutico de no más de media hora, por terreno llano y con bancos para descansar. Luego, Guillermo completaba los preparados de la criada con alguna ensalada aliñada en el acto, cenaban y veían toda o parte de alguna película, televisada o en DVD. Aparentemente, descansaba cada uno en una habitación independiente pero, cuando la creía dormida, Guillermo abría la puerta del dormitorio de Berta y se echaba en un diván del salón, para estar más cerca de ella y oír su posible llamada de socorro. Ella hacía como si no se enterara, aunque lamentaba el posible efecto negativo que dormir en un sofá tendría para los huesos de Guillermo. Se despertaban temprano, aunque el enfermero obligaba a la paciente a permanecer en la cama, al menos, hasta las ocho, y allí le servía un buen desayuno, para que aguantes ese trabajo tan misterioso que te traes entre manos. Enseguida llegaba la asistenta, en cuyo poder dejaba la casa, pasando a ocuparse de su Caicedo, que cada vez le resultaba más cargante. La propia Rita solía ser quien le traía a casa los materiales de trabajo necesarios, cuando pasaba, día sí y día no, a ver cómo seguía su amiga del alma.
     Podría redondear la información con lo relativo a los controles médicos, las medicinas a tomar y los síntomas, cada vez, más evidentes, desde el jadeo, a las angustias y la tumefacción de los miembros; pero no quiero caer, ni hacer caer, en la hipocondría. De modo que sigamos adelante, no sin antes resaltar un hecho, que permaneció por el momento sin el menor comentario. El día del cumpleaños de Gabriel/Guillermo, que llegaba a mediados de enero, encontró sobre su cama, apenas deshecha, una rosa blanca y un libro, que resultó ser El primer amor de Casanova[30]. Es de suponer que la sorpresa fuera seguida por una hilaridad incontenible.





***

     La siguiente revisión trimestral trajo noticias alarmantes, que Berta exigió a los galenos ser la primera en conocerlas. Empezó a hablarse de riesgo de muerte en un tiempo corto, aunque los médicos se negaron, razonablemente, a determinarlo. La única diferencia que apreció Guillermo en la imperturbable Berta fue su manera de despedirse cada noche: le echaba los brazos al cuello y lo besaba amorosamente en ambas mejillas, mientras repetía el mismo latiguillo: Por si es la última vez. Todo lo demás continuaba igual, aparentemente. La verdad es que el descenso de la salud era muy paulatino, con esos inesperados saltos o escalones que da nuestro cuerpo, cuando ya no es capaz de aguantar más en su anterior estado de equilibrio.
     Una mañana de principios de abril, después de pasar una noche de las llamadas toledanas o de campeonato, Berta abandonó su trabajo cotidiano y apareció por el enlosado del jardín, donde Guillermo había trasladado provisionalmente sus trebejos para estar más fresco.
-          Tengo que darte una buena noticia, Guillermo. A falta de retoques, he terminado la tarea que me tenía tan ocupada: así que ahora estoy en condiciones de hacer lo que me apetezca.
     Sorprendido de tanta ligereza, mi amigo preguntó:
-          Pues ¿qué es lo que quieres hacer? Espero que no sea de esas cosas que les sacan a los médicos de sus casillas.
-          Algo así, replicó, pero necesitaría contar con un buen amigo en que apoyarme.
-          ¡De eso nada!, exclamó Guillermo. Si quieres matarte, hazlo tú solita.
     Apenas hubo hablado así, se arrepintió: No era ella quien se mataba, sino una dolencia irremediable. Corrigió al punto lo incorrecto:
-          Perdona, me he disparado. Explícame qué estás maquinando y lo que pretendes de mí, suponiendo que sea yo ese amigo que ha de servirte de báculo.
     A Berta se le iluminó la cara, al decir:
-          Hace cinco años que no me dejo caer por España. Ya va siendo hora de hacer las maletas pues no quiero morir sin despedirme de cuanto dejé allí.
-          Como idea, no es mala -valoró mi amigo-. Falta por saber lo que opinan los médicos.
     Berta lo miró, entre desdeñosa y condescendiente:
-          Si el viaje no es muy largo y lo llevamos con calma, no creo que vaya a ponerme peor de lo que estoy. Mira tú que no mejore con los recuerdos y las emociones. Y, en último extremo, creo que en España también hay hospitales y cementerios.
     Guillermo vacilaba. Berta insistió:
-          Prometo hacerles caso en todo, menos en que desista del viaje. Dejaré que opongas tu veto a cualquier visita o recorrido. Y te aviso de que, si tú no te atreves a acompañarme, haré el viaje con la ayuda de una señorita de compañía…, o de un señorito.
     Su interlocutor se echó a reír:
-          ¡Eres el colmo! No pretenderás darme celos… Está bien, te acompañaré al cardiólogo y, según lo que nos diga, decidiré seguirte o quedarme.
     Berta pidió en seguida consulta. Su resultado fue bastante ambiguo:
-          Por el viaje en avión, no hay problema, aunque convendría hacerlo en primera, para poder estirar bien las piernas. En cuanto a la estancia en España, las recomendaciones son las mismas que para cualquier otra parte. Si acaso, añadiré que no conviene que pasen de los ochocientos metros de altitud. Con todo, aún sin prohibirle la experiencia, no puedo menos de desaconsejársela pues, en su estado, no es conveniente cambiar a médicos que no conozcan bien su caso.
-          Usted extiéndame un informe bien detallado para que yo lo enseñe a quien proceda, no esos pocos párrafos trufados de siglas que gastan usualmente.
     Todavía a la salida, redondeó su precedente exabrupto, con un nuevo desdén:
-          ¡Será presuntuoso el matasanos! ¡Pues no hace alarde de poder prohibirme la experiencia!
     Guillermo no sabía si reñirla o reírse con su mal genio:
-          Berta, Berta, no te excites, que te suben las pulsaciones.
     Ella sonrió:
-          Ya me calmo. Encárgate de sacar los billetes de avión para los primeros días del mes que viene. Anda, que no voy a presumir ni nada, viajando en primera clase.




8.      El último viaje


     Diez días antes de la fecha fijada para el viaje, Berta le presentó a Guillermo el plan detallado del mismo. Mi amigo, aunque suficientemente atareado con el equipaje, la medicación a llevar y aportar los documentos precisos, no había dejado de urgirla a que finalizara su proyecto, pues trataba de contar desde un principio con las reservas precisas de hoteles y trenes. Ella le había estado dando largas de una forma, que él sospechaba ocultaba el propósito de tenerlo ayuno de información. ¿Para qué? Sin duda, a fin de que no tuviese tiempo de discutir sus designios, ni de -como ella le había autorizado- vetar alguno de ellos.
-          Tú bien sabes -decía Berta- que haremos centro en Castellar y que no saldremos apenas de esa ciudad y sus alrededores. Por el alojamiento, no te inquietes: tengo suficientes familiares y amigos allá, como para que me reciban en su casa con los brazos abiertos. En cuanto a ti, eres un hombre recio y austero: cualquier hostal o pensión te bastará.
-          ¡Mira qué simpática! A ver si a mis años voy a repetir lo que me pasó por casualidad, cuando llegué a mi primer destino sin tener nada precontratado.
-          ¿Qué te sucedió?
-          Pues que, tras muchas vueltas infructuosas, conseguí una habitación en lo que resultó ser una pensión de mala nota. ¡No sabes cómo se lo pasaron los compañeros de claustro cuando les conté lo movidito de la noche!
-          Yo también podría contarte alguna anécdota, pero opuesta. No sé si te he dicho que una de las veces que viajé a España, me acompañó el gran literato Céspedes. ¡No sabes lo orgullosa que viajaba con él a mi lado, dispuesta a enseñarle o presentarle los lugares y las personas que lo fueron todo en mi niñez y juventud! Yo estaba dispuesta a que se alojara en casa de mis padres -que aún vivían entonces-, aunque en habitaciones separadas, por aquello del respeto a los mayores. No sé si fue eso lo que le pareció mal: El caso es que se empeñó en buscarse un hotel, pero con tal nivel de exigencias, que estuvimos toda una tarde de establecimiento en establecimiento. Finalmente, acabó por aceptar lo de casa de mis padres y… no veas la que lio en plena noche y bastante bebido, buscando mi habitación… Seguro que no hubo más confusión en la pensión de que me hablas, ni en la venta del Quijote[31].
     Guillermo retrocedió a la alusión al amante, para su comentario:
-          Así que las cosas con Céspedes llegaron hasta el trámite de presentárselo a tus padres…
-          A ellos, a mi hermano y a medio Castellar… Pero no me importa: guardo de aquellos días uno de mis mejores recuerdos.
     Mi amigo pareció algo herido por tan elogiosa memoria y le soltó una andanada que Berta, moribunda, no merecía:
-          Dice el refrán que bien está lo que bien acaba pero, para ti, parece que acontece justamente al revés.
-          Para eso estás tú, querido Guillermo -le replicó Berta-: para conseguir que algo termine bien para mí…, aunque seguramente sea ya demasiado tarde.

***


     Efectivamente, el plan de Berta era muy prudente con su salud y, aparte del paso obligado por Madrid en función del aeropuerto, se reducía a la estancia en Castellar, que trillaban por arriba y por abajo, desde los museos, al cementerio; de la familia íntima, a compañeros y amigos, con los que se había puesto en contacto, para que programaran desde allí las oportunas reuniones colectivas. Incluso, había previsto una charla pública organizada por el periódico en que ella colaboraba, y una firma de ejemplares de sus obras, en unos grandes almacenes de la ciudad. Todo normal y bien planeado. Alguna escapada le hizo gracia a Guillermo, como aquella que definía como: excursión al Pinar para merendar tortilla de patata y sangría, con la inestimable compañía de mi caballero andante. Lo que más le llamó la atención -así, de golpe- fue la alusión a una estancia de uno o dos días en Durocelo, por más que quedara solo a una hora de viaje. Preguntó:
-          ¿Dos días en Durocelo? ¿Conoces a alguien allí?
-          Yo no, repuso Berta, pero supongo que tú sí, ya que eres de allí.
     Prendido en sus propias redes, deseó que lo tragase la tierra. Salió como pudo:
-          No me queda allí nadie que recuerde con interés. O están muertos, o no sé dónde paran. De hacer la visita, iría yo solo, pues no creo que tú tengas interés… Claro que, si quieres ver un montón de iglesias románicas…
-          ¡Oh, no! Era porque no me consideraras una egoísta. Si tú no tienes ganas de ir…
-          Prefiero que aproveches todo tu tiempo. Ya tendré ocasión yo de volver más adelante.
-          En eso tienes razón. Es de suponer que tengas por delante mucha más vida que yo. Al menos, es lo que espero y deseo.
     Guillermo comprendió que había salido a duras penas de Málaga, para meterse de hoz y coz en Malagón. Tomó la mano de Berta, la besó y susurrole:
-          ¿Quién sabe? Lo mismo vienes de allá hecha una chavala. Ya sabes la historia de Anteo[32].
-          Con que resista bien el viaje, me doy por contenta -concluyó Berta-.

***

     Era uno de esos días de mayo que el calor ya aprieta en Castilla; tanto, que decidí interrumpir mi paseo de después del almuerzo y entrar en la cafetería del Hotel del Parque, para refrescarme y tomar un café con hielo. Y, en esto, descubrí a Gabriel, sentado a una mesa del fondo, tecleando en el ordenador. Soy buen fisonomista y, por otra parte, no me costó trabajo reconocerlo, ya que habíamos coincidido solo veinte años antes, cuando hice una excursión por Galicia con los alumnos que acababan el bachillerato. Antes de eso, habíamos sido compañeros de Facultad y nos habíamos ayudado en la preparación de los temas de la oposición a cátedras. Incluso, tenía una pálida memoria de verlo paseando por Castellar con una chavalita, que con toda probabilidad sería Berta. Claro que eso debió de ser en primero de carrera, cuando él y yo apenas nos conocíamos, pues Gabriel había estudiado en el Instituto con una beca, en tanto que yo era un niño bonito del colegio privado más elegante de la ciudad.
     Aunque parecía muy enfrascado en su trabajo, no era cosa de dejar pasar la oportunidad de saludarlo, tras dos décadas sin echarle la vista encima. Así que me acerqué y le di un abrazo, tan pronto se levantó de la silla. A juzgar por todo lo que les he contado hasta ahora, es claro que lo pillé en una hora tonta, proclive a las confidencias, aunque con alguna reserva, como ustedes comprenderán. Solo cuando volvimos a vernos, años después, se sinceró hasta el extremo que este relato revela.
     Lo que Gabriel me contó entonces puede resumirse en la siguiente forma: Por razones de salud y de desconectar de su monótona vida, se le había ocurrido pasar una temporada en el Caribe, aprovechando parte del tiempo con alguna ocupación intelectual. En el curso de la misma, había recibido el generosísimo apoyo de un par de profesoras de la Universidad. Una de ellas, castellarense de origen, había querido volver a su tierra antes de morir -pues se encontraba muy enferma-, y él se había brindado a acompañarla porque no se atrevía a viajar sola.
-          Y aquí me tienes -concluyó-. Llevamos una semana por acá y todavía pasaremos otra, si el tiempo y la salud lo permiten. Ella está ahora echada la siesta y yo he bajado para poner al día el trabajo que me he animado a emprender. ¡Qué casualidad afortunada, la de haberte visto!
-          ¡Cómo que haberme visto! Tenemos que reunirnos a comer, o a cenar. Si traes a tu profesora, yo puedo venir con mi mujer, a la que creo recordar que no conoces.
-          Imposible -se escudó-. Tenemos la agenda completamente ocupada y no puedo dejarla a sol ni a sombra. Y, en cuanto a salir con ella de restaurante, no sabes la dieta severísima que tiene impuesta. Pero veré si puedo escaparme yo solo, durante alguna de las tediosas visitas a sus familiares. Dime tu número de teléfono y te llamaré, si me es posible.
     Me olió a disculpa y, en efecto, se marchó de España sin avisarme. Pero en Navidades de aquel año recibí una felicitación suya, a la que añadía esta posdata: No estaré ya mucho tiempo por aquí. Tan pronto regrese, te lo haré saber y almorzaremos juntos. Te lo prometo.
     Así fue pero, por el momento, miró la hora y se despidió deprisa y corriendo. Verdad o mentira, lo justificó diciendo: ¡La pastilla de las cuatro!

***

     De aquella quincena mágica -como Gabriel/Guillermo la llamaba-, mi amigo nunca me dio una narración cronológica y pormenorizada, sino una serie de flashes o pinceladas, precedidas de una impresión general. Una de las ideas que en esta transmitía era la de que, como si hubiese querido volver a bucear en la real identidad de su acompañante, Berta había procurado visitar todos los lugares que habían significado algo importante en los días de su adolescencia en común. Claro es que, junto a ellos, surgían otros -especialmente de su infancia- que pertenecían solo a Berta. En todo caso -y aquí surge una segunda idea-, aquel baño de ternura y de nostalgia parecía sentarle muy bien a la enferma, hasta el punto de que el cardiólogo con quien, por precaución, consultaron tras diez días de viaje, dijo encontrar a Berta bastante mejor de lo que auguraba el informe de sus colegas panameños. Por el contrario, además de la tensión por la responsabilidad asumida, Guillermo sentía un intenso dolor en aquellos lugares, lamentando haber perdido tanto tiempo de felicidad y unión.
-          Lo que en Panamá me parecía un maravilloso regalo del cielo, lo máximo a que podía aspirar, en Castellar me recordaba el suplicio de Tántalo: pasar por aquellos lugares evocadores, sin poder gustar de su disfrute placentero, ni poder transmitir mi amor a Berta, no siendo con el suave roce de unas manos arrugadas o de unos labios marchitos.
     Ella percibía la actitud decaída de su protector. El día de la tortilla de patatas a la sombra de los pinos, le dijo:
-          Me parece el reino de la paradoja. Yo, que estoy en las últimas, me siento enormemente feliz. En cambio tú, que estás más sano que una manzana, pareces deprimido. ¿Hay algo en este viaje que te esté resultando desagradable o triste?
-          ¿Te parece poco lo que acabas de decirme, que es probable que te pierda pronto? Después de estos meses que hemos pasado juntos, mi vida carecerá de sentido, si llegas a faltarme. Valdría más que pudiera irme contigo.
     Berta sonrió:
-          Para ser un simple alumno aplicado -dijo-, te tomas muy a pecho la enfermedad de tu profesora favorita. Anda, no seas aguafiestas y recuerda que, si algo bueno tienen los muertos es que esperan a los vivos. hasta que estos se les unan. Y no te preocupes por qué hacer que, si no tienes nada mejor, ya te dejaré yo algunos encargos, para que no te aburras.

***


          La última noche que habrían de pasar en Castellar empezó especialmente triste, no solo por cuanto significaba de despedida, sino por lo poco grata que había sido la visita a su hermano, en la tarde anterior. Guillermo la acompañó hasta el portal, pero rechazó subir con ella, para evitar cualquier riesgo de identificación o de malentendido de las relaciones entre ellos. Me quedaré en la cafetería Moka. Cuando te despidas, me telefoneas y, en tres minutos, me tendrás esperándote.
     Sin esperar a llamarlo, Berta apareció por la cafetería al cabo de poco más de media hora. Nada denotaba externamente su nerviosismo, a no ser un leve temblor en las manos. Pidió al camarero una tila, que bebió despaciosamente, sin articular palabra. Guillermo nada le preguntó, fuera de un ¿estás bien?, al que ella contestó con un mero gesto de asenso. Consumida la tisana, sonrió a su acompañante y le preguntó:
-          ¿Te importaría que regresásemos al hotel? No estoy de humor.
     Regresaron, pasito a pasito, por los enarenados senderos del parque. Solamente pronunció otras dos frases:
-          Les pareció muy mal que no me presentara en su casa hasta el último día de mi estancia… Ya me dirás para qué.
     Llegados al hotel, subieron a sus habitaciones, donde Guillermo acabó de hacer el equipaje, mientras Berta se echaba sobre la cama, con una toallita húmeda sobre la frente. Guillermo iba y venía, guardando ropas y regalos, con el orden y habilidad que observaba para estas cosas. Berta fue cambiando su semblante hosco y cansado por un gesto de relajación y ternura. Por fin, su caballero concluyó la tarea y lo confirmó con unas palabras de alivio:
-          Bueno, ya está todo, salvo lo de última hora. Podemos bajar a cenar cuando quieras.
-          Prefiero que nos quedemos en la habitación.
-          ¿Qué te apetece?
     Berta le contestó con un fragmento de canción, que él apenas recordaba; que, de hecho, nunca le había escuchado cantar:
Qué más da lo que pueda pasar;
Prefiero equivocarme de nuevo.
Lo único que ahora quiero
Eres tú[33]
     Gabriel nunca me comunicó su reacción, ni yo me atreví a preguntárselo.



9.      Y fin

     Berta falleció en agosto, a los tres meses -día por día- de su retorno a Panamá. En ese tiempo, en la habitación de la casa, convertida en una especie de enfermería, y los momentos finales en el hospital, nunca hablaron de lo que habría de suceder, una vez ella lo dejara. Por otra parte, el agravamiento del estado de la profesora hizo menudear las visitas de las personas de su entorno, en especial, de Rita y el hijo mayor de Berta, quien fue disponiendo el ritmo y personal de la atención médica de su madre. En consecuencia, y conforme a su manera de ser, Guillermo levantó el campo de la casa de Berta y retornó al chalet próximo, desde donde retornaba para acompañarla, por lo general, un buen rato por la mañana y otro por la tarde. Me contaba:
-          El mejor momento era por las mañanas, en el jardín. A esas horas, quien más, quien menos, andaba a sus ocupaciones y nos dejaban en paz. Escuchábamos música, leíamos -con frecuencia, yo le hacía de lector- o veíamos las fotografías del viaje a España, cuyo etiquetado y ordenación fue la última empresa que abordó, antes de venirse físicamente abajo. Poco antes de marchar, intubada y en camilla, camino del hospital, me susurró: No te entristezcas. Todo está preparado.
     Que podía ser ese todo, Guillermo lo fue sabiendo, de labios de Rita y de boca del notario. Comenzando por esto último, constituyó una sorpresa, tanto para mi amigo, como para la familia de Berta. Esta había añadido últimamente un codicilo a su testamento de dos años antes, en que legaba a su gran amigo, Guillermo Albentosa, el usufructo de su casa en Ciudad de Panamá por el tiempo máximo de seis meses, a fin de que procediese, con todo cuidado y tranquilidad, a la recogida y ordenación de los papeles personales de la causante, guardados en carpetas y portafolios rotulados Mis memorias, que quedarían en su poder durante un periodo de cinco años, con plena libertad para sistematizarlos y publicarlos en biografía, pasado el cual, todos los citados documentos pasarían a ser de la propiedad del hijo mayor de la finada. Ítem más, las cenizas de la difunta serían trasladadas a la sepultura familiar de Castellar, junto a sus padres, encargándose de todas las gestiones pertinentes el susodicho señor Albentosa. El propio texto del codicilo asignaba el dominio de sus trabajos literarios y académicos, pendientes de publicación a su muerte, a la biblioteca McGrath de la Universidad Santa María la Antigua, actuando como fideicomisaria su amiga y bibliotecaria, Rita de Casia Veragua.
     Puedo asegurar -como quien se lo oyó decir a Gabriel- que lo que más le llamó la atención y, a la vez, lo preocupó fue que el notario le pudiera pedir la documentación personal, de la que habría de deducirse que Guillermo Albentosa no existía, a efectos jurídicos. Afortunadamente, el notario no le reclamó carné ni pasaporte, dando por bueno lo que todos asumían… y que Berta había matizado reservadamente al fedatario, a saber, que el Guillermo era perseguido por terroristas españoles y tenía autorización de su país para usar de una identidad supuesta.

***

     Este relato llega a su fin, aceptando lo que me apuntó Gabriel en nuestra última entrevista: A nadie le interesa mi vida sin Berta. Claro que una persona puede influir en otra, y hasta seguir viviendo en ella, más allá de la muerte. Eso resultó indudable cuando Rita le entregó un lápiz de memoria -el famoso adminículo que la profesora guardaba bajo llave, no fiándose ni de su ordenador bajo contraseña-. Iba dentro de un sobre dirigido a él, con una nota interior, de puño y letra de Berta: Yo ya acabé mi parte. Ahora te toca concluir la tuya. Se trataba de aquel Caicedo al alimón, sugerido por la bibliotecaria, aparentemente sin efecto. Pues bien, sacando fuerzas de flaqueza, Berta había confeccionado la sección literaria y periodística del personaje. A Gabriel le correspondería terminar la relativa al biografiado, como político, aventurero y bohemio. Rita habría de prologar y tratar de publicar la obra, testimonio de un esfuerzo común.
     No era el único, ciertamente. Bien por confianza plena, bien por darle algo que hacer, Berta ponía en las manos de Guillermo la compleja tarea de organizar, y publicar en su caso, las Memorias de su amada, antes que, por el transcurso de cinco años, aquel acervo documental pasase a manos del hijo mayor, único que residía en Panamá. Podría decirse, pues, que la difunta le había dejado bastante trabajo, como para no aburrirse en unos años. Si lo había decidido espontáneamente, o para evitarle la inclinación de irse con ella, es cosa imposible de asegurar, aunque la mayor probabilidad -según mi opinión- corresponde a la segunda de dichas opciones.

***

     ¿Alcanzó Berta en vida el convencimiento de que Gabriel y Guillermo eran la misma persona? Él nunca llegó a saberlo. Tal vez era demasiado dubitativo, o es que ella jugó a no darle una respuesta concluyente. Lo más cerca que estuvo de la certeza fue cuando encontró, en la última carpeta de las Memorias, una cuartilla con la letra, en francés, de la canción Pardonne-moi[34].  Tras los versos de dicha tonada, Berta había agregado la siguiente coda: 

Vive y muere en paz, amor mío, que yo, de todo corazón, te he perdonado.



10.  Letra de la canción Pardonne-moi, en francés y en español [35]





Je viens, le cœur tendre et les mains nues,
Je viens puisque tu ne reviens plus.
Je viens comme un enfant pour prier,
Comme un pénitent les yeux baissés
Pardonne-moi de t'aimer tant,
D'avoir si froid quand je t'attends;
Pardonne-moi de t'implorer,
Pardonne-moi de t'adorer.
Je viens comme un pécheur vers son Dieu,
Je viens comme un martyr vers le feu;
Je viens comme un fou vers sa folie,
Comme un nouveau-né qui veut la vie.
Pardonne-moi de t'aimer tant,
D'avoir si froid quand je t'attends;
Pardonne-moi de t'implorer,
Pardonne-moi simplement de t'aimer.


Vengo con las manos sin llenar,
Vengo, porque tú no has vuelto más,
Vengo como un niño que se pierde,
Vengo por volver de nuevo a verte.
        Perdóname por tanto amor,
        Por no vivir sin tu calor.
        Perdóname por no saber
        Dejar morir mi corazón.
Vengo como un ciego hacia la luz,
Siento en tus ojos mi quietud.
Siento que mi vida está en tus manos.
Vengo, porque no puedo olvidarlo.
        Perdóname por tanto amor,
        Por no vivir sin tu calor.
        Perdóname por serte fiel,
        Perdóname si aún te quiero yo.

    










[1] Traducible por Vengo con el corazón tierno y las manos vacías. Es el primer verso de la canción Pardonne-moi que, con letra de Claude Lemesle y música de Alain Goraguer, popularizó, sobre todo, la cantante greco-francesa, Nana Mouskouri, en su disco long play titulado Alléluia, de 1977 (cara B, corte 1). Existe versión española de dicha canción, por la indicada intérprete.
[2]  Espido Freire, El primer amor, 1ª edición, Ariel, Barcelona, 2000.
[3] Juego aquí con un conocido vulgarismo que, si inicialmente fue signo de incultura, me vale muy bien como una fusión de los adjetivos ostentoso y estentóreo, en su acepción de llamativo o muy sonoro.
[4] Rodolfo Caicedo Arroyo (1868-1905), notable literato y hombre público panameño.
[5] Siglas de Universidad de Santa María la Antigua, o Universidad Católica de Panamá, fundada en 1965.
[6] Era una manera de rebajar la posible excitación pues, si bien la Capital está a orillas del Océano Pacífico, la República de Panamá tiene también una extensa costa al Mar Caribe.
[7] En Panamá, desde 1904, son de curso legal, tanto los dólares estadounidenses, como los balboas panameños, estando su valor equiparado por ley.
[8]  Como es natural, mi amigo Gabriel me hizo muchas confidencias, a condición de que mantuviese en mi relato nombres supuestos. Así que, para mayor confusión, Gabriel, como su sosias Guillermo, tampoco se llamaba así; ni tampoco son nombres auténticos los de los demás protagonistas de nuestra historia.
[9] El mayor empuje inicial para la fundación correspondió a los Agustinos Recoletos.
[10] Datos correspondientes al año 2016, indican que estaban matriculados unos 6.000 estudiantes de todos los grados, con la docencia de unos mil profesores. Es de tener en cuenta que ciertas titulaciones se imparten de modo virtual, no siendo necesaria la presencia de los alumnos.
[11] En honor de Marcos Gregorio McGrath (1924-2000), arzobispo de Panamá entre 1969 y 1994.
[12] Traducción libre: Dame inteligencia para vivir.
[13] Literalmente, Profesorado en Pre Media y Media. Los estudios duran dos años y no precisan de hacerse presencialmente.
[14]  Véase nota 3.
[15] Según expertos, si no hay percances o descuido grave, el timbre y la fuerza de la voz se conservan incólumes hasta los sesenta años, incluso en cantantes de ópera.
[16]  El viejo Panamá alude a la zona histórica de la capital actual de la República. Panamá Viejo es la zona arqueológica a que ha quedado reducido el primitivo emplazamiento de Ciudad de Panamá (unos diez quilómetros al nordeste del actual), tras la destrucción por el pirata inglés, Morgan. Panamá Viejo fue la capital de la zona del Istmo entre 1519 y 1670.
[17] Mi amigo recordaba el dato por el hecho de que, en aquella época, tales monturas eran poco o nada conocidas entre el público español.
[18] Denominación del edificio sede de la Presidencia de la República de Panamá. Responde a la curiosa costumbre de tener casi siempre unas cuantas garzas paseando por el patio principal.
[19] Colón es una importante ciudad de Panamá, distante de la capital unos 70 quilómetros. Baltimore es la capital del estado norteamericano de Maryland.
[20] Una de las provincias de Panamá, cuya capital es David. Allí tiene la USMA una de sus sedes.
[21] Rafael Alberti Merello (1902-1999), poeta español, publicó en Buenos Aires el año 1952 uno de los más hermosos poemarios inspirados por la nostalgia del destierro: Retornos de lo vivo lejano.
[22] Recuerdo que es el nombre de la ciudad capitalina de la provincia panameña de Chiriquí.
[23] El caballero perfecto y casto de entre los fantásticos de la Tabla Redonda del rey Arturo de Bretaña.
[24] Adelantaré que la referencia original de este CD, en su forma analógica de long play, es la siguiente: Nana Mouskouri, Alléluia, año 1977. La canción a la que se alude en el relato era Pardonne-moi (música de Alain Goraguer, y texto lírico de Claude Lemesle), que ocupa en el disco el corte 1 de la cara B. Ioanna Nana Mouskouri es una versátil cantante griega, nacida en 1934. Existe versión castellana de este tema -Perdóname- cantada por la señora Mouskouri, audible por Internet (Youtube, etc.).
[25] Es decir, entre los diez libros más vendidos del momento.
[26] Dicho muy brevemente, Panamá formó parte de Colombia, hasta independizarse en 1903. Parece seguro que tal proceso no se habría producido, de no ser por el interés de los EE.UU. en conseguir de un nuevo Estado, pequeño y amigo, las mejores condiciones de control y extraterritorialidad para una obra fundamental, que los americanos consideraban como propia: el Canal de Panamá. Posteriormente, esa dependencia de los EE.UU. fue muy lamentada por los panameños, que a duras penas lograron la soberanía sobre la zona del Canal en 1977 (Tratado Torrijos-Carter).
[27] Una de las provincias de Panamá, lindante con Costa Rica, famosa por sus bellos paisajes caribeños y parques naturales.
[28]  Véase la nota 15. También se le denomina Panamá la Vieja.
[29] Paul Verlaine (1844-1896), poeta francés, cuyo poema más famoso, Chanson d’automne, recoge esa expresión: une langueur monotone.
[30] Es el título dado en español a la novela, originalmente en neerlandés, del escritor de esta nacionalidad, Arthur Valentijn Japin (1956), titulada Een schitterend gebrek (2003). Que yo sepa, la primera traducción al español fue publicada en 2006 por la editorial Roca, de Barcelona.
[31] Véase la Parte Primera, capítulos XLIII y XLIV.
[32] Gigante mitológico, que recuperaba todas sus fuerzas en cuanto tocaba la tierra con su cuerpo. Hércules lo estranguló hasta la muerte, gracias a mantenerlo alzado con sus brazos.
[33] La canción es Terciopelo y fuego, cantada inicialmente por el grupo español Falcons, que fue número 1 en las listas de Los 40 Principales durante cinco semanas (1978-1979).
[34] Recuérdese la nota 1. Para una mejor comprensión del texto, incluyo al final del relato las versiones íntegras, en francés y en español, de la susodicha canción.
[35] Insisto en que no se trata de una traducción literal, sino de las dos versiones de la letra de la canción, en su francés original y en español.

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