miércoles, 19 de junio de 2019

AMOR, PSICOLOGÍA... Y MÚSICA




Amor, psicología… y música


Por Federico Bello Landrove

A mis condiscípulos de Derecho, en nuestras bodas de oro (1969-2019)



     Este relato se construye reflexionando acerca de dos cuestiones: ¿Puede un profesional ser cliente de sí mismo? ¿Cabe aunar científicamente cabeza y corazón, mente y sentimiento? ¡Ay, si la protagonista o yo tuviésemos las respuestas! De todos modos, con tal que el cuento nos sirva para repasar algunas canciones y ciertos recuerdos, su confección y lectura no habrán sido en vano.






1.      El caso de la cliente





     Habrían cumplido por San Juan los veinticinco años de matrimonio, pero antes llegó la sentencia de divorcio que, en aquella metrópoli, se había hecho esperar. Mas no hay mal que por bien no venga: Gracias al tiempo de espera y a la insistencia de sus abogados, habían acabado por lograr el mutuo acuerdo, en las condiciones más ventajosas… para Lorenzo. Con el pretexto relativo de que el hijo pequeño se iba a quedar con el padre, preparando las oposiciones de notarías, mantendrían el uso de la vivienda común, sin poderla vender por ahora. Los ahorros le corresponderían a ella en solo una tercera parte, en atención al hijo económicamente dependiente y al necesario complemento de la economía del mayor, todavía en el primer año de médico residente en Valencia. Todo lo daba por bueno, con tal de perder de vista a su marido, quien en los últimos tiempos, entre sus problemas laborales y los derivados del proceso matrimonial, se había vuelto insoportable. Menos mal que el trabajo fuera de casa le hacía olvidar un poco el infierno doméstico, aunque su labor asesora pareciera poco compatible con la tensión interior. ¡Nada menos que psicóloga! y, quieras que no, como no le iban los temas infantiles, enfocada a paliar o solucionar los problemas de pareja. 

     Hecha esta breve presentación, encontramos a nuestra protagonista retirando de la puerta de su despacho la placa ilustrativa para sus escasos clientes:

Azucena de Quinto

Psicóloga

Lunes a viernes, de 16:30 a 20

     Con el anuncio del portal, la había ayudado el portero, tan curioso, como a su profesión correspondía:

-          ¿Se marcha usted? No le va a ser fácil encontrar otra oficina por esta zona.

-          Es que me vuelvo a mi ciudad. Mis padres están ya muy viejos y me necesitan.

     La disculpa era plausible, habida cuenta de los cincuenta tacos que estaban a punto de caerle, pero el conserje lo encontró demasiado sacrificado:

-          No sé… No es fácil hacerse una clientela, con la de competencia que hay. Tal vez, en una residencia…

     Azucena le replicó con cierta displicencia, tratando de cortar la conversación:

-          ¿Clientela, dice? Llevo quince años y apenas he sacado para los gastos.

     Su interlocutor la miró, compasivo. ¡Ya era desgracia, mayor y con título, y no podía vivir de su trabajo!

     Aparte la tarea de quitar placas, Azucena viene dedicándose al interminable trabajo de triturar todos los documentos de aquellos expedientes -la mayoría- que, por su antigüedad o insignificancia, no juzga merecedores de trasladar con ella a su nuevo destino. De todos guardará el resumen que reposa en los archivos de su ordenador, pero la honra de pervivir íntegros y en papel solo quiere reservarla para los más recientes y para aquellos que puedan servirle de modelo en el futuro. Justo ahora se halla repasando el año 1976, al principio de su carrera, cuando apenas tenía experiencia. Y he aquí que extrae de la estantería uno, no muy voluminoso, en cuya cubierta puede leerse -excusando los apellidos reales, por razón de confidencialidad-:

Asunto 17/1976

Cliente: Silvia Rodríguez de Andrés

Apartado: Noviazgo. Rupturas complicadas

Fecha de inicio: 13 de octubre de 1976

Fecha de finalización: 4 de septiembre de 1977

Pago: Pendiente

Observaciones: Engelbert Humperdinck

     Desde luego, lo recuerda perfectamente y, donde no, la pintoresca observación le habría refrescado la memoria. Tan solo hojea la conclusión del dossier para confirmar lo que ya suponía: que la fecha de finalización se refiere al momento en que, cansada de esperar, cerró el caso, sin cobrar los honorarios por su labor. Lo cierto es que se trata de un final abierto: Ni sabe cómo acabó, ni ha vuelto a ver a la cliente desde que la aconsejó profesionalmente sobre su futura conducta. Con todo, me atrevo a opinar como la señora De Quinto: El caso merece ser salvado de la destrucción y, posiblemente, pueda servir de referencia para otros venideros…, aunque Mister Humperdinck[1] diga ya muy poco a los jóvenes de hoy.

     En fin, aprovechemos que la psicóloga ha dejado el expediente sobre la mesa, cuando ha decidido abandonar momentáneamente el despacho, rumbo al supermercado. Es toda una invitación para curiosos. Veamos, pues, lo que aconteció a Silvia y a su complicado novio, hasta el momento en que aquella decidió levantar el vuelo, dejando a Azucena con un palmo de narices.


***

     La primera visita de Silvia R. a la psicóloga era susceptible de resumirse, con base en las notas del expediente, de la siguiente forma:

     Silvia R., de 24 años de edad, acude a mi consulta y, de forma un poco excitada, pero del todo clara, me expone que, desde hace ocho años, está en relaciones con Alberto M., un año mayor que ella, vecino de su mismo barrio, al que conoció durante una excursión a Aranjuez organizada por su parroquia. Terminados sus estudios de bachiller y formación profesional, Silvia optó por emplearse en el ramo comercial de la confección, colocándose finalmente en El Corte Inglés de la calle Princesa. Por su parte, Alberto siguió estudios de perito industrial, que abandonó antes de obtener el título, más que por dificultades para aprobar, por interés o necesidad de emplearse y empezar a ganar dinero.

     Esa urgencia, ¿sería por emulación con su novia, o pensando ya en casarse? El texto no lo aclara, y no tenemos a mano a doña Azucena para preguntarle su opinión. Así que pasemos un poco más adelante:

     Hace cosa de un par de años, Silvia conoció a un coordinador de ventas de una famosa empresa italiana de confección, llamado Riccardo, cuyos trajes se vendían en los grandes almacenes más arriba indicados. Ella me manifiesta que, aunque desde un principio se sintió atraída por él, ni una ni otro llevaron su relación más allá de tomar café o comer juntos en los descansos, acompañarse hasta la parada del metro o del autobús, y cosas así. Silvia me indica que, aparte de que Riccardo se tomaba su relación con respeto por la circunstancia de estar ennoviada, ella no quería darle más transcendencia que la de una buena amistad con un compañero de trabajo, máxime siendo él italiano, con estancia meramente temporal en Madrid.

     Llegada a este punto, la psicóloga hace un inciso para reflejar que, por la calculada ambigüedad de algunas expresiones, así como por su lenguaje corporal, está convencida de que las relaciones entre Silvia y Riccardo hubieron de ser más profundas y/o menos circunspectas de lo que aquella afirma, toda vez que llegaron a llamar la atención de los compañeros de trabajo, alguno de los cuales fue con el cuento a Alberto, según la enfadada expresión de la afectada. Y prosigue Azucena:

     Alertado por tales cuentos -que evidentemente eran muy reales, en este caso-, Alberto tuvo una desagradable conversación con Silvia, en la que le echó en cara que hubiese tenido que enterarse de la existencia de otro hombre por las confidencias de terceros. La interpelada, cuyo interés por el novio anterior había ido decreciendo, según aumentaba el afecto que sentía por su nueva relación, reaccionó de una manera imprevista, incluso, para ella. En efecto, lejos de minimizar la importancia Riccardo en su vida, o de tomarse un tiempo para reflexionar, contestó de forma que implicaba estar enamorada del italiano y que, en consecuencia, suponía pedir a Alberto que rompieran su noviazgo, manteniendo no obstante las buenas formas y recuerdos. Silvia me expuso -escribía Azucena- que le parecía que quien hablaba no era ella, aflorando sentimientos que nunca se había confesado y reaccionando con un valor y una firmeza que, hasta entonces, estaba lejos de haber tenido para juzgar superado y sin sentido su noviazgo con Alberto.

     Hago la observación de que, a estas alturas de la Historia, puede resultar casi ridículo que una joven, para romper con su novio, poco menos que le pida permiso. He de recordar que los hechos sucedían hacia 1976, cuando la igualdad de los sexos en España era aún una quimera. Por otra parte -como aduciría nuestra psicóloga en un lugar de su informe-, no puede olvidarse lo dilatado y estrecho de la relación entre Silvia y Alberto, como también la mala conciencia de la joven por el hecho de que su novio hubiera tenido que enterarse de la irrupción de Riccardo, de manera brusca y por extraños.

     Y voy llegando al punto que justificaba el que Silvia hubiese acudido a la consulta de Azucena con una ruptura complicada. Después de varios meses -se exponía en el expediente-, Alberto continuó sin asumir la realidad espiritual de la ruptura, sino que continuaba llamando y asediando a Silvia, como si todo siguiera igual entre ellos. Cuando la chica le preguntaba el porqué de su insistencia, Alberto se encerraba en su propio yo, así como en su forma personal de ver las cosas. Silvia recogía algunas citas textuales: Yo no voy a dejar de amarte, por el hecho de que tú te hayas encaprichado de otro. O bien, no puedo dejar que te alejes de mí, como si no me interesaras. O, incluso, yo no puedo querer a otra que no seas tú. Luego, pasó a erigirse en intérprete de los sentimientos de los dos, o en adivino del futuro: ¿Cómo vamos a dejarnos, para luego comprender que nos hemos equivocado y arrepentirnos sin remedio? Finalmente, pulsó el lado práctico de la cosa, con obvio paternalismo: ¿Es que yo soy tan poca cosa, como para que me olvides fácilmente y me dejes por otro cualquiera? Sé sensata: Antes de dejarme, asegúrate de que quieres el amor del otro mucho más que el mío. ¡Mira que llevamos tanto tiempo amándonos, que te falta experiencia para decidir que lo mejor para ti sea olvidarme! Este último género de observación es el que ha penetrado más hondo en la mente de Silvia, toda vez que pone en duda la consecución de su felicidad, usando de un indemostrable: comparar entre dos amores, cuando el resultado de cualquiera de ellos se pone en un futuro, posterior a la elección.

     A mis preguntas -señalaba Azucena- Silvia me reconoce que, pese a no haber despedido aún a Alberto y a sentirse muy preocupada por sus argumentos, no ha dejado de sentirse atraída por Riccardo quien, a su vez, la requiere cada vez con más insistencia para que se una a él, abandonando cualquier otra consideración. Silvia tiene miedo de que ambos galanes acaben chocando. Por mi parte, pese a las reticencias de la cliente, estoy convencida de que Riccardo y ella han mantenido ya relaciones sexuales, o han llegado muy cerca de ellas.





***

    Azucena de Quinto era muy concienzuda y, por otra parte, ya he dicho que en el 76 tenía poca experiencia profesional. Consta, pues, en el dossier que despidió a Silvia hasta el mismo día de la semana siguiente, para pensar con calma y redactar por escrito un informe y los subsiguientes consejos. En el ínterin fue cuando llegó a la conclusión de que lo consultado por Silvia se parecía como dos gotas de agua a una canción que ella había tarareado repetidamente diez años atrás. Bueno, en principio halló la similitud en el título -pues no sabía el suficiente inglés como para entender la letra, según la cantaba el inigualable Hump[2]-. Pero, cuando repasó el texto de Am I that easy to forget?[3], comprendió que el parecido con el caso de Alberto era increíble. Tanto que, en el colmo de la casualidad y de la confianza, Azucena imaginó que, en la discografía del citado crooner[4] podría hallar la respuesta a las dificultades de Silvia. Y, en efecto, allí estaba, con un año de diferencia. Se trataba de Please, release me[5]. La súplica podría haber sido cantada por la propia Silvia, pero el resto de las palabras coincidían exactamente con lo que la psicóloga tenía pensado sugerir a aquella. Tan es así que, con un rasgo de humor que, tal vez, no se habría permitido de suponer a su cliente fan de Hump, incluyó en su informe la siguiente traducción casi literal de las palabras inglesas de la famosa canción:

     Para convencerlo o, al menos, para explicar tu punto de vista, habrás de indicarle que, por favor, te deje ir en libertad, ya que no lo quieres en absoluto. Y, como razones para hacerle ver lo inconveniente de su insistencia, le harás notar: A) Que sería un pecado malgastar vuestras vidas en una relación sin amor mutuo. B) Que has encontrado, sin duda, a tu verdadero amor, junto al que deseas permanecer para siempre. C) Que sus caricias y sus besos son cálidos, mientras que los de Alberto te resultan fríos. D) Que sería estúpido pretender atarte a él. E) Que vivir una vida así solo os traería sufrimiento.

     La segunda entrevista personal con Silvia no fue ya del todo llana. Cuando la chica leyó los consejos, tragó saliva -sobre todo, con el del apartado C- y preguntó a la psicóloga por qué no hablaba ella con Alberto y le hacía esas mismas consideraciones, con la superioridad que le daban la mayor edad y la profesión. Azucena le respondió que no lo veía satisfactorio, toda vez que debería aprender a sostener sus opiniones y defender sus criterios. Comoquiera que la joven insistiera, la profesional recordó que una de las funciones de los psicólogos es la de ejercer funciones de mediación e, incluso, resolver conflictos interpersonales, reuniendo a los afectados. Como es natural, puso como condición que Alberto aceptase de buen grado visitarla, lo que Silvia tendría que conseguir por sí misma. En cuanto a la eventual entrevista al novio obstinado, en ellos estaba el que la chica lo acompañase, o no.

     Alberto, aunque de mala gana, aceptó visitar a la psicóloga, a condición de acudir solo. Por dos veces -constaba en el expediente- no se presentó a la cita. A la tercera y última, compareció una hora tarde y, tal y como Azucena preveía, la cosa resultó un fracaso. No hubo forma de convencer al novio insistente de que dejara marchar a Silvia ya que esta estaba enamorada de otro. Una y otra vez rechazó los requerimientos en tal sentido, poniendo siempre como argumento el de que estaba seguro de ser para la chica una elección mucho mejor que Riccardo. Azucena explicaba:

     Le pregunté por qué se juzgaba tan bueno para hacer la felicidad de Silvia, a lo que me dijo que los muchos años que llevaban de novios le permitían tener esa convición: la de que él era la solidez y el otro, un simple capricho. Siendo en vano mis admoniciones para que dejase decidir sobre ello a Silvia -me dijo que no podía permitir que ella errase, en perjuicio de ambos-, resolví apretar más contra sus argumentos y le pregunté si conocía a fondo a su rival, como para sentirse tan superior a él. Alberto concedió que lo conocía solo de vista y eso, de lejos. Me puse aún más dura y le pedí que, por un momento, se comparara con el pretendiente italiano, en términos de prestancia, talla o ingresos económicos, por no hablar de estudios y de cosmopolitismo. Como mi planteamiento lo dejaba, sin duda, en inferioridad, se levantó todo mosqueado del sillón y me soltó que, si lo había llamado para dejarle en mal lugar o para ridiculizarlo, no teníamos más de qué hablar. Mal que bien, lo acompañé hasta la puerta y -aún no sé cómo- me atreví a despedirlo con estas palabras: Señor M., es usted un fraude, viviendo otro fraude.

     Prácticamente, el expediente Humperdinck termina aquí. Cuando Azucena llamó a Silvia para informarle de su entrevista con Alberto y para cerrar el caso, con los consejos finales, la chica no acudió, ni contestó al teléfono. Como ya he dicho, la psicóloga no pudo cobrar sus servicios y tampoco supo el desenlace de aquel conflictivo menaje a tres. Pero, por lo menos, he tenido la oportunidad de contarles una historia con final abierto, así como de explicarles la relación de aquella con el famoso cantante anglo-indio. Un vocalista que, por cierto, todavía no había concluido así su influencia en la vida de Azucena. Pero, ¡cuidado!, la llave cruje en la cerradura, señal inequívoca de que la psicóloga regresa al despacho, tras haber concluido sus compras. Dejemos, pues, el dossier en su sitio y ya continuaré mi relato en el capítulo siguiente.









2.      El caso de la psicóloga



     Han pasado algunos meses y la psicóloga Azucena de Quinto va aclimatándose a vivir en la ciudad donde nació, junto a sus padres, en el vetusto caserón con vistas a la Catedral. Afortunadamente, hay habitaciones de sobra para dejar un ala de la vivienda como sala de espera, despacho y archivo. En una de las jambas del portalón, la consabida placa, reclamo de clientes; solo que ahora, felizmente libre del marido, se ha permitido ampliar el horario, al menos, hasta que tenga una parroquia que le permita fijar sus propias condiciones. De cualquier modo, cuando ella falta de casa en horario de atención al público, la tata Obdulia ya sabe que debe tomar nota del nombre y teléfono del visitante, con la consabida explicación: Doña Aurora ha ido a la Universidad. Lo -o la- llamará por teléfono en cuanto regrese. Claro está que la Universidad puede ser la tienda de comestibles, la peluquería o la consulta del médico de sus padres. Lo importante es darse a conocer, tratar al personal con guante de seda, abrirse camino en esa ciudad obtusa -como la llama su padre-, en que ir al psicólogo es tan habitual como viajar a la China.

     Reitero que no hay mal que por bien no venga. En este caso, el bien es que la ociosidad forzada le ha permitido ordenar y poner al día todas sus cosas con la precisión de un reloj suizo. Sus dependencias disfrutan de la pulcritud de un quirófano; el resto de la casa, con su impulso, ha vuelto a tener el aseo de cuando Obdulia era una jovenzuela ansiosa de hacer méritos para conservar su puesto; a sus padres los ha puesto a hilo, superando en lo posible la indisciplina y decadencia de la vejez. Una negrera, eso es lo que eres -gruñe su padre, tras recibir la enésima regañina cariñosa, por dejar el abrigo sobre un sofá o esparcir la ceniza en el suelo del cuarto de estar-. Su madre, más comprensiva, piensa que todo es fruto de la angustia vital de haber cumplido el mes pasado los cincuenta, sin otros invitados que ellos mismos y Lupe, su amiga de antaño, tan horra de compromisos sentimentales como la propia Aurora.

     Pero anteayer pasó lo que era inevitable en aquella ciudad, donde aún se conoce todo el mundo y el paseo se reduce a media docena de calles. Pasando -¡menos mal!- por la acera contraria, había visto a Víctor salir de casa de sus padres. Desde luego, de no ser por esa circunstancia, no lo habría reconocido, máxime con la miopía que la aqueja y que no palía con gafas cuando está fuera de casa. El hombre había encanecido; la coronilla le relucía al sol mañanero y hasta le pareció cargado de hombros. Retuvo el paso y se metió por la primera bocacalle, para evitar ser vista. No es que estuviese impreparada: era, simplemente, que no le apetecía volverlo a ver en un encuentro callejero.

     En realidad, con intención o sin ella, Mamá la había puesto en antecedentes. Víctor residía en una de las capitales de provincia limítrofes con la suya, dedicado a ejercer la docencia. Ella, que mantenía relación superficial con los padres, tan solo estaba informada de que se había casado con una joven de allá y que tenían dos hijos. Por lo demás, Víctor, además de para ver a sus padres, regresaba a aquellos lares para examinar a alumnos de COU[6]. Las pocas veces que se había topado con él en la calle, el profesor la había saludado con cortesía, despidiéndose en seguida con los formularios recuerdos, sin destinatario determinado.

     Tuvo que ser ese encuentro, por ella frustrado, lo que trajo como consecuencia que Azucena volviera al pasado, con un viejo disco de grandes éxitos de Engelbert Humperdinck. Claro está: Allí figuraban los consabidos Please, release me y Am I that easy to forget?, que se colaron de rondón en el capítulo anterior. Pero, en este, fue otro tema el que empezó a machacar la mente de Aurora, hasta tararearlo con sentimiento. ¿Por qué? Sin duda, por la belleza de la música y la sensibilidad de las palabras. ¿Nada más? Hace unos días, habríamos contestado negativamente, pero ahora…, con ese doble encuentro, era inevitable que Enguelberto y Víctor se asociaran para reavivar sus recuerdos, convirtiendo a la nostálgica Aurora en la paciente de sí misma. Veamos los motivos.


***

     Para explicarme por orden cronológico, tendré que pedir ayuda a una veronesa, ya metidita en años, pero que encandiló a mi generación cuando ganó los festivales de San Remo -o Sanremo- y de Eurovisión, con solo dieciséis años: Me refiero -la mayoría de ustedes, sin duda, no se acordarán- a doña Gigliola Cinquetti[7], con su famosa canción Non ho l’età. Tan hermosa tonada hacía referencia a que una mocina quinceañera, o así, no debía arrostrar un noviazgo maduro e íntimo, sino contentarse con un amore romantico, hasta que llegara el día soñado en que cumpliera ene años. En su galán estaba el esperarla hasta entonces, para gozar de tan prometedor futuro[8].

     Estoy convencido de que Azucena y Víctor, por mucho que les gustase la canción, no habrían aceptado su mensaje; pero los padres de ambos sí lo hicieron -quien más, quien menos-, y ya se sabe lo que antaño pesaba la autoridad paterna, máxime ejercida por cuatro progenitores actuando al unísono, ya por convicción, ya por no contrariar su común amistad. Y así, la futura psicóloga pasó a estado de hibernación amorosa, entre el dolor y la consternación de su parejita, tan obediente como pocos y tan inexperto como casi todos los chicos de su edad.

     Hasta aquí, el pacato mensaje de tan premiada canción. Ahora ha de entrar en el relato la del señor Humperdinck, que tan profundamente se estaba clavando en la memoria de Azucena: No era otra que There goes my everything[9], que ella no en vano consideraba una de las más hermosas formas de reflejar la partida, silenciosa y como subrepticia, de quien ha perdido el amor; una marcha apenas captada por los oídos atentos de quien, por el contrario, sabe que destrozará su corazón para siempre, sin otro consuelo -u otro tormento- que el recuerdo de los felices años pasados.

     Obviamente -pensaba Azucena-, en su caso no fueron años, sino meses apenas. Incluso tanto tiempo después, podía precisar, día a día, aquellos nueve meses que duró su primer amor. Luego, como en la canción de Hump, Víctor se deslizó en el silencio frío de la noche, hasta cerrar sigilosamente la puerta y destrozar su corazón. ¿Era la lógica consecuencia de la insufrible espera que loaba Gigliola o, más bien, que Víctor no la había querido con la profundidad que ella había imaginado? ¡Vaya pregunta!, para buscarle respuesta, treinta y cinco años después, mientras limpia las cubiertas de los vinilos y, a través de los visillos, la saluda cortésmente el Teatro Calderón, engalanado para la 34ª Semana Internacional de Cine.

     Azucena desecha psicoanalizar a Víctor, por la sencilla razón de que es imposible sin su presencia activa, pero su cabeza ha empezado a darle vueltas y ya no hay modo de pararla. Toma de la estantería el expediente de Silvia Rodríguez y lo hojea, casi sin mirar ni detenerse. ¡Qué mal repartido está el mundo! El famoso Alberto, insistente y pesado hasta dejarlo de sobra, haciendo la vida imposible a su amada, que no ve la manera de escapar de él. En cambio, otros, débiles e impacientes, salen por pies a la primera dificultad que se presenta, dejando a la otra persona vacía y sola. En fin, no sabe si mató o si espantó, pero el caso es que, con la ayuda de su técnica profesional y del sentido común, procuró dar a Silvia una salida lógica y práctica a sus problemas. ¿No podría hacer otro tanto con los propios, cumpliendo el irónico refrán de médico, cúrate a ti mismo? No es mal momento, ciertamente, para intentarlo, con el corazón libre y el físico todavía de buen ver. Claro que ¿pintará Víctor algo en esto o no tendrá sentido remontarse a la prehistoria de su vida sentimental? En esto, la tata Obdulia la llama para comer. Azucena resopla, entre el enfado y la relajación. Rezonga:

-          ¡Ahora que estaba dispuesta a tomar una determinación, de una vez por todas!

     Pasillo adelante, mientras le llegan los efluvios de la fabada, musita:

-          Tengo que empezar a salir, de casa y de mí misma. Eso, para empezar.




***

     Han pasado otros dos meses y las Navidades están ya a la vuelta de la esquina. Azucena ha empezado a desarrollar sus buenos propósitos, de la mano de su incondicional Lupe, aunque la mujer, tan feúcha y tímida, no sea la compañía más apropiada. Fiel a su estilo y a las exigencias de su horario de consulta, se ha fijado un plan semanal: tal día, cine; tal otro, merienda en el casino o en la cafetería Moka; los fines de semana, algún viajecito, o excursión con el grupo ecologista El Robledal. Por supuesto, asistencia a los actos que organiza el Colegio de Psicólogos, y a las charlas y conferencias universitarias de su especialidad. Lupe, profesora de Lengua en el Amor de Dios, le ha propuesto algún complemento espiritual o caritativo, de los que en su centro docente se organizan, pero Azucena le ha dado largas: Como tantos han opinado antes que ella, primum vivere. En el fondo, también su amiga está de acuerdo. Pero, a lo que vamos, a ratos perdidos ha empezado a enviar felicitaciones de Pascua: más que otros años, pues ahora ha pasado a casi todas sus amistades madrileñas, del apartado de telefoneables, al de destinatarios de crismas[10]. Cuando acaba con la carga, asume la tarea concreta que se ha impuesto, para aprovechar el momento: reaparecer en la vida de Víctor, en la forma suave y ligera de un mensaje navideño. Con todo, la labor tiene su intríngulis: ¿Cómo explicar que este año se haya decidido a romper con décadas de silencio?

     Veamos cómo lo hace, antes de que cierre el sobre y lo eche al leonino buzón de Correos:

     De regreso a casa de mis padres en nuestra común ciudad, te recuerdo con estima y os deseo, a ti y a tu familia, unas felices Navidades y un venturoso 1990.- Con afecto, Azucena.

      No hubo contestación hasta pasada la fiesta de Reyes, pero la espera mereció la pena; tanto así, que no tendré más remedio que resumir la carta de respuesta o, mejor aún, entresacar los fragmentos que mayor transcendencia puedan tener para el devenir de la historia. Dejemos, pues, el preámbulo, en que Víctor expresa la gran alegría y sorpresa que le había producido recibir la felicitación de la que calificaba de querida y sempiterna amiga -tal cual-, así como la razón de no haber respondido a vuelta de correo, dado que se hallaba pasando las vacaciones escolares de Navidad en Lugo, con la familia de su esposa…

     Pues habrás de saber que, como catedrático de Geografía e Historia en uno de los Institutos de aquí, disfruto de las mismas dilatadas vacaciones que mis dos hijos, si bien estos, por hallarse estudiando muy lejos -el uno, de manera estable, en los Estados Unidos y, la otra, con una beca Erasmus[11], en Alemania- no se han reunido con nosotros. En lo que a mi mujer, Carmiña, respecta, tiene mucha libertad para moverse pues, aparte de desempeñarse como ama de casa, echa por las tardes unas horas en la oficina de un amigo notario, ahora que los hijos han volado del nido casi definitivamente.

     Tras alguna noticia personal más, el remitente aludía a la fórmula ambigua de hallarse de regreso a casa de mis padres, empleada por Azucena, y decía:

     Te hacía aún en Madrid, por lo que, en principio, entiendo que te hallas en la casa paterna solo de visita. Como sé poco o nada de ti, aparte de que te casaste y que tienes varios hijos, tendrás que ponerme al día de tu vida y milagros, suponiendo que quieras corresponder así a esta mi extensa epístola, que ignoro si recibirás en la que llamas nuestra común ciudad, o tendrán tus padres que reexpedírtela a la capital de España.

     Y, para concluir, Víctor manifestaba su deseo de pasar de los escritos a las presencias, en el lugar y forma que Azucena tuviera por conveniente.

     Como es natural, dado cuanto sabemos de ella, la primera intención de la psicóloga fue la de darse el consejo profesional de contestar ipso facto a su amigo, revelarle su divorcio y quedar a su disposición para encontrarse en momento y lugar que viniese bien a ambos. Luego, la mujer Azucena se impuso a la psicóloga De Quinto y verificó algunas correcciones a su dictamen: Esperaría cosa de un mes para contestarlo, no siendo que el galán, otrora apocado y esquivo, se creciera hogaño en exceso; y nada diría sobre la posibilidad de citarse, sino que se limitaría a revelarle su actual disponibilidad cordial y legal, dejando que fuese él, bastante más trabado, quien reiterase la invitación y, en su caso, fijara los términos. Azucena se había tomado la cosa tan en serio, que no me habría extrañado que abriese un expediente, con ella como cliente. De ser así, en el apartado de observaciones, la carátula bien podría rezar así: Psicología… y música.

***

     Han pasado dos meses más y, desde el punto de vista de Azucena, las cosas no podrían haber ido mejor. Tan pronto supo Víctor por ella que estaba divorciada y que había tomado la decisión definitiva de instalarse con sus padres, para así poderlos cuidar en su vejez, la contestó de una forma que ella calificó de muy prometedora, aunque nada comprometedora. El párrafo promisorio era el siguiente:

     Mis visitas a nuestra ciudad son poco menos que de médico, para comer con mis padres y controlar un poco su salud y la marcha de su situación económica. Por otra parte, si nos citásemos en mi ciudad, no dejarías de sentirte cohibida, y yo me vería casi forzado a presentarte a Carmiña, quien inmediatamente te invitaría a comer en nuestra casa. Se me ocurre que pueda ser más grato reunirnos a mitad de camino, en un lugar donde nadie nos conozca y podamos manifestarnos con entera libertad. ¿Qué te parece Maslejos? No deja de ser un poblachón venido a menos, pero se come de maravilla y tiene un par de iglesias que, si te dejas, podría enseñarte, pues lo merecen.

     El periodo tenía su intríngulis y, de analizarlo profesionalmente, abríase dicho que Víctor parecía en exceso preocupado por pasar desapercibido, cuando de lo que se trataba era de saludar a una querida y sempiterna amiga y sacar los atrasos de tanto tiempo sin cruzar con ella una palabra. Sin embargo, Azucena prefirió, una vez más, comportarse con la aparente ingenuidad de la colegiala de entonces, evitando, por otra parte, atribuir a Víctor no confesadas intenciones. Así pues, en el punto más candente, le respondió:

     Creo que has tenido una buena idea con lo de Maslejos. La familia de mi abuela materna procedía de allí y he crecido oyendo a mi madre cantar las bellezas del pueblo, aunque nunca quiso volver, por los malos recuerdos que le traía de cuando la guerra. Y, en cuanto a lo de comer muy bien, lamentaré no hacer los honores en debida forma, pues me sienta fatal llenar el estómago cuando he de emprender viaje poco después.

     Después de algunas dificultades para cuadrar fechas que conviniesen a ambos, acordaron encontrarse a la una de la tarde del último viernes de abril. Como pretexto del viaje, Azucena puso ante sus padres el de que tenía que visitar a una cliente, ingresada en una clínica de reposo, en las cercanías de Zamora. Ignoro la disculpa que pondría Víctor a Carmiña en análoga tesitura.





***

     Estamos a martes de la semana señalada. El día anterior ha recibido Azucena una breve llamada de Víctor: Soy yo. Solo es para recordarte que nos vemos el viernes, a la una. ¡Qué cosa! Como si fuera capaz de olvidar algo así. De hecho, ya tenía decidido el vestuario y había encargado a Obdulia que le planchara la falda y el chaquetón, que seguidamente había colocado cuidadosamente en lo más apartado del armario. Pero hoy se ha dado en pensar que no tiene un fular de estampado moderno, que conjunte con el tono tabaco de la blusa. Se encamina, pues, a El Corte Inglés -primera planta- donde radican los espacios reservados a las marcas de postín. Sube por la escalera mecánica y, apenas emboca el pasillo, observa a unos metros de distancia, hablando con otra compañera, ¡a Silvia!, la famosa Silvia R. del capítulo primero. Se embosca tras un expositor de ropa de rebajas y, por unos momentos, fija la vista en la empleada alta y morena, con el atuendo propio de la empresa. No le queda duda: ha cambiado de peinado y echado unos kilos más encima, pero es Silvia. ¿Qué demonios puede haberla llevado a dejar el centro comercial madrileño de Princesa, por este de Castellar?

     Una cosa tiene clara: por mil razones, no le apetece saludarla. Afortunadamente, la boutique a que se dirige queda al otro lado del hueco de las escaleras. Se escabulle a buen paso y mentalmente decide ir a comprar el pañuelo en cualquier otra tienda, si no encuentra al momento y disponible a Clara, su compañera de colegio y consejera de confianza en temas de moda y calidades. Así acontece, en efecto. Con mucho misterio, la toma de la mano hasta encontrarse en la mínima trastienda y allí le susurra lo que sucede. Clarita, como cumple a su nombre, le aclara el misterio del traslado de Silvia:

-          Nada, que tuvo hace años un novio que, indignado de que se hubiese atrevido a dejarlo, la esperó una tarde a la salida del trabajo y la descerrajó dos tiros, que estuvo a la muerte. De hecho, si no lo sujetan unos valientes que pasaban por allí, habría acabado con ella. Lo condenaron a un montón de años de cárcel, pero ya sabes lo que pasa en España. Salió de prisión el año pasado; la advirtieron en el juzgado del riesgo que corría, y la empresa, a petición de ella, la sacó de Madrid y la trajo para acá de tapadillo. Si lo sé es porque a unas cuantas veteranas de esta planta nos enseñaron unas fotos del tipo y la Policía nos pidió que estuviésemos alerta, por si acaso aportaba por la tienda. En fin, chica, ya ves qué marrón. Nos dijeron que a él le habían ordenado que no se le acercara, o volvería a presidio, pero ¿quién puede fiarse de que un criminal así no repita la jugada?

     Azucena eligió a toda prisa un vaporoso pañuelo de seda[12] en tonos verdes, con estampado floral, y se despidió de Clara, rogándole no informara a Silvia de que vivía en la ciudad. Seguidamente, huyó hacia los ascensores y se perdió de vista, rumbo a la Plaza Mayor. Y pronto, muy pronto, el alivio de no haber sido vista por su desgraciada cliente se convirtió en una nueva preocupación, solo que, en esta ocasión, era por ella misma.




***

     Pasó la noche de claro en claro mas -a diferencia de Alonso Quijano- el día no lo fue de turbio en turbio. La madrugada la halló sentada en un sillón de la sala, somnolienta pero decidida: Había que pensarse mejor lo de ir a Maslejos para encontrarse con su pasado. Todavía estaba a tiempo de poner un pretexto a Víctor y demorar el viaje. Una indisposición temporal de su padre -cardiópata crónico- sería una buena opción. La marcha a Madrid, para discutir con su ex marido algún problema económico, también contaba con muchas posibilidades.

     Entre cafés y bostezos, despachó la jornada matinal. Por pura y providencial casualidad, atendió a una madre atribulada, que acompañaba a su hijo adolescente a quien varios compañeros de colegio le hacían la puñeta -vamos, lo que ahora es comúnmente conocido por bullying-. El muchacho, ciertamente un morenazo, tenía la desgracia de que el tono cetrino de su cutis y algunos rasgos del rostro recordasen los de ciertas etnias hindúes, lo que le había granjeado el apodo peyorativo de El indio. Pero, para Azucena, esas facciones y epidermis le trajeron al punto la imagen de su admirado Hump. Bueno, admirado como cantante pues, tras haber descubierto su fiasco con Silvia, el cantante de Madrás[13] había perdido muchísimos enteros como gurú de nuestra psicóloga.

     Lo que sucedió después solo es comprensible, si recordamos que Azucena no había dormido en toda la noche y, para remate, Obdulia había programado un cocido completo para comer, y no era de las que consintiese que los platos volvieran medio llenos a la cocina. Lo cierto es que, mientras la señora De Quinto descabezaba una pesada y reparadora siesta, se le apareció en sueños Mister Humperdinck y, con gesto adusto y su mejor voz de barítono, le echó en cara la decisión de reencontrarse con Víctor, así como así, de esta manera:

-          Antes, tú me dabas los hechos y yo te ofrecía las soluciones. Ahora, como una pipiola atolondrada, has tomado de mí los hechos y has pergeñado la decisión a tu gusto y arbitrio.

-          Pero Hump -se atrevía a objetar la Azucena onírica-, también me he dejado guiar de la Cinquetti, que ofrecía la posibilidad de entregar todo su amor al muchacho que hubiese sabido esperarla.

-          ¿Y ese es el caso del tarambana de Víctor? ¿Dónde estaba él cuando tú llegaste, pongamos, a los veinte años?

-          Entonces, amigo mío, ¿crees que es ya un poco tarde?

     El cantante soltó una risotada:

-          Anda -replicó-, deja de preguntar bobadas. Si de verdad quieres mi consejo, volvamos a la lógica primitiva. Yo ya conozco tu problema. Mi respuesta, si la quieres, está en uno de mis álbumes… No andes rebuscando entre los vinilos -objetó, al verla levantarse en el sueño-. La tienes en uno de mis CD.

     El despertar la pilló cuando su imagen del sueño empezaba a rebuscar entre una montaña de discos compactos de los más diversos autores. Todavía en duermevela, Azucena le tiró una puntada al engreído y omnisciente crooner[14] aunque lógicamente él no pudo escucharla:

-          Está bien, pero no presumas tanto de tus consejos infalibles, que buena me la armaste con Silvia R., de lo que acabo de enterarme.







3.      Un final abierto



     No le fue difícil a Azucena -con la de veces que había escuchado las canciones de Hump- dar con el CD deseado y encontrar la tonada a que el vocalista se había referido en sus sueños. El disco se titulaba 20 grandísimos éxitos[15] y el noveno de ellos resultó ser el que inspiró a la psicóloga, si no la solución, sí la táctica para abordar temporalmente su problema. El tema se titulaba Funny, familiar, forgotten feelings y los versos clave, oportunamente traducidos, venían a decir:

¡Es triste, tan triste, ver cómo se estropea un amor!,

Pero, si hubiese sido verdadero, no habría fracasado.

Así que doy gracias por los buenos momentos que pasamos,

Porque, sin ellos, no habría podido seguir adelante.[16]

     De modo que, para Hump, la cosa estaba clarísima. Si un amor no llega a buen puerto no es por culpa de la torpeza de los marineros, sino porque no se trataba de un verdadero amor. En consecuencia, recojamos los buenos recuerdos salvados del naufragio y utilicémoslos para llegar hasta el fondeadero de la vida debe continuar. ¡No era filósofo tajante y discutible, ni nada, el autor de aquella sugerente letra[17]!

     Pero dejémonos de sueños y del valor de las canciones que nos llegan al corazón. Si Azucena se comportó como lo hizo fue porque, en el fondo, sintió el vértigo del riesgo y la inercia del sentido común. Cogió, pues, recado de escribir y redactó para Víctor la siguiente carta:

     Amigo Víctor:

     Tras de haber roto el hielo después de tantos años y habernos comunicado todo lo esencial de lo que hemos hecho con nuestras vidas, he reflexionado detenidamente y llegado a la conclusión de que nuestra cita, en tierra de nadie y como de tapadillo, ni tiene sentido, ni hace honor a nuestra edad y estado.

     En consecuencia, te pido perdón por la rectificación de criterio y te ruego reemplacemos Maslejos por Mascerca. Quiero decir que, dentro de una temporada, no tendré ninguna objeción a que nos encontremos en esta nuestra ciudad y nos tomemos el café que dejamos pendiente hace muchos años. Y, si aprovechas la visita para presentarme a tu esposa, estaré encantada de conocerla.

     Afectuosamente,

    Azucena.

***

     ¿Quedó aquí la cosa? ¿Seguía siendo Víctor tan flojo y acomodaticio como antaño? ¿Continuó Azucena terne en su rigurosa decisión, o encontraría alguna otra canción de Hump que dejase un resquicio para coser el pasado remoto con el presente? Sinceramente, respetados lectores, ni lo sé ni, a fin de cuentas, creo que importe: Por más amor, psicología y música que pongamos, siempre podrán seguirse varios caminos. Y yo prefiero que sean ustedes quienes escojan el que más les guste, tanto para Azucena y Víctor, cuanto para ustedes mismos, si -Dios no lo quiera- llegaren a encontrarse en una parecida situación.






[1] Engelbert Humperdinck es, en este caso, el seudónimo del cantante inglés Arnold George Dorsey, nacido en Madrás/Chennai (India) en 1936. Su carrera musical, iniciada en 1959, tuvo sus momentos más gloriosos en los años sesenta y setenta, aunque se ha mantenido activo, al menos, hasta 2015. Se calcula que haya vendido hasta el presente (2019) unos 150 millones de discos.
[2] Apócope de Humperdinck. Véase la nota 1.
[3] Esta canción, en estilo country, fue ya cantada por Carl Belew en 1958. La versión de Engelbert Humperdinck fue lanzada discográficamente en 1966.
[4]  Epíteto norteamericano para los cantantes de excelente voz y acompañamiento musical, que versionan canciones populares en estilo clásico, llamado en los Estados Unidos traditional pop o pop standard.
[5]  O Please, release me, let me go, ya cantada -también en estilo country- por Ray Price en 1959, y popularizada mundialmente por Engelbert Humperdinck en 1967.
[6] Siglas del Curso de Orientación Universitaria, que a la sazón regulaba el acceso a la enseñanza superior. El examen final era juzgado por un tribunal del que formaban parte profesores de Universidad y de Enseñanza Media, designados libremente, con criterios de imparcialidad.
[7] Gigliola Cinquetti, nacida en Verona el 20 de diciembre de 1947, ganó los citados Festivales en el año 1964.
[8]  El mensaje tuvo su consiguiente asunción favorable por la Iglesia Católica (el Papa Pablo VI incluido), pero fue más tarde abominado por Gigliola, quien dijo no compartir en absoluto la relación del amor pleno con el calendario. Pero eso fue más tarde; demasiado tarde para algunos, como este relato evidencia.
[9]  Esta canción entró en el nutrido repertorio de Engelbert Humperdinck en 1967, pero ya había sido versionada antes por otros autores, singularmente por Jack Greene, en 1966, en estilo country.
[10] Aludo a la, actualmente casi olvidada, felicitación breve escrita en una cartulina con ilustración alusiva a la Navidad. Sabido es que su nombre procede de la palabra inglesa Christmas, equivalente a nuestra Navidad.
[11] El programa Erasmus inició su andadura en el curso 1987-1988. Uno de sus más eficaces y conocidos impulsores fue el político español, Manuel Marín González (1949-2017), cuando fue Vicepresidente de la Comisión Europea y Comisario de la misma para Educación, Empleo y Asuntos Sociales.
[12]  En realidad, si se trataba de un fular, por definición habría de ser en seda pero, en la práctica, la palabra se ha fijado en español, más que por su material, por ser un pañuelo de cuello, a modo de bufanda. Por eso aludo a la seda y creo no incurrir en una tautología.
[13] Recuérdese la nota 1.
[14] Véase la nota 4.
[15] Originalmente, 20 greatest hits, que se publicó como disco long play (álbum) en 1978. La canción a que luego se refiere el relato ocupaba el corte noveno, de los veinte prometidos.
[16]  Mi versión es un poco libre. En inglés, suena así: It’s sad, so sad, to watch love go bad / But a true love would not have gone wrong. / I’m just thankful for the good times we’ve had / For, without them, I could not go on. En cuanto al título de la canción, podría ser Sensaciones extrañas, familiares y olvidadas (creo preferible llevar funny al terreno de lo poco común que al -aquí absurdo- de lo divertido).
[17] La canción (al parecer, letra incluida) es del gran músico country, Mickey Newbury (1940-2002). Fue cantada por primera vez en 1966, por Don Gibson, y casi simultáneamente, por el famosísimo Tom Jones. Engelbert Humperdinck la incorporó a su discografía en 1977, en el citado álbum, 20 greatest hits.

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