sábado, 29 de junio de 2019

EL OBSEQUIO (UN CUENTO DE LOS TIEMPOS DEL PIOJO VERDE)




El obsequio (Un cuento de los tiempos del piojo verde)

Por Federico Bello Landrove



     Este relato se inspira en el ambiente y algunas anécdotas recogidas en la biografía que a pie de página cito[1]. Todo lo demás corresponde a mi imaginación, aunque de vuelo bajo, ya que el tifus exantemático de la posguerra española fue bien real y está presente a todo lo largo de la relación, breve y casual, que entablan una chiquilla convaleciente y el estudiante de Medicina a quien se confía parcialmente su cuidado.





1.      El piojo verde[2]



     Acabábamos de pasar la consulta matinal en la sala Virgen de África del hospital, cuando el doctor Piñuela me rozó el brazo y susurró:

-          Guerra, acompáñeme a mi despacho.

     Ni la forma de ser del Doctor, ni mi relación con él, presagiaban ninguna regañina pero, siendo tan puntilloso como lo era en materia de consulta, temí por unos momentos haber metido la pata con alguno de los enfermos y lo seguí un tanto preocupado.

-          Pase y siéntese, me dijo según entrábamos en su amplio despacho que, como catedrático de Patología Médica le correspondía. Eso también me inquietó, pues solía hacernos las indicaciones leves de pie, de manera escueta e irrebatible.

     Cerró la puerta tras de nosotros -tercera señal de alarma pues, salvo materias muy reservadas, dejaba el despacho abierto, para que corriera el aire -según daba a entender que prefería la difusión al secreto-. Mas todo quedó claro en un momento y estaba muy lejos de lo que yo había temido.

-          Verá usted -Piñuela no apeaba el tratamiento, hasta que se había obtenido el título de licenciado-: se trata del caso de una paciente conocida mía y vecina suya, en el que quiero que me eche una mano porque, entre la Facultad, el Hospital y la consulta, no tengo ni un minuto libre.

     La cosa no parecía ser especialmente delicada, como cumplía el asignársela a un alumno de tercero de carrera, por muy competente que yo fuera. Se trataba de una chiquilla de doce o trece años que acababa de pasar el tifus exantemático, cosa bastante corriente en aquel año de 1940[3]. Había quedado tan débil y depauperada, que el Doctor estaba preocupado por su salud, no siendo que cogiera la tuberculosis o cualquier otra enfermedad de gérmenes oportunistas. ¿Y qué esperaba Piñuela que yo hiciera?

-          Poca cosa -me dijo-. Yo la examinaré todos los viernes. De lunes a jueves, se trata de que la visite usted a la caída de la tarde, para controlarle la temperatura, el pulso y la presión arterial. ¡Ah!, y lunes y miércoles la ausculta, para comprobar si hay algo raro en los pulmones. Tomará usted los oportunos datos, que me entregará el viernes por la mañana, para que yo le haga el reconocimiento, debidamente informado.

-          Lo haré con mucho gusto, Doctor. Solo indíqueme el nombre y el domicilio de la muchacha, porque no caigo de qué vecina mía pueda tratarse.

-          Vive en la calle Jabonería, justo a la parte de atrás de su casa de usted.

     Creí que ya habíamos concluido pero, como si se hubiera tratado de un olvido, Piñuela añadió:

-          Durante las primeras semanas, le pondrá usted una inyección diaria de Calcivitam forte[4], descansando diez días entre caja y caja. Tome usted los dos primeros envases y, cuando se acaben, me pide más, hasta llegar a cinco cajas en total.

     Empezaba a ver el incordio de los pinchazos:

-          Todos los días, Doctor, supongo que incluye sábados y domingos…

-          En efecto, mi sufrido ayudante. Si algún día no puede usted, pídale el favor a su padre, de mi parte.

***

     En efecto, he de reconocer que, si gozaba ante el profesor Piñuela de tanto apoyo y confianza -pese a no haber alcanzado siquiera la mitad de mis estudios-, ello era debido a que mi padre era uno de los practicantes más conocidos de Castellar y, en verdad, de los más diestros en su oficio, como corresponde al titular de una clínica tan activa, como la Casa de Socorro. Allí -rogando a Dios que la guerra acabase antes de que llamasen a filas a mi reemplazo- tuve mi segunda casa, mientras la primera sufría las carencias de luz y calor propias de la contienda. Cuando terminaba las clases en el Instituto, comía y durante toda la tarde me encerraba en cualquier tabuco de la Casa, para estudiar las lecciones o hacer las láminas de dibujo. Y, como tenía buena cabeza y una curiosidad a prueba de fracturas y hemorragias, presenciaba las faenas de urgencia que allí se practicaban hasta que, poco a poco y a hurtadillas, me fue consentido poner inyecciones, escayolar o realizar las curas más elementales. De esa forma, cuando, acabada la guerra, reabrieron la Facultad, me hallé en el Hospital como pez en el agua. Las clases teóricas eran harina de otro costal, pero lo mucho que había aprendido de mi padre y de los excelentes médicos municipales me facilitó tanto las cosas que, a los diecinueve años, me encontré -como les he dicho- en tercero de Medicina, favorecido, además, por la reducción temporal que experimentaban los estudios, para compensar los atrasos de la guerra. Hubo asignatura de la que me examiné a los tres o cuatro meses de cursarla; otras duraban seis; algunas, todo el curso[5]. Así es que lo de estar en tercero era la aproximación a una realidad confusa y pragmática.

     En aquella Facultad castellarense descollaban algunas lumbreras, pese al desmoche que la represión política generó. Seguramente, el más famoso era el doctor Azarías Piñuela, catedrático de Patología Médica y Decano de la Facultad desde diez años atrás. Decían que había hecho ampliación de estudios en Suiza y, desde luego, era una eminencia en diversas enfermedades infecciosas, entre las cuales no se encontraba la del famoso piojo verde, que solo había tomado actualidad en la Europa occidental en los periodos bélicos. Pues tuve la suerte de que, por referencias elogiosas de su colega de Anatomía, don Azarías me tuvo desde un principio la consideración de designarme jefe de mesa de estudiantes, ayudante de laboratorio -sin nombramiento ni sueldo- y asistente a sus visitas y labores en el Hospital Provincial, lo que constituía el mejor momento del día, con mi bata blanca, fonendo al cuello y el Enrique Guerra bordado en el bolsillo superior, mezclado con los doctores y absorbiendo las palabras de Piñuela, como las esponjas el agua.

     Quizá estén ustedes esperando alguna consideración sobre mis opiniones políticas -o las de mi familia que, a la sazón, tanto daba-, o algún canto encendido a la vocación médica, pero la verdad es que de una y otra cosa carecía en el momento en que mi mentor me confió el encargo para la calle de la Jabonería. Hasta entonces, yo recibía la enseñanza y la práctica médicas con la naturalidad y la irreflexión con que aspiramos el aire; y, en lo referente a haber tomado convicción o partido por los rojos o los azules, creo que la mejor enseñanza que recibí de mi padre fue esta: Hijo, en esta vida no se puede ser partidario acérrimo de nadie y, menos que nunca, en una guerra.







***

     No puedo decir que mi primera impresión de las vecinas fuese muy favorable. Parece ser que la matriarca, doña Otilia, había entendido que los días en que no pudiera acudir el doctor Piñuela -a quien ella siempre llamaba, por antonomasia, El Doctor-, sería algún otro colega de su cátedra quien lo sustituyese, no un estudiantillo casi imberbe, por mucho alarde de fonendo y de cartera de piel que se gastara. Tampoco yo estuve, en un principio, acertado, que digamos, cuando por toda explicación, le largué:

-          Es que, como somos casi vecinos, pues…

     Y, a la vez, señalaba desde el balcón de casa de doña Otilia, las ventanas traseras de la mía, al otro lado de la calleja, un piso más abajo. Mi gesto fue respondido por la pequeña enferma con una amplia sonrisa, desde la cama turca que habrían trasladado de su dormitorio al cuarto de estar, supongo que para estar más aireada y entretenida.

     En fin, sin más conversación -como no fuera pedir agua para hervir jeringa y aguja-, cumplí mi cometido al completo. Solo al acabar, la chiquilla -de la que ni siquiera me habían dicho el nombre- me dio las gracias por el pinchazo, que apenas había notado, y su madre me acompañó, largo pasillo adelante, hasta la puerta de la calle. A mi hasta mañana, más o menos a la misma hora, contestó: Adiós; y tenga cuidado con la escalera, que tiene algunos peldaños muy traicioneros.

    Aquel día fue miércoles. De modo que hube de volver al siguiente y, aunque solo habían transcurrido veinticuatro horas, el ambiente había cambiado de forma radical. Luego me enteraría de que doña Otilia -también conocida como la viuda de Cernuda- había hablado con Piñuela, recibiendo de este la seguridad de que se las había con un futuro médico muy prometedor, que -y esta mentirijilla no creo constituyese pecado- se había ofrecido voluntariamente, en cuanto se enteró de la familia a que iba a prestar aquel servicio.

     Líbreme Dios de llevar la contraria explícitamente al Doctor, pero lo cierto era -como ya he dejado dicho- que las cuestiones políticas se me daban un ardite. Sin embargo, en este caso, mi padre no dejó de corregir su natural equilibrio y escepticismo:

-          ¡Así que son las de Cernuda! Pobre gente. ¿No te acuerdas de don Elías? Era una buenísima persona, pero una banda de sinvergüenzas con camisa azul vino a por él una noche de agosto del 36 y no se ha vuelto a saber de él. En alguna cuneta lo habrán enterrado. Yo creí que estabas al corriente.

-          Papá, de aquella tenía quince años y mamá y tú procurabais hablarme lo menos posible de esos temas. ¿A qué se dedicaba el pobre señor?

-          Tenía una tienda de comestibles en la calle de Las Angustias. Parece que todo su crimen era estar afiliado a la C.N.T. y no vender al fiado a determinadas personas significadas del otro bando.

-          Y seguro que se llevó con él la llave de la despensa, porque la casa tiene un aspecto muy humilde y don Azarías les ha sacado del hospital las inyecciones, supongo que gratis.

-          Según tengo entendido -concluyó mi padre- la tienda era alquilada y les incautaron todo lo que tenían en ella. Donde ahora viven llevan solo tres o cuatro años. Antes tenían la casa encima de la tienda, como era costumbre antiguamente.

-          Así se explica que no tuviera ni noción de todo lo que me has contado.

***

    Pues, como iba diciendo, mi segunda visita médica fue muy diferente. En lugar de la madre, me abrió la puerta una joven, más o menos de mi edad, de aspecto simpático y físico agradable, bastante peripuesta y vestida de calle. Era la hermana mayor de mi paciente, que acababa de llegar de su trabajo en Confecciones La Parisién, aunque bien pudiera ser que se mantuviera arreglada para recibir e inspeccionar a aquel vecino tan aventajado que estudiaba Medicina. Luego, su madre, aún sin dejar la costura -oficio con el que iba sacando adelante a la familia-, me dio conversación acerca del tiempo y de que conocía de vista a mis padres; pero, sobre todo, subsanó la injustificable falta del día anterior, dándome a conocer los nombres de sus hijas: Antonia, la mayor, y Matilde, mi convaleciente. Por si acaso yo había incurrido el día anterior en la misma descortesía, también me presenté y hube de responder a algunas preguntas adicionales de Antonia, que cesaron tan pronto la madre la miró con aquel ceño, que todavía recuerdo. En fin, cumplidas todas las prescripciones ordenadas por don Azarías, se empeñaron en que tomara un café, que sacaron, para mi vergüenza, con pastas y servido en un servicio de porcelana, seguramente vestigio de pasada bonanza. Me limité a tomar unos sorbos de lo que entonces pasaba por café en las casas modestas y, para librarme de otras preguntas, me dediqué a animar a Matilde, al encontrarla afebril y con buen apetito, según manifestaba su madre. Aquella jovencita, cuya delgadez apenas permitía entrever las incipientes formas femeninas, sonreía entre lágrimas, con su palidez casi espectral, el cuero cabelludo seguramente cuajado de calvas -que un pañuelo azul, hábilmente dispuesto, lograba encubrir- y sus largas piernas, cuya única anchura apreciable eran las rodillas. Mañana vendrá el doctor Piñuela, dije al despedirme. Es una eminencia y, además, muy simpático. Me llegó al corazón la respuesta de la niña, que pareció salirle también a ella de la víscera cardiaca: Pero volverás pasado mañana, ¿no? … Es que no me duelen nada tus pinchazos.  





2.      La vecinita



          Dicen que es inevitable el que entre médico y enfermo se entable una relación muy personal, bien de amistad y confianza, bien de rechazo. Piñuela advertía de ello a sus alumnos la primera vez que los llevaba consigo para pasar consulta en el hospital aunque, claro está, no resultaba fácil fijar tal relación con las decenas de pacientes que había en cada sala, a razón de tres minutos de media por visita. De todas formas, el consejo del Doctor era admonitorio: entregarse a los enfermos como médicos, no como hombres, anteponiendo en todo caso las exigencias de la ciencia a las de la sensibilidad. En otra persona que don Azarías, la recomendación habría sido, como mínimo, discutible. En él, a los dos días de acompañarlo, uno comprendía sin dificultad que mente y corazón actuaban al unísono. Bastaba con que un enfermo estuviera con nosotros una semana, para que Piñuela memorizase su nombre y circunstancias personales y familiares, lo que aprovechaba para animarlo o reconvenirlo paternalmente. Sin hipérbole, todos sus discípulos y colaboradores coincidíamos en esto: los enfermos lo adoraban.

     ¿A qué ha venido esta monserga? Pues a que yo, aunque todavía estuviese muy lejos de ser él, pronto sentí al encontrarme ante Matilde la misma sensación de que me percataba, cuando Piñuela se acercaba a los dolientes hospitalizados. Claro que, en mi caso, era obvio que me favorecía el trato tan personal. Por eso, decidí abreviar mis consultas y mantener un cierto distanciamiento; pero una cosa era pretenderlo y otra conseguirlo. No obstante, de lograrlo podía llegar a depender mi tranquilidad.

     No me refiero con esto a que perdiera de estudiar media hora todas las tardes, salvo los viernes, ni a que los domingos -según la hora de mi visita- me esperase un aperitivo o la merienda en casa de Cernuda, Dios sabe con qué esfuerzo económico por su parte. A lo que quiero aludir, en particular, es a la incorporación al dúo terapéutico de la buena de Antonia -ya, invariablemente, Toñi-, siempre tan acicalada y habladora.

     Uno de mis subterfugios para no convertir mis visitas en animadas conversaciones era el de despedir, por prescripción facultativa, a todos los ajenos a aquellas, so pretexto de precisar de toda mi atención y para no alterar las constantes de la paciente. Esta orden, por supuesto, no incluía a doña Otilia que, como quien no quiere la cosa, permanecía en la sala mientras yo había de poner las manos sobre su hija, pero luego, una vez esta se acostaba en el catre o -más adelante- se reclinaba con una manta en el sofá, salía camino de la máquina de coser, dejando entreabierta la puerta de la cámara. Era entonces cuando, según el estado de la enferma y el tiempo de que yo dispusiera, charlábamos de todo y de nada, en particular, de las novedades del vecindario, tema muy querido por Matilde y del que yo procuraba previamente información a través de mi madre.

     Fue en una de esas ocasiones, cuando la chiquilla me aclaró el porqué de la abierta sonrisa con que me acogió la primera vez que la visité: Me había reconocido como el joven que, todas las tardes y algunas noches, paseaba arriba y abajo de una habitación, con un libro en las manos; cosa posible de observar, dado que las dos casas quedaban frente por frente, si bien la suya un piso por encima de la mía.

-          Tienes razón -concedí-. Como los discípulos de Aristóteles, estudio paseando; solo que, en vez de seguir al Filósofo, llevo el libro en las manos, cosa penosa a veces, pues los tomos pesan lo suyo. Pero hay algo más, de lo que ignoro si te percataste: repito las lecciones en voz alta, pues tengo memoria auditiva, más que visual.

-          O sea -infirió, conteniendo la risa-, que yo tenía razón. ¡Hasta cantas!

-          No llego a tanto, desde la tabla de multiplicar, respondí sin entenderla.

     Matilde rompió entonces a reír de modo incontenible, y tan ruidoso que, casi a un tiempo, aparecieron sorprendidas Toñi y su madre. Yo estaba un poco corrido, pero doña Otilia apartó cualquier asomo de desagrado, al interpretar la escena:

-          Gracias, don Enrique. Es la primera vez que le oigo soltar la carcajada, desde que le entró el tifus.




***

     Al día siguiente, pedí a Matilde que me aclarase qué broma era aquella de estudiar cantando, que se le había ocurrido. Se puso colorada -en la medida en que le era posible- y guardó silencio, tras alegar que era una bobada de las que se le ocurrían para entretener el tiempo que había de pasar reposando. Optando entre enfadarme o jugar con astucia, me incliné por esto último y ataqué a la niña en su amor propio, que era mucho:

-          Lo que pasa -le dije con displicencia- es que, sea ello lo que fuere, lo habrás soñado o, mejor aún, sufrirías un delirio durante la fiebre del piojo verde[6], y ahora pretendes hacerme creer que tus palabras tienen sentido.

-          ¡Claro que lo tienen!, pero para conocerlo tendrías que saber lo que yo sé y que no me da la gana contártelo.

-          ¡Pues vaya una amiga que me he echado! -exageré-. A partir de mañana, ya sabes, termómetro e inyección, y punto. Se acabó el palique. Total, si vamos a andarnos con burlas y secretitos…

     Matilde se puso seria y, como en ella era frecuente, las lágrimas asomaron a sus grandes ojos negros.

-          No me lo tomes así, Enrique -se justificó-: Es que una parte de la historia me da vergüenza contártela y la otra tengo prohibido por mi madre hablar de ella.

-          Pues, entonces, refiéreme solo la primera y no te pediré que me cuentes la segunda.

-          Es que la una sin la otra no tiene mucho sentido.

-          Ya empezamos -insistí-. Deja que sea yo quien diga si la entiendo o no. A fin de cuentas, me da el pálpito de que tiene que ver conmigo.

-          ¡Claro!, por eso me da vergüenza. Pero, en fin, es que…

     Entre cortes por su parte y tirones por la mía, fue saliendo la primera parte, que no tenía ninguna malicia, sino mera imaginación. De tanto verme a través de los cristales, encerrado en mi habitación y dando vueltas, se le había figurado que yo era un canario enjaulado, que solo descansaba cuando, como a esos pajarillos, se les tapa la gayola con un trapo oscuro. Eso es lo que Matilde fantaseaba que pasaba conmigo cuando se apagaba la luz y corría las cortinas…, hasta el día siguiente, en que todo volvía a empezar. Vamos, que, según aquella interpretación calenturienta, yo no saldría nunca de mi alcoba, como los canarios nunca abandonan su prisión.

-          Por eso -concluyó la muchacha-, casi me echo a reír cuando te reconocí al entrar en nuestra casa. Aquí está el canario, que se ha escapado, me dije. Y por eso, al confesarme que estudiabas en voz alta, lo comparé con el canto del pájaro.

-          Vamos -bromeé-, que solo te faltó ponerme nombre.

-          ¿Es que los canarios lo tienen?

-          Algunos, desde luego, sí. El de mi vecina se llama Fleta, como el tenor, que en paz descanse[7].

     Así terminó la cosa aquel día. La segunda parte llegó una semana después, una vez que la niña obtuvo el permiso de su madre para contármela.

***

-          No sé si sabes que, antes de morir, mi padre estuvo en la cárcel un mes, aproximadamente.

-          Pues no -contesté-. Me había llegado la noticia -equivocada, a lo que me dices- de que se lo… habían llevado de casa unos hombres para…

-          ¡Ah, ya, el paseo! -dijo la niña espeluznantemente tranquila-. No es así. Yo misma fui con mamá y con Toñi unos cuantos jueves a verlo. Lo del paseo debió de ser más tarde, porque uno de los días de visita papá no estaba y no sé qué explicación le dieron a mi madre, de traslado, o fuga, o algo parecido.

     Mientras pronunciaba estas frases, fue poniéndose muy seria y acabó entrecortándosele la voz.

-          Déjalo -supliqué-, no sigas. No merece la pena. He perdido toda la curiosidad.

-          ¡Pero si ahora viene lo bonito! -insistió ella, reponiéndose un tanto-. Es como un cuento de los de Celia y Cuchifritín[8], solo que lo escribió un señor que estaba en la cárcel cuando mi padre y me cogió mucho cariño. Como sería que, cuando me lo hizo llegar, quiso aparentar que lo había escrito mi papá para mí, pero yo no lo creo, porque no era su letra y tampoco le creo capaz de imaginar historias así, por mucho que quisiera dejarme un recuerdo.

-          ¡Quién sabe?, repliqué. Lo mismo se lo dictó al otro. Y, en cuanto a poder o no poder, ¡no sabes de qué cosas es capaz, por cariño a sus hijos, una persona que esté en la situación de tu padre!

-          ¿Tú crees?, preguntó dubitativa.

-          ¡Desde luego! En la duda, acepta lo que te dijo aquel compañero de tu padre y tenlo como el mejor regalo que este pudo hacerte.

     La niña sacó de bajo la almohada un sobre con dos cuartillas escritas por las dos caras.

-          Toma, léelo -me dijo-. No es el original, pero mi hermana hizo varias copias, por si se pierde.

     El breve relato llevaba por título Un cuento para Matildina, y describía una imaginaria fiesta habida en la cárcel de Castellar, instalada en las cocheras de los tranvías, en la que los guardias habían dejado entrar a todos los niños para que pasaran un encantador día de asueto con los papás, durante el cual se había servido una opípara comida -que el cuentista reflejaba con un lujo de detalles, de los que podía deducirse a contrario el hambre que estaba pasando cuando lo redactó- y concluía con un magno espectáculo circense. Al atardecer, los hijos se despedían de sus padres y una de ellos -se supone que trasunto de Matildina- regresaba a su casa con la mente tan llena de ansias de libertad que, sin encomendarse a Dios ni al diablo, abría la jaula del pajarillo familiar -canario, por más señas- y lo dejaba escapar. Cuando la madre se percataba y pedía cuentas a Matilde, esta le respondía textualmente: Yo no quiero que esté entre rejas, como papá.

-          ¿Te ha gustado?, me preguntó la chiquilla, al verme levantar la vista del papel y posar con él las manos en el regazo.

-          Es precioso, Matilde… Solo tengo una pega que ponerle.

-          ¿Cuál?

-          Que tu papá sabía muy poco de canarios enjaulados.

     Matilde entreabrió la boca y mantuvo sus ojos clavados en los míos, demandando la explicación de mi severo juicio científico, que a saber de dónde me habría salido.

-          Los canarios de por aquí -argumenté, al fin- son pájaros de jaula, que no están acostumbrados a buscarse la vida en libertad. Si no cuidas de ellos, morirán.

-          Pero, si es así -replicó-, ¿por qué escapan en cuanto les abres la puerta?

-          Porque ellos no son humanos y no saben lo que les aguarda fuera… Pero el hombre-canario no huye cuando le abren la puerta de casa, sino que seguirá estudiando Medicina, hasta licenciarse en esta jaula que se llama España, y aún más allá.

     Yo me quedé tan ancho, pero mi contraparte no cejaba:

-          Tiene que haber alguna forma de que el pájaro se sienta libre, sin que muera.

     Se me hacía tarde; de forma que yugulé la discusión:

-          Búscala tú y pon otro final al cuento. Si me gusta, te haré un regalo.

-          ¿De veras? … Aunque la verdad es que nunca he intentado escribir.

-          Nadie sabe de qué es capaz hasta que lo intenta, y con perseverancia.

     Matilde sonrió. Parecía muy interesada y no, precisamente, por el obsequio.

-          Pero no creas que te voy a dar todo el tiempo del mundo -agregué-. Te examinaré dentro de una semana, exactamente.

***

     En los siete días que quedaban para la prueba, en mi interior lucharon las fuerzas del aprobado a ultranza, con un don preconcebido que pudiese gustar a la niña, y las de la sinceridad debida a los amigos cuando, pese a las reglas de la prudencia, nos empeñamos en valorar objetivamente sus logros: Vamos, aquello de amicus Plato, sed magis amica veritas[9]. Y, a mayores, estaba casi seguro de que Matilde descubriría mi mendacidad, en cuanto quisiera fingir por su obra una admiración no sentida. En consecuencia, ni elaboré un prejuicio, ni compré de antemano el regalo. El talento y la sensibilidad de mi paciente tendrían la respuesta.

     Como si de una prueba escrita se tratara, Matilde había redactado su final del cuento. En principio, me decepcionó, pues se limitaba a añadir un epílogo al relato, en virtud del cual, a la mañana siguiente de su provocada marcha, regresaba el canario, al que Matildina encontraba al despertar, aterido en el alféizar de su ventana. Con expresión ambigua, le comenté:

-          Veo que has sabido conjuntar el instinto de libertad con el de supervivencia. El pájaro escapó con alegría, pero retornó porque no tenía otra forma de sobrevivir.

-          Y yo veo -osó enfrentárseme- que no has entendido el principal motivo de volver. Al fin y al cabo, por falta de alimento no habría emprendido el regreso tan pronto. Con el retorno inmediato, quería dar a entender que el canario había decidido que su puesto estaba junto a la niña, no ya como dueña y carcelera, sino como defensora y amiga.

-          ¡Acabáramos! Así que la razón de volver a casa no era la necesidad de comer.

-          Efectivamente, concluyó Matilde. No era todavía hambre lo que había sufrido, sino soledad.

-          ¡Bravo!, exclamé con sincera admiración. Señorita Cernuda, no tiene usted aprobado, sino sobresaliente. La pega es que…, bueno, que no te he traído ningún regalo, a la espera de que me hagas alguna sugerencia sobre su elección.

     La Señorita Cernuda ni paró mientes en mi falsa disculpa. Ya suponía yo que la satisfacción por su logro y mi reconocimiento serían más que suficientes. Lo que, en cambio, no me esperaba fue la salida de aquella escritora en ciernes:

-          Pero si ya me has dado el obsequio. ¡Qué mejor regalo que el que me haces con tu presencia, tu apoyo y tu estímulo! ¿Acaso voy a ser yo menos agradecida que el canario del cuento?

     Probablemente, debería concluir mi historia aquí, pero aún sucedieron algunas cosas más, cuyo conocimiento puede redondear el relato. Como este capítulo ya va siendo bastante largo, yo también añadiré un epílogo, como mi amiga Matilde, aunque con bastante menos genio.





3.      Epílogo



     La juventud y el buen cuidado hacen maravillas. Sin necesidad de terminar el tratamiento de inyecciones previsto por el doctor Piñuela, Matilde había iniciado la vía de su total recuperación y no había la menor señal de la presencia del bacilo[10]. Había recobrado parte del color perdido; el cabello le brotaba en incontenible cascada; su cuerpo iba rellenándose de carne y, en fin, púsose en pie una jovencita, alta y hermosa, casi preparada para desarrollar una vida normal. Pero el Doctor, como última precaución recetó:

-          Esta chiquilla, para afrontar cualquier riesgo de infección, ya no precisa de reposo ni de vitaminas de farmacia. Lo que necesita, Otilia, es algo que no sé si usted está en condiciones de poder facilitarle: una ración de carne o de hígado al día y aire puro, mucho aire puro.

-          Pues no va a ser fácil, Doctor, hacer lo que me dice, pero entre todos lo conseguiremos, aunque tenga que ponerme a fregar escaleras.

     No fue necesario tanto. Unos tíos de Matilde, pareja de labradores acomodados de Tierra de Campos palentina, aceptaron recibirla en su casa por seis meses, al parecer, sin cobrar nada. Ese sería, al menos, por el momento el final, no solo de mis servicios, sino de nuestra asidua amistad.

     El día antes de partir, Matilde y yo teníamos un nudo en la garganta, por más que yo intentara que riera con mis gracietas sobre que se iba a convertir en una destripaterrones y acabaría casada con un gañán, con las manos tan grandes como hogazas. Tal vez fuera mi alusión jocosa al matrimonio lo que la impulsó a decirme, muy quedo y sonrojándose:

-          Un día, me ofreciste un regalo, que yo consideré innecesario, puesto que ya tenía lo más valioso: tu amistad. Pienso que fui demasiado tajante, que tal vez debí pedirte algo, aunque no para mí, sino para… otra persona.

-          No dudes en decirme lo que sea que, si está en mi mano, procuraré complacerte.

-          Valora y decide libremente, pero en mí está el pedirte que lo consideres.

-          Adelante, pues.

-          Se trata de mi hermana, de Toñi. Aunque por su edad y su energía no lo parezca, ha sufrido por la muerte de nuestro padre y la situación de la familia más aún que yo. Fíjate: ahora, la que iba para matemática, ha tenido que ponerse a vender telas, y gracias que ha encontrado algo digno donde emplearse y traer un sueldecito a casa. En fin, supongo que te habrás fijado en que está interesadísima por ti. De hecho, cuando te marchabas, se pasaba el resto de la tarde dándome la matraca sobre tus cualidades y lo enamorada que está de ti.

-          Mujer, algo había notado -muchísimo, tendría que haber dicho-, pero no me parecía oportuno darle pábulo o ponerme a cortejar a la familiar de una enferma a quien venía a visitar.

-          Por eso mismo no te lo he dicho, hasta ahora. No te pido más que, una vez que ya sabes lo que siente, veas de hacerle un poco de caso; al menos, que note que tú la consideras y respetas sus sentimientos. En fin, yo no sé todavía nada de estas cosas, ni siquiera estoy segura de haber hecho bien diciéndote lo que te he dicho. Perdóname el atrevimiento y tómalo como muestra de mi cariño hacia Toñi y del que tengo por ti.

     Yo soy a veces -lo habrán notado- un poquillo mal pensado. Nadie sabe hasta dónde pueden llegar las triquiñuelas de una joven enamorada y de una hermana menor que pretende ayudarla. Lo cierto es que aquella tarde, pese a que mi visita, con eso de ser la última, duró más de una hora, Toñi no llegó de la tienda. Mas luego, según bajaba aquellas oscuras y desvencijadas escaleras, me di de manos a boca con ella. Por un instante, estuve a punto de decirle algo amable, para cumplir la petición de Matilde, pero lo cierto es que me limité a manifestarle una exagerada prisa:

-          Voy escopetado. Se me ha hecho tardísimo despidiéndome de tu hermana.

-          Espero -contestó- que no olvidarás el camino de nuestra casa. Ya sabes lo que te queremos todas.

-          Lo sé, Toñi, y os estoy muy agradecido por vuestro afecto.

     Cuando salí a la calle, sentí una extraña sensación, entre la claridad y la tristeza. Era la premonición de que, si hubiera de volver algún día a aquella casa de la calle Jabonería, sería pasado mucho tiempo, en busca de la niña enferma que tan profundamente había conmovido mi corazón[11].







    



[1] Carmen Cazurro García de la Quintana, La hija del alcalde, 3ª edición, edición de autor, Aguada (Puerto Rico), 2010.
[2] Denominación vulgar en la España de la época, para referirse a la enfermedad infecto-contagiosa del tifus exantemático, basada en el parásito transmisor y, al parecer, en una famosa y muy censurada canción de aquél tiempo (1935): Ojos verdes, de la que fueron autores Rafael de León y Salvador Valverde (letra) y Manuel López-Quiroga Miquel (música).
[3] Entre la copiosa bibliografía sobre el tema en España, he consultado: Isabel Jiménez Lucena, El tifus exantemático de la posguerra española (1939-1943). El uso de una nueva enfermedad colectiva en la legitimación del “Nuevo Estado”, en Dynamis (Acta Hispanica Medicinae Scientiarumque Historiam Illustrandam), vol 14, Granada, 1995, pp. 185-198; Esteban Rodríguez Ocaña, Tifus y laboratorio en la España de la posguerra, en Dynamis, cit., vol. 37, nº 2, Granada, 2017, pp. 489-515. Ambos artículos son libremente accesibles por Internet.
[4] Nombre imaginario.
[5]  Sobre este y otros temas del relato, me ha sido muy útil la consulta del siguiente artículo periodístico: Ángel Casas Carnicero, El piojo verde, en El Norte de Castilla, Valladolid, 26 de noviembre de 2006.
[6] En efecto, el delirio es uno de los efectos frecuentes del tifus exantemático.
[7] Miguel Burro Fleta (1897-1938), famoso tenor español.
[8] Personajes infantiles de los cuentos de Elena Fortún (1886-1952), seudónimo de María Encarnación Aragoneses de Urquijo. Inició su publicación en 1928 y la serie (con sucesivas continuaciones y recopilaciones) duró lo que la vida de la autora, publicándose incluso un volumen póstumamente (1987).
[9] Frase atribuida a Aristóteles por su biógrafo tardío, Ammonio. Puede traducirse por: Platón es mi amigo, pero la verdad lo es más.
[10] Por antonomasia, el bacilo de Koch, bacteria desencadenante de la tuberculosis pulmonar o tisis.
[11] No quiero concluir este relato sin recoger la estadística más fiable (lo que no es mucho decir, en esta materia) sobre el tifus exantemático en España, en números absolutos, entre 1936 y 1950. La fuente es: Ramón Navarro García, Análisis de la sanidad en España a lo largo del siglo XX, edit. Instituto de Salud Carlos III, Madrid, 2002, pp. 210-211. Según ese Análisis, el número de fallecidos por esta enfermedad fue de no menos de 3.899, de un total de 19.471 casos denunciados por declaración obligatoria de los médicos que los atendieron. En consecuencia, el porcentaje de mortalidad pudo alcanzar la imponente cifra del veinte por ciento, explicable por la inexistencia de antibióticos y de vacunas en el periodo álgido de la epidemia (1941-1942).

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