sábado, 7 de enero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (I). EL DELATOR

Historias de vida o muerte (I). El delator


Por Federico Bello Landrove


     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].




     Tal vez, se tratara de una madre soltera, o quizá -o también- de una chica sin posibilidades de sobrevivir del menguado patrimonio agrícola de aquella familia numerosa de la meseta lucense. El caso es que cogió a su pequeño, Eduardo, y se fue a servir a La Coruña. No sería fácil compatibilizar ese trabajo con el mínimo cuidado que precisaba su pequeño, mas no había otro remedio: Sus padres no habían querido tenerlo consigo y no había ni que pensar en meterlo en el hospicio. Ya se las arreglaría…

     En efecto, se las arregló dejándolo durante el día con una conocida del pueblo, a la que había arrendado una modesta habitación. Por un poco más de dinero, Eduardo haría vida con los hijos de la patrona: iría con ellos a la escuela y comería del mismo pote. Llegada la noche, Isabel se liberaba del trabajo de cocinera en casa de los Valladares y podían disfrutar de unos momentos de felicidad, a la que no era ajena la -para ellos- opípara cena, con las sobras de los señores.

     Eduardo crecía y, así mismo, las peticiones para que su madre pernoctase con los Valladares, rindiéndoles atención exclusiva durante toda la jornada. Así que, con su remango y los buenos informes que le dieron, se colocó de limpiadora en la Residencia de oficiales de uno de los regimientos de la guarnición -que no concretaré, para que no se ofenda nadie-. Era un trabajo más duro, pero algo mejor pagado. Sobre todo, quedaba liberada de la faena a media tarde, cuando su hijo concluía la jornada escolar. Con esas ventajas e inconvenientes ya había contado Isabel al cambiar de tarea, pero no con la vicisitud que cambió radicalmente su vida.

     Si no hubiese sido decisivo para esta historia, me abstendría de recordarlo, no tanto por lo escabroso, como por ser escasos  los detalles que conozco. Lo único que me consta es que Isabel acabó completando su escaso salario con los emolumentos que remuneraban la ocupación con los militares de la Residencia, que requerían de sus servicios. La joven era agradable y discreta, por lo que no le faltaba clientela entre la mayoría de oficiales solteros que se hospedaban en aquella dependencia. En cualquier caso, con esa finalidad y base económica, Isabel abandonó la habitación con derecho a cocina y alquiló un piso bajo, con patio y leñera, dos calles más arriba de su lugar de trabajo.

     Aquello había sido cuando Eduardo tenía seis años; por tanto, el niño aún no daría en sospechar de las entradas y salidas de los soldados, como llamaba a los clientes de su madre. Pero el tiempo pasa, la malicia crece y las gentes hablan. Quiero decir que Edu acabó por descubrir la finalidad de las visitas nocturnas y concibió contra ellas la inquina que era de suponer. De una cosa estoy seguro: su piedad filial lo llevó a juzgar íntimamente que algo habría -miseria, violencia, desamparo- para que su madre hubiese llegado a esos extremos. Eran aquellos oficiales fachendosos y otros tales los culpables de la situación. Dicho francamente, a su madre la habían prostituido los militares.

     No es de extrañar, pues, que, nada más acabar la escolaridad, Eduardo se empleara en una carbonería del barrio, como repartidor y chico de almacén. Ello significaba, para él, aportar un pequeño jornal en casa, que sacara a su madre de apuros y, para esta, dejar de pasar por la terrible vergüenza de su oficio nefando y de las burlas y censuras de quienes lo conocían.

     Hasta aquí, todo corriente. Lo insólito fue que por los días en que abandonaba el comercio sexual, un comandante de Capitanía, viudo reciente, requiriese de amores a Isabel, aunque sin intención de matrimonio. El hombre era maduro, bien parecido y generoso. Es posible que ella aceptase su proposición por verdadero afecto. Acordaron verse todos los jueves, cenar y pasar la noche juntos. Aquello era muy distinto de la promiscuidad anterior; incluso, las vecinas empezaron a tenerle cierta envidia, al constatar numerosos signos externos de la esplendidez del amigo. Ante Eduardo, este tuvo el acierto de mostrar sin tapujos el respetuoso afecto que profesaba a su madre, así como de charlar con él, si a mano venía, y hasta de premiarle con buenas propinas y algún pitillo, cuando pasó a suministrarle el carbón y la leña que precisaba. En fin, se decía Edu, aquel era un verdadero señor, no el típico militar fanfarrón y rijoso. Era lógico que su madre lo recibiera de buen grado y se dejara querer. Quizá, con el tiempo …



***

     Pasaron unos años, sin alteraciones importantes. Eduardo seguía trabajando en el carbón, sin meterse en líos, como le aconsejaba el ya teniente coronel Hoyos, es decir, al margen de sindicatos y organizaciones políticas de cualquier signo. Su madre y aquel seguían como siempre, esperando los jueves para encontrarse. No había signos de pasar por la vicaría, pero tampoco era infrecuente verlos empezar la velada cenando en el reservado de un restaurante o viendo alguna película de éxito. Y así habían cruzado el umbral de 1936, año que sería nefasto para España, y que tampoco había empezado con buen pie en casa de Isabel, al plantearse el tema del servicio militar de su hijo.

     Ella estaba dispuesta a pagar la cuota precisa para reducir el mal trago poco menos que a nada, pero a Hoyos se le ocurrió algo que Eduardo aceptó, como menos gravoso para los ahorros:

-            -   Todavía puedes sentar plaza como voluntario. Ello te permitirá, con mi recomendación, quedarte en Coruña. Con el derecho de pernocta, incluso podrás trabajar por las tardes, salvo que tengas guardia.

     Así se hizo y, durante unos meses, Edu se familiarizó con la vida cuartelera y convivió, entre otros, con algunos de los militares que antaño habían visitado a su madre, incapaces de reconocerlo por ser entonces un niño. Fueran esos prejuicios, los excesos que viera o los contubernios y actitudes levantiscas de los oficiales contra la República, el caso es que el joven exacerbó sus prístinos sentimientos de aversión hacia los militares. Incluso, don Valeriano Hoyos le resultaba ya enfadoso y cargante, con sus frecuentes consejos de prudencia y disciplina, cuando él veía a tenientes y capitanes despotricar de sus superiores, conspirando de forma abierta contra el Gobierno. Para desbordar el vaso, a primeros de julio se doblaron guardias y retenes y se suprimieron casi todos los pases de pernocta. El día 16, jueves, Hoyos advirtió a Isabel, con el compromiso de mantenerlo en secreto:

-          -  Las cosas están muy tensas y, de un momento a otro, podrían estallar. Que Edu se quede en el cuartel y tú compra todo lo necesario para no salir en unos días.

-               - ¿Tampoco a trabajar?

-               -  Mejor sería que pusieses una disculpa. Ni yo mismo me siento seguro en Capitanía.

     Entre el sábado del día 18 y la mañana del siguiente lunes, hubo tantas noticias, rumores y cosas raras que, aunque acuartelados, toda la tropa tuvo conocimiento de que se mascaba un levantamiento. Eduardo entraba de guardia ese día 20 en que, hacia mediodía, se ordenó formar a la fuerza y cerrar a cal y canto las puertas del cuartel. Él, que se encontraba de puesto en una garita externa, desobedeció la orden de replegarse al interior y, con fusil y todo el equipo, accedió a la avenida y tomó la dirección del centro de la ciudad. Desde allí le llegaba el sonido distinto de disparos, en tanto las sirenas de los barcos surtos en el puerto ululaban, desconcertadas y estridentes.

     Indudablemente, había sido un pronto. De hecho, mientras avanzaba a largas zancadas, pegado a las fachadas y eludiendo en lo posible la mirada atónita de los pocos transeúntes, estuvo tentado de tirar armas, correaje y guerrera, y correr a su casa o en busca de su madre. En esto que se cruzó con otro joven que, al verlo, se figuró que formaba parte de una avanzadilla de su regimiento; se dirigió a él y lo interceptó con el grito de ritual:

-              -  ¡Arriba España! ¡Vamos, vamos, que los de Asalto se están fortificando el Gobierno Civil!

     Edu no contestó y siguió aún unos pasos. Luego, se detuvo y entró en un portal. ¡La cosa iba en serio! ¿Qué demonios iba a hacer él, solo, con un fusil y una bayoneta?

     No tuvo mucho tiempo para decidir. Carretera abajo, con fragor, bajaba ya una compañía de su regimiento, a paso ligero, con el capitán García al frente, un mal bicho. No lo pensó más. Salvo de unos saltos la distancia que lo separaba de la siguiente bocacalle y, emboscado en la esquina, se arrodilló, encaró el arma hacia el oficial y, a no menos de ochenta metros, disparó por dos veces. Su puntería era excelente: García cayó como fulminado.

     A toda carrera se perdió en las callejuelas que llevaban hacia el puerto. De buena gana habría arrojado el mosquetón para correr más desembarazado, pero podría delatarlo, si lo encontraban. Tuvo suerte: aquella parte de los muelles estaba desierta. Lanzó el arma al agua, lo más lejos que pudo. Luego, se escondió entre unos fardos, echándose por encima una arpillera, y aguardó un largo rato, antes de tomar el riesgo de recorrer uniformado la distancia que lo separaba de su casa. Debía de ser su día de suerte: nadie le dio el alto, ni estaba su madre en casa. Trocó el uniforme por ropa de paisano; escondió el caqui al fondo de la leñera, protegido con una funda de hule; cogió algunos víveres y un poco de dinero, y desapareció.



***

     Los días sucesivos fueron de confusión y miedo en la ciudad. Isabel siguió acudiendo a su trabajo y no echó de menos la presencia de su hijo, ya que suponía que habría de estar en el cuartel y con su pase cancelado. Por su parte, Hoyos faltó a la cita del jueves siguiente, si bien le dejó una nota en la Residencia de Oficiales, anunciándole que no podría verla en unos días, por razones estrictamente profesionales. Entre tanto, Edu pasaba las jornadas escondido o merodeando por los más variados andurriales, sin saber qué hacer, hasta que la falta de seguridad y de comida le animó a ir a ver a su madre, cual hijo pródigo.

     Isabel y Eduardo se fundieron -como suele decirse- en un prologado abrazo. Luego, este le confesó que estaba prófugo, pero no su atentado contra el capitán. Ella, tras muchas argumentaciones, le convenció de que lo mejor era pedir consejo y ayuda a su amigo. Aunque con desconfianza, Edu aceptó, pero se negó en redondo a permanecer escondido en casa, sino que, pertrechado de víveres, volvió a marcharse, con el compromiso de regresar en unos días.

     Casualmente, al siguiente día reapareció el teniente coronel por su casa, lo que aprovechó Isabel para plantearle lo más favorablemente que pudo el caso de su hijo. Hoyos, aunque exasperado, procuró, ante los ruegos y lágrimas de su querida, hallar una solución:

-             -   En fin, tampoco es que haya sido el único. Por política o por miedo, bastantes soldados y militares de mayor rango se escabulleron en los primeros momentos, aprovechando la confusión y la salida de sus cuarteles. Desde luego, no tiene otra solución que la de presentarse en su regimiento y poner cualquier disculpa de tipo humano; no sé, que estaba preocupado por ti y luego no se atrevió a regresar…; ¡qué sé yo! Mañana telefonearé a su cuartel y procuraré suavizar la sanción que vayan a ponerle. Me llevo bien con su coronel: no creo que le pasa nada malo. Ya te informaré.

     Costó convencer a Eduardo de que tenía que reintegrarse al ejército; él y nosotros sabemos el porqué. Con todo, su inquietud era infundada. Nadie pensaba que fuera el autor del tiroteo contra García. Más aún, mala hierba, nunca muere: el capitán no había muerto y se hallaba a la sazón en curso de sanidad de sus graves heridas. De modo que Hoyos no encontró muchas objeciones a su petición de lenidad para Eduardo. Todo quedaría en un arresto de calabozo. Satisfecho, se lo transmitió a Isabel, quien se las tuvo tiesas con su hijo. Al fin, a la tercera visita y bajo amenaza de no darle ni un zato, el soldado agachó las orejas y fue a entregarse a sus jefes, siéndole impuesto el consabido mes de arresto. A nadie se le ocurrió preguntarle por el fusil desaparecido. O no hacían recuento de armas, o los buenos oficios de Hoyos hacían milagros.

***

     Unas semanas más tarde, encontrándose en un café, Eduardo cogió el periódico del día y estuvo a punto de darle un ataque. En la página de gacetillas de orden público, podía leerse:

     Ha sido condenado a muerte en consejo de guerra celebrado ayer el individuo que atentó contra la vida del capitán …, el pasado 20 de julio. Se trata de un sujeto afiliado a la F.A.I.[2], que fue detenido días después en posesión del arma empleada. La sentencia será ejecutada tan pronto la confirme  la Autoridad militar.

     Eduardo se hacía de cruces. ¿Cómo podían confundirse los peritos armeros en algo tan elemental? ¿O es que el faísta habría sacado del fondo del puerto el fusil que él arrojó? En cualquier caso, eso era ya agua pasada. Si algo o alguien podía salvar la vida de aquel inocente era él, confesando lo sucedido y su responsabilidad en ello. Con todo, si aquel sujeto era de la F.A.I., de seguro que no sería un arcángel. A saber si no tenía otros crímenes en su haber. Y, además, tratándose de un anarquista que iba armado, con capitán y sin capitán, no le iba a salvar ni el Papa.

     Así, mientras caminaba hacia su casa, al terror y la desesperación iniciales iba sucediendo una incipiente -e intermitente- tranquilidad. No era que otro pagase con su vida lo que estúpidamente había hecho él. No se trataba de que otro muriera en su lugar. Aquel tipo ya estaba sentenciado desde un principio y el muerto -el herido- que le habían cargado iba a salvarle a él, pero no a agravar la condena del otro. Por más que… ¿quién estaba seguro de que el fusil fuese el suyo? Y, si lo era, ¿por qué había sido tan loco el anarquista de haberlo cogido y portado, con los tiempos que corrían?

     En todo caso, si aquel entremetido se hubiese estado tranquilo en su casita, o hubiese escapado en un pesquero a Portugal, como otros, ahora Eduardo estaría tan pancho, pues nadie había sido capaz de descubrir su delito. Así que él iba a hacer lo que el otro no había sido capaz: dejar que las cosas siguieran su marcha, que la juventud y la vida armonizaran, con natural y gozosa coincidencia.

     Pasaron cinco días, suficientes para aliviar las tensiones y conciliar plácidamente el sueño. Al cabo de ellos, la funesta noticia. Se la dio el sargento de su pelotón:

-              -   Eduardo, mañana te toca formar parte de un piquete de ejecución.

     Trató de excusarse. El suboficial replicó:

-              -   Le ha tocado a tu escuadra a suertes. Además, tenías que estar contento. Vais a dar el pasaporte al que disparó contra el capitán García.

     Obrando automáticamente, casi sin saber lo que hacía, fue a ver al capitán de su compañía y le pidió lo que al sargento. El oficial, con cara de pocos amigos, preguntó:

-               -   ¿Por qué tendría que exonerarte? ¿Acaso el reo es amigo tuyo?

     Edu estuvo a punto de aseverarlo, pero comprendió que la pregunta iba con segundas. Negó y balbuceó algo sobre encontrarse mal de los nervios. El capitán saltó:

-               -   Mira, Nogueira, todavía no sé por qué te libraste del consejo de guerra por deserción. Así que no me vengas con pamplinas o te empaqueto y, esta vez, no te salva ni la caridad… Retírate.  

     Pasó toda la noche en el camastro dando vueltas e imaginando evasivas morales. Total, estaban en las mismas. Fuera él u otro compañero, la condena ahí estaba y había cientos de potenciales ejecutores. Sin ir más lejos, otros cuatro fusiles estarían apuntando junto al suyo. ¡Claro! No hacía falta que tirase a matar, ni siquiera que alcanzase al condenado. Haría como si… Eso que todos sabían que él tiraba muy bien… Ya, pero comentaría antes que estaba muy nervioso y no había podido dormir…

     Llegaron las cinco y el imaginaria llamó al cabo y los cuatro soldados de la escuadra ejecutora. Un camión aguardaba en el patio de armas, con el conductor y, a su lado, el teniente que iba a dirigir a la fuerza. Tomaron la dirección del Campo de la Rata. Llegaron cuando apenas rompía la aurora. Los guardias civiles de la anterior ejecución se estaban retirando temporalmente, mientras unos empleados tiraban a una carreta el cadáver del ajusticiado.

-              -    Venga, que ya viene el reo. Formad en línea a esta altura, dijo el teniente.

     En efecto, un individuo esposado avanzaba, flanqueado por dos agentes, seguido por un cura, con el breviario en la mano. Eduardo no pudo más. Aquel no era un sujeto, ni un tipo, ni el otro, sino un hombre que iba a pagar por lo que él había hecho. En su mente ya no había lugar para subterfugios:

-              -    Mi teniente, un momento, por favor.

     Lo dijo con tal firmeza y apartándose de la hilera de compañeros, que el teniente mandó descanso y se le acercó.

-               -   Mi teniente -susurró-, este hombre no disparó al capitán García. Fui yo quien lo hizo, con el fusil que tenía para la guardia.

     El oficial, boquiabierto, no sabía qué decir o hacer. Era la viva imagen de la perplejidad.

-               -   Soldado, repite lo que has dicho.

-                -  Que fui yo, señor. Le disparé dos veces y luego tiré el arma al mar.

     El reo ya estaba ante el paredón, solo, con ademán tranquilo. El teniente decidió como creyó que debía hacerlo, cumpliendo las órdenes y las Ordenanzas:

-          -   Mira, chico, la sentencia es firme y tiene que cumplirse. Tú ponte en línea, apunta y dispara. Que tires a dar o no, eso es cosa tuya.

     Momentos después, aquel inocente yacía exánime. Por si acaso, el oficial le dio el tiro de gracia.

***

     Podría creerse que la justicia -injusticia- concluía así, pero no. El teniente cumplió escrupulosamente con su deber de denunciar a Eduardo, fundándose en la confesión que acababa de hacerle. Sobre esa base, habiéndose ratificado la auto delación, la instrucción de la correspondiente causa duró apenas nada. Y así, días después, se celebró contra Eduardo un nuevo consejo de guerra por atentado con intención de matar y resultado de lesiones graves, en la persona del capitán García. Naturalmente, la condena fue a pena de muerte: la coherencia no permitía otra cosa. Cinco días después, dicha pena era ejecutada.

     Me consta que no fue la única vez que, durante nuestra Guerra Civil, se fusiló a dos o más personas por el mismo crimen. Al fin y al cabo, para eso está la institución legal de la coautoría. ¿O no?









[1]  Para El delator, Isabel Ríos, Testimonio de la Guerra Civil, La Coruña, 1986.

[2]  Siglas correspondientes a la Federación Anarquista Ibérica.

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