miércoles, 28 de diciembre de 2022

LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

 


La búsqueda de la felicidad

Por Federico Bello Landrove

 

     La brillante efeméride de presentar públicamente el poemario de amor de toda una vida desencadena en su autora una cascada de ensoñaciones, andando y desandando los caminos recorridos, tejiendo y destejiendo los motivos y las consecuencias de elegir unos u otros. Imaginación y realidad disuelven sus límites hasta no percibir, ni ella ni nosotros, la frontera entre el sueño y la vida.




1.      Las vísperas

 

-          ¡Hasta mañana, Pilar, y perdona si te he molestado!

     La interpelada escuchó la fórmula de despedida y la disculpa como quien oye llover. Ni se movió del sillón en que estaba sentada, sin apartar la vista del poemario que tenía en sus manos. Una moderada taquicardia revelaba la excitación que involuntariamente le había producido Reme, la amiga que acababa de ausentarse, con aquellas cuatro palabras, que, en sí, nada tenían para ofender, ni para molestar siquiera:

-          ¡Qué envidia me das!

     Desde luego, no parecía la valoración más pertinente, aunque hubiese sido dicha solo para animar. Ni tampoco hacía ninguna falta encomiar su destino, precisamente la víspera de su gran día, en que se iba a presentar solemnemente en su Facultad aquel libro de poesías que compendiaba su trayectoria vital y que -según las pocas, pero autorizadas, opiniones de quienes habían anticipado su lectura para intervenir en la pública mostración- la consagraría como una gran poetisa del amor, discípula y continuadora del gran Salinas[1]. A ella, siempre tan en sus puntos, le daba grima que la parangonasen con otros espléndidos compañeros de vocación, que eran ya famosos y con obra inmortal en la mitad del camino de su vida. No era ese su caso, aunque se sintiese todavía llena de vida y de bastante buen ver. Aunque ya jubilada de una vida volcada en la docencia, le costaba mirarse al espejo y descubrir otra cosa que la imagen, fresca y tersa, de su adolescencia en Castellar, del otro lado del océano. Y casi otro tanto le sucedía con la casa de ahora que, aunque amplia, luminosa y acariciada de la brisa marina, seguía siendo el trasunto de aquella otra, cálida, heteróclita y oscura, de la que saliera para embarcarse, tantos años atrás: los mismos muebles macizos, alegrados por la taracea; los espejeantes adornos de plata; los ingenuos paisajes con la firma de su padre; los innumerables bibelots para los que su madre había tejido infinitos tapetillos de perlé.

     ¡Qué envidia me das, qué envidia me das! Susurra enfadada, una y otra vez, esa absurda frase, que jamás se le habría ocurrido pronunciar a su amiga, de no haber venido rodada por las circunstancias. Reme -¡cómo no!- iba a ser la principal oferente en el acto del siguiente día, a quien correspondería desgranar sus poemas y relacionarlos con su peripecia vital. Siempre respetuosa, había querido compartir por anticipado sus pensamientos con la homenajeada. Pero, en este caso, la movía una vaga inquietud:

-          Digo, Pilar, que no te parecerá mal que haga una alusión a lo difícil que ha sido tu vida en muchos momentos, y a lo que esto puede haber influido en tu vena poética.

    Pili se había puesto en guardia: Si algo detestaba es que le tuviesen lástima y, casi a la misma altura de enfado, el que valorasen su vocación poética como una mera sublimación de sus tristes experiencias. Contestó a su amiga:

-          Enfoca tu loa como Dios te dé a entender, pero sin hacer de mí una mártir, que tampoco la cosa ha sido para tanto. Esto sí te pido: Ni una referencia al hombre inmenso y único. Solo faltaría conjurarlo en mi gran día y darle ocasión para regodearse luego de él, como si fuese fruto de su pujanza.

-          Descuida, promete Reme, aunque, a fin de cuentas, muy pocos tomarán mañana asiento en el salón de actos, para quienes nuestros recuerdos de antaño tengan corporeidad o consistencia.

     Pili se queda mirando a su amiga de siempre, entre la admiración y la ironía. No solo es su rostro dulce y sonriente, su cuerpo menudo y grácil, los que la mantienen perpetuamente joven, sino esa cualidad de ignorar o pasar por alto aquello que resulta tristemente irremediable. ¡Que los demás ya no recuerdan; que los fantasmas ya no tienen un rostro bajo la sábana!... ¡Y un cuerno! Bien sabe ella lo que va a decirse de sus Ensueños y quimeras, que ya ocupan en el paraninfo un hermoso atril de bronce, junto a su fotografía, y se derraman en rimero incontenible hasta el humilde búcaro con rosas blancas. Sí, sabe bien lo que se afirmará, como se ha hecho desde que el mundo es mundo y a algún visionario se le ocurrió trenzar una metáfora sobre el amor: Que la poesía nace del dolor, del adiós y del fracaso. Y no necesita que nadie, ni siquiera con buena intención, le recuerde a la persona que los grabó a fuego en su cuerpo y en su alma, para siempre.

     Y en esto:

-          ¡Qué envidia me das!

     ¡La muy boba! ¿Qué sabría ella de la intensidad de su sufrimiento y de su soledad? La estúpida frase, aunque fuese improvisada, despertó todo su mal genio. Afortunadamente, mañana por la mañana la buena de Reme tendría que hallarse amistosa y tranquila, preparada para presentar sentidamente su libro. Se contuvo y limitóse a echarla de su lado con un educado pretexto:

-          No sabes lo que dices. Anda y toma el portante, querida, que, con tantas emociones, se me está levantando dolor de cabeza.

***

-          Niña, ¿a qué hora quieres cenar?

     La estridente voz de la tata Angelina interrumpe su duermevela, justo ahora que departía mentalmente con su compañera Flor, sucesora en la cátedra, sobre el desarrollo del acto de mañana. ¡Y eso que la charla era un poco tirante! Imagen y timbre la han llevado, como en alas de golondrina, de su colega de ahora, a su mentora de la adolescencia, aquella Doña Manolita Andrade, que tachaba rotundamente con tinta roja sus delirios de entonces, germen menos doloroso, pero igualmente sentido, de los de ahora. Hasta le parece sentir el repeluzno de antaño cuando, en su hora mejor, había olvidado en un bolsillo lejano la alocución de fin de curso. Aunque, si de allí había salido entre la brillantez y el aseo, no iba a ser cincuenta años y muchos mundos después cuando se arrugase ante tan propicia concurrencia…

-          ¡¿No me has oído, Pili?!, reitera la misma laringe chirriante, ahora asomando desde la puerta de la cocina.

-          No me apetece nada, Nina. Deben de ser los nervios, pero aún tengo el almuerzo en el estómago.

-          Te prepararé una manzanilla con anises.

-          Déjalo. Estoy cansada y mañana tendré que madrugar. Me voy a la cama, a ver si cojo pronto el sueño.

-          Entonces, te haré una valeriana.

-          ¡Pero no me la traigas abrasando, como acostumbras!

     Por si las moscas, Pili saca del botiquín un envase de Luminal[2], somnífero que de vez en cuando tomaba su madre, en tiempo de Maricastaña, y lo guarda en el cajón de la mesilla, que a la tata le da coraje verle tomar esos potingues de señoritingas con esplín. Se pone el camisón, y ahueca y dobla la almohada, dispuesta a repasar por enésima vez los apuntes para el discurso de mañana. Tiempo justo, pues ya asoma la buena de Nina por la puerta, con la tisana echando bombas; incluso se ha percatado de que pretendía esconder de su vista los folios.

-          ¡Pero bueno!, gruñe Nina, ¿vas a dormir o a desojarte con esas monsergas?

-          Anda -replica Pilar, para librarse momentáneamente de su presencia-, acércame una servilleta, no sea que pingue.

     Al instante, saca el matute de la mesita y engulle un par de comprimidos con la valeriana, que aún le quema la lengua.

     Pocos minutos más tarde, Nina regresa; recoge los folios dispersos sobre la colcha, retira el servicio y apaga la luz, no sin contemplar por unos instantes el dulce rostro de la poetisa, que ya viaja por el éter en brazos de Morfeo.

-          ¡Lástima que sus padres no puedan verla mañana!, suspira Angelina. En cambio, una, que no entiende ni papa, todavía anda por aquí, dando guerra, a tropecientos quilómetros de su pueblo.

 

 



2.      La cencellada

 

     La niña camina sola por el impreciso sendero que la niebla abre y cierra con ella, ahogando el crujido de sus pasos sobre la tierra escarchada. La vaga claridad que el sol pugnante difunde a través de la bruma trueca en diamantes los tupidos cristales de hielo que penden de ramas y acículas, mutando aquel entorno de soledad y de silencio en recinto informe de poética belleza, aparejado para la Navidad. También ella, vestida de blanco, mojada, arrecida, parece formar parte del paisaje, por el que avanza casi a ciegas, impelida por una fuerza que nace de no sabe qué recóndita esperanza.

     Al fin, en un desgarro de la niebla, se insinúa la glorieta en que desemboca el camino, junto a otros varios, por los que columbra al muchacho que se acerca. Su rostro le resulta atractivo; sonríe y hace ademán de saludo, rogándole que lo espere, insinuándose con gesto arrogante y esa cálida entonación caribeña, que disipa la calígine y la atrae a un vórtice de calidez.  Ella, cansada de caminar entre penumbra y ávida de cordialidad, se acoge al cenador, revestido de camelias, pensamientos y rosas de heléboro.

     El pretendiente la abarca, la abraza, la oprime. Su voz la confunde y su vaho la asfixia. A duras penas se suelta de las manos que asen sus vestidos y huye a través del emparrado de jazmines y glicinias, cuyas ramas sarmentosas y vacías se extienden como los brazos ominosos de trasgos de la fosca. La niña corre desalada, desandando el camino, haciéndose cada vez más pequeña, rumbo hacia el pasado, no menos brumoso que el porvenir, pero donde sabe de cierto, por un arcano sentimiento sutil, que la espera él, tan ciego, tan débil, tan necesitado, pero, al propio tiempo, tan fatal, tan… tan suyo.

     Una campana tañe, lenta y solemne, en la lejanía. Se desvanece la niebla, se pierde la esperanza y la niña, agitada y sudorosa llega a tiempo de contar las cinco últimas campanadas de la medianoche en el vecino reloj del ayuntamiento.

 


3.      El templo del dolor

 

-          ¡Que se vayan todos!

     Aunque recién salida del quirófano, apenas trasladada a planta, la voz de la mujer suena firme, imperiosa. Uno a uno, padres, hijos, sanitarios, van abandonando la cabecera de la cama y desapareciendo de su vista tras la mampara cromada que soporta la leve cortina de plástico gris. ¡Dios mío -piensa por un instante-, qué tenue separación de mi dolor y el que aqueja a los demás ocupantes de esta enorme sala, que ya acogió a mi abuela en parecido trance! A fin de cuentas, si su sangre es mi sangre, si su tumor es como mi tumor, ¡qué de extraño hay en que la nieta se acoja al mismo lecho, al mismo bisturí, al mismo templo, blanco y rojo, del dolor!

-          ¡Tú quédate!, agrega, suavizando la voz, al apreciar que también él se dispone a abandonarla.

     Sí, no cabe la menor duda, él no es el hombre inmenso y único, sino aquel muchacho, tan querido de su madre, pura apariencia, fachada, fachenda, que la esperaba -bulto encogido, silente, inexcusable- en un banco, a la vera del camino nebuloso, el día de la cencellada. En efecto, no es el fatuo inmenso, el desertor único, que la ha dejado sola, cara a cara con la terrible enfermedad. Pero lo cierto es que también él, aunque todo compromiso y atención, parecía querer escabullirse, escurrir el bulto entre los demás. ¡Y eso sí que no! Ella necesita tener la certeza de su protección, de su apoyo, de su amor, precisamente en este momento, cercenado su pecho, demediada su feminidad.

     Aparta la sábana y, sin dejar de mirarle a los ojos, va retirando las vendas y apósitos que cubren la herida funesta, la oquedad deforme, la asimetría cruel. Lo hace con morosidad, suavemente, sin experimentar dolor ni emoción apenas. Por fin, la mutilación queda al descubierto, sin que ella baje los ojos, siempre clavados en los de él.

     Ni una palabra, ni un estremecimiento, ni una lágrima. Esbozando una sonrisa, se arrodilla junto al lecho y va inclinando lentamente la cabeza, hasta que acaricia el valle que antaño fue colina y deposita un beso sobre lo que fue placer de los dos y ahora apenas recuerdo y huella. Luego, se incorpora, le cubre el pecho con la sábana y musita:

-          ¿Recuerdas, Pili, que, cuando nos conocimos, apenas te apuntaban los senos?

     Una pausa y agrega:

-          ¡Quién pudiera, despojado y sencillo, volver al amor de nuestra infancia!

     La mujer lo ve alejarse, embebido en el escenario de cuanto la rodea, hasta quedar sola, aislada, en el regazo del éter en que flota su cama; un lecho que va recobrando la textura de la madera de cerezo y los boliches ennegrecidos de tanto acariciarlos. Una…, dos…, tres…, cuatro campanadas. ¡Todavía! Enciende la luz y rebusca los folios con el texto de lo de mañana. En vano. ¡Esta Nina! Apaga y susurra de memoria las frases solemnes, rimbombantes, que Doña Manolita ha pulido hasta convertirlas en hechura de su mano… La voz se amortigua y la mente, en un último destello de conciencia, conduce sus manos al pecho, íntimo y tibio, supuesto emblema de su femineidad.

 

(Por gentileza de Peakpx, titular del copyright)

 


4.      La mesa común

 

-          ¡Que hable el abuelo! ¡Que hable!

     Por la apariencia y número de los familiares que se sientan en torno a la mesa, se diría que el abuelo debe de cumplir lo menos setenta años. Sin embargo, cuando, al fin, reclamado con insistencia, se levanta, sigue siendo la persona que ella viene admirando desde su tierna infancia: alto, robusto, de cabello entrecano y ese bigotito pulcramente recortado, que alguien diría de falangista, si no fuese porque él está todo lo lejos de la política extremista, cuanto debe estarlo una persona laboriosa y pacífica. Pero ¡chitón!, que los cubiertos han demandado silencio tintineando contra las copas. El orador suele ser sentido y breve. Ella se ve, como años atrás, escondiéndose con el bloc de dibujo bajo el mostrador, cuando su padre, entre chato y chato, se acuclilla junto a ella, le coge el lápiz blando y, con un par de trazos sabios y firmes, le bosqueja el búcaro con flores o el mobiliario de una sala con perspectiva caballera. Siente ganas de abrazarse a sus fornidas pantorrillas para agradecerle su ayuda de emergencia, pero su cuerpo ingrávido, envejecido solo por dentro, se siente desplazado hasta la silla intermedia entre la presidencial del homenajeado y la que ocupa él, el constante, el predestinado, el figura, como coloquialmente lo apoda su padre, ponderando por demás sus cualidades.

     El abuelo desgrana recuerdos, se deshace en elogios hacia su esposa, en gratitud hacía aquella familia, siempre presente y unida, cuya pareja inicial de hijos ha sufrido un crecimiento exponencial en aquellas chiquillas y jovenzuelos que aportan a la mesa mocedad y sonrisas de circunstancias. ¿De quién será cada uno, de ella o de aquella chica, apenas envejecida, con quien su hermano ennovió, todavía en el instituto? Repasa las caras, tratando de encontrar parecidos y afinidades, y sufre un desagradable estremecimiento al vislumbrar en alguno la morenez cetrina del aspirante del trópico.

     Su padre ha dicho. Levanta la copa y los demás se incorporan y siguen su ademán, respondiendo al brindis, que todos asumen:

-          ¡Por que sigamos juntos por siempre!

     Sin perder la sonrisa, la abuela pone el punto de sensatez:

-          Bueno, bueno… ¡De hoy en un año!

     Ella, al entrechocar las copas, busca el rostro de él, esperando ver su sonrisa o, quizás, recibir un beso. Él, serio, solemne, muy en sus puntos, fija la mirada en el exquisito rostro de la abuela, la flor de su linaje, el indestructible lazo de seda de su unión espiritual.

      El comedor parece desvanecerse y ajuar y rostros se difuminan en las sombras. Vacilante, la niña se levanta de la mesa y acude apresurada a descorrer las cortinas del mirador. Por unos instantes teme otear ceibas, reinitas y magas, pero no: Son los plátanos de Castellar de toda la vida, las urracas, los gorriones…

-          Todo como siempre -susurra-. ¡Quién pudiera decir con razón, no como recurso poético: ¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito; …ni el pasado ha muerto, ni está el mañana—ni el ayer—escrito![3]

 

 

5.      El olvido freudiano[4]

 

-          ¡Pili, hija, que ya son las ocho!

     Pese a lo temprano de la hora, la voz de su madre resuena cantarina, mientras entreabre la contraventana, por la que penetra inmisericorde la viva luz de los primeros días veraniegos. Ella, adolescente, niña de nuevo, sacude la galbana y se levanta presurosa, sin calzar siquiera las chinelas, camino del cuarto de baño, en cuya bañera se sumerge mientras, al tiempo que el aseo, repasa mentalmente las emocionantes expectativas que ha de depararle aquel día.

     Unos discretos golpes en la puerta le advierten de que ha de ir pensando en volver a la realidad cotidiana, de la que se ha abstraído hasta el punto de adormecerse. Vuelve a vestir el inveterado pijama de lunares celestes y recompone las improvisadas trenzas nocturnas, justo a tiempo de escuchar la voz imperiosa de tata Nina, gritándole desde la cocina:

-          ¡Bella durmiente, que se te va a enfriar el chocolate!

     Con todo, desanda el pasillo hasta su cuarto sobre cuya cama, como por ensalmo, han aparecido los dos folios de letra apretada que encierran el discurso de despedida del instituto que, en nombre de sus compañeras, habrá de pronunciar coram populo en su paraninfo. La tata, fiel a su aforismo cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento, retira de un manotazo los papeles de sobre la mesa, con una disculpa plausible:

-          Con lo boba que estás, solo falta que los vayas a pringar de chocolate.

***

     De pronto, la saca de su abstracción un timbrazo largo y chirriante. Mamá interrumpe por un momento el cepillado de su melenita y mira de soslayo su Longines dorado:

-          ¡Cielos, exclama, las once y cuarto ya!

     Pili se levanta escopetada de la banqueta y replica alarmada:

-          Será Reme, que había quedado en venir a buscarme para ir juntas al acto.

     Echa una carrera hasta el balcón más cercano y, en efecto, contempla a su amiga, hecha un brazo de mar, esperando en la acera.

-          ¿Quieres subir?... ¿No?... Pues ahora mismo bajo.

     A toda marcha, se pone la rebeca verde oliva sobre su ligero vestido rosa, dobla los folios y los embute en uno de los bolsillos. Su madre, vigilante, la espera a la puerta de entrada, vaporizador de Miss[5] en ristre. De repente, la para en seco y reprocha:

-          ¡Pero Pili!, ¿a dónde crees que vas, para ponerte una simple rebequita de hilo? Anda a cambiarte inmediatamente y ponte el chaquetón blanco de fiesta.

     Todo en un momento: Cambio de indumento; pulverización con la fragancia que huele como el amor; beso robado en el flequillo y empujoncito hasta las escaleras.

-          ¡Qué pena que no dejen entrar a padres! ¡Se nos habría caído la baba de escucharte!

-          Es que no hay sitio, mamá -explica la niña, una vez más-… Ya os lo contaré todo cuando vuelva.

     En la calle ya calienta. Nada más doblar la esquina, Pili se despoja de la prenda festiva, la dobla cuidadosamente y se la echa al brazo. Reme, tan rutilante como ella, no deja de tirarle la consabida pulla:

-          Estás de dulce, cariño. ¡Lástima que no te vea él!

***

-          Estoy como un flan, profesora.

-          Siempre es así antes de empezar -la tranquiliza Doña Manolita-. Ve a sentarte y a charlar con las compañeras que, en cuanto salgas y leas la dedicatoria, los nervios se habrán evaporado.

     El director anuncia el siguiente evento, aquél en que Pili, en nombre de toda su promoción, se supone que manifestará su gratitud al Centro y dará la emocionada despedida a los siete años felices vividos en el mismo. La niña se levanta y camina hacia el estrado. Sus manos hurgan en los bolsillos del chaquetón, de forma cada vez más ansiosa, tratando de encontrar los folios del discurso, pero es en vano. La claridad del relámpago precede al rayo que está a punto de fulminarla: ¡El maldito espiche[6] se ha quedado en casa, en la rebeca verde oliva! Sus ojos se dirigen, como en súplica, al rostro hierático de la catedrática de Literatura, y sus piernas, vacilantes, suben los tres escalones y la llevan hasta el atril que, sobre el entarimado, señala el puesto del orador y el lugar donde colocar los inexistentes papeles: Sus papeles… ¿Sus papeles? ¡Pero si esos están en su mente, en su corazón, dentro de ella! Los otros, los olvidados, no son suyos, sino creación y estilo de la buena y rígida de Doña Manolita, la que tacha con tinta roja cualquier veleidad de salirse del tiesto.

     Pues, siendo así…

***

     Bastantes minutos más de los seis o siete inicialmente programados, una ovación que le parece atronadora e interminable acoge el final de su discurso, entretejido de sabrosas anécdotas escolares y de sentidas e ilusionadas inquietudes por los múltiples y diversos caminos a recorrer, iluminados por las enseñanzas allí recibidas y con el instituto como norte y faro, al que regresar de tiempo en tiempo, como al hogar.

     Al cerrarse el acto, las compañeras, sonrientes, la estrujan y agobian con sus parabienes. Doña Manolita llega tan lejos como su empaque y amor propio le permiten:

-          Se salió con la suya, Cazorla. Con todo, no ha estado mal… Sobre todo, esas alusiones a Borges y a Simone de Beauvoir[7], aprendidas, por cierto, en mi cátedra…

-          La más sustancial -le replica con acritud- ha sido la relativa a Karl Maeser[8] que, por cierto, no debo a sus comentarios de textos.

     El director, Don Luis Solórzano, interrumpe el tenso intercambio de pareceres -tal vez, deliberadamente-:

-          ¡Bravo, Pili! Es lo más divertido y certero que he escuchado en el salón de actos en mucho tiempo. ¡Y sin guiaburros[9]!

-          Como las arengas de Julio César -responde la niña a su querido profesor de Latín-. Seguro -añade, crecida- que cruzó el Rubicón sin usar de ningún mapa.

     Solórzano se echa a reír, complacido por el ejemplo:

-          ¡Muy cierto! -reconoce, pero luego matiza-, aunque no preveía en aquel momento que acabaría desangrado al pie de la estatua de Pompeyo.

     Excitada y fogosa, baja la escalinata y rebasa la verja a la plaza. Un pensamiento hace que se detenga en seco y rememore aquel mensaje que él le había inculcado cuando todavía era una muñeca en sus manos:

-          Sé tú misma, pero dando siempre tu mejor versión.

     ¿Habría dado también él su mejor versión y la esperaría, para seguir juntos por el inmenso e ignoto jardín de senderos que se bifurcan? Escruta la gran plaza, aplanada por el inclemente sol de mediodía. Nadie. Nada. Soledad.

-          ¡Vas a coger una insolación! -la increpa Reme, que la ha alcanzado-.¿Qué demonios haces aquí plantada?

-          Estaba esperando en vano la felicidad, responde Pili, ambiguamente-.

     Sonríe con amargura y se apoya en el brazo de su compañera del alma. El grandioso escenario se desvanece, mientras Reme, imitando la voz de Doña Manolita, pontifica:

-          No olvide, Señorita Cazorla, que las personas felices no tienen historia.


 


6.      Los caminos que se unifican

 

     Ella vuelve a encontrarse en la misma glorieta del parque, antaño obscurecida por la niebla, pero ahora, según avanza, los senderos se van juntando y la vía que escoge resulta cada vez más inexorable. La tarde va cayendo y las sombras se adueñan de los caminos, cada vez más largas y desdibujadas. Diríase que, al fondo, a lo lejos, las veredas confluyen en un punto de fuga, en el que todas van a morir. El cansancio y el hastío la invaden, y ni siquiera anima su paso torpe la curiosidad por descubrir si muerte y nascencia coinciden, si el Universo se replica en un eterno retorno.

     La anciana, vacilante pero de rostro terso y juvenil, fija casualmente su atención en las sombras que comparten con ella viaje, familiares algunas, ignotas las más, ensimismadas y decadentes. Y todas con un libro bajo el brazo, el libro de su vida, ¡que ella todavía no porta, pues el ofrecimiento es mañana! La angustia de su privación la paraliza. Trata de salir de camino trillado, mas la maleza rasga sus ropas y ahoga su aliento. ¿Cómo rendir viaje al final de su vía sin ese libro que todos llevan, cada quien con sus vivencias, sus buenas o malas obras, su búsqueda del camino que supuestamente conduce a su felicidad? Si aún pudiera esperar a mañana…

***

-          ¡Arriba, perezosa! -exclama la tata Nina-. Ha llamado Doña Flor; que va a venir a buscarte dentro de una hora para llevarte hasta la Universidad en limusina.

     Pili, sin saberse dormida o despierta, se frota los ojos, todavía pitañosos, y vislumbra sobre la cómoda dos ejemplares de sus literarios Ensueños, que tanto había echado de menos. Prorrumpe en una carcajada, abraza a la Nina y trata de despegar su oronda humanidad del suelo. Luego, toma de la mesita los libros y bromea:

-          Con limusina o en el coche de San Fernando, no olvidaremos, por si acaso, el libro de la vida.

     Y la tata, que tiene su cultura bajo el pelo de la dehesa:

-          ¡Jesús, mi niña! ¡Qué tendrá que ver Santa Teresa[10] en todo este enredo al que te empeñas en llevarme…!  

     Pili ató cabos con su vieja tata, que la seguía inspirando desde el otro barrio: En la casa de mi Padre hay muchas moradas… pues voy a prepararos lugar[11]. ¡Qué felicidad, al final del camino, un lugar en la casa paterna, asignado y dispuesto, sin tener que elegir, que decidir, que equivocarse, como casi siempre ella!

     Sin levantar mano de su libro, reclina su cuerpo en el sofá, cierra los ojos y lenta, confiada, sabiamente, recorre el último tramo del camino.

 


    


[1] Alusión a Pedro Salinas Serrano (1891-1951), considerado como un gran poeta en temas amorosos, en especial, por su tríptico de poemarios, La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento, publicado entre 1933 y 1939.

[2] Específico que tiene como principio activo el fenobarbital. Empezó a fabricarse en 1912 por la casa alemana Bayer.

[3] Antonio Machado, poema El Dios Ibero.

[4] Alusión a la tesis de Sigmund Freud acerca de olvidos que, en realidad, son mecanismos subconscientes de defensa o -como en este caso- del deseo de fondo de eludir lo que se considera molesto o intranscendente para el sujeto.

[5] Fragancia de la casa parisina Dior, comercializada en 1947, de la que se afirmaba, con ditirambo recogido más adelante, que olía como huele el amor.

[6] Descarado anglicismo, procedente del vocablo speech, que hasta ahora (2022) no admite el diccionario de la Real Academia Española, despreciando su uso corriente en español. Equivale a discurso o perorata, con un cierto sentido peyorativo.

[7] Jorge Luis Borges (1899-1986) escribió (1941) El jardín de los senderos que se bifurcan. A Simone de Beauvoir (1908-1986) se atribuye la frase, las personas felices no tienen historia, que Roger Gérard Schwartzenberg (1943) extendió a los pueblos felices.

[8]  Karl Gottfried Maeser (1828-1901), educador y teólogo mormón, autor del consejo, sé tú mismo, pero siempre en tu mejor versión, al que luego se alude en el relato.

[9] Vulgarismo en paulatino desuso, no admitido oficialmente, alusivo a los textos empleados por los oradores que no son capaces de exponer oralmente sin leer guiones escritos.

[10] Santa Teresa de Jesús (1515-1582), en lo que aquí interesa, es autora de dos famosísimas obras, impresas en 1588, conocidas como El libro de su vida y Las moradas del castillo interior.

[11] Véase, Evangelio según San Juan, capítulo 14, versículo 2.

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