jueves, 10 de marzo de 2022

EN EL MUNDO DEL ARTE (I). UNA INMACULADA DE ATRIBUCIÓN INCIERTA

 

 

En el mundo del arte (I). Una Inmaculada de atribución incierta

Por Federico Bello Landrove

 

     El presente relato es casi completamente imaginario, aunque se centre con bastante verosimilitud en un mundo real, hecho de cuadros antiguos y de tristezas de todos los tiempos. Tal vez, al concluirlo, tengan mis lectores la misma impresión que yo he sentido: Que, entre la realidad y la ficción, apenas existe la delgada línea, a veces imperceptible, que separa la verdad de lo meramente posible[1].


Inmaculada de Antolínez (Museo del Prado), con manos juntas en actitud orante

 

1.  Un profesor en camino a lejanas tierras


     Todo había empezado por la pretenciosa ambición de llegar a catedrático de Universidad. Como casi siempre, fue su hermana Rita la que dio en el clavo:

-          Te estás dejando los mejores años de la vida persiguiendo Vírgenes. Mejor harías en olvidarla y buscarte una mujer de carne y hueso antes de que se te pase el arroz.

     No crean que la persona a olvidar fuese un espíritu celestial, sino la famosa Lucía Encabo, una conocida de la Facultad de quien se había enamorado con la ilusión de un primerizo, desde que la muchacha había empezado a ir por su seminario para hacer la tesina de fin de carrera. Él, Dámaso Cifuentes, era para entonces un profesor adjunto, concienzudo, pero poco brillante, a quien los alumnos -tan dados ellos en poner motes alusivos a las cualidades menos gratas de cada docente- habían apodado Exactus[2]; según unos, por su puntualidad en empezar las clases y, en opinión de otros, por la muletilla de responder “exacto” cuando alguien le hacía una pregunta cuya respuesta fuese positiva. El caso es que Exactus, poco habituado a que lo escogieran para dirigir una tesina -y más, una chica tan lucida como la Encabo- extremó su exactitud y se empleó a fondo en su cometido; tanto que, seis meses más tarde, la joven superaba con la máxima calificación la defensa de su trabajo -que de suyo tenía poco más que el nombre de la autora- y el profesor y su alumna paseaban por las recoletas sendas de la Alameda cogidos de la mano, arrullándose. Luego, pasó lo que era de esperar de la relación entre dos personas que no tenían mucho más en común que una tarea absorbente que cumplir durante un corto tiempo: Lucía no se atrevió con la preparación de oposiciones que Dámaso le sugería; optó por emplearse en un colegio bastante acreditado de Madrid, donde el apellido Encabo tenía influencias, y en Salamanca quedó chasqueado el bueno de Exactus, reemplazado a los pocos meses por un galán de los Madriles, que superaba tanto a Dámaso a primera vista, que un colega de este lo tuvo fácil, al improvisar un comentario jocoso sobre la preterición del modesto profesor de Historia del Arte:

-          ¿Qué chica no cambiaría un Exactus por un Rolex?

     De aquel trueque de relojes habían pasado cuatro años; un tiempo que Dámaso empleó en encajar el golpe y mejorar su currículum. Esto último había arrancado de un consejo del profesor Pérez, que no tenía en mucho el sistema de selección española de los catedráticos:

-          Créame, amigo, que yo empecé desde abajo, siendo un chico para todo en un Museo. Escriba un libro importante sobre un tema, cuanto más notorio y original, mejor; luego, mucho rendibú y, cuando llegue arriba, a vivir de las rentas.

     Les puede parecer mentira, pero todo lo que voy a contarles comenzó así. Después de varios días dando vueltas a la cuestión que escogería, se lio la manta a la cabeza; abrió el Angulo[3] al azar y se dio de manos a boca con una espléndida Inmaculada que le resultó vagamente conocida. Al pie, podía leerse: José Antolínez, Inmaculada Concepción (Museo del Prado), c. 1665. El autor era un pintor del que se había escrito poco y bastante superficial[4]: pintor de Inmaculadas, se le llamaba de manera irónica, aunque tal vez hubiese sido víctima de los gustos reiterativos de su época. Lo cierto es que, redondeando, se le atribuían unos veinte cuadros con ese mismo tema[5]. Fue una coincidencia que inmediatamente atrajo a Dámaso, quien, no solo era bastante espiritual en su sentir, sino exhaustivo en sus ansias de conocimiento. ¡Qué mejor que seguir, monográficamente y hasta la saciedad, el proceso por el que un pintor ilustre agota un tema, dentro de las circunstancias y cualidades que Dios le ha dado! Dicho y hecho. En apenas unas horas, se había empapado de su objeto y tenía la abrumadora lista de pinturas a estudiar.

     Tres años y ocho meses más tarde -cuando su impertinente hermana le ha apostrofado de la forma que ha quedado dicha-, Dámaso Cifuentes, está a punto de dar cima al mayor anhelo de su vida: visitar, conocer, intimar y admirar todas y cada una de las Inmaculadas de Antolínez. Tan solo le falta una de las Concepciones que tiene censadas que, por cierto, no es de autoría cierta. La ha ido dejando para el final porque no resulta cómodo ni barato coger un avión y plantarse en Panamá[6], por más que le hayan hablado bien del país y hasta un posgraduado panameño se haya ofrecido a hacerle los honores cuando llegue a su capital. ¡Pero es que ni siquiera es en Ciudad de Panamá! Tenía que habérseles ocurrido a las lumbreras de la Orden benedictina del siglo XVII el fundar un convento de monjas en Buenaventura de Tabasará, a ocho mil kilómetros de España. En fin, el profesor Cifuentes ya ha hecho cálculos, con su precisión acostumbrada, y ha llegado a la conclusión de que, si encuentra un vuelo chárter a Panama City y reduce su estancia a quince días en una pensión de tarifa conveniente, puede que solo le cueste la mitad de sus ahorros. ¡Si no le hubiese dado por ir de rumboso con la boda de su hermana pequeña! Claro que un padrino es un padrino y, quien más quien menos, cree que un modesto profesor de Universidad gana tanto como un director general.

     Habrá, pues, que apretarse el cinturón y esperar mejores tiempos: Cuando se ponga a la venta su gran libro, por ejemplo. Ya ha comprometido la edición con un Instituto religioso de campanillas, que le pagará un buen fijo, a mayores del porcentaje por ejemplar vendido, siempre que se avenga a que la obra sea prologada por el Presidente de la Conferencia Episcopal y que él mismo haga una devota introducción sobre el dogma de la Inmaculada Concepción y su extraordinaria presencia en la Historia del Arte español[7].  

-          De esa forma, la obra va a quedar muy enriquecida, le ha asegurado el Rector Cañizares. Solo tendrás que aligerar el original de un centenar de páginas, cosa muy conveniente para no espantar al lector no especializado.

-          ¿Y quién, si no es un profesional, o alguien muy interesado, va a comprar un libro titulado La Inmaculada Concepción en la producción de José Antolínez?, pregunta malévolamente Dámaso, que ya se ve podando su obra de los sutiles matices y detalles que podrían hacerla imperecedera.

-          Quizás haya que empezar por retocar el rótulo, sugiere el prócer. Algo más espiritual y menos…

-          ¿Exacto?

-          No sé qué decirte -duda Cañizares-. La verdad es que no resulta fácil hacer atractivo el título. ¡Mira que apellidarse Antolínez[8]!

-          Tiene usted razón, concede Cifuentes. Velázquez, Murillo, o Pereda, sin ir más lejos, quedan mucho más aparentes.

     Verdaderamente, para aspirar con fundamento a una cátedra, hacen falta buenas tragaderas. Dámaso bajó las escaleras desde el despacho del rector no sabiendo si reír o echar venablos. Velázquez, Murillo, Pereda; Velázquez, Murillo, Pereda: Con esa cantinela rítmica iba bajando los escalones, a pintor por peldaño. Siguió salmodiando y marcando el paso por el claustro y el zaguán. Solo al dejar atrás el portón y salir a la plaza, se atrevió a mascullar: ¡Valiente tiracantos está hecho el tal Cañizares!

***

     Dámaso había procedido como acostumbraba cuando la Inmaculada a estudiar moraba en algún museo abierto al público, es decir, acreditándose como investigador y profesor de Arte, indicando la razón de su interés por el cuadro y, finalmente, solicitando de la solidaridad y benevolencia de su dirección las necesarias facilidades y ayudas para culminar la tarea. La verdad es que -como también había acontecido con las Inmaculadas en colecciones particulares- había habido de todo: desde la más afectuosa y desprendida colaboración, hasta lo que nuestro profesor calificaba con alguna hipérbole de portazo en las narices. Pero nunca le había sucedido lo que con el Museo Demóstenes Balboa, donde el profesor esperaba encontrarse con su vigésima tercera y -¡Dios lo quisiera!- última de las Vírgenes de su futuro libro. El Curador Jefe del Museo, de manera áspera y reprobadora, le había respondido así:

     En relación con el interés que Usted manifiesta por el óleo sobre lienzo de la Purísima Concepción, obra indudable del pintor español José Antolínez, cúmpleme informarle que el mismo procede del convento de la Santísima Virgen de Veragua, de la Orden de Madres Benedictinas, y que pasó a ser propiedad de la República de Panamá (sucesora de la de Colombia[9]) por incautación desamortizadora a dicho convento, sus anteriores dueñas; decidiéndose por el Ministerio de Cultura (resolución de 3-II-1976) que quedase depositado permanentemente en el recién creado Museo de Arte Religioso de esta ciudad. No se me alcanza, pues, el motivo por el que en su carta alude al cuadro como “atribuido a los pinceles de Antolínez”, poniendo así en duda la mayor gloria pictórica de nuestro Museo que, aunque modesto, nunca se ha “atribuido” gloria que no le corresponda en justicia… Por ello, esperamos su visita y estamos a su disposición para cuanto necesite, a fin de que llegue a convencerse de que nuestra obra, número 724, es una Inmaculada Concepción de las de mano de José Antolínez …

     Una de las mejores cualidades de Dámaso era su adaptabilidad. Evitó el ofenderse, o entrar en discusión, comprendiendo que era normal en un pequeño museo de ámbito provincial el que otorgase a un gran pintor la atribución de una obra que poseyera, a poco que la historia o la crítica lo permitiesen. Pero ¿en verdad había algún motivo para disculpar esa infatuación? Nuestro adjunto pasó revista a la poquísima literatura existente y se hizo con un par de buenas fotografías del cuadro de autoría discutible. Luego pensó -y ahí es donde entra su flexibilidad- que nada mejor que viajar hasta Panamá para formarse una opinión de propia mano. ¡Podría ser la guinda en la tarta de su libro! Claro que había que andarse con pies de plomo con el Museo Balboa y conseguir alguna beca o ayuda de investigación para poderse tomar las cosas con más calma y mayores medios. Como en otros momentos importantes de su vida, viajó a Madrid para exponer al profesor Pérez el problema. Este, aunque ya jubilado, seguía ostentando el título de Director Honorario del Museo…, y ello podía facilitar mucho las cosas para las pretensiones de Dámaso. Su mentor se lo tomó con gran interés: Extendió un informe muy encomiástico de la labor de catalogación y estudio de las Inmaculadas que preparaba el profesor Cifuentes -librándose muy mucho de informar que el trabajo versaba exclusivamente sobre las de Antolínez- y sugería que la visita del ilustre profesor de Salamanca podría ser un buen punto de partida para futuras relaciones entre ambos museos. A mayores, Pérez apoyó el otorgamiento por una fundación de la que era patrono de una ayuda económica que cubriera los probables gastos que Dámaso habría de tener en tierras panameñas. Lo único que se le atravesó al adjunto salmanticense fue la tajante negativa de su catedrático, cuando le fue con la petición de un permiso de tres meses para cumplimentar holgadamente la tarea:

-          ¡Ni hablar! Parece mentira, Dámaso, que ni me lo plantees siquiera, con lo cargados que andamos todos de clases. Vete en las vacaciones de verano, aunque te toque pasar calor.

-          No me agobia el calor, sino los huracanes que soplan por el Caribe en la época cálida del año. Ni el viaje, ni la estancia resultarían seguros. Me consta que, hace un par de años, tuvieron que cerrar el museo por ese motivo y se tiraron seis meses reparando los desperfectos.

-          Malo ha de ser, hombre… En cualquier caso, no puedo informar favorablemente una licencia tan larga. ¿No te bastaría con un mes, incluyendo las vacaciones de Navidad?

-          Eso pensaba yo -concluyó Dámaso-, pero han surgido unas complicaciones que imponen una estancia más dilatada.

     Calló cuáles eran esos tropiezos, pues no se fiaba de la discreción de su jefe, y optó por encomendarse a Nuestra Señora del Pronto Socorro y hacer el viaje durante el estío. A fin de cuentas -pensó-, aunque cambiase la advocación de la Virgen, era llano que emprendía la aventura a su mayor honra y servicio.

 

 

2.   La anfitriona y el complejo de Creek[10]

 

     En el corregimiento de Buenavista, se estaba desarrollando una conversación entre el alcalde distrital[11], Zacarías Valdés, y el engreído curador jefe del Museo, Iván Ríos, y los términos no eran precisamente muy versallescos. Es más, Zacarías estaba a punto de hacer valer el ordeno y mando, que le correspondía como director nato del Museo, y no precisamente por amor propio, sino por esas buenas razones que todo político conoce y respeta al dedillo: Había recibido una llamada telefónica del Ministro de Cultura, mostrando el mayor interés porque el profesor Cifuentes fuera recibido como si de un buen amigo se tratase. Entre nosotros, les diré lo que nadie sabía en Buenaventura, ni llegarían nunca a conocer: Que Dámaso, por mera cortesía y prevención, había comunicado a su antiguo alumno panameño, Aurelio Howard, que pronto andaría por su país, y a este le había faltado tiempo para mover influencias y recomendaciones; y no irrelevantes, por cierto, dado que su padre era un naviero de postín, en la nómina de mayores contribuyentes al partido político presidencial. De todo lo cual, lo único que le había llegado a Don Zacarías -y era más que suficiente- era la aludida llamada del ministro, dándole a entender que el profesor que venía de España debía ser tratado como un visitante ilustre, dándole toda clase de facilidades para el desempeño de su relevante trabajo.

-          Así que el ministro me ordena la mayor cortesía con el profesor y ¿qué me encuentro?... Que le has escrito de modo desabrido y ahora, al saber que lo tendremos aquí la semana entrante, me vienes con que nos andemos con él con pies de plomo y nos lo quitemos de delante a las primeras de cambio.

     Ríos comprendió que pisaba terreno resbaladizo pero, a fin de cuentas, ni él era un político, ni un individuo que diese su brazo a torcer así como así.

-          Discrepo de tanto requilorio -protestó-. A poco que le demos oportunidad a ese tipo, nos pondrá el museo patas arriba y acabará por escribir que la Inmaculada fue pintada por el mozo que le lavaba los pinceles a Antolínez.

     Zacarías experimentó un punto de preocupación. Después de todo, aquel famoso cuadro era el orgullo del museo Demóstenes Balboa y, probablemente, la mejor pintura antigua en todo Panamá. Poco versado en la materia, preguntó a Iván:

-          ¿Pero no estamos seguros de la autoría del cuadro? Yo creía que…

-          ¡Pues claro que estamos seguros!… hasta donde podemos, respecto de una obra de hace más de trescientos años y que al ceporro del pintor le dio por no firmarla, cosa que -dicho sea de paso- no siempre hacía. Pero, por historia y estilo, apenas puede caber duda de la legitimidad de la atribución. Mas deja que uno de esos profesores émulos de Santo Tomás venga por aquí con cámaras de alta resolución, microscopios y rayos X, y verás la que puede organizarnos.

-          Hombre, Ríos, no vamos a juzgarlo antes de tiempo. Lo mismo es un sujeto normal, que se limita a cubrir el expediente.

-          ¡Ya, ya! -discrepó Iván-. Para empezar, está eso de la atribución, como si la autoría de Antolínez estuviera por ver y discutir. Además, le he seguido la pista y es un tipo la mar de meticuloso, que ha puesto en duda o rechazado la autoría de Antolínez en cuatro de las Inmaculadas que ha analizado. Y, para rematar, ¿tú crees que un individuo, que solo quiere cumplir un trámite, se viene desde España y en temporada de huracanes? Que no, Valdés, que no… Yo que tú, escribiría al ministro, poniéndole en antecedentes de cuanto te he dicho.

     El director, con cara de preocupación, quedó pensativo durante unos momentos. Luego, sonrió, con el rictus de quien cree haber dado con una astuta solución del caso.

-          Por de pronto -explicó a Ríos-, vamos a darle al ministro lo que nos pide, que para eso es mandón y nos está presupuestando generosamente las obras de reparación del museo. ¿No quiere que tratemos bien al profesor español? Pues nada, a cuerpo de rey, que no hay mejor forma de ganarse la voluntad del prójimo y predisponerlo en nuestro favor. Y mientras él lo pasa bien, nosotros demoramos con cualquier disculpa el proporcionarle los medios técnicos para su trabajo. Dar largas a una petición no es rechazarla; el ministro no tendrá por qué sulfurarse, sino que, como es bastante listo, él comprenderá.

     Poco a poco, Valdés fue convenciendo a su interlocutor y subordinado, mientras improvisaba detalles y matices para el plan, pues su inventiva en la materia era sobradamente fértil. Pero faltaba -como si dijéramos- la mano inocente y fiable que le pusiera el cascabel panameño al gato mesetario. El alcalde distrital lo expuso así:

-          Se trata de que alguien de nuestra plena confianza se gane la del profesor, le baile el agua y nos tenga informados de cuanto su vigilado imagine o trame. Creo que lo mejor es que fuera alguien que trabajase en el museo.

-          Yo me ofrecería -repuso Iván-, pero, después del desplante de la carta, no soy la persona indicada.

-          Pues apenas contamos con una semana -gruñó Zacarías-; de manera que tenemos que obrar rápido y con lo que tengamos a mano…

-          Difícil me lo pones -suspiró el curador jefe-. Apenas contamos con una docena de empleados y, como bien sabes, la mayoría son unos indocumentados.

     Zacarías lo miró de hito en hito, de una manera que Iván creyó comprender lo que quería decir, aunque emplease circunloquios:

-          Alguno -mejor dicho, alguna- habrá bien preparado y con buenas cualidades para el caso. En fin -concluyó-, lo dejo en tus manos, pero no te las des de escrupuloso, ya que, según tú opinas, nos jugamos el futuro del museo.

***

     El futuro del museo. Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Iván Ríos mientras conducía el Range Rover camino de su chalé de las afueras, en una pequeña urbanización sobre la Ruta Panamericana. Estaba muy claro lo que el director había querido decir: El futuro del museo iba ligado a su porvenir. Es verdad que daba clase de Artes en el Instituto del distrito, pero su mayor anhelo y más firme esperanza era la de acceder a un puesto relevante en el Museo Nacional, para lo que lo cualificaba y daba currículo su licenciatura por la Universidad española de Castellar y una estancia semestral en el Museo de Arte de Baltimore. Y ahora, cuando estaba a punto de dejar de chapotear en aquel hediondo cenagal de Buenaventura -en que había nacido cuarenta años atrás-, le venían con que estaban en juego su prestigio y su futuro, por obra y gracia de un ministro ceremonioso y de un profesor suspicaz.

     Guardó el todoterreno en el garaje, sin dejar de imaginar su sombrío destino, el cual el cenutrio de Zacarías había pretendido -o dado a entender- que debía poner en manos de la mujer preparada y de buenas cualidades, que estaba guisando arroz con pollo, a juzgar por el olor que llegaba hasta el vestíbulo. Sin hacer notar previamente su presencia, pese a que era imprevista por ser en horario laboral, Iván voceó:

-          ¡¿Te acordarás algún día cerrar la puerta de la cocina?! ¡Con este tufo se le quitan a uno las ganas de entrar!

     ¡Y a esa ama de casa, mediocre y descuidada, era a quien su director le sugería que confiase, poco menos que vidas y haciendas! Por más que… No cabía duda de que algunas prendas la adornaban para ejercer de anfitriona del indeseado profesor a punto de llegar. Aunque los años no pasan en balde y nunca había sido lo que se dice una belleza, su mujer tenía una grata presencia y, cuando le daba por arreglarse -pocas veces, la verdad- tenía el suficiente estilo y palmito, como para despertar el interés y los elogios de sus conocidos. Pero, por encima de ello -que no dejaba de producirle un reconcomio de celos- estaba la feliz circunstancia que había provocado la sugerencia de Valdés: Ángela era -o fue- una castellana de pura cepa, a quien el menda había tenido suficiente insistencia y sex appeal para traérsela de Castellar como trofeo de su hombría…, aunque muchas veces había tenido que lamentar semejante ocurrencia. Cuando la conoció, era una estudiante de Derecho, nacida a orillas del Duero, sociable y culta, con la que, al cabo de un par de años, maridó y la trasplantó a las faldas de la serranía de Tabasará, aunque era hombre que no compartía sus aficiones, ni aguantaba su firme personalidad, ni soportaba el atractivo que con su exótica procedencia y su simpatía despertaba entre las personas con quienes trataba.

-          ¿Y los chicos?, preguntó desde el otro lado de la puerta, que tanto había insistido en que se cerrara.

-          ¿Dónde quieres que estén?, contestó Geli. En el colegio, como todos los días a esta hora. Eres tú quien ha llegado muy pronto. ¿Te pasa algo?

-          Nada que no se arregle con un cóctel de camarones y un vermú…

-          Si te conformas con un ceviche de marisco… Lo puse a marinar ayer y supongo que ya estará para comerlo.

-          Sírvemelo en el salón, mientras leo La Prensa[12].

     Desplegó las páginas del diario, pero su mente no se concentraba en la lectura y una y otra vez volvía a la sugerencia de Zacarías. No le gustaba nada la idea de utilizar a su mujer, que donde mejor estaba era metidita en casa, cuidando de ella como la perfecta casada[13], y entregándose a él y a los niños con dedicación exclusiva. Además, estaba el problema de su muy escasa formación artística. Es cierto que, en época de vacaciones o epidemias de gripe, había echado una mano como guía del museo, gracias a las lecturas que memorizaba a propósito. También lo era que le agradaba el ambiente del museo, hasta el punto de que había tenido que llamarle la atención más de una vez, al encontrarla en el desván del edificio, donde radicaba el pomposamente llamado Centro de conservación y restauración. ¿Podría ser suficiente esa mínima experiencia para dialogar con el profesor intruso de forma inteligente y para espiarle con provecho? Justo en ese momento llegaba con la bandeja del aperitivo. Le preguntó:

-          Geli, ¿estarás muy liada en los próximos días?

-          Como siempre -suspiró ella-. Bueno, más, porque ya están aquí los exámenes de final de trimestre[14].

-          ¡Bah! -repuso Iván despectivamente-. Los chicos ya son lo bastante mayores como para estudiar por sí solos.

-          ¡Qué equivocado estás! -rebatió Geli-. Es justo al revés: Cada vez tienen más tentaciones para dejar de trabajar, y me desobedecen en cuanto les exijo un mínimo esfuerzo.

-          Es que los agobias, estando tan encima de ellos… En fin, si es eso todo, te echaré una mano y, a cambio, podrías ayudarnos con un problemilla que se nos ha planteado en el museo… Yo no estoy muy seguro, pero Zacarías piensa que eres la persona indicada.

-          Indicada, ¿para qué?

-          Para servir de anfitriona a un profesor que viene de España para estudiar a fondo nuestra Inmaculada… Va a publicar un libro sobre las vírgenes de Antolínez y tiene el humor de venir desde Salamanca para saludar a la de acá.

     Geli vaciló unos momentos, antes de llevarle la contraria al jefe de su marido:

-          Pues no creo que sea yo la persona apropiada: Ni conozco a fondo el país, ni tengo estudios para ayudar a ese especialista en su trabajo.

     Iván se exasperó, como era frecuente cuando su esposa no decía amén a sus indicaciones:

-         ¡ Pareces tonta! ¡Qué mejor para un castellano a ocho mil quilómetros de su tierra, que encontrar a una paisana que le sirva de introductora!

     A Geli se le ocurrió replicar que uno podía ser profesor de Salamanca y haber nacido en Huelva -un suponer-, pero optó por aparentar sumisión, a ver por dónde salía la cosa:

-          De acuerdo -asintió-. Refrescaré lo poco que aprendí cuando estuve haciendo de guía del museo y leeré lo que pueda sobre ese pintor y sus obras… Por cierto, si el acompañamiento va a incluir servicios de choferesa, tendremos que arreglar el Toyota, si es que no quieres dejarme tu Range Rover.

-          No estamos para meternos en gastos -gruñó Iván-… En fin, Hablaré con Zacarías para que el distrito pague la factura. Al fin y al cabo, no se trata de hacer turismo, sino de prestar un servicio cívico.

     La mujer se sorprendió al escuchar una fórmula tan altisonante, y preguntó:

-          ¿Servicio cívico? Creí que se trataba de una mera cortesía.

     Iván, aunque poco dado a dar explicaciones a su esposa, no tuvo más remedio que entrar en detalles:

-          Presta atención y no se te ocurra irte de la lengua con nadie -advirtió-.

-          Como no sea con tu madre o con el lechero…, masculló Geli.

     Con pocas y escuetas palabras, Iván le puso en antecedentes de cuanto nosotros ya conocemos. Geli siguió la explicación con creciente interés, al tiempo que una inquietud también crecía en su interior: la de tener que lidiar con los inevitables celos de Iván y con sus represalias, en el caso de que su paisano no quedase convencido de la autenticidad del cuadro. Con todo, optó por no rechazar de plano la encomienda, sino que, con una sumisión aprendida tras quince años de matrimonio, preguntó a su marido:

-          Ya me has dicho lo que opina Zacarías, pero ¿y tú? ¿Crees que debo meterme en ese berenjenal, que a saber cómo acaba?

-          Es mal enemigo mi jefe, si se le lleva la contraria y, por otro lado, yo soy el primer interesado en que todo siga como hasta ahora. Y no creo que tengamos nada que perder, si sabemos hacerle la rosca al profesor.

-          Está bien -concluyó Geli- pero creo que no debo asumir esta tarea sin obtener ciertas garantías por parte del director. Pídele audiencia hoy mismo y dile que iremos a verlo para aclarar algunos puntos. Lo siento, Iván, pero sin dejar las cosas claras, no estoy dispuesta a comerme este marrón.

     El hombre iba a objetar -¡cómo no!- a la ocurrencia de su mujer, pero se le ocurrió de pronto que podría tener una interesante vertiente económica:

-          Está bien -admitió-. Así aclararemos los aspectos económicos, que no gano tanto como para andar invitando al primer cantamañanas que venga por aquí a discutir los méritos de nuestro museo.

     Geli se pasó la noche de claro en claro. Incluso, cuando notó que su esposo se había dormido, se dirigió al salón y se arrebujó con un vaporoso cobertor en el sofá de tres plazas. Pensaba mucho mejor sin el concierto de ronquidos maritales y se sentía más libre dejando volar su imaginación más allá de las bromelias del jardín al que se abría la veranda. Hacia las tres, aunque rodeada por la oscuridad, lo tuvo todo claro y se dejó caer en un duermevela reparador.

***

-          Hay todavía una cosa de la que no hemos tratado y que he decidido poner como condición necesaria para convertirme en vuestra confidente -soltó en la entrevista al día siguiente, cuando parecía que ya se había tratado todo-.

     Zacarías e Iván interrumpieron su charla y se le quedaron mirando de hito en hito, intrigados.

-          Bien está -prosiguió Geli, tras unos instantes de expectación- que los fondos del museo y del distrito cubran los gastos de la operación Inmaculada; aún mejor, que me aseguréis que, cualquiera que sea el resultado final, no la tomaréis conmigo, como si yo tuviera la culpa de que Antolínez no hubiera firmado el cuadro. Pero queda por tratar un aspecto que no habéis tenido en cuenta: Por lo que decís, ese profesor viene aquí sin prisa y lo mismo se tira un par de meses en estudiar la pintura y hacer turismo. Y, entre tanto, yo, venga de espionaje, de palique y de hacer de cicerone. ¿Qué saco de todo eso, ni qué recompensa voy a tener por semejantes cuidados y sofocos?

     Aunque Iván trataba a su mujer mucho mejor en público que en privado, se puso rojo y exclamó con intemperancia:

-          ¡¿Qué más recompensa quieres que la de que el museo siga adelante y nos dé de comer?!

     Zacarías, más por curiosidad, que por mediar, rogó a Iván:

-          Deja que se explique, que algo de razón tiene. ¿Qué te gustaría a cambio de tu dedicación en nuestro servicio?

     Geli contestó sin vacilar:

-          Quiero el permiso de Iván para viajar estas navidades a España con los niños. Hace tres años que, con unas disculpas u otras, mis padres se han quedado sin recibir nuestra visita; y ya sabéis que ellos están muy mayores para hacer el viaje a la inversa.

     Zacarías recriminó levemente a Iván:

-          ¡Hombre, tres años es mucho tiempo!... A mí me parece muy justa la petición, con profesor y sin él. Pero, claro, la última palabra la tienes tú.

     El curador jefe estaba -lo que se dice- pillado, pero no era hombre que cediese sin rechistar:

-          Tal parece que yo sea un tirano... Si te quedaste sin viaje estos tres años es porque los chicos, por la edad y por otras cosas que me callo, cada vez han ido poniendo más dificultades en dejar en vacaciones a sus amigos para ir a pasarlas con unos viejos, en un lugar casi desconocido para ellos… En fin, todo sea por hacerte feliz… Acepto y, ya que está aquí, que Zacarías sea testigo de mi aquiescencia.

-          Pues no se hable más, concluyó Zacarías. Y ahora, todos a una, a preparar la recepción del profesor. Y tú, Geli, pídeme cuanto necesites para el caso, por medio de Iván, o directamente.

          La pareja salió al bochorno de la Plaza de Armas, apenas paliado por la sombra de magnolios y ceibas. La cara de su esposo presagiaba tormenta, pero Geli la daba por bien empleada: Había conseguido lo que se proponía, y con el inapelable aval de Zacarías. Al menos, eso es lo que creía ella pues, nada más montados en el todoterreno, mientras esperaban los primeros soplos del aire acondicionado, Iván le soltó la andanada:

-          Te autorizo a que viajes a España y firmaré el consentimiento para que te lleves a los chicos, pero, por descontado, los billetes y todos los demás gastos los pagas tú.

-          Ya me lo esperaba -repuso ella, con un aplomo que parecía dar a entender una solvencia, que estaba muy lejos de poseer-.

-          Ya que les ahorras a tus viejos el dispendio y las molestias del viaje -añadió él-, lógico es que te lo paguen ellos o, al menos, te ayuden en lo que precises.

-          Descuida, que ya me las arreglaré, aunque bueno sería que te percatases de que también tú vas a ahorrarte nuestra manutención durante el mes que nos ausentemos de aquí.

     La última vez que habían viajado a Castellar, todavía lo habían hecho los cuatro juntos, con lo que Geli no había tenido que echar cuentas. Ahora, por lo visto, sería diferente. Redondeando, calculó que necesitaría unos cinco mil dólares[15]. A escondidas de Iván, había ido haciendo hucha, hasta unos mil. Desde ahora, hasta finales de año, tal vez podría doblar esa cantidad, contando con escamotear lo que pudiera de lo que Valdés le adelantase para agasajar al profesor. Todo, menos sangrar la cuenta bancaria de sus padres, no tanto por no ser muy boyante, cuanto por tener que confesarles lo mal que estaban las cosas para ella en Panamá.

-          Bastante sufren con tenerme tan lejos -se decía-, como para agravar su tristeza contándoles la mía.

     No era creyente, pero le salió del hondón de sus recuerdos, la frase favorita de su tía Amelia que, por cierto, tampoco lo era:

-          Dios proveerá.

     Y, mientras tomaba el camino de la cocina, se dio en pensar cómo sería aquel profesor que, sin haber tomado todavía el avión para saltar el charco, había empezado a alterar su vida.

 

 

3.   Todo museo que se precie tiene sus secretos


     Mientras Geli se encierra en la biblioteca del museo para empollar la pintura española del siglo XVII y su marido hace lo posible -más bien poco- por ejercer de amo de casa suplente, tenemos tiempo para darnos un paseo breve por la historia de la Muy Noble y Heroica Ciudad de Buenaventura de Veragua, que es como la intituló el monarca Felipe IV, allá por 1642, en recompensa por su brillante y sufrida resistencia contra el violento y masivo ataque bucanero de 1637; una supuesta victoria sobre los codiciosos piratas que, no obstante, ocasionó el incendio y destrucción prácticamente totales de la desventurada villa de Buenaventura. Como en otros muchos lugares saqueados por filibusteros, sus naturales, los ventureses, entendieron que era demasiado peligroso el emplazamiento en terreno llano y tan cercano al océano y optaron por trasladarse a las primeras estribaciones de la cercana sierra de Tabasará. Así es como pasó a la historia arqueológica la primitiva Buenaventura -apodada ahora la Vieja- y nació la actual que, después de diferenciarse meramente como de la Sierra, el improvisado nacionalismo panameño de principios del siglo XX concretó con orgullo que era la serranía de Tabasará el cordal que habría de definir a la ciudad.

     Ya en la primitiva Buenaventura se habían instalado los frailes dominicos, con el obvio objetivo de cristianizar a la población indígena. A tal fin levantaron un modesto convento y, años después, un pequeño hospital. De ello, en 1637, apenas quedaron algunos muros calcinados, pronto devorados por una vegetación lujuriante. Pero los hijos de Domingo de Guzmán fueron tesoneros y, con la cooperación indispensable de la Orden en la Península y el virreinato del Perú, erigieron una sólida construcción en piedra, que ocuparían durante casi dos siglos[16]. Precisamente es esta la obra, de la que ha venido a ser heredero nuestro museo distrital… Bueno, esa es una verdad a medias, pues los terremotos y algún que otro incendio, dejaron las edificaciones reducidas a parte de la entrada principal; a la iglesia, con las bóvedas hundidas y reducida a la fachada y la estructura de las naves hasta el crucero, y a dos de los lados adyacentes del claustro, con sus respectivas crujías. El conjunto había ido degradándose por su uso público con progresivo deterioro: de gobernación municipal y cuartel, a asilo y escuela de oficios, y así, poco a poco, hasta convertirse en improvisado albergue de indigentes y cantera para constructores desaprensivos. Cuando la presidencia de Demetrio Lakas[17], el viejo convento de Santo Domingo en Buenaventura fue declarado monumento nacional y afectado a la recién creada función de museo distrital de Buenaventura, en Veraguas[18]. Su dedicación al ilustre venturés, Demóstenes Balboa, no ha mucho fallecido, honra el esfuerzo y apoyo económico de dicho mecenas, a la hora de levantar, en estilo neocolonial, las modernas y reducidas dependencias museísticas, comprensivas de galerías, taller de restauración y conservación, aula de audiovisuales y -¡cómo no!- la biblioteca en que, al pasar, podemos columbrar a Geli entre dos montañas de libros. Candelitas, la bibliotecaria, no se ha extrañado mayormente de tan repentina y agobiante bibliofilia, pues ya sabe de qué pie cojea su amiga:

-          Si no fuese por los ratos que pasa aquí, ya habría acabado mal -musita para sí-.

***

     Si el antiguo convento dominico constituía el meollo de continente museístico, el de las benedictinas del Dulce Nombre lo fue de su contenido, pues la mayor parte de las piezas antiguas que albergaba el Demóstenes Balboa procedían del cenobio de benitas de Buenaventura, pudiendo salvarse de la destrucción o el expolio gracias a afectarse el espacio conventual para sede del gobierno del distrito y vivienda oficial de sus principales autoridades. Y luego, como su actual curador jefe había escrito al profesor Cifuentes, la Inmaculada, joya del altar mayor de la iglesia de Santa Clara de Veragua, pasó, en unión de otras numerosas obras artísticas que habían sido de las benitas, a los fondos del recién creado Museo Regional, en calidad de depósito a perpetuidad.

     He dicho todo y no he aclarado nada, al menos, para los lectores más ávidos de curiosidades y detalles. En cierto modo, Dámaso Cifuentes había sido uno de ellos, hasta que se empapó del tomo IX de la magna Historia de la Orden Segunda de San Benito en América. Geli no había llegado a tales profundidades bibliográficas, pero también estaba al tanto de la cuestión. Es ello que, aunque ya no era el señor feudal del territorio desde el siglo anterior, el Duque de Veragua -a la sazón, el VI Duque, Don Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro[19]-, correspondiendo a las generosas iniciativas de Felipe IV hacia los valientes y desgraciados ventureses, tuvo el hermoso rasgo -coincidente con la celebración de su segundo matrimonio, el 5 de febrero de 1663- de dotar la fundación en Buenaventura de un convento de monjas de San Benito, a cuya Orden se decía que la Duquesa consorte era muy afecta. Decidieron los superiores de dicha Orden que fuese casa madre de la veragüense la de San Salvador del Moral[20]. De allí vinieron las así llamadas cinco madres fundadoras, cuando las obras del convento estaban ya tan avanzadas, como para permitir el inicio de la vida monacal. Y de España, con ellas o poco después, llegarían algunos de los cuadros que embellecerían iglesia, sala capitular y refectorio, así como libros litúrgicos, platería y ornamentos. El resto serían comprado en la Nueva España o en Nueva Granada, o procedería de las manos, torpes unas, primorosas las más, de los artesanos locales y del vecino Darién. Innecesario es recordar que la Inmaculada Concepción pertenecía al reducido elenco de las pinturas adquiridas en nuestra Península -decíase que en Madrid-.

     No es cosa de aumentar la duración de esta pausa en el relato, por más que Dámaso todavía no haya aterrizado en el aeropuerto de Tocumen, ni Geli esté aún ni medianamente preparada para defender la autenticidad de la Virgen de Antolínez. Pero, a fuer de resultar pesado, quiero hacer todavía una referencia a la pieza del museo que lleva el número 367 del catálogo: Óleo sobre lienzo, de 57,5 x 44 centímetros, que representa a la Virgen niña. Obra del pintor español, Diego Valentín Díaz (1586-1660), en su última etapa (c. 1558). Procedencia: Convento de las Madres Benedictinas de Buenaventura de Tabasará. Actual propietario: República de Panamá, por aplicación de la legislación desamortizadora (Decreto de 9 de septiembre de 1861). Diré de mi cosecha, como buen conocedor de la obra, que la misma estaba sin firmar; pero ya sabemos que ese no es un detalle que preocupase al museo Demóstenes Balboa, a la hora de asignar sin dudas la autoría de sus cuadros. En este caso, aparentemente, tenían razones para ello: Más adelante se sabrá por qué, aunque no siempre tenga explicaciones para todo. Como decía Nicanor Royo, el anterior curador jefe:

Toda buena obra de arte guarda sus secretos…

     … Secretos que la Niña atesoraba en un rincón de la sala 3 del museo, celando su encantadora sonrisa bajo una pátina aceitunada, que el humo de las velas y el polvo de los siglos habían mudado en un velo negruzco imposible de correr.   

***

     Enlacemos ya con la amenazadora frase de Candelitas, que he recogido algo más atrás: Si no fuera por los ratos que pasa aquí, ya habría acabado mal. Supongo que, después de encontrarnos con Iván Ríos, habremos entendido el sentido de la frase. Mientras los hijos fueron pequeños, Geli tenía las lógicas satisfacciones maternales, y su forzada reclusión en la casa sobre la Carretera Panamericana tenía un sentido. Luego, los niños crecieron; empezaron a pasar la mayor parte del día en la escuela y a percatarse de la forma en que el padre trataba a su madre y de la tajante inferioridad en que esta se encontraba. El mayor, Rodrigo, fuerte e impulsivo, tomó como modelo la figura paterna y empezó a reproducir a su modo el autoritarismo y los desprecios de Iván. El benjamín, Manuel, casi tres años menor que el primogénito, reaccionaba entre el temor y la conmiseración, apoyando a la madre, y protegiéndose en ella frente al dominio que su hermano quería ejercer sobre él, llevándolo a su terreno. En fin, ya les dije en el capítulo anterior que este relato no incluye una lección de psicología de la pareja, que en otro momento recogí[21]. Ahora solo me interesa plasmar la escena que podremos contemplar, cuando a las cuatro de la tarde se cierran las puertas del museo y los empleados, apenas una hora después, abandonan el tajo y candan las puertas. Candelitas se ofrece a su amiga:

-          ¿Quieres que te espere y te lleve en mi coche?

-          Gracias, Cande, pero el señor, en aras del cumplimiento de mi deber, ha puesto a mi disposición el Toyota, debidamente reparado y con neumáticos nuevos.

-          ¡Chica, qué rumboso! -bromea la bibliotecaria-. ¿No vas a tomar un tentempié? Mira que apenas probaste bocado en el almuerzo.

-          Ponte al día, mujer -replica Geli, aparentando seriedad-. ¿No te has enterado de que tenemos a la entrada un dispensador automático de sándwiches y refrescos?

-          Eres imposible, replica Candelitas. Como no te cuides tú, ya sabes que no habrá quien te cuide.

     Cande baja murmurando las escaleras. Ignorante del plan de inteligencia y espionaje diseñado días atrás por Zacarías y sus secuaces, masculla:

-          ¿Qué vaina estará tramando el curador? Sería la primera vez en muchos años que tuviese un detalle con Geli, sin esperar nada a cambio.

     Apenas espera a que su amiga arranque el vehículo. Geli marca las páginas para seguir la lectura al día siguiente, repone los libros en las estanterías y recoge los folios de anotaciones para repasarlos por la noche. Seguidamente, con la mochila al hombro, se encamina a la sala 3, en el piso bajo, toma una silla destinada a los vigilantes y la traslada ante el cuadro de la Virgen niña. A la declinante luz del atardecer, se sienta y contempla, más con la memoria que con los sentidos, aquellos inmensos ojos negros que, digan lo que quieran las guías, no transmiten devoción ni arrobo sobrenatural, sino una honda tristeza, o quién sabe si la temerosa inquietud de no ser estimada ni comprendida por quienes pasan ante ella, sin detenerse apenas.

     En muchas ocasiones, Geli ha sentido la inexplicable necesidad de demorarse con la Niña, como lo haría con una niña cualquiera que le pidiera no dejarla sola, en esa prisión del negro marco y de la capa secular, misteriosa y desterrada. Pero hoy la fiel espectadora tiene prisa por coger el coche y tomar el camino de su casa, maquinando los pasos de su hipotética vía a la libertad; un camino que no podrá recorrer sola. Incapaz de concentrarse, apenas aguarda que se apaguen los últimos rayos de sol para levantarse y colocar la silla en un ángulo. Luego, se acerca a la pintura, roza con los dedos el cerco que el ebanista trazó para culminar los límites del espacio vital imaginado por el artista, y susurra con decisión una promesa:

-          No te apenes, niña mía, que no te dejaré sola. Nos iremos de aquí las dos juntas.

 

 

4.   Hospitalidad panameña


     El bueno de Aurelio Howard acabó por liarla parda, como vulgarmente se dice. En su empeño por agasajar a Dámaso, lo estaba esperando en el aeropuerto de Ciudad de Panamá con un cochazo norteamericano, tipo limusina, y no paró hasta tenerlo secuestrado en el pabellón de invitados del chalé familiar en Costa del Este. El profesor, aunque deslumbrado, no había perdido el sentido del deber y la mesura, pero sus protestas eran en vano. La verdad es que no le venían nada mal unas vacaciones en toda regla y, más aún, si eran gratis y en un ambiente de verdadera cordialidad. El punto fuerte de sus objeciones se vino abajo cuando Aurelio -con una seriedad que hacía suponer que no mentía-, le replicó:

-          No crea que está perdiendo el tiempo, profesor. En la Universidad le estamos terminando de preparar un equipo completo, con cámaras de definición ultra alta, aparato de video con reflectología de infrarrojos, equipo portátil de rayos X con tecnología digital y un ordenador programado para identificar cuadros y autores. Y, si tiene cualquier dificultad o duda en su manejo, pondremos a su disposición a un experto diplomado.

     Dámaso se quedó con la boca abierta, sin acertar con el comentario. Aurelio, bajando la voz como para una confidencia, agregó:

-          No vaya a suponer que todo es así en Panamá, pero hemos dado a su trabajo la máxima prioridad. El propio ministro de Cultura está muy interesado y ha ordenado a los responsables del museo que le den toda clase de facilidades.

-          Pues con eso me basta, amigo Aurelio -contestó, al fin, Dámaso-. En cuanto al personal auxiliar, creo que me defenderé solo, pues conozco las técnicas precisas. Y, si necesito alguna ayudilla, ya me la brindarán en Buenaventura, dadas las órdenes que ha cursado el señor ministro, a quien -por cierto- agradézcale en mi nombre su gentileza.

-          No será preciso. Pasado mañana lo ha invitado mi padre a comer y dar un paseo hasta Isla Contadora. Así que tendrán ocasión de conocerse y charlar largo y tendido. No sabe lo interesado que está en que se divulgue en un libro serio, y por un investigador especializado, la autenticidad y la belleza de la mejor pintura que hemos conservado en Panamá de la época del Imperio español.

     En fin, el objetivo de este relato no es el de ponerles los dientes largos, describiendo los atractivos turísticos panameños, ni lo bien que viven los ricos de cualquier parte del mundo. Por tanto, demos un salto de quince días y sorprendamos a Dámaso cuando está haciendo, ¡al fin!, su entrada en Buenaventura, en compañía de un chófer, un guardaespaldas y un equipo que muy bien puede valer lo que su sueldo de cinco años. Preocupado por encima de todo de la integridad y conservación de aparatos tan sofisticados, ha llamado el día anterior al alcalde distrital para que vaya organizando la recepción. Su contestación no ha dejado lugar a dudas:

-          A cualquier hora que llegue, véngase para la Plaza de Armas, donde está el edificio de la gobernación y la jefatura de policía… No se preocupe, no me causa extorsión ninguna. Yo tengo ahí mi vivienda oficial, que ya está preparada para recibirle de momento, hasta que se sienta en condiciones de trasladarse al hotel… De buena gana le acogería durante toda su estancia, pero me figuro que de esa otra forma se sentirá con mayor libertad… Espero que el hotel sea de su agrado: Lo ha montado a todo lujo, en una casa colonial, una famosa cadena española…

     Los quince días de asueto para Dámaso han sido de irritación creciente para Iván Ríos, que tenía el propósito de irse de vacaciones a Bocas de Toro con Geli y los niños, a más de su madre y de su inseparable tía -hermana de Don Iván Ríos padre, a quien Dios tenga en su Gloria-. Bien estaba tener que aplazar la partida por un tiempo, pero lo que lo sacó de quicio fue los sucesivos aplazamientos en la llegada del profesor, en lo que él juzgaba una absoluta falta de respeto. Y, como siempre que estaba de uñas, lo pagaba con la mujer que tenía más a mano. Eso que Geli se había portado como las buenas; vamos, como lo hacía cuando brillaba en su promoción de la facultad:

-          No está mal -valoró Iván, tras hacerle pasar un examen a fondo-. Creo que ese pelmazo no sabrá mucho más que tú de Antolínez y sus vírgenes.

     Comentando la situación con Zacarías, este tuvo una idea que me atrevo a calificar de mefistofélica:

-          ¿Y por qué no sigues con tus planes y te marchas de vacaciones con tu madre y los chicos? Así tendría más tiempo Geli para atender al profesor quien, por cierto, ni te cae bien a ti, ni tú a él, después de la cartita que le despachaste.

-          ¡Y vuelta a la maldita carta!... Pero quizá tengas razón, y la verdad es que yo ya no aguanto ni un día más este calor sin zambullirme en el mar.

     Zacarías insistió en su perversidad:

-          Pues nada. Háblalo con Geli y, si ella no tiene inconveniente…

-          No tengo nada que tratar -blasonó Iván-. En casa se hace lo que yo digo.

     Con todo, el curador jefe no tuvo más remedio que anunciarle la marcha el día antes de producirse. Y pareció como si a Geli se le hubiese contagiado la maña de Zacarías:

-          Id y pasadlo bien. Ya me las arreglaré lo mejor que pueda.

-          Sobre todo, procura no cagarla con el castellano. Ya sabes que nos jugamos mucho.

     (¡Si lo sabría ella!)

***

     Después de estudiar a fondo veintitantas Inmaculadas presuntamente antolinianas, Dámaso se decía que ya las reconocía solo con verlas. También es verdad que el pintor ayudaba a ello, con su costumbre de firmar y fechar casi siempre los cuadros[22], algo no muy corriente en su época y que, en el caso de Antolínez, solía explicarse por su connatural engreimiento de hidalgo venido a menos, no tanto por razones monetarias, como por dedicarse a un oficio considerado a la sazón como servil[23]. Con todo, había algunos datos históricos que no le cuadraban al profesor en este caso y, por otra parte, ya que estaba en Panamá, dotado de un equipo soberbio de investigación, no era cosa de dejar pasar la oportunidad, aunque el futuro libro resultare un poco cargante para el público profano.

     Acompañado por Zacarías, el profesor Cifuentes saludó al personal del museo, reunido en el vestíbulo. El director le fue presentando a todos los empleados, aludiendo como de pasada al hecho de que, por vacaciones o enfermedad, faltaban algunos de sus componentes. Ponderó la laboriosidad y simpatía de todos ellos y, al llegar a Geli, le hizo saber que esta compatriota suya, colaboradora distinguida del museo, sería su anfitriona, tanto dentro de este, como en cuanto precisara durante su estancia entre nosotros, que le deseo fructífera y muy grata.

Inmaculada de Antolínez (Museo de Sevilla), con mano derecha en el pecho

     Candelitas les ofreció su despacho para la primera entrevista. Basándose en su común nacionalidad -que bien a las claras quedaba por la fonética de Geli, aunque ya matizada con el dulzón acento del Caribe-, el primer tema de conversación fue el de su respectiva procedencia. Dámaso le confesó que, aunque los estudios y preparación académica los había hecho en Madrid, era natural de Ciudad Rodrigo, por lo que, para él, su actual destino en Salamanca era una bendición, si bien condicionada a que su futura e hipotética cátedra no lo llevase -como era de esperar- lejos del Tormes. Geli le refirió que toda su vida española había transcurrido en Castellar, e introdujo la mentirijilla de que su carrera, cortada por el matrimonio y la marcha a Panamá, había sido la de Letras, no la de Derecho, como era la verdad. Era una falacia premeditada, con el fin de explicar sus amplios conocimientos sobre Antolínez y su época, sin tener que confesar que todo había sido urdido para engatusar al profesor de Salamanca. El engaño estuvo a punto de venirse abajo cuando Dámaso -que conocía bien la Facultad castellarense- empezó a preguntarle por algunos de sus profesores. Geli salió como pudo del atolladero:

-          Llevo aquí quince años; de modo que ya se me ha olvidado hasta el nombre de muchos de mis maestros. Con todo, con lo que me gustaba el arte, no podría olvidar a Chema Marín, el catedrático, y a Alfonso Gurría, el director del museo de allá.

-          Chema todavía vive -precisó De Esteban-, pero se jubiló hace bastantes años. Alfonso es buen amigo mío. Incluso hemos trabajado juntos en algunas publicaciones. Bueno, por mejor decir, yo he colaborado con él, pues tiene mucha más altura que yo…, intelectual, quiero decir.

     Geli aprovechó la humorada para echarse a reír y desviar la conversación:

-          En fin, aquí me tiene, colaborando en el museo en lo que puedo… No sé si sabe que el hombre que me raptó en España, mi marido, es lo que aquí llaman el curador jefe del museo. Creo que en España se le llamaría conservador.

-          Exacto -aprobó Dámaso, con su particular muletilla-. Pero, ya que tenemos una edad parecida y vamos a hincarle el diente a Antolínez al alimón, podríamos tutearnos.

-          Perfecto, salvo cuando estemos con gente de aquí. Son muy ceremoniosos y podrían tomar equivocadamente esa muestra de confianza.

-          ¡Ah ya! -admitió Dámaso-; como lo de titular de doctor o profesor a cualquier universitario. Pero dime, ¿qué trato quieres que te dé en público?

-          Curadora será el más oportuno, aunque solo lo sea a ratos y por la influencia de mi esposo. Por cierto, se llama Iván, y tenemos dos hijos ya creciditos, Rodrigo y Manuel. Todos están disfrutando de vacaciones en una playa muy famosa del Caribe, junto a la frontera de Costa Rica.

-          O sea -dedujo Dámaso-, que te he fastidiado los planes de descanso en familia. Chica, lo siento muchísimo… Pero no lo dudes: lárgate y que me ayude otro, o ya me las arreglaré yo solo sin problemas.

-          Ni se te ocurra -recalcó Geli-. A buena hora voy a dejar tirado a un compatriota que viene hasta Buenaventura para hacer un trabajo que juzgo interesantísimo. Me comerían entre mi marido y el director del museo… Además, no está mal soltar amarras de la familia de vez en cuando y hacer nuevas amistades.

     Geli se mordió el labio inferior: Acababa de ser demasiado sincera al expresar sus sentimientos, pero Dámaso no pareció darse cuenta del pleno significado de lo dicho. Antes, al contrario, cortó bruscamente la charla y dijo:

-          ¿Te importaría que saludase a la Virgen antes de que baje más la luz solar? Estoy deseando echarle el primer vistazo cara a cara.

***

     Desde el primer momento, Dámaso descartó su escepticismo previo. Aquella Inmaculada tenía el incomparable aire de familia de la del convento de franciscanas clarisas de Alcalá de Henares[24], a la que nuestro profesor, en un rasgo de profana familiaridad, había apodado la rellenita, por su cara redonda y formas rotundas -seguramente debidas a la hinchazón despegada de su ropaje-. En el caso de la que ahora tenía ante sí, existían algunas diferencias, no obstante, que llamaron su atención: la Virgen tenía una posición casi frontal y, paliando el revuelo de la túnica, el ceñidor se ajustaba a la cintura, de una forma tan marcada, que la leve curvatura del vientre de la Virgen recordaba las formas de la juvenil del museo de Sevilla, que Cifuentes había motejado de la de la O[25], por su lejana apariencia de embarazo. No eran detalles que pusieran en entredicho la autoría de Antolínez, pero Dámaso comprendió que tenía una buena tarea por delante. Se levantó del banco de la contemplación y, dirigiéndose a Geli, que nunca había estado tanto tiempo delante de la joya del museo, le dijo:

-          Bueno, la Señora y yo ya nos hemos presentado; me temo que con excesiva morosidad para tu gusto.

-          ¡Qué va! -mintió la curadora. El cuadro es bellísimo y, además, como animal de museo, me emociono viendo disfrutar con la pintura a los visitantes.

-          Eso será porque no te lo tomas como rutina. La verdad es que yo, a fuer de dedicarme a esto, he llegado a asumirlo como una mera obligación profesional. Claro que, de vez en cuando descubres algo notable, o te metes en una polémica que te apasiona. Entonces cuadros y pintores parecen revivir y hacerte debelador de engaños o paladín de hermosuras…

-          Y, en el caso de nuestra Inmaculada -le interrumpió Geli-, ¿cuál de los dos papeles crees que tendrás que representar?

-          Tiempo al tiempo, mi impaciente amiga -replicó con cierto tonillo Dámaso-. El doctor Cifuentes apenas ha empezado a reconocer a su paciente. ¿Cómo pretende la enfermera que me juegue el prestigio utilizando solamente el ojo clínico?

     Geli notó que se ruborizaba, no tanto por la fingida reprimenda, como por haber sido pillada en su espurio interés. Dámaso se percató del arrebol -para eso era un experto en pigmentos- y le adelantó amablemente su impresión inicial:

-          Salvo que la técnica desmienta a la experiencia, estoy por afirmar que nuestra celestial paciente seguirá honrando el nombre de Antolínez, como hasta ahora.

     Geli sonrió, sin dar más expresiva muestra de la alegría que recibía con la noticia. Al contrario, le siguió la comparación con su ingenio acostumbrado:

-          Pues el doctor dirá cuándo quiere empezar el reconocimiento de su paciente y la cooperación que precise de esta modesta sanitaria.

-           Tengo que trasladar al museo todo el instrumental, que ha quedado en la comisaría de policía, por prudente decisión del director, quien parece fiarse más de los muros del cuartelillo que de los de esta santa casa. Una vez lo tenga todo aquí o, al menos, lo más preciso, estableceremos el plan de trabajo… Pero eso no será todo.

     Llegaban ya a la puerta de salida a la calle. Geli se detuvo y quedó a la espera de una aclaración:

-          En bastantes ocasiones -confesó Dámaso-, los investigadores de hoy nos ponemos como locos a usar la tecnología y luego resulta que algún escrito del año pum, con el que no contábamos, nos resuelve de un plumazo todas las dudas. ¿No habrán dejado por acá las madres benedictinas alguna documentación, cuando decidieron volverse para España, en vista de que las echaban?

-          Nunca he oído hablar de ningún archivo, respondió Geli, pero quien mejor puede orientarte al respecto es Candelitas, la bibliotecaria del museo. Es también la archivera del distrito y una mujer de lo más servicial.

-          Pues no se hable más -concluyó Dámaso-. Estáis invitadas las dos a comer mañana, en el restaurante de mi hotel, que presume de tener la mejor cocina de la ciudad. Haz el favor de trasladarle tú la invitación, que estoy muerto de cansancio y no sé cuándo amaneceré.

-          Entonces, te llevo al hotel y que el desfase horario no te juegue una mala pasada con el sueño.

-          Un ratito de gimnasia sueca; media hora de baño caliente; un par de cápsulas de somnífero con un vaso de leche templada, y a soñar con los angelitos… de Antolínez, por supuesto.  

 

 

5.   Investigando, que es gerundio


     Candelitas, después de rogarle que la llamase simplemente Cande -pues lo del diminutivo le daba vergüenza-, reconoció que no era la primera vez que, también ella, se planteaba si las monjas habrían dejado alguna huella documental de su larga estancia en Buenaventura:

-          Estoy segura de que así hubo de ser -explicó a Dámaso y a Geli, pero, cuando la Desamortización, entraron los funcionarios y los obreros a saco y no dejaron documento sano. Mira si no harían con ellos lumbre con ellos para calentarse, que aquí, aunque no lo parezca, el aire de la sierra es bastante frío en la estación seca.

-          Entonces -suspiró el profesor-, ¿no hay ninguna esperanza?

-          Hay una posibilidad, aunque no te aseguro nada. Y es que, como casi siempre, el dinero tiene la culpa de todo: La tuvo de la forma alocada con que se hizo la confiscación de los bienes eclesiásticos y la tuvo de que muchos documentos, un poco a la suerte, se salvasen de la quema para servir a la contabilidad que se llevó de la venta de dichos bienes[26]. Para empezar, no sé si sabes que no se trató verdaderamente de un expolio, sino que se estimaron las rentas de los bienes amortizados y se capitalizaron al seis por ciento anual…

     Geli, más confianzuda, cortó la explicación, que llevaba camino de convertirse en una conferencia:

-          Vayamos al asunto, Cande, pues estoy segura de que el profesor ya sabe cómo funcionó todo aquello, dado que también tuvimos algo parecido en España.

     La bibliotecaria quedó cortada, pero Dámaso la sacó del apuro:

-          Y esos documentos contables, ¿dónde pueden encontrarse? ¿Estarán debidamente registrados?

-          El archivo se encuentra en Santiago, la capital de esta provincia. En cuanto a la identificación y ordenación, los sucesivos archiveros hemos ido haciendo lo que hemos podido, casi sin ayudantes ni medios. Por lo menos, están guardados en carpetas y archivadores, ordenados según la persona jurídica expropiada y la propiedad a la que se refieren. Yo no lo recuerdo de memoria, pero seguro que se habrá hecho así con el convento de benedictinas del Dulce Nombre. ¿Qué finca o edificio es el que te interesa?

-          Se trata de la documentación que haya sobre el cuadro de la Inmaculada, que tenéis en el museo.

-          ¡Ah, vamos! -exclamó Cande entre risas-. Me estás pidiendo que te eche una mano para ver de desenmascarar a los tunantes que hacen pasar un cromo por una obra del gran Antolínez.

     Dámaso aceptó el exabrupto sin decir una palabra, lo que llevó a la bromista a rectificar su tono y volver a los asuntos serios:

-          Creo recordar que, cuando se confiscaba un convento, se incluían en la operación todas las obras de arte que atesoraba, salvo los objetos litúrgicos y ornamentos sagrados, cuya propiedad solía respetarse. Según eso, si había documentación sobre los cuadros de importancia, es lógico que se conservase, por si las autoridades tomaban la decisión de venderlos por separado. Como sabemos, la Inmaculada no se subastó, sino que, conscientes de su fama e importancia, optaron por conservarla para que siguiera la misma suerte del edificio conventual. Así debió de suceder con algunos otros cuadros, aunque la verdad es que, con el tiempo, fueron desapareciendo casi todos. Que sepamos, el único que ha quedado para hacer compañía al de Antolínez, ha sido uno, de tamaño e importancia mucho menor, que representa a la Virgen niña; quizá porque los ventureses la tenían mucha devoción. Por cierto -agregó Cande- dicen que es obra de un pintor paisano de Geli, un tal Valentín Díaz[27].

     Geli volvió a interrumpir con impaciencia la disertación de Cande:

-          Dejemos ahora eso y quedemos en cómo organizar el trabajo.

     Dámaso volvió a terciar, limando asperezas:

-          En principio, la cosa es muy sencilla: Que Cande se zambulla en el archivo y haga lo que pueda por encontrar documentación sobre la Inmaculada, y nosotros, con la inestimable ayuda del aparataje que me han facilitado, empezaremos a actuar con el cuadro. Una buena sesión fotográfica podría ser un buen comienzo.

-          Pues no se hable más -ordenó Geli- y vámonos para el restaurante, que ya tengo el estómago en los talones.

-          En cambio, yo -contradijo Dámaso-, tengo más necesidad de dormir que de comer. Anoche no fui capaz de combatir el desfase horario. Estoy un poco zombi.

-          Necesitarás un par de días para adaptarte -afirmó Candelitas-. No te tomes el trabajo tan a pecho y dedicaos a hacer un poco de turismo tranquilo. Aunque inmigrante, Geli conoce al dedillo las muchas bellezas de nuestro país, empezando por las de Veraguas.

***

     Escuchando medias palabras o leves indiscreciones, de aquí y de allá, Dámaso pronto ató cabos y llegó a la conclusión de que aquel trato regio a su humilde persona no era fruto, tan solo, del favor del ministro por amistad a Aurelio Howard, sino de la ansiedad de los veragüenses por mantener la filiación antoliniana de su Concepción. Es claro -pensaba- que la mentalidad panameña no es muy distinta de la española y, con toda la pillería del mundo, están tratando de que abra la mano con mis indagaciones y, en último extremo, conceda al cuadro el favor de la duda, en vez de dejar su autoría en términos de mera probabilidad. Ahora, que había formado un prejuicio favorable al museo y no había tenido la malicia de ocultárselo a Geli, había entrado en sospechas de la oficiosidad de esta: Tanta invitación, tanto turismo, tan insistentes sugerencias de no agobiarse con el trabajo, le inspiraban una desconfianza, que la reiteración por parte de Cande y de Zacarías no hacía sino agravar. La gota que colmó el vaso fue la desaparición de la bibliotecaria, a la que se suponía revolviendo de arriba abajo el archivo de Santiago de Veraguas, tratando de encontrar algo útil para Dámaso, pero lo cierto es que no daba señales de vida, y tampoco él quería importunarla directamente, dado que le estaba haciendo un favor.

     En fin, valga lo dicho -y quizá sea ya demasiado- para explicar que la grata impresión inicial que le había causado su compatriota fue tornándose en disgusto, ante la probabilidad de que toda su simpatía y dedicación fuesen interesadas e inducidas por terceras personas. ¡Vaya usted a saber -se preguntaba- si toda la inquina que parece destilar contra su marido no sea una añagaza para despertar mi lástima, y hasta algo más! Total, que el profesor se colocó a la defensiva: Nada de confidencias sobre la vida sentimental anterior; nada de excursiones, pretextando urgencias laborales o achaques imaginarios; y, sobre todo, nada de dejarse engatusar por los múltiples atractivos de la castellana, ni de jugar al caballero andante, que venía en defensa de una dama atormentada por su despiadado dragón-marido.

     Geli no era tonta y pronto se percató del cambio de actitud de Dámaso, pero no creyó oportuno hacer ninguna alusión al respecto. Antes bien, optó por evitarle todo agobio, o la sensación de que tuviera por él un interés especial. La verdad es que sí lo tenía, como hemos apuntado en algún capítulo anterior, pero nada tenía que ver directamente con el bien del museo, sino de ella misma. Una vez arrancado a Iván el consentimiento para viajar en navidades a España con los chicos, se trataba de utilizarlo, abierta o subrepticiamente, para lograr que aquella fuese una marcha sin retorno.

     En esas estaban, cuando Dámaso logró al fin que los empleados del museo descolgasen de sus paredes el cuadro, para someterlo a una completa sesión de radiografía. Todo habían sido pretextos y demoras, con el argumento de su gran antigüedad y tamaño[28], de que estaba ausente el curador jefe, o de la desilusión que iban a sufrir los visitantes al no poder contemplar la famosa pintura. Finalmente, la paciente se halla sobre la camilla, presta para someterse a su radioscopia. El doctor Cifuentes ha querido saber previamente si su ayudante tiene alguna experiencia en el manejo del aparato. Geli le informa:

-          Hace cuatro o cinco años, nos enviaron un portátil de rayos X al museo y, en efecto, tuve ocasión de realizar algunas pruebas, bajo la dirección de un técnico y de mi marido: siempre pinturas de formato pequeño o medio y, por supuesto, no la Inmaculada. Al poco tiempo, el experto se marchó, el aparato dejó de funcionar -tal vez, por la impericia de quienes lo manejábamos- y lo enviamos a reparar a Ciudad de Panamá, de donde nunca volvió. Dicen las malas lenguas que se acabaría quedando con él algún museo más influyente que el nuestro.

-          Pues vamos con nuestra paciente. Esperemos -presagió Dámaso- que los hallazgos no denoten enfermedad, sino que confirmen mi pronóstico favorable.

Inmaculada de Antolínez (colección privada), con mano izquierda en el pecho

***

     El profesor Cifuentes estaba exultante y, en su mezcla de emoción y de reserva, apenas era capaz de articular palabras comprensibles acerca de su estado de ánimo. Geli optó por salir de la sala y traerle un vaso de agua, que el doctor bebió de un tirón, de manera mecánica. Luego, empezó a gesticular con los brazos, colocándolos en diversas posiciones, mientras reía a carcajadas y repetía ¡todo encaja, todo encaja! Su ayudante corrió al bolso por una cápsula tranquilizante -que ella mismo consumía con asiduidad- pero, al volver junto a Dámaso lo encontró repentinamente tranquilo, empezando a tomar notas en su inseparable agenda tamaño cuartilla, que tanto desentonaba en medio de aquella barahúnda tecnológica de última generación.

     Geli optó por dejar que se le pasara el trance. Apagó el aparato de rayos y se retiró a un rincón, a esperar la calma tras la tempestad, y dando gracias por ser ella la única empleada del museo que se hallase presente en tamaño espectáculo, a esa primera hora de la noche. Finalmente, unos veinte minutos después, Dámaso guardó su rotulador de punta fina, cerró la agenda, se levantó de la banqueta y acercóse a su ayudante con paso tranquilo.

-          Creo que ya es hora de cenar, sugirió. Podemos ir al bar con terracita de enfrente.

     Geli estalló ante tanta flema:

-          ¡Pero, bueno, que demonios has descubierto! ¡¿Es de Antolínez o no?!

-          Desde luego, no he encontrado la firma, ni la fecha, pero sí algo todavía mejor y más impactante.

     Alisó la guayabera. Se atusó el escaso cabello que le iba quedando y se dirigió a la salida, prometiéndole a Geli:

-          Luego te cuento, ante un buen plato de cebiche de erizos… Me sentará como un tiro, pero, de todas formas, no voy a pegar ojo en toda la noche…

     No tengo el oído tan fino como para haber captado con precisión lo que Dámaso reveló a Geli aquella noche, pero su hermana Rita tuvo la gentileza de dejarme leer la carta que su hermano le remitió días después, y que aquella puso en mis manos con rictus despectivo, a la vez que refunfuñaba:

-          Anda, lee, a ver si tú entiendes lo que dice y me lo explicas.

     La verdad es que, para quien no fuera un experto en Antolínez, la misiva era confusa, y no la mejoraba en nada el pormenor con que estaba escrita. Se ve que Dámaso tenía mucho tiempo libre, lo que corresponde a la coincidencia de la fecha con la de la tormenta tropical Chloe, que azotaría Panamá en aquellos días. He aquí un extracto de sus particulares más pertinentes a este relato:

       Las radiografías revelaron, sin lugar a dudas, que la idea original del pintor había sido la de representar a la Virgen con los brazos separados del tronco, en un ademán que yo entiendo como de abandono o dejación en las manos de Dios. Esa posición de los brazos -¡de los dos brazos, insisto!- no había sido adoptada por Antolínez con anterioridad, ni lo sería después, salvo en una Inmaculada de colección particular, datada en 1666. Observa, Rita, que, aunque no hayamos encontrado con los rayos X la fecha del cuadro de Buenaventura de Veraguas, parece claro que el pintor, ya en su madurez artística, trató de apartarse de la monotonía de sus vírgenes con las manos juntas, en ademán de oración, así como del gesto de la mano en el pecho, quizá imitado de Carreño, que había empleado en su Inmaculada juvenil del Museo de Sevilla, y repetiría en la pintura de la colección del Doctor T. Hernando, en Madrid, que yo considero tardía y con la colaboración del taller… Quiere decirse, querida hermana, que esta Virgen panameña, que acabamos de radiografiar, no solo es casi segura obra de Antolínez, sino que refleja una evolución del modelo que, pese a resultar de poco éxito, insistiría en repetir, al menos, una vez más.

     … Te preguntarás -y yo también lo hago- por qué el pintor acabó por sepultar su idea primitiva y dejar a la vista la clásica del gesto de oración, no solo contrariando su previa intención, sino produciendo ciertos escorzos forzados en la postura de la Virgen. Por ahora no tengo ninguna respuesta, salvo lo más probable: Que a quienes encargaron el cuadro no les gustase la novedad y forzaron al pintor a volver al modelo que ellos esperaban, so pena de dejarle con el cuadro, ya muy avanzado, sin pagarle el trabajo. Antolínez, como corresponde a su carácter altanero y terco, hubo de plegarse a realizar las mínimas rectificaciones, pero no rehízo totalmente la obra, como habría correspondido a la perfección ansiada. Dicho de otro modo, dio el brazo a torcer -nunca mejor dicho-, pero redujo su tarea adicional a lo imprescindible. Quienes le habían encargado la obra, no apreciaron sus discontinuidades y la recibieron por buena. Supongo que le pagarían el precio convenido, sin reducción ninguna.

     … Sigo a la espera de noticias de la archivera que se ha encargado de buscar todos los documentos sobre el cuadro, que no se hayan perdido definitivamente. Ahora, aún más que antes de mi descubrimiento radiológico, sería importantísimo redondear la investigación, que todavía me tiene aquí -espero que ya por poco tiempo-, metido en la jaula de oro que es este hotel, mientras afuera se han desatado las fuerzas del infierno. Pero no te preocupes, que la Inmaculada seguro que me protegerá…

 

 

6.   Fin de fiesta, pasado por agua


     Lo habían venido anunciando de modo oficial, pero Dámaso parecía transportado en aquellos días hasta el mismo cielo en que se dice que la Magdalena escuchaba arrobada la música angelical[29]. Geli, aunque muy contenta, pasaba por la conocida experiencia de asegurar las puertas y ventanas de su chalé; meter dentro del mismo cuanto mobiliario tenía en el jardín; proveerse de agua, alimentos cocinados y baterías; cargar combustible y probar el generador, y todo cuanto conocen bien los habitantes de los países caribeños en la llamada época de los huracanes. Cuando, al fin, Dámaso se percató de que el viento arreciaba y el cielo adquiría un ominoso color plomizo, objetó seriamente a que Geli se acogiese sola a una casa alejada de la ciudad, e insistió para que se hospedara en el hotel, con mucha mayor seguridad y posibilidades de ayuda. Para robustecer la sugerencia, le indicó medio en serio:

-          Además, si te quedas en el hotel, podemos ir juntos en tu coche y seguir trabajando en el museo, para terminar de documentar el hallazgo.

     Geli se echó a reír y le replicó:

-          No sabes lo que dices. No podrás salir ni a la puerta de la calle. Más bien, te aconsejo que vayas ahora al museo, recojas todos los instrumentos y te los traigas al hotel.

-          ¡Toma!, exclamó Dámaso, comprendiendo la magnitud de la posible catástrofe. ¿Y que hacemos con la Inmaculada?

-          No te preocupes. Acabo de pasarme por allí y he comprobado que los cuadros principales están ya recogidos en la habitación interior del primer piso, en que llevan muchos años pasando estos tragos.

     Aunque en el hotel eran constantes las advertencias a los clientes, Dámaso recibió los últimos consejos de su ayudante, siendo el primero que no se le ocurriese salir, ni abrir ninguna contraventana. Luego fueron a recoger el valioso material que había facilitado Aurelio Howard y tomaron juntos el aperitivo, como despedida temporal. El profesor seguía rezongando por los riesgos que, según él, estaba dispuesta a arrostrar Geli. Al fin esta, comprendiendo lo desagradable de pasar tan sola una situación así, cedió en parte:

-          Cande vive en una casa de dos pisos en la calle de La Reina, en pleno centro de Buenaventura. Como tengo su llave, me refugiaré allí hasta que pase el huracán.

-          ¿En qué número queda la casa?, preguntó Dámaso, a humo de pajas.

-          En uno que, por ahora, al profesor Cifuentes le está vedado conocer.

***

     La tormenta Chloe no pasó de ser una de tantas para los veragüenses, pero para Dámaso fue una experiencia inolvidable: Tres días oyendo rugir y aullar el viento y cómo caían en catarata las aguas del diluvio; y varios días más, sufriendo y contemplando los desastres que aquel residuo de huracán había dejado por doquier, incluyendo el propio hotel y el museo. Geli usó del teléfono para tranquilizarlo, mientras la red no cayó. Luego, se encontraron en el hotel y fueron hasta el museo, sorteando postes, farolas, árboles y cascotes. Ella le aseguró que había estado perfectamente y que unos vecinos la habían tranquilizado sobre el estado de su chalé. En cuanto a Cande, como su amiga suponía, había permanecido en la casa familiar de Santiago, acompañada de su hermana y sobrinos. Creo que tiene para ti buenas noticias -le adelantó Geli-, pero aún tardará unos días en poder hacer el viaje por carretera, aunque solo está a veinte millas de aquí.

     En parte por afecto, en otra por cortesía, Dámaso acompañó a Geli y la ayudó a reponer la casa a su estado original, en lo que se refiere al interior, pues el jardín precisaría de maquinaria y manos expertas para salir de aquella ruina. Cada día, al concluir el rato que dedicaban a la tarea, ambos volvían al museo, esperando en todo momento la llamada de Candelitas. Pero la que primero se recibió fue la de Iván Ríos.

-          Ha llamado mi marido -comunicó Geli-. Está preocupado por la casa y además, en Bocas del Toro, donde están, la tormenta ha pegado de firme. ¡Como es a orillas del mar! Van a adelantar el regreso.

-          ¿Para cuándo?, preguntó Dámaso con cierta inquietud.

-          Ya sabes cómo es Iván. A mí nunca me da explicaciones.

***

     Cande regresó con excelentes noticias. En el convento del Dulce Nombre, como se supone que en otros de la Orden, la correspondencia entrante era entregada a la madre abadesa y abierta por ella, quienquiera que fuese la monja o persona conventual que fuese su destinataria. Seguidamente, si la misiva no tenía ningún óbice moral, era entregada a su receptora; si lo tenía, la carta era destruida. En todo caso, se dejaba constancia de la llegada de las cartas en un libro especial, en el que se transcribía su contenido total o un resumen, según cuál fuera su importancia a juicio de la abadesa. Pues bien, en uno de esos libros copiadores, correspondiente a los primeros tiempos del convento, la archivera había encontrado dos entradas, que tenían que ver con el cuadro de la Inmaculada:

-          La primera estaba fechada en Madrid, a 16 de junio de 1664, e iba dirigida a la madre abadesa, Doña Francisca de Abanto, por el mayordomo de su señora, la Duquesa Doña María Luisa[30], disculpando el retraso en enviar a Panamá la pintura prometida al convento para formar parte del retablo mayor de su iglesia. Se daba como razón la de que la imagen de la Virgen, nuestra Madre, estaba representada en forma poco devota y no concorde con lo que se había concertado con Antolín[31], su autor, quien ha prometido refaccionarla con presteza.

-          La segunda hacía alusión a carta enviada por la susodicha abadesa a la Duquesa consorte de Veragua, Doña María Luisa de Castro y Girón, desde el convento de Buenaventura de Veragua, en fecha 14 de agosto de 1666. Con gran alegría y gratitud, la madre abadesa informaba a la duquesa donante del cuadro, de la colocación de este en el retablo del presbiterio de la iglesia, tras hacer pequeños ajustes en el hueco a él destinado, en los que no padeció la pintura, ni hubo que hacer en ella recorte alguno. Igualmente, se resaltaba la loa que de aquella Inmaculada había hecho el Señor Obispo de Panamá[32], al visitar el templo, calificándola de la más cumplida y devota imagen de Nuestra Señora que le había sido dado contemplar en tierras de esta Audiencia[33], y aún en otras vecinas.

     Dámaso, exultante, pidió a Candelitas ver con sus propios ojos el libro conventual, pero esta, razonablemente, le entregó un traslado literal de los particulares relevantes, bajo su firma, como archivera fedataria, y el visto bueno del Gobernador Suplente de la provincia de Veraguas. Ante las reticencias de Cande, el profesor optó por no hacer de Santo Tomás y creyó sin haber visto.

Inmaculada de Antolínez (colección privada), con ambos brazos separados del tronco

***

     El viaje a Panamá había cumplido ya sus objetivos y no era cosa de alargarlo más, no fuera que volviesen las lluvias, incluso de forma más preocupante e intensa que la vez pasada. La Prensa avisaba de que estaba formándose al suroeste de las Bermudas el huracán Daniel, que prometía dar guerra en la zona del Caribe en un futuro inmediato. De modo que Dámaso no lo dudó: Dio orden en el hotel de que le sacaran un billete de avión para España, todavía con fecha abierta, y llamó por teléfono a Aurelio Howard, para devolverle las maravillas de la técnica y despedirse en debida forma. Le contestó una amable secretaria de la empresa naviera de su padre, que le ofreció toda clase de seguridades, pese a la ausencia del país de Don Aurelio:

-          El Doctor Howard tuvo que ausentarse a toda prisa de Panamá, pues tenía gestiones en Londres que no admitían demora y hubo de salir precipitadamente, para evitar el huracán. Pero no se preocupe: Nos ha dejado instrucciones precisas para que pasemos a recogerlo y lo traigamos a Panama City… También ha dejado una carta para usted… Bastará con que nos avise con unas horas de antelación.

     Por ahí, pues, todo bajo control. El paso siguiente, despedirse de Zacarías y de sus dos buenas amigas del museo, que tanto lo habían ayudado, resultó un poco más complicado. Geli se empeñó en que esperase tres días, para poder conocer a su marido y a sus hijos, a punto de llegar ya de sus interruptas vacaciones. Entre tanto -le decía- haremos un par de excursiones para que conozcas sitios que no te puedes marchar de Panamá sin haber visitado. Candelitas, tan buena amiga siempre, apoyó con entusiasmo la sugerencia de Geli y, cuando esta no la escuchaba, deslizó al oído de Dámaso un motivo de peso, que este no pudo desatender:

-          Quiere que conozcas a su marido porque, si te marchas de tapadillo, sin hablar con él sobre el resultado de tus pesquisas, le armará a ella una de campeonato. Total, como las noticias que has de darle son buenas, sería mejor que le evitases ese disgusto.

     Puede que fuese así, pero la verdad es que Cande era un tanto teatral.

***

     Parte de aquellos días suplementarios los dedicó Dámaso a recorrer detenidamente las galerías del pequeño museo Demóstenes Balboa, que ya consideraba un poco suyo. El propio Zacarías, al despedirse de él, le había sugerido dar su nombre a alguna de las salas, o al propio taller de restauración y conservación, tan pronto publicase aquel libro, en que la Inmaculada de Buenaventura -a partir de entonces, apodada por el profesor la Dubitativa- quedaría para la posteridad en el destacado lugar que le correspondía en la Historia del Arte.

     En aquellos paseos ,Cifuentes se veía libre de la presencia vigilante de Geli quien, pese a la oferta inicial de visitas turísticas, pasaba buena parte del tiempo con los últimos preparativos para la llegada de la familia. Total -pensaba ella-, ¡para el poco interés que tenía Dámaso en subirse al Toyota y empezar a dar botes por los caminos poco o nada asfaltados de la comarca! Y más ahora, que las lluvias los habían descarnado y sembrado de rocas y árboles caídos. Lo mejor que podía hacer ya por él -decidió- era preparar una buena cena veragüense en su casa, para que conociese a los Ríos y, a la vez, se despidiera de aquellas tierras.

     Lo atrajo el cuadro de la Virgen niña, pese a su deplorable oscurecimiento. Aunque no era buen conocedor de la obra de Diego Valentín Díaz, le pareció que se apartaba del estilo amanerado y detallista de dicho pintor. Pero, por encima de todo, su mirada se cruzaba una y otra vez con la de la Niña: aquellos grandes ojos negros que, más que rezar -como sus manos pregonaban- parecían suplicar al espectador una limosna de atención y de cariño. Aproximándose cuanto pudo y utilizando una cámara de ultra resolución, intentó descifrar si la imagen tenía algún distintivo que la identificase como la alta persona que el cartel informativo decía que era. Habiendo embalado ya para el viaje los aparatos más sofisticados, no se animó a radiografiarla, no contando, además, con la autorización pertinente. De cualquier forma, aquella niña del lacito con colgante de perlas -seguramente, de imitación- le recordaba muy directamente a alguien mucho más conocida por los estudiosos de la pintura; pero ¿a quién? Dámaso era obsesivo y acabó soñando con aquella pipiola, sin dar con el otro término de la comparación. Al fin, desistió y optó por la mejor solución, y la más fácil: consultar con un especialista, su amigo, el profesor Gurría, del museo de Castellar:

-          Lo que él no sepa del tal Díaz -se dijo- que me lo claven a mí en la frente.

***

     La cena en el chalé de los Ríos estaba resultando mucho mejor de lo que Candelitas, por poner un ejemplo, habría esperado. Claro que los magros ahorros de Geli habían tenido parte de la culpa ya que, como si lo hubiese guisado ella, se estaban sirviendo manjares de la mejor calidad, que había encargado y comprado en el famoso Tabasara’s finest catering, cuyos platos cocinados ilustraban las mesas de las mejores familias de toda la provincia. Creyendo -salvo Cande- que los manjares eran un exquisito don de las manos de la anfitriona, los invitados -Zacarías y su esposa, Dámaso y la propia bibliotecaria- no hacían otra cosa que ponderarlos, con toda justicia. Iván hacía coro a su esposa, a la hora de minimizar sus méritos, pero quien se llevó la palma, hiriendo donde más dolía, fue Rodrigo, el hijo mayor de Geli, al exclamar:

-          Verdaderamente, mamá, sabiendo guisar tan bien, podías esmerarte con nosotros, y no dejarlo para las grandes ocasiones.

     Todos quedaron callados, en uno de esos silencios que, como afirma la conocida metáfora, se pueden cortar. De algún modo, casi todos esperaban una reprimenda de su padre a la medida, educada pero conminatoria, que exigían el momento y la grosería. Dámaso dirigió la vista hacia Iván, cuyo rostro esbozaba una sonrisa cínica que, no solo hacía presagiar la inanidad de su respuesta, sino la satisfacción de quien ha herido a otro sin necesidad de mancharse las manos con el golpe. Fue, en fin, Cande -como persona más afín a la ofendida- quien pronunciase las primeras palabras, tras el exabrupto:

-          Hombre, Rodrigo, siempre se procura quedar muy bien cuando hay invitados, pero no creo que tengas queja de cómo cocina para vosotros tu madre diariamente.

     Fue entonces cuando se pronunció Iván, en estos términos:

-          Es todavía un niño. No te lo tomes tan a pecho.

     Deseoso de zanjar el incidente, terció Zacarías, que se levantó, mirando a Dámaso:

-          ¡Un brindis por el Doctor! Porque no tarde en volver a estas tierras, en que deja tantos amigos.

-          Y, sobre todo, amigas, replicó el homenajeado, poniendo su grano de arena en la reparación que Geli merecía.

 

 

7.   La despedida

 

     Candelitas aprovechó la sobremesa de la cena en el chalé de los Ríos para hacer un aparte con Dámaso en el todavía devastado jardín.

-          No se me dan las despedidas -le espetó al profesor-, y más, cuando van a ser largas. No puedo contener las lágrimas y resulta muy embarazoso.

-          Pues despidámonos aquí y sin ceremonia -aconsejó el hispano-. Muchas gracias por tu inestimable ayuda; y ya sabes que, si te dejas caer por España, tienes una visita obligada a Salamanca, o dondequiera que esté por entonces. ¿Te he dado mi número de móvil?

-          Sí, y la dirección de correo electrónico; así que estaremos en contacto. Pero ahora querría decirte dos palabras.

-          Dispara.

-          Acabas de ver cómo andan las cosas por aquí… Estoy por asegurar que Geli no va a aguantar más. Si espera todavía un par de años, Rodrigo va a convertirse en otro animal, como su padre, y acabarán por hacer una nueva víctima del pobre Manolín, si es que no lo vuelven igual que ellos… No me extrañaría que, aprovechando su viaje a España las próximas navidades, decidiera quedarse allí con los chicos y arrostrar las consecuencias, que no van a ser moco de pavo.

     Dámaso, sorprendido e incómodo, se puso a la defensiva:

-          Sí que es mala pata, sí: caer en manos de un energúmeno como ese. ¿Por qué no se divorcia aquí, en Panamá? Yo creo que le sería más fácil.

-          ¿Siendo ella medio panameña nada más, y sin trabajo remunerado? Le darían en todo la razón al marido y ella se quedaría en la calle y sin los hijos.

-          Quizá tengas razón, pero no soy abogado, ni estoy al corriente de esas cosas.

-          Lo que sí podrías hacer -afirmó Cande-, y lo que voy a rogarte encarecidamente, es que le eches una mano, si por fin opta por quedarse en España y luchar desde allí. Ella es valiente y sus padres, en cuanto se enteren, la apoyarán con todas sus fuerzas, pero no le vendrá mal un amigo culto y, más o menos, de su edad.

     Dámaso no contestó, aprovechando la pausa, por lo que Cande prosiguió:

-          Me consta que Geli te aprecia profundamente, por tu trabajo infatigable y tu carácter educado y tranquilo. Y eso que -como comprenderás- no es mujer fácil de contentar. ¡Anda que no lo he intentado yo!

     El profesor tenía la mirada baja y callaba, como esperando que su interlocutora se cansase de cotorrear, pero no pudo menos de sorprenderse ante esta última exclamación:

-          Pues yo pensaba que erais muy amigas…

-          No hasta el punto que yo hubiera deseado… ¿Es que no te has percatado de que…? ¡Vamos!, de que Geli podría ser la mujer de mi vida, si compartiese mis… inclinaciones.

     Una voz femenina, tras ellos, cortó las confidencias. Era Geli.

-          Pero, Cande, ¿qué secretos te traes con el profesor, que nos lo tienes monopolizado?

-          Ya me conoces -replicó la interpelada-. En cuanto bebo un poco, no paro de echar vainas.

     Candelitas comprendió que Geli quería hablar a solas con Dámaso y se retiró hacia donde estaba el resto de los adultos, bebiendo chicheme helado.

-          Hace un rato -le explicó Geli- te he dejado en la recepción del hotel un paquete, que te ruego lleves contigo a España y, una vez allí, se lo entregues personalmente a mis padres, o los avises para que pasen por Salamanca a recogerlo.

-          De acuerdo. Lo llevaré yo en mano a Castellar y así los conozco y les doy noticias tuyas… Bueno, las que deban recibir sin sobresaltos.

     Geli sonrió con complicidad y añadió:

-          En nuestro caso, supongo que la despedida va a ser corta, porque, después de tres años de veto, mi marido permite que pase la próxima Navidad en Castellar con los niños.

-          Pues, entonces, no se hable más. Reservad un par de días para una visita a Salamanca. Otras cosas no tendré, pero lo que es espacio en casa…

-          Todo a su tiempo, sentenció Geli, que todavía no hemos salido de Buenaventura.

-          Te cumpliré el mandado, repitió Dámaso, que no encontró mejor forma de concluir la conversación.

***

     En Ciudad de Panamá, Aurelio Howard, aún ausente del país, seguía empeñado en facilitarle todos los trámites. No olvide despedirse personalmente del Ministro -le decía por carta-. Va a haber remodelación del Gobierno y se quedará junto al Palacio de las Garzas[34], sin disfrutar de vacaciones.

     En efecto, Su Excelencia lo recibió a los dos días de pedirle audiencia. Se acordaba perfectamente de la misión que había llevado al profesor a Panamá, y le pidió toda suerte de aclaraciones acerca del resultado. Dámaso destacó la certeza absoluta que había conseguido sobre la atribución de la Inmaculada a José Antolínez, aunque sin entrar en detalles de las radiografías de la pintura. El Ministro de Cultura se interesó:

-          ¿Le han tratado bien? ¿Tuvo todas las facilidades requeridas?

-          Todo perfecto. Lástima que no tengan ustedes otras obras de arte cuya autoría se pueda poner en duda…

     El ministro se echó a reír:

-          Profesor -añadió-, regrese cuando quiera, que seguro va a ser recibido con el mayor agrado…, aunque no sé si me encontrará sentado en este despacho.

-          De cualquier forma, siempre tendrá mi gratitud y mi amistad -afirmó Dámaso-.

-          Lo mismo digo -concluyó el ministro-, pero, en cualquier caso, bueno será que la Administración tome nota de ello.

     El profesor no entendió a qué se refería el prócer, aunque pronto tendría constancia. Un telefonazo al Ministerio de la Presidencia, y el Profesor, Doctor, Don Dámaso Cifuentes pasó a tener la consideración de persona muy importante (VIP) en la República de Panamá, con independencia de quien fuera el ministro del ramo cultural.

     ¿Qué por qué tuvo pronta noticia de sus preeminencias?, se preguntarán ustedes. Esta es la respuesta: En cuanto comprobaron su personalidad con el pasaporte, los aduaneros del aeropuerto se abstuvieron de toda indagación acerca de su equipaje. Dámaso no sabría hasta semanas después el sofoco que le evitó aquella menuda pasividad.

***

     Además de la exhortación a visitar al ministro, la carta de Aurelio le urgía enviarle un ejemplar de su futuro libro sobre las Inmaculadas de Antolínez, tan pronto fuese publicado, y añadía:

     Estoy seguro, conociendo su cortesía, que incluirá en el volumen una nota de agradecimientos, y que en ella citará al actual ministro de Cultura y a la Universidad de Panamá. Si se acordare de mí, que sea, no como colega en el pequeño mundo de la Historia del Arte, sino por haberle obsequiado con algo que nunca puede faltar en el equipo de un panameño, ni de alguien que lleve a este País en su corazón…

     Cuando Dámaso abrió la caja que guardaba el tarro de las esencias panameñas, halló el meritado obsequio: un cinturón con hebilla de oro.

***

     (Este relato continúa y finaliza con el titulado En el mundo del arte (II). ¿Niña virgen o Virgen niña?, que encontrarán en estos mismos blog y etiqueta)

 

Patio del Palacio de las Garzas (Ciudad de Panamá)

    



[1] Mark Twain dio al argumento una vuelta de tuerca más, cuando dijo: Truth is stranger than fiction, but it is because fiction is obliged to stick to possibilities; truth isn't (más o menos traducible así: “La realidad es más insólita que la ficción porque es obligado ajustar esta a lo que es posible, lo que con la realidad no sucede”).

[2] Marca de relojes suizos (radicada en La-Chaux-de-Fonds), que comercializó los mismos entre 1945 y 1989, en que quebró la empresa. Más adelante se alude a Rolex, nombre comercial de relojes, registrado también en La-Chaux-de-Fonds, en 1908, y que actualmente (2022) constituye una muestra del alto poder adquisitivo de sus dueños, debido a sus muy elevados precios.

[3] Diego Angulo Íñiguez (1901-1986), uno de los grandes historiadores del arte en la España de su tiempo. Por referencias del propio Dámaso Cifuentes, estoy en condiciones de afirmar que el libro era: Pintura del siglo XVII, colección Ars Hispaniae, volumen XV, edit. Plus Ultra, Madrid, 1971 (el cuadro aludido está en la p. 284).

[4] Claudio José Vicente Antolínez (1635-1675). Véase el opúsculo (43 páginas de texto y 48 de láminas), Diego Angulo Íñiguez, José Antolínez, CSIC (Instituto Diego Velázquez), Madrid, 1957. Históricamente, Antonio Palomino de Castro, El museo pictórico y escala óptica. El parnaso español pintoresco laureado, tomo III, Sancha, Madrid, 1796, pp. 571-573 (accesible en la www.bibliotecavirtualdeandalucia.es); la primera edición de este volumen data de 1724.

[5] Hasta 1957, en que escribe su obrita citada en la nota anterior, el experto Diego Angulo había censado, al parecer, diecinueve Inmaculadas de mano cierta o muy probable de Antolínez: ob. cit., pp. 16-21. Con posterioridad a dicha fecha y hasta el año 2000, se habían censado otras tres Inmaculadas antolinianas, con atribución segura o muy probable: véase, Ismael Gutiérrez Pastor, Novedades de pintura madrileña del siglo XVII: Obras de José Antolínez y de Francisco de Solís, Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte. Universidad Autónoma de Madrid, volumen XII (2000), pp. 75-92, especialmente pp. 78-82 y nota 1. Con posterioridad al año 2000, y hasta 2016, no parecen haberse producido nuevos descubrimientos en la materia: véase, Suzanne Stratton-Pruitt, Obras maestras del arte barroco que representan a la Inmaculada Concepción y su Asunción en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, Boletín del Museo de Bellas Artes de Bilbao, nº 10 (2016), pp. 99-120, especialmente pp. 10-15 y nota 4 de la separata accesible en la www.museobilbao.com.

[6] Para no confundir realidad y fantasía, he de señalar que en América -que yo sepa- solo hay una Inmaculada de Antolínez, procedente de la compulsiva y un tanto rapaz colección del famoso William Randolph Hearst; obra que se halla actualmente en el Metropolitan Museum de Nueva York (por lo que seguro que le fue mucho más fácil llegar a ella a Dámaso Cifuentes, que no a la panameña imaginaria).

[7] Lo mejor sobre el tema sigue siendo: Suzanne Stratton, La Inmaculada Concepción en el arte español, traducción española de José L. Checa Cremades, Cuadernos de Arte e Iconografía, tomo I-2, 1988, pp. 3-128 (consultable en la www.fuesp.com, con la lamentable excepción del centenar de láminas que forman su aparato gráfico).

[8]  Curiosamente, este pintor podría perfectamente haber pasado a la posteridad como Antolín (a secas), o De Sarabia, de usar el apelativo materno, dado que sus padres se llamaron Juan Antolín y Ana de Sarabia. De hecho, firmó sus cuadros con el apellido Antolín, al menos, hasta 1662, cuando contaba con 27 años, de los 40, que llegaría a vivir. A mayores, los nombres con los que el pintor figura bautizado fueron, por este orden, Claudio, José y Vicente (luego José, o Joseph, era el segundo). Véase, Juan Allende-Salazar Zaragoza, José Antolínez, pintor madrileño, Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, tomos XXIII (1915), pp. 22 y ss. y 178 y ss., y XXVI (1918), pp. 32 y ss.

[9] Recuérdese que Panamá se independizó de Colombia, con la inestimable iniciativa y ayuda de los Estados Unidos, en el año 1903, con definitiva confirmación en 1922.

[10] Este complejo fue descubierto y perfectamente descrito por el psiquiatra de Castellar (España), Don Isaías del Águila, en otro relato mío obrante en este blog (entrada de 15 de noviembre de 2014), titulado Psicopatología de la vida amorosa (VIII). Las relaciones asimétricas: El complejo de Creek. Por tanto, en este relato de ahora me limitaré a reflejar la existencia de dicho complejo en el personaje de lván Ríos, que podrán conocer ustedes a continuación.

[11] El régimen municipal panameño se halla recogido, en lo fundamental, en el título VIII de su Constitución vigente de 1972 (artículos 225 a 256). Ruego disculpas por mis errores al aludirlo en este relato.

[12] Importante diario independiente de Ciudad de Panamá, fundado en 1980 y actualmente (2022) en circulación con notable tirada.

[13] Alusión irónica a la obra así llamada, de la que es autor Fray Luis de León. La primera edición apareció en Salamanca, en 1583. Es de libre y completo acceso por Internet; así, en la www.cervantesvirtual.com.

[14] El curso escolar panameño se desarrolla entre mediados de febrero y mediados de diciembre, estructurado en tres trimestres, separados por una semana de vacación. Es probable que Geli aludiera a los exámenes de junio, al final del primer trimestre del curso.

[15] En Panamá circulan indistintamente el dólar americano y la moneda nacional (el balboa), habida cuenta de que, por ley, el valor de esta se iguala con el de aquel.

[16] Conviene recordar que en la República de Colombia (de la que entonces formaba parte Panamá) llevó a cabo, a partir del año 1861, una política desamortizadora de los bienes eclesiásticos análoga a la española de dos décadas antes. Con todo, en el convento dominicano de Tabasará se dice que la vida monástica había concluido bastante antes pues, cuando la independencia del Imperio español, contaba con un solo fraile, y este, anciano. Entre la bibliografía abundantísima, elijo este breve resumen, accesible por Internet: José David Cortés, Desafuero eclesiástico, desamortización y tolerancia de cultos: Una aproximación comparativa a las reformas liberales mexicana y colombiana de mediados del siglo XIX, Fronteras de la Historia, nº 9 (2004), pp. 93-128, espec. pp. 109-113.

[17]  Demetrio Basilio Lakas Bahas (1929-1999), de padres griegos, fue Presidente de Panamá (primero, por designación militar; luego, por elección popular) entre 1969 y 1978, siendo proverbial el interés que se tomó por el progreso y difusión de la cultura en su país.

[18] Parte de la zona que los españoles denominaron Veragua ha pasado a ser la provincia panameña de Veraguas, en plural.

[19] Vivió entre 1618 y 1673. Fue Duque de Veragua a partir de 1636.

[20] Histórico cenobio benedictino, sito en el término municipal de Cordovilla la Real (Palencia). Es tradición que se fundó en el siglo V, dejando de existir en el XVIII, al sufrir un importante incendio que lo destruyó, así como todas sus obras de arte y sus archivos.

[21]  Véase antes, la nota 10.

[22] Existe en él, incluso, la tendencia de madurez a estampar la firma, no ya con letra cursiva en una parte poco visible del cuadro, sino con letras mayúsculas, en algún elemento arquitectónico bien visible en la pintura. Con todo, no sería la Inmaculada de mi relato la única atribuida a Antolínez que estuviera sin firmar, siendo destacados ejemplos de ello el de la del Museo de Sevilla, datable en su juventud, y la de la Altepinakothek de Munich, que se ha fechado orientativamente hacia 1668. Una y otra son dos Inmaculadas de Antolínez en que la Virgen, al modo de Carreño de Miranda, no junta las manos en actitud orante, sino que apoya una en su pecho, dejando la otra en prolongación del brazo extendido, pero con la palma escorzada, orientada al espectador.

[23] Véanse las obras citadas en la nota 4.

[24] Vulgo, las Juanas. El convento, fundado bajo la advocación de San Juan de la Penitencia por el cardenal Cisneros en 1508, se trasladó en 1884 (por su estado semi ruinoso) al desamortizado de agustinos descalzos de San Nicolás de Tolentino, que estaba abandonado por la Desamortización. Su dirección actual alcalaína es, calle de Santiago, número 37, donde continúa el cuadro de la Inmaculada aludido en el texto.

[25] Conocida advocación vulgar de la Virgen de la Expectación o de la Esperanza, caracterizada por el estado de buena esperanza de María.

[26] Véase (con libre acceso por Internet), Carlos Orlando Rico Bonilla, Confiscación de bienes eclesiásticos en Colombia. La contabilidad general de la desamortización (1861-1888), De Computis (Revista Española de la Contabilidad), núm. 12 (junio 2010), pp. 41-83, espec. pp. 50-56. Recordemos que Panamá formó parte de Colombia, desde la independencia de España, hasta 1903.

[27] Diego Valentín Díaz (1586-1660), pintor influyente y muy estimable, tiene aún una bibliografía modesta e insuficiente. He consultado sobre él las siguientes fuentes (salvo las dos últimas, accesibles en Internet): Macarena Moralejo Ortega, Valentín Díaz, Diego, nota biográfica en el Boletín de la Real Academia de la Historia. Anastasio Rojo Vega, Testamento, inventario y biblioteca de Diego Valentín Díaz, pintor, y de su mujer María de la calzada, www.investigadoresrb.patrimonio nacional.es. Jesús Urrea Fernández y José Carlos Brasas Egido, Epistolario del pintor Diego Valentín Díaz, Boletín del Seminario de Arte y Arqueología, Valladolid, 1980, pp. 435-449. Anónimo, Historias de Valladolid: Diego Valentín Díaz, pintor, erudito y mecenas vallisoletano, domuspucelae.blogspot.com, entrada de 22 de julio de 2011. Jesús Urrea Fernández, La pintura en Valladolid en el siglo XVII, volumen IV de la Historia de Valladolid, Ateneo, Valladolid, 1982. El mismo, Catálogo de la exposición “Diego Valentín Díaz (1586-1660)”, Caja de Ahorros Popular de Valladolid, Valladolid, 1986. Todo ello no tendrá transcendencia hasta la segunda parte de este relato.

[28] Según los datos que facilitaba el museo, las medidas de la Inmaculada eran de 196 x 149 centímetros. No eran, ni mucho menos, las mayores para una Concepción de Antolínez. Por ejemplo, la del Museo del Prado mide 216 x 159 centímetros; la del Lázaro Galdeano de Madrid, 207 x 145; y la del Museo de Bellas Artes de Bilbao, 197 x 157.

[29] Como es sabido, además de pintor de Inmaculadas, Antolínez es famoso como autor de Magdalenas, dos de las cuales -expuestas en El Prado de Madrid y en el palacio de Peles (Sinaia, en Rumanía)- representan su transporte o asunción temporal a los cielos. Véase, Angulo, José Antolínez, citado en la nota 4, pp. 26-28 y 41, y láminas 27-32.

[30] Sin duda, se refiere a la segunda esposa del VI Duque de Veragua, prima carnal de este, con el que había contraído matrimonio en la capital de España, en febrero de 1663. Su nombre completo era María Luisa de Castro Girón y Portugal, hija del Conde de Lemos y nieta del Duque de Osuna.

[31] Recuérdese (nota 8) que esa era en efecto el apellido de José Antolínez, según el recibido de su padre y utilizado por él mismo hasta su madurez. Es muy probable que quienes lo trataban o contrataban lo conocieran por Antolín hasta época tardía o, incluso, hasta su muerte, acaecida, como se sabe, en 1675. Sobre las firmas de Antolínez en sus cuadros, véase Angulo, José Antolínez, citado en nota 4, pp. 39-43.

[32] A la sazón, Don Sancho Pardo de Cárdenas y Figueroa, que fue obispo de la diócesis panameña entre 1664 y 1671.

[33] Entre 1614 y 1717, Panamá fue constituido judicial y administrativamente en Audiencia y Chancillería Real de Tierrafirme. Así lo recoge y delimita la famosa Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, de 18 de mayo de 1680 (Libro II, Título XV, Ley IV).

[34] Sede de la Presidencia de la República de Panamá y del Ministerio de la Presidencia, desde el año 1922. Aunque sus orígenes se remontan a una casa noble de 1673, incendios y reformas posteriores lo han convertido en una agradable mezcla de épocas y estilos, a partir de 1756, en que el fuego lo destruyó casi por completo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario