domingo, 19 de mayo de 2019

HISTORIAS DE TRAICIÓN (X). JUICIO Y CONDENA DE CRISTO




Historias de traición (X). Juicio y condena de Cristo



     ¿Cómo podría haber conocido y vivido los últimos tiempos de Jesús de Nazaret un romano de cierta calidad humana y social, sin creencias religiosas definidas? Este relato de ficción especula acerca de ello, sobre la base fáctica de los Evangelios canónicos, con las matizaciones o correcciones que resulten del mero sentido común e histórico. No se olvide, por otra parte, que dichos Evangelios presentan a este respecto diversas divergencias y que su traducción también ofrece ciertas dudas a los intérpretes.







1.      Carta de Séptimo Marcio Vero (primera parte)



     Séptimo Marcio Vero saluda a Anco Pompilio Pulcher, su amigo carísimo. No sabes la alegría que me produjo recibir tu carta, alejado definitivamente, como estoy, de Roma, en esta ciudad de Caesar Augusta[1], a la que -como sabes- me retiré con mi esposa, cuando el divino Claudio tuvo a bien destituirme del cargo de legado de la Legión Victrix[2], por razones que él conocerá y que a mí prudentemente, por desconocerlas, me han invitado a permanecer lejos del Tíber. De eso hace ya cuatro años, apenas nada en comparación con las dos décadas transcurridas desde que se produjeron los hechos por los que has tenido a bien interrogarme[3]. Es un tiempo más que suficiente para que mi memoria, ya poco feliz, arroje un manto de niebla sobre la luz de los hechos. No obstante, voy a procurar complacerte, no solo por amistad, sino para servir a tu deseo de ser justo con los cristianos, informándote en todo lo posible acerca de esa secta, antes de que aconsejes al César sobre la forma de comportarse con ellos[4].

***

     Estás en lo cierto, amigo Pulcher, cuando crees recordar que yo conocí personalmente al Chrestus[5] al que esas gentes adoran; y aún he de confesarte que todavía me siento insatisfecho por la forma en que se le trató, así como por no haber indagado más a fondo sobre el destino de su cadáver. He de decir en mi descargo que mi superior, el prefecto Pilato[6], no era hombre de carácter prudente, que se dejase aconsejar por otras personas, siquiera de cierta calidad, como era mi caso. Por otra parte, ¿quién habría pensado entonces que aquel hombre de tan pobre apariencia habría de concitar tan gran número de seguidores? Pues has de saber, Pulcher, que hasta esta misma ciudad ha llegado la semilla de esos cristianos, a juzgar por las noticias que me llegan por diversas fuentes[7]; de suerte que lo que se acuerde respecto de ellos en Roma tal vez no resulte inane en la pacífica existencia de esta ciudad a orillas del Ebro, desde la que te escribo.

***

     Todo comenzó para mí cuando un centurión a mis órdenes me relató ocasionalmente un hecho sorprendente, que él tenía por milagroso. Corrían los años centrales del mandato del divino Tiberio[8], cuando yo había sido nombrado tribuno angusticlavio[9] de la Legión VI Ferrata[10]. Como sabes, mi familia procede de los Bruttii[11], como la de Pilato, siendo ambas del orden ecuestre[12]. Por estos y otros motivos, él -ya en el ejercicio del cargo de Prefecto de Judea desde dos años antes de llegar yo allá[13]- me confió el mando de las dos cohortes de ciudadanos[14] que, desde la fortaleza llamada Torre Antonia[15], constituían la guarnición de la conflictiva ciudad de Jerusalén. Yo asumí el cargo, pese a mi juventud, con prudencia y cierta astucia, intentando cumplir el mandato imperial de evitar confrontaciones con los judíos y respetar en lo posible sus tradiciones y a sus autoridades, lejos del patrón de conducta inicial del Prefecto[16], acomodándome por el contrario a las directrices recibidas de Roma.

     Pues bien, uno de los centuriones a mis órdenes[17], llamado Casio Longino[18], fue quien primero me instruyó de la existencia de aquel Chrestus o Cristo, a quien él tenía en gran consideración, por haber atendido su petición de sanarle a un esclavo o criado que se hallaba muy enfermo, y eso, sin necesidad de tenerlo presente ni tocarlo para lograr la curación[19], como se dice que lo hacen los magos y taumaturgos, cosa que yo nunca he visto, ni comprobado por mí mismo. Longino afirmaba que el suceso había acaecido en la ciudad de Cafarnaún, en Galilea, junto al Mar de Tiberiades, donde estaba entonces destacado por los desórdenes y levantamientos que se estaban produciendo en aquella región, gobernada por un Tetrarca, de nombre Herodes, al que luego habré de referirme[20].

     En mi deseo de suavizar asperezas y congeniar con los judíos, se me aconsejó por algunos buenos conocedores de la ciudad jerosolimitana que entrase en contacto con un sacerdote, llamado Anás, quien, aunque no era el Sumo Sacerdote de los judíos desde los tiempos de Valerio Grato, seguía conservando gran autoridad entre los suyos[21], para lo que contaba -según me dijeron- con el control de los cuantiosos ingresos del Templo. Anciano y astuto, era buen conocedor de nuestra lengua y leyes, lo que me facilitó aún más el mantener con él una buena relación.




***

     Pocos días antes de las calendas de febrero del año 783 de la fundación de la Ciudad[22], en el consulado de Marco Vinicio y de Lucio Casio Longino, el centurión de guardia en la Torre Antonia me anunció la presencia del sacerdote Anás y su deseo de que le diese audiencia inmediata. Muy grave y urgente había de ser el asunto que lo traía, pues, por razones políticas o religiosas, los judíos no juzgaban oportuno acceder a la fortaleza, ni permitían que los romanos entrásemos en el recinto de su templo[23], razón por la cual yo tenía con él la gentileza de entrevistarme en la sede del Sanedrín. En efecto, con gran excitación y enfado, Anás me relató el grave incidente que acababa de ocurrir en el patio de columnas del Templo, cuando un individuo, que se dice profeta y frecuentemente injuria a los sacerdotes y a los legistas, había hecho un vergajo de cuerdas y se había dedicado a golpear a quienes en aquel lugar se dedicaban pacíficamente a cambiar moneda y a la venta de animales para las ofrendas, al tiempo que les desbarataba sus tenderetes y jaulas, diciendo que todos ellos eran una banda de ladrones y sacrílegos[24]. Comoquiera que yo le hiciese ver que el suceso, por su índole religiosa y haberse producido dentro del recinto del Templo, era de su competencia, mi interlocutor argumentó que, de repetirse, la conducta del Profeta podría generar desórdenes o revueltas en la Ciudad, ahora que se acercaba la Pascua y, con ella, la habitual venida del Prefecto a Jerusalén. Añadió que el individuo levantisco, un tal Joshua, era también enemigo de los romanos, puesto que se arrogaba el título de rey de los judíos y rechazaba el pago por estos del tributo al César.

     Comprenderás, estimado amigo, que inmediatamente me percaté de lo que tanto excitaba el celo de Anás, a saber, la posible pérdida de beneficios por las actividades mercantiles que en el Templo se desarrollaban; como también, la razón de no haber ejercido personalmente las labores de policía, que no era otra que la de evitar el enfrentamiento con los seguidores del tal Joshua. No obstante, en parte por devolverle algunos favores, en parte por curiosidad hacia su antagonista, opté por complacer a Anás y lo despedí con el compromiso de detener a Joshua y advertirle severamente de que cesara en sus actitudes violentas.

     No me fue difícil dar con él, pues casi todas las mañanas acudía al Templo para proclamar sus enseñanzas[25]. La decuria apostada a la puerta del recinto me lo trajo conducido, al día siguiente de haberles dado la orden. Un grupo numeroso de discípulos permanecieron a la entrada del pretorio, mientras yo escuchaba su declaración. Pero, para mi sorpresa, antes se coló de rondón el centurión Longino -del que antes te he hablado- para advertirme de que Joshua era el mismo Chrestus o Iesus que había sanado a su criado, y que él mismo, muy gustoso, nos serviría de intérprete, dado que los varios años pasados en la zona le habían permitido un buen conocimiento de la lengua aramea, usual en la región[26]. Accedí a ello y ordené que trajesen a Joshua a mi presencia, no sin antes indicar a un amanuense que estuviera preparado para recoger las palabras del detenido.

***

     Compareció ante mí un hombre todavía joven[27], modestamente vestido, que se expresaba con claridad en latín[28] y que con toda sencillez reconoció los sucesos de días atrás en el Templo, que me había denunciado Anás, si bien aclaró que no había sido su pretensión azotar a vendedores o cambistas, limitándose a volcar algunos de sus puestos. ¿A qué, entonces, proveerse de un atado de cuerdas?, pregunté. Su respuesta fue la de que lo había hecho meramente para intimidar. Luego aclaró los motivos de su comportamiento, que no se compaginaba con su habitual mansedumbre, y que tenían que ver con el apasionado amor que sentía por el Templo[29], al que tenía por la casa de su padre. Yo le pregunté cómo podía ser eso, si no se trataba de una casa particular, pero no me contestó. Seguidamente le pedí aclaración a su consideración como ladrones de quienes allí negociaban conforme a lo acostumbrado. Su respuesta me pareció tenía que ver más con reputar indigno que se ejerciera allí el comercio, que con que los mercaderes fuesen especialmente inmorales. Es una casa para la oración, me contestó textualmente.

     No creyendo oportuno profundizar más en una cuestión que cada vez me parecía más nimia y estrictamente religiosa, despedí al Profeta, requiriéndolo a que se abstuviese en el futuro de nuevas demostraciones de fuerza contra los cambistas y vendedores, a lo que asintió, no tanto por temor -en mi opinión-, sino por haber hecho ya el alarde de vehemencia preciso para que lo presenciara el vulgo. Seguidamente, escribí un breve correo para Anás, dándole cuenta de mi gestión.

***

     Por aquellos días, se presentó un mensajero de Pilato, anunciando su próxima llegada a Jerusalén, para vigilar personalmente el desarrollo de la festividad llamada de la Pascua, la mayor de los judíos, que tiene lugar en la primera luna llena después del equinoccio de primavera[30]. Comprendiendo que podrían producirse acontecimientos que aconsejasen estar lo mejor informados posible sobre Joshua -pues el Sumo Sacerdote Caifás había sido confirmado en su cargo por Pilato y estaba en buenas relaciones con él-, decidí acudir de incógnito a algunas de las predicaciones del Profeta. De modo que, en unión y de acuerdo con Longino y dos triarios[31] con las espadas ocultas, nos vestimos al modo judío y acudimos al Templo para escuchar las palabras de Joshua.






2.      Carta de Séptimo Marcio Vero (segunda parte)

    

     Conforme íbamos entrando en el patio del Templo, coincidimos con numerosos grupos de judíos, algunos de los cuales -según entendió el centurión Longino- iban hablando de las predicaciones de Joshua y del escándalo que habían producido en buena parte de sus oyentes, por las diatribas que había pronunciado contra los sacerdotes y sus secuaces[32], así como por la agudeza de las respuestas dadas a las preguntas maliciosas que se le habían formulado, y la falta de contestación de los sacerdotes y legistas a las que Él les hacía. Animé a Longino a que, fingiéndose judío de Egipto para justificar sus errores lingüísticos, pidiese algunas aclaraciones a un grupo de personas de apariencia culta, que iban a escuchar al Profeta. Estos destacaron, sobre todo, la inteligencia con que había salido del paso ante las cuestiones engañosas que se le habían hecho, en particular, una sobre el pago de impuestos al fisco del César por parte de los habitantes de Judea. Como es natural, pusimos mucha atención en la contestación que, sin embargo, nos dejó perplejos, pues tenía que ver con que la moneda en que se pagaba tuviera la efigie e inscripción del divino Tiberio[33]. En ese momento, uno de los discípulos que siguen a Joshua se volvió a nosotros y explicó que Aquel había querido dar a entender que su mensaje iba dirigido a mostrar el camino de los hombres hacia el Dios de los judíos, no a dar consejos sobre cosas humanas. Eso ya me pareció más claro y tranquilizador, para el caso de que Anás volviera con sus quejas y tratara de engañar a Pilato sobre el verdadero alcance de sus motivos.

     Tengo que decirte, ilustre Pulcher, que los discursos de aquella mañana me dejaron confuso y frío, pues el Profeta pasó horas discutiendo sobre el fin del mundo[34], algo que yo supongo resultará inevitable un día, pero que no entra dentro de mis inquietudes más inmediatas. Por otra parte, el Maestro mezclaba la destrucción del mundo con la del templo de Jerusalén y la de esta misma ciudad, dando como próxima la fecha y aconsejando vigilancia y resignación. En suma, Joshua se presentó ante mis ojos como uno de esos profetas de catástrofes y escatologías, que suelen asustar a sus oyentes para luego venderles remedios mágicos y fórmulas de protección. No llegó a eso Joshua, por cierto, pero para mí fue suficiente con lo que le había escuchado hasta entonces. Pese a las sugerencias de Longino, que comprendió mi decepción y valoraba en mucho a aquel judío, deseché el propósito de repetir la experiencia y me conformé con someter al Profeta a una discreta vigilancia en tanto permaneciera de Jerusalén, encargando a los celadores que me comunicasen lo principal de sus discursos y movimientos.

***

     La venida de Pilato a Jerusalén tuvo aquel año la novedad de que llegó acompañado de su esposa, Claudia Prócula[35]. Después de rendirle honores e informarle ampliamente sobre la situación en Jerusalén, opté por solicitarle licencia para ausentarme dos semanas de la Ciudad, a fin de inspeccionar el acuartelamiento de Megiddo[36]. La concedió el Prefecto, que había sido acompañado desde Cesarea por un numeroso cortejo, por lo que no era de esperar que precisara de mi compañía. Ahora no lo recuerdo con la seguridad precisa para afirmártelo, pero creo haberle hecho alguna alusión al Profeta, así como a la conveniencia de dejarlo estar, ya que su mensaje era puramente religioso y solo por eso había chocado con los poderes e intereses de los sacerdotes de Israel.

***

     A mi regreso de Megiddo, en vísperas de la Pascua, me aguardaban los soldados a quienes había dado el encargo de vigilar al Profeta, para referirme una noticia sorprendente: Dos días antes, cuando iba a entrar en Jerusalén con sus discípulos, procedente de un pueblo próximo, un grupo numeroso de judíos de Jerusalén y de forasteros venidos para la fiesta, lo habían recibido en triunfo, entre la indignación de los sacerdotes y sus secuaces, que habían intentado en vano acallar las aclamaciones[37]. Al parecer, la admiración de las gentes por Joshua era debida a que había resucitado a un muerto, amigo suyo[38], prodigio admirable que mis informadores no pudieron confirmar, al haberse producido el dudoso episodio fuera de la Ciudad[39].

     Al presentarme ante Pilato, este se me congratuló de la manera relativamente pacífica en que iba discurriendo el periodo pascual, si bien no dejaba de haber -debido a la gran cantidad de gente venida de fuera y malamente hospedada- trifulcas y motines, en uno de los cuales se había producido una muerte[40]. También me comentó que, entre los peregrinos llegados a Jerusalén, se encontraba el Tetrarca de Galilea[41], al que el Prefecto tenía en no buen concepto y que, aún anunciándole su presencia, no se había dignado hasta entonces visitarlo en la Torre.

     A los dos días de mi retorno, volvieron a presentárseme los celadores de Joshua, para comunicarme que el Profeta estaba siendo seguido también por guardias del Sanedrín, que parecían actuar confabulados con algún discípulo de su entorno[42]. Ello me hizo suponer que los sacerdotes habrían llegado al colmo de su paciencia, decidiendo tomar medidas y castigarlo. Longino confirmó mis sospechas pues había estado presente, de manera oculta, en algunos de sus discursos en el Templo, comprobando que cada vez trataba con más desprecio a los sacerdotes y a otra secta influyente de los judíos, llamados farisii [43], como si quisiera provocarlos a que lo matasen. El Centurión dijo que, en efecto, Joshua había profetizado su propia muerte, si bien aseguró su resurrección al tercer día. Como esto último era muy poco probable y Longino apreciaba a Joshua, estaba muy preocupado por el destino de ese Hombre; tanto, que hube de recordarle que, estando en Jerusalén el Prefecto, era improbable que los judíos ejecutasen formalmente a uno de los suyos, sin consultarlo previamente con Pilato[44].

***

     El día anterior a la celebración de la Pascua judía, me levanté muy temprano y, en unión de los primipilos[45], procedí a visitar y reforzar los puestos y las patrullas que habrían de vigilar la Ciudad en evitación de desórdenes. Me hallaba en el destacamento del monte Ophel[46], cuando me vino a avisar un decurión de que Pilato requería mi presencia en el pretorio. Casualmente, aquella jornada la fuerza armada de la Torre se hallaba al mando inmediato del centurión Marco Batiato.




     Al llegar a la Torre, encontré una muchedumbre congregada ante su puerta. En el patio interior, se hallaba un grupo de judíos con las vestimentas de los sanedritas, encabezados por Anás y Caifás, que parecían aguardar algo. Aunque aquel hizo ademán de avanzar hacia mí, no detuve mi marcha y me dirigí a Batiato, que me esperaba al pie de la escalinata para hacerme saber el motivo de la llamada del Prefecto: El Sanedrín había juzgado a Joshua según su ley y lo habían condenado a muerte por impiedad, que ellos llaman blasfemia. El Profeta aguardaba en los calabozos del Sanedrín, hasta que Pilato decidiera confirmar, o no, la pena capital, que habría de ejecutarse por lapidación[47]. El Prefecto no parecía dispuesto a concederles lo que pedían pero, sabiendo que yo era mejor conocedor del caso y de la situación, había decidido que lo aconsejara.

     Encontré a Pilato paseando arriba y abajo del litóstrotos[48]. Pareció alegrarse de verme. Volvió a sentarse en la silla curul[49] y, tras ponerme brevemente en antecedentes de la pretensión de Caifás, requirió mi informado consejo. Naturalmente, desaconsejé al Prefecto que ratificase tan tremenda condena, tanto por la personalidad del reo, como por cuanto significaba de intromisión del poder romano en cuestiones meramente religiosas, que el propio César[50] había ordenado dejar en manos de las autoridades judías. Pilato objetó que eso sería tanto como reconocer al Sanedrín el derecho a ejecutar sin control suyo las penas de muerte, a lo que yo respondí que, por lo que a este concreto asunto atañía, me parecía obvio que el tribunal judío se había excedido en la gravedad de la sanción.

     No pareció muy convencido Pilato del acierto de mi consejo, en lo que no lo culpo, pues el conocimiento y aplicación de las leyes civiles no era -ni es hoy en día- mi fuerte. No obstante, mandó subir a estrados al Sumo Sacerdote, Caifás, con el que mantenía una relación amistosa, y le transmitió su decisión de no inmiscuirse en un supuesto delito religioso, ni aprobar la ejecución del culpable, quien no había dado motivos de alarma para el Imperio. El Sacerdote, al oír esto, prorrumpió en exclamaciones de sorpresa porque el Prefecto desconociera que el tal Joshua era un grave peligro para la tranquilidad de aquella provincia, ya que se hacía llamar el Rey de los Judíos, habiendo llegado en su insolencia a incitar a no pagar el tributo al César. Pilato acogió la nueva denuncia con escepticismo, pues ya estaba informado por mí del tema del tributo y no veía seriedad ninguna en la descabellada auto atribución por un profeta inerme de un título real. Con todo, la acusación venía de una persona de calidad y los hechos revestían la apariencia de un crimen de lesa majestad, que un magistrado romano no podía pasar por alto. Ordenó, pues, que se trajera inmediatamente a Joshua a su presencia, enviando a tal efecto una guardia armada al palacio del Sanedrín. Yo corrí a transmitir el mandato a la tropa, en tanto Caifás, con apariencia satisfecha, retornó al patio y cuchicheó largo tiempo con Anás y los otros sanedritas. Afuera, la multitud seguía aumentando -probablemente, convocada por los contrarios al Profeta-, lo que me inquietó ya que, al celebrarse el juicio en público, los judíos tendrían derecho de entrar en el patio al que daba el litóstroto. En consecuencia, mandé recado a toda la fuerza presente en la Torre para que estuviese prevenida y, por de pronto, doblé la guardia, hasta alcanzar aproximadamente los efectivos de dos manípulos[51], que puse al mando del primipilo Aurelio Cotta, hombre valiente y justo, encareciéndole que hermanara la prudencia con la firmeza y estuviera en todo momento atento a mis indicaciones.

***

     Muy pronto retornó la guardia, llevando a Joshua con ellos. La muchedumbre fue entrando en buen orden al patio de la fortaleza, hasta cubrir todo el espacio que lindaba con la balconada del litóstroto. No obstante, una doble fila de soldados los alejó sin contemplaciones del muro, para evitar cualquier tentativa de asalto a la zona superior. El Profeta fue llevado a presencia de Pilato y, ante este, también comparecieron Caifás y Anás en calidad de acusadores. El Prefecto rechazó, en principio, que acudieran testigos, deseoso de acabar pronto con un juicio que, en el fondo, tenía como intranscendente en sí mismo, aunque la afluencia de una multitud le aconsejara celeridad y prudencia.

     El juicio comenzó como cualquier otro[52]. Los sacerdotes insistieron en que el acusado se hacía llamar Rey de los Judíos y en que ponía en duda la autoridad del César de fijar impuestos, si bien mezclaban constantemente estas denuncias con la de blasfemia, por considerarse Hijo de Dios. Pilato interrogó a Joshua con cierto detenimiento, pero no obtuvo de él más que el reconocimiento de su condición regia[53]. En esos momentos, se acercó repentinamente al Prefecto una doncella de su esposa para hacerle llegar un urgente mensaje de esta, al parecer relacionado con una petición a su marido para que fuese clemente con el reo[54]. Simultáneamente, intervino Anás, insistiendo en que Joshua había empezado su misión en Galilea, desde donde había venido hasta Jerusalén, soliviantando al pueblo durante todo el recorrido[55]. En virtud de esta última consideración, Pilato tomó una resolución acomodaticia, a saber, la de declararse incompetente para juzgar el caso, habida cuenta de que Joshua, como galileo que había actuado principalmente allí, era de la jurisdicción del Tetrarca, Herodes Antipas[56]. Y, siendo así que Herodes se encontraba en Jerusalén por la Pascua, el Prefecto se volvió a mí, ordenándome llevar al Profeta adonde se hallara el Tetrarca con su séquito, debiendo hacerlo yo personalmente, como deferencia a la categoría de la persona a visitar.




     Quiero creer, ilustre amigo, que el Tetrarca no entendió este hecho como la necesidad de juzgar a un delincuente, pues estaba fuera de Galilea y la presencia de Joshua le era totalmente inopinada. Lo cierto es que se comportó como un personaje en vacaciones presenciando un espectáculo. Todo se le volvía pedir al acusado que hiciese ante él y su cortejo algún prodigio o milagro, como aquellos de que había oído hablar. Joshua nada dijo, ni prestó atención a las indicaciones de Herodes quien, cansado de insistir y no lograr, decidió tomar al compareciente por loco o algo parecido, ya que, entre burlas, le puso sobre sus modestas ropas una túnica brillante y me indicó que volviese a llevarlo ante Pilato, agradeciéndole su deferencia[57].





3.      Carta de Séptimo Marcio Vero (tercera parte)



     Comprenderás, ilustre Pulcher, que no gustase a Pilato el retorno de Joshua a sus manos para continuar un juicio que, al tiempo que repugnaba a su conciencia, se le estaba complicando por la creciente excitación de la multitud, sin duda atizada por los sanedritas y sacerdotes. El Prefecto tornó a lanzar una sarta de preguntas al Profeta, que este siguió sin contestar, una vez había confesado que era Rey de los Judíos, sea lo que fuere lo que él entendiera por tal dignidad. Cansado y enfadado por la situación, tomó Pilato la palabra y, tras reconocer que no había hallado en el acusado motivo para una sanción capital, ordenó como castigo de su ligereza e insolencia que fuera objeto de una correctio grave, a saber, la flagelación[58]. Me cabe la duda, hoy como entonces, de si Pilato quería castigarlo efectivamente o, más bien, aplacar a la multitud y hasta moverla a piedad pues, tan pronto hubieron concluido los soldados su severo cometido, hizo comparecer a Joshua ante la multitud, tan sangriento y lacerado, como el flagrum taxillatum suele conseguir[59]. Pero la multitud no se compadeció, forzando al Prefecto a adoptar un acuerdo, cuya posibilidad conocía bien, por llevar varios años a cargo de aquella provincia. Dirigiéndose a mí, inquirió sobre el nombre de algún preso en la cárcel de la Torre, cuyos delitos fueran lo suficientemente graves, como para alarmar a la población y hacerlo poco grato a la misma. Recordé que, pocos días antes, habíamos detenido a un verdadero energúmeno, al que llamaban Barrabás, quien había matado a un hombre y provocado un verdadero disturbio, antes de que los soldados lograsen arrestarlo[60]. Quedó satisfecho el Prefecto con mi selección y, al punto, ofreció a la gente la alternativa de liberar a Barrabás o a Joshua. Nuevamente la multitud mostró su hostilidad orquestada contra el segundo, reclamando la libertad del criminal[61]. Era un enfrentamiento cada vez más insoluble entre la muchedumbre y el Pilato. Me di cuenta de ello e hice una señal a los soldados de la guardia para que colocasen las lanzas en posición de alerta. No sé lo que habría sucedido, de no alzar la voz Caifás para apostrofar a Pilato: ¡Este individuo -dijo- dice ser nuestro rey, pero nosotros no tenemos otro que el César! ¡Si no lo crucificas, no eres amigo del César[62]! La multitud repitió sus palabras y Pilato resolvió aceptar finalmente su petición y falló que Joshua fuera crucificado[63].

     Los acusadores se retiraron y la multitud fue saliendo del patio de la fortaleza, seguramente con intención de ocupar sitio en el camino hasta el Monte Gólgota, donde había de producirse la crucifixión del Profeta. El propio Pilato, antes de retirarse del tribunal, ordenó que se aprovechara el acto para crucificar también a dos ladrones, a los que había juzgado y condenado poco antes, para así dejar la sentencia cumplida antes de la Pascua judía[64].




     Por mi parte, felicité a los soldados de la guardia por la tranquilidad y firmeza demostradas ante la multitud y, acompañado de los primipilos, me encaminé al acuartelamiento para compartir el rancho de aquel día con la tropa. Por eso no tuve constancia en el momento de los excesos y mofas a que se entregaron los legionarios en el pretorio con el profeta, con el beneplácito del centurión Batiato que los mandaba y que, incluso, reunió a toda la centuria para participar del escarnio[65]. Su colega Longino, quejoso, me lo hizo saber, por lo que resolví que fuese el propio Longino quien dirigiera a la fuerza aprestada para el cortejo y la crucifixión. Desde ese momento, Batiato me tomó ojeriza, por lo que, en su día, solicité y obtuve de Pilato su cese en el destacamento de Jerusalén, siendo trasladado a Cesarea.

***

     En realidad, querido amigo, aquí terminó mi relación con el Maestro o fundador de la secta de los cristianos, pero no voy a privarte de la relación de algunos hechos misteriosos o sobresalientes, que siguieron a su crucifixión. Pues habrás de saber que, pasadas las fiestas pascuales, Pilato y su séquito retornaron a Cesarea, dejándome nuevamente como la máxima autoridad romana de Jerusalén. Fue ese el momento que aprovechó el centurión Longino para acudir a mí y exponerme una circunstancia que juzgó debía conocer alguien superior a él, ya por aliviar su conciencia, ya por confirmar la realidad de lo acaecido. Fue ello que algunos amigos de Chrestus, habiendo pedido y obtenido de Pilato que les entregase su cuerpo para enterrarlo dignamente[66], colocaron el cadáver en un sepulcro excavado en una roca, en las inmediaciones de la Ciudad[67]. Sabedores de ello, los que habían sido sus acusadores y reclamado su muerte se presentaron también a Pilato, para rogarle que colocara una guardia ante la sepultura durante los siguientes tres días, a fin de evitar que los seguidores del difunto robasen su cuerpo e hicieran correr la especie de que Joshua había resucitado, según había profetizado repetidas veces. Aunque creo que el Prefecto juzgaría necia la petición, accedió a ella y ordenó directamente a Longino -centurión de guardia en aquel día- que designara a seis soldados para que, por turno y en parejas, vigilaran la tumba. En esa tarea colaboraron algunos guardias del Sanedrín, tras haber sellado sus jefes la piedra que cerraba el sepulcro[68]. Pasaron con creces los tres días para los que se había montado el servicio y los legionarios encargados no comparecían ante Longino para darle cuenta de su resultado y finalización. El centurión imaginó que la rendición de cuentas la habrían hecho a otro oficial, por lo que no verificó indagación ninguna. Pero, unas semanas más tarde, empezaron a llegar a sus oídos rumores de que el Profeta había resucitado efectivamente y lo habían visto algunos de sus discípulos, con cuyo entorno Longino mantenía cierta relación. Fue entonces cuando convocó a los soldados para ordenarles que le informasen de lo sucedido durante los tres días de vigilancia. Tras muchas vacilaciones, le confesaron que, por sueño o alguna deficiencia en su servicio, se encontraron con que, al amanecer del segundo día, la sepultura estaba abierta y el cuerpo había desaparecido. Longino se indignó por el fallo y, sobre todo, por la ocultación del mismo. Consideró que los culpables merecían una severa sanción y, por ello, aunque era comprensivo y afectuoso con sus hombres, me lo hizo saber, a fin de que fuese yo quien, con mi superior autoridad, decidiese el castigo pertinente.

     En consecuencia, hice una discreta indagación de lo sucedido, tomando declaración o entrevistándome con los soldados de vigilancia, el sacerdote Anás y ciertos seguidores de Joshua, que Longino me presentó. La conclusión a la que llegué fue la de que los soldados se habían tomado el servicio a chacota, por juzgar estúpido su motivo -algo que también yo, estimado Pulcher, compartía-, y luego, por temor a ser reprendidos, habían optado por el silencio ante sus superiores. Hubo, no obstante, una cosa que llamó mi atención, a saber, que Anás parecía perfectamente al corriente de lo acaecido, hasta el punto de darme una versión más detallada que los propios legionarios. Según él, aprovechando el sueño de los soldados, los discípulos de Joshua habían corrido la piedra de cierre y robado el cuerpo, para hacer creer en su resurrección. A mí me pareció que era la única forma sensata de interpretar los hechos, aunque se me hacía difícil admitir el testimonio de individuos que estaban dormidos[69]. En cualquier caso, en lo que a la falta grave de los guardianes respecta, resolví no dar cuenta a Pilato y me limité a ordenar su traslado por un año al destacamento de Masada[70].




     Por lo demás, mis pesquisas cerca de los seguidores del difunto Chrestus no dieron otro resultado que el de recoger el rumor de que su Maestro había sido visto por algunos de los suyos, después de su crucifixión. Uno de ellos afirmó haberlo contemplado personalmente, aunque dudaba de su corporeidad o, incluso, daba como posible que se hubiese tratado de un espíritu o fantasma. Intenté, ciertamente, la comprobación por mí mismo, pero todos me hicieron saber que el supuesto resucitado había partido para Galilea, desde donde había de ascender prontamente a los cielos, para sentarse junto al Dios de los judíos, al que llamaba su padre. Comprenderás, mi dilecto amigo, que abandonase al punto todo esfuerzo destinado a perseguir fantasmas y rastrear patrañas[71].

***

     Todavía permanecí, insigne Pulcher, dos años más en Jerusalén, como tribuno de la VI Legión[72], continuando Poncio Pilato en la sede de Cesarea, como Prefecto. En una de las visitas que le rendí en esa ciudad, resolví cumplir el encargo que me había dado el centurión Longino para un compañero suyo allí destinado, llamado Cornelio[73], de quien tenía noticia de que había pasado a ser seguidor de Chrestus. Entiendo que Longino, muy próximo a los discípulos de Aquel, recordaba mi relativo interés por su persona y enseñanzas.

     Una vez en la ciudad aludida, llamé a mi presencia al centurión y obtuve la confirmación de cuanto Longino me había anunciado. Tanto Cornelio, como su familia y amigos íntimos, se habían hecho cristianos, gracias a la predicación de un importante discípulo de Joshua, llamado Pedro, y a la acción de un numen, al que llamaban el Espíritu Santo. Mucho me habló el militar de la acción de ese Espíritu, que decía inflamaba los corazones e impulsaba a dar gloria y alabanza a su Dios, en toda clase de lenguas, incluso las que para ellos eran extrañas. Pienso que mi interlocutor me creía interesado en su religión, pero mi verdadero interés era el de comprobar si él había tenido personalmente alguna experiencia de Joshua después de su crucifixión. Una vez que constaté que no había sido así, despedí amablemente a Cornelio, no sin antes aconsejarle que no hiciera proselitismo entre los soldados, dejando que ellos mismos decidieran sus creencias, sin la presión o influjo de sus jefes. Ignoro si cumpliría o no mi admonición pero lo cierto es que, como sin duda sabes, la simiente de Chrestus parece germinar con abundancia entre los legionarios, incluso en esta tierra de Hispania.

***

     Esto es todo cuanto tengo que exponerte, en contestación a tu amable requerimiento de información, esperando te resulte de utilidad y sirva para que aconsejes al César con tu sabiduría y prudencia acostumbradas.

     Mi esposa te envía sus saludos, que hacemos extensivos a tu familia y a los amigos comunes de Roma. Que los dioses os sean a todos propicios.

     Firmada y sellada en Cesaraugusta, en el día cuarto anterior a los idus de octubre del año décimo de gobierno del divino Tiberio Claudio César[74], siendo cónsules Gayo Antistio Vétere y Marco Suilio Nerulino[75].






4.      Apéndice



     Para los amantes del detalle, informaré de que la carta del tribuno Vero, que he transcrito y traducido más arriba, se encuentra en un códice que cayó en mis manos, junto a un ejemplar de los Hechos de Pilato[76]. Dicho volumen en pergamino podría datarse en el siglo V, según la docta opinión de quienes conocen bien los tipos de letra y los giros del latín tardío. Yo solo puedo asegurar que, cuando lo leí y copié, estaba entre los fondos de la Biblioteca Laurenciana[77], en donde ingresó desde sus orígenes, procedente de las adquisiciones de Lorenzo el Magnífico[78].

     Y, si algún lector se preguntare por qué Jesús puede entrar en el numeroso elenco de personas relacionadas con la traición, quizá pueda contestarle que lo fue por partida doble: A los romanos, por atentar contra la majestad del César; a los judíos, por apartarse de su religión, que formaba un todo indisoluble con la pertenencia a su Nación. Claro es que esos son -o pudieron ser- los puntos de vista de sus jueces y de sus acusadores. A diferencia de lo acaecido con el rótulo de la Cruz, en mi relato domina el criterio de los victimarios, no el de la víctima[79]. Pero, a fin de cuentas, la conclusión será la misma, pues yo también afirmo: Lo escrito, escrito está[80].









[1] Obviamente, se alude a la Colonia Caesar Augusta (hoy, la española Zaragoza), fundada hacía el 14 a.C.  para el retiro de los soldados veteranos de las Guerras Cántabras de Augusto. Véase Francisco Beltrán Lloris, Colonia Caesar Augusta: el impacto sobre el territorio y las comunidades indígenas, Revista de Historiografía, 25 (2016), pp. 301-315 (accesible por Internet). Por la expansión y progreso de la Colonia, es probable que tenga razón esta carta al calificarla de Civitas, ya en pleno gobierno de Claudio.
[2] Debe tratarse de la Legio VI Victrix, o Hispaniensis, gemela de la VI Ferrata, cuyo campamento estaba a la sazón en Legio (León), siendo sus retirados enviados frecuentemente a la Colonia cesaraugustana.
[3] Dando por buena la opinión contemporánea de que la pasión y muerte de Jesús se produjeron en la Pascua judía del año 30, la misiva que en el relato se traduce debería datarse hacia el año 50, lo que coincide con las referencias al final de aquella.
[4] El emperador Claudio ya adoptó algunas medidas poco favorables a los cristianos, recogidas en ciertos historiadores romanos y en los Hechos de los Apóstoles. Véanse en el blog, historicidaddelnuevotestamento.blogspot.com, los artículos de Álvaro Arditi, El Decreto de Nazaret y El Emperador Claudio y los Cristianos, entradas ambas del 20 de abril de 2008.
[5] Tanto Suetonio como, parcialmente, Tácito utilizan la raíz chrest- para referirse a Cristo y a los cristianos. Puede haber en ello razones fonéticas, de deficiente información y/o de ser el nombre de Chrestus relativamente frecuente en la Roma de la época en que escribieron aquellos historiadores (finales del siglo I y comienzos del siglo II).
[6] Lucio Poncio Pilato, Prefecto romano de Judea (26-36). Los datos -discutibles o seguros- que del mismo tenemos se recogen, casi exclusivamente, en los Evangelios y en los historiadores Filón de Alejandría y Flavio Josefo.
[7] Aunque sea una leyenda, y tardía, puede recordarse la presencia del apóstol Santiago el Mayor en Cesaraugusta hacia el año 40, con la consiguiente aparición al mismo de la Virgen, en carne mortal, para exhortarle a proseguir su obra evangelizadora.
[8] Tiberio gobernó el Imperio Romano entre septiembre del año 14 y marzo del año 37.
[9] Uno de los mandos del segundo nivel de la legión romana, tras el legado. En cada legión solía haber un tribuno laticlavius, de orden senatorial, que sustituía al legado en ausencia, y cinco tribunos angusticlavii, de orden ecuestre, que solían mandar cada uno dos cohortes (casi mil infantes). El calificativo respondía a la banda púrpura que llevaban como distintivo en sus togas, ancha la del laticlavius y estrecha la de los angusticlavii.
[10] Una de las legiones acuarteladas a la sazón en Siria -su cuartel radicaba en Antioquía- y parte de cuyos efectivos estaban destacados en Palestina, para controlar el orden en la zona. Tales destacamentos radicaban en Cesarea (Marítima), capital de la Provincia, en Jerusalén y en algunas otras ciudades importantes o estratégicas, como Megiddo.
[11] Zona de los Abruzzos, en la actual región italiana de Calabria.
[12] Estamento romano intermedio en poder y categoría entre el senatorial o patricio y el plebeyo. Originalmente había consolidado su fuerza en el ejercicio del comercio, alcanzando a partir de los últimos años de la República marchamo administrativo y luego -podríamos decir- constitucional.
[13] Pilato era Prefecto desde el año 26; por tanto, Vero ejercería de tribuno en Palestina a partir del año 28.
[14] Quiere decir que todos sus soldados ostentaban la ciudadanía romana, cosa que ya no era muy frecuente en la época. Probablemente, se trataría de militares itálicos, pertenecientes a las cohortes I y II Italicae Civium Romanorum.
[15] Fortaleza-palacio construida por Herodes el Grande entre los años 37 y 35 a.C., así llamada en honor del triunviro Marco Antonio. Era adyacente del Templo de Jerusalén, así mismo levantado parcialmente por el citado rey.
[16] Vero alude a las constantes tensiones y violencias de Pilato hacia los judíos que, pese a las órdenes de Tiberio y a cierta suavización de los excesos iniciales, se mantuvieron a todo lo largo de su mandato, determinando finalmente su destitución.
[17] Habida cuenta de que dos cohortes comprendían un total de doce centurias, es de suponer que los centuriones a las órdenes del tribuno Vero fueran una docena, entre los cuales habría dos primi pili, para mandar cada una de las dos cohortes. Se recuerda que la centuria legionaria solía comprender ochenta soldados, no los cien que su nombre da a entender.
[18] Ciertos Evangelios apócrifos dan como nombre completo del centurión el de Lucio Casio Longino, nombre coincidente con el del destacado político que, precisamente, ocupó el consulado en el año 30. A este centurión se atribuye la resolución de traspasar con una lanza a Jesús para comprobar su previo fallecimiento (Juan, 19, 34), aunque el Evangelio alude simplemente a un soldado. Más fundamento evangélico tiene la asignación al centurión del acto de fe en que Cristo era, como Él decía, Hijo de Dios (por ejemplo, en Mateo, 27, 54).
[19] Véanse Mateo, 8, 5-13 y Lucas, 7, 1-10.
[20] Se trata del evangélico Herodes Antipas, gobernante de Galilea y Perea entre el año 4 a.C. y el 39 d.C., en que falleció. Era hijo de Herodes el Grande y contó con el apoyo de los Príncipes de Roma, hasta que Calígula lo desterró a la Galia, donde falleció a poco de llegar, contando unos sesenta años de edad.
[21] Anás fue Sumo Sacerdote entre los años 6 y 15, confirmado por el Gobernador de Siria, Sulpicio Quirino. Cesado por el Prefecto de Judea Valerio Grato, mantuvo su ascendiente, al ser nombrado Sumo Sacerdote su yerno, Yosef ben Caifás, quien se mantuvo en el cargo entre el 18 y el 36, cuando cesó casi al mismo tiempo que Pilato. Parece ser, a tenor de los Evangelios, que Anás mantuvo, junto a Caifás, la prerrogativa de presidir el Sanedrín, máximo Órgano judicial y religioso judío de la época, formado por el Sumo Sacerdote y setenta otros personajes distinguidos (sabios) más.
[22] Equivale a decir: en los últimos días de enero del año 30 de nuestra Era. Parto de la base de que el llamado ministerio de Jesús en Jerusalén no se limitó a unos pocos días, sino que duró, al menos, varias semanas. De otro modo, parece difícil que las autoridades judías llegasen a tal nivel de indignación y preparasen su prendimiento y juicio. En cualquier caso, se trata de una licencia literaria de mi relato.
[23] Nuestro protagonista, Vero, parece olvidar que en el Templo herodiano de Jerusalén había un área o patio en que podían entrar los gentiles; pero otra cosa -naturalmente, mal vista- es que lo hicieran los soldados y funcionarios romanos en el ejercicio de sus funciones.
[24] Véase, por ejemplo, Marcos, 11, 15-19.
[25] Véase Marcos, 14, 49. Es otro argumento más en favor de una estancia más prolongada de Jesús en Jerusalén en vísperas de su Pasión, como apunto en la nota 22.
[26] Sigo en ese punto la opinión general acerca del idioma habitualmente utilizado por Jesús, en vez del hebreo, con el que el común de la población de Palestina estaba ya poco familiarizada.
[27] La edad de Jesús, aunque imprecisa, suele establecerse en aquel momento alrededor de los 35 años.
[28] Con independencia de posibilidades milagrosas (don de lenguas, entendimiento universal de lo que decía), cabe la posibilidad de que Jesús conociera el latín hasta cierto punto, como lengua de uso frecuente en Palestina (probablemente, en Galilea se usara más el griego).
[29] Véanse, Juan, 2, 17 y Salmos, 69 (68), 10.
[30]  La fijación estricta de la Pascua en esos términos, aunque coincidente con el judaísmo, fue realizada en el Concilio de Nicea (año 325), naturalmente desplazando del sábado al domingo el día grande. La oscilación del domingo de Pascua es de treinta y cuatro días: entre el 22 de marzo y el 25 de abril. Su exceso respecto del mes lunar (unos 29 días) es para que no coincida la Pascua cristiana con la judía.
[31] Los soldados de infantería más veteranos de la legión romana.
[32] Parte de ellas iba encaminada contra los saduceos, lo que venía a ser parecido a meterse con los sacerdotes, ya que la mayor parte de los del Templo eran de la secta de aquellos. Sobre las predicaciones y juegos de preguntas y respuestas de aquellos días, véase Marcos, capítulos 11, 12 y 13.
[33]  Según Mateo, 22, 19, se trataba de un denario.
[34] Véase Marcos, capítulo 13. Este discurso sobre el fin del mundo y el de Jerusalén lo colocan los Evangelios a la salida de Jesús del Templo, contemplando la magnífica fábrica de este. De ser así, Vero y sus compañeros debieron de mezclarse entre los discípulos del Maestro y captar lo que Este dijo a ese respecto mientras salía de Jerusalén.
[35] El nombre de la mujer tiene cierto fundamento; no así el considerarla -como a veces se hace- nieta de Augusto.
[36] Distaba unos noventa kilómetros de Jerusalén, en el valle de Jezrael, en los confines de Samaria y Galilea.
[37] El episodio de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén está recogido en los cuatro Evangelios canónicos. Los Sinópticos lo colocan al comienzo de la misión en Jerusalén, sin darle fecha precisa. San Juan (12, 1-22) da el día exacto, pero no lo ubica con base en el inicio de la misión jerosolimitana, sino de la unción en Betania (al día siguiente). Comoquiera que esa unción (por ejemplo, en Marcos, 14, 3-9) fue posterior a la misión en Jerusalén, detecto una contradicción cronológica que, en cualquier caso, me autoriza a narrar estos hechos con la secuencia temporal que en ellos se refleja.
[38] Se trataba de Lázaro. Juan, 12, 10, da el detalle de que, para ocultar el milagro, los jefes de los sacerdotes resolvieron matar también a Lázaro.
[39] En concreto, en Betania: San Juan, capítulo 11.
[40] Introducción al tema del personaje de Barrabás, desarrollado más adelante. Considero que el incidente se había producido por aquellos días, basándome en que la estancia en la cárcel de la Torre Antonia implicaba prisión preventiva en espera de juicio, no el cumplimiento de una pena definitivamente impuesta.
[41] Véase la nota 20.
[42] Seguramente, se trataba del Apóstol traidor, Judas Iscariote.
[43] Obvia alusión a los que en español se denominan fariseos.
[44] Como se sabe, uno de los puntos más conflictivos del proceso a Jesús es el de la necesidad de que el Sanedrín tuviera que pedir la conformidad de la Autoridad romana para aplicar la pena de muerte. No se ha encontrado hasta ahora documento alguno que lo pruebe, pero los Evangelios son unánimes y la proposición resulta verosímil. En consecuencia, asumo su veracidad, rodeándola, no obstante, de las salvedades que Vero recoge en su carta.
[45] Véase nota 17.
[46] Elevación estrecha al sur del Templo de Jerusalén, que domina el Tyropeón y el torrente Cedrón. Era un punto estratégico para dominar la zona sureste de la Ciudad.
[47]  Era la forma usual de ejecutar la pena de muerte por delito religioso. Para la blasfemia, véase Levítico, 20, 10-16.
[48]  O patio enlosado a más alto nivel, cara al pueblo, que se utilizaba para administrar justicia o arengar.
[49]  Sitial de asiento mullido y patas en tijera pero que, al carecer de brazos y respaldo, era deliberadamente incómodo. En Roma solo se usaba por magistrados de alto nivel, pero en provincias era privilegio de los gobernadores, prefectos, etc. que tenían el mando supremo de ellas.
[50]  Es decir, el Emperador Tiberio.
[51] Equivalentes a cuatro centurias, es decir, unos 320 soldados.
[52] Así era, en efecto. Concluidas las declaraciones de los acusadores y acusados, se abría la doble opción de llevar el proceso como quaestio ordinaria, practicando pruebas adicionales (en especial, la de testigos) conforme a la ley, o como quaestio extra ordinem, según el libre arbitrio del magistrado. Pilato, tratándose de un acusado no ciudadano romano, en un tribunal de provincia y con la presencia de una multitud un tanto airada, optó obviamente por el proceso extra ordinem.
[53] Esto es lo que se recoge en los Evangelios de Mateo (27,11), de Marcos (15,2) y de Lucas (23,3). Juan amplía considerablemente las contestaciones de Jesús (18, 33-38), si bien admite también su reticencia (19, 8-11). Por razones que no creo necesario exponer aquí -por tratarse de un relato sin pretensiones de científico-, he decidido seguir en este punto la versión de los Sinópticos.
[54]  Su contenido lo recoge solo San Mateo (27,19) y tenía que ver con una pesadilla que Claudia Prócula había tenido la noche anterior, soñando con Jesús, al que lógicamente no conocía de antes.
[55]  En esta ocasión, la alusión a este episodio, así como al envío de Jesús a Herodes Antipas que siguió, se recoge solo en el Evangelio según San Lucas (23, 5-12).
[56]  Véase nota 20.
[57] Según San Lucas (23,12), el incidente supuso que Pilato y Herodes Antipas se hiciesen amigos, superando su previa enemistad. Desde el sentido común, me permito dudarlo, pues creo que no agradaría mucho al Prefecto la vuelta a sus manos de aquella patata caliente.
[58] Tuve ocasión hace años de pronunciarme en un breve artículo, sobre las razones y consecuencias de mi entendimiento de la flagelación de Cristo como una pena en sí misma, no como un preparativo o medida añadida a la crucifixión. A los interesados sobre este tema remito a Federico Bello, Notas sobre la flagelación de Cristo, Pasión en Salamanca, Semana Santa, 2005, Nº 12, pp. 18-20.
[59] Dicho flagrum estaba formado por un mango de madera y tres correas cortas de cuero, con piezas de plomo o tabas de carnero en los extremos. El número de azotes no tenía un límite absoluto en el Derecho penal romano, debiendo acordarlo el tribunal en función de la gravedad del delito y de la probable resistencia del reo.
[60] El personaje de Barrabás, aunque recogido de forma bastante coincidente en los cuatro Evangelios, ha sido objeto de lucubraciones sin cuento. Los propios Evangelistas discrepan en el punto clave de los motivos de imputación a Barrabás: Mateo solo dice que era famoso; Marcos y Lucas lo califican de asesino, habiendo matado a una persona en un motín, junto con otros sediciosos; y Juan lo califica de bandido o bandolero. Una cosa me parece diáfana, por puro sentido común: Que Pilato no iría a poner en libertad a alguien que tuviese cuentas pendientes con el Imperio, en concepto de sedicioso o rebelde contra el mismo. Por eso redacto este pasaje en los términos que arriba quedan dichos.
[61] De todos modos, lo más probable es que Barrabás estuviese en prisión preventiva, en espera de juicio. El Derecho penal romano de la época no solía imponer penas privativas de libertad en cárcel, sino en galeras, minas u otros trabajos forzados.
[62] Tal vez la traducción mejor sería: no mereces ser Amigo del César, pues no se trataba de una simple consideración afectiva, sino de un título honorífico que el Princeps concedía a algunos de sus fieles y que, en concreto, Tiberio había otorgado a Poncio Pilato. Tal vez por eso, Pilato acusó el golpe y decidió no resistirse más a la petición.
[63]  La crucifixión era la forma usual de ejecutar a los reos de lesa majestad que no fueran ciudadanos romanos. Paso por alto el pasaje del lavatorio de las manos, no tanto por ser un acto simbólico judío, fuera de lugar en un magistrado romano, sino, más bien, porque solo lo recoge un Evangelio: el de Mateo.
[64] Es de suponer que los ladrones (Mateo, 27, 37; Marcos, 15, 27; Lucas, 23, 39-43) lo fueran con algún tipo de agravante o violencia, para recibir tan severa sanción. Juan (19, 18) no precisa el delito cometido. La fiesta de la Pascua en particular, como el Sabbat en general, eran días inhábiles para llevar a cabo el cumplimiento de penas, incluida la de muerte.
[65] Véase, por ejemplo, el Evangelio de San Mateo, capítulo 27, versículos 27-31.
[66] No era infrecuente que los cadáveres de los crucificados permaneciesen expuestos varios días en el lugar de la ejecución -a veces, picados de las aves carroñeras-, para escarmiento en cabeza ajena, siendo después arrojados a cualquier descampado, apenas cubiertos por tierra o cal.
[67]  Véase, por ejemplo, Evangelio de Lucas, 23, 50-56.
[68] El Evangelio de Mateo es el único que narra estos hechos (Mateo, 27, 62-66), con bastante imprecisión acerca de la parte que en los mismos tocó a soldados romanos o a individuos del entorno de sacerdotes y fariseos.
[69] Véase el Evangelio según San Mateo, 28, 11-15.
[70] Fortaleza levantada por Herodes el Grande en el desierto de Judea, a unos cinco kilómetros de la ribera suroccidental del Mar Muerto.
[71] Obviamente, ese era el punto de vista del tribuno Vero, que para nada prejuzga el del narrador de este relato.
[72] Véase la nota 2.
[73] Todo lo que sigue tiene su correlato en el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles.
[74] Tiberio Claudio César Augusto Germánico, es decir, el Emperador Claudio
[75] Los datos coinciden con el año 50 de nuestra Era.
[76] Las Acta Pilati forman parte del Evangelio apócrifo de Nicodemo, y pueden leerse íntegramente en Internet.
[77] Magna biblioteca pública de Florencia, abierta en 1571 tras largos años de atormentada construcción. Guarda los fondos que la familia Médicis fue atesorando desde finales de la Edad Media.
[78] Lorenzo de Médicis (1449-1492), mecenas y gobernante florentino.
[79] Sobre dicho rótulo, véanse Mt., 27, 37; Mc., 15, 26; Lc., 23, 38; Jn., 19, 19-22.
[80] Juan, 19, 22.

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